17

La mejor manera de contemplar el enfrentamiento de dos ejércitos es desde un globo aerostático, ya que se puede ver lo que está pasando y además uno se encuentra a salvo, fuera de alcance de los disparos. Lo hice una vez, en Paraguay, y es perfecto, con tal de que un cerdo de marido celoso no corte el cable con un hacha. El siguiente lugar más seguro es una elevación del terreno, como el Sapoune en Balaclava o los acantilados por encima de Little Big Horn, y si puedo hablar con autoridad de ambos enfrentamientos no es porque estuviera implicado directamente en ellos, ya que tuve la oportunidad de supervisar el terreno de antemano.

Sobraon era algo por el estilo. La orilla norte del Satley en aquel lugar es más elevada que la orilla sur, y ofrece una amplia vista de todo el campo de batalla y mucho más allá. No iba a ver aquello durante una hora o así, porque cuando empezaron los cañonazos, Sardul dio el alto y me dejó a cargo de su pelotón y él se alejó para ver qué estaba pasando. Le esperamos en el fangoso amanecer, mientras las tropas de apoyo sij se alineaban para la inspección en las trincheras y emplazamientos de cañones junto a nosotros; los artilleros preparaban sus piezas pesadas, apilando las balas y haciendo rodar el gran cañón de calibre 48 por los rieles, todo listo para la carga. Eran gente muy preparada esos artilleros, tomando sus posiciones tranquila y ordenadamente, las caras bronceadas y barbudas, a la barrera de fuego escondida al otro lado de la niebla del río.

Sardul llegó a toda prisa, salpicando en el barro, muy excitado. Las baterías de Gough estaban golpeando las fortificaciones en la orilla sur, pero hacían poco daño, y los cañoneros sijs le estaban devolviendo disparo por disparo.

—¡Finalmente atacará, y será derrotado! —gritó Sardul exultante—. La posición es segura, y podemos bajar con tranquilidad hasta Tej Singh. ¡Ven, bahadur, es una vista espléndida! ¡Ciento cincuenta grandes cañones tronando unos contra otros… pero tu Jangi lat está fallando! Su parábola de tiro es demasiado larga, y desperdician la pólvora. ¡Ven a verlo!

Le creí. Conociendo a Paddy, podía adivinar que estaba disparando sólo para complacer a Hardinge, pero no podía esperar el momento de calar las bayonetas. Eso sería pronto, por lo que parecía; aunque hubiera comprado el almacén de Umballa entero, no podía mantener tal barrera de fuego durante mucho tiempo.

—Nunca en toda la historia de la India se había visto una lucha tal de artillería pesada —gritó Sardul—. ¡Su humo es como el de una ciudad ardiendo! ¡Oh, qué magnífico día! ¡Qué día!

Era como un niño en la feria cuando nos conducía hacia abajo, a través de las posiciones de artillería silenciosas; por fin llegamos a un pequeño promontorio donde había un grupo de oficiales sijs a caballo, muy guapos con sus casacas de gala. No nos dirigieron apenas una mirada, porque en aquel momento la niebla se levantó del río como una cortina, y ante nosotros se desplegó una vista realmente asombrosa.

A veinte pies por debajo del acantilado, la corriente aceitosa del Satley estaba remolineando, con la superficie marrón y burbujeante salpicada de ramas que se iban apilando contra el gran puente de barcos, de cuatrocientos metros de largo, anclado con pesadas cadenas, que unía el río a la orilla sur. Allí, en una media luna de un kilómetro y medio de extensión, las líneas del khalsa estaban formadas en tres grandes semicírculos concéntricos de baluartes, zanjas y bastiones; había treinta mil soldados sijs allí, la crema del Punjab, de espaldas al río y con setenta grandes cañones lanzando su réplica a nuestras posiciones de artillería a unos mil metros de distancia. Por encima de toda la plaza fuerte sij se cernía un enorme palio de humo negro, y por encima del extendido arco distante de nuestros cañones colgaba un palio similar, más delgado, dispersándose más aprisa que el suyo, porque mientras sus baterías estaban concentradas dentro de la fortaleza de un kilómetro y medio de ancho, nuestras sesenta piezas estaban repartidas en una línea curva dos veces más larga, y Sardul tenía razón, su parábola de tiro era demasiado larga. Podía ver nuestros morteros disparando alto por encima de las posiciones sijs, y las pesadas balas levantando surtidores de tierra roja, pero causando poco daño; lejos, a la derecha, teníamos una batería de cohetes en acción, los largos rastros blancos zigzagueando entre las negras nubes; algunos fuegos ardían en aquel final de las líneas sijs, pero todo a lo largo de las fortificaciones delanteras los artilleros del khalsa estaban disparando a todo trapo… Pady no iba a ganar aquella pelea, eso estaba claro.

