8 OCHO SORBETES DE MENTA Y UNA FÓRMULA MÁGICA
CONSEGUÍ mi propósito: mis padres me acompañaron a casa de la abuela Tereza y me dejaron allí con el ángel; pero ¡afortunadamente!, se llevaron a Enrique.
—¿Una copita de anís? —preguntó la abuela a Gabriel.
—¿Cómo dice?
—Que si le apetece un poquitín de este licor —añadió la abuela mientras le enseñaba una botella con un líquido transparente.
—¿Tomará usted?
—Por supuesto que sí —contestó la abuela—. Todos los días bebo una copa para estar en forma.
—En ese caso, yo también.
La abuela, con mucho cuidado porque las manos le tiemblan un poco, sirvió dos copas de anís y le ofreció una al ángel.
—¡Caramba! —exclamó el ángel, después de haber bebido un sorbito—. Está buenísimo. Dulce y caliente.
—Ya se lo decía yo —contestó la abuela, que también había bebido un sorbito de licor y había dejado la copa sobre la mesa.
Entonces la abuela me miró y chilló:
—¡Ay, rey mío! ¡Mi Juan precioso! Si casi me olvido de ti. ¿Qué quieres beber?
Juan precioso, es decir, yo, pensó que era la ocasión perfecta para hacer lo que quisiera. No estaba mamá para decir que me prohibía tomar porquerías y, además, la abuela deseaba que todo fuera como una seda para que el ángel se encontrara lo más cómodo posible. De modo que contesté:
—Una coca-cola.
Y la abuela se fue a la cocina a buscarla.
—¿Estás seguro de que tu abuela podrá ayudamos? —preguntó Gabriel, mientras de lejos se oía a la abuela trasteando por la cocina.
—Sí, hombre —contesté—. Tú déjame a mí y ya verás cómo lo resolvemos.
La abuela entró con el vaso de coca-cola en la mano.
—Toma, chatito —me dijo cuando me lo dio.
La abuela se sentó en la punta del sofá, con la falda bien puesta y estirada sobre las rodillas.
Durante un rato, nadie dijo ni una palabra. La abuela y Gabriel, porque trabajo tenían a tragar sorbitos de licor. Y yo, porque pensaba cuál podía ser la mejor manera de plantearle el problema a la abuela.
Finalmente, decidí que era mejor hacerlo sin tapujos.
—Abuela —dije.
—Dime, tesoro.
—Gabriel y yo no hemos venido por casualidad. Hemos venido para que nos ayudes.
—¿Qué os pasa?
—Gabriel tiene que volver a las nubes y no sabe cómo hacerlo.
Gabriel la miró con aire formal mientras decía que sí con la cabeza.
—Quisiéramos que tú nos ayudaras, ¿sabes, abuela? Como tú tienes experiencia con la magia y todo eso.
—¡Válgame el cielo, hijito! Si yo con ángeles no he tratado nunca.
Gabriel puso cara de desencanto.
—Pero, abuela —dije yo, que pensaba que no podía abandonar tan fácilmente—, ¿estás segura de que no podrías encontrar una fórmula en alguno de tus libros?
—Déjame pensar… —dijo la abuela mientras colocaba la copa sobre la mesa y se pasaba la mano por la frente, como si se quisiera aclarar las ideas.
Gabriel me miró y enarcó las cejas. Seguramente quería decir:
—¿Qué pasa ahora?
Y yo le contesté encogiéndome de hombros, como indicando:
—Tú déjala a ella.
La abuela había cerrado los ojos y parecía muy concentrada.
—Creo que ya sé dónde podemos buscar —dijo muy satisfecha—. Juan, por favor, tráeme la escalera de la cocina.
Gabriel sonreía cuando yo me fui hacia la cocina. Descolgué la escalera que está detrás de la puerta.
—Aquí la tienes, abuela.
—Ponla delante de la librería y ábrela, hijito.
Hice lo que me pedía.
Cuando la escalera estuvo abierta y bien segura, la abuela se subió a ella.
«Suerte que mis padres no la ven», pensé yo mientras le aguantaba la escalera y ella cogía un libraco negro del último estante.
