5
Me he encontrado por sorpresa con la realeza unas cuantas veces en mi vida: cara a cara con mi gemelo, Carl Güstaf, en el calabozo del Jotunberg; temblando en mis harapos ante el basilisco negro de Ranavalona; sin habla cuando Lakshmibai me miraba gravemente desde su columpio; desnudo y atado en presencia de la futura emperatriz de China… y sólo tuve ojos para los personajes reales. Pero en el caso de Dalip Singh, señor del Punjab, mi atención fue toda para su protectora. Era una pequeña maravilla aquella Mangla, una verdadera belleza de Cachemira, con una piel cremosa y unas facciones perfectas, alta y bien formada como Hebe, los ojos enormes clavados en mí mientras sujetaba contra su pecho al afortunado chiquillo. Él no sabía lo afortunado que era, sin embargo, porque le pegó en la cara y gritó:
—¡Déjame, mujer! ¿Quién te ha permitido que te metas conmigo? ¡Suéltame!
Yo le hubiera dado una buena paliza a aquel mocoso, pero después de otra mirada inquisidora que me dirigió, ella le dejó y retrocedió un paso, ajustándose el velo con un pequeño retoque coqueto en la cabeza. Aun lleno todavía de pánico, pensé: «Ajá, otra que pone los ojitos tiernos a Flash». El desagradecido niño le dio un empujón, levantó los hombros y me dirigió una reverencia, con la mano sobre el corazón, condenadamente regio con su pequeño turbante con penacho y su traje dorado.
—Soy Dalip Singh. Tú eres Flahsman bahadur, el famoso soldado. ¡Déjame ver tu pistola!
Yo resistí el impulso de darle una zurra y me incliné a mi vez.
—Perdonadme, maharajá. No debí haberla sacado en vuestra presencia, pero me habéis cogido desprevenido.
—¡No, no lo he hecho! —gritó él, sonriendo—. ¡Te has movido como una cobra, demasiado rápido para la vista! Oh, ha estado muy bien, y debes de ser el soldado más valiente del mundo… ¡Y ahora, tu pistola!
—¡Maharajá, os olvidáis de vos mismo! —la voz de Mangla era aguda, y nada humilde en absoluto—. No habéis dado la bienvenida adecuada al sahib inglés… Es muy descortés presentaros así ante él, en lugar de recibirle en el durbar.[65] ¿Qué pensará de nosotros? —Es decir, qué pensará de mí, a juzgar por otra mirada de aquellos finos ojos de gacela. Yo le dediqué a ella una de mis atrevidas miradas y me apresuré a hacerle la pelota a él señorialmente.
—Su majestad me honra. Pero, ¿por qué no tomáis asiento, maharajá, y la dama también?
—¿Dama? —me miró y se echó a reír—. ¡Pero si es una esclava! ¿No es así, Mangla?
—De vuestra madre, maharajá —dijo ella fríamente—. No vuestra.
—¡Entonces vete con mi madre! —gritó el cachorro, sin mirarla a los ojos—. Quiero hablar con Flashman bahadur.
Se notaba que ella estaba deseando darle un cachete, pero al cabo de un rato le hizo un profundo salaam y me recorrió de arriba abajo, una mirada valorativa, que yo le devolví, admirando su gracioso porte mientras ella salía, ondulante, y el pequeño mocoso trataba de desarmarme. Le dije firmemente que un soldado nunca entrega su arma a nadie, pero que yo la sujetaría para que él la viera, si me mostraba su espada de la misma manera. Así lo hizo, y luego miró mi pistola,[66] con la boca abierta.
—Cuando sea mayor —dijo—, seré un soldado del Sirkar, y tendré un arma como ésa.
Yo le pregunté por qué el ejército británico y no el khalsa, y él movió la cabeza.
—Los del khalsa son unos perros rebeldes. Además, los británicos son los mejores soldados del mundo, lo dice Zeenan Khan.
—¿Quién es Zeenan Khan?
—Uno de mis ayudantes. Fue soldado-del-flanco-primero-escuadrón-quinto-de-Bengala-Caballería-delGeneral-Sale-Sahib-en-Afganistán. —Lo soltó de corrido, tal como Zeenan debía de habérselo enseñado. Me señaló a mí—. Él te vio en Jalalabad, y me dijo cómo mataste a los musulmanes. Tiene sólo un brazo y ninguna pinshun.
«Ahora procuraremos que se le pague una pensión, con sus atrasos correspondientes —pensé yo—; un ex sowar de la Caballería de Bengala que tiene la confianza de un rey vale unos pocos billetes al mes.» Le pregunté si podía conocer a Zeenan Khan.
—Si quieres, pero habla mucho, y siempre cuenta la misma historia del ghazi que mató en Teizin. ¿Mataste muchos ghazis? ¡Háblame de ellos!
Mentí durante unos minutos, y el pequeño bruto sediento de sangre se extasiaba con cada decapitación, con los ojos fijos en mí y la carita apoyada en las palmas de las manos. Entonces suspiró y dijo que su tío Jawaheer debía de estar loco.
—Quiere luchar contra los británicos. Bhai Ram dice que es un loco… que una hormiga no puede luchar contra un elefante. Pero mi tío dice que debemos hacerlo, o que me robaréis mi país.
—Vuestro tío está equivocado —dijo el diplomático Flashy—. Si eso fuera verdad, ¿habríamos llegado aquí en son de paz? No… ¡habría traído una espada!
—Tienes una pistola —señaló gravemente.
—Es un regalo —dije yo, inspirado—que le entregaré a un amigo mío cuando deje Lahore.
—¿Tienes amigos en Lahore? —inquirió, frunciendo el ceño.
—Ahora sí —le guiñé el ojo, y después de un momento abrió la boca y chilló con deleite—. Vaya, estaba trabajando bien por mi país, ¿verdad?
—¿Me darás a mí esa pistola? ¡Oh! ¡Oh! —Se abrazó a sí mismo, juguetón—. ¿Y me enseñarás tu grito de guerra? Ya sabes, ese grito que diste cuando yo entré corriendo con mi espada —la pequeña carita se arrugó mientras intentaba decirlo—: Bis… ca… si…
Yo estaba confuso, de pronto comprendí: Wisconsin. Dios, mi instinto de supervivencia debía de estar trabajando muy bien, para haber gritado aquello sin darme cuenta.
—Oh, aquello no era nada, maharajá. Haré algo mejor… os enseñaré a disparar.
—¿Lo harás? ¿Con la pistola? —suspiró extasiado—. ¡Entonces podré dispararle a Lal Singh!
Recordé el nombre: un general, el amante de la maharaní.
—¿Quién es Lal Singh, maharajá?
Se encogió de hombros.
—Uno de los amantes de mi madre —tenía siete años, dense cuenta—. Me odia, y yo no sé por qué. Todos los demás amantes me querían, y me daban golosinas y juguetes —movió la cabeza con perplejidad, moviendo una pierna, sin duda para ayudar a desarrollarse al pensamiento—. Me pregunto por qué tendrá tantos amantes. Son tantos…
—Seguramente tiene los pies fríos. Bueno, jovencito… maharajá, quiero decir, ¿no sería mejor que os fueseis? Mangla irá…
—Mangla también tiene amantes —insistió aquella fuente de murmuración—. Pero el tío Jawaheer es su favorito. ¿Sabes lo que dice lady Eneela que hacen? —él dejó de mover los pies y dio un profundo suspiro—. Lady Eneela dice que ellos…
Afortunadamente, antes de que mi delicada inocencia pudiera recibir su golpe de muerte, Mangla reapareció súbitamente, bastante circunspecta, de lo que deduje que había estado escuchando por el ojo de la cerradura, e informó a su charlatana majestad perentoriamente de que su madre le solicitaba en la habitación del durbar. Él hizo un puchero y golpeó el suelo con los talones, pero finalmente se sometió, intercambiamos salaams y permitió que ella le empujara hacia el pasadizo. Para mi sorpresa, ella no le siguió, sino que cerró la puerta y se enfrentó a mí, con bastante frialdad. No parecía una esclava, y no hablaba como tal.
—Su majestad habla como lo hacen los niños —dijo—. No debe escucharle. Especialmente lo que dice de su tío, el visir Jawaheer Singh.
Ni «sahib», ni ojos bajos ni tono humilde, ya se darán cuenta. Yo la observé desde las delicadas zapatillas persas y los estrechos pantalones de seda hasta el macizo corpiño y la cara encantadora enmarcada por el velo sutil, y me acerqué para contemplarla mejor.
—No me importa nada tu visir, pequeña Mangla —sonreí—. Pero si nuestro pequeño tirano dice la verdad… le envidio.
—Jawaheer no es precisamente un hombre al que se pueda envidiar —dijo ella, mirándome con esos insolentes ojos de gacela, y un halo de su perfume llegó hasta mí… asfixiante, el que usan esas esclavas. Yo saqué una brillante trenza negra de debajo del velo, y ella no parpadeó; le acaricié la mejilla con ella, y ella sonrió, separando los labios provocativamente—. Además, la envidia es el último pecado mortal que yo hubiera esperado de Flashman bahadur.
—Pero puedes adivinar cuál es el primero, ¿verdad? —dije, y estrujé suavemente sus pechos y su trasero, sin omitir un casto saludo a los labios, ante lo cual la tímida criatura respondió deslizando su mano hacia abajo entre nosotros, haciendo presa e introduciendo su lengua en lo más profundo de mi garganta… y, en aquel preciso momento, aquel mocoso de Dalip empezó a golpear la puerta, reclamando atención—. ¡Al demonio con él! —gruñí yo, completamente absorbido, y por un momento ella me incitó con la mano y la lengua antes de apartar su temblorosa suavidad, jadeando, con los ojos brillantes.
