3

—Supongo —dijo Broadfoot—que no sabe nada de la ley de herencia y los derechos de las viudas.

—Absolutamente nada, George —contesté, animosamente—. Puedo citarle a mi padre en cuestiones de allanamiento de morada e invasión de propiedad ajena… y sé que un marido no puede poner las manos en el dinero de su mujer si el padre de ella no le deja. —El padre de Elspeth, el odioso Morrison, me había enseñado eso muy bien. Estaba podrido de dinero, aquella serpiente.

—Contenga la lengua —susurró Broadfoot—. Esto servirá para su educación —y empujó un par de polvorientos volúmenes que estaban sobre la mesa. Encima estaba un panfleto: Acta de herencias, 1833. Ésa fue mi reintroducción en el servicio político.

Ya ven, lo que había oído desde debajo de la mesa de billar de Sale eran los acordes de la salvación, y les diré por qué. Como norma, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo ante un trabajo político: deambular por ahí furtivamente vestido de negro, vivir a base de mijo y tripas de oveja, con más piojos que un perro callejero, empezar a silbar Waltzing Matilda en una mezquita muerto de miedo y acabar con la cabeza en la punta de un palo, como Burnes y MacNaghten… Ya había pasado por todo aquello, pero ahora iba a haber una guerra en toda regla, saben, y en mi ignorancia suponía que los políticos se retirarían a sus oficinas mientras los oficiales del estado mayor hacían recados ante la boca de los cañones. Afganistán había sido una de aquellas malditas excepciones donde nadie se encontraba a salvo, pero la campaña sij, me imaginé yo, sería algo diferente y sensato. ¡Qué idiota fui![26]

Así que, agradeciendo al destino que me condujera a tirarme a la señora Madison bajo el tapete verde, y tras cerciorarme de que Leech y Cust habían obtenido cómodos empleos, sin pérdida de tiempo corrí hacia Broadfoot, de forma aparentemente casual.

Grandes demostraciones de simpatía por ambas partes, aunque yo me quedé muy asombrado al ver cómo había cambiado él: el entusiasta gigante escocés de barba roja y gruesas gafas casi se había derrumbado. Me comunicó que tenía el hígado hecho cisco, razón por la cual había trasladado su oficina a Simla, donde los matasanos podían atenderle. También había sufrido una caída montando a caballo; vino con un bastón, jadeando a cada paso que daba.

Yo le compadecí y le conté mis propios problemas, maldiciendo la suerte que me había hecho aterrizar en el estado mayor de Gough («un perrito faldero, George, a eso me veo reducido, a guardar el sombrero de ese viejo chivo en las fiestas»), y volvimos a rememorar los viejos tiempos, cuando él y yo escapamos a Afridis por la carretera de Gandamack, divirtiéndonos de lo lindo. (Dios mío, las cosas que tuve que decir.) Era un pájaro de bajos vuelos, el viejo George. Me di cuenta de que él se maravillaba de aquella coincidencia, pero probablemente y después de todo acabó pensando que Gough me había lanzado alguna insinuación, porque me ofreció un puesto de ayudante inmediatamente.

Estábamos en el salón de Crags, en su bungalow en el monte Jacko, yo ojeaba sombríamente los libros de leyes y pensaba que aquél era el precio de la seguridad. Broadfoot, muy irritado, me decía que haría mejor en aprenderme bien todo su contenido, y se mostraba bastante estricto en ese sentido. Había otro cambio: era más duro que antes, y no sólo por su enfermedad. En Afganistán era un tipo rudo, contrario al gobierno, pero la autoridad le había revestido de una dignidad especial y se daba muchos aires como agente… Una vez, por ejemplo, le llamé mayor y él ni siquiera parpadeó. «Vaya —pensé yo—, no hay nadie en el mundo tan estirado como un escocés.» Para ser justo, tampoco parpadeó al llamarle «George», y fue bastante amable conmigo, entre réplicas bruscas y ladridos.

—Otro asunto —dijo—. ¿Le vio mucha gente en Umballa?

