4 CUATRO PRIMOS Y UN MONTÓN MÁS DE FAMILIA
ERA el veinticinco de diciembre, o sea el día de Navidad. Yo tenía ganas de levantarme y no tenía ganas. Quiero decir que, por un lado, me hacía ilusión levantarme porque el día de Navidad hay cosas que me gustan. Por ejemplo: los turrones, los barquillos y el champán (desde que cumplí los ocho años, mis padres me dejan beber un poquito de vez en cuando). También me gusta que estén mis primos, pero sólo hasta las cinco de la tarde, porque a partir de esta hora empezamos a pelearnos y ya tengo ganas de que se marchen otra vez a su casa. También me gusta la abuela Tereza (que tiene un nombre que se escribe de una manera muy extraña porque ella es de Brasil, pero se pronuncia Teresa) porque siempre me explica historias de magia de su país. También me parecen bien la abuela Yvonne (que tiene un nombre muy extraño porque nació en el sur de Francia) y el abuelo Armando (que también tiene un nombre extraño, pero de aquí) porque me hacen caricias, me cuentan chistes y me enseñan villancicos que son más divertidos que los del colegio. Por ejemplo, éste:
Don Blas y Doña Tecla,
¡pobres, qué feos son!
No comen nunca carne,
ni huevos, ni jamón.
Sólo comen espárragos
y compota con limón.
Pero el día de Navidad también hay cosas que no me gustan mucho. Por ejemplo: el cordero, porque después de los entremeses y del consomé, ya no me apetece; pero, aun así, me obligan a tomar un poco. Tampoco me gustan los tíos y las tías, sobre todo cuando dicen: «Pero qué mayor se ha hecho nuestro Juan, ya es todo un hombre», y yo sé que esto no es verdad, porque si fuera un hombre sería alto como papá y tendría barba. Y tampoco me gustan cuando me piden: «Anda, va, Juan, ahora te toca a ti. Súbete a una silla y recítanos una poesía».
Una vez se enfadaron mucho porque, como no me sabía ninguna de memoria, les recité ésta:
Como soy muy pequeñito
y no me sé ni un versito,
me como tres galletas
y os mando a hacer puñetas.
Opinaron que yo era muy maleducado y dijeron a mis padres que vigilaran, que quizá el colegio al que me llevaban era una tomadura de pelo. Y mis padres también se enfadaron y les dijeron que no se entrometieran, que nadie les había pedido su opinión, y que tampoco ellos pensaban que el colegio de mis primos fuera un gran acierto. Y acabaron peleándose bastante.
Además, si el tío Rafael decide fumarse un puro, y os aseguro que lo decide todos los años, la casa se llena de humo y a mí me escuecen los ojos.
De modo que por todas estas razones tenía ganas de levantarme y no tenía. Sabía que mamá ya lo había hecho porque notaba que la cama de al lado de la mía estaba vacía. Y yo seguía remoloneando mientras pensaba qué tenía que hacer cuando oí un
—¡SPLASSS, CATACRAC, CATACLING CLING CLING…!
Y después de un silencio muy corto, pude escuchar un
—¡AYYYY, AYYYY, ESO SÍ QUE NO!
Esto fue suficiente para que me levantara de sopetón y fuera al pasillo junto a un jarrón de cristal de Murano, que seguramente no sabéis qué es, y yo tampoco; pero mamá dice que es una maravilla y que, si alguna vez se rompiera, no podríamos tener otro igual y debemos andar con mucho cuidado.
Bien, pues fui a dar con los pedazos de cristal de Murano, porque el jarrón ya no era un jarro.
Mamá se quedó como en las películas de ciencia ficción cuando inmovilizan a la gente con el láser. Tenía la boca abierta y los ojos como platos, pero no se movía ni un milímetro, no decía nada.
Quien sí probaba a decir algo era el ángel:
—Disculpe, Elvira. Ha sido sin querer.
—Ya nos lo imaginamos que no lo ha hecho adrede —dijo papá con la misma voz que usa para decirle al tío Rafael qué piensa de sus ideas sobre política—. Pero, hombre, en adelante mire dónde pone las alas.
El ángel puso cara de «no-lo-haré-nunca-más» y mamá empezó a sollozar.