—Sí, ya sé cuál es el primero —murmuró, con una última e intensa caricia—, pero no es el momento…
—¿Cómo que no, por el amor de Dios? No te preocupes por el crío… ya se irá, se cansará…
—No es eso —ella puso sus manos en mi pecho y me apartó, haciendo pucheros y sacudiendo la cabeza—. Mi ama nunca me lo perdonaría.
—¿Tu ama? ¿Qué demonios…?
—¡Oh, ya lo verás! —Soltó mis manos, hizo una pequeña mueca, mientras aquel cachorro chillón daba patadas y aullaba ante la puerta—. Paciencia, Flashman bahadur … recuerda, el sirviente quizá cene el último, pero disfruta más de la cena —su lengua aleteó en mis labios de nuevo, y entonces ella salió, cerrando la puerta con el acompañamiento de agudos reproches infantiles, dejándome de lo más frustrado… pero con mejor humor del que había tenido desde hacía días. No hay nada como una buena revisión de una hembra juguetona, con la certeza de un posterior entendimiento, para ponerle a uno de buen humor. Y quedaba demostrado… las patillas no lo son todo.
No se me permitió perder mucho tiempo en contemplaciones lujuriosas, porque al momento apareció el desvergonzado Jassa, con aspecto de estar dispuesto a la traición, y no se incomodó ni una pizca cuando yo le maldije y le pregunté dónde había estado.
—En los asuntos del huzoor —fue la única respuesta que me dio, mientras registraba, precavido, las dos habitaciones, palpando una colgadura por aquí y golpeando un panel por allá, observando que esos cerdos hindúes se lo hacían bastante bien. Entonces me hizo señas de que saliera al pequeño balcón, me miró de arriba abajo y dijo bajito—: ¿Ha visto al pequeño rajá… y a la celestina de su madre?
—¿Qué demonios quieres decir?
—Hable bajo, huzoor. La mujer, Mangla… la espía de Mai Jeendan, cómplice de todas sus maldades. Una esclava… que asiste al purdah de su ama en el durbar y habla por ella. Ah, y que hace política para su propio provecho, y se ha convertido en la mujer más rica de Lahore. Piense en ello, huzoor. Es la puta de Jawaheer… y traicionera como ninguna. No hay duda de que fue enviada para espiarle…, no sé con qué propósito —sonrió con su rostro maligno, picado de viruelas, y me atajó antes de que pudiera hablar—. Huzoor, estamos juntos en este asunto, usted y yo. Si soy un poco brusco, no se lo tome a mal, escúcheme con atención. Vendrán a usted por todos los caminos. Si algunos tienen miembros torneados y redondos pechos, bueno… tome placer de ellos, si quiere —dijo aquel rufián generoso—, pero recuerde siempre lo que son. Ahora… iré de acá para allá durante un rato. Enseguida vendrán otros a cortejarle… ¡pero no tan favorecidos como Mangla!
Bueno, maldita sea su insolencia, pensé yo, y menos mal que estaba conmigo. Tenía razón. Durante la hora siguiente, el apartamento de Flashy fue como la estación del Puente de Londres en la semana de Canterbury. Primero llegó un alto y majestuoso anciano noble, espléndidamente vestido, como salido de una pintura persa. Vino solo, pidiendo fríamente mi perdón por su intromisión, y manteniendo el oído atento; parecía condenadamente incómodo. Se llamaba Dewan Dinanath y su nombre me resultaba familiar por los documentos de Broadfoot, donde se le mencionaba como influyente consejero de la corte, inclinado al partido de la paz, pero muy veleta. Sus intenciones eran simples: ¿iban a devolver los sirkar la fortuna de Soochet a la corte de Lahore? Dije que eso no se sabría hasta que yo hubiese informado a Calcuta, donde se tomaría la decisión, y él me miró con fría desaprobación.
—Yo disfruté de la confianza del mayor Broadfoot en el pasado —dijo desdeñosamente—. Puede tener la misma confianza conmigo. —Las dos cosas eran una condenada mentira—. El tesoro es muy vasto, y su devolución puede ser un precedente para los otros bienes del Punjab que ahora están…, digamos, en custodia de las autoridades británicas. En manos de nuestro gobierno, esos fondos tendrían un efecto estabilizador. —Quería decir que ayudarían a Jawaheer y a Jeendan a tener contento al khalsa—. Con una palabra a tiempo que me dijera sobre las intenciones del sahib Hardinge…
—Lo siento, señor —dije yo—. Sólo soy un abogado.
—Un joven abogado —soltó él—, debería estudiar conciliación tanto como leyes. Va a ir a parar a Goolab, ¿verdad?
—O a la viuda de Soochet Singh, o al gobierno del maharajá. A menos que sea retenido en Calcuta por el momento. Es todo lo que puedo decirle, señor, lo siento.
No le gustaba, me daba cuenta, y quizá me lo habría dicho, pero un sonido le distrajo y salió de mi habitación como un viejo lebrel. Oí cerrarse la puerta mientras llegaba mi siguiente invitado inesperado: dos graves nobles más, Fakir Azizudeen, un robusto peso pesado con aire astuto, y Bhai Ram Singh, corpulento, jovial y con gafas… hombres leales del partido de la paz, de acuerdo con los documentos. Bhai Ram era el que pensaba que Jawaheer era un loco, de acuerdo con el pequeño Dalip.
Fue él quien empezó a hablar, con amistosos cumplidos hacia mi servicio en Afganistán.
—Pero ahora se presenta ante nosotros en otro aspecto… como abogado. Sigue en el ejército, pero al servicio del mayor Broadfoot —me dirigió un guiño, mesándose la barba blanca. Seguro que sabía hasta de qué color llevaba George los calzoncillos. Le expliqué que había estado estudiando leyes en casa…
—¿En los Inns of Court, quizás?
—No, señor… en una firma en Chancery Lane. Espero obtener mi licenciatura algún día.
—Excelente —ronroneó Bhai Ram, sonriente—. Yo también he estudiado algo de leyes. —«Ya me parecía a mí», pensé yo, y crucé los brazos. Y claro, soltó toda la parrafada legal—. Me he estado preguntando qué dificultades podrían surgir si en este asunto de Soochet se probase que la viuda tenía un coheredero —me sonrió de forma inquisitiva, y yo adopté un aire confundido y le pregunté cómo aquello podría afectar al asunto.
—No lo sé —dijo él amablemente—, por eso se lo pregunto.
—Bueno, señor —dije yo, perplejo—, la respuesta es que eso no es relevante. Si la dama fuera descendiente de Soochet, y tuviera una hermana (pariente femenino en el mismo grado) entonces ellas heredarían juntas. Como coherederas. Pero ella es su viuda, así que la cuestión no tiene relevancia —«Así que mete esto en tu pipa y fúmatelo, viejo Sheeryble; no me había sentado en Simla con una toalla alrededor de la cabeza para nada.»
Me miró con pesar y suspiró, encogiéndose de hombros hacia Fakir Azizudeen, que explotó rápidamente.
—¡Así que es abogado! ¿Esperaba que Broadfoot nos enviara a un granjero? ¡Como si importara algo esa herencia! ¡Sabemos que no es así, y él también lo sabe! —Esto con un gesto que le obligó a inclinarse hacia delante—. ¿Por qué está usted aquí, sahib? ¿Es para hacernos perder tiempo con todas estas estupideces legales? ¿Para estimular las esperanzas de ese borracho loco de Jawaheer…?
—Tranquilo, tranquilo —le reprendió Bhai Ram.
—¿Tranquilo… cuando estamos al borde de la guerra? ¿Cuando los cinco ríos están a punto de volverse rojos? —Se dirigió hacia mí, furioso—. ¡Hablemos como personas sensatas, por el amor de Dios! ¿Qué tiene en mente el Malki lat?[67] ¿Espera que se le dé una excusa para traer a sus bayonetas al otro lado del Satley? Si es así, ¿puede dudar acaso de que se le dará? ¿Entonces por qué no viene «ya», y arregla esto haciendo algo? ¡Olvide su herencia, sahib, y díganos esto!
Era un tipo iracundo, y la primera persona que conocía yo en el Punjab que hablaba de forma franca y directa. Podía haberme salido por la tangente, como con Dinanath, pero no tenía sentido.
—Hardinge sahib espera que haya paz en el Punjab —dije yo. Él me miró.
—¡Entonces dígale que sus esperanzas son vanas! —exclamó—. ¡Esos locos de Maian Mir harán que así sea! ¡Convénzale de esto, sahib, y su viaje no habrá sido en vano! —y diciendo esto, salió del dormitorio.[68] Bhai Ram suspiró y meneó la cabeza.
—Un hombre honesto, pero impetuoso. Perdone su rudeza, Flashman sahib… y mi propia impertinencia. —Soltó una risita—. ¡Coherederos! ¡Ja, ja! No le molestaré forzando sus recuerdos de Bracton y Blackstone sobre la herencia. —Se levantó y puso una mano regordeta en mi brazo—. Pero le diré algo. Sea cual sea su misión aquí, ¡ah, la herencia, claro está!, haga todo lo que pueda por nosotros. —Me miró con gravedad—. Al final habrá un Punjab británico… eso está claro. Déjenos intentar llegar a ello con el menor trastorno posible —sonrió cansadamente—. Habrá orden, pero poco provecho para la Compañía. Soy lo bastante poco generoso como para preguntarme si por este motivo lord Hardinge parece tan poco dispuesto.
Dio unos pasos por la habitación, pero se detuvo en la puerta.
—Perdóneme… pero ese ordenanza pathan suyo… ¿hace mucho que le conoce?
Sobresaltado, le respondí que no hacía mucho, pero que era un hombre seleccionado.
