3 TRES HUÉSPEDES EN MI HABITACIÓN Y UN ÁNGEL COMO LA PRINCESA DEL GUISANTE
—¡PAPÁ, papá! —gritó Enrique cuando oyó el ruido de la llave en la cerradura—. ¡En la cocina está mi ángel de la guarda!
—¡Mprrrm, mprrrm! —hizo papá detrás del periódico que estaba leyendo.
—¡En la cocina está mi ángel de la guarda! —insistió Enrique mientras tiraba de la manga del jersey de papá.
Papá no tuvo más remedio que dejar el periódico y mirar a Enrique.
—¿Qué dices, guapo? —preguntó papá.
—Que en la cocina está mi ángel de la guarda.
—Muy bien, muy bien —contestó papá dándole unos golpecitos en la cabeza—. Pues ahora mismo vamos a conocerle, ¿de acuerdo?
—¡No! —quise aclararle—, no es su ángel de la guarda; es Gabriel y basta.
—Ya estás demasiado crecidito, tú, para decir las mismas tonterías que tu hermano —me dijo papá.
—No son tonterías —repliqué—, es la verdad. Gabriel es un ángel y está en la cocina de casa. Pero no es el ángel de la guarda de Enrique.
—Sí que lo es. Es mi ángel de la guarda —gritó Enrique. Y luego empezó a hacer la ambulancia y a pegarme patadas.
No consiguió alcanzarme ni una sola vez porque soy uno de los mejores sorteadores de patatas del mundo.
—¿Ves lo que has conseguido con tus bobadas? —exclamó papá haciéndome, como siempre, responsable de las rabietas de mi hermano.
Papá dejó el periódico sobre la librería de la entrada.
—¡Bueno, basta de tonterías y dejadme pasar! —pidió papá mientras quitaba de en medio a Enrique y se dirigía a la cocina.
Dejé a Enrique tumbado en el suelo y haciendo sonar su ambulancia, y corrí detrás de papá porque no me quería perder la siguiente escena.
—¡Elvira, Elvi…! —empezó a decir papá, y se interrumpió cuando abrió la puerta de la cocina.
El ángel dejó la taza de té que estaba bebiendo sobre la mesa y sonrió a papá.
Mamá se levantó y dijo, mirando a papá mientras señalaba al ángel:
—Alberto, te presento a Gabriel.
Después, se dio la vuelta hacia el ángel y dijo, mientras señalaba a papá:
—Gabriel, le presento a Alberto, mi marido.
Gabriel contestó:
—Mucho gusto.
Papa no dijo nada. Se pasó las manos por el pelo y miró a mamá como si la viese por primera vez.
—Esto… —dijo mamá—, Gabriel estaba probando sus poderes celestiales y le han fallado.
—Le han fallado los poderes celestiales —repitió papá como si estuviera sonámbulo.
—Me han fallado los poderes celestiales —repitió el ángel como si papá no hubiera entendido a la primera—, y ¡blof!, me he encontrado en la cocina de ustedes.
—Se ha encontrado en nuestra cocina —repitió papá otra vez como si fuese sonámbulo.
—Se ha encontrado en nuestra cocina —repitió mamá como si esto aclarase mucho la situación.
—Y ahora no sabe qué debe hacer para volver al cielo —explicó mamá.
—Y ahora no sabe qué debe hacer para volver al cielo —aclaré yo antes de que alguien tuviera tiempo de añadir algo más.
Pero nadie me agradeció el interés. Papá y mamá me miraron con la misma cara con que miran las facturas de la luz. Las caras indicaban que me callase y no me entrometiera en las cosas de los mayores.
El ángel ni siquiera se dignó lanzarme una mirada.
—Mientras no pueda regresar, tendrá que permanecer en casa, ¿sabes? —explicó mamá.
Papá volvió a mirarla como si la viese por primera vez. Al final, papá dijo:
—Elvira, ¿quieres venir un momento, por favor? —y, luego, añadió mirando al ángel—: ¿Nos disculpa unos instantes, Gabriel?
