5 CINCO PROPUESTAS Y UN PLAN PARA MATAR LA AÑORANZA

AL día siguiente de Navidad, Gabriel estaba mustio. Se había quedado de pie, junto a una ventana, mirando hada el cielo, que aquella mañana era azul muy intenso, sembrado de nubes de las que parecen algodón.

—¿Quieres que leamos cuentos? —le pregunté.

No me contestó.

—¿Quieres jugar a «marcianitos»? —le preguntó Enrique.

No contestó.

—¿Quiere una taza de té? —preguntó mamá. Y, en seguida, viendo que no respondía, papá insistió:

—¿Quiere ayudarme a resolver un crucigrama?

—Está en la luna —comentó mamá.

—Está en las nubes —dijo papá.

Y se fueron y lo dejaron por imposible.

De vez en cuando, Gabriel suspiraba. Ponía cara de estar muy triste.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Enrique.

—Tengo añoranza —contestó el ángel con un suspiro aún más fuerte que el anterior.

—¿Qué quiere decir añoranza?

—Quiere decir echar de menos algo.

—¿Y qué es lo que echas de menos? —le pregunté yo.

—Las nubes.

—¿Las nubes? ¿Y por qué las echas de menos? —me extrañé, porque me imaginaba que serían muy húmedas y debía de ser muy incómodo estar siempre montado en ellas.

—Porque son suaves y calentitas… —explicó con un gran suspiro.

—Pero deben de mojar, ¿no?

—Un poco, pero no importa porque son suaves y calientes.

Daba lástima, pobre ángel, con aquel aspecto tan añorado, con aquella cara tan triste.

—Si por lo menos pudiera estar en las nubes un rato…

Enrique y yo mirábamos a Gabriel sin decir nada.

De pronto se me encendió una lucecita y tuve una idea.

—¡Lo tengo! —grité como un comanche.

El ángel y Enrique dieron un respingo.

—¿Qué tienes? —preguntó Gabriel.

—Lo que podemos hacer para que te sientas como en las nubes.

—¿Qué? —preguntaron Gabriel y Enrique a la vez.

—Venid conmigo —repliqué misteriosamente sin explicarles nada.

Nos dirigimos al baño.

Tapé la bañera, vertí un chorrito del jabón líquido que mamá utiliza cuando quiere preparar un baño de espuma y abrí el grifo completamente. El chorro de agua cayó con fuerza sobre el jabón y la bañera se llenó de espuma.

—¿Qué haces? —preguntó Gabriel, que no debía de tener mucha experiencia en cuestión de baños.

—Prepararte algo parecido a las nubes.

Enrique aplaudió.

Cuando la bañera estuvo a punto, le dije al ángel que se desnudara y se metiera dentro.

—Bueno, pero daos la vuelta mientras me desnudo.

Le miré sin entender por qué quería que nos diéramos la vuelta.

—No quiero que me veáis desnudo.

Me encogí de hombros, y Enrique y yo nos pusimos de cara a la pared.

Pensé que aquel ángel era muy fino. Papá y mamá no hacen tantos aspavientos cuando tienen que ducharse. Y entonces me pregunté: «¿Cómo será Gabriel desnudo: como papá o como mamá?». Pero, la verdad, no tenía ni la más remota idea.

—¡Ya está! —nos avisó Gabriel.

La espuma le cubría el cuerpo por completo, y las alas le salían de la bañera y le arrastraban por el suelo.

—¡Es fantástico! —gritó Gabriel Es como estar en las nubes.

Gabriel se pasó toda la mañana hasta la hora de comer en la bañera. Mis padres protestaron muchísimo y dijeron que aquello no podía ser, no había manera de utilizar el baño mientras el ángel estuviera dentro.

Para acabarlo de arreglar, cuando Gabriel salió, tenía las alas muy mojadas y no se las podíamos secar con la toalla. Al final, a mamá se le ocurrió usar el secador del pelo. Fue una buena idea: le quedaron ahuecadas y finas como las de un pollito recién nacido.

Mientras estaba en el baño haciendo pipí, oí un ruido de alas, como si el patio de luces se hubiera llenado de palomas. De pronto, el ruido cesó. Entonces, hubo un instante de silencio, el tiempo de tirar de la cadena del wáter. Y, justo después, se empezaron a oír gritos, como si todos los vecinos se hubieran vuelto locos.

—¡Elvira, Elvira!

—¡Han visto eso! ¡Señora Valdés, señor Valdés!

—¡Eh, los del cuarto primera! ¿Qué diantre es eso?

Salí del baño sin tiempo para lavarme las manos.

Papá y mamá estaban sentados en el salón y leían. Enrique dormía la siesta en nuestra habitación. Y Gabriel estaba en la suya, es decir, en la de mis padres, y ya estaba un poco recuperado de su ataque de añoranza.

—¿No oís que os están llamando?

—¿Quién nos llama? —preguntaron mis padres al unísono.

—No lo sé —dije encogiéndome de hombros—. Alguien en el patio interior.

—¿Estás seguro? —preguntó mamá con pinta de incredulidad.

—Completamente.

Se levantaron.

Fuimos hacia la cocina para salir a la galería que da al patio interior. En cuanto entramos oímos el barullo.

—¡Pues vaya, está revuelto el patio! —exclamó papá. Y abrió la puerta de la galería.

—¿Qué pasa? —preguntó mamá asomándose por encima de la barandilla.

