CAPÍTULO I
LA MOVILIZACIÓN DE LAS MASAS
La agitación política
Toda Francia había observado los acontecimientos con apasionada curiosidad. En París, los diarios; apenas comenzaron a hablar de los Estados Generales hasta finales de junio, pero los curiosos acudían todos los días a Versalles, de donde sacaban las noticias que se comentarían en los cafés y el Palais-Royal, entonces de moda, cuyos jardines y lujosos escaparates bajo las arcadas atraían a la gente. Los rentistas que temían la bancarrota no eran los menos atentos, y la destitución de Necker les irritó en extremo.
En provincias, donde los periódicos continuaban mudos, no se hubiera recibido más información que la de los viajeros y las cartas privadas, si en el momento de las elecciones no se hubieran constituido comités que se convirtieron en agencias de información. En numerosas bailías, los electores del Tercer Estado, y a menudo también de la nobleza, habían elegido a algunos representantes para establecer contacto con los diputados, es decir, para vigilarlos; otras veces, los diputados del Tercer Estado mantenían al corriente a la municipalidad de la capital dé la provincia. Casi siempre, sus cartas se leían públicamente; cuando el coche correo entraba en la ciudad, la gente acudía de todas partes; en Rennes hubo que apuntalar la sala donde se reunían. Se sacaba copia de los mensajes y se imprimían en Rennes, Nantes, Angers.
Esto suscitó la desconfianza de algunas autoridades y, más tarde, los diputados fueron acusados, sin prueba alguna, de haber incitado a la violencia; la verdad era que la temían, y Duquesnoy, diputado por Bar-le-Duc, expresó perfectamente el pensamiento de sus colegas al escribir: «Hay que conseguir la felicidad del pueblo, pero no es preciso que el pueblo se ocupe de ello». En todo caso, la campaña de 1788 había quedado grabada en su memoria y confiaban plenamente en la eficacia de las manifestaciones de la opinión pública; en consecuencia, no dejaron de invitar a sus representados a que desbarataran las maniobras de la aristocracia enviando su adhesión a la Asamblea Nacional: un gran número de mensajes aprobaron así la votación del 17 de junio, protestaron contra la sesión real y se felicitaron por la unificación de los estamentos. Por este camino los diputados contribuyeron a caldear la opinión.
Es muy probable que los notables de las ciudades hubieran llegado más lejos de buena gana. Cuando la autoridad municipal no estaba en manos de oficiales que habían comprado sus cargos y que à menudo eran ennoblecidos, se hallaba de hecho reservada a una pequeña oligarquía emparentada con los jueces de los diversos tribunales, o a ellos mismos. En París, el preboste de los comerciantes y los cuatro regidores eran elegidos por un cuerpo electoral compuesto por los que debían ser reemplazados, por veinticuatro concejales que compraban su cargo, por dieciséis quartiniers (oficiales de policía designados por el ayuntamiento) y por treinta y dos notables elegidos por los quartiniers mismos.
La burguesía envidiaba a los detentores de este monopolio y se hubiera abierto gustosa el acceso a los ayuntamientos. En París, los cuatrocientos siete delegados de los barrios que habían nombrado diputados, y a los que se llamaba los Electores, no habían perdido contacto, y el 25 de junio se reunieron en la calle Dauphine, en la sala del Museo; desde allí se trasladaron al ayuntamiento, donde formaron una especie de municipalidad oficiosa; en algunos sitios los motines permitieron realizar la revolución municipal antes de la toma de la Bastilla: así, por ejemplo, en Rouen y en Lyon, las corporaciones municipales, desamparadas, se asociaron a los electores o a los notables. La burguesía encontraba una ventaja política para satisfacer sus ambiciones, puesto que, en sus manos, el poder local pasaba al servicio de la Asamblea Nacional.