La abuela se bajó de la escalera y se sentó otra vez en el sofá. Sacó las gafas de la funda que había sobre la mesa y se las puso. Empezó a hojear el libro y a leer retacitos, como si hablara para ella misma.
El ángel y yo nos mirábamos sin decir nada, para no interrumpir la lectura de la abuela.
—¡Aquí! —exclamó finalmente la abuela con aire de triunfo. Y, luego, nos pidió—: Escuchad con atención:
PARA QUE UN ÁNGEL PUEDA VOLVER AL CIELO
«Introducción: cuando un ángel ha caído del cielo y no sabe cómo regresar, se le puede ayudar, pero antes se le tiene que preguntar si tiene ganas».
—¿Tienes ganas, Gabriel? —pregunté yo, mientras la abuela, muy educadamente, paraba la lectura.
—¡Muchísimas ganas! —contestó Gabriel.
—Entonces, sigamos —dijo la abuela.
«Primera fase: el ángel tiene que comer todo aquello que le ayude a volverse incorpóreo».
—¿Incorqué? —pregunté yo.
—Incorpóreo, es decir, sin cuerpo —aclaró la abuela.
—¿Sin cuerpo? —gritó Gabriel alarmadísimo—. Esto significa que voy a desaparecer, que, ¡puf!, se habrá terminado Gabriel.
—¿Queréis callar de una vez y dejarme leer sin interrupciones? —refunfuñó la abuela. Y se colocó las gafas en la nariz para continuar la lectura:
«Es preciso que el ángel se vuelva incorpóreo porque tiene que parecerse a las nubes; se pueden ver, pero no se pueden tocar. De esta manera, el ángel conseguirá el primer propósito de esta fase: atravesar paredes, puertas, ventanas y, ¡lo que es más importante!, espejos. Sin embargo, el ángel continuará teniendo el mismo aspecto de siempre, porque, cuando llegue a las nubes, le convendrá que sus compañeros le reconozcan».
—¿Lo ve, Gabriel, como seguirá siendo usted? —preguntó la abuela amablemente—. Para que lo entienda: le veremos como siempre, pero no le podremos tocar. Y usted tendrá la facultad de atravesar cualquier barrera sin necesidad de abrir puertas. ¿Lo entiende?
—Sí, sí… Ya empiezo a ver qué significa todo eso. Lo que no comprendo es cómo lo conseguiré.
—Calma, calma. No nos pongamos nerviosos —recomendó la abuela. Y continuó la lectura.
«El ángel tendrá que comer los platos siguientes:
veinticinco merengues,
cuarenta y cuatro buñuelos de viento,
dos soufflés: uno de limón y otro
de chocolate,
una mousse de plátano,
ocho sorbetes de menta
y un kilo de barbapapás».
—¡Caramba! —comenté preocupado—. Quizá reventará si se lo come todo.
—¡Un momento, que no he terminado! —se impacientó la abuela. Y volvió a coger el libro:
«Contrariamente a lo que pudiera parecer, no existe peligro de que el ángel reviente, porque, a medida que vaya comiendo, su cuerpo irá dejando de existir. Y, claro, algo que no existe no puede estallar».
—Eso parece razonable —comentó la abuela.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó el ángel, que ya estaba relamiéndose de pensar en la merienda que estaba a punto de conseguir.
—Ahora mismo —exclamó la abuela, ya puesta en pie—. Usted, Gabriel, venga a la cocina conmigo. En primer lugar haremos los merengues y, mientras se los come, iremos preparando el resto de los platos. Y tú, Juan, irás a buscar los barbapapás y los sorbetes.
No estaba preocupado por los barbapapás. Sabía dónde los podía conseguir. No muy lejos de casa de la abuela hay instalada una feria, con caballitos, noria y coches de choque. Hay puestos de garrapiñada, manzanas con caramelo y barbapapás enrollados alrededor de un palo blanco y largo. En cambio, no tenía ni idea de dónde podría conseguir los sorbetes. Suerte que la abuela me ayudó.
—Los sorbetes los compras en la confitería que hay calle arriba, a mano derecha, antes de cruzar. Siempre tienen.
Todos nos pusimos a trabajar.