CAPÍTULO III
LA AGITACIÓN POPULAR
Los distritos parisinos
En París, Bailly no había conseguido asentar su autoridad, ya que las asambleas de distrito, de las cuales una de las más independientes era la del distrito de los Cordeliers, donde destacaba Danton, administraban por sí mismas sus barrios y pretendían además controlar todos los actos del alcalde y de la Asamblea de la Comuna que ellas mismas habían elegido: la soberanía nacional suponía necesariamente para ellos el gobierno directo. La organización parisina era solamente provisional y la Asamblea de la Comuna debía elaborar un plan definitivo que sería discutido y ratificado por los distritos; pero esta Asamblea, ocupada en la administración ordinaria, no lo hacía. Bailly, impaciente, propuso, el 30 de agosto, a los distritos que nombraran oficiales municipales provisionales para que le ayudaran: serían elegidos en segundo grado por trescientos delegados de los distritos. El 18 de septiembre; se nombraron los trescientos delegados, pero con la orden de sustituir a la Asamblea de la Comuna en la administración de la capital, reservando al sufragio directo la elección eventual de los oficiales municipales. Al conseguir mantener a raya al alcalde, las asambleas de distrito se volvieron más audaces que nunca.
En realidad formaban sesenta clubs populares; sólo una pequeña minoría de parisinos acudía regularmente a ellos, pero a través de la asamblea los oradores revolucionarios llegaban a la multitud.
Oradores y periodistas
No obstante, el Palais-Royal seguía siendo el cuartel general de los agitadores, entre los que se distinguía, junto a Camilo Desmoulins, un noble descarriado tan criticado por Mirabeau, el marqués de Saint-Huruge. Todavía era mayor, si cabe, la actividad de los periodistas y los panfletarios. Como quiera que la prensa y la divulgación eran absolutamente libres, pululaban los folletos y octavillas, a menudo efímeros. A partir de julio, aparecían regularmente el «Correo de París a Versalles» de Gorsas, «Las revoluciones de París» de Loustalot, el «Patriota francés» de Brissot. En septiembre, Marat fundó «El amigo del pueblo», cuyo carácter independiente, que se manifestaba en furibundos ataques contra Necker, Bailly y La Fayette, tanto como contra la corte y la aristocracia, con la preocupación sincera de defender la causa de los pobres y oprimidos, le aseguró rápidamente el éxito entre las gentes humildes. Camilo Desmoulins no tenía aún su periódico, pero había lanzado dos folletos que tuvieron gran resonancia: en julio, Francia libre y en septiembre, el Discurso del farol a los parisinos.
Desde finales del mes de agosto, la cuestión del veto y de la cámara alta recrudecieron la agitación y se suscitó la idea de manifestarse en Versalles para exigir a la Asamblea que rechazase tal proyecto. El 30 de agosto por la tarde, doscientos hombres se pusieron en marcha desde el Palais-Royal, a la llamada de Desmoulins y de Saint-Huruge, y fueron detenidos por la guardia nacional; se empecinaron y el 31 acudieron a pedir a la municipalidad que consultara a las asambleas de distrito; la municipalidad no quiso recibir a los delegados y el asunto quedó ahí. Pero a medida que, dentro y fuera de la Asamblea, los patriotas se iban convenciendo de que no conseguirían nada del rey sin coacción, el proyecto se fue haciendo popular. Sin embargo, las discusiones jurídicas no podían afectar al pueblo. Si el veto le apasionó, fue porque se vio en él un medio para hacer fracasar la revolución y también un nuevo símbolo del complot aristocrático.
Nueva llamada de tropas
Desde el 14 de julio, este complot, siempre desbaratado y siempre amenazador, era el tema fundamental de la prensa y de los oradores populares. De hecho, los aristócratas pensaban ahora en la acción: un grupo de la Regeneración Francesa, en el que se encontraba el abad Douglas y el marqués de Favras, preparaba la marcha del rey, que rechazó el plan cuando se le puso al corriente; sin embargo, a partir de este momento se extendió la convicción de que pretendía huir. ¿No habían sido los propios monarquizantes los que habían propuesto al rey que enviara la Asamblea a Soissons o a Compiégne donde, naturalmente, él la hubiera seguido? El 1 de septiembre, el Consejo había deliberado sobre este asunto y sólo la repulsa del rey hizo que se descartara. Pero por todas partes se veían indicios de un nuevo golpe de estado militar. El 14 de septiembre, el rey hizo venir desde Douai al regimiento de Flandes, un millar de hombres que llegaron el 23. Como en julio, alegó la necesidad de mantener el orden y por el momento, el conde de Estaing consiguió convencer a la municipalidad de Versalles y a un sector de la guardia nacional que mandaba. El regimiento fue recibido con gran pompa y los reyes invitaron a la fiesta a la guardia nacional, distribuyéndoles banderas. Desde ese momento, la marcha a Versalles pareció indispensable para abortar el complot, y todo París entró en efervescencia. Desde el 17, los guardias franceses hablaban de ocupar de nuevo sus puestos en el palacio de Versalles, donde habían sido sustituidos por guardias de corps; el 22, los obreros de los talleres de la Escuela Militar estuvieron a punto de ponerse en camino; algunos distritos pidieron explicaciones sobre la llamada de las tropas; la Comuna envió una comisión para que investigara sobre el terreno. El peligro que se temía era el mismo que en julio.