—No lo creo. ¿Qué pasa? No debo dinero…

—Cuantos menos nativos sepan que el soldado Flashman está por aquí, mejor —dijo—. ¿No ha llevado el uniforme desde que llegó? Bien. Mañana se afeitará el bigote y las patillas… hágalo usted mismo, nada de nappy-wallah[27] y yo mismo le cortaré el pelo de una forma más civilizada… quizá con un poco de brillantina…

Había cogido una insolación, sin duda alguna.

—¡Pare el carro, George! Necesito un buen motivo para…

—¡La razón es que se lo digo yo, y eso basta! —refunfuñó él; tenía el hígado hecho migas, ya me daba cuenta. Y luego esbozó una amarga mueca—. Éste no es el tipo de bandobast[28] político al que estábamos acostumbrados; no vamos a jugar a Badú el Badmash esta vez. —Bueno, aquello ya era algo—. No, ahora será un auténtico civil de aquí en adelante, con traje de seda, cuello duro y sombrero de copa, cabalgando en un jampan con un chota-wallah[29] llevándole el portafolios. Como corresponde a un hombre de leyes, bien versado en derecho de viudedad —me estudió con ironía durante un largo rato, sin duda disfrutando de mi asombro—. Creo que haría mejor en echar un vistazo a su dosier —dijo, y se levantó, maldiciendo su pierna.

Me condujo por un pequeño vestíbulo, cruzamos una puertecita y bajamos un tramo de escaleras hasta una bodega donde uno de sus zapadores pathan (tenía un montón de esos tipos en Afganistán, terribles villanos que con la misma facilidad te cortaban la garganta que te arreglaban el reloj) estaba agachado bajo una lámpara, mirando ceñudamente tres grandes jarras, todas de un metro y medio de altura, que ocupaban la mayor parte de la minúscula bodega. Dos de ellas estaban atadas con cuerdas de seda y lacradas con grandes sellos rojos.

Broadfoot se apoyó en la pared para descansar su pierna, y señaló al pathan, que quitó la tapa de la jarra no sellada, sujetando la lámpara para iluminar su contenido. Yo miré y me quedé impresionado.

—¿Qué es esto, George? —dije—. ¿No confía en los bancos?

La jarra estaba repleta de oro, una cantidad ingente de monedas brillando a la débil luz. Broadfoot las señaló y yo cogí un puñado, frío y pesado, que tintineó al volver a caer de nuevo en la jarra.

—Yo soy el banco —dijo Broadfoot—. Hay ciento cuarenta mil libras aquí, en mohures,[30] lingotes y joyas. Su destino… puede muy bien depender de usted. Tik hai,[31] Mahmud —cojeó alejándose de nuevo, mientras yo le seguía en silencio, preguntándome en qué lío me habría metido yo esta vez… Aquello no parecía peligroso de momento, gracias al cielo. Broadfoot se sentó cuidadosamente en su silla.

—Ese tesoro —continuó— es el legado del rajá Soochet Singh, un príncipe del Punjab que murió hace dos años, a la cabeza de sesenta seguidores contra un ejército de veinte mil —sacudió su rojo cabello—. Sí, hay tipos valientes por ahí. Bueno, ahora, como la mayoría de los nobles del Punjab en estos tiempos turbulentos, había puesto sus riquezas en lugar seguro… al cuidado de los odiados británicos. Porque podemos ser infieles, pero llevamos la contabilidad honestamente, y ellos lo saben. Hay nada menos que veinte millones de esterlinas en dinero del Punjab al sur del Satley en estos momentos.

