Jaynes y los demás volvieron a la suite Camille y se sentaron en el mismo orden que la primera vez. Su expresión solemne no dejaba traslucir el resultado de la reunión. La mayoría no había vuelto a ponerse la chaqueta, y se había remangado la camisa y aflojado la corbata como quien se enfrenta a la perspectiva de un gran esfuerzo físico. Según el reloj de Sandy, habían estado fuera casi una hora y media. En el transcurso de ese tiempo, Sprawling se había convertido en el portavoz del grupo.

–Por lo que respecta al dinero… empezó. – Sandy comprendió enseguida que habían aceptado el trato. A partir de ese momento se trataría sólo de discutir los detalles-. Por lo que respecta al dinero, ¿qué cantidad está dispuesto a restituir su cliente?

–La cantidad íntegra. – ¿Es decir? – Noventa millones de dólares. – ¿Qué pasa con los intereses? – ¿A quién le importan los intereses? – A nosotros. – ¿Por qué? – Porque es lo más justo. – Para quién? Para los contribuyentes, por supuesto. Sandy tuvo que contener la risa. – Por favor… Todos ustedes trabajan para el Gobierno federal. ¿Desde cuándo les

preocupa el bienestar de los contribuyentes? – Es el procedimiento habitual en casos de robo y desfalco -añadió Maurice Mast. – ¿Cuánto quieren? – preguntó Sandy-. ¿Qué porcentaje? – El tipo de interés preferencial es del nueve por ciento -respondió Sprawling-. Con eso nos conformaríamos.

–¿Ah, sí? ¿Sabe con cuánto tengo que conformarme yo cuando Hacienda se da cuenta de que he pagado de más y tiene que devolverme dinero?

Nadie respondió.

–Con un interés del seis por ciento -dijo Sandy-. Un miserable seis por ciento. ¡Eso es lo que paga el Gobierno!

Sandy, huelga decirlo, jugaba con ventaja. Había previsto las preguntas y había estudiado todas las respuestas posibles. Era conmovedor ver cómo se esforzaban sus contrincantes por estar a la altura de sus réplicas.

–Entonces, ¿debo entender que nos ofrece un seis por ciento? preguntó Sprawling. Hablaba despacio y con cautela.

–Desde luego que no. Nosotros tenemos el dinero y nosotros decidiremos cuánto pagaremos de más. Es el mismo principio que aplica el Gobierno. Al fin y al cabo, el dinero acabará en ese agujero negro que es el Pentágono.

–Eso ya no depende de nosotros -dijo Jaynes, cansado y con pocas ganas de aguantar sermones de nadie.

–Yo lo veo de esta manera -explicó Sandy. De no ser por la oportuna intervención de mi cliente, los noventa millones de dólares habrían ido a parar a las manos de una pandilla de ladrones y nunca más se habría vuelto a saber de ellos. Mi cliente evitó que esto sucediera, conservó el dinero intacto y ahora se propone devolverlo.

–¿Quiere que le demos una recompensa? – se burló Jaynes.

–No. Bastará con que renuncien a los intereses.

–El acuerdo no será válido sin la aprobación de Washington -dijo Sprawling en tono conciliador-. No podemos ir con exigencias.

–Pagaremos la mitad del interés fiscal. Ni un centavo más.

–Llamaré al Fiscal General -anunció Sprawling con cara de póker-. Espero que esté de buen humor.

–Déle recuerdos de mi parte -dijo Sandy.

Jaynes levantó la vista de su bloc de notas y preguntó:

–Entonces quedamos en un tres por ciento, ¿no?

–Eso es. Devengable desde el 26 de marzo de 1992 hasta el 1 de noviembre de 1996. El total asciende a ciento trece millones más una cantidad desestimable. Digamos ciento trece millones en números redondos.

La cifra sonaba bien, sobre todo para los representantes del Gobierno. Todos la anotaron en sus cuadernos. Ciento trece millones era mucho dinero. ¿Quién iba a rechazar un acuerdo que reportaba tantos beneficios al erario público?

La oferta de Sandy sólo podía interpretarse de una manera: Patrick había sabido invertir bien el dinero. Los hombres de Sprawling habían hecho algunos cálculos para determinar los beneficios que podía haber obtenido Patrick -a lo largo de aquellos cuatro años. Invertidos a un interés del ocho por ciento anual, el botín habría pasado de noventa a ciento treinta y un millones. A un interés del diez por ciento, de noventa a ciento cuarenta y cuatro millones. Libres de impuestos, claro. Si, como parecía, Patrick no era un tipo derrochador, aun devolviendo el dinero robado seguiría disfrutando de una fortuna más que considerable.

–¿Qué pasa con la querella que usted y su cliente interpusieron contra el FBI? – preguntó Sprawling.

Desistiremos -respondió Sandy-. A propósito, tendré que pedirle un favor, señor Jaynes. Algo sin importancia. Ya lo discutiremos más adelante.

–De acuerdo. Sigamos. ¿Estará dispuesto su cliente a testificar ante el jurado de acusación?

–En cuanto ustedes lo deseen. Físicamente, ya se encuentra en condiciones de hacerlo.

–Le advierto que tenemos intención de agilizar este asunto al máximo.

–Mejor para mi cliente.

Sprawling fue eliminando puntos de su lista.

–Debo insistir en la cuestión de la confidencialidad. Nada de filtraciones a la prensa. Bastante nos criticaron ya.

–Ni una palabra -prometió Sandy.

–¿Cuándo quiere su cliente que se produzca la liberación de la señorita Miranda?

–Mañana. Necesitará una escolta para ir desde la cárcel de Miami hasta un aeropuerto privado. Nos gustaría que el FBI se encargara de protegerla hasta que suba al avión.

Jaynes se encogió de hombros como si no entendiera a qué venía tanta prudencia.

–Como quiera -aceptó.

–¿Algo más? – Sandy se frotaba las manos como si la diversión estuviera a punto de empezar.

–Por nuestra parte, nada más -respondió Sprawling en nombre del Gobierno.

–Perfecto. En ese caso, les propongo una cosa -dijo Sandy como si los demás tuvieran posibilidad de elegir-. Tengo aquí a dos secretarias, cada una con su ordenador. Hemos preparado un borrador del acuerdo y de la petición de desistimiento. Si nos ponemos de acuerdo en los detalles y ustedes firman los documentos antes de irse, podría llevárselos a mi cliente y en un par de horas habríamos zanjado la cuestión. Señor Mast, le sugiero que se ponga en contacto con el juez federal y convoque una teleconferencia lo antes posible. Le pasaremos la petición de desistimiento por fax en cuanto esté lista.

–¿Cuándo nos entregarán los documentos y las cintas? – preguntó Jaynes.

–Si todo queda resuelto durante las próximas horas, podrían estar en su poder a las cinco de la tarde.

–Necesito un teléfono -dijo Sprawling.

Mast y Jaynes también. Los hombres del FBI se distribuyeron por toda la suite. Sandy se sentó a revisar el texto del acuerdo.

Los pacientes normales salían a pasear una hora al día. Era una mañana fría y nublada de finales de octubre, y Patrick decidió exigir sus derechos constitucionales. Los ayudantes del sheriff no podían permitírselo sin antes recibir una orden de sus superiores.

Patrick llamó a Karl Huskey y obtuvo la autorización correspondiente. También le propuso un almuerzo al aire libre. De camino al hospital, podía pasar por Rossetti's, la marisquería de Division Street, cerca de Point, y recoger un par de especiales Vancleave. El juez aceptó encantado.

Se sentaron a comer en un banco de madera, entre la fuente del jardín y un arce joven de aspecto melancólico, rodeados por las diversas dependencias del hospital. Los miembros de la escolta, para quien el juez también había traído bocadillos, almorzaban un poco más lejos, lo suficiente para no oír la conversación.

Huskey no sabía nada de la reunión que se estaba celebrando en la suite del hotel, y Patrick prefirió no contárselo de momento. Parrish se encargaría de ponerlo al corriente de todo.

–¿Qué dice la gente de mí? – preguntó Patrick mientras guardaba las dos terceras partes de su sándwich.

–Se acabaron los rumores. La situación ha vuelto a la normalidad y tus amigos siguen siendo tus amigos.

–He escrito un par de cartas. ¿Te importaría llevárselas de mi parte?

–Faltaría más.

–Gracias.

–He oído decir que han detenido a tu amiga en Miami.

–Sí, pero la soltarán enseguida. Un malentendido con su pasaporte.

Huskey dio un buen mordisco al sándwich y siguió comiendo en silencio. Ya no le sorprendían las largas pausas en sus diálogos, pero, a diferencia de Patrick, continuaba esforzándose en dar conversación a su interlocutor.

–Sienta bien un poco de aire fresco -dijo Patrick al cabo de un rato-. Gracias por la autorización.

–El aire fresco es un derecho constitucional.

–¿Has estado alguna vez en Brasil, Karl?

–No.

–Pues deberías ir.

–¿Con la familia o por libre, como tú?

–No, no. De visita.

–¿A ver las playas?

–No. Déjate de playas. Y de ciudades. Adonde tienes que ir es al centro del país, a los espacios abiertos donde el cielo es transparente y azul. El aire es ligero, el paisaje es hermoso y la gente es amable y sencilla. Brasil es mi hogar, Karl. Quiero volver.

–Puede que tengas que esperar un poco.

–No importa. Lo haré. Ya no soy el mismo de antes, Karl. El viejo Patrick murió. Era un hombre desgraciado, gordo y convencional, y me alegro de que ya no esté con nosotros. Ahora soy Danilo, Danilo Silva. Llevo una existencia tranquila en el extranjero y soy mucho más feliz. Danilo esperará todo lo que haga falta.

«Con noventa millones y una mujer bonita esperando, no me extraña» quiso decir Huskey, pero se contuvo.

–¿Cómo se las apañará ese tal Danilo para volver a Brasil? preguntó el juez.

–Aún no lo sé.

–Oye, Patrick… ¿Te importa que no te llame Danilo?

–Claro que no.

–Creo que ha llegado el momento de que deje el caso en manos del juez Trussel. Pronto empezarán a llegar peticiones y habrá que hacer diligencias. Ya he hecho todo cuanto estaba en mi mano por ayudarte.

–Te están presionando para que abandones el caso?

–No mucho. No te lo tomes a mal, pero creo que si no me inhibo enseguida podríamos tener complicaciones. Todo el mundo sabe que somos amigos. ¡Si hasta llevé tus cenizas al cementerio!

–Aún no te he dado las gracias por lo que dijiste, ¿verdad?

–No, pero no te preocupes. Por aquel entonces estabas muerto. Además, lo hice con mucho gusto.

–Sí, ya lo sé.

–En fin, he hablado con el juez Trussel y me ha dicho que está dispuesto a hacerse cargo del caso. También le he contado lo de las heridas, y lo importante que es que puedas quedarte en el hospital el mayor tiempo posible. Le parece bien.

–Gracias.

–Pero tienes que ser realista. Tarde o temprano te meterán en la cárcel, y puede que sea por una buena temporada.

–¿Aún crees que maté a ese chico, Karl?

El juez dejó los restos del sándwich en una bolsa y tomó un trago de té frío. Tenía intención de ser absolutamente sincero con su amigo.