No le hubiera sido menos provechosa la creación de una fuerza armada. En París, el mantenimiento del orden estaba confiado al comandante de policía, agente del rey, a sus patrullas de arqueros y al regimiento de guardias franceses. En provincias, las ciudades disponían de una guardia burguesa que sólo existía sobre el papel; en caso de disturbio había que recurrir a la guarnición o pedir tropas al comandante militar de la provincia. A partir de la primavera, en vista de que los disturbios se multiplicaban, en algunos sitios se reorganizó la guardia burguesa, pero quedando siempre a disposición de la autoridad legal. Lo que se requería era una milicia nacional con jefes electivos y capaz, llegado el caso, de una acción independiente. En París, los Electores propusieron su creación, pero la Asamblea no se atrevió a autorizarla. Por otra parte, se indicaba la necesidad de mantener el pueblo a raya; pero la intención era doble: se trataba, por una parte, de evitar que el rey tuviera pretexto para llamar a las tropas y, por otra, de poder afrontarlas si la ocasión lo requería.
Es cierto que los burgueses contribuyeron al progreso de la indisciplina en el ejército. No les costó mucho conseguirlo; como los nobles acaparaban las graduaciones, los bajos oficiales no podían esperar grandes ascensos y los soldados, que pagaban con su sueldo una parte de su manutención, sufrían la carestía. En París, los guardias franceses, dispersos en pequeños puestos, constantemente mezclados con el pueblo, muchos de ellos casados, se sentían vinculados al Tercer Estado. Se les atraía al Palais-Royal y a las cantinas para invitarles a beber; hay constancia de que el marqués de Valady y uno de los hermanos de André Chénier, antiguos oficiales, participaron en la propaganda distribuyendo dinero.
El personal de la insurrección
No cabe duda de que al menos un sector de la alta burguesía contribuyó a organizar la resistencia en cuanto sé anunció el golpe de fuerza de la corte. Banqueros como Delaborde, negociantes como Boscary, que más tarde presumiría de ello, prestaron fondos para indemnizar a los insurrectos por sus salarios perdidos o para proporcionarles armas y municiones. Entre los vencedores de la Bastilla que se han podido enumerar, se encuentran representadas todas las categorías sociales. Sin embargo, al recorrer la lista, salta a la vista que la gran mayoría de los combatientes eran gentes trabajadoras del arrabal Saint-Antoine y del barrio del Marais. Durante la revolución, la fuerza del movimiento insurreccional residió fundamentalmente en la pequeña burguesía artesana y comerciante. Fueron los maestros de taller y los detallistas los que propagaron las noticias e iniciaron las manifestaciones entre la masa inculta de los obreros y los clientes de sus tiendas, y quienes suministraron los cuadros. Los compagnons, u obreros, se alinearon tras ellos, no como miembros de una clase distinta, sino como asociados al artesanado.
Sin duda, los obreros eran ya numerosos. Se estima que en París, por ejemplo, sobre una población de unos quinientos o seiscientos mil habitantes, eran unos setenta y cinco mil, o sea unas doscientas cincuenta o trescientas mil personas, contando sus familias. En algunas empresas se encuentran también importantes núcleos: algunas fábricas de tejidos, de sombrerería, de papeles pintados, agrupaban a doscientos o trescientos cada una. Vivían preferentemente en barrios concretos; a partir de esta época, el oeste de la ciudad era dominio de los ricos, mientras entre los mercados y el ayuntamiento, desde el Sena a los bulevares, y aún más allá, vivían más de veinte mil obreros; en la orilla izquierda, desde el Palais Mazarin al Panteón, por lo menos seis mil. Los obreros de algunos oficios, principalmente los de la construcción, estaban fuertemente organizados en gremios (compagnonnages) que habían sobrevivido a todas las persecuciones y que mantenían huelgas con más frecuencia de lo que se cree. Pero a pesar de todo, ni la concentración territorial o técnica, ni la organización profesional, afectaban más que a una reducida minoría. En los grandes suburbios revolucionarios, Saint-Antoine con sus ebanistas, Saint-Marceau con sus curtidores, abundaban sobre todo las pequeñas empresas en las que los artesanos y sus obreros fraternizaron a lo largo de las jomadas revolucionarias. En conjunto, los obreros no tenían una clara conciencia de clase, de lo contrario es dudoso que la revolución de 1789 hubiera sido posible. Probablemente los obreros se hubieran prestado a aliarse con el resto del Tercer Estado en contra de la aristocracia, pero seguramente la burguesía, como más tarde ocurrió en Alemania, hubiera rechazado el apoyo de aliados tan peligrosos.