»Durante los dos últimos años, el tribunal de Lahore (entiéndase los regentes, Jawaheer Singh y la zorra de su hermana), han estado pidiendo que se devuelva la herencia de Soochet, basándose en que se trata de un rebelde a quien le habían confiscado los bienes. Nuestro argumento, más o menos, es que eso de «rebelde» es un término poco apropiado, porque nadie sabe a ciencia cierta cuál es el gobierno del Punjab de un día para otro, y por lo tanto el dinero debe ir a parar a los herederos de Soochet: su viuda o su hermano, el rajá Goolab Singh. Hemos recabado la opinión de algunos consejeros —dijo, con cara inexpresiva—, pero el tema se complica por el hecho de que lo último que se supo de la viuda es que huyó de una fortaleza que estaba sitiada, para salvar su vida, mientras Goolab, que quiso apoderarse del trono del Punjab en tiempos pasados, últimamente se ha proclamado rey de Cachemira. Su palacio se asienta en una elevación rocosa en el camino de Jumoo con cincuenta mil montañeses que le respaldan. Sin embargo, tenemos informes fidedignos de que tanto él como la viuda opinan que el dinero está bien donde está, por el momento.

Hizo una pausa y tuve en la punta de la lengua la pregunta: «¿Y no lo está?», porque todo aquello me importaba un pimiento. Hablar de fortalezas sitiadas y montañeses me altera bastante, y tuve horribles visiones de Flashy deslizándose por desfiladeros con una valija, llevando estados de cuentas de intereses compuestos a esos dos excéntricos herederos, que con toda probabilidad serían condenadamente peligrosos.

—Una complicación más —añadió Broadfoot— es que Jawaheer Singh amenaza con convertir esta herencia en un motivo de guerra. Como sabe, la paz está en el filo de la navaja; estas tres jarras de ahí abajo pueden desequilibrar la balanza. Naturalmente, sir Henry Hardinge desea que las negociaciones sobre la herencia se abran de nuevo en Lahore, no con vistas al acuerdo, por supuesto, sino para contemporizar. —Me miró por encima de los anteojos—. Todavía no estamos preparados.

¿Para el acuerdo o para ir a la guerra? Habiendo oído en secreto las opiniones de Broadfoot, podía adivinar cuál de las dos opciones era la suya. Lo mismo que de repente comprendí, con espantosa claridad, quién sería el negociador en aquella corte de salvajes ahítos de bhang[32] donde se asesinan unos a otros de forma regular después de la cena. Pero aparte de eso, no entendía nada de todo aquel asunto.

—Quiere que «yo» vaya a Lahore. ¡Pero yo no soy abogado, maldita sea! ¡Es más, sólo he visto un tribunal un par de veces en toda mi vida! Acusado de borracho, de ofrecer resistencia y por haber sido arrestado en establecimientos de reputación dudosa, de cinco libras la vez, aunque eso no viniera al caso.

—Ellos no lo saben —replicó Broadfoot.

—¿Que no? ¿De verdad? George, no es que quiera presumir, pero no soy un desconocido precisamente por esos mundos de Dios. ¡Pero hombre, si cuando tuvimos una guarnición en Lahore, en el año 42, me hicieron propaganda por todas partes! ¡Y usted mismo ha dicho que cuantos menos supieran que Flashman había vuelto, mejor! Todos saben que soy un soldado. Lanza ensangrentada y todas esas historias, ¿no?

—Puede que sí —repuso él con mucha calma—, pero ¿quién dice que no haya comido el pan de Middle Temple Hall[33] durante los tres últimos años? Si Hardinge le manda y le acredita, no dudarán de usted. Puede aprenderse la jerga y todas las leyes que necesite, aquí —y señaló los libros.

—Pero, ¿por qué ese empeño? ¡Un abogado de verdad puede negociar la cosa diez veces mejor que yo! Calcuta está llena de ellos.

—Pero ellos no hablan punjabí. No pueden ser mis ojos y mis oídos en la fortaleza, de Lahore. No pueden tomar el pulso de ese nido de víboras e intrigas. No son agentes políticos entrenados por Sekundar Burnes. Y si los desenmascaran —palmeó en el escritorio triunfante—, no pueden convertirse en un Khye-Keen o un Barukzai jezzailchi y volver atravesando el Satley.

Así que yo iba a convertirme en espía ¡en aquella madriguera de perversiones! Me senté consternado, murmurando la primera objeción que me vino a la mente.

—¡No tendré una maldita oportunidad si tengo que hacerlo con la cara afeitada! —él hizo un gesto desdeñoso.