Él asintió.
—Bueno… ¿sería atrevido por mi parte ofrecerle los servicios adicionales de dos hombres de mi propia confianza? —Me miró afectuosamente a través de sus gafas—. Una precaución innecesaria, sin duda… pero su seguridad es importante. Serán muy discretos, por supuesto.
Pueden juzgar que esto me dejó helado, como una brisa del Polo Norte… Si ese viejo taimado pensaba que yo estaba en peligro, aquello era suficiente para mí. Estaba seguro de que no quería hacerme ningún daño: Broadfoot le había señalado con un A3. Así que, afectando despreocupación, le dije que le estaba muy agradecido, pero que me sentía tan seguro en Lahore como lo habría estado en Calcuta, en Londres o incluso en Wisconsin, ¡ja,ja! Él me dirigió una mirada de asombro, dijo que ya veríamos y me dejó sudando, en un estado de gran ansiedad, interrumpido por mi visitante final.
Era un villano gordo y adulador, con ojos perezosos, un tal Tej Singh, que entró con un par de acólitos, saludándome efusivamente como si fuéramos viejos camaradas: llevaba un sable enjoyado sobre una casaca militar llena de entorchados y una insignia como general del khalsa. Estaba al corriente de mis hazañas en Afganistán, e insistió en obsequiarme con un soberbio traje de seda… no un uniforme de gala, explicó servilmente, sino algo más práctico para aquel calor opresivo. Era tan bellaco que sospeché que la túnica podía estar envenenada, pero cuando salió, jurándome de nuevo eterna amistad y pleitesía, decidí que simplemente estaba dejando caer algún regalito en el lugar adecuado para su provecho. Era una túnica muy bonita. Me desnudé y me la puse, disfrutando la frescura de la seda mientras reflexionaba sobre los asuntos del día.
Broadfoot y Jassa tenían razón: estaba recibiendo las atenciones de todo tipo de personas. Lo que más me sorprendía era su impaciencia. Yo ni siquiera estaba allí todavía oficialmente, y no lo estaría hasta que fuera presentado en el durbar, pero ellos ya habían venido a bandadas como los gorriones a las migas. La mayor parte de sus motivos estaban bastante claros: a pesar de la excusa de la herencia, me reconocían como portavoz de Broadfoot. Pero era tranquilizador que pensaran que valía la pena conquistarme. Sobre todo Tej Singh, un pez gordo del khalsa; si ese maldito viejo Bhai Ram no hubiera mostrado tanta preocupación por mi seguridad, yo me habría sentido bastante animado en conjunto. Bueno, tenía más noticias para Broadfoot, a montones. A este paso, la epístola segunda a los Tesalonicenses iba a tener mucho tráfico. Me dirigí hacia la mesilla de noche, cogí la Biblia… y la dejé caer con gran sorpresa.
La nota que yo había colocado apenas dos horas antes ya no estaba. Y como no había abandonado la habitación en ningún momento, el misterioso mensajero de Broadfoot debía de ser uno de los que me habían visitado.
Jassa fue el primero en venir a mi pensamiento, pero instantáneamente fue desechado. George me lo habría dicho, en ese caso. Dinanath y el fakir Azizudeen habían pasado ambos por mi dormitorio… pero no me parecían demasiado probables. Tej Singh no se había apartado de mi vista, pero no podía jurar lo mismo acerca de sus sirvientes… ni de las dos doncellas.
El pequeño Dalip era imposible, Bhai Ram no se había acercado a mi cama, ni tampoco Mangla, por mi mala suerte… ¿podía haberse deslizado ella sin ser vista mientras yo estaba con Dalip, al otro lado de la arcada? Examiné todo el asunto mientras cenaba a solas, esperando que fuese Mangla y preguntándome si volvería. Iba a pasar una noche solitaria, y maldije al protocolo indio que me mantenía en el purdah, por decirlo así, hasta ser presentado en el durbar, probablemente al día siguiente.
Afuera ya estaba oscuro, pero las doncellas (trabajando en parejas para evitar que las molestasen, sin duda alguna) habían encendido las lámparas, y las mariposas nocturnas revoloteaban ante la mosquitera mientras yo me acomodaba con Crotchet Castle, disfrutando por enésima vez del pasaje donde el viejo Folliott se muestra agitado en presencia de las estatuas de Venus con el culo al aire… lo que me hizo pensar de nuevo en Mangla, y me preguntaba cuál de las noventa y siete posiciones que me había enseñado Fetnab le convendría a ella mejor, cuando me di cuenta de que el punkah se había detenido.
Pensé que el viejo bastardo se había dormido de nuevo, y lancé un grito, sin resultado, así que me levanté, cogí mi látigo y salí para darle un escarmiento. Pero su esterilla estaba vacía, y también el pasillo que se extendía hacia las lejanas escaleras, iluminada la oscuridad solamente con un par de lámparas que brillaban débilmente. Llamé a Jassa, nada sino el eco. Me quedé de pie un momento; había una tranquilidad espantosa, ni el menor ruido en ninguna parte, y por primera vez sentí frío con mi túnica de seda sobre la piel.
Volví dentro y escuché, pero aparte del débil aleteo de las mariposas en la pantalla, no se oía nada. Claro que el Kwabagh era un sitio muy grande, y no sabía dónde me encontraba en su interior, pero lo lógico era que hubiese algún ruido… voces distantes, música. Aparté las cortinas y salí al balcón, y miré por encima de la balaustrada de mármol; había una larga caída, cuatro pisos por lo menos, hasta el patio cerrado, lo bastante grande como para hacer que se me encogiera el estómago. Oía el suave murmullo de la fuente, e imaginaba el blanco pavimento en la oscuridad, pero las paredes que encerraban el patio eran negras, ni una luz por ninguna parte.
Estaba tiritando, y no era por el aire de la noche. Notaba un hormigueo de espanto que me erizaba la piel de pronto en aquella oscuridad solitaria y siniestra, e iba ya a volver apresuradamente al interior de mi habitación cuando vi algo que hizo que se me erizaran los pelos en la nuca.
Lejos, en el patio, en el pálido mármol junto a la fuente, había una sombra en un lugar donde antes no había nada. Miré, temblando de horror, y vi que era un hombre vestido de negro, con la cara vuelta hacia arriba y escondida en una oscura capucha. Miraba hacia mi balcón, se echó atrás en las sombras, y el patio se quedó vacío.
Entré corriendo en la habitación al momento, y si ustedes me echan en cara que me asustaran las sombras, tienen razón, pero señalaré que detrás de cada sombra hay una sustancia, y en este caso la sustancia había salido a pasear en la oscuridad. Abrí la puerta de par en par, preparándome para correr hacia el pasillo en busca de calor y consuelo… Mis pies no habían pisado aún el umbral cuando me quedé helado en el sitio. Al final del pasillo, más allá de la última luz, avanzaban unas figuras oscuras, y capté el brillo del acero entre ellas.
Me eché hacia atrás, cerrando de golpe la puerta y buscando con espanto un cerrojo que no existía. No había tiempo de coger mi pistola; ellos llegarían a la puerta en un segundo, no había nada que hacer sino deslizarme a través de la cortina hacia el balcón, temblando contra la balaustrada cuando ya oí la puerta que se abría y los hombres que irrumpían en la habitación. Con un pánico espantoso salté por encima del lado de la balaustrada, junto al muro, agarrándome de sus pilares desde el exterior y agazapándome debajo, escarbando con los pies para buscar un apoyo en aquel espantoso vacío debajo de mí, mientras unos pasos pesados y unas voces ásperas resonaban en mi habitación.
Todo aquello era absurdo, por supuesto. Estarían en el balcón al cabo de un momento, me verían entre los pilares… Ya podía oír sus gritos de triunfo, sentir la agonía del acero deslizándose por mis dedos, mandándome a una muerte espantosa. Me encogí aún más, murmurando como un simio, tratando de atisbar por debajo del balcón… ¡Dios mío, había allí una repisa de piedra maciza que lo aguantaba, sólo a unos centímetros de distancia! Lancé un pie hacia ella, resbalé y durante un instante que me pareció espantoso, me quedé colgando cuan largo era antes de conseguir agarrarme rodeando la repisa con una pierna, sujetarme fuertemente y colgarme de allí como un maldito mono, boca arriba debajo del balcón, con la fina túnica de seda ondeando debajo de mí.
No tengo mucho equilibrio para las alturas, ¿no se lo había contado? Aquel vacío espantosamente negro arrastraba mi mente hacia abajo, pidiéndome que me dejara ir, mientras yo colgaba desesperado con los tobillos apretados y los dedos sudorosos. Tuve que enderezarme y sujetarme con los brazos a la repisa como pude, y mientras me levantaba a pulso, una voz exclamó encima de mi cabeza, y la punta de una bota asomó entre los pilares sólo a un metro de mi cara, que estaba vuelta hacia arriba. Gracias a Dios, la barandilla del balcón era una losa muy ancha y sobresalía, lo cual me escondía de la vista mientras él gritaba dirigiéndose hacia abajo… Sólo entonces recordé al maldito Romeo de allá abajo, que seguramente habría visto todas mis frenéticas acrobacias…
—Eh, Nurla Bey… ¿dónde está el feringhee? —gritó la voz de arriba, un áspero graznido en pastho, y pude oír cómo mis músculos crujían con el espantoso esfuerzo mientras esperaba que me denunciaran.
—Ha salido hace un momento, Gurdana Khan —llegó la respuesta… Dios mío, sonaba a un kilómetro de distancia allá abajo—. Luego ha vuelto a entrar.