Incluso en medio del estruendo de los cañones podíamos oírles lanzando vítores en las trincheras al otro lado del río, y la música de sus bandas militares, con el redoble de los tambores y el chocar de los címbalos. Entonces cesaron las salvas de los cañones británicos y el humo se dispersó sobre nuestras posiciones distantes. Las trompetas en el campamento sij ordenaron el alto el fuego y los últimos jirones se dispersaron por encima de sus posiciones, y Sam Khalsa y John Company se miraron a los ojos a casi un kilómetro de llanura con matorrales y bosquecillos, como dos boxeadores cuando sus entrenadores y sus hinchas han dejado de gritar barbaridades y los dos restriegan sus pies contra el suelo y flexionan los brazos dispuestos a la pelea.

Con el enemigo protegido detrás de sus baluartes, era Gough quien debía hacer el primer movimiento, y lo hizo al estilo clásico, con un golpe de izquierda. Sardul cogió mi brazo, señaló, y ahí estaba, a nuestra derecha, el acero brillante refulgiendo entre los últimos jirones de niebla. Tenía un pequeño catalejo colocado en el ojo, pero luego me lo pasó a mí y mi corazón dio un vuelco al ver los blancos cascos y rojas casacas saltar hasta un primer plano en el círculo de cristal, las bayonetas fijas resplandeciendo en la primera luz del sol, los oficiales y tambores delante, la bandera ondeando en la brisa… Podía incluso ver la «X» bordada, pero debió de ser sólo mi imaginación la que oyó los pífanos tocando:

El guardabosques estaba vigilándonos,

por él no nos atrevimos,

porque podemos pelear y luchar, chicos,

y saltar por todas partes…

Mientras, el Décimo de Lincoln llegaba en formación, las armas terciadas, los cañones ligeros disparando por su flanco, y junto a ellos los chacós y los cinturones blancos de la Infantería nativa, y otra bandera británica. No pude distinguir cuál, y de nuevo nuestros cañones empezaron a retumbar mientras Paddy gastaba las últimas andanadas de fuego de cobertura por encima de su cabeza y el polvo se arremolinaba en el frente derecho del khalsa.

Las baterías sijs explotaron en un torrente de llamas, y yo vi temblar y recuperarse a nuestras líneas y volver a avanzar de nuevo antes de que las nubes de humo y polvo nos las ocultaran a la vista. En el ala derecha un gran cuerpo de caballería emergió desde las trincheras, dispersándose para cargar nuestras baterías de cohetes cuyos proyectiles ondulaban por encima de la infantería que avanzaba y explotaban en los parapetos. Los caballos sijs rodearon nuestros flancos y fueron hacia los morteros lanzacohetes como Pedro por su casa, pero el comandante de batería sin duda se dio cuenta del peligro y dio las órdenes oportunas, porque les dejó llegar a tiro antes de soltar una andanada completa a ras del suelo, que salió zumbando y estalló entre la caballería; la carga se disolvió en una nube de humo blanco y llamas anaranjadas.

Los oficiales que estaban detrás de nosotros se pusieron a gritar y a señalar: mientras el ala izquierda de Gough se acercaba entre el humo al frente derecho de los sijs; fuera, en la llanura, más allá de los matorrales y la selva, algo se movía en la niebla calurosa: pequeñas figuras rojas, azules y verdes aparecían ante la vista, largas líneas de figuras, con los cañones ligeros en los espacios que dejaban. Yo dirigí el catalejo hacia ellos, y allí estaban las bocamangas amarillas del 29, allí las de color ante del 31, por todas partes las casacas rojas y las cananas de la Infantería nativa…, el rojo y el azul del Regimiento de la Reina…, en el flanco, las figuras oscuras del Noveno de Lanceros, las casacas azules y los pugarees de la caballería bengalí… las plumas veteadas de escarlata del Tercero de Ligeros … y las pequeñas figuras contrahechas de los gurkas, trotando para mantener el paso. Mientras yo miraba onduló un relámpago de plata a lo largo del frente y aparecieron los cuchillos de ancha hoja. Todo nuestro ejército estaba moviéndose hacia el centro y la izquierda de la posición khalsa… veinte mil británicos y la Infantería nativa, caballos y cañones acercándose con una ventaja de tres a dos. Los cañones pesados de los sijs estaban colocándose frente a ellos, levantando penachos de polvo a lo largo del gran arco que formaba nuestro avance.