Es inminente una «jornada».
La «jornada» que se preparaba iba a encontrar en la guardia nacional un núcleo organizado que en aquella ocasión le había faltado. Es cierto que se había eliminado de ella al elemento popular. A partir del 31 de julio, La Fayette había decidido crear compañías a sueldo, por un total de seis mil hombres, en las que encuadró a los guardias franceses; la guardia voluntaria se había limitado a veinticuatro mil hombres y la obligación de comprar el uniforme sólo la hacía accesible a las gentes acomodadas. Pero, en estas fechas, su principal preocupación todavía era asegurar el triunfo del Tercer Estado sobre la aristocracia, y los guardias a sueldo —los granaderos— eran los hombres del 14 de julio.
¿Se pusieron de acuerdo los agitadores parisinos y los diputados patriotas? Aunque no se conocen ni las circunstancias ni los términos, parece que Mirabeau actuó en el mismo sentido, pero por cuenta de la facción orleanista; pensaba, como Sieyès, que la crisis se resolvería fácilmente si abdicaba Luis XVI y el duque se convertía en regente. Es verosímil que este último proporcionara dinero y pagara a algunos agitadores; pero el secreto ha sido bien guardado y, en todo caso, la acción orleanista no fue más que accesoria: podemos concluir con Malouet que si el duque no hubiera existido, hubieran ocurrido los mismos hechos. También se barajó el nombre de La Fayette, hasta el punto de sostener que él había sido el único instigador de la rebelión, alegando que ni él ni Bailly se encontraban en el ayuntamiento el 5 por la mañana y que no se dio ninguna prisa en poner al corriente al gobierno de lo que pasaba. Esto puede ser simplemente un testimonio de incompetencia, pero si se admite que obró así a sabiendas, se concluirá que, igual que el resto de los patriotas, no vio con malos ojos el movimiento, pese a todo lo que dijera. Dado su carácter, no le cuadran los refinamientos maquiavélicos.
El paro
Aunque las circunstancias políticas aparezcan como la causa fundamental de las jomadas de octubre, se impone la misma reflexión que a propósito de las de julio: difícilmente la conmoción hubiera sido tan profunda sin la crisis económica. Clamando contra la carestía y el hambre, las mujeres fueron las primeras en marchar sobre Versalles el 5 de octubre.
La revolución había extendido el paro considerablemente. Los extranjeros, los nobles, los ricos, habían abandonado la capital, bien para cruzar la frontera, bien para marchar a provincias: en menos de dos meses se habían expedido doscientos mil pasaportes. El dinero escaseaba; los emigrantes llevaban consigo todo el que podían; los negociantes no repatriaban el producto de las exportaciones y los que tenían fondos disponibles los transferían a los bancos de Inglaterra y de Holanda. Las industrias de lujo y el comercio parisino estaban profundamente afectados. También muchos criados habían sido despedidos. Los talleres de caridad eran completamente incapaces de dar ocupación a todos los parados y, además, se había suprimido el de Montmartre.
La penuria y la carestía
Por otra parte, el pan continuaba caro, a 13 sous y medio las cuatro libras, y no siempre se encontraba. La cosecha era buena, pero trillarla llevaba mucho tiempo y, como los graneros estaban vacíos, no había trigo disponible; además, los disturbios alejaban de los mercados a los comerciantes y cada ciudad, incluso cada pueblo, pretendía guardar sus granos o se incautaba los que pasaban. En París, la municipalidad encontraba indecibles dificultades para procurarse diariamente los recursos indispensables de grano, y más aún para hacerlo moler, porque no hacía viento y los ríos llevaban poca agua. En septiembre, se formaban colas interminables a las puertas de las panaderías.
Los obreros; animados por la agitación política, empezaban a manifestarse para conseguir aumentos de salario o exigir trabajo: el 18 de agosto lo hicieron los sastres y peluqueros, después los zapateros; el 23, los dependientes de los boticarios; el 29, los criados; el 27 de septiembre, los carniceros; a cada momento, los empleados de los hornos amenazaban con abandonar el trabajo.
Importancia política de la crisis
Como siempre, el pueblo clamaba contra el acaparamiento e, igual que en primavera, la penuria lo irritó contra los aristócratas y el gobierno. Se atribuía al complot de los primeros las dificultades y disturbios que entorpecían el abastecimiento. Acusaba a las autoridades porque el «pacto de hambre» era más que nunca artículo de fe, ahora que Le Prévôt de Beaumont, encerrado en la Bastilla por haberlo denunciado, estaba en libertad; Marat y otro periodista llamado Rutledge dirigían contra Necker una violenta campaña acusándole de cómplice de los monopolizadores. Ir a Versalles, desbaratar el complot aristocrático y echar el guante al rey y a sus ministros apareció como un remedio para los sufrimientos del pueblo. Una vez más, la crisis económica y la crisis política conjugaron sus efectos.