La mentalidad colectiva popular
Tanto los artesanos y pequeños comerciantes como los obreros tenían sus quejas contra el Antiguo Régimen y odiaban a la aristocracia; pero no podían esperar de la victoria del Tercer Estado las mismas ventajas inmediatas que los notables. Sobre todo les atraía el aligeramiento de las cargas fiscales y en especial la abolición de los impuestos indirectos y de los arbitrios, fuente principal de las rentas municipales, con gran ventaja para los ricos. En cuanto a las corporaciones, su opinión no era unánime, ni mucho menos. Políticamente, tendían, en cierto modo, hacia la democracia, pero nadie pensaba siquiera en prometérsela. En este sentido, podemos calibrar el carácter mítico que a los ojos del pueblo revestía la convocatoria de los Estados Generales. Un acontecimiento tan singular despertó la esperanza, incontenible y vaga a la vez, de una regeneración nacional, de una nueva era en la que los hombres serían más felices. Por eso, los comienzos de la revolución recuerdan aquellos movimientos religiosos en los que las gentes sencillas adivinaban con alegría la promesa de un retorno al paraíso terrenal. En este fervor se alimentó el idealismo revolucionario. Pero también él inflamó, simultáneamente, todo un conjunto de pasiones temibles.
El «complot aristocrático».
Esta gran esperanza se enturbiaba con la convicción de que los nobles defenderían obstinadamente sus privilegios, convicción que la burguesía compartía con los artesanos y campesinos y que se asentaba, en parte al menos, en la idea de que cualquiera haría lo mismo si se encontrara en su pellejo. La oposición a la duplicación, y después al voto por cabeza, arraigaron esta opinión; el rey era bueno, pero la aristocracia le rodeaba y acabaría imponiéndole su voluntad; numerosas declaraciones amenazadoras inducían a pensar que no dudaría en utilizar cualquier medio para «aplastar» al Tercer Estado. A partir del 15 de mayo, el pueblo estaba convencido, según dice un confidente de Montmorin, de que los Estados Generales serían disueltos por la fuerza; y añade que el 27 de junio se esperaba que «los nobles montaran sus caballos». Périsse-Duluc, diputado de Lyon, afirmaba que el día 23 se había pensado en dispersar, encarcelar e incluso en dar muerte a los diputados de la nación. A finales de jimio y principios de julio se había llegado a creer que, si el conde de Artois no conseguía sus objetivos, iría a pedir ayuda a los reyes extranjeros; ¿no era lógico? ¿Acaso no era Luis XVI cuñado del emperador y del rey de Nápoles, primo de Carlos IV de España? ¿No eran sus dos hermanos yernos del rey de Cerdeña? Périsse-Duluc recordaba que ya antes de la apertura de los Estados Generales él había previsto que los contrarrevolucionarios de Holanda, que habían llamado a los prusianos para vencer a sus compatriotas, servirían de modelo a la aristocracia francesa. Su confabulación con los extranjeros, que adquirió un peso tan importante en la historia de la revolución, fue admitida desde un principio y, en julio, el temor a la invasión era general. El Tercer Estado en pleno creyó en el «complot aristocrático».