Ahora todas las trincheras delanteras estallaban a la vez, barriendo la tierra con una lluvia de metralla y granadas, oscureciendo el escenario tras una espesa niebla de polvo y humo. Retuve el aliento con horror, porque era como Firozabad de nuevo, con aquel loco viejo comedor de patatas arriesgándolo todo al sable y la bayoneta, cuerpo a cuerpo. Entonces los sijs venían debilitados de Moodkee, sus posiciones fueron preparadas a toda prisa, mientras que ahora estaban atrincherados en una Torres Vedras en miniatura, con zanjas y diques de veinte pies de alto, cubiertos por mortíferos obuses giratorios repletos de lunáticos agitando los tulwar, locos por matar por el Guru. «No puedes hacerlo, Paddy —pensé yo—, no resultará esta vez, te romperás tu cabezota irlandesa contra esa muralla de disparos y acero y romperán tu ejército en mil pedazos y perderás la guerra; nunca volverás a Tipperary, estúpido viejo cabeza de chorlito…»

—¡Vamos! —gritó Sardul, y yo aparté mis ojos de aquella agitada oscuridad más allá de la cual nuestro ejército avanzaba hacia una muerte cierta, y le seguí por la colina fangosa abajo, hacia el puente de barcos. Eran grandes barcazas, con los bancos de remeros atados entre sí y cubiertos con pesados maderos que formaban una carretera tan derecha y sólida como tierra firme… «Ah, hay algún zapador blanco escondido por ahí —dije yo—, maldito sea, porque ningún punjabí habría conseguido hacer eso.» Cabalgamos por el puente con el pelotón a nuestros talones y llegamos a la retaguardia de la posición khalsa, su última línea de defensa, donde el cuartel general dirigía las operaciones, los ayudantes se apresuraban a un lado y otro entre las tiendas y cabañas, carros de heridos atravesaban el puente y todo era actividad y estrépito, como un manicomio disciplinado; me di cuenta de ello, a pesar del ensordecedor rugido de los cañones y fusiles que disparaban desde las líneas.

Había un grupito de oficiales apiñados en torno a un gran modelo a escala de las fortificaciones —sólo le pude echar un vistazo, pero debía de ser más o menos de seis metros de ancho, con todas las trincheras, parapetos y cañones bien colocados— y un espléndido y viejo sirdar de barba blanca con una cota de malla encima de su casaca de seda estaba señalando con una larga varita chillando órdenes por encima del estruendo, mientras quienes le escuchaban enviaban mensajeros a través del vapor sulfuroso que brotaba por todas partes en un radio de cincuenta metros y hacía el aire casi irrespirable. Estaba claro que se trataba del alto mando, pero no había ni rastro de Tej Singh, general y guía del khalsa, hasta que oí su voz abriéndose paso entre el estruendo, a pleno pulmón.

—¿Trescientos treinta y tres granos largos de arroz? —gritaba—. ¡Pues tómalos, idiota! ¿Soy acaso un tendero? ¡Coge un saco de la cocina y corre, pervertido hijo de una madre desvergonzada!

Cerca de la cabeza de puente había una curiosa estructura como una gran colmena, de unos diez metros de alto, construida con bloques de piedra. Delante de ella, vestido de gala con un traje dorado, casco con turbante y cinturón enjoyado estaba el propio Tej… No estaba ni a diez metros de la conferencia del alto mando, pero podía haber estado en Bombay por el caso que se hacían unos a otros. Ante él se agachaban atemorizados un par de ayudantes, un chico sujetaba una sombrilla coloreada por encima de su cabeza y en una mesa, junto a la entrada de la colmena, un anciano wallah con un gran pugaree estudiaba unos mapas con unos magníficos anteojos y tomaba notas. Mirando la escena se encontraba un europeo con quepis, en mangas de camisa y con perilla.

Esto es lo que vi por entre el humo que se elevaba y la confusión. Y por encima del estruendo de la gran batalla en la cual se iba a perder o ganar la India, oí lo siguiente, y juro que es la pura verdad:

VIEJO WALLAH: ¡La circunferencia interior es demasiado pequeña! De acuerdo con las estrellas, debe ser trece veces y media la anchura del vientre de su excelencia.

TEJ: ¿Mi vientre? ¿Qué tiene que ver mi vientre con todo esto, en el nombre del cielo?

VIEJO WALLAH: Es el refugio de su excelencia, y debe ser construido en relación con vuestras proporciones, o la influencia de vuestros planetas no os ayudará. Debo conocer cuál es vuestra circunferencia, tomada con precisión por el ombligo.