—No puede ir a Lahore con el letrero de SOLDADO escrito en la cara. Además, no tendrá que disfrazarse ni hacer nada desesperado. Será un agente diplomático británico, el enviado del gobernador general, y dispondrá de inmunidad.

También lo era MacNaghten, quise gritar yo, y Burnes, y Connolly y Stoddart y el tío Tom Cobleigh, está escrito en sus malditas lápidas. Él me desveló todo el horroroso asunto.

—Esa inmunidad le permitirá permanecer en Lahore después de que estalle la guerra, suponiendo que eso suceda. Y entonces empezará su auténtico trabajo.

Yo estaba a punto de cambiar un nombramiento para el estado mayor por aquello. La perspectiva estaba a punto de hacerme vomitar, pero no me atreví a decírselo a Broadfoot. De alguna manera logré contener mis emociones, asumí una expresión atormentada y dije que seguramente un diplomático sería expulsado, o por lo menos confinado.

—No por el momento. —Él lo tenía todo pensado, maldita sea—. Desde el día en que llegue a Lahore, ocurra lo que ocurra, será el hombre más cortejado del Punjab. Las cosas están así: hay partidarios de la paz, partidarios de la guerra, el khalsa, los comités paneh que lo controlan, y una facción que quiere que nosotros tomemos el Punjab, otra que quiere que nos vayamos de la India, algunos que saltan de una facción a otra, y camarillas y facciones que no saben ni lo que quieren porque están demasiado borrachos y drogados para pensar. —Se inclinó hacia delante, las patillas rojas hirsutas, con sus grandes ojos detrás de los cristales de culo de botella—. Pero todos ellos quieren estar en el lado correcto al final, y la mayoría tiene el suficiente sentido común para ver que ese lado es el nuestro. Ah, sí, cambian, vacilan, se conjuran y se acercarán a usted (discretamente) con más insinuaciones y complots y protestas de buena voluntad de los que pueda contar. Enemigos que mañana serán amigos, y viceversa. Y todo me lo transmitirá secretamente a mí —se echó hacia atrás, complacido consigo mismo, mientras yo mantenía la cara inexpresiva y notaba el estómago en los talones—. Esto es lo esencial del asunto. Ahora, para su información más particular…

Sacó un fajo de esas delgadas carpetas de piel que yo recordaba de la oficina de Burnes en Kabul. Sabía lo que contenían: mapas, nombres, lugares, informes y resúmenes, leyes y costumbres, biografías y dibujos de artistas, alturas y distancias, historia, geografía, incluso pesos y medidas…, todo lo que habían conseguido durante años de espionaje e inteligencia en el Punjab, bien digerido y devuelto.

—Cuando se haya estudiado todo esto y los libros de leyes, hablaremos con más tranquilidad —dijo, y me preguntó si tenía alguna observación que hacerle.

Podía haber hecho unas cuantas, pero, ¿para qué? Estaba hundido… por mi propia locura, como de costumbre. Si no le hubiera echado un polvo a esa vieja puta de la Madison, nunca habría oído a escondidas a Gough ni corrido a meterme en su maldito cocido político. No podía soportar pensar en ello. Todo lo que podía hacer era mostrarme bien dispuesto, por el bien de mi preciosa reputación, así que le pregunté quiénes serían los probables amigos y enemigos en Lahore.

—Si yo lo supiera, no tendría que ir allí. ¡Oh!, por supuesto que sé quiénes son nuestros simpatizantes y enemigos confesos en este momento, pero… ¿seguirán siéndolo la semana que viene? Tomemos por ejemplo a Goolab Singh, el heredero fugitivo de Soochet. Ha jurado que si el khalsa avanza, se unirá a nosotros… bueno, quizá lo haga, en la esperanza de que le confirmemos en el trono de Cachemira. Pero si el khalsa retrocediera un poco… dónde estarían Goolab y sus montañeses, ¿eh? ¿Nos serían leales o estarían pensando en el botín de Delhi?

