7 SIETE PAQUETES DE PROPAGANDA Y UNA IDEA BRILLANTE
DESDE la excursión, yo esperaba que algún día se produjera la expulsión del ángel. A mí me hubiera entristecido porque el ángel y yo ya éramos amigos de nuevo. Pero, por otro lado, ya tenía ganas de poder disponer de mi habitación. ¡Mamá ronca!
Por ejemplo, podría pasar que mamá dijera, con cara de pena:
—Lo siento mucho, Gabriel, pero tendrá que irse, porque nosotros hemos decidido marcharnos a vivir a Groenlandia. Y, ya se sabe, allí hace demasiado frío para los ángeles.
Y también podría decir:
—Lamento comunicarle, apreciado Gabriel, que mis padres han decidido venir a vivir a casa, de modo que no podemos tenerlo entre nosotros. Tendrá que buscarse otro hogar.
También podría pasar que papá, en pleno ataque de rabia y después de refunfuñar, como siempre, que toda la culpa era de mamá por poner en marcha aquella locura, dijese:
—Gabriel, váyase ahora mismo. Ya estamos hartos de usted. Nos rompe la porcelana, no me deja dormir con mi mujer, nos provoca líos con los vecinos y, lo que es peor, casi nos hace papilla a un hijo en el barranco.
Parecía que mis padres no acababan de decidirse. Como si les diera angustia que Gabriel fuera solo por el mundo sin ningún tipo de protección y sin un lugar al que ir. Porque, en el fondo, aunque refunfuñen mucho, mis padres son buena gente.
Me imagino que para animar a Gabriel a marcharse por propia iniciativa, le preguntaban:
—¿Ya ejercita sus poderes celestiales, Gabriel? ¿Ya prueba a regresar por el camino que vino?
Y él a veces contestaba:
—No, no he empezado a entrenarme, pero pronto empezaré.
A mí me parecía que no sabía por dónde empezar, como si hubiera olvidado qué debía hacer.
Otras veces contestaba:
—Sí, sí, ya lo intento, pero no acabo de conseguirlo.
Y es lo que yo digo: estaba completamente perdido, pobre.
En casa, la tensión era cada día mayor. No hacía falta que mis padres dijeran gran cosa; se veía que la presencia de Gabriel les era un enredo enorme.
Y es que mis padres no decían gran cosa porque cada vez hablaban menos. Sus diálogos se reducían a «mprrrm mprrrm» y a «uf grñ grñ» y a «acs puaf».
Aquella mañana, de pronto, mamá exclamó:
—¡Estoy completamente harta!
Yo pensé: «Ahora, ahora. Ahora le dice que ahueque el ala».
Pero, no. Mamá estaba harta de otra cosa (además del ángel, ¡claro!).
—Estoy cansada de estar encerrada todo el día en casa. Estoy hasta el moño de que sólo podamos salir a la calle por turnos.
La nariz y los ojos de papá salieron de detrás del periódico que estaba leyendo y le replicó con cara avinagrada:
—La culpa es tuya.
Mamá contestó:
—Me da exactamente igual de quién sea la culpa. Me gustaría que saliéramos a la calle todos juntos.
—¿Todos juntos? —preguntó papá.
—Sí. Todos juntos: los niños, Gabriel, tú y yo. No pretenderás que dejemos a Gabriel solo en casa, ¿verdad?
—¡Válgame el cielo! ¡Por supuesto que no! —gritó papá aterrorizado, como indicando que dejar el ángel solo en casa era un peligro indescriptible.
«Uf, qué problema», pensé yo. «Tendremos que volver a disfrazar al ángel como el día que nos fuimos de excursión».
Papá debía de estar pensando lo mismo que yo porque comentó:
—Ir con Gabriel envuelto en una manta y andando por las calles no va a resultar muy fácil.
—Por mí no se molesten —intervino el ángel—. Yo voy bien así. No necesito nada más.
Papá y mamá se miraron.
—Como a ti te parezca, Elvira… —murmuró papá.
—Yo creo que ya va bien así mismo.
—¿Y los vecinos? —preguntó papá.
—No me importan. Me importa un rábano que se den cuenta de que tenemos un ángel en casa.
Y la discusión quedó zanjada: iríamos a pasear y a comprar a unos grandes almacenes, con Gabriel. Y si la gente nos miraba por la calle, no nos importaría. Y si alguien nos detenía, sobre la marcha decidiríamos qué hacer.
Llegamos a la portería sin que se hubiera producido ningún incidente importante; es decir, que conseguimos llegar allí sin que ningún vecino nos viera. Pero, cuando pasamos por delante del abeto, con todas las luces encendidas, Gabriel quiso pararse para contemplar las guirnaldas iluminadas.
—No nos detengamos —decía mamá nerviosamente.
—Vamos, vamos, anda —la apoyaba papá.
Pero el ángel y Enrique, como si fueran sordos, se embabiecaron delante del árbol.
¡Y se armó!
—¡Madre de Dios! ¿Qué es esto? —gritó la portera, que justo en aquel momento sacaba la cabeza por la portería.
Papá y mamá, como si se hubieran puesto de acuerdo, miraron hacia el techo con ojos de víctima.
Yo pensé que se nos avecinaba la tormenta y, quizá, incluso la portera llamaría a la policía pensado que habíamos secuestrado el ángel en algún lugar y lo reteníamos en casa contra su voluntad.
—Pues, ya ve… Como que es Navidad… —dijo papá a modo de explicación.
—¿Es un ángel? —preguntó el hijo de la portera.
—Es mi ángel de la guarda —añadió Enrique con orgullo.