EUROPEO (sacando una regla): un metro y medio, al menos. Aquí está señalado en pulgadas inglesas.

TEJ: ¿Tengo que medirme el vientre en estos momentos?

EUROPEO: ¿Tiene algo más que hacer? Los sirdars tienen la defensa en sus manos, y mis fortificaciones no serán invadidas si están adecuadamente preparadas. Por cierto, trescientos treinta y tres granos de arroz largo hacen unas tres yardas inglesas y cuarto.

VIEJO WALLAH (agitado): ¡La medida debe ser exacta!

EUROPEO: Un grano de arroz puede ser exacto en las estrellas, astrólogo, pero no en la tierra. De todos modos, tres metros de piedra detendrán cualquier cohete que puedan lanzarnos los británicos.

VIEJO WALLAH: ¡No si la circunferencia es demasiado pequeña! Debe ser ensanchada…

EUROPEO (encogiéndose de hombros): O el general debe perder peso.

TEJ (furioso): Maldito sea, Hurbon… ¿Quién eres tú, en el nombre de Satán, y qué demonios quieres?

Porque por entonces Sardul Singh estaba ya ante él, saludándole y luego susurrándole algo con urgencia. Tej se sobresaltó y me dirigió una mirada extraña, como si yo fuera un fantasma. Entonces se recuperó, me hizo señas urgentemente y entró en la colmena.[134] Yo le seguí y me encontré en una pequeña cámara circular, asfixiante y apestosa por el humo de una solitaria lámpara de aceite. Tej cerró la puerta, y el sonido de la batalla se amortiguó hasta convertirse en un distante murmullo. Casi se agarró a mí, y las mejillas le temblaban.

—¿Eres tú, mi querido amigo? ¡Ah, gracias a Dios! ¿Es verdad lo que me han dicho? ¿Hay una negociación secreta?

Le dije que no la había, que era una mentira que le dije a Sardul con las prisas del momento, y dejó escapar un gemido de desilusión.

—Entonces, ¿qué vaya hacer yo? ¡No puedo controlar a esos locos! Ya les has visto ahí fuera… ¡actúan como si yo no existiera, y menosprecian mis órdenes esos cerdos amotinados! Sham Singh dirige la defensa, y vuestro ejército será cortado a pedacitos! ¡Yo no busqué esto! ¡Ah, demonios!, ¿por qué tuvo que hacerme esto Gough sahib? —empezó a rabiar y maldecir, golpeando sus gordos puños en la piedra—. Si el Jangi lat es vencido, no sé qué será de mí. ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! —y cayó al suelo, un montón de grasa temblorosa con su casaca dorada, sollozando y quejándose de Gough y Sham Singh y Jeendan y Lal Singh, y todo el mundo que le venía a la cabeza.

No le interrumpí. Debió de ser la súbita quietud en aquel pequeño refugio, el caso es que por primera vez me encontré capaz de pensar, y me sumergí en hondas reflexiones. Porque allí estaba yo, por un extraño quiebro del destino, prisionero en el corazón del campamento enemigo, en el supremo momento de la crisis imperial, mientras todo estaba todavía en juego. Una vocecilla en mi alma cobarde me decía lo que había que hacer. Sólo pensar en el riesgo me hacía temblar; de todos modos, todo dependía de una cosa. Esperé a que las lamentaciones de Tej alcanzaran un tono elevado, me deslicé silenciosamente fuera de la colmena, cerré la puerta y miré ante mí, con el corazón encogido.

Por todas partes había una espantosa confusión y la visibilidad apenas llegaba a veinte metros, pero en torno al grupo dirigente había un animado grupo de sijs bailando y agitando los tulwars… así que nuestro primer ataque había fracasado, aunque el estruendo de la artillería era tan ensordecedor como siempre. Un grupo de artillería a caballo vino haciendo resonar los cascos por el puente; un oficial herido, con su casaca azul empapada de sangre, era llevado en parihuelas por los asistentes; el europeo Hurbon[135]> montaba un poni y salió cabalgando en medio de la humareda; el viejo astrólogo todavía estaba murmurando algo sobre sus mapas, pero lo único que a mí me importaba acababa de pasar: Sardul Singh y su pelotón, habiendo cumplido con su deber al entregarme, se habían ido. Y concentrados en la lucha a muerte que se libraba allí mismo en el camino, nadie prestó la menor atención al alto badmash Kabuli que se deslizaba furtivamente fuera del escondite del comandante en jefe.