——Vamos, Elvira, verás cómo sobrevivirás le dijo papá, que parecía harto de toda la historia y empezaba a impacientarse porque se estaba haciendo tarde y no tendrían tiempo de preparar la comida.
Papá y mamá se fueron hacía la cocina, y yo me quedé con Gabriel.
—¿Tienes una cintita? —me preguntó.
—¿Perdón? —no le había entendido. De verdad que no sabía qué quería.
—Que si tienes una cinta o un cordel o cualquier cosa que pueda serme útil para atarme las alas. Si no, ya ves qué pasa, ¿verdad?
Miré los cristales por el suelo. Pensé en todas las figuras de cerámica y de cristal que hay por casa. Y consideré que el ángel había tenido una buena idea.
Fuimos a buscar una cesta donde están las cosas de la costura. Había cinta de algodón blanco y de algodón negro y de terciopelo rosa y de terciopelo azul. Pensé que la que le iba mejor era la azul, porque combinaba con el color de su túnica.
Atar las alas de Gabriel no fue un trabajo fácil porque todo el rato se estaba quejando de que tenía cosquillas y se reía mucho. Finalmente, lo conseguí: le pasé la cinta por la parte de arriba de las alas. Se la estreché por la punta. Luego, fui enrollándosela por las alas hacia abajo y lo rematé con un lacito muy gracioso.
Le llevé delante del espejo que tienen mis padres en su habitación.
Se miró complacido y me dijo:
—Menos mal que ahora podré moverme sin miedo a romper nada. Pero tendrás que hacerme un favor.
Yo enarqué las cejas.
—Me quitarás la cinta de vez en cuando. ¿Verdad que lo harás, Juan? Necesito mover las alas unas cuantas veces al día porque si no llegaría un momento en que apenas podría volar.
Le contesté que sí, por supuesto.
Al mediodía, mamá entró en la habitación, donde Enrique, Gabriel y yo mirábamos libros, y dijo que estaba muy contenta de que nos hubiéramos entretenido toda la mañana sin hacer tonterías.
Y, después, cuando vio las alas del ángel atadas, consideró que era una buena idea, pero me pidió que se las desatásemos para la hora de comer. Porque, ¿a ver qué iba a decir la familia cuando viera que teníamos un ángel y, para colmo, lo atábamos?
La familia tuvo opiniones distintas respecto al ángel.
Los primeros en llegar fueron el tío Rafael, la abuela Yvonne y el abuelo Armando. El tío Rafael llevaba su gabardina gris y el sombrero de siempre. Se los quitó y los colgó en una de las alas del ángel, que se había quedado de pie y muy quieto junto a la puerta.
—¡Ya era hora, Alberto, de que sentaras la cabeza! —rugió el tío (el tío nunca habla con una voz normal; la tiene tan fuerte que parece que siempre grite), mientras le daba palmaditas en el hombro a papá.
Papá tosió, hizo una mueca, pero no dijo nada.
—Sí, hombre. Quiero decir que has hecho bien invirtiendo en arte.
Yo no entendí qué quería decir lo de «invertir en arte». Mamá después me explicó que significaba gastar mucho dinero en comprar pinturas o esculturas valiosas y que, de este modo, después, si uno quería, podía venderlas y ganar dinero.
Es decir, que el tío Rafael había confundido a Gabriel con una estatua.
Pero Gabriel empezó a tener cosquillas en las alas, de tanto sostener la gabardina y el sombrero del tío, de manera que dijo:
—Por favor, señor, ¿me haría la bondad de retirar su ropa de mis alas?
El tío dio un respingo y miró al ángel con cara de sobresalto.
—Si habla… —dijo el tío, que todavía no sabía de qué iba el lío.
—Claro que hablo —contestó Gabriel, un poco ofendido—. Que venga de una nube, no quiere decir que no sepa hablar.
—Es Gabriel —explicó mamá.
—Un ángel caído del cielo —añadió papá.
—Es mi ángel de la guarda —se enfadó Enrique, que ya llevaba mucho rato callado sin hacer la ambulancia.
Mientras, Gabriel se sacudía las alas y la túnica para estar más atractivo.
—No lo entiendo —dijo el tío.
—Yo te lo explicaré —corroboró papá. Y, cogiéndolo por los hombros, se lo llevó por el pasillo.