–Todos los indicios apuntan hacia ti. Encontraron un cadáver en tu coche, luego hubo un asesinato. Y el FBI ha estado investigando todos los casos de desapariciones anteriores al 9 de febrero del 92. Pepper es la única persona desaparecida en un radio de quinientos kilómetros que no ha vuelto a dar señales de vida.

No pueden condenarme basándose en indicios.

–Eso no es lo que me has preguntado.

–Tienes razón. ¿En serio crees que lo maté?

–No sé qué creer, Patrick. Hace doce años que dicto sentencias y no sería la primera vez que veo a alguien confesando haber cometido un crimen que incluso a él le parecía inconcebible. En determinadas circunstancias, la gente es capaz de todo.

–Entonces, lo crees.

–No quiero creerlo. No sé qué pensar.

–¿Crees que yo sería capaz de matar a alguien?

–No. Pero tampoco te creía capaz de fingir tu muerte o de agenciarte noventa millones de dólares. Tu biografía reciente está llena de sorpresas.

Otro silencio interminable. Karl consultó el reloj y empezó a recoger los restos del almuerzo. Patrick lo dejó en el banco y fue a dar un paseo por el jardín.

En la suite Camille, el almuerzo consistió en una amplia selección de bocadillos insípidos servidos en bandejas de plástico. Para colmo de desdichas, lo interrumpió una llamada del juez federal que había llevado el caso de Patrick cuatro años antes. Su Señoría llamaba desde Jackson, estaba en pleno juicio y no tenía tiempo que perder. Mast le explicó quiénes eran los presentes y le resumió los términos del acuerdo propuesto. El juez accedió a hablar a través de un altavoz y expresó su deseo de escuchar la versión del abogado defensor, cosa que tuvo ocasión de hacer enseguida. También hubo varias preguntas para Sprawling, de tal manera que lo que había empezado como una breve llamada telefónica se convirtió en una larga teleconferencia. En un momento dado, Sprawling se retiró a otra habitación para hablar con Su Señoría en privado. El juez debía saber que en las altas esferas de la capital se prefería renunciar a Lanigan a cambio de conseguir la cabeza de los peces gordos implicados en el caso. Su Señoría también habló en privado con T. L. Parrish, quien expresó de nuevo su convicción de que Lanigan no quedaría en libertad, sino que tendría que hacer frente a acusaciones muy graves y, no sin duda pero sí muy probablemente, pasaría muchos años entre rejas.

El juez se mostró reacio a actuar con tanta premura, pero, teniendo en cuenta los intereses de todos los implicados y dada la categoría de los presentes, acabó por aceptar. El documento fue enviado por fax, firmado y retornado en cuestión de minutos. Quedaban retirados todos los cargos pendientes contra Patrick Lanigan.

Mientras el resto de la concurrencia acababa de almorzar, Sandy se acercó un momento

al hospital. Patrick estaba en su habitación, escribiendo una carta a su madre. – ¡Lo conseguimos! – gritó Sandy. Patrick reconoció el texto del acuerdo que su abogado acababa de dejar sobre la mesa. – Han dicho a todo que sí -explicó éste. – ¿Retirarán todos los cargos? – Sí. El juez acaba de firmar la orden. – ¿Cuánto habrá que pagar? – Los noventa más el tres por ciento de interés. Patrick cerró los ojos y apretó los puños. Acababa de perder una fortuna, pero seguía

teniendo mucho dinero, más que suficiente para establecerse al lado de Eva en algún lugar seguro, comprar una casa y mantener a una gran familia. Una casa muy grande. Una familia numerosa.

Cliente y abogado repasaron juntos el documento. Luego Patrick lo firmó y Sandy salió corriendo de vuelta al hotel.

A las dos de la tarde, hora de inicio de la segunda reunión, la concurrencia había disminuido. Sandy dio la bienvenida a Talbot Mims y a su cliente, un tal Shenault, vicepresidente de la Northern Case Mutual. Los acompañaban dos abogados de la empresa cuyos nombres Sandy no llegó a oír, uno de los socios de Mims, y uno de sus colaboradores, ambos igualmente anónimos. Sandy aceptó sus tarjetas de visita y los condujo al mismo gabinete donde había tenido lugar la primera entrevista. Las relatoras ocuparon sus puestos.

Jaynes y Sprawling estaban en la habitación de al lado, es decir, en la sala de estar, hablando por teléfono con Washington. El resto del séquito había obtenido permiso para pasar una hora en el casino, aunque sin probar una sola gota de alcohol.

La embajada de Monarch-Sierra fue mucho más modesta: Hal Ladd, uno de sus colaboradores y el máximo responsable del departamento jurídico de la aseguradora, un hombrecillo atildado que respondía al nombre de Cohen. Tras las presentaciones de rigor, todos los convoca dos se dispusieron a escuchar las últimas noticias por boca de Sandy. Antes de tomar la palabra, el abogado repartió varias carpetas entre los presentes y los invitó a hojear su contenido: una copia de la querella presentada contra el FBI por malos tratos y fotografías a todo color de las quemaduras. Los representantes de las aseguradoras habían sido informados del desarrollo de las conversaciones del día anterior, de manera que no hubo sorpresas.

Sandy explicó la situación en pocas palabras. Las heridas sufridas por su cliente no habían sido infligidas por el FBI, sino por los secuaces del hombre encargado de darle caza, Jack Stephano. Los clientes de Jack Stephano eran tres: Benny Aricia, Northern Case Mutual y Monarch-Sierra, y los tres compartían otra cosa además de sus malas artes: tenían mucho

que perder si Patrick los llevaba ante los tribunales.

–¿Cómo piensa probar lo que dice? – preguntó Talbot Mims.

–Un momento -dijo Sandy. Luego abrió la puerta que conducía a la sala de estar y requirió la presencia de Jaynes. Jaynes entró en el gabinete y se presentó. Acto seguido procedió a repetir con evidente fruición la información facilitada por Stephano a lo largo de varias conversaciones: financiación del consorcio, recompensas, sobornos, aventuras brasileñas, operaciones de cirugía plástica, Pluto Group y, finalmente, el cómo y el cuándo de la captura y tortura de Patrick Lanigan. Hasta el último detalle. Y todo gracias al dinero proporcionado por Aricia, Monarch-Sierra y Northern Case Mutual; todo pensando exclusivamente en su propio provecho.

Jaynes ofreció una actuación excelente, tanto que incluso él quedó satisfecho.

–¿Desean formular alguna pregunta al señor Jaynes? – preguntó Sandy con una sonrisa al final de la exposición.

No, nadie quería. Tras dieciocho horas de investigación, ni Shenault ni Cohen habían sido capaces de determinar quién había dado el visto bueno a la contratación de Jack Stephano, y, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde los hechos, ya no contaban con conseguirlo.

Las dos aseguradoras eran empresas importantes y solventes con muchos accionistas y grandes presupuestos publicitarios destinados a proteger su reputación. Ninguna de las dos quería verse metida en líos.

–Gracias, señor Jaynes -dijo Sandy.

–Si me necesitan, estaré aquí al lado -se despidió el subdirector, deseoso de administrarles otra dosis de la misma medicina.

La intervención de Jaynes fue decisiva. ¿Qué hacía en Biloxi el subdirector del FBI y por qué parecía tan bien dispuesto a acabar con ellos?

–Les propongo un trato -dijo Sandy en cuanto Jaynes cerró la puerta-. Es simple, rápido y no admite negociación. Señor Shenault, representante de Northern Case Mutual, el último cartucho de su cliente en esta pequeña guerra es un intento desesperado por recuperar los dos millones y medio pagados a Trudy Lanigan. Le agradeceríamos que no llegara a dispararlo. Retiren la demanda, olvídense de Trudy y déjenla vivir en paz. Tiene una hija que mantener y, de todas formas, ya se ha gastado casi todo lo que cobró. Retiren la demanda y mi cliente no les llevará a juicio.

–¿Eso es todo? – preguntó incrédulo Talbot Mims.

–Sí.

–En ese caso, trato hecho.

–Mi abogado y yo quisiéramos hablar un momento a solas -dijo Shenault con cara de pocos amigos.

–Déjese de consultas -dijo Mims-. Es una buena oferta y está sobre la mesa. No hay nada más que hablar.

–Me gustaría analizar… -insistió Shenault.

–No -lo atajó Mims-. Acabo de aceptar el trato en nombre de su empresa. Si desea cambiar de representante, no tiene más que decírmelo. En caso contrario, y mientras yo siga siendo su abogado, el trato está aceptado desde ahora mismo.

Shenault enmudeció.

–Trato hecho -repitió Mims.

–¿Señor Shenault? – preguntó Sandy.

–Sí, sí, de acuerdo.

–Espléndido. Hay un borrador del acuerdo esperándoles en la habitación de al lado. Si son tan amables de dejarnos solos unos minutos… Tengo cosas que discutir en privado con el señor Ladd y su cliente.

Mims salió del gabinete a la cabeza de su delegación. Sandy cerró la puerta y se dirigió a Cohen, a Ladd y a su colaborador.

–Me temo que el trato que les ofrezco es algo diferente del de sus colegas. Ellos juegan con ventaja porque hay un divorcio de por medio. Es un asunto desagradable y complicado, y mi cliente puede utilizar a su favor la demanda contra Northern Case Mutual. Por desgracia, ustedes no se encuentran en la misma situación. Northern Case desembolsó medio millón de dólares; su compañía, el doble. Monarch-Sierra debe responder de los perjuicios causados a mi cliente en mayor proporción; además, tiene mucho más dinero que Northern Case Mutual.

–¿De qué cantidad estamos hablando? – preguntó Cohen.

–Mi cliente no pide nada para él. Sin embargo, está muy preocupado por el futuro de la niña. La pequeña apenas acaba de cumplir seis años, y su madre tiene agujeros en los bolsillos. De ahí la actitud de sus colegas: les habría sido muy difícil recuperar el dinero de la prima. Mi cliente quisiera que su compañía donara una pequeña suma a un fondo fiduciario que garantizara el bienestar económico de la niña. Ni que decir tiene que la madre no debe tener acceso a ese dinero.

–¿Cuánto?

–Un cuarto de millón, más otro tanto en concepto de gastos. Medio millón en total, pagado con la más absoluta discreción para evitar que su cliente pueda verse perjudicado por la difusión de esas horribles fotografías.

Los jurados de la Costa tenían fama de resolver con prodigalidad los casos de reclamaciones por daños y perjuicios, y Hal Ladd había advertido a Cohen que, de llegar a juicio, tanto Aricia como las compañías aseguradoras se arriesgaban a encajar un veredicto multimillonario. Cohen, como buen californiano, no necesitó más explicación. La empresa estaba ansiosa por dejar zanjada la cuestión.

–No habrá juicio -anunció Cohen-. Y su cliente tendrá su medio millón de dólares.

–En ese caso…

–Trato hecho.

Sandy sacó varias hojas de papel de una carpeta.

–Éste es el borrador del acuerdo. Se lo dejo para que lo vayan leyendo.

Sandy distribuyó las copias del documento y salió de la habitación.

Capítulo 35

El psiquiatra era amigo del doctor Hayani. Su segundo encuentro con Patrick duró dos horas, y fue tan poco productivo como el primero. Así pues, no habría una tercera vez.