Yo ya imaginaba dónde estaría Flashy: desamparado en Lahore entre los malditos paganos. Preferí no preguntarle qué otros políticos y agentes de confianza podrían estar a mano, así que cambié de tema.

—¿Cómo le informaré?, ¿a través del vakil?[34]

—Ni hablar. Es un nativo y no estamos seguros de él. Puede pasarle cualquier carta que escriba sobre la herencia de Soochet, pero los temas secretos irán en notas cifradas que dejará en la epístola segunda de los Tesalonicenses, en la mesilla de noche de su habitación…

—¿La epístola segunda de qué?

Me miró como si fuera un monstruo.

—¡En su Biblia, hombre! —me di cuenta de que se preguntaba si mi lectura de cabecera no sería Tom y Jerry—. El código y las instrucciones para el texto cifrado están en las carpetas. Sus mensajes serán recogidos, no tema.

¡Así que «había» un mensajero de confianza en la corte! El hecho de que nadie me fuera a decir quién era me provocó un escalofrío: lo que uno no sabe, no puede decirlo cuando algún tipo preguntón se nos acerca con unos hierros al rojo vivo…

—¿Y si tengo que enviarle algún mensaje urgente? Quiero decir, si el khalsa por ejemplo avanza, de repente…

—Eso lo sabré yo antes que usted. Lo que tiene que descubrir en ese caso es «por qué» están avanzando, quién los dirige y con qué propósito. En caso de guerra, qué hay detrás de ella y cómo ha empezado. Eso es lo que tengo que saber. —Se inclinó hacia delante de nuevo, con interés—. Ya lo ve, Flashy, saber con precisión por qué nuestro enemigo se ha lanzado a la guerra, qué espera ganar y qué teme perder… es como estar ya a medio camino de la victoria. Recuérdelo.

Al recordarlo ahora, comprendo que aquello era muy sensato, aunque yo no estaba en situación de apreciarlo. Pero asentí dubitativo, con esa mueca de atención que he aprendido a poner mientras pienso frenéticamente con frenesí en cómo librarme de algo.

—La herencia de Soochet, entonces, es sólo una trampa.

—De ningún modo. Exactamente, es su excusa para ir a Lahore (como supongo que sospecharán sus hombres más inteligentes) pero sigue siendo una causa genuina[35] que puede discutir con sus funcionarios. Quizás incluso en pleno durbar con los regentes si están sobrios, en cuyo caso debe mantener la mente bien despierta. Jawaheer es un espantoso degenerado y la maharaní Jeendan parece decidida a destruirse a sí misma mediante la más viciosa indulgencia… —Hizo una pausa, mesándose la barba, mientras yo me animaba un poco, como el príncipe como se llame. Siguió, frunciendo el ceño—: No me fío de ella, de todos modos. Debe de tener un carácter autoritario y una gran habilidad, de lo contrario nunca habría ascendido desde los burdeles al trono. Bueno, y valor también… ¿sabe cómo tranquilizó una vez a una multitud de soldados amotinadas y dispuestos al crimen?

Dije que no tenía ni idea, y esperé sin aliento.

—Bailando. Sí, se puso sus velos y sus címbalos y bailó alegremente con ellos, así que volvieron a casa como corderitos. —Broadfoot sacudió la cabeza admirativamente, sin duda deseando haber estado allí—. No hizo más que su oficio, pues ella bailaba en los burdeles de Amritsar desde niña, antes de cautivar a Runjeet. —Hizo una mueca de disgusto—. Sí, y lo que aprendió allí la ha obsesionado desde entonces, hasta desequilibrarle la mente, creo.

—¿La ha desequilibrado el baile? —dije, y me dirigió una mirada inquisitiva. Era un buen cristiano, ¿saben?, y no me conocía nada, salvo de mis supuestas heroicidades.

—El libertinaje con los hombres. —Dio un resoplido muy presbiteriano, dudando en mancillar o no mi mente juvenil—. Tiene un apetito insaciable, tiene eso que los médicos llaman ninfomanía. La conduce a innombrables excesos, no sólo con todos los hombres de categoría de Lahore, sino también con esclavos y barrenderos. Su favorito actual es Lal Singh, un poderoso general, aunque he oído decir que lo abandonó hace poco por un mozo de cuadras que le ha robado diez lacs de joyas.