¿No me había visto? Al pensarlo más tarde, cosa que uno no es propenso a hacer cuando está colgando en posición supina bajo un balcón lleno de asesinos, concluí que él seguramente estaba mirando hacia otro lado cuando yo di mi salto hacia la gloria, y el vestido, al ser de color verde oscuro, no podía verse en la profunda oscuridad que había bajo el balcón. Abracé con fuerza la repisa, sollozando en silencio, mientras Gurdana Khan juraba por los siete lagos del infierno que yo no estaba en la habitación, así que, ¿dónde demonios estaba?
—A lo mejor tiene el don de la invisibilidad —dijo el gracioso del patio—. Esos ingleses son grandes alquimistas.
Gurdana le maldijo y por alguna extraña razón me encontré pensando que ése era el tipo de crisis en el cual, según había dicho Broadfoot, yo debía dejar caer la palabra mágica «Wisconsin» en la conversación. No me atreví a interrumpirles en aquel momento, sin embargo, cuando Gurdana dio un taconazo con furia y se dirigió a sus seguidores:
—¡Encontradle! ¡Registrad todos los escondrijos, todos los rincones del palacio! ¡Pero esperad… seguramente habrá ido a la habitación del durbar!
—¿Cómo… ante la presencia de Jawaheer? —se burló otro.
—¡Es el mejor refugio, estúpido! Ni siquiera tú podrías cortarle el cuello ante el durbar. ¡Venga, y a buscar! ¡Nurla, inútil, vuelve a la puerta!
Durante una décima de segundo, mientras él gritaba, su manga estuvo ante mi vista… e incluso a la débil luz no podía confundir aquel diseño. Era el tartán del 79, Y Gurdana Khan era el oficial pathan que yo había visto por la tarde… «¡Dios mío, la guardia de palacio andaba tras de mí!»
Cómo pude sujetarme durante aquellos últimos momentos con los músculos debilitados y espantosos calambres que me recorrían los brazos, no puedo adivinarlo, y mucho menos cómo me las arreglé para auparme encima de la repisa. Pero lo hice, y me senté jadeando y temblando en la oscuridad helada. Se habían ido, y yo debía recuperar mis fuerzas para incorporarme y alcanzar los pilares del balcón, y de alguna manera encontrar la fuerza necesaria para auparme hacia la seguridad. Sabía que si lo intentaba podía encontrar la muerte, pero si me quedaba, encontraría una muerte cierta, así que me encogí como un ovillo, con los pies en la repisa como la condenada gárgola de una catedral, me incliné hacia fuera y me levanté lentamente con una mano temblorosa, demasiado aterrorizado para hacer el gesto repentino que tenía que hacer…
Una espantosa cara apareció por encima de la balaustrada, mirándome, yo chillé aterrorizado, mi pie resbaló, manoteé salvajemente en el aire mientras empezaba a caer… y una mano de hierro me agarró la muñeca, arrancándome casi el brazo de la clavícula. Durante dos segundos espantosos colgué libremente, gimiendo, luego otra mano me agarró el antebrazo y finalmente fui alzado a peso por encima de la balaustrada y caí desmadejado en el balcón, con la fea cara de Jassa examinando la mía.
No estoy seguro de cómo transcurrió nuestra conversación, una vez que yo retiré mi cena, porque me encontraba en un estado de terror y conmoción tan abyecto que no podía hablar, y empeoré la situación —una vez hube recuperado las fuerzas imprescindibles para arrastrarme dentro— vaciando mi frasco de brandy de medio litro de tres grandes tragos, mientras Jassa me hacía absurdas preguntas.
Aquel brandy fue un error. Sobrio, habría empezado a razonar correctamente, y él habría podido inculcarme algo de sentido común, pero lo eché todo por la borda, y el resultado, en resumen, fue que en las inmortales palabras de Thomas Hugues, Flashy se puso borracho como una cuba. Y cuando estoy borracho, y muy asustado además…, no soy responsable de mis actos. Lo más extraño es que conservo todas mis facultades excepto el sentido común; veo y oigo claramente, y recuerdo también… y sé que sólo tenía un pensamiento en mi mente, marcado a fuego por aquel villano del tartán que quería asesinarme: «¡La habitación del durbar… el mejor refugio!». Si hay algo que respeto, borracho o sereno, es una opinión profesional, y si mis perseguidores pensaban que yo iba a estar a salvo allí, Dios sabe que ni Jassa ni cincuenta como él iban a apartarme de aquel lugar. Supongo que él intentó calmarme, porque creo que le agarré por la garganta, para dejar bien claras mis intenciones, pero lo único que recuerdo con seguridad es que salí dando tumbos por el pasillo y luego por otro pasillo, y abajo por una larga escalera de caracol que se iluminaba más y más a medida que yo descendía, y los sones de la música se acercaban, cada vez más, y me encontré en una amplia galería alfombrada donde unos cuantos interesantes orientales me miraron con curiosidad, y yo me encontré examinando una gran araña que brillaba con mil velas, y debajo de ella había una gran habitación circular en la cual dos hombres y una mujer bailaban, tres brillantes figuras dando vueltas por todos lados. Había algunos espectadores allí también, en unos palcos con cortinas situados junto a las paredes, todos con trajes extravagantes… «Ajá —pensé yo—, aquí es donde tenía que llegar, y hay un baile de disfraces; estupendo, yo iré con una túnica de seda verde y descalzo. Es algo terrible la bebida.»
—¡Flashman bahadur! ¿Ha recibido usted la parwana?
Me volví y allí estaba Mangla caminando hacia mí por la galería, con una sonrisa de asombro sin apenas ninguna ropa. Estaba claro que era un disfraz, y ella había ido de bailarina de algún burdel selecto (lo cual no estaba lejos de la realidad, de hecho). Llevaba una larga faja negra atada en las caderas y colgando hasta sus tobillos por delante y por detrás, dejándole las piernas desnudas; la hermosa parte superior de su cuerpo quedaba al descubierto con un corpiño de gasa transparente, llevaba el cabello recogido en una coleta negra que le llegaba a la cintura, infinidad de brazaletes y adornos tintineantes y unos címbalos de plata en los dedos. Una visión muy estimulante en cualquier momento, se lo aseguro, pero más todavía cuando uno ha estado colgado de una ventana para escapar de unos hombres que quieren matarle.
—No tengo parwana, lo siento —dije—. ¡Vaya, qué traje más encantador llevas! Y ahora… ¿es ésa de ahí la habitación del durbar?
—Bueno, sí… ¿quiere reunirse con sus altezas? —ella se acercó, mirándome con curiosidad—. ¿Está usted bien, bahadur? ¡Pero si está temblando! ¿Está enfermo?
—¡Ni pizca! —dije—. Sólo daba una vuelta para tomar el aire de la noche… fresquito, ¿eh? —El instinto de borracho me decía que mantuviera en secreto mi aventura del balcón, al menos hasta que encontrara a alguna autoridad de mayor rango. Ella dijo que yo necesitaba algo para entrar en calor, y un lacayo que servía a los que estaban en la galería puso un vaso en mi mano. Con el brandy y el miedo me había quedado más reseco que la axila de un camello, así que me lo bebí de golpe, y otro más… vino tinto, seco, con un curioso toque burbujeante. Aquello me sentó de maravilla; «un poco más de esto—pensé—, y pueden traer ya a los negros aquí». Tomé otro trago, y Mangla me puso una mano en el brazo, sonriendo malévolamente.
—Es su tercera copa, bahadur. Tenga cuidado. Esto es… muy fuerte, y la noche no ha hecho más que empezar. Descanse un momento.
No le hice caso. Con el licor apoderándose de mí yo me sentía a salvo entre las luces y la música y aquella deleitosa hurí a mano. Deslicé un brazo en torno a su cintura mientras mirábamos a los bailarines; los invitados reclinados en los palcos alrededor tocaban palmas al compás de la música y lanzaban monedas; otros bebían y comían y estaban enfrascados en juegos amorosos. Parecía una fiesta muy animada y la mayoría de las mujeres iban tan poco vestidas como Mangla. Una encantadora negra, desnuda hasta la cintura, sujetaba a un juerguista que gritaba intentando andar erguido. Hubo risas excitadas y voces chillonas, y uno o dos de los palcos cerraron las cortinas discretamente… y ni un solo pathan a la vista.
—Sus altezas son felices —dijo Mangla—. Uno de ellos, al menos —una voz de hombre estaba gritando furiosamente a lo lejos, pero la música y la fiesta no se interrumpieron—. No tema, será bienvenido… venga y únase al entretenimiento.
«Estupendo —pensé yo—, nos entretendremos uno al otro en uno de esos reservados con cortinas», así que la dejé que me llevara hasta una escalera de caracol que daba a un espacio abierto a un lado de la sala, donde había unos bufés repletos de exquisita comida y bebida. La airada voz de hombre nos acompañó mientras bajábamos y luego apareció a la vista junto a las mesas: un tipo alto, bien formado, guapo, al atractivo estilo indio, con barba rizada y mostachos, un gran turbante enjoyado en la cabeza y sólo unos flojos pantalones de seda en el resto de su cuerpo. Se tambaleaba muy tieso, con un vaso en una mano y la otra en torno al cuello de la negra belleza que le había estado ayudando a caminar por la habitación. Ante él estaban de pie Dinanath y Azizudeen, ceñudos y furiosos mientras él les lanzaba improperios, tartamudeando borracho.
—¡Diles que se vayan al infierno! ¿Creen que el visir es una especie de mujbi[69] que correrá cuando ellos le llamen? ¡Que vengan ante mí, sí… y humildemente! ¡Despreciables khalsa! ¡Hijos de cerdos y lechuzas! ¿Creen que son ellos quienes gobiernan aquí?
—Lo creen —dijo bruscamente Azizudeen—. Persisten en esta locura y lo probarán.