Patrick pidió disculpas y volvió a su habitación a tiempo para la cena, aunque el hambre quedó relegada por la curiosidad en cuanto empezaron las noticias de la tarde. No hablaron de él. Impaciente, se puso a dar vueltas por la habitación y a charlar con su escolta. Sandy había estado llamando toda la tarde para mantenerlo al corriente de las últimas novedades, pero lo que él quería era ver los documentos con sus propios ojos. Ni los concursos de televisión ni las novelas de misterio consiguieron tranquilizarlo.

Eran casi las ocho cuando, por fin, oyó que Sandy saludaba a los guardias y les preguntaba qué tal estaba el prisionero. A Sandy le gustaba referirse a Patrick de ese modo.

Patrick salió a recibirlo a la puerta. Sandy estaba agotado, pero contento.

–Ya está -dijo mientras entregaba a Patrick un fajo de papeles.

–¿Qué hay de los documentos y las cintas?

–Los hemos entregado al FBI hace una hora. Por lo menos había una docena de agentes merodeando por allí. Jaynes me ha dicho que tenían intención de trabajar toda la noche.

Patrick se llevó los papeles a su escritorio del rincón y allí los leyó palabra por palabra. Sandy cenó lo que había comprado por el camino en una hamburguesería sin ni siquiera sentarse. De pie junto a la cama siguió por televisión -con el volumen a cero- un partido de rugby retransmitido desde Australia por la ESPN.

–¿Les ha sorprendido lo del medio millón? – preguntó Patrick sin levantar la vista del papel.

–Qué va. Nadie se ha sorprendido de nada.

–Igual deberíamos haber pedido más.

–Me parece que con eso tendrás bastante.

Patrick pasó a la página siguiente y firmó.

–Has hecho un buen trabajo, Sandy. Más que bueno, excelente.

–Ha sido un gran día. El FBI ha retirado los cargos y ya no habrá juicio, hemos cubierto los gastos, hemos asegurado el porvenir de la niña y mañana liquidaremos lo de Trudy. Estás en plena racha, Patrick. Lástima que siga habiendo un cadáver de por medio.

Patrick dejó los papeles sobre la mesa y se acercó a la ventana. Las persianas no estaban echadas y la ventana estaba entreabierta.

Sandy siguió comiendo y observando a Patrick.

–Tarde o temprano tendrás que contármelo.

Patrick seguía dándole la espalda.

–¿Contarte qué?

–Pues, ¿qué te parece si empiezas por Pepper, por ejemplo?

–Muy bien. Yo no maté a Pepper.

–¿Quieres decir que lo mató otra persona?

–Que yo sepa, no.

–¿Se mató él?

–Que yo sepa, no.

–¿Estaba vivo cuando tú desapareciste?

–Creo que sí.

–¡Por todos los santos, Patrick! Ha sido un día muy largo. No estoy de humor para adivinanzas.

Patrick se volvió y regañó a su amigo en voz baja.

–Sandy, no grites. Ahí fuera hay unos cuantos policías con la antenas puestas. Siéntate, anda.

–No quiero sentarme.

–Por favor.

–Te oigo mejor de pie. Adelante, te escucho.

Patrick cerró la ventana, echó las persianas, comprobó que la puerta estuviera cerrada y apagó el televisor. Acto seguido se metió en la cama y adoptó su postura favorita: incorporado y con la sábana hasta la cintura. Una vez instalado cómodamente, empezó a hablar en voz baja.

–Pepper y yo éramos amigos. Nos conocimos el día que llegó a la cabaña pidiendo comida. Eso fue poco antes de las Navidades del 91. Me dijo que se pasaba la vida en el bosque. Le preparé un plato de huevos con tocino y se lo comió como si hubiera ayunado durante días. Era un chico muy tímido. Tartamudeaba y se le notaba incómodo en presencia de extraños. Sentí curiosidad. ¿Por qué un chico de diecisiete años y aspecto de tener algunos menos, aseado y, dentro de lo que cabe, bien vestido, prefería vivir en el bosque a estar en casa con su familia a sólo treinta kilómetros de allí? Le fui tirando de la lengua. Le pregunté por su familia, y él me contó la triste historia de su vida. Cuando acabó de comer se levantó para irse. Yo le dije que podía quedarse a dormir, pero él prefirió volver a su campamento.

–Al día siguiente salí a cazar, solo, y Pepper me siguió. Me enseñó su tienda y su saco de dormir. Tenía varios utensilios de cocina, una nevera portátil, una linterna y una escopeta. Me confesó que no había aparecido por su casa desde hacía dos semanas. Su madre se había echado novio, me dijo. El peor de su historia. Luego me contó que había encontrado un rebaño de ciervos en el corazón del bosque y me llevó hasta allí. Una hora más tarde maté un macho con una cornamenta de diez puntas, un auténtico récord. Pepper me dijo que conocía aquellos bosques como la palma de su mano y se ofreció a enseñarme los mejores lugares donde cazar.

–Un par de semanas más tarde volví a la cabaña. La vida al lado de Trudy se me hacía insoportable. Creo que los dos esperábamos los fines de semana con la misma impaciencia. Pepper apareció al poco de llegar yo. Preparé un estofado y nos lo comimos en un momento. En aquella época aún tenía buen apetito. Pepper me contó que había estado en su casa tres días, pero que había vuelto a irse después de una pelea con su madre. Cuanto más hablaba, menos tartamudeaba. Entonces le dije que era abogado, y no tardó en contarme que había tenido problemas con la justicia. Había estado trabajando en una gasolinera de Lucedale. Alguno de los empleados robó dinero de la caja, y todos le echaron la culpa al pobre Pepper porque lo tenían por un retrasado mental. Evidentemente, él dijo que no sabía nada del dinero, pero el incidente se convirtió en otro argumento para quedarse en las montañas. Le prometí que intentaría ayudarlo.

–Y empezaste a urdir tu plan -se adelantó Sandy.

–Más o menos. Pepper y yo seguimos viéndonos en el bosque.

–Debía de faltar poco para el 9 de febrero.

–Muy poco. Le dije a Pepper que la policía quería detenerlo. Era mentira, claro. Ni siquiera había vuelto a pensar en su caso. Tenía otras cosas en la cabeza, como puedes comprender. Cuanto más hablábamos, más me convencía de que Pepper sí sabía algo del dinero robado. Estaba asustado y confiaba en mi ciegamente. Intentamos encontrar una solución a su problema, y una de las que discutimos fue la desaparición.

–Esto parece una epidemia.

–No se llevaba bien con su madre, la policía lo andaba buscando y, por más asustado que estuviera, no podía vivir eternamente en el bosque. Le hacía ilusión irse al oeste y trabajar como guía de montaña. Trazamos un plan. Yo estuve pendiente de los periódicos hasta que se publicó un artículo tremendista sobre un adolescente muerto en un accidente ferroviario en las afueras de Nueva Orleans. Se llamaba Joey Palmer, un bonito nombre para alguien que quisiera pasar desapercibido. Llamé a un falsificador de Miami para que me consiguiera el número de la Seguridad Social de Joey Palmer, y en menos de cuatro días ya teníamos todos los documentos que Pepper necesitaba para desaparecer: carné de conducir de Louisiana, con su foto y todo, número de la Seguridad Social, certificado de nacimiento y hasta pasaporte.

–Lo dices como si fuera fácil.

–Y lo es. Mucho más de lo que parece. Basta con tener imaginación y un poco de dinero. Pepper estuvo encantado con sus papeles nuevos, y no veía el momento de subirse en un autobús y perderse en las montañas. Créeme, Sandy, el chico estaba absolutamente decidido a dejar a su madre. Le traía sin cuidado lo que pudiera llegar a pensar.

–Por lo que veo, era tu alma gemela. – Sí, bueno… En fin, ese domingo, el 9 de febrero… -El día del accidente. – Sí, es verdad. Ese día llevé a Pepper a la estación de autobuses de Jackson. Le di la

oportunidad de echarse atrás, pero estaba decidido. Más que eso: estaba loco de contento. El pobre muchacho nunca había salido de Misisipi. El viaje a Jackson ya le parecía una gran aventura. Le expliqué que, si seguía adelante, jamás podría volver. Pasara lo que pasase. A todo esto, seguía sin hablar de su madre. Tres horas de trayecto y no mencionó a su madre ni una sola vez.

–¿Adónde fue?

–Le encontré un campamento de madereros al norte de Eugene, en el estado de Oregón, y le busqué los horarios de autobús y toda la información que necesitaría para llegar hasta allí. Se lo escribí todo, y se lo hice repetir de memoria una docena de veces mientras íbamos de camino a la estación. Al llegar a Jackson le di dos mil dólares en efectivo y lo dejé a dos manzanas de la estación. Era casi la una, y no podía arriesgarme a que alguien me viera. La última vez que vi a Pepper iba corriendo hacia esa estación con una sonrisa de oreja a oreja y una mochila cargada al hombro.

–Su escopeta y su equipo de acampada aparecieron en tu cabaña. – Porque Pepper no tenía otro sitio donde guardarlos. – Otra pieza para el rompecabezas. – Quería que todo el mundo creyera que Pepper había muerto en el accidente. – ¿Dónde está ahora? – No lo sé. No es importante. – No te he preguntado eso, Patrick. – Te digo que no es importante. – Deja de jugar conmigo, por lo que más quieras. Si te hago una pregunta, merezco una

respuesta, ¿no? – Tendrás tus respuestas cuando yo lo decida.

–¿Por qué no te fías de mí?

Sandy hablaba cada vez más alto, y su voz sonaba cada vez más alterada. Patrick hizo una pausa para que se tranquilizara. Los dos intentaron controlar sus nervios y su respiración.

–No es que no me fíe de ti, Sandy -dijo Patrick.

–¿Ah, no? Me dejo la piel resolviendo un misterio y, cuando lo consigo, aparecen más por docenas. ¿Por qué no quieres contármelo todo?

–Porque no te hace falta saberlo todo.

–Puede que no, pero sería agradable, para variar.

–¿Lo dices en serio? ¿Cuándo fue la última vez que un delincuente te lo contó todo?

–Ahora que lo dices, nunca he pensado que fueras un delincuente.

–¿Qué otra cosa te parece que soy?

–No sé. ¿Un amigo?

–El trabajo te resultaría más sencillo si pensaras que soy un delincuente.

Sandy recogió los documentos firmados de la mesa y se dirigió hacia la puerta.

–Estoy cansado. Me voy a la cama. Mañana volveré para escuchar el resto de la historia.

Acto seguido abrió la puerta y se fue.

El primero en darse cuenta de que los estaban siguiendo fue Guy.

Dos días atrás, a la salida del casino, una cara no del todo desconocida les había dado la espalda de repente. Luego fue un coche que los seguía demasiado deprisa. Guy, que no era lo que se dice lego en materia de espionaje, se lo dijo a Benny Aricia, que era quien iba al volante.

–Tiene que ser el FBI -dedujo Guy-. ¿Quién si no?

Lo dispusieron todo para abandonar el apartamento alquilado de Biloxi. Desconectaron las líneas telefónicas, despacharon al resto del grupo, y esperaron hasta que anocheció.