Estaba tan impresionado que no se me ocurría qué decir, salvo que unos ganan y otros pierden.

—Dudo que el mozo de cuadras piense eso. Ahora mismo está colgado en una jaula sobre la puerta de Looharee, sin nariz, sin labios y sin orejas, según me han dicho. Por eso —dijo Broadfoot—digo que no me fío de ella. Libertina o no, la dama sigue siendo formidable.

Yo estaba ansioso por conocerla. Parecía el ideal de mujer que le gusta a Flashy…, menos lo del final, el último detalle espeluznante de todo aquel espantoso asunto. Aquella noche, en mi habitación en Crags, después de haberme sumergido en las carpetas de Broadfoot, arrojado los libros de leyes a un rincón, paseado arriba y abajo estrujándome los sesos para encontrar una salida, que no encontré, me sentí tan deprimido que decidí completar aún más mi desgracia afeitándome las patillas… A eso me veía reducido. Cuando acabé y miré mis desnudas mejillas en el espejo, recordando cómo adoraba Elspeth mis adornos faciales y juraba que era lo primero que había ganado su juvenil corazón, sentí ganas de llorar. «Mi barbitas», solía murmurar ella cariñosamente, y aquello me hizo sumergirme en una sensiblera ensoñación acerca de aquel maravilloso primer revolcón en los arbustos junto al Clyde, y los igualmente gloriosos encontronazos en la selva de Madagascar. De aquello mi mente naturalmente derivó a las frenéticas galopadas con la reina Ranavalona, a la que no le importaban un pito mis patillas, al menos, siempre trataba de arrancármelas de raíz en los momentos de éxtasis.

Bueno, a algunas mujeres no les gustaban. Yo me dije, intentando consolarme, que la maharaní Jeendan, que evidentemente consideraba que todo el tiempo que no pasara montada por algún sij era tiempo perdido, debía de ser partidaria de las barbas… y quizá le apeteciera un cambio. Sí, ciertamente, aquello podía aligerar la carga diplomática; no hay lugar alguno como la cama para los secretos de estado… y es muy útil como refugio también en los tiempos revueltos. Si ella dejaba para el arrastre a seis hombres fuertes en una sola noche, el bazar de Lahore tendría que estar bien provisto de cerveza negra y ostras…

Simples elucubraciones, como suelo decir, pero algo parecido podía haber estado ocupando la mente del mayor Broadfoot, porque mientras yo estaba todavía admirando mi dominante perfil en el espejo, entró él, con aire incómodo. Se disculpó por irrumpir así y se sentó, pensativo, golpeando la alfombra con su bastón. Finalmente, empezó:

—Flashy, ¿cuántos años tiene? —Se lo dije: veintitrés.

Él gruñó.

—¿Y desde cuándo está casado?

Lo pensé y respondí que hacía cinco años, y él frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Aun así, ¡cielos!, es demasiado joven para este asunto de Lahore. —La esperanza renació de pronto en mí, pero él continuó—: Lo que quiero decir es que se trata de una responsabilidad muy grave. El precio de la fama, supongo: Kabul, Mogala, el fuerte Piper. Caramba, es un buen historial, y usted sólo es un jovencito, como habría dicho mi abuela. Pero esto… —dijo con seriedad—quizás alguien mayor… un hombre de mundo… Aunque si no hay nadie más…

Sé muy bien cuándo hay que callar, se lo aseguro. Esperé hasta que vi que él iba a continuar, y entonces me adelanté, lenta y pensativamente:

—George… Sé que estoy muy verde todavía en muchos aspectos, y también es verdad que me siento mucho más a gusto con un sable que con los mensajes cifrados. Nunca me lo perdonaría si… bueno, si le fallara a usted sobre todo, amigo mío. Por mi inexperiencia, quiero decir. Así que… si quiere mandar a alguien mayor…, bueno…

Varonilmente, como ven, ponía el servicio por encima de mí mismo, ocultando a duras penas mi desilusión. Todo aquello me valió un apretón de manos y un noble relampagueo de sus gafas.