La inquietud febril que inspiraba esta idea, degeneró en pánico en el momento que la corte tomó la ofensiva, pero ni siquiera el «Gran Miedo» fue un signo de debilidad. A la ansiedad y el miedo seguirá inmediatamente una violenta reacción defensiva y militar. A partir de junio, se intentó intimidar a la corte y a la nobleza con manifestaciones tumultuosas en Versalles. No tardaría en imponerse la acción preventiva, con su cortejo de sospechas, detenciones, denuncias y visitas domiciliarias. Y estos movimientos fervorosos no podían dejar de inspirar, tras la victoria, el deseo de castigar a los enemigos de la «nación» y del bien común; con ello se abría la vía a las ejecuciones sumarias y a todos los excesos de la venganza.
¿Hubieran sido las masas populares menos sensibles a estas esperanzas y temores si una terrible crisis económica no les hubiera hecho la vida insoportable? Siempre se discutirá sobre este punto. Lo cierto es que, en la mayoría de ciudades, las revueltas de 1789 tuvieron como causa la miseria y por primer efecto una disminución en el precio del pan; en un caso así, los revoltosos ayudaron al éxito de la revolución contribuyendo a dislocar la administración del Antiguo Régimen en provecho de la burguesía, pero seguramente no era ésa su intención. Por otra parte, ciertas incidencias de la crisis económica fortalecieron y enriquecieron curiosamente la idea que se hacía la gente del complot aristocrático. Es indiscutible, por tanto, que esta crisis debe contarse entre las causas inmediatas de la revolución.
La crisis económica. El hambre
Como siempre, en la antigua Francia el hambre era el resultado de una sucesión de cosechas mediocres o netamente deficitarias. Los franceses de entonces comían mucho pan; campesinos y obreros consumían como mínimo dos o tres libras diarias y la Convención calculó el consumo medio en una libra y media, mientras que en la guerra de 1914 se fijó una ración de doscientos gramos. Sin embargo, excepto en las grandes ciudades y en las regiones en que se producía mucho trigo, se contentaban con pan de centeno, de alforfón o de mouture, mezcla variable de trigo, centeno y cebada. También es cierto que, a pesar del atraso de la agricultura, Francia, ya en la época que precedió a la revolución, había llegado a autoabastecerse en años de buena cosecha; el Mediodía nunca recogía suficientes cereales, pero los traía por mar de Bretaña, del Norte o del extranjero, o bien por río, desde Borgoña. Pero en todo tiempo era una preocupación general el saber que los graneros estaban bien surtidos. En caso contrario, hubiera sido difícil alimentarse de cosecha a cosecha; salvo en el Mediodía, donde se desgranaban inmediatamente las espigas haciéndolas pisar por mulos, asnos o bueyes sobre la era, en general se trillaba con mayal, operación penosa y larga que se aplazaba hasta el invierno para atender a las labores del otoño; mientras tanto, había que disponer de «trigos viejos» y siempre se temía que no hubiera suficiente; sin ellos, el hambre era segura si la cosecha no era buena; por otra parte, no era fácil conseguirlo de otra provincia porque, como no había canales, el transporte fluvial era a menudo imposible y por tierra lento y costoso; por mar, el tráfico era irregular y relativamente débil, ya que los barcos cargaban a lo sumo doscientas o trescientas toneladas, y muchas veces menos de cien; además, se corría el riesgo de que los países extranjeros prohibieran la exportación en el momento más apremiante. Así pues, cada región quería guardar sus granos y abastecerse por sí misma. Cierto es que la dificultad de las comunicaciones no permitía movilizar grandes partidas: la exportación total de Francia parece que nunca rebasó el 2% de la cosecha. Pero a pesar de todo, se veía con malos ojos cualquier expedición, incluso con destino a otra provincia francesa. No sólo se temía el hambre, sino la carestía, y las autoridades, por miedo a las alteraciones de orden público, compartían las preocupaciones de los consumidores, sobre todo las autoridades municipales, que eran las más expuestas en caso de disturbios.