Guy salió de Biloxi en dirección a Mobile, donde pasaría la noche con los ojos bien abiertos y cogería un avión a primera hora de la mañana. Benny puso rumbo al oeste y siguió el perfil de la Costa por la autopista 90. Pasó por el Lago Ponchartrain y finalmente llegó a Nueva Orleans, una ciudad que conocía palmo a palmo. Permaneció alerta en todo momento, pero no observó nada fuera de lo normal.

Después de un atracón de ostras en el Barrio Francés, se montó en un taxi y se fue al aeropuerto. Su primer destino fue Memphis; luego vinieron O'Hare, donde pasó gran parte de la noche escondido en una sala de espera, Y al amanecer, Nueva York.

El FBI, mientras tanto, estaba en Boca Ratón, vigilando su casa. Su amiguita sueca seguía al pie del cañón, pero los agentes suponían que no tardarían en reunirse. Entonces Aricia sería presa fácil.

Capítulo 36

Debió de ser la liberación menos accidentada de la historia. Eva salió del centro de detención a las ocho y media de la mañana, vestida con los mismos vaqueros y la misma camisa que llevaba puestos el día que llegó. Volvía a ser una mujer libre. Las celadoras la habían tratado bien, el personal administrativo había demostrado una eficiencia poco usual, y el director llegó incluso a desearle suerte. Mark Birck la condujo rápidamente a su coche -un modelo antiguo de jaguar, recién encerado para la ocasión- e hizo una seña a los dos miembros de la escolta.

–Son agentes del FBI -dijo refiriéndose a dos hombres que esperaban en el interior de un coche aparcado no lejos del suyo.

–Creía que los había perdido de vista para siempre -se extrañó Eva.

–No del todo.

–Tengo que saludarlos?

–No hace falta. Suba al coche, por favor.

Birck abrió la portezuela del pasajero y la cerró suavemente cuando la joven hubo entrado en el coche. Mientras lo hacía, y antes de dar la vuelta y ocupar su asiento detrás del volante, tuvo tiempo de admirar el resultado de la sesión de encerado a la que había sometido al capó del jaguar.

Sandy McDermott me ha enviado esta carta por fax -le anunció mientras arrancaba y daba marcha atrás-. Ábrala.

–¿Adónde vamos?

–Al aeropuerto. Hay un jet esperándola.

–¿Para llevarme adónde?

–A Nueva York.

–¿Y desde allí?

–A Londres. En Concorde.

–¿Por qué nos siguen? – preguntó Eva al reparar en el coche del FBI con el que compartían atasco en aquellos momentos.

–Seguridad.

Eva cerró los ojos y se frotó la frente con los dedos. Pensó en lo aburrido que debía de estar Patrick, encerrado en su pequeña habitación del hospital, sin otra cosa que hacer que prepararle una ruta turística.

–¿Puedo? – dijo cuando ya tenía el teléfono del coche en la mano.

–Naturalmente. – Birck conducía con cuidado y sin perder de vista los espejos retrovisores, como si su pasajero fuera el mismísimo presidente del Gobierno.

Eva marcó un número de Brasil y mantuvo una emotiva conversación vía satélite con su padre. Paulo estaba bien, lo mismo que ella. A su manera los dos habían sido liberados, aunque el profesor no sabía dónde había pasado su hija aquellos últimos tres días. Lo del secuestro no era tan grave como parecía, bromeó. Lo habían tratado de maravilla. Ni un rasguño. Eva prometió volver pronto a casa. Sus compromisos laborales en Estados Unidos estaban llegando a su fin, y echaba mucho de menos a su familia.

Birck no pudo evitar oír la conversación, pero no entendió ni una sola palabra. Cuando Eva colgó y acabó de enjugarse las lágrimas, le dijo:

–En la carta encontrará varios números de teléfono, por si volviera a tener problemas en la frontera. El FBI ha retirado la orden de busca y captura, y ha accedido a dejarla viajar con su pasaporte durante los próximos siete días.

Eva no respondió.

–También hay un número de teléfono de Londres, por si pasa algo en Heathrow.

Finalmente, Eva se decidió a abrir la carta. El papel llevaba el membrete de Sandy. En Biloxi las cosas marchaban bien y deprisa. Podía llamarlo desde el aeropuerto de Nueva York; él estaría esperando en el hotel. Entonces le daría más instrucciones; en otras palabras, le explicaría cosas que el señor Birck no debía oír.

En la terminal norte del aeropuerto internacional de Miami se vivía el ajetreo de costumbre. Los agentes del FBI se quedaron en su coche mientras Birck acompañaba a su cliente al interior de la terminal. Los pilotos ya habían llegado y el jet -pequeño y coquetón- estaba listo para despegar.

Por favor -estuvo a punto de decir Eva-, llévenme a Río. Por favor.

Se despidieron con un apretón de manos. Eva agradeció a Birck sus atenciones y se dispuso a embarcar. Con lo puesto, sin equipaje.

Patrick no sabía la que se le venía encima. Una vueltecita por Bond y Oxford Street, y tendría más ropa de la que cabía en ese avión.

Debido en partes iguales al cansancio y al madrugón, Riddleton acudió a su cita con un aspecto más desaliñado que de costumbre. Apenas tuvo fuerzas para dar los buenos días a la secretaria que le abrió la puerta y aceptarle un café. Solo y sin azúcar. Sandy salió a recibirlo, se ofreció a colgarle la chaqueta -arrugadísima, por cierto-, y lo acompañó hasta uno de los gabinetes de la suite, donde podrían repasar tranquilamente el convenio de divorcio.

–Bueno -dijo Sandy cuando acabó de leer la nueva propuesta de su colega-, esto es otra cosa.

Al pie del documento ya figuraba la firma de una de las partes. Riddleton había decidido reducir a lo indispensable el contacto con Trudy y ese figurín que no la dejaba ni a sol ni a sombra, sobre todo después de la riña que había tenido que presenciar el día anterior en su propio despacho, una de las últimas, si su intuición de matrimonialista no lo engañaba. La crisis económica había empezado a hacer mella en Trudy, y ese tal Lance tenía los días contados.

–No creo que Patrick ponga ninguna pega -le dijo Sandy.

–Sólo faltaría eso -replicó Riddleton-. Es lo que él quería.

–Teniendo en cuenta las circunstancias, me parece un acuerdo justo.

–Desde luego.

–Murray, tengo que comunicarle una noticia importante a propósito de su cliente y la demanda de la Northern Case Mutual.

–Soy todo oídos.

–Es una larga historia, pero me atendré a la parte que interesa a su cliente: la Northern Case ha accedido a retirar la demanda contra Trudy.

Riddleton se quedó petrificado. Al cabo de unos segundos, su labio inferior empezó a separarse del superior. ¿Le estaba tomando el pelo?

Sandy buscó la copia del acuerdo que había preparado para la ocasión. Los párrafos confidenciales estaban tachados, pero aun así quedaba mucho por leer.

–¿Lo dice en serio? – preguntó el otro abogado con un hilo de voz.

Riddleton se saltó las líneas censuradas sin el menor asomo de curiosidad y se concentró en los dos párrafos que habían sobrevivido a la tijera. En ellos se decía, de manera clara y concisa, que la aseguradora se comprometía a retirar la demanda presentada contra su cliente.

¿Por qué? A quién le importaba a eso. La figura de Patrick Lanigan siempre había estado rodeada por un velo de misterio impenetrable: no era cuestión de empezar a hacer preguntas.

–Esto es lo que yo llamo una sorpresa agradable -se congratuló Riddleton.

–He supuesto que le gustaría saberlo.

–Podrá quedarse con todo?

–Con todo lo que le queda.

Riddleton releyó el documento con más calma.

–Puedo quedármelo? – preguntó.

–No. En estos momentos, aún es confidencial. Pero le enviaré una copia de la solicitud hoy mismo, en cuanto la presenten.

–Gracias.

–Una última cosa -dijo Sandy mientras le pasaba una copia del acuerdo con Monarch- Sierra, igualmente censurado-. Eche un vistazo al tercer párrafo de la cuarta página.

Riddleton leyó las frases que hablaban de los doscientos cincuenta mil dólares asignados al fondo de fideicomiso. La pequeña Ashley Nicole Lanigan sería la beneficiaria y Sandy McDermott el administrador. Según los términos del acuerdo, el fondo estaba destinado exclusivamente a sufragar los gastos médicos y educativos de la niña, quien tendría libre acceso al dinero sobrante el día de su trigésimo aniversario.

–No sé qué decir -mintió Riddleton, que ya estaba pensando en cómo sacar provecho de aquel arreglo.

Sandy le dio a entender que no tenía por qué decir nada.

–¿Alguna otra novedad? – preguntó el abogado de Trudy con una sonrisa de oreja a oreja. Aquello empezaba a gustarle.

Tras el apretón de manos de rigor, Riddleton emprendió el camino de regreso mucho más animado que hacía un rato. Ya en el ascensor su cabeza se había convertido en un auténtico hervidero. Se imaginó refiriendo la escena a su cliente. Harto de la prepotencia de la otra parte, había llegado al hotel hecho una furia y se había enfrentado cara a cara con aquella pandilla de indeseables. Si no se avenían a hacer ciertas concesiones -les había amenazado-, convertiría el juicio en un auténtico infierno. Y no habría sido la primera vez. J. Murray Riddleton se había ganado a pulso la fama de abogado agresivo.

Al cuerno el adulterio. Al cuerno las fotos picantes. Que su cliente hubiera tenido un desliz no los autorizaba a tratarla de aquel modo. ¿Y qué había de la niña? ¿Se habían parado a pensar en el daño irreparable que podían causar a aquella criatura inocente?

Luego contaría cómo el enemigo se había venido abajo y batido en retirada. Él había aprovechado la ocasión para exigir la creación de un fondo de fideicomiso para la niña, y Patrick había acabado por derrumbarse bajo el peso de su propia culpabilidad. Si había aceptado el cuarto de millón, había sido casi por hacerles un favor.

¿Qué menos que un cuarto de millón a cambio del sufrimiento causado a su cliente? ¡Ojalá lo hubiera visto en acción, defendiendo sus intereses como un jabato! ¡Obligándolos a buscar a toda costa la mejor manera de proteger su dinero!

Había que pulir algún que otro detalle de la historia, pero aún tenía por delante una hora de camino. Cuando llegara al bufete, pensó Riddleton, el gesto magnánimo de Patrick se habría convertido en el relato de una claudicación.

Al empleado del mostrador del Concorde le sorprendió saber que no llevaba equipaje y decidió avisar a su superior. Eva tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse al ver la cola que se estaba formando por su causa. Sabía que no podría soportar otra escena como la del aeropuerto de Miami. Su amor por Patrick no dejaba lugar a dudas, pero hasta el romanticismo tenía un límite. Eva pensó en la prometedora carrera que había truncado la llegada de Patrick.

De repente se encontró rodeada de sonrisas británicas que le indicaban el camino hacia la sala de espera. Eva se preparó un café y marcó el número de la suite Camille.

–¿Se encuentra bien? – preguntó Sandy al reconocer su voz.

–Muy bien, gracias. Estoy en el aeropuerto Kennedy, de camino a Londres. ¿Cómo está Patrick?

–En plena forma. Hemos cerrado el trato con los del FBI.

–¿Por cuánto?

–Ciento trece millones -respondió. Lo mismo que Patrick, Eva parecía indiferente a las cifras astronómicas.