Fue mi providencial suerte la que me inspiró mientras Tej sollozaba a mis pies. Recé silenciosamente una plegaria, di una docena de zancadas, ganando velocidad mientras lo hacía, y con un último y poderoso salto me aparté de la orilla y me sumergí en la rápida corriente del Sadey.

De acuerdo con el Morning Post o el Keswick Reminder, no recuerdo cuál (o quizá fuera el Lincoln, Rutland y Stamford Mercury), fui perseguido por «una horda de furiosos enemigos, cuyas descargas barrieron las aguas por encima de mi cabeza», pero la verdad es que nadie vio mi «enérgico salto hacia la libertad» excepto un par de dhobi-wallahs que hacían la colada en los remansos (vaya sangre fría, esos, lavar la ropa cuando la batalla estaba en su apogeo), lo cual muestra que uno nunca debería confiar en lo que lee en los periódicos. ¡Pero si dijeron incluso que me había «liberado de mis ataduras» y acuchillado a un par de «oscuros enemigos» en el curso de mi fuga «de las garras del khalsa sij»! Yo nunca dije nada de eso. Los hechos sucedieron tal como he contado, y aunque quizá los he adornado un poco en beneficio de Henry Lawrence, los relatos sensacionalistas de la prensa son pura fantasía. Es una ley periodística, como saben, que los héroes nunca pueden hacer nada corriente; cuando Flashy, el Héctor de Afganistán, se bate en retirada, tiene que haber un ejército aullando a sus talones, o el público cancelaría sus suscripciones.

Sabiendo la verdad de mi poco gloriosa evasión, ustedes pueden lanzar una exclamación de disgusto ante mi deserción en la hora de más necesidad; bien, allá ustedes. Yo ni siquiera observaré que quedarme no habría servido para nada, ni pretenderé que si hubiera habido una bomba a mano me habría entretenido en colocarla en el alto mando del khalsa antes de salir corriendo… Alguien se habría dado cuenta, seguro. Mi única intención era escapar, y el Sadey me llamaba. Mientras me sumergía en el agua y me alejaba de la orilla, me dispuse a flotar hasta Firozpur si era necesario, disfrutando al saber que la corriente me estaba llevando más allá del alcance de amigos y enemigos. Y eso debió de hacer, puesto que el río había subido dos metros por encima de su nivel normal, desarrollando corrientes que me llevaron casi en diagonal hacia la orilla norte; agotado como estaba yo no podía: permanecer en plena corriente, porque había un terrorífico remolino que me absorbía hacia abajo, y todo lo que pude hacer fue seguir flotando. Soy un buen nadador, pero un río crecido es algo temible; yo estaba ya medio ahogado cuando me encontré en los remansos del norte; luchando, vomitando y jadeando salí a la fangosa orilla.

Me quedé allí echado durante un par de minutos, recuperando el aliento, y cuando atisbé entre las cañas, ante mí estaba el flanco extremo de las fortificaciones khalsa, con el puente de barcos, a apenas un kilómetro corriente arriba. Lo cual significaba que en el acantilado directamente por encima de mí estaban las baterías de reserva sijs junto a las cuales habíamos pasado en el camino de ida… y si un artillero ocioso acertaba a mirar por encima del borde, me vería allí, como un pez cogido en una red.

Me deslicé por entre las cañas, maldiciendo mi suerte, y me arrastré al abrigo del farallón, que era de unos nueve metros de alto. Por encima de mí, debajo del saliente, estaba lo que parecía ser un reborde arenoso. Si podía encaramarme allí me podría esconder de las miradas tanto de arriba como de abajo, así que empecé a trepar por la orilla casi perpendicular, escarbando agujeros para apoyarme en la arcilla húmeda. Fue un trabajo duro, pero mi miedo era que en algún momento apareciera una oscura cabeza. Al acercarme a la cima, les oí charlar en los emplazamientos, que afortunadamente estaban a unos veinte metros del borde. Trepé los últimos pies con el corazón en la garganta, gané el saliente y me sentí feliz de ver que éste se extendía hacia atrás un metro por debajo del borde, bien escondido, pero con una clara visión de dos kilómetros río arriba y de la posición khalsa en la orilla sur. Ante mis ojos se mostró la gran batalla de Sobraon.