—¡Traición! —aulló el otro, y le lanzó el vaso. Falló por muy poco, y el tipo se habría caído redondo al suelo si la puta negra no lo hubiera sujetado. Él, ebrio como estaba, se agarró a ella, con restos de saliva en la barba, gritando que él era el visir, que no se atreverían…
—¿Y quién va a detenerlos? —preguntó Azizudeen—. ¿Vuestra guardia de palacio… a quien el khalsa ha prometido eliminar a cañonazos si vos escapáis? ¡Intentadlo, príncipe, y encontraréis que vuestros guardias se han convertido en vuestros carceleros!
—¡Mentiroso! —aulló el otro, y, entre gritos y maldiciones, estalló en lágrimas, balbuceando lo bien que les había pagado, medio lac a un simple general, y que estaban junto a él mientras los británicos se comían vivos a los khalsa—. ¡Oh, sí, los británicos nos están atacando ahora mismo! —gritó—. ¿No saben eso los muy estúpidos?
—Saben que lo habéis dicho… pero no es verdad —replicó Dinanath severamente—. Príncipe, esto es una locura. Sabéis que debéis ir a ver al khalsa mañana para responder por la muerte de Peshora… si les habláis con franqueza, todo puede ir bien… —Se acercó más, hablando en voz baja y con seriedad, mientras el tipo gesticulaba y sollozaba … Entonces él perdió todo el interés y empezó a sobar y acariciar a su putita negra. Lo primero es lo primero, parecía ser su lema, y la manoseaba con tanto ardor que cayeron al suelo en un ebrio abrazo a los pies de la escalera, mientras Dinanath y Azizudeen se quedaban sin habla. El borracho levantó la cara de entre las tetas de la mujer un momento, balbuceando a Dinanath que no se atrevía a ir ante el khalsa, que ellos le harían alguna mala jugada, y luego volvió al tema que tenía entre manos, haciendo esfuerzos por subirse encima de ella con su gran turbante todo torcido.
Mangla y yo estábamos de pie sólo a unos pasos de ellos, y yo pensaba: «Bueno, esto no se ve muy a menudo en Windsor…». Lo más extraño era que nadie en la habitación del durbar estaba prestando la más mínima atención; mientras el borracho sobaba a su amiguita y gimoteaba y amenazaba a los dos consejeros, la danza estaba llegando al clímax, la banda tocaba a toda marcha, y los espectadores aplaudían. Yo miré a Mangla y ella se encogió de hombros.
—El rajá Jawaheer Singh, visir —dijo ella, indicando al pájaro del turbante—. ¿Quiere ser presentado?
Ahora él estaba luchando de nuevo para ponerse en pie, pidiendo bebida, y la chica negra sujetaba la copa mientras él bebía y babeaba. Azizudeen se volvió sobre sus talones con disgusto, y Dinanath le siguió a través de uno de los palcos. Jawaheer apartó la copa, se tambaleó y se agarró a una mesa para sujetarse, pidiéndoles que volvieran, y fue entonces cuando se fijó en nosotros. Me miró con los ojos como platos, estúpidamente, y empezó a andar.
—¡Mangla! —gritó—. ¡Mangla, perra! ¿Quién es ése?
—Es el enviado inglés, Flashman sahib —dijo ella fríamente.
Él me miró, parpadeando, y una astuta mirada apareció en sus ojos y lanzó una sonora carcajada, gritando que él tenía razón… Los ingleses habían llegado, como él decía.
—¡Mira, Dinanath! ¡Mira, Azizudeen! ¡Los británicos están aquí! —Se volvió en redondo, bamboleándose, y ondulando hacia ellos en una especie de loca danza, graznando con una risa chillona—. Soy un mentiroso, ¿eh? ¡Mirad… vuestro espía está aquí! —Dinanath y Azizudeen se habían vuelto en la entrada de uno de los palcos, y mientras Jawaheer hacía una pirueta y caía, y Mangla me llevaba a los pies de la escalera, vi a Dinanath rojo de rabia y vergüenza por aquel desprestigio ante un extranjero, ya saben. La danza y la música habían terminado, la gente levantaba la cabeza para mirar, y los sirvientes corrían para ayudar a Jawaheer, pero él los apartó, tambaleándose mientras me señalaba, a punto de caer.
—¡Espía británico! ¡Basura! Vendrán vuestros bandidos de la Compañía a atracarnos, ¿eh? ¡Bandidos, wilayati,[70] sabandijas! —Me miró y luego miró a Dinanath—. ¡Ajá, los británicos vendrán, tendrán motivos para venir! —chilló, señalándome; ellos se lo llevaron precipitadamente, todavía gritando y riendo, Mangla dio unas palmadas, empezó de nuevo la música y la gente se volvió, murmurándose cosas al oído, lo mismo que hacemos en casa cuando el tío Percy tiene uno de sus malos momentos durante la sobremesa.
Me atrevería a decir que yo tendría que haberme sentido avergonzado, pero con un par de copas de brandy y vino mezclado en mi interior, todo me importaba un pimiento. Jawaheer era tal como lo pintaban los rumores, pero yo tenía preocupaciones más graves: de nuevo tenía sed, y empezaba a sentirme tan monstruosamente excitado que si lady Sale hubiera aparecido por allí, me habría parecido encantadora, con reuma y todo. Sin duda el curioso licor que me había hecho servir Mangla era responsable de ambas situaciones. Muy bien, ella tendría que apechugar con las consecuencias… y allí estaba, la pequeña provocadora lasciva, junto al palco donde Azizudeen y Dinanath habían estado hacía un momento. Me dirigí hacia ella haciendo eses, con malicioso placer, pero cuando me acercaba se oyó una voz de mujer que procedía de detrás de las cortinas.
—¿Es éste tu inglés? Déjame echarle un vistazo.
Yo me volví sorprendido… no sólo por las palabras, sino por la farfullante arrogancia del tono. Mangla dio un paso atrás y con un pequeño gesto de presentación, dijo: «Flashman sahib, kunwari»,[71] y ese título me dio a entender que estaba en presencia de la notable maharaní Jeendan, la Venus india, la moderna Mesalina, la reina sin corona del Punjab.
En mis memorias he hecho algunas observaciones sobre la atracción del sexo femenino, y cómo raramente se trata de una cuestión de simple belleza. Hay mujeres de bandera como Elspeth, Lola o Yehonala, a las cuales tienes que llevarte entre los arbustos sin esperar un momento; también criaturas de una belleza clásica (Angie Burdett-Coutts, por ejemplo, o la emperatriz de Austria), tan excitantes como un plato de sopa frío, pero que apelan a los sentidos estéticos más básicos; esas chicas sencillas que podrían iniciar un tumulto en un monasterio. En cada caso, sea Afrodita o la gobernanta, la magia es diferente, pero siempre hay un encanto especial o una atracción singular muy difícil de definir. En Mai Jeendan, sin embargo, esto se notaba a la legua: era simplemente la fulana de aspecto más lascivo que yo había visto en mi vida.
Todo el mundo sabe que cuando una mujer joven con las proporciones de una estatua erótica hindú se encuentra reclinada medio desnuda y casi borracha y un robusto luchador la frota con aceite, es fácil sacar conclusiones. Pero a ésta podían haberla cubierto con tela de saco y colocarla en la fila delantera del coro de la iglesia y aun así la habrían tenido que expulsar de la ciudad por promover desórdenes públicos. Habrán oído hablar de personas voluptuosas cuyos vicios están retratados en su cara… en la mía, por ejemplo, pero yo ya paso de los ochenta. Ella no había cumplido aún los treinta, y sin embargo la lujuria estaba marcada en cada línea de su rostro: la belleza, un día perfecta, era ya carnosa, las encantadoras curvas del labio y la nariz espesadas por el alcohol y el placer como la máscara pintada de un ángel depravado… ¡Dios, era muy atractiva! Parecía como esos sensuales retratos de Jezabel y Dalila que algunos artistas de temas religiosos pintan con tanto entusiasmo; Arnold podía haber sacado sermones sobre ella para toda su vida. Sus ojos eran grandes y sensuales, ligeramente saltones, con una expresión ausente, satisfecha, que podía deberse a la bebida o a las recientes atenciones del luchador —que me pareció que temblaba un poco— pero mientras me inclinaba sobre ella, se abrieron con una expresión que era o interés debido a la embriaguez o anhelante lujuria… lo cual en ella era lo mismo, en realidad.
Considerando lo bien dotada que estaba, era bastante menuda, de color café con leche y de huesos finos bajo su suave cojín de grasa… una tung bibi, como decían ellos, una «señora bien hecha». Como Mangla, iba vestida de bailarina, con un taparrabos de seda carmesí y un fino corpiño, pero en lugar de brazaletes sus brazos y sus piernas estaban enfundados en gasa sembrada de pequeñas gemas, y su cabello de un rojo oscuro estaba recogido en una redecilla enjoyada.
Al verla entonces, uno nunca hubiera imaginado que cuando no estaba embriagada por la bebida y los hombres Mai Jeendan fuera otra mujer completamente diferente; Broadfoot estaba equivocado al pensar que el libertinaje le había empañado la inteligencia. Ella era astuta, resuelta y cruel cuando era necesario; era también una consumada actriz y una perfecta imitadora, talentos desarrollados siendo el bufón mayor en los obscenos entretenimientos privados del viejo Runjeet.
Ahora, sin embargo, estaba demasiado lánguida por la bebida para hacer algo más que luchar para apoyarse en un codo, apartando a su masajista para verme mejor y examinarme lentamente de arriba abajo… Me recordaba cuando estuve en el mercado de esclavos en Madagascar y nadie me compró, ¡malditos! Aquella vez, por lo que se podía juzgar a través del alcohólico murmullo de la dama mientras se recostaba en sus cojines, haciendo señas con una rolliza mano hacia mí, el mercado estaba más animado.