–¿Cuándo? – preguntó.

–Lo tendré todo listo cuando usted llegue a Londres. He reservado una habitación a nombre de Leah Pires en el hotel Four Seasons.

–Vaya, mi viejo yo…

–¿Me llamará en cuanto llegue?

–Dígale a Patrick que le quiero. Que no me importa haber estado en la cárcel.

–Se lo diré esta noche. Tenga cuidado.

–Adiós.

Con tanto pez gordo en la ciudad, Mast no pudo resistir la tentación de lucirse. La noche anterior, después de haberse incautado de los documentos y las cintas del expediente Aricia, había dado las instrucciones pertinentes para que todos los miembros del jurado de acusación federal fueran convocados en sesión extraordinaria. Ayudado por cinco de sus hombres, había trabajado codo con codo con el FBI para dejar leídos y clasificados todos los documentos. Había salido de su despacho a las tres de la madrugada, y antes de cinco horas volvía a estar al pie del cañón.

El jurado de acusación se reunió al mediodía y no hizo una pausa para salir a almorzar. Hamilton Jaynes decidió quedarse a presenciar la sesión, igual que Sprawling, de la fiscalía general. Patrick Lanigan era el único testigo convocado.

Patrick fue trasladado sin esposas; los efectos del acuerdo empezaban anotarse. Varios agentes del FBI lo ocultaron en la parte de atrás de un vehículo no oficial y lo sacaron por una puerta lateral del juzgado de Biloxi. Sandy iba sentado a su lado. Patrick llevaba pantalón largo, zapatillas y un jersey de algodón, todo comprado por Sandy. Estaba pálido y extremadamente delgado, pero andaba sin dificultad aparente. Por dentro, estaba exultante.

Los dieciséis miembros del jurado de acusación estaban sentados alrededor de una larga mesa rectangular, de manera que al menos la mitad de ellos tuvo que volverse hacia la puerta. Patrick encajó las miradas con una sonrisa. Jaynes y Sprawling se habían sentado en un rincón, impacientes por ver en persona al célebre ladrón.

Patrick presidiría la mesa desde el asiento reservado a los testigos. ¡Qué momento! No iba a necesitar mucha ayuda de Mast para contar la historia, al menos la parte que estaba dispuesto a revelar. Se sentía tranquilo y animado, y en parte era porque aquel puñado de personas ya no podía hacer nada contra él. Había conseguido zafarse de los tentáculos de la ley federal.

Patrick empezó hablando de sus antiguos compañeros de bufete, de sus clientes, sus hábitos de trabajo y las personalidades con las que se relacionaban, y poco a poco fue introduciendo la figura de Aricia.

Mast lo interrumpió para presentar un documento que Patrick identificó como el contrato firmado por su bufete y Aricia. Tenía cuatro páginas, pero, en resumen, venía a decir que el bufete se quedaría con una tercera parte de la recompensa que conseguiría Aricia si prosperaba su demanda contra Platt Rockland.

–¿Cómo consiguió este documento? – le preguntó Mast.

–Lo pasó a limpio la secretaria del señor Bogan. Mi ordenador y el suyo estaban conectados a la misma red. Sólo tuve que imprimir una copia.

–¿Por eso está sin firmar?

–Exacto. El original debe de estar en los archivos de Bogan.

–Tenía usted acceso al despacho del señor Bogan?

–Limitado -contestó Patrick antes de explicar la debilidad que sentía su socio por los cerrojos.

Siguió una digresión sobre el acceso a los demás despachos del bufete y sobre la fascinante historia de la tecnología aplicada al ámbito del espionaje. Patrick explicó al jurado que Aricia no le había parecido trigo limpio, y que por eso se había propuesto averiguar en qué consistía exactamente su relación con el bufete. Para hacerlo tuvo que convertirse en un experto en vigilancia electrónica, controlar los demás ordenadores del bufete, prestar oídos a todas las habladurías, sonsacar información a secretarias y procuradores, escudriñar la papelera de la sala de fotocopias, y trabajar a horas intempestivas con la esperanza de encontrar alguna puerta abierta.

Al cabo de dos horas de declaración, Patrick pidió un refresco. Mast concedió un descanso de quince minutos a los miembros del jurado. El tiempo les había pasado volando.

Cuando el testigo volvió del lavabo, el restó de los presentes se apresuraron a volver a sus asientos, impacientes por oír el resto de la historia. Mast hizo algunas preguntas sobre la reclamación de Aricia, y Patrick la describió en términos generales.

–Aricia demostró ser un tipo bastante hábil. No sólo discurrió la manera de estafar al Gobierno, sino que fue capaz de implicar a los ejecutivos de la central cuando, en realidad, el auténtico responsable del sobreprecio era él.

Mast colocó un fajo de documentos sobre la mesa. Patrick cogió el primero del montón y tuvo bastante con verlo de reojo para saber de qué se trataba.

–Este documento prueba que los astilleros pasaban factura al Gobierno en concepto de una mano de obra inexistente. Se trata de un resumen informatizado de la facturación correspondiente a una semana del mes de junio de 1988. La lista contiene los nombres de ochenta y cuatro empleados, todos falsos, y detalla los jornales de una semana. El total facturado asciende a setenta y un mil dólares.

–¿Cómo se seleccionaban los nombres? – preguntó Mast.

–En aquel momento, los astilleros empleaban a ocho mil trabajadores. Bastaba con escoger los nombres auténticos mas comunes… Jones, Johnson, Miller, Green, Young, etcétera, y cambiar la primera inicial.

–¿Qué cantidad se facturó ilícitamente en concepto de mano de obra?

–Según los archivos de Aricia, diecinueve millones de dólares a lo largo de cuatro años.

–¿Sabía el señor Aricia que los nombres eran falsos?

–Sí. El sistema fue idea suya.

–¿Y usted cómo lo sabe?

–¿Dónde están las cintas?

Mast le pasó una hoja que contenía el listado de más de sesenta conversaciones catalogadas. Patrick la estudió un momento.

–Creo que es la cinta número diecisiete -dijo.

Uno de los ayudantes del fiscal, el que se ocupaba de las cintas, localizó la número diecisiete y la colocó en el cassette que había en el centro de la mesa.

–Oirán a Doug Vitrano y a Jimmy Havarac, dos de los socios del bufete, hablando en el despacho del primero el 3 de mayo de 1991.

El ayudante puso en marcha el aparato ante la expectación general.

PRIMERA VOZ: ¿cómo puede alguien sacarse de la manga diecinueve millones de dólares en mano de obra?

–Ése es Jimmy Havarac -apuntó Patrick.

SEGUNDA Voz: No es tan difícil.

–Y ése otro es Vitrano.

VITRANO: Los astilleros facturaban unos cincuenta millones de dólares al año en concepto de mano de obra. Más de doscientos millones en cuatro años. Sólo tuvieron que hinchar la factura un diez por ciento. Con tanto papeleo, nadie se dio cuenta.

HAVARAC ¿Y Aricia lo sabía?

VITRANO: ¿Que si lo sabía? ¡Fue idea suya!

HAVARAC: Anda ya…

VITRANO: Es todo mentira, Jimmy. Toda la reclamación es un invento de principio a fin. La mano de obra, el sobreprecio, las facturas presentadas por duplicado y por triplicado… Todo. Aricia lo tenía todo planeado desde un principio, y tuvo la suerte de trabajar para una empresa con antecedentes. Sabía cómo funcionaba la compañía, sabía cómo funcionaba el Pentágono, y fue lo bastante listo como para tenderles una trampa.

HAVARAC: ¿Quién te ha contado todo eso?

VITRANO: Bogan. Aricia se lo ha contado todo. Y Bogan se lo ha contado al senador. Si mantenemos la boca cerrada y conseguimos que prospere la reclamación, de ésta nos hacemos millonarios.

En ese punto, la grabación llegó a su fin. Años atrás Patrick se había encargado de eliminar los fragmentos poco significativos. Durante unos segundos, los miembros del jurado siguieron contemplando el cassette como si las voces no hubieran enmudecido.

_¿Podemos oír más? – preguntó finalmente uno de ellos.

Mast se encogió de hombros y miró a Patrick.

–Me parece una idea excelente -dijo el testigo.

Con los oportunos comentarios de Patrick y su análisis sensacionalista la audición de las cintas llevó casi tres horas. La última en oírse -cuatro veces- fue la del Armario, que el testigo se había reservado para el final. A las seis se ordenó un receso y se encargó algo de cena en un restaurante cercano.

Patrick obtuvo permiso para volver al hospital a las siete.

Mast aprovechó la cena para comentar algunos de los documentos más importantes e informar a los miembros del jurado del contenido de las diversas leyes federales relevantes. Gracias a las cintas, podía decirse que la conspiración había sido puesta al descubierto prácticamente en directo.

A las ocho y media los miembros del jurado decidieron por unanimidad acusar a Benny Aricia, Charles Bogan, Doxig Vitrano, Jimmy Havarac y Ethan Rapley de ampararse en la Ley de Contratación Pública para llevar a cabo sus propósitos fraudulentos. Si el delito llegaba a probarse, cada uno podía verse obligado a cumplir hasta diez años de cárcel y a pagar hasta quinientos mil dólares de multa.

El nombre del senador Harris Nye aparecía como cómplice de la conspiración, pero no entre los nombres de los acusados. Por desgracia para él, se trataba sólo de un arreglo temporal. Según la estrategia diseñada por Sprawling, Jaynes y Maurice Mast, se acusaría primero a los peces pequeños y se les presionaría para que delataran al pez gordo a cambio de una rebaja de la pena. El odio que Rapley y Havarac sentían por Charles Bogan también podía resultar muy útil.

La sesión se levantó definitivamente a las nueve. Mast y el supervisor del distrito decidieron que las detenciones se llevarían a cabo a la mañana siguiente. Jaynes y Sprawling tuvieron el tiempo justo para coger el último vuelo a Washington.

Capítulo 37

–Poco después de empezar a trabajar para Bogan, me asignaron un caso contra una aseguradora. Un accidente de circulación. El coche de nuestros clientes iba hacia el norte por la autopista 49; al llegar cerca de Wiggins, en el condado de Stone, un camión salió de una carretera secundaria sin previo aviso y se les echó encima. Fue un accidente muy aparatoso. En el turismo viajaban tres personas: el conductor murió, su mujer quedó gravemente herida, y el niño que iba en el asiento de atrás se rompió una pierna. El camión pertenecía a una compañía papelera con una buena cobertura y, en fin, el caso prometía. Era uno de mis primeros casos, y me lo tomé muy en serio. Desde nuestro punto de vista, no cabía duda de que la culpa había sido del camión, pero el conductor, que había salido ileso del accidente, decía que el coche circulaba a una velocidad superior a la permitida. Y ése acabó por convertirse en el tema clave: a qué velocidad iba el conductor muerto. El perito a quien encargamos la reconstrucción del accidente dictaminó que el turismo iba a noventa y cinco kilómetros por hora, una velocidad aceptable teniendo en cuenta que el límite permitido era de noventa y que nadie bajaba de los noventa y cinco. En el momento del accidente, mis clientes se dirigían a Jackson a visitar unos parientes, así que no había motivo para pensar que tenían prisa.