Cualquier soldado les dirá que, en el fragor de la batalla, las imágenes y sonidos se graban en la memoria y siguen vívidos durante cincuenta años, pero se pierde todo el sentido del tiempo. Todavía veo el cigarro de George Paget entre sus dientes cuando se inclinó desde su silla para levantarme en la batería de Balaclava; puedo oír todavía la tosecilla de Custer al balancearse hacia atrás sobre sus talones con la sangre asomando por sus labios. Pero ¿cuánto duraron esas acciones? Sólo Dios lo sabe. Balaclava duró veinte minutos, según me dijeron, y Greasy Grass unos quince… Bueno, estuve en las dos, del principio al fin, Y yo habría dicho que duraron más de una hora. En Sobraon, donde admito que fui más espectador que actor, fue algo completamente distinto. Desde el momento en que Sardul y yo cabalgamos por el puente hasta el momento en que alcancé mi repisa, yo había calculado que había pasado una media hora como máximo; de hecho, habían pasado entre dos y tres horas, y en aquel espacio de tiempo, mientras Tej estaba peleándose por la medida de su escondite y yo me tragaba el Satley a litros, Sobraon se perdió y se ganó. Así fue como sucedió.

El ataque de nuestra ala izquierda, que yo había presenciado, fue rechazado con grandes pérdidas. Nuestro avance por el otro flanco y el centro era una estratagema, pero cuando Paddy vio a nuestra ala izquierda a la deriva, cambió la treta por un asalto en toda regla, entre una ráfaga de fuego; de algún modo, nuestros hombres la sobrevivieron y atacaron las defensas sijs a lo largo de todo el frente curvado de cuatro kilómetros, y durante casi una hora hubo una lucha encarnizada por encima de las zanjas y los baluartes. Nuestra gente fue rechazada una y otra vez, pero seguían avanzando, bayonetas británicas e indias y cuchillos gurkas contra los tulwars, con estremecedora rabia. No hubo maniobras ni estrategia científica, sino una carnicería cuerpo a cuerpo… Ésa era la forma de luchar que entendía Gough, ¿y acaso los sijs no estaban dispuestos a corresponderle?

Luchaban como locos… Quizás ese fue su error, porque cuando repelían un ataque, salían trepando de las trincheras para mutilar a nuestros heridos. Bueno, uno no hace esas cosas a los Atkins y cipayos y gurkas si sabe lo que le conviene; nuestra gente volvía a atacar con rabia asesina, y cuando las escalerillas no llegaban, trepaban unos sobre los hombros de los otros y por encima de los muertos apilados, y casi ensartaban a los sijs fuera de sus primeras líneas de trincheras sin disparar un solo tiro. Los buenos luchadores de bayoneta siempre ganan a espadachines y lanceros, e hicieron retroceder a los sijs cuatrocientos metros de terreno, hasta la segunda línea, donde se habían detenido los artilleros del khalsa… y Paddy mostró que él era también un gran general, además de un asesino.

Desde mi escondite hasta la segunda línea de los sijs había apenas un kilómetro, y pude ver a sus artilleros tan bien como la luz del día, porque el viento se estaba llevando su humo río abajo. Estaban haciendo funcionar sus piezas de campo, obuses y fusiles hasta ponerlos al rojo vivo; la línea parecía como si estuviera en llamas, tan constante era el rugido de las descargas que barrían la tierra, y casi hacían estallar en una tormenta de polvo las trincheras exteriores desde donde nuestra infantería y cañones ligeros estaban tratando de avanzar. Entre la segunda línea de los sijs y el río los caballos y la infantería khalsa volvían a formar por miles, preparándose para contraatacar si la oportunidad surgía. Gough se aseguró de que eso no sucediera.

Frente a mí hubo una súbita y colosal explosión en las trincheras del flanco de la segunda línea; los cuerpos volaban como muñecos, un cañón de campaña fue volcado completamente y se levantó una gran columna de polvo, como un genio salido de una botella. Cuando se aclaró, vi que nuestros zapadores habían conseguido hacer una gran brecha en los baluartes, y a través de ésta quién apareció trotando sino el viejo Joe Thackwell, con tanta facilidad como si estuviera en el Row, con una sola fila del Tercero de Ligeros a sus talones, avanzando en línea mientras despejaban el agujero. Detrás de ellos asomaron los pugarees azules y los pantalones blancos de los Irregulares Bengalíes, y antes de que los sijs supieran qué demonios estaba pasando, Joe se levantaba en sus estribos, agitando el sable, y el Tercero de Ligeros barría la retaguardia de las posiciones de los cañones, apartando a un lado a la infantería de soporte, dando mandobles y cabalgando en todas direcciones. En un momento, la retaguardia de la segunda línea era un torbellino de hombres y caballos, con los sables alzándose y cayendo a la luz del sol; en medio de todo aquello los bengalíes irrumpieron como un rayo. Más allá, la línea de nuestra infantería estaba volcándose sobre los baluartes, una ola de casacas rojas y bayonetas, que en un santiamén había pasado la línea completa, y los batallones del khalsa caían hasta la tercera línea de trincheras a apenas doscientos metros del río. No iban corriendo, sin embargo; se retiraban ordenadamente, lanzando descarga tras descarga a nuestro avance, mientras los bengalíes y los dragones les acosaban por el frente y los flancos, y nuestros cañones ligeros venían a la carrera a través de las líneas exteriores para prepararse y volver su fuego hacia el sentenciado ejército sij.