—Tenías razón, Mangla… ¡es muy grande! —y se divirtió con una risita que denotaba su embriaguez y con un comentario poco delicado que no traduciré—. Bueno, hay que hacer que se sienta cómodo… Le quitaremos la ropa… Ven y siéntate aquí, junto a mí. Tú, vete… —esto al luchador, que hizo un salaam y se fue precipitadamente—. Tú también, Mangla… Deja caer las cortinas… quiero hablar con este gran inglés.
Y no de la herencia de Soochet, por la forma en que ahuecaba los cojines y me sonreía por encima del borde de su vaso. Había oído que se entusiasmaba con facilidad, pero éste era un exceso de informalidad. Yo estaba dispuesto a todo, aunque ella estuviera tan borracha como el cerdo de Taffy y se echara la mayor parte de la bebida encima de la ropa… Si algún asno les dice que no hay nada más desagradable que una belleza con unas copas de más, sólo puedo decir que siempre resulta más interesante que una institutriz sobria. Yo me preguntaba si debía ofrecerme para ayudarla a cambiarse la ropa mojada cuando Mangla apareció ante mí, pidiendo un trapo, así que me retiré, con educación, y me encontré acompañado muy amablemente por un alto y joven noble con una resplandeciente sonrisa, que me dedicó un pequeño discursito, dándome la bienvenida a la corte de Lahore y confiando en que tuviera una placentera estancia.
Su nombre era Lal Singh, y le di muy buena puntuación en cuanto a estilo. Después de todo, era el amante principal de Jeendan, y allí estaba su amante maldiciendo como Sowerberry Hagan y con su déshabillé empapado en presencia de un extraño a quien estaba a punto de llevar al huerto; yo no le vi alterado en absoluto mientras me felicitaba por mis hazañas afganas y me conducía a conversar con Tej Singh, el guerrero gordito que me visitó por la tarde, que apareció de repente sonriendo junto a él para decirme lo bien que me sentaba la túnica que me había regalado. Por aquel entonces yo empezaba a sentirme un poco confuso, habiendo sobrevivido a un complot para asesinarme —parecía que había pasado un siglo desde entonces—, empapado en licores fuertes y (sospechaba) afrodisíacos, conducido arriba y abajo por una esclava medio desnuda, verbalmente insultado en público por el visir del Punjab e indecentemente examinado por su hermana, la lasciva borracha. Ahora estaba discutiendo, de manera más o menos coherente, los méritos de los últimos cohetes Congreve con dos inteligentes militares, mientras a un metro de distancia la reina regente era secada por sus asistentes y protestaba en su embriaguez, y a mi espalda un grupito de tipos jóvenes con turbantes y pantalones anchos empezaban a bailar una vigorosa danza, mientras la orquesta tocaba a todo ritmo.
Yo era nuevo en Lahore, por supuesto, y no estaba familiarizado con sus modales desenfadados. No sabía, por ejemplo, que recientemente, cuando Lal Singh y Jawaheer se pelearon públicamente, la maharaní había arreglado las cosas regalándoles a cada uno de ellos una hurí desnuda y diciéndoles que se reconciliaran haciendo los honores a su regalo allí mismo y en aquel mismo momento. Lo cual, según todas las crónicas, ellos hicieron cumplidamente. Menciono esto por si piensan que mi relato es un tanto exagerado.
—Tenemos que hablar más despacio —dijo Lal Singh, cogiéndome por el brazo—. Usted ha visto la deplorable condición en la que se encuentran los asuntos aquí. Esto no puede seguir así… y sin duda Hardinge sahib es consciente de ello. Él y yo hemos mantenido un poco de correspondencia… a través de su estimado jefe, el mayor Broadfoot —me dedicó otra de sus sonrisas brillantes, toda barba y dientes—. Ambos son personas prácticas y con mucha experiencia. Dígame, usted que goza de su confianza… ¿qué precio supone que considerarán adecuado… por el Punjab?
Bueno, yo estaba borracho, y él lo sabía, y por eso me hacía preguntas imposibles, capciosas, con la esperanza de que mi reacción le dijera algo. Incluso confuso como estaba supe que Lal Singh era un tipo listo, probablemente desesperado, y que la mejor respuesta para lo que no tiene respuesta es hacer uno mismo otra pregunta. Así que dije:
—¿Por qué?, ¿es que alguien quiere comprarlo?
Al oír esto, me dedicó una amplia sonrisa, mientras el pequeño Tej contenía el aliento; entonces Lal Singh me dio unas palmaditas en la espalda.
—Tenemos que hablar más despacio… pero de día —dijo—. La noche es para el placer. ¿Quiere probar un poco de opio? ¿No? El opio de Cachemira es de la mejor calidad… como las mujeres. Le ofrecería una, o incluso dos, pero temo que eso disguste a mi señora Jeendan. Ha despertado gran expectación aquí, señor Flashman, como supongo que habrá comprobado usted mismo. —Su sonrisa era tan fácil y abierta como si me estuviera diciendo que me iba a invitar a tomar el té—. ¿Puedo ofrecerle una bebida tonificante? —Llamó a un camarero y me trajeron otro vaso del viejo inspirador de Mangla, que sorbí con precaución.
—Veo que lo trata usted con más respeto que ese borracho empedernido, nuestro visir. Mire allá, bahadur… y compadézcanos.
Porque ahora Jawaheer había aparecido de nuevo en escena, trastabillando ruidosamente frente al palco de Jeendan, con su puta negra tratando vanamente de mantenerle erguido; estaba soltando una larga parrafada contra Dinanath, y Jeendan seguramente se había puesto ya un poco sobria bajo los cuidados de Mangla, porque le dijo bastante secamente, con una tos molesta, que se contuviera y no bebiera más.
—Compórtate como un hombre —dijo, y le señaló a su puta—. Con ella… practica para actuar como un hombre entre los hombres. Vamos… llévatela a la cama. ¡Sé valiente!
—¿Y mañana? —gritó él, cayendo de rodillas ante ella. Le dio otro de sus balbuceantes ataques, gimiendo y balanceándose a un lado y otro.
—Mañana —dijo ella, con ebria determinación—, irás ante el khalsa…
—¡No puedo! —chilló él—. ¡Me cortarán el cuello!
—Irás, hermanito. Y hablarás con ellos. Harás las paces… Todo irá bien…
—¿Vendrás tú conmigo? —rogó él—. ¿Tú y el chico?
—Claro que sí… Iremos todos. Lal y Tej … Mangla, también. —Su soñolienta mirada se dirigió a mí—. Y también el gran inglés… Él les contará al Malki lat y al Jangi lat[72] cómo aclamaban las tropas a su visir. ¡Le vitorearán! —Ella alzó su copa, salpicando el licor de nuevo—. ¡Así sabrán… que hay un hombre gobernando en Lahore!
Él clavó su mirada extraviada, y su cara era la de un mono asustado, toda veteada por las lágrimas. Dudo que me viera, porque se inclinó hacia ella, susurrando ásperamente:
—¿Y atacaremos a los británicos? Les cogeremos por sorpresa…
—Se hará la voluntad de Dios —sonrió ella, y me miró de nuevo, y por un instante no pareció borracha en absoluto. Le tocó la cara, hablándole suavemente, como a un niño rebelde—. Pero primero… el khalsa. Debes llevarles regalos… promesas de pago…
—Pero…, pero…, ¿cómo puedo pagarles? ¿Dónde puedo yo…?
—Hay un tesoro en Delhi, recuerda —dijo ella, y me miró por tercera vez—. Prométemelo.
—Quizás…, ¿y si les llevo esto? —Manoseó un poco su cinturón y sacó una pequeña cajita con una cadena—. Lo llevaré mañana…
—¿Por qué no? Pero yo debo llevarlo esta noche. —Se lo quitó, riendo, y lo puso fuera de su alcance—. ¡No, no, espera! ¡Es para el baile! ¿Te gustaría eso, hermanito-que-desearía-no-ser-un-hermano? ¿Eh? —ella deslizó su mano libre en torno al cuello de él, besándole en los labios—. Mañana será mañana…, esta noche es esta noche, así que vamos a darnos placer, ¿quieres?
Hizo una señal a Mangla, que dio unas palmadas. La música se extinguió, los bailarines despejaron el suelo y hubo una retirada general de los invitados. Jawaheer se dejó caer junto a Jeendan en los cojines, apoyando su cabeza en ella.
—Así se dirige el gobierno —me habló al oído Lal Singh—. ¿Cree usted que lo aprobaría Hardinge sahib? Hasta mañana, pues, Flashman sahib.
Tej Singh soltó otra de sus risitas empalagosas y me dio un codazo.
—Recuerde el dicho: «Por debajo del Satley hay hermanos y hermanas; más allá, sólo rivales…». —Salió con Lal Singh.
Yo no sabía qué demonios quería decir, ni me importaba en mi creciente estado de embriaguez. Todos esos intrusos charlatanes me estaban apartando de la compañía de aquella espléndida zorra pintada que ahora desperdiciaba su talento tranquilizando al estúpido quejica de su hermano, acunándole contra su soberbio pecho, haciéndole beber y bebiendo ella misma. Yo ardía de impaciencia por estar con ella, y cuando Mangla vino a conducirme al palco vecino yo no me sentía nada aturdido. Soy muy caprichoso, y había desarrollado un deseo por el ama que no podía satisfacer la criada… que mantuvo las cortinas abiertas, de todos modos, y colocó un criado a mi lado para que me sirviera licor mientras el entretenimiento empezaba de nuevo. Como ya he dicho, la mayoría de los cortesanos habían desaparecido, dejando a la maharaní y sus íntimos elegidos seguir la juerga con los bailarines.