El comercio de cereales estaba cuidadosamente regulado. Los campesinos no podían venderlos antes de segarlos, ni en sus casas, ni tampoco en los caminos: tenían que llevarlos al mercado de la ciudad y exponerlos allí a la vista de los vecinos, que eran los primeros que podían comprarlos, seguidos de los panaderos y finalmente de los comerciantes. En caso de necesidad, las autoridades intervenían para racionar las existencias e incluso para fijar el precio; en todo caso tenían una lista de precios que se tomaba como base para establecer las tasas del pan. Este régimen sacrificaba al campesino en favor del ciudadano. El mercado tenía una importancia en la vida de entonces que difícilmente podemos imaginarnos. Sólo las familias muy pobres compraban el pan diariamente en las panaderías; por lo general, cada cual compraba grano para una semana, se lo molía y lo cocía en su casa o en el horno común. Sólo en las grandes ciudades se recurría con más frecuencia al panadero, sin ser una norma general. En París, esta costumbre estaba más arraigada.
Los economistas habían pedido que el comercio de granos se liberara de toda traba a fin de que se vendieran al precio más alto posible y de que el cultivo pudiera extenderse y, sobre todo, perfeccionarse. En 1763 y en 1774 se había concedido la libre circulación interior por tierra y por mar, y se autorizó a vender fuera de los mercados; pero en ambas ocasiones la experiencia se interrumpió pronto. Brienne la había intentado de nuevo en 1787; es más, había autorizado también la exportación. Se pusieron en marcha importantes expediciones cuya influencia se ha desestimado sin razón ya que, si bien la exportación no fue muy considerable, sin duda contribuyó a mermar las reservas, y el cabotaje transportó el resto desde el norte al mediodía, de modo que en vísperas de la siega de 1788, todas las provincias estaban desprovistas. Fue un desastre; desde el mes de agosto comenzó el alza de precios y continuó sin detenerse hasta julio de 1789. Una de las primeras medidas de Necker fue ordenar compras en el extranjero, conceder primas a la importación y restablecer la venta exclusiva en los mercados; en abril de 1789 llegó a autorizar a los intendentes la requisa del grano. Hay que añadir que, en las regiones de viñedos, esta crisis había sido precedida por otra de carácter contrario: durante muchos años, como la vendimia había sido extraordinariamente abundante, el precio del vino había descendido enormemente; el encarecimiento del pan fue mucho más sentido por los numerosos viticultores.
El paro
La mala cosecha y las ventas a bajo precio tenían la misma consecuencia: disminuían el poder adquisitivo de las masas. La carestía de los granos tenía efectos particularmente desastrosos porque una gran parte de los campesinos no cosechaban lo suficiente para vivir, sobre todo si la cosecha se perdía. La crisis agrícola provocó una crisis industrial. Naturalmente intervinieron otras causas. Por ejemplo, los contemporáneos atribuyeron gran importancia al tratado de 1786, que concedía a Inglaterra, a cambio de concesiones a los vinos y los aguardientes de Francia, una disminución de los derechos sobre ciertos productos manufacturados, principalmente sobre los artículos de algodón y sombrerería; como la industria británica tenía un utillaje mecánico muy superior, se achacó a la competencia la marcada decadencia de la industria textil en Francia en vísperas de la revolución. En realidad, la decadencia se remontaba a finales de 1786, mientras que el tratado incriminado no entró en vigor hasta mediados de 1788: a lo sumo agravó el mal. Por otra parte, la guerra que desde 1787 enfrentó a Turquía con Rusia y Austria, y la agitación que provocó en Polonia, de donde tuvieron que retirarse las tropas moscovitas, contribuyeron también a acentuar la decadencia, al dificultar la exportación con destino a Europa oriental y a Levante. En realidad, se resintió todo el comercio internacional, ya que la cosecha fue mala en todo Occidente. El paro hizo estragos precisamente en el momento en que la vida se encarecía. Los obreros no podían esperar, pues, un aumento de salario, cosa que en ninguna ocasión habían obtenido sin dificultad; se calcula que del período de 1726-1741 al de 1785-1789, los precios aumentaron un 65%, mientras que los salarios sólo aumentaron un 22%. En 1789, un obrero parisino ganaba de treinta a cuarenta sous por término medio y estimaba que, para poder vivir, el pan no debía costar más de dos sous la libra: en la primera quincena de julio valía ya el doble; en provincias era muy superior y alcanzaba los ocho sous o más, porque en París las autoridades, por temor a los disturbios, no dudaban en vender el trigo de importación por debajo de su precio. Nunca había estado tan caro el pan desde la muerte de Luis XIV: ¿es posible no relacionar esta dura prueba con la fiebre insurreccional que se apoderó de la población en este momento?