–El perito de la aseguradora calculó que la velocidad era de ciento veinte, y eso, naturalmente, perjudicaba seriamente nuestros intereses. Ningún jurado vería con buenos ojos un exceso de velocidad de treinta kilómetros. Entonces encontramos un testigo, un anciano de ochenta y un años que había llegado al lugar de los hechos minutos después del accidente. Se llamaba Clovis Goodirían, y estaba prácticamente ciego.

–¿En serio? – preguntó Sandy.

–No, pero la verdad es que no andaba muy sobrado de vista. En fin, a pesar de todo, seguía conduciendo. El día del accidente iba por la carretera en su camioneta Chevrolet del 68 cuando el coche de nuestros clientes lo adelantó. Al poco volvió a encontrárselo hecho un montón de chatarra. Clovis era un viejecito entrañable, sin parientes cercanos ni nadie que se ocupara de él, y el accidente lo afectó profundamente. Se bajó de la camioneta para ver si podía ayudar a las víctimas, se quedó un rato mirando y luego se fue sin decir una palabra a nadie. Estaba demasiado afectado para hablar. Más tarde me confesó que no había podido conciliar el sueño durante una semana.

–En fin, a todo esto nos enteramos de que uno de los curiosos que se había parado al ver el accidente había grabado en vídeo el trabajo de las ambulancias, la policía y los bomberos. El tráfico estaba cortado, la gente se aburría y, bueno, hay quien no necesita excusas para sacar la videocámara. Conseguimos la cinta y la estudiamos a fondo. Uno de los empleados del bufete se encargó de apuntar los números de todas las matrículas que aparecían en las imágenes y localizar a los propietarios y testigos potenciales. Y así es como dimos con Clovis. El viejecito no tuvo inconveniente en admitir que se acordaba del coche accidentado, pero dijo que estaba demasiado afectado para hablar del tema. De todas formas, le pedí permiso para ir a visitarlo y me lo concedió.

–Clovis vivía en el campo, cerca de Wiggins, en una casita blanca que él y su mujer se habían construido antes de la guerra. Su mujer había muerto hacía muchos años, lo mismo que su único hijo, un tipo poco recomendable, según parece. Clovis tenía dos nietos: un nieto en California y una nieta en Hattiesburg, pero no los había visto desde hacía años. Cuando empezó a contarme todas estas cosas, no llevaba ni una hora en su casa. Clovis era un viejo solitario, y al principio mantuvo bastante las distancias, como si no se fiara de los abogados y le molestara perder el tiempo, pero al cabo de un rato ya estaba hirviendo agua para preparar un par de tazas de café soluble y contándome los secretos de su familia. Recuerdo que nos sentamos a hablar en las mecedoras del porche, con una docena de gatos ronroneando a nuestros pies. Por suerte, era sábado y no tenía que volver al bufete, porque parecía dispuesto a hablar de todo menos del accidente. Me contó un montón de batallitas, sobre todo de la Depresión y de la guerra. Al cabo de un par de horas saqué el tema del accidente, y la reacción fue la misma de siempre: se calló, puso cara de circunstancias y dijo que aún no se sentía con fuerzas para hablar de ello. También me insinuó que sabía algo importante, pero que aún no había llegado el momento de hacerlo público. Cuando le pregunté a qué velocidad iba él cuando el otro coche lo adelantó, me dijo que él nunca pasaba de los ochenta. Cuando le pedí que calculara a qué velocidad iba el otro coche, se encogió de hombros.

–Dos días después, a media tarde, volví a visitarlo para que me contara más batallitas en el porche. A eso de las seis, Clovis dijo que tenía hambre y que le apetecía comerse un buen pescado. En aquella época yo aún estaba soltero, de manera que me ofrecí a acompañarlo. Mientras íbamos hacia el restaurante, en mi coche, naturalmente, seguimos hablando. Luego comimos en uno de esos restaurantes de seis dólares. Clovis masticaba muy despacio, con la mandíbula a pocos centímetros del plato. Cuando la camarera nos dejó la cuenta sobre la mesa, él se hizo el sueco y siguió hablando con la boca llena. Seis dólares no era mucho a cambio de un buen testimonio, me dije, así que pagué la cena de los dos. Más tarde, mientras volvíamos a su casa, dijo que necesitaba una cerveza, un traguito para limpiar la vejiga.

Casualmente, estábamos a pocos metros de un bar de carretera. En cuanto aparqué el coche me di cuenta de que él no tenía intención de salir. Así pues, volví a hacerme cargo de la factura. Nos bebimos las cervezas camino de su casa. Entonces, antes de llegar, me salió con que quería enseñarme la casa donde había nacido. Según él, estaba muy cerca de allí. En fin, después de coger unos cuantos desvíos y de pasar por no sé cuántas carreteras sin asfaltar, tuvimos que reconocer que nos habíamos perdido. Clovis no veía muy bien, y, además, su vejiga reclamaba otra cerveza. Paramos a comprarla y aproveché para preguntarle el camino al dependiente antes de seguir adelante. Clovis volvió a orientarse y llegamos a Necaise Crossing, un pueblo del condado de Hancock, pero una vez allí perdió todo interés por la casa de su infancia y quiso dar media vuelta. Más cerveza. Más preguntas a los dependientes.

–Al cabo de un rato reconocí los alrededores de su casa y volví a sacar el tema del accidente. Clovis, como siempre, se cerró en banda. Tuve el tiempo justo de abrir la puerta y acompañarlo hasta el sofá antes de que empezara a roncar. Ya era casi medianoche. Estuvimos así durante casi un mes. Batallitas en el porche, pescado todos los martes, excursiones diuréticas de bar en bar. La prima de la póliza de seguros era de dos millones de dólares, y el bufete quería su parte del botín, de manera que el testimonio de Clovis se convirtió en un elemento crucial del caso. Además, si era cierto que no había mantenido contactos con la parte contraria, era fundamental que nosotros consiguiéramos la información antes que los de la aseguradora.

–¿Cuánto tiempo había pasado desde el accidente? – preguntó Sandy.

–Cuatro o cinco meses. Entonces, un buen día, me cansé de esperar. Le dije que el caso había llegado a un punto decisivo y que necesitaba algunas respuestas. Y Clovis accedió a hablar por fin. Volví a preguntarle a qué velocidad iba el coche que lo adelantó, y él me relató la terrible experiencia de ver a otro ser humano malherido y cubierto de sangre. El pobre lloró al recordar la cara del niño con la pierna rota. Al cabo de unos minutos insistí: «Clovis, ¿se atrevería a decir a qué velocidad iba el coche que le adelantó?» Clovis me dijo cuánto le gustaría ayudar a aquella pobre familia, y yo le dije que por qué no lo hacía. Entonces me miró a los ojos y me preguntó: «¿A qué velocidad diría usted que iba?»

–Yo le contesté que, en mi opinión, debía de ir a noventa kilómetros por hora. "Seguro que tiene razón -me dijo-. Yo iba a ochenta y ellos a noventa, casi a la misma velocidad que yo.»

–Y llegó el momento de la vista y del testimonio de Clovis Goodman. Nunca he visto un testigo mejor. Anciano, discreto, sensato y, por encima de todo, convincente. El jurado se olvidó de todo lo que habían dicho los peritos y emitió su veredicto basándose en las palabras de Clovis: dos millones trescientos mil dólares.

–Después del juicio Clovis y yo seguimos en contacto. Una vez me llamó para que redactara su testamento. No tenía mucho: la casa, menos de una hectárea de terreno y siete mil dólares en el banco. Quería que a su muerte se vendiera todo y el dinero fuera a parar a las Hermanas de la Confederación. En el testamento no se mencionaba a ningún pariente. El nieto californiano llevaba veinte años sin dar señales de vida; la nieta de Hattiesburg lo había invitado a su graduación en 1968 y luego se había olvidado de él. Clovis tampoco se había molestado en acudir ni en mandar un regalo. La verdad es que nunca hablaba de ellos, pero aun así yo sabía que le habría gustado tener noticias suyas.

–Cuando se puso enfermo y me pareció que ya no podía cuidar de sí mismo, lo ingresé en un asilo de Wiggins. Vendí la casa y la granja, y me ocupé de todos los trámites necesarios. En aquel momento sólo me tenía a mí. Yo le escribía cartas y le mandaba regalos, y hacía todo lo posible por visitarlo cada vez que iba a Hattiesburg o a Jackson. Al menos una vez al mes, iba a buscarlo y lo llevaba a comer pescado. Luego dábamos un paseo en coche y lo invitaba a un par de cervezas. Recuerdo que un día fuimos a pescar. Estuvimos solos en una barca durante ocho horas, y te aseguro que no me he reído más en toda mi vida.

–En noviembre del 91 cogió una neumonía que casi acabó con él. A raíz de eso quiso modificar el testamento para repartir la herencia entre su iglesia y la Confederación, comprar una parcela en el cementerio y hacer los arreglos -para el entierro. Yo le sugerí la posibilidad de hacer un testamento de vida para evitar que lo mantuvieran vivo artificialmente. A Clovis le gustó la idea, e incluso insistió en que, llegado el caso, fuera yo la persona encargada de desenchufar los aparatos. De acuerdo con los médicos, claro. Clovis estaba harto del asilo, de la soledad, de la vida. Me dijo que se sentía en paz con Dios, que estaba listo para emprender el viaje.

–A principios de enero del 92 tuvo una recaída muy fuerte. Hice que lo trasladaran al hospital de Biloxi para tenerlo más cerca y poder ir a visitarlo todos los días. Nunca fue a verlo nadie más: ni amigos, ni parientes, ni siquiera un sacerdote. Sólo yo. Su situación fue empeorando progresivamente, y pronto me di cuenta de que nunca saldría de ese hospital. Al final entró en un coma irreversible. Los médicos lo tuvieron una semana conectado al ventilador, y al cabo de ese tiempo le diagnosticaron la muerte cerebral. Tres médicos y yo leímos el testamento de vida y desconectamos el aparato.

–Je acuerdas de la fecha?

–Seis de febrero de 1992.

Sandy suspiró y cerró los párpados con todas sus fuerzas. No daba crédito a sus oídos.

–Clovis no quería ningún servicio religioso porque sabía que nadie asistiría. Lo enterramos en un cementerio de las afueras de Wiggins. Yo mismo ayudé a llevar el féretro. Los demás asistentes, doce en total, fueron tres viudas beatas que parecían las plañideras oficiales del pueblo, el pastor y cinco diáconos maduritos que ayudaban a llevar el ataúd, y dos personas más. Fue una ceremonia muy breve.

–El féretro no pesaba mucho, ¿verdad? – dijo Sandy.

–No.

–¿Dónde estaba Clovis?

–En el cielo.

–Me refiero a su cuerpo.

–En mi cabaña, en un congelador.

–¡Por todos los santos, Patrick!

–Yo no lo maté, Sandy. El viejo Clovis ya estaba cantando en algún coro celestial cuando se quemó su cadáver. ¿Qué más le daba?

–Tú siempre encuentras excusas para todo, ¿verdad?

Patrick estaba sentado en la cama con los pies colgando a un palmo del suelo. Prefirió no contestar.

Sandy dio unas cuantas vueltas a la habitación y luego se apoyó en la pared. El descubrimiento de que su amigo no había matado a nadie sólo le había proporcionado un ligero alivio. En el fondo, la idea de quemar un cadáver le parecía igualmente repulsiva.