Porque al final lo habían conseguido. Aunque parecía sólido como una roca mientras permanecía en el recodo del río, con los batallones formados, los escuadrones ordenados, los estandartes elevados delante de ellos y sus muertos apilados en el suelo… se vio abrumado por un enemigo que había superado la ventaja en contra simplemente porque se negaba a ser detenido: habían perdido sus cañones. Ahora, mientras nuestra artillería ligera y nuestras piezas de campo abrían grandes brechas en sus filas, sólo podía replicar con fusilería y acero a las cargas de nuestros caballos yal avance fijo de nuestra infantería. Poco a poco, vacilaron y se fueron echando atrás, disputando cada centímetro. Yo miraba los estandartes, esperando que cayeran como prueba de rendición. Pero no lo hicieron. Los khalsa, los puros, morían al pie de sus estandartes, sus sirdars y generales trepando a las trincheras deshechas para defenderlas. Incluso me pareció adivinar la alta figura del viejo guerrero que había visto dirigiendo el alto mando; estaba encima de un destrozado cañón, con la blanca túnica brillando a la luz del sol, un escudo en un brazo y el tulwar levantado, como un espíritu del khalsa, y entonces le envolvió una nube de humo, y cuando se aclaró, había desaparecido.[136]

Y de repente, la desbandada. Fue como si hubiera reventado un dique, primero un reguero de hombres dirigiéndose al río y luego el cuerpo principal que retrocedía. De repente, aquellas magníficas huestes que yo había visto en Maian Mir se habían disuelto en una masa de fugitivos que corrían hacia el puente de barcos, cayendo al río a cada lado, o tratando de escapar por las orillas. En pocos momentos, toda la longitud del puente estaba atestada de hombres luchando, de caballos e incluso de cañones, tratando vanamente de atravesarlo; el simple peso de todos ellos y la fuerza de la corriente hizo que la gran línea de barcazas se curvara como un gigantesco arco estirado hasta el límite. El puente se movió a un lado y otro, medio sumergido, con el agua marrón burbujeando por encima como una presa, y de pronto se soltó, los dos finales se separaron y los miles de soldados arremolinados fueron arrojados a la corriente.

En un instante, todo el río debajo de mí se vio lleno de hombres, animales y despojos. Era como si hubieran echado al agua un montón de troncos, tan espesos que no dejaban casi ver el agua, pero los leños eran hombres y caballos y un gran revoltijo de objetos arrastrados por la fuerza de la corriente. Barcazas volcadas a las que se agarraban enjambres de hombres como hormigas fueron empujados unas contra otros, dando vueltas hasta perderse en el remolino o encallar en las orillas fangosas; por primera vez, por encima del estruendo del fuego, pude oír voces humanas: los gritos de los heridos y los de los hombres que se ahogaban. Algunos pudieron sobrevivir a aquel primer espantoso torbellino cuando cedió el puente, pero no muchos, porque mientras se los llevaba la corriente río abajo, nuestra artillería ligera se dirigió a la orilla del sur y preparó sus piezas para peinar el río de orilla a orilla con metralla y granadas, convirtiéndolo en una espumosa carnicería. Los yanquis hablan de «disparar a unos peces en un barril»; ése fue el destino del khalsa, flotando indefenso en el Satley. Más allá del puente, la carnicería fue aún mayor, porque allí el agua era más profunda; la cosa fue que mientras la gran masa de fugitivos luchaba por cruzar el vado con el agua al cuello, se vieron atrapados en un fuego cruzado de fusilería y artillería. Incluso los que se las arreglaron para alcanzar la orilla norte se vieron atrapados en la descarga mortal de metralla mientras luchaban por salir, y sólo unos pocos, me dijeron, lograron escapar.

Más abajo, cientos de cuerpos a la defensiva o luchando frenéticamente, se vieron arrastrados o empujados a la orilla por una ola marrón espantosamente veteada de rojo, mientras los disparos salpicaban el agua a su alrededor. Junto a la orilla, donde la corriente tenía más fuerza, el Satley bajaba completamente rojo.