—Sí, sí, ustedes mismos —contestó el ángel.
Papá y mamá salieron de la cocina. Y yo detrás de ellos.
De lejos llegaba el sonido de la ambulancia de Enrique.
—¿Se puede saber cómo se te ha ocurrido decirle que se quede? —preguntó papá.
—Me ha dado lástima, pobre hombre. Quiero decir, pobre ángel —contestó mamá.
—Pero ¿dónde le pondremos? Y si no consigue nunca volver al lugar del que ha venido, ¿qué vamos a hacer con él? Y ¿qué diremos a la familia cuando mañana venga a comer?
—No lo sé, Alberto, pero alguna solución encontraremos.
El ángel se quedó en casa.
Nadie sabía por cuánto tiempo iba a quedarse, pero todos supusimos que no sería cosa de horas sino de días. O de semanas o de meses. Mamá dijo que debíamos hacerle sitio en nuestra habitación. Quiero decir, en la de Enrique y en la mía.
Yo protesté por lo que se me venía encima. Ya es un desastre bastante grande compartir la habitación con el mocoso de Enrique. Siempre se queja cuando leo hasta tarde: dice que la luz no le deja dormir. Luego, cuando apago la luz, en lugar de dormirse y dejarme en paz, se pone a gritar. Entonces mamá se cree que le he asustado. Y, como siempre, me la cargo.
Aproveché que el ángel todavía estaba en la cocina y no me podía oír.
—¡No quiero que duerma en mi habitación! —grité con toda mi energía.
—¿Quieres ganarte un bofetón? —preguntó papá, también con toda su energía—. Dormirá donde nosotros digamos. Sólo faltaría…
Mamá, haciendo caso omiso de mis gritos y del llanto lejano de Enrique, empezó a tirar de la cama que se esconde debajo de la mía.
Yo estaba a punto de protestar con la máxima energía, a pesar de las amenazas de papá, cuando apareció el ángel.
—Esto… Gabriel… —dijo papá, que se notaba que tampoco tenía práctica tratando con ángeles—. Le estamos preparando la cama.
—Si no le importa, tendrá que dormir con los niños —explicó mamá, que ya había empezado a poner la sábana bajera sobre el colchón.
El ángel, que continuaba sonriendo estúpidamente, miró la cama a medio hacer, y la sonrisa se le borró.
—Elvira —dijo con un tono de voz grave—, no se tome tantas molestias por mí. A fin de cuentas, me sería imposible utilizar esta cama.
«No duerme», pensé yo. Estaba seguro de que, como era un ángel, no necesitaba dormir.
Mamá debió pensar lo mismo porque preguntó:
—Y pues, Gabriel, ¿quizá no necesita dormir como nosotros?
El ángel recuperó su estúpida sonrisa.
—Sí, claro que sí. Pero esta cama tan estrecha no sería suficiente, ¿sabe?
Mamá y papá miraron la cama, luego al ángel y, finalmente, se miraron entre sí. Seguro que pensaban lo mismo que yo: ¿qué tenía de malo aquella cama? Parecía una cama como otra cualquiera…
—Es por las alas, ¿saben?
Mamá y papá dijeron no con la cabeza.
—Quiero decir que necesito una cama ancha porque si no, las alas no me caben y se me podrían arrugar.
Papá y mamá decían que sí con la cabeza, como si hubieran enmudecido.
—Me parece que le tendréis que dejar vuestra cama —dije yo, intentando aclarar la situación, porque, la verdad, mamá y papá parecían un poco parados con todo lo del ángel.
Papá y mamá me lanzaron una mirada asesina, pero luego disimularon.
—¡Claro! —dijo mamá como si regresara de Babia—. Juan tiene razón, le dejaremos nuestra cama.
—¡Mprrrm! —hizo papá. Y mamá le dio un codazo en el estómago.
—Eso es —tradujo papá—. Gabriel, acompáñenos, por favor, le enseñaremos su habitación.