—Flashy, es usted un tipo estupendo. Pero el hecho es que no hay nadie más a mano para este trabajo. Oh, no es sólo lo del punjabí, o que haya mostrado un carácter decidido y la cabeza fría… sí, y unos recursos muy por encima de su edad. Creo que tendrá éxito en esta misión porque tiene un don con…, con la gente, que hace que le tomen cariño —soltó una risita incómoda, sin mirarme a los ojos—. Eso es lo que me preocupa de alguna manera. Los hombres le respetan; las mujeres… le admiran… y…

Calló, dando otro golpecito a la alfombra. Yo habría apostado cualquier cosa a que sus pensamientos eran los mismos que yo había tenido antes. Me pregunto qué habría dicho él si yo le hubiera soltado: «Muy bien, George, ambos sospechamos que esa perra en celo corromperá mi juvenil inocencia, pero si yo le doy suficiente placer, puedo conseguir que haga lo que yo le pida, que es lo que tú pretendes. ¿Y cómo quieres que la encamine, George, suponiendo que pueda? ¿Qué es lo que conviene a Calcuta?».

Siendo como era Broadfoot, probablemente me habría dado un puñetazo. Era así de honesto. Si él hubiera sido tan hipócrita como la mayoría de la gente, no habría venido a verme. Pero él tenía, como ven, la conciencia de su época de que había que evitar el pecado, respaldada además por la Biblia, y el pensamiento de que mi éxito en Lahore podía depender de la fornicación le planteaba un grave dilema ético, y no era capaz de resolverlo. Dudo que el doctor Arnold o el cardenal Newman hubieran podido tampoco. («Digo, eminencia, ¿qué precio tiene la salvación de Flashy si rompe el sexto mandamiento por el bien de su país?» «Eso depende, doctor, de si ese joven cerdo lujurioso disfruta o no al hacerlo.») Por supuesto, si se hubiera tratado de cometer asesinato y no adulterio, ni uno solo de los componentes de aquella piadosa generación habría parpadeado siquiera. Es el deber de un soldado, ya saben.

Les confieso que yo en el lugar de Broadfoot, y dado que había tanto en juego, le habría dicho a mi joven emisario: «La respuesta es adelante», y le hubiera deseado buena caza; pero, claro, yo soy un degenerado.

Pero no debo criticar al viejo George, porque su torturada conciencia me salvó la piel, al final. Estoy seguro de que todo aquello le hacía sentir, por alguna retorcida razón, que me debía algo. Así que se apartó de su deber, un poquito sólo, dándome una vía de escape en caso de que las cosas se pusieran difíciles. No era mucho, pero podía haber puesto en peligro a algunos de sus hombres, así que valoré mucho aquel detalle.

Cuando acabamos de charlar, y sin haber llegado a decir lo que no se podía decir, él se dispuso a salir, incómodo. Se detuvo, vaciló y al final habló.

—Bueno —dijo—, no debería decirle esto, pero si le cogen —lo cual no creo que pase, de todos modos y se encuentra en peligro mortal, puede hacer una cosa —me miró, ceñudo, retorciéndose las patillas—. Como último recurso solamente, mallum? Pensará que es muy extraño, pero es una palabra… una contraseña, si quiere. Repítala en cualquier lugar dentro de los confines de la fortaleza de Lahore, déjela caer en la conversación, o grítela desde los tejados si es necesario… Hay muchas probabilidades de que haya por allí alguien que la pase, y un amigo acudirá a ayudarle. ¿Me sigue? Bueno, la palabra es «Wisconsin».

Estaba mortalmente serio, como nunca le había visto.

—Wisconsin —repetí yo, y él asintió.

—Nunca la diga, a menos que sea necesario. Es el nombre de un río de América del Norte.

Podía haber sido el nombre de un retrete público en Penzance, por la tranquilidad que parecía ofrecer. Pero en eso estaba equivocado.