Al otro lado de mi posición vi las casacas rojas de nuestra infantería, británicos e indios alineados en las orillas, disparando tan presto como podían cargar. Entre ellos había cañones ligeros y obuses de campaña recién capturados que vomitaban su fuego en la orilla por debajo de mí, y yo me acurruqué en mi refugio, echado de cara y apretado instintivamente contra el suelo como para enterrarme en él. No sabría decir cuánto tiempo duró aquello: diez minutos, quizás. Entonces aquella infernal andanada empezó a debilitarse, una corneta en el extremo más lejano dio la orden de alto el fuego, y gradualmente los cañones se callaron, y lo único que resonó en mis oídos casi ensordecidos era el río, que bajaba tumultuoso.

Me quedé echado durante media hora, demasiado estremecido para levantarme del seno de la Madre Tierra, y avancé hacia delante en la repisa y miré hacia abajo, todo lo lejos que abarcaba mi vista, y vi que la orilla estaba repleta de cadáveres, algunos en la propia orilla, otros retenidos en los remansos escarlata y algunos más flotando en la corriente, también las orillas fangosas estaban cubiertas de cadáveres. Aquí y allá alguien se movía, pero no recuerdo haber oído ni un solo grito. Aquello fue lo más extraño de todo, porque en los campos de batalla que he visto se oía un coro incesante de gritos y lamentos de heridos y moribundos. Allí no, nada sino el sonido siseante de la corriente entre las cañas. Me quedé quieto, mirando a la luz del mediodía, demasiado agotado para moverme, y ya no vi más cuerpos flotando en el vado de arriba, ni en las destrozadas cabezas de puente, ni en las líneas humeantes de Sobraon. Luego llegaron los buitres, pero a ustedes seguramente no les gustará que les cuente eso, y yo no quise mirar; cerré los doloridos ojos y enterré la cabeza entre los brazos, escuchando el distante golpeteo de las explosiones de la otra orilla mientras los fuegos que ardían en las líneas sijs alcanzaban los almacenes abandonados. Las cabañas de la cabeza de puente estaban ardiendo también, y el humo se espesaba sobre el río.

Si se preguntan por qué me quedé allí, en parte fue porque estaba exhausto, pero también por precaución. Sabía que habría algunos supervivientes en mi lado del río, sin duda apenados de dolor y resentimiento, y no deseaba encontrarme con ellos. No se oía ni un ruido desde las posiciones de reserva que tenía detrás de mí, e imaginé que los artilleros sijs se habían ido, pero no me moví hasta que estuve seguro de que la costa estaba libre y había amigos cerca. Dudaba si nuestra gente cruzaría el río aquel día. John Company estaría cansado como un perro, lamiéndose las heridas, quitándose las botas y dándole gracias a Dios por haber llegado al final.

Porque todo había acabado, sin duda alguna. En muchas guerras el hecho de matar es sólo el medio para llegar a un final político, pero en la campaña del Satley fue el propio fin. La guerra se había hecho para destruir al khalsa, de raíz, y el resultado yacía a montones, a millares, en las orillas del río, más abajo de Sobraon. Los gobernantes y líderes sijs tramaron aquello, John Company lo había ejecutado… y el khalsa fue al sacrificio. Bueno, salaam khalsa-ji. Sat-sree-akal. Ya era hora.

«Por ese niño. Y por nuestro sustento.» Las palabras de Gardner volvieron a mí mientras yacía en aquella repisa arenosa, dejando que los recuerdos volaran libremente, como sucede cuando estamos a punto de dormir. Las caras barbudas de aquellos espléndidos batallones, en revista en Maian Mir, dirigiéndose a la guerra por la puerta de Moochee, Imam Shah mirando las enaguas caídas encima de sus botas, Maka Khan torvo y tieso mientras los panches rugían detrás de él: «¡A Delhi! ¡A Londres!». Aquel furioso akali, con el brazo levantado, acusador, Sardul Singh gritando todo excitado mientras cabalgábamos hacia el río, el viejo rissaldar-major, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas… y una hurí vestida de rojo y oro coqueteando en su durbar, borracha, incitándoles, halagándoles, ganándoselos, para poderlos traicionar hasta llegar a esta carnicería… De pie medio desnuda ante los restos ensangrentados del cadáver de su hermano, con la espada en la mano: «¡Yo arrojaré la serpiente a vuestro pecho!». Al final ella lo había conseguido. Jawaheer estaba vengado.

Y si me preguntan qué habría pensado ella si hubiera podido ver en una bola de cristal aquel día y el resultado de su trabajo en las orillas del Satley, creo que habría sonreído, habría bebido otro lento sorbo de licor, se habría desperezado y habría llamado a Rai y al Python.