La portera los miraba con ojos incrédulos.
—¡Venga, un ángel! Ustedes siempre están de broma… Me quieren tomar el pelo, pero… ¡de ninguna manera! ¡Ni se imaginen que los voy a creer! A saber qué amigo suyo se habrá disfrazado —comentó la portera. Y, después, añadió, dirigiéndose a su hijo—: ¡Venga, ayúdame a repartir el correo!
Ni ella ni el niño volvieron a mirar más a Gabriel.
Papá y mamá suspiraron, aliviados.
Yo pensé que, de momento, todo había sido muy fácil.
Entramos en el supermercado y, al llegar a la fila de carritos metálicos, un hombre cogió a Gabriel por el brazo.
—¡Tú! —le gritó—. ¿Crees que te he encontrado para que te toques las narices?
—¿Las narices? —preguntó el ángel mientras se las tocaba sin entender nada.
Papá y mamá estaban tan aturdidos que no tuvieron tiempo ni de abrir la boca.
—No te burles de mí, imitamonos —siguió el hombre, y le colocó un montón de papeles en la mano, mientras le recomendaba—: Reparte esta propaganda y, cuando hayas terminado, ve a la oficina a buscar más. Ya lo sabes, una hoja por cada persona que entre en el supermercado.
Cuando ya se iba, se dio cuenta de que mamá y papá lo miraban con los ojos y la boca muy abiertos y añadió, como si se disculpara:
—Ya se sabe, la juventud, que no quiere trabajar… Si no vigilas no hacen nada.
Y se fue.
Papá cogió una hoja de las de Gabriel y leyó:
—¡Gran oferta de Navidad! ¡Señora, señor, no desaproveche esta ocasión! Hoy puede, mañana, ¡quién sabe! Turrones «El diente que se rompe» a cincuenta pesetas menos. Cava «La burbuja» a sesenta pesetas menos…
Y de esta forma proseguía una lista muy larga de productos rebajados.
Papá se echó a reír:
—¡Ja, ja, ja! Lo han confundido con alguien que habían contratado para repartir propaganda. ¡Ja, ja, ja!
—Y ahora, ¿qué hago con todos estos papeles? —preguntó Gabriel.
—Pues repártalos —propuso mamá.
Papá cogió el carrito metálico y metió a Enrique dentro, sentado en una especie de repisa y con las piernas colgando por dos agujeros.
Mamá se sacó del bolsillo una lista larguísima de cosas que íbamos a comprar y empezamos a dar vueltas por el supermercado.
El ángel hizo caso a mamá y empezó a repartir la propaganda. La gente cogía el papel, pero ni miraba a Gabriel.
Todo iba bien hasta que pasamos delante de las estanterías de las galletas. Entonces Enrique se echó a llorar, otra vez, porque tenía hambre. No había manera de conseguir que se quedara quieto en el carrito. Quería bajar al suelo a cualquier precio. Se retorcía de tal forma sobre su asiento que, finalmente, mamá gritó:
—¡Ay, que memo eres, hijo!
Lo levantó, lo sacó del carrito y lo dejó en el suelo, no sin cierta brusquedad.
Enrique fue más rápido que mis padres. ¡Zas! Tiró de un paquete de galletas que tenía a su alcance, es decir, de los de abajo, y el montón se desmoronó.
—¿Qué haces? —preguntó mamá mientras liberaba a Enrique de la cascada de paquetes que le venía encima.
Enrique empezó a hacer la ambulancia, porque mamá, además de reñirle, le quitó el paquete de galletas.
—Venga, Juan —pidió papá—. ¡Ayúdame a colocarlo otra vez!
Colocamos los paquetes de galletas con poca gracia, la verdad. Se notaba que no teníamos ni idea. Aquello, en vez de una pirámide bien construida, parecía aquella torre italiana que está tan inclinada que da la impresión de estar a punto de caer. Creo que se llama la torre de Pisa.
Mientras papá y yo colocábamos los paquetes de galletas y mamá intentaba que callase la ambulancia, quiero decir, mi hermano, el ángel terminó de repartir todos los papeles.
Mis padres creyeron conveniente largarse a toda pastilla del supermercado antes de que alguien volviera a atrapar a Gabriel y lo colocara a trabajar de nuevo.
Fuimos hacia el aparcamiento cargados de paquetes.
—¿Verdad que soy bueno repartiendo propaganda? —me preguntó Gabriel mientras recorríamos el sótano de los grandes almacenes.
Mis padres protestaban porque, como siempre, no recordaban dónde habían dejado el coche.
—¡Eres súper! —respondí a Gabriel, porque ya había decidido olvidar las trampas que hacía cuando jugaba de portero y ya volvía a ser su amigo.
—Si no consigo regresar a las nubes podría dedicarme a hacer este trabajo durante todo el año, ¿qué te parece?
—Psée… —contesté, poco convencido de que aquélla fuera una gran solución para nadie. Y después añadí—: ¿No preferirías volver al cielo?
—¡Pues claro! Pero no sé si sabré encontrar el sistema.
—Podría ayudarte —dije cotí algo de atrevimiento, porque, de verdad, de verdad, no sabía si sería capaz.
—¿De veras? —preguntó el ángel con aire de felicidad—. ¿Crees que podrías encontrar la manera para que pudiera volver a las nubes?
Justo en aquel momento se me encendió una lucecita.
—¡Ya lo tengo! La abuela Tereza encontrará la manera. Ella sabe mucha magia.
Y precisamente en aquel momento también se encendió otra lucecita: la del intermitente de nuestro coche que, por fin, había aparecido.