En primer lugar apareció un grupo de chicas de Cachemira, garbosas criaturas con diminutas armaduras de plata, arcos y espadas de juguete, que interpretaron una parodia de parada militar que habría escandalizado al cuartel general y aterrorizado a sus caballos. Aquello procedía de los días de Runjeet, según me dijo Mangla: las chicas eran su guardia personal femenina, que libraba batallas particulares con el viejo libidinoso por la noche.
Luego hubo un interludio serio con luchadores indios, que son los mejores de la tierra fuera de Cumberland, unos jóvenes musculosos que luchaban como relámpagos engrasados, todo habilidad y fuerza; nada de esa vasta refriega turca o la innombrable vulgaridad japonesa. Jeendan, lo noté, salió de su letargo durante esos encuentros, levantándose insegura sobre sus pies para aplaudir las caídas, y llamando a los campeones para que bebieran de su copa mientras ella les acariciaba y les mimaba. Mientras tanto, su lugar fue ocupado por mujeres luchadoras, unas robustas fulanas que luchaban desnudas (otra de las fantasías de Runjeet) con los luchadores y las chicas de Cachemira arrodilladas en el suelo, rodeándolas, y se enfrentaban unas a otras hasta la inevitable conclusión, mientras la banda tocaba música adecuada. Al cabo de un momento estaban todas tiradas por el suelo, obstaculizando bastante a un grupo de bailarines, chicos y chicas, que habían empezado un frenético baile que parecía una versión bastante avanzada y acelerada de la polca.
No lo creerán, pero no se me dan demasiado bien las orgías. No soy lo que ustedes llamarían un mojigato, pero sostengo que el burdel de un inglés es su castillo y que debe comportarse allí de acuerdo con esa norma sagrada: tantos polvos como quiera, pero nada de fornicaciones en grupo de ésas en las que suelen caer los orientales. No es la inmoralidad lo que me preocupa, sino la compañía de un montón de brutos borrachos que gritan y se menean cuando yo intento concentrarme y dar lo mejor de mí mismo. Una buena bacanal es algo digno de verse, de acuerdo, pero estoy de acuerdo con ese franchute inteligente que dijo que por una vez es interesante, pero que sólo un chaval lo convertiría en una costumbre.
Además, las malas compañías corrompen las buenas maneras, especialmente cuando estás tan excitado como el toro de Turvey y lleno de bebedizo amoroso. «Tendré que llevarme a Mangla de aquí —pensé yo—, si no estoy demasiado borracho para apartarla de este manicomio.» Estaba buscándola cuando se oyó un gran rugido etílico y Jeendan salió de su reservado, ayudada por una pareja de sus bailarines. Ella los apartó, dio un par de pasitos tambaleantes y empezó a contorsionarse como una bailarina turca, meneando las caderas y haciendo girar su culo regordete, sacudiendo las puntas de su taparrabos carmesí y lanzando chillidos y risitas mientras giraba, golpeando con los talones, luego dando palmadas por encima de su cabeza, en tanto los otros seguían el ritmo y retumbaban los tam-tams y sonaban los címbalos.
Aquella fue la primera vez que vi el Koh-i-noor, brillando en su ombligo como una cosa viva mientras ella meneaba su vientre de arriba abajo. Pero no captó durante mucho rato mi atención, porque mientras ella bailaba, gritaba por encima del hombro, y uno de los bailarines, agachado detrás de ella y deslizando las manos por su cuerpo, desabrochó su corpiño y lo dejó caer, acariciándola mientras ella bailaba de espaldas a él y lentamente se volvía hasta que estuvieron frente por frente. Se contorsionaron uno junto al otro mientras los mirones chillaban con deleite y la música sonaba cada vez más rápida, luego él se apartó lentamente de ella, con el sudor corriendo por su cuerpo… ¡Y que el diablo me lleve si la piedra no estaba ahora en el ombligo de él! Cómo demonios lo habían hecho, ni me lo puedo imaginar; gimnasia sueca, quizás. El chico gritó e hizo piruetas de triunfo, y Jeendan se tambaleó en los brazos de uno de los luchadores, riendo mientras él la manoseaba y la besaba. Una de las gatitas de Cachemira corrió hacia el chico, lo cogió por la cintura y se frotó contra él; aquella vez tampoco pude ver absolutamente nada, pero ella salió con la piedra a su vez, cimbreándose para dejar que los espectadores la vieran, y entonces cayó bajo otro joven, ambos forcejeando como para despertar a los muertos, pero o éste era menos experto o había otra cosa que despertaba su interés, porque el diamante cayó entre ellos y rodó por el suelo, entre burlas y gruñidos de desilusión.
Yo miraba todo aquello envuelto en una bruma de alcohol e incredulidad, tomando otra bebida refrescante y pensando: espera que vuelva a Belgravia y les enseñe este nuevo paso de baile, y cuando volví a mirar, allí estaba Jeendan, luchando y riendo salvajemente en los brazos de otro bailarín, y la gran piedra estaba otra vez en su vientre… «Hola —pensé yo—, alguien ha hecho trampas.» Ella cogió la copa de vino del chico, la vació y la lanzó por encima de su hombro, y luego empezó a danzar en dirección a donde estaba yo. Su cuerpo bronceado con forma de reloj de arena brillaba como si estuviera untado de aceite, los miembros relucían en sus fundas de gemas. Ahora se estaba dando palmadas en los costados desnudos al ritmo del tam-tam, paseando sus dedos como hechizada por sus enjoyados muslos y por su cuerpo, levantando los redondos pechos y riendo ante mí con su pintarrajeada cara de fulana.
—¿La vas a coger, inglés? ¿O la guardo para Lal o para Jawaheer? ¡Venga, cógela, gora sahib, mi bahadur inglés!
No lo creerán, pero aquello me hacía recordar un verso de un poeta —isabelino, creo— que debió de haber presenciado una representación similar, porque escribió que «sus garbosos movimientos tenían tal libertad».[73] «No lo podía haber dicho mejor ni yo mismo», pensé, mientras daba un salto heroico hacia ella y caía a cuatro patas, pero la dulce y recatada muchacha cayó ante mí, con los brazos levantados, haciendo vibrar sus músculos desde las yemas de sus dedos hasta la parte superior de sus brazos y más allá, meneando sus generosos dones ante mí, y yo los agarré con un grito de gracias. Ella chilló, o de deleite o queriendo decir: «¡Idiota!», se arrancó el taparrabos y lo pasó por detrás de mi nuca, y acercó mi cara hacia su boca abierta.
—¡Tómalo, inglés! —susurró, y abrió mi túnica, apretando su vientre contra el mío y besándome como si yo fuera un bistec y ella llevase una semana entera ayunando. No sé quién fue el tipo considerado que bajó las cortinas, pero de repente nos encontramos solos, y de alguna manera yo estaba de pie con ella colgando de mi cuello, sus piernas rodeándome las caderas, quejándose mientras yo la colocaba bien y empezaba la lenta marcha, arriba y abajo, siguiendo el ritmo de los tam-tams, y me temo que rompí las reglas, porque le quité la joya manualmente antes de que me hiciera una jugarreta. Dudo de que ella lo notara; no lo mencionó, de todas formas.
Bueno, no recuerdo haber disfrutado nunca tanto de un baile, excepto cuando volvimos a emparejarnos de nuevo, una hora más tarde, imagino. Creo recordar que bebimos considerablemente entre tanto, y conversamos de una manera incoherente… La mayoría de aquellas cosas se me escapan, pero recuerdo con toda claridad que ella dijo que se proponía enviar al pequeño Dalip a una escuela de Inglaterra cuando fuera algo mayor, y yo dije que fantástico, mira lo que ha hecho la escuela conmigo, pero nada de enviarlo a Oxford, es un nido de empollones y bestias; por cierto, ¿cómo demonios podía hacer aquel ejercicio del ombligo con el diamante? Así que ella trató de enseñarme, riendo entre increíbles contorsiones que culminaron con movimientos espasmódicos y serpenteantes de ella a horcajadas sobre mí, como si yo fuera el caballo Running Reins a una distancia de sólo doscientos metros de la meta…, y en la mitad del asunto, ella gritó unas órdenes y aparecieron dos de sus chicas de Cachemira y la azuzaron, azotándola con unos bastones… un poco fuerte, a mi parecer, pero ella estaba en su casa, después de todo.
Se quedó dormida directamente en cuanto llegamos a la meta, despatarrada encima de mí, y las cachemiríes dejaron de azotarla y cuchichearon entre sí, riendo. Yo las eché y, después de apartarla de encima de mí, intenté dormir a mi vez cuando las oí charlar detrás de la cortina, y finalmente aparecieron de nuevo, sonriendo. Su ama se despertaría finalmente, dijeron, y era su deber comprobar que yo estuviera limpio, brillante, ligeramente aceitado y listo para el servicio. «¡Ni hablar!», dije yo, pero ellas insistieron, cubriéndola a ella respetuosamente con un chal antes de insistir, diciéndome que debía bañarme y peinarme y perfumarme y ponerme presentable, o lo pagaríamos caro. Ya vi que no me iban a dejar en paz, así que me levanté pesadamente, maldiciendo y advirtiéndoles que su ama no tenía esperanzas, porque yo estaba deshecho y sin redención posible.
—Espera a que te hayamos bañado —rió una de las huríes—. Harás que chille pidiendo misericordia.