Y Gabriel y todos nosotros fuimos a la habitación de mis padres.
Gabriel pareció muy satisfecho con aquella cama tan grande. Yo también lo estaba. No por la cama de mis padres, claro, sino porque me había librado de compartir la habitación con más gente.
Pero mi alegría duró poco porque mamá pronto dijo:
—Alberto, me parece que tendrás que dormir en el sofá del salón, y yo dormiré en la habitación de los niños.
¡No había derecho! Todo por culpa del ángel. Cuando fuera mayor, pensaba tener una habitación para mí sólo. Lo tenía bien decidido.
Aquella noche, sin embargo, todavía no se habían acabado los problemas.
Papá, mamá y yo estábamos sentados en el salón y veíamos la tele. Era una película fantástica. Salía una señora con una cara de mala extraordinaria y con unas tetas todavía más estupendas. También había un señor, que llevaba un sombrero y hablaba sin quitarse el cigarrillo de la boca. El señor cogía a la señora por la espalda y le daba un beso en la boca, de aquellos que parece que van a contagiar la gripe. Luego, la señora se separaba bruscamente y le pegaba un bofetón en la mejilla al señor. Entonces pensé que era una suerte estar de vacaciones porque mis padres no me mandaban a la cama. Y la película era realmente emocionante, la señora se ponía a llorar y el señor se miraba las uñas y, en aquel momento, llegaba la policía.
Y, en aquel momento, también llegó el ángel. Pero, en lugar de decir: «Acompáñanos, Johnny; esta vez te hemos pescado», dijo:
—¿Por casualidad no tendrían un cepillo?
—¿Un cepillo? —preguntó mamá. ¿Para la túnica, quizá?
El ángel sonrió estúpidamente y contestó que no.
—¿Para las sandalias? —preguntó papá. Todos notamos que a papá le molestaba mucho la aparición del ángel cuando se llevaban a Johnny a la comisaría y la señora caía desmayada y nadie le hacía caso.
El ángel volvió a decir que no.
—¿Podríamos dejar de jugar al juego de las adivinanzas? —añadió papá, que no se quería perder el interrogatorio al que sometían a Johnny cuando llegaba a la comisaría—. Si nos dice para qué quiere el cepillo acabaremos antes.
—Para las alas —contestó Gabriel como si fuera la cosa más normal de este mundo—. Lo necesito para cepillármelas como todos los días. Cien veces hacia arriba y cien veces hacia abajo. Para tenerlas bien brillantes.
—¡Cielos! —exclamó mamá, sin perderse los puñetazos que el comisario le sacudía a Johnny. Y, después, muy bajito, como si hablase con ella misma, añadió—: Más que un ángel, parece la princesa del guisante.
Yo ya sabía qué venía a continuación:
—Juan, rey, ve a buscar…
—¿Por qué yo? —pregunté, sólo para ganar tiempo y no perderme a Johnny echando sangre por la nariz y confesando todo cuanto quería el comisario. Pero, en realidad, ya sabía que no había más que hablar: me tocaba ir a mí.
—¡No discutas! —refunfuñó mamá.
—¡Chst! —escupió papá—. No hay manera de enterarse de la película.
—Trae el cepillo que hay encima del tocador —explicó mamá en voz baja.
Yo corrí por el pasillo a toda máquina, pero no me sirvió de nada: cuando regresé, Johnny ya había desaparecido de la pantalla para dar paso a un anuncio de jabón de lavadoras.
—Toma —dije a Gabriel, mientras le ofrecía el cepillo.
¿Creéis que lo cogió? Pues no. En lugar de esto me pidió:
—¿Querrías hacerme un favor?
—¡Mmmm! —contesté.
Y quería decir: «Sí, pero, por favor, delante de la tele».
Él lo entendió, porque se sentó en una punta del sofá, delante de la tele, y añadió:
—¿Querrías cepillarme las alas? Yo no alcanzo, ¿sabes?