–Sepamos cómo continúa la historia -dijo Sandy-. Estoy seguro de que lo tienes todo planeado.

–Sí, lo que es tiempo para pensar no me ha faltado.

–Te escucho.

–En el estado de Misisipi el saqueo de tumbas está tipificado como delito, pero yo no robé el cuerpo de Clovis de una tumba sino de un ataúd, de manera que esta reglamentación no sería aplicable a mi caso. Lo único que Parrish podría utilizar contra mí es la mutilación de cadáveres. Eso se considera delito grave, y la pena puede alcanzar un año de reclusión mayor. Supongo que, en caso de llegar a juicio, Parrish insistiría en que la sentencia sea lo más severa posible.

–No pretenderás que te deje ir como si tal cosa.

–No, pero atiende, aún no has oído lo mejor. Parrish no sabrá lo de Clovis a menos que yo se lo diga, y se lo pienso decir para que retire los cargos de asesinato. Ahora bien, decírselo es una cosa y testificar otra muy distinta. Si me lleva a juicio por mutilación, no puede obligarme a testificar en mi contra. Naturalmente, lo presionarán para que me acuse de algo, porque, como tú dices, no puede dejarme ir como si nada. Resumiendo: puede acusarme de haberlo hecho, pero no puede probarlo porque yo soy el único testigo y sin mi testimonio no hay manera de demostrar que el cadáver del coche era el de Clovis.

–O sea, que Parrish está atado de pies y manos.

–Exacto. De momento, nos hemos librado de las acusaciones federales, y en cuanto hagamos pública esta noticia Parrish se sentirá obligado a acusarme de algo. Si no, estaré libre.

–¿Cuál es el plan de acción?

–Fácil. Ayudar a Parrish a salir del paso sin perjudicar su imagen pública. Tú te vas a ver a los nietos del señor Clovis, les cuentas la verdad y les ofreces dinero. Una vez se sepa la verdad tendrán derecho a demandarme, y puedes dar por seguro que lo intentarán. No sacarían gran cosa porque en su momento no se ocuparon del viejo, pero seguro que me demandarán por si las moscas. Se trata de llegar a ellos los primeros, proponerles un arreglo satisfactorio y, a cambio, exigirles que presionen a Parrish para que no presente cargos.

–Serás ladino…

–Gracias. ¿No te parece un buen plan?

–Parrish puede acusarte al margen de los deseos de la familia de Clovis.

–Pero no lo hará porque sabe que perdería el caso. Lo peor que le puede pasar es llevarme a juicio y perder. A él le conviene mucho más salir por la puerta de atrás ahora mismo, poner la voluntad de la familia como excusa y ahorrarse el bochorno de perder el juicio del siglo.

–¿Debo entender que llevas cuatro años pensando en esto?

–Digamos que no se me acaba de ocurrir.

Sandy volvió a dar vueltas por la habitación en silencio. Su cerebro pugnaba por estar a la altura del de su cliente.

–No podemos dejar a Parrish con las manos vacías -dijo como si pensara en voz alta y sin dejar de andar.

–Francamente -dijo Patrick-, me preocupa más mi bienestar que el de Parrish.

–No se trata de él personalmente, sino de todo el sistema. Dejar que te salgas con la tuya equivale a reconocer que el dinero te ha salvado de la cárcel. Todos han acabado pareciendo

malos menos tú.

–Puede que sólo me preocupe por mí mismo.

–¿Y por quién crees que me preocupo yo? Pero no puedes humillar al sistema y hacer ver que aquí no ha pasado nada.

–¿Y quién le mandaba presentar los cargos de asesinato tan deprisa? Podría haber esperado un par de semanas. Y tampoco hacía falta anunciarlo a la prensa. Parrish no me da lástima.

–Ni a mí. Pero no creas que esto será coser y cantar.

–Muy bien. Te lo pondré aún más fácil. Me declararé culpable de la mutilación a cambio de no poner los pies en la cárcel. Ni un solo día. Iré a juicio, me declararé culpable, pagaré la multa y hasta dejaré que Parrish se apunte otro tanto, pero quiero irme de aquí.

–Entonces serás un delincuente confeso.

–Te equivocas. Entonces seré libre. ¿Crees que en Brasil se preocuparán de si tengo o no tengo antecedentes?

Sandy se sentó en la cama, al lado de Patrick.

¿Quieres decir que piensas volver a Brasil?

–Allí es donde está mi casa.

–¿Qué hay de la chica?

–Tendremos diez hijos, o quizás once, aún no lo hemos decidido.

–¿Y dinero?

–Millones. Tienes que sacarme de aquí, Sandy. Me está esperando otra vida.

Una enfermera irrumpió en la habitación y pulsó un interruptor.

–Son las once, Patty -anunció-. Se ha acabado la hora de las visitas. ¿Te encuentras bien, cariño? – le preguntó mientras le acariciaba el hombro.

–Perfectamente.

–¿Necesitas algo?

–No, gracias.

La enfermera se fue por donde había venido. Sandy recogió su maletín.

–¿Patty? – repitió.

Patrick se encogió de hombros.

–¿ Cariño?

Patrick volvió a encogerse de hombros.

A Sandy se le ocurrió otra pregunta antes de llegar a la puerta.

–Por curiosidad, cuando te saliste de la carretera, ¿dónde estaba Clovis?

–Donde siempre. En el asiento del pasajero, con el cinturón puesto. Antes de despeñar el coche le puse una cerveza en el regazo y me despedí de él. Estaba sonriendo.

Capítulo 38

En Londres eran las diez de la mañana, y las instrucciones para la devolución del botín aún no habían llegado. Eva salió del hotel y dio un largo paseo por Piccadilly. Sin rumbo ni horario fijo, tuvo ocasión de perderse entre la multitud, mirar escaparates y disfrutar de la vida callejera. Aquellos tres días pasados en solitario habían agudizado sus sentidos, y percibía con mayor nitidez los sonidos y las voces de los transeúntes apresurados. A la hora del almuerzo se sentó en un rincón de un pub abarrotado y pidió una ensalada tibia de queso de cabra. La rodeaban voces alegres y despreocupadas de gente que no sabía quién era ella y que no tenía ningún interés en saberlo.

Patrick le había contado que una de las cosas más excitantes de su primer año en Sáo Paulo había sido la certeza de que nadie sabía su nombre. Sentada en aquel pub, ella también se sentía más Leah Pires que Eva Miranda.

Después de comer se fue de compras a Bond Street. Empezó comprando lo que consideraba imprescindible -ropa interior y perfume-y acabó arrasando en Armani, Versace y Chanel sin reparar en gastos. En aquellos momentos era una mujer muy rica.

Habría sido más sencillo -y, sin duda, menos aparatoso- esperar hasta las nueve y arrestarlos en el bufete, pero, teniendo en cuenta que los hábitos laborales de los socios eran bastante impredecibles y que uno de ellos, Rapley, pocas veces salía de casa, decidieron adelantar la redada a la madrugada. ¿Qué más daban el susto y la humillación? ¿Qué más daba la curiosidad de los vecinos? Cogerlos mientras dormían o en la ducha: ésa era la mejor táctica.

Charles Bogan abrió la puerta en pijama y se puso a llorar en silencio cuando el alguacil, un hombre a quien conocía personalmente, le puso las esposas. Bogan había perdido a su familia, por lo que no pasó tanta vergüenza como los otros.

En casa de Doug Vitrano, los dos agentes del FBI a quienes había sido asignada la misión de detenerlo tuvieron que hacer frente a la hostilidad de la señora de la casa, que les cerró la puerta en las narices y subió rápidamente a sacar a su marido de la ducha. Por suerte, los niños aún estaban durmiendo cuando se llevaron a su padre esposado como un vulgar delincuente y lo metieron en la parte de atrás del coche. Ella, en cambio, lo vio marchar en camisón desde la puerta de casa, hecha un lío de lágrimas e improperios.

Como de costumbre, Jimmy Havarac se había acostado completamente borracho y por eso no oyó el timbre. Tuvieron que llamarlo por el teléfono móvil desde la puerta de su casa y esperar a que se despertara para detenerlo.

Ethan Rapley ya estaba en su buhardilla, redactando una petición y sin consultar para nada el reloj, cuando salió el sol. Desde allí no oyó los golpes en la puerta que despertaron a su mujer. Antes de subir a dar las malas noticias a su marido, la señora Rapley escondió la pistola que él guardaba en un cajón de la cómoda. Rapley reparó en la ausencia del arma mientras buscaba el par de calcetines más apropiado para la ocasión, pero no se atrevió a pedírsela a su mujer. Le dio miedo que se la diera.

El primer abogado del bufete Bogan había accedido a la judicatura federal trece años atrás, a propuesta del senador Nye, y Charles se había hecho cargo del negocio a la marcha de su fundador. El bufete estaba bien conectado con los cinco jueces federales, de manera que no es de extrañar que los teléfonos empezaran a sonar incluso antes de que los socios se reunieran en la cárcel. A las ocho y media ya los trasladaban por separado al juzgado federal de Biloxi para comparecer ante el magistrado más cercano.

A Cutter le sacaban de quicio la facilidad y la rapidez con que Bogan movía los hilos del poder. Todos suponían que los cuatro abogados no tendrían que esperar sus respectivos juicios en la cárcel, pero de ahí a sacar a un magistrado de la cama para ahorrarse sufrimientos innecesarios había un buen trecho. En represalia, Cutter habló con el equipo del telediario y con la redacción del periódico local.

El papeleo estuvo preparado y resuelto enseguida, y los cuatro socios pudieron abandonar el juzgado con tiempo suficiente para acudir a pie al bufete a la hora de costumbre. Los seguían un camarógrafo torpe y grandullón y un reportero inexperto que sabía que aquella historia iba a ser un bombazo pero no se imaginaba el porqué. Los abogados repitieron con cara de pocos amigos el «sin comentarios» de rigor, y se encerraron en sus despachos tan pronto como llegaron al bufete.

Charles Bogan se fue directo al teléfono para ponerse en contacto con el senador.

El detective privado recomendado por Patrick necesitó un simple teléfono y menos de dos horas para localizar a la mujer. Se llamaba Deena Postell y vivía en Meridian, a dos horas de camino de Biloxi en dirección noreste. Deena trabajaba en una tienda de comida preparada de las afueras, como encargada de la sección de charcutería y de una de las cajas.

Sandy decidió hacer una visita al establecimiento. Mientras fingía interés por una bandeja de pechugas de pollo y patatas fritas, echó un vistazo a los empleados que atendían a sus quehaceres tras el mostrador. Una mujer rechoncha con el pelo cano y voz chillona le llamó la atención. Como el resto del personal, llevaba una camisa de rayas blancas y rojas. Al acercársele más, Sandy distinguió el nombre «Deena» escrito en su placa de identificación.

Sandy se había puesto vaqueros y una chaqueta azul para no despertar sospechas.

–¿En qué puedo servirle? – preguntó Deena con una sonrisa.

Faltaban algunos minutos para las diez de la mañana, demasiado temprano para las patatas fritas.