El punto de vista popular
El pueblo nunca se resignó a culpar a los agentes atmosféricos de la penuria y la carestía. Sabía que los diezmeros y los señores que percibían rentas en especie disponían de importantes cantidades de grano y esperaban el alza de precios para venderlos. Pero todavía culpaba más a los negociantes de grano, a los pequeños comerciantes o bladiers que recorrían los mercados, a los molineros y panaderos, que tenían prohibido el comercio de granos, pero que se dedicaban a él bajo mano: todos ellos eran sospechosos de amontonar, de dedicarse al acaparamiento para provocar o favorecer el alza. Tampoco las compras del gobierno o de las autoridades locales eran menos sospechosas: se pensaba que las autoridades locales obtenían ganancias en provecho de su presupuestó o en beneficio personal. Luis XV, por haber encargado a una compañía la creación de graneros destinados al abastecimiento de París, había sido acusado de llenar sus arcas a expensas de la subsistencia del pueblo, y pocos dudaban de este «pacto de hambre». El propio Necker fue acusado de complicidad con los molineros que, encargados de moler el grano importado, se aprovechaban, según se decía, para hacer contrabando exportándolo de nuevo en forma de harina. La libertad del comercio de cereales aparecía como un visto bueno, criminalmente concedido a los que se enriquecían con la miseria de la gente pobre, y es evidente que, si el razonamiento de los economistas era exacto, era preciso que el progreso beneficiara a los propietarios y negociantes, mientras el pueblo cargaba con los gastos. Los economistas estimaban que esta desgracia era providencial y declaraban sin rodeos que el progreso social no puede realizarse sin detrimento de los pobres. El pueblo pensaba, y en ocasiones decía, que debía poder subsistir con su trabajo y que el precio del pan debía ser proporcional a su salario; si el gobierno dejaba las manos libres a los negociantes y a los propietarios en nombre del interés general, que tomara entonces medidas para garantizar a todos el derecho a la vida, descontando a los ricos para indemnizar a los panaderos o vendiendo el grano por debajo de su valor. Pero en todo caso, el pueblo estimaba que lo más sencillo era recurrir a la reglamentación y aplicarla con rigor, sin retroceder ante la requisa y la tasación.
Las revueltas
A nadie puede sorprender que la penuria y la carestía engendraran regularmente revueltas. La gente, tan pronto se encaraba contra los que se decía que poseían grano o comerciaban con él, saqueaba sus casas, o incluso «se les ponía en el farol», es decir se les colgaba de la cuerda destinada a sostener el farol que iluminaba la calle, como arremetía contra los personajes cuyas declaraciones imprudentes, más o menos verídicamente divulgadas, irritaban la cólera pública. El 28 de abril de 1789, el fabricante Réveillon, al que se acusaba de haber dicho que los obreros podían vivir bien con quince sous diarios, y el salitrero Henriot, vieron devastados sus establecimientos del arrabal Saint-Antoine en el curso de una violenta revuelta reprimida a fuerza de fusilamientos y ejecuciones. El mercado era el escenario más frecuente del desorden; se saqueaba el grano de los campesinos o se exigía la intervención de la autoridad. También se interceptaban frecuentemente las caravanas que circulaban constantemente en todas las direcciones por tierra o por mar, del campo al mercado, de un mercado a otro, de la ciudad al molino y viceversa, paseando ante los ojos de las gentes hambrientas los cereales y harinas de que ellas carecían. Los soldados y los gendarmes se agotaban corriendo de un lado a otro: tanto unos como otros, padeciendo la carestía, no dejaban de ser indulgentes con las revueltas. Finalmente, también las autoridades administrativas y sociales eran atacadas: la municipalidad corría el riesgo de ser víctima del motín, e igualmente el diezmero y el señor. A partir de la primavera de 1789, apenas hay alguna ciudad que no haya conocido una o varias «conmociones» o rebeliones, y éstas aumentaron en julio porque en vísperas de la siega el mal llegó al colmo.