Llamaron de nuevo a la puerta y fui a abrir. Me resultaba gracioso ver qué decían sobre el ángel.
Eran el tío Óscar, la tía Rosario y los primos: Javier, Elisenda y Roger.
El tío y la tía miraron al ángel con curiosidad, pero sin extrañeza.
—¡Querida Elvira! ¡Qué gran idea has tenido! —gritó la tía, mientras acercaba los labios a la mejilla de mamá y le daba dos besos en el aire—. Tú siempre tan imaginativa. Mira que disfrazar a Alberto de adorno de Navidad…
—Hija, Rosario, que no es Alberto —puntualizaba mamá.
Yo pensé que mamá realmente tiene razón cuando dice que la tía Rosario necesita gafas, pero no se las pone porque es muy presumida. ¡Mira que confundir a Gabriel con papá! Si no se parecen en nada…
—¡Ah! ¿No es Alberto? ¿Pues quién es?
—Es Gabriel —dijo mamá, que, justo en aquel momento, abría la puerta y pasaban la tía Eulalia, el tío Zenón, el primo Pol y la abuela Tereza.
—¿Quién dices que es? —preguntó el tío Zenón, que no pierde la oportunidad de meterse en todo y armar bulla por cualquier cosa.
—Soy Gabriel —dijo él.
—Un ángel.
—¿Un ángel? —dijeron todos a la vez.
Y ya fue imposible aclararse porque todos hablaban al mismo tiempo y cada vez gritaban más. Hasta que, de pronto, papá asomó la cabeza por el pasillo y tronó:
—¡A la mesa, que la comida se enfría! —y todos fuimos hacia el comedor.
Aquella comida de Navidad no fue como siempre. Mis primos estaban tan sorprendidos de ver que teníamos un ángel de carne y hueso que ni siquiera tuvieron ánimo para devolverme las cuatro coces que les mandé por debajo de la mesa. Los mayores también hablaron menos de lo que suelen y, sobre todo, no se discutió de política ni se quejaron de la declaración de la renta. Yo no sé qué es, pero mis padres todos los años sueltan muchos ayes y uyes cuando rellenan lo que ellos llaman la declaración.
Al acabar de comer, el ángel quiso tumbarse un rato.
—Es que tengo que hacer la digestión —dijo.
—«¡Claro», pensé yo, «como que se ha puesto las botas!».
—¡Alegría, alegría! —chilló el tío Óscar, mientras mojaba las puntas de los dedos en el champán derramado junto a una de las copas. Luego, se pasó los dedos mojados por detrás de las orejas y añadió—: Entre el champán y el ángel, este año tendremos suerte.
—¡Comprad un billete de lotería en seguida, seguro que este año nos toca el gordo! —estuvo de acuerdo el abuelo Armando.
—¿Quién os ha contado que un ángel da suerte? —preguntó la abuela Tereza—. Este ángel nos puede traer la desgracia; sí, señores, la desgracia.
—Anda, mamá, bebe un poco más de champán y no pienses en esas cosas, que no te conviene disgustarte —pidió el tío Zenón.
—¡Si no me disgusto, caramba! —sacó el genio la abuela Tereza—. Sólo os prevengo: este ángel puede ser un mal agüero. Todo depende de lo que nosotros seamos capaces de hacer y de cómo le tratemos.
—Tereza, ¿quiere decir que no tiene razón su hijo? —preguntó la abuela Yvonne, que ya se notaba que quería acabar con la manía de la mala suerte—. Creo que se preocupa sin motivo. Puede que incluso sea una señal de bienaventuranza el que haya venido a caer precisamente a esta casa.
—No y no —insistió la abuela Tereza, que es más terca que una mula—. En Brasil, cuando muere alguien, decimos que ha pasado un ángel y se lo ha llevado. No sabemos a quién viene a buscar éste. Quizá a mí…
—¡A brindar todos! —dijo mamá, que quería cambiar la conversación.
Chin, chin, chocaron las copas. Y, mientras, la abuela Tereza se volvió hacia mí, me guiñó el ojo y me dijo en voz baja para que nadie la oyera:
—Yo, por si acaso, le prepararé una golosina cada día: un soufflé de chocolate, un pastel de manzana, unas galletas de pasas, en fin… lo que sea con tal de que no se lleve a ninguno de nosotros.