CAPÍTULO I
RESISTENCIA PASIVA DE LUIS XVI
Aunque Luis XVI había capitulado ante la insurrección, todavía no se había resignado a sancionar sin resistencia todos los actos de la Asamblea. El contagioso entusiasmo de la noche del 4 de agosto le dejó impasible. Desde el 5, declaraba a Monseñor Dulau, arzobispo de Arles: «Nunca consentiré despojar a mi clero y a mi nobleza. No daré mi aprobación a unos decretos que les despojarían». Cuando se le sometió el decreto de los días 5 al 11 de agosto, guardó silencio. No sé pronunció tampoco sobre la Declaración. El decreto del 10 de agosto que prescribía que los oficiales y soldados prestaran juramento a la nación, al rey y a la ley, aún le hirió más.
La Asamblea se encontró en una situación embarazosa. Hasta entonces, como hemos visto, no había puesto en duda que sus derechos debieran ser aprobados por el rey. Pero si el rey tenía el derecho de rechazar el decreto de los días 5 al 11 de agosto y la Declaración, y más tarde toda la obra constitucional de la Asamblea, el Antiguo Régimen resucitaría, al menos parcialmente, puesto que para obtener la adhesión real habría que transigir con la aristocracia, y el partido patriota no quería ni oír hablar de esto.
Los decretos de agosto quedan en suspenso
Durante más de un mes, la Asamblea no quiso reconocer que se encontraba entre la espada y la pared, y que la revolución debía dar un paso más. El 4 de septiembre, Mounier propuso esquivar la cuestión: «El rey no tiene el derecho de oponerse al establecimiento de una Constitución; sin embargo, es preciso que firme y ratifique la Constitución para él y para sus sucesores. Puesto que es parte interesada en las disposiciones que se establecen en ella, podría exigir algunos cambios, pero si fueran contrarios a la libertad pública, la Asamblea Nacional tendría, no solamente el recurso de rechazar el impuesto, sino que también podría recurrir a sus representados, pues la nación tiene derecho a emplear todos los medios necesarios para conseguir su libertad. El Comité (de Constitución) ha pensado que se debía poner en duda la ratificación de la Constitución por el rey». El 11 de septiembre, cuando Guillotin pidió que se pronunciaran sobre la cuestión de si podía el rey negar su consentimiento a la Constitución, la Asamblea votó la cuestión previa. Sin embargo, en esta ocasión, Mounier se había mostrado más categórico: «El rey no tiene que dar su consentimiento a la Constitución: ésta es anterior-a la monarquía», y Mirabeau, de acuerdo con sus colegas en correr un velo sobre la dificultad, había aprobado con igual firmeza la soberanía del poder constituyente.
Inmediatamente después, la Asamblea concedió al rey un derecho de veto suspensivo en materia de legislación. Ahora bien, la derecha consideraba el decreto de los días 5 a 11 de agosto como un acto legislativo y no constitucional. Para disipar el equívoco, el 12, Barnave y Le Chapelier pidieron que se rogara al rey su promulgación, dejando bien sentado que no tenía por qué sancionarlo. Mirabeau defendió con énfasis que se trataba de un decreto constitucional y que, como tal, no necesitaba la aprobación real. El debate, acalorado, no terminó hasta el 14: la Asamblea retrocedió de nuevo y decidió presentar el decreto al rey para que fuera sancionado.
Puede explicarse esta timidez por las negociaciones que se habían llevado a cabo entre bastidores a propósito del veto: el partido patriota había consentido en concederlo si a cambio se garantizaba la ratificación de los actos del mes de agosto, lo que hubiera evitado «romper el fuego». Pero el 17, el rey dio una respuesta dilatoria: después de hacer multitud de observaciones, concluyó: «Así pues, apruebo el mayor número de estos artículos y los sancionaré cuando sean redactados en forma de ley». Tras lo cual, Le Chapelier, Mirabeau, Guillotin, Robespierre, el duque de la Rochefoucault, repitieron inútilmente que se había decidido no pedir al rey más que la promulgación.
El 19, la Asamblea se decidió únicamente a votar la moción de Du Port que rogaba al rey que ordenara la publicación del decreto. Dos días después, el rey lo concedió; pero quedaba bien claro que a sus ojos la publicación no era la promulgación, todavía menos la sanción, y que en todo caso no hacía ejecutorio el decreto.
Finalmente, el 1 de octubre, como se había encargado a un comité establecer un plan de finanzas, Barnave propuso que no se pusiera en vigor hasta que se hubieran ratificado los decretos constitucionales, y Mirabeau consiguió que se decidiera que estos decretos se presentarían a la aceptación del rey. La derecha protestó, subrayando que la aceptación no era una sanción y que ésta era obligatoria. Pero aunque se aproximaban a una solución jurídica, de hecho no se había avanzado nada; lo mismo daba que se tratara de una aceptación como de una ratificación, si el rey rehusaba. Se imponía, por tanto, la misma conclusión que en la organización del poder ejecutivo: el problema constitucional no se hubiera presentado siquiera, si Luis XVI hubiera aceptado el hecho consumado sin reservas mentales. Pero como no era el caso, no quedaba más salida que forzar al monarca con un nuevo movimiento de masas: es el origen de las jornadas de octubre.