El miedo a los bandoleros
La crisis sacudía también al régimen desarraigando a un sector de la población. La mendicidad era una plaga incurable porque el paro hacía estragos constantemente, al menos en el campo, y las personas inválidas, los viejos, las viudas, se veían abandonados a su suerte. Por otra parte, no se consideraba vergonzoso mendigar: el padre de familia cargado de hijos, les enviaba a «buscar su pan». A menudo, parados y mendigos se alejaban de su pueblo, convirtiéndose en vagabundos y yendo a parar a la ciudad. En tiempo de crisis su número alcanzaba proporciones increíbles. Todavía en 1790, con la Constituyente, se estimó, tras un sondeo, que dos millones setecientos treinta y nueve mil cabezas de familia, o sea diez millones de franceses, de unos 23 millones, necesitaban ayuda, y que de ellos tres millones podían considerarse «indigentes», es decir mendigos. Las municipalidades urbanas atribuyeron a los advenedizos las revueltas que desolaban sus ciudades; pero exageraban: en París, por ejemplo, las actas de arrestos muestran que la gran mayoría de los inculpados eran parados domiciliados; pero no cabe duda de que los vagabundos aumentaron la inseguridad. En los campos era mucho peor: formaban bandas que no retrocedían ante las amenazas y los hechos. Se les llamaba «bandidos» y es cierto que entre sus filas había cantidad de malhechores y de «faux-sauniers» (contrabandistas de sal) u otros contrabandistas. El «miedo a los bandidos», nacido en el campo, invadía las ciudades. Con anterioridad a julio de 1789 ya se habían declarado pánicos locales. En mayo, en Montpellier, se espera verles llegar por mar. En junio, en Beaucaire, corre el rumor de que irán a saquear la feria. El 8 de julio, en Bourg, se extiende la noticia de que han pasado la frontera por Saboya, país pobre cuyos miserables emigrantes eran bien conocidos. Todas estas alarmas fueron un motivo más para reclamar y conseguir, a veces, la formación de milicias.
De nuevo el complot aristocrático
Rápidamente, se enlazaron el miedo que inspiraba la aristocracia y el «miedo a los bandidos». Pronto se admitió que la aristocracia favorecía el acaparamiento y retenía sus granos para aplastar al Tercer Estado y que, por la misma razón, vería con buenos ojos que se cortara el trigo todavía verde y se saqueara la cosecha. Como se temía que recurriera a las armas, se pensaba que reclutaría sus tropas entre los vagabundos, del mismo modo que los reclutamientos del rey enrolaban fundamentalmente a los miserables. Las cárceles, presidios y depósitos de mendicidad se hicieron igualmente sospechosos de poder proporcionar un ejército si llegaba el caso, y como también se pensaba que los nobles llamarían a las tropas extranjeras, se consideraba lógico que recurrieran también a los «bandidos» de los países vecinos: a principios de julio se contaba en París que se hallaban en camino sesenta mil. El «complot aristocrático» en favor de la crisis económica se convirtió así en una monstruosa máquina que, no contenta con impedir la liberación del Tercer Estado, se proponía castigarle con el pillaje y el asesinato. Las pasiones se exaltaron hasta el límite y la destitución de Necker fue la chispa que desató el incendio.