—Elvira, ¿se te ha caído algo de ropa? —dijo la vecina del segundo segunda.

—¡Ni hablar! ¡No era ropa! Era una persona. Era una persona que caía por el patio interior —aulló el del tercero primera.

—¿Ah, sí? Pues, ¿dónde está la persona? Si fuera una persona se habría estrellado contra el suelo, ¿verdad?

—¿Y dónde está la ropa, eh? ¿Dónde está?

Papá y mamá se miraron sin decir nada. Mamá señaló con la barbilla en dirección a la ventana abierta de su habitación. Papá arqueó las cejas.

—Tenía alas —dijo el niño del tercero segunda.

—¡Cállate, Ramón! No te entrometas —intervino su madre—. Pero es verdad. Yo también creo que era una cosa con alas y salía de aquella ventana abierta —añadió indicando la ventana de la habitación de mis padres.

Todos los vecinos se callaron a la vez y miraron a mamá y a papá con aire acusador.

Papá se rio de una manera que parecía no tener ningunas ganas.

—¡Ja, ja, ja! —hizo. Y añadió—: Ustedes están de broma, ¿verdad? Una cosa con alas… Ja, ja, ja. ¡Qué risa me da!

—Claro, como que es Navidad —dijo mamá, para seguir la corriente—. Esto nos lo cuentan para que nos riamos, para celebrar la Navidad.

—¡No, señora, no! No lo decimos en broma J—replicó el del tercero primera—. Eso lo decimos porque, quién más quién menos, todos hemos visto una cosa que revoloteaba por el patio de luces hacia arriba y hacia abajo.

—No nos gustaría que alguien se hiciera daño —añadió la señora del segundo segunda con voz de no querer guerra—. Compréndalo, Elvira, sólo nos interesa ayudar.

—¡Mprrrm, mprrrm! —rezongó papá.

—¿Cómo dice? —preguntó el del tercero primera.

—Nada, nada. Que muy agradecidos, pero es mejor dejarlo —explicó mamá.

—Quizá sí que estábamos equivocados —dijo la del tercero segunda—. Es mejor que entremos, porque a lo mejor nos enfriamos. ¡Vamos, Ramón! ¡Vamos dentro! ¡Adiós a todos!

La del tercero segunda cerró la ventana.

—¡Que ustedes lo pasen bien! —se despidió el del tercero primera—. Y vigilen que no se les caiga nada más por la ventana. La próxima vez avisaremos a la policía.

—¡Tan amable como siempre! —refunfuñó mamá muy bajo para que no la oyera.

Y el del tercero primera cerró la ventana.

Papá y mamá se miraron y suspiraron aliviados.

—Vamos a ver qué hace aquel botarate —decidió mamá.

Fuimos por el pasillo hacia la habitación de mis padres. De lejos llegaba el sonido de música de iglesia que entonaba el ángel.

Pam, pam, pam, aporreó la puerta papá.

—¿Se puede pasar? —preguntó mamá.

—¡Adelante! —contestó Gabriel—. Como si estuviesen en su casa.

«¡Qué cara más dura!», pensé yo.

Papá abrió la puerta.

Gabriel estaba sentado en una punta de la cama y ponía cara de no haber roto nunca un plato o, mejor dicho, un jarrón.

—Esto, Gabriel… —empezó papá, que continuaba sin tener ni idea de cómo tratar al ángel—. ¿No habrá salido a dar un paseo por la ventana?

—Pues, sí —contestó Gabriel bajando los ojos y mirándose las puntas de los pies.

—¡Pero, hombre! —dijo mamá con muy poco acierto—. ¿Cómo se le ha ocurrido?

—Necesitaba salir a estirar las alas.

—¿Estirar las alas? —repitió papá, que aquellos días parecía tener dificultades para entender lo que le decían.

—Sí, estirar las alas —explicó Gabriel—. ¿Qué le pasaría a usted si durante muchos días no utilizara las piernas? Que le darían calambres, ¿verdad? Pues lo mismo me pasa a mí con las alas.

—¡Uf, grñ grñ grñ! —refunfuñó papá con la cara más roja que un tomate.

—¡Calma, Alberto, tranquilízate! —recomendó mamá. Y después preguntó—: Pero ¿por qué lo ha hecho por el patio de luces? ¿No se da cuenta de que ahora los vecinos hacen comentarios?

—¿Y dónde quería que lo hiciera? ¿En la ventana del comedor? Habría sido peor, ¿no le parece?

—¡No, en el comedor de ninguna de las maneras! —gritó papá, que ya debía imaginarse a Gabriel volando por delante de todos los balcones del edificio y sorprendiendo a los peatones y provocando un caos circulatorio.

—¡Me va a dar un ataque de nervios! —exclamó mamá dándose la vuelta hacia mí y retorciéndose las manos como si se las quisiera dislocar.

—Pues bien, necesito algún sitio para estirar las alas.

—Gabriel tiene razón —dijo papá, que hacía esfuerzos por calmarse—. Ya sé que podemos hacer. Mañana iremos de excursión a la montaña y, sin que nadie espíe, Gabriel podrá volar.

Era una gran noticia, no sólo para el ángel sino también para mí, que ya empezaba a hartarme de estar encerrado en casa sin salir en todo el día.

Le guiñé un ojo al ángel, como diciéndole: «Nos divertiremos, ¿eh?».