Yo lo dudaba, pero les dije que adelante, y ellas me llevaron, una sujetándome a un lado y otra al otro, porque yo estaba todavía muy borracho. Detrás de las cortinas la habitación del durbar estaba vacía, y la gran araña apagada. Sólo unas pocas velas en las paredes desprendían unos pequeños círculos de luz en la oscuridad. Ellas me condujeron a lo largo de un pasillo oscuro, y luego bajamos un corto tramo de escaleras y entramos en una gran cámara de piedra y mármol como un baño turco. Sus paredes y alto techo estaban en profundas sombras, pero en el centro, rodeada por altas y esbeltas columnas, había una zona embaldosada con un baño que desprendía vapor del agua caliente. Había un brasero allí cerca, y unas toallas apiladas a mano, y alrededor jarras de aceites, jabones y champús. En conjunto, era una charca tan lujosa como uno pudiera desear. Pregunté si aquél era el baño de la maharaní.
—No de esta maharaní —dijo una—. Era el baño de lady Chaund Cour, que la paz la acompañe.
—Es mucho más bonito que el de nuestra ama —dijo la otra, acercándose furtivamente a mí—, y está reservado para aquellos a quienes ella quiere honrar —me acarició juguetonamente, y su compañera me quitó el vestido, chillando con admiración—. ¡Bahadur, vaya! ¡Oh, afortunada Mai Jeendan!
«Sí, será muy afortunada si consigue algo de mí después de un baño con vosotras dos», pensé yo, admirándolas en mi embriaguez mientras ellas se quitaban los pequeños arcos, flechas, espadas de juguete, sus falditas plateadas y los sujetadores. Eran unas ninfas encantadoras, y hubo muchos jugueteos y risitas mientras nos metíamos en el baño. Éste tenía un metro de profundidad por dos de largo, medio lleno con agua caliente perfumada en la cual yo me quedé flotando perezosamente, dejando que lamiera mi exhausto cuerpo mientras una de las cachemiríes acunaba mi cabeza y suavemente me pasaba una esponja por la cara y el cabello, y la otra empezaba a trabajar con mis pies y luego con mis tobillos y pantorrillas. «Vais bien», pensé yo, y cerré los ojos, pensando qué deliciosos momentos tenía que haber pasado Haroun al-Raschid, y preguntándome cómo era posible que alguna vez se hubiera aburrido y ansiado la vida de un alegre carretero o el productivo trabajo de la granja al aire libre. Seguramente Flashy no habría salido disfrazado por las calles de Bagdad buscando aventuras, mientras hubiese en casa agua y jabón…
La ninfa de abajo estaba ahora enjabonando mis rodillas, y yo abrí los ojos, contemplando el techo en lo alto, con dibujos persas coloreados, un retrato en el centro de un tipo con el cuello tieso sentado debajo de una marquesina y mirando con aspecto dictatorial a un pelotón de wallahs barbudos suplicantes arrodillados. «Quién será ése —pensé yo—, ¿algún nabab sij…?» Y aquello me recordó los nombres que había memorizado con tanto esfuerzo de los documentos de Broadfoot: Heera Singh y Dehan Singh y Soochet Singh y Buggerlugs Singh y Chaund Cour y… ¿Chaund Cour? ¿Dónde había oído ese nombre recientemente? ¡Ah!, sólo hacía unos momentos, de las huríes: aquél era su baño… y de repente una pequeña inquietud que vagaba sin objetivo por mi mente llamó mi atención, mientras oía el remolineo del agua y me daba cuenta de que la chica había cesado de enjabonar mis rodillas y estaba saliendo rápidamente del baño… El baño de Chaund Cour… ¡Ghaund Gour, a quien habían aplastado mientras se bañaba!
Si la fulana que me estaba lavando el pelo se hubiera movido con menos rapidez, quizá yo no habría salido de allí. Pero cuando su compañera salió, ella me soltó la cabeza como si fuera un ladrillo ardiendo, y yo me hundí y salí flotando de nuevo, farfullando… La vi en el acto de auparse sobre las baldosas, y por el rabillo del ojo me di cuenta de que el gran retrato coloreado del techo empezaba a temblar, con un espantoso sonido rechinante. Por un instante me quedé helado, tieso en el agua, y sólo pudo ser el instinto lo que galvanizó mis fláccidos músculos, porque me aupé fuera del agua, me di la vuelta y me encaramé al borde del baño, agarrándome con la mano al tobillo de la chica. Aquella presa me salvó de caer hacia atrás, y me dio un punto de apoyo para alzarme hasta las baldosas, mientras ella era catapultada hacia atrás en el agua. Su grito de terror se perdió entre un ensordecedor chirrido que tronó como una avalancha, seguido por un espantoso golpe que pareció sacudir el edificio entero e hizo saltar las baldosas de su sitio ante mi propia cara. Yo rodé con un grito de terror, echado en las húmedas baldosas y mirando atrás con incredulidad.
Donde antes estaba el baño había ahora una extensión llana de piedra basta, llenando la cavidad como una gran mole y levantando las baldosas de alrededor. Desde aquel monstruoso cuadrado de roca serpenteaban unas grandes cadenas oxidadas, que golpeaban a un lado y otro en un agujero abierto en el techo decorado. La espuma rebosaba como una cortina de las estrechas fisuras entre la losa caída y los lados del baño, como una ola, y vi horrorizado cómo el agua que manaba se teñía de rosa al principio y luego de un espantoso color carmesí. Al otro lado del baño la segunda cachemirí se cubría apretándose contra una columna, con la boca abierta y gritando sin parar. Se volvió y corrió, con el agua resbalando de su cuerpo desnudo, y luego se detuvo en seco, y sus aullidos se convirtieron en un gemido de terror.
Tres hombres estaban de pie en las sombras de aquel lado, con cimitarras en las manos. Sólo llevaban unos pantalones pyjamy sueltos de color gris y unas grandes capuchas que cubrían sus caras. La chica se apartó de ellos, temblando y cubriéndose la cara; resbaló y cayó en las baldosas mojadas y trató de ponerse de pie mientras ellos se quedaban quietos como estatuas grises. Uno dio un paso hacia delante, levantando ligeramente su espada, ella saltó, chillando mientras se volvía corriendo, pero antes de que hubiera dado un paso la espada le atravesó la espalda y sobresalió como una espantosa aguja de plata entre sus pechos. Cayó hacia delante sin vida en el bloque de piedra. Entonces ellos corrieron rápidamente hacia mí en silencio sepulcral. Dos de los expertos asesinos se apartaron a los lados para cogerme por los flancos; entre tanto el tercero venía derecho a mí, con la espada chorreando sangre. Me volví para echar a correr, resbalé y caí cuan largo era.
La cobardía tiene sus ventajas. Yo estaría ya muerto desde hace mucho tiempo sin ella, porque me ha llevado a conseguir, movido por el ciego pánico, maniobras que ningún hombre sensato habría intentado siquiera. Un hombre valiente habría tratado de levantarse para echar a correr o se hubiera lanzado hacia el enemigo más cercano con las manos desnudas; sólo Flashy, tirado con el culo al aire encima de uno de los montoncitos de ropas desechadas por las chicas de Cachemira, fue capaz de agarrar aquel patético arco de hojalata, coger un dardo del carcaj, ponerlo en la cuerda y hacerlo volar hacia el thug que iba en cabeza mientras éste saltaba por encima del cadáver de la muchacha, blandiendo su cimitarra. Sólo era un frágil juguete, pero estaba muy tenso y aquella flecha pequeña debía de estar tan afilada como un cincel, porque se hundió en su torso y él se retorció aullando en el aire; la cimitarra cayó ante mí golpeando en las baldosas. Yo la recogí sabiendo que estaba acabado, pues uno de los hombres de los flancos se dirigía ya hacia mí, pero me las arreglé para devolverle la estocada y lanzarme a un lado, esperando sentir la espada de su compañero atravesándome la espalda. Hubo un chillido y el choque de los aceros detrás de mí mientras yo me echaba a un lado, rodaba y me levantaba, dando mandobles de ciego y pidiendo socorro a gritos como un idiota.
Tiempo perdido, porque la ayuda ya había llegado. El hombre del otro lado estaba tratando desesperadamente de parar con su cimitarra el ataque de un cuchillo Khyber que blandía un recién llegado alto vestido con una túnica, que es como oponer una escopeta de juguete a un rifle. Un golpe y la hoja de la cimitarra se rompió en pedazos, otro y el thug había caído con el cráneo partido… El hombre cuyo golpe yo había parado saltó hacia atrás y salió corriendo como una liebre, escondiéndose entre las sombras. El hombre de la túnica se volvió precipitadamente, dio una larga zancada y echó hacia atrás el brazo de la espada para coger impulso, lanzando luego su cuchillo Khyber. Éste giró en el aire y dio en la espalda del fugitivo, que se golpeó contra una columna, trepó unos centímetros por ella con aquel arma espantosa clavada en su cuerpo y luego se deslizó lentamente al suelo. Sólo veinte segundos antes me estaban lavando las rodillas.
El hombre de la túnica pasó junto a mí, recuperó su cuchillo y lanzó una maldición cuando la sangre le salpicó la chaqueta… Sólo entonces me di cuenta de que era un traje escarlata con el tartán del 79. Retrocedió, agachándose para lavar la hoja en el agua que resbalaba por encima de las baldosas, y examinó el lugar donde había estado el baño, la gran roca que lo llenaba ahora y las colgantes cadenas.
—Bueno, que me cuelguen —dijo—. Así es como se cargaron a la vieja lady Chaund Cour. No me sorprende que nunca encontrásemos el cuerpo… Creo que no debió de quedar mucho de ella con «eso» encima —se detuvo y me ladró—: ¿Está bien, señor? ¿Quiere quedarse ahí en pelotas hasta morirse de frío, o prefiere salir pitando antes de que venga el forense?
Las palabras eran inglesas, pero el acento era genuinamente norteamericano.