–Un vaso grande de café -dijo Sandy correspondiendo a su sonrisa. A Deena le gustaba flirtear y agradeció el gesto. Cuando volvieron a encontrarse frente a la caja registradora, Sandy le dio una tarjeta de visita en vez del dinero.

Deena leyó la tarjeta y la dejó caer sobre el mostrador. Para una mujer que había criado a tres delincuentes juveniles, las sorpresas eran siempre sinónimos de problemas.

–Un dólar veinte -le exigió mientras pulsaba varias teclas y miraba de reojo a sus compañeros de trabajo.

–Le traigo buenas noticias -anunció Sandy.

–¿Qué quiere? – preguntó la mujer con un hilo de

voz.

–Diez minutos de su tiempo. La esperaré en una de aquellas mesas.

–Pero ¿qué es lo que quiere? – repitió mientras le devolvía el cambio.

–Por favor, le aseguro que no se arrepentirá de haber hablado conmigo.

A Deena le gustaban los hombres, y Sandy era un tipo bastante apuesto, mucho mejor vestido que el ganado al que estaba acostumbrada. Después de arreglar las bandejas de pollo asado y preparar unos cuantos cafés más, avisó a la encargada de que iba a tomarse un descanso.

Sandy esperaba pacientemente en una de las mesas del área de comedor, cerca de la máquina de hielo y de la nevera de las cervezas.

–Gracias -le dijo al verla aparecer.

Deena tenía cuarenta y tantos años, la cara redonda y cierta tendencia a maquillarse en exceso.

–Conque abogado y de Nueva Orleans, ¿eh?

–Sí. Supongo que no habrá leído la noticia de la captura del abogado que robó…

–Yo no leo nada de nada, cielo -lo interrumpió Deena-. Trabajo en este agujero sesenta horas a la semana y tengo dos nietos a mi cargo. Los cuida mi marido, que es inválido. La espalda, ¿sabe? No leo nada, no veo nada, y no hago nada que no sea trabajar aquí y cambiar pañales cuando estoy en casa.

Sandy casi se arrepentía de haber abierto la boca. ¡Qué panorama tan deprimente!

El abogado refirió la historia de su cliente tan rápido como pudo. Deena la encontró entretenida, aunque su interés decayó en la última parte.

–Que lo condenen a muerte -sentenció durante una pausa.

–Mi cliente no ha matado a nadie.

–¿No acaba de decirme que había un cadáver en el coche?

–Lo había, pero no tenía nada que ver con el accidente.

–Entonces, ¿no ha habido ningún asesinato?

–No, más bien un cadáver robado.

–Vaya. Bueno, tengo que volver al trabajo. ¿Puede saberse qué tiene esto que ver conmigo?

–El cuerpo robado era el de Clovis Goodman, su difunto y querido abuelo.

–¿Le pegó fuego a Clovis? – preguntó incrédula.

Así es.

Deena frunció el entrecejo para ordenar mejor sus sentimientos.

–¿Por qué? – preguntó.

–Porque necesitaba fingir una muerte.

–Pero… ¿por qué Clovis?

–Mi cliente era su abogado y su amigo.

–¡Menudo amigo!

–Mire, no se trata de que lo entienda. Todo esto ocurrió hace cuatro años, mucho antes de que usted y yo nos viéramos envueltos en el caso.

Deena hacía repiquetear los dedos de una mano y se mordía las uñas de la otra. Aquel abogado parecía un tipo listo. No serviría de nada verter unas cuantas lágrimas de cocodrilo por el bueno de Clovis. Ante la duda, decidió dejarle hablar a él.

–Le escucho -dijo.

–Mutilar un cadáver es un delito grave.

–No me extraña.

–Pero también puede dar pie a una acción civil. Me explico. La familia de Clovis Goodman tiene derecho a demandar a mi cliente por haber hecho desaparecer el cadáver de su pariente.

Conque era eso. Deena irguió la espalda y respiró hondo.

–Entiendo -dijo con una sonrisa rápidamente correspondida por Sandy.

–Sí. Por eso he venido a verla. Mi cliente quisiera llegar a un acuerdo con la familia de Clovis.

–¿Qué quiere decir con eso de «familia»?

–Viuda, hijos y nietos.

–Entonces sólo quedo yo. – ¿Y su hermano? – Luther murió hace dos años. Drogas y alcohol. – Eso la convierte en la única persona con derecho a presentar esta demanda. – ¿Cuánto? – le espetó. La pregunta le había salido del alma, pero ella misma se

avergonzó un poco de haberla formulado con semejante crudeza. Sandy se inclinó hacia delante. – Estamos dispuestos a ofrecerle veinticinco mil dólares ahora mismo. Llevo el talón en el

bolsillo.

Deena también se estaba acercando a la cara de Sandy cuando la mención del dinero la dejó petrificada. De repente se le llenaron los ojos de lágrimas y le empezó a temblar el labio inferior.

Sandy echó un vistazo a su alrededor. – Ha oído bien, sí. Veinticinco mil dólares. Deena cogió una servilleta de papel y volcó el salero sin querer. Luego se enjugó las

lágrimas y se limpió la nariz. Sandy seguía mirando a derecha e izquierda para comprobar que

nadie los estaba observando. – Para mí sola? – preguntó la mujer con la voz ronca y el pulso acelerado. – Para usted sola. Deena volvió a secarse los ojos y dijo: -Necesito una coca-cola. Deena se bebió una botella de litro sin pestañear. Sandy siguió tomando sorbitos de café

aguado y contemplando las idas y venidas de los clientes. No tenía ninguna prisa. – Bueno -dijo Deena ya sin lágrimas en los ojos-, supongo que si se presenta aquí

ofreciéndome veinticinco mil dólares es que está dispuesto a pagar más. – La oferta no es negociable. – Un juicio podría perjudicar a su cliente. Piense en los miembros del jurado,

compadeciéndose de la nieta del pobre Clovis, que tuvo que arder para que su cliente pudiera robar esos noventa millones de dólares. Sandy bebió otro trago de café e hizo un gesto afirmativo. Deena poseía una admirable

capacidad de reacción. Estoy segura de que podría sacarle mucho más si contratara un abogado. – Puede, pero tardaría cinco años en cobrar. Y no crea que lo tendría tan fácil. – ¿Qué quiere decir? – preguntó. – Clovís y usted no eran lo que se dice uña y carne. – ¿Y usted qué sabe? – Si lo eran, ¿por qué no se dignó asistir a su entierro? Necesitaría una excusa muy buena

para convencer a un jurado. Mire, Deena, he venido a hacer un trato. Si prefiere hacerlo a su

manera, cojo el portante y me vuelvo a Nueva Orleans. – ¿Cuánto está dispuesto a pagar? – Cincuenta mil dólares. – Trato hecho. – Deena le ofreció una mano rechoncha y empapada en el vapor

condensado del refresco. Sandy se sacó un cheque en blanco del bolsillo y escribió la cantidad y el nombre de la beneficiaria. Luego sacó dos documentos más: un contrato y el texto de una carta que Deena debería enviar a la fiscalía.

Las gestiones duraron menos de diez minutos.

Por fin empezó a verse movimiento en el canal de Boca. La acompañante sueca de Benny Aricia cargó todo su equipaje en el maletero de un BMW y abandonó la casa. Los agentes del FBI la siguieron hasta el aeropuerto internacional de Miami, donde esperó dos horas antes de embarcar en un vuelo con destino a Frankfurt.

Otros agentes la estarían esperando cuando aterrizara y ya no la perderían de vista hasta que cometiera un error. El error que pudiera llevarlos hasta Benny Aricia.

Capítulo 39

El último acto oficial del juez Huskey antes de inhibirse del caso Lanigan fue una entrevista celebrada de forma improvisada en su despacho. Ni el abogado de Patrick ni el fiscal fueron testigos de la conversación, cuyo contenido tampoco constó en acta. Patrick fue escoltado hasta el juzgado y conducido -por la misma ruta que el día de la vista preliminar- a las dependencias del juez, que aquel día no tenía ninguna vista y no se había puesto la toga. De hecho, habría sido una jornada tranquila de no ser por la detención aquella misma mañana de cuatro abogados notables. Los pasillos del juzgado ya se habían convertido en un hervidero de rumores.

Patrick aún no podía llevar ropa ajustada a causa de los vendajes. Los pantalones de cirujano eran holgados y suaves al tacto, y le servían para recordar a la gente que no era un preso sino un enfermo.

Cuando estuvieron juntos y a puerta cerrada, el juez le entregó una hoja de papel.

–Échale un vistazo -le dijo.

Era un documento de un solo párrafo firmado por el juez Karl Huskey informando de su decisión de inhibirse del caso Lanigan. La orden entraba en vigor al mediodía, es decir que lo había hecho hacía una hora.

Esta mañana he estado dos horas hablando con el juez Trussel. Casi os habéis cruzado.

–¿Me tratará bien?

–Hará lo que pueda. Le he dicho que no es un caso de pena de muerte y se ha quedado más tranquilo.

–Karl, no va a haber ningún juicio.

Patrick se fijó en el calendario de la pared, igual al que había visto en años anteriores. En cada día del mes de octubre había más vistas y más audiencias que en las agendas de cinco jueces juntos.

–¿Aún no tienes ordenador? – reprendió Patrick a su amigo.

–Ya tiene uno el secretario.

Se habían conocido hacía años en aquel mismo despacho, cuando Patrick era un joven abogado empeñado en defender los intereses de una familia destrozada por un accidente de circulación. Karl Huskey presidió el juicio correspondiente durante los tres días que duró, y ese tiempo bastó para que los dos se hicieran amigos. El jurado reconoció el derecho del cliente de Patrick a recibir dos millones trescientos mil dólares, uno de los veredictos más generosos emitidos hasta entonces en la Costa. En la fase de apelación, y en contra de los deseos de Patrick, el bufete aceptó rebajar la reclamación a dos millones. Bogan y compañía cobraron un tercio de esa indemnización, que sirvió para pagar deudas, hacer algunas inversiones y repartir dividendos entre los cuatro socios.

Por aquel entonces Patrick era sólo un empleado, y su victoria no le reportó más que una bonificación de veinticinco mil dólares concedida a regañadientes por sus superiores. El juicio había contado con el testimonio estelar de Clovis Goodman.

Patrick se fijó en una placa de yeso desconchada y en una mancha de humedad que había en el techo.

–¿Cuándo vas a pedir que te pinten este despacho? Está igual que hace cuatro años.

–¿Para qué? Dentro de dos meses ya no estaré aquí.

–Te acuerdas del caso Hoover? Fue la primera vez que coincidimos en la sala de vistas, y mi mejor caso hasta la fecha.

–¿Cómo no me voy a acordar? – Karl apoyó los pies en la mesa y cruzó las manos tras la nuca.

Patrick le contó la historia de Clovis.

Unos golpes en la puerta interrumpieron el relato hacia el final: el almuerzo había llegado. Un ayudante entró en el despacho con una caja de cartón y la depositó sobre la mesa para desvelar su contenido. El aroma era inconfundible: sopa de marisco y patas de cangrejo.

Es del restaurante de Mary Mahoney -dijo Karl-. Lo manda Bob con sus saludos.

El restaurante de Mary Mahoney no era solamente el local preferido de jueces y abogados a la hora de salir a remojar el gaznate los viernes por la tarde; también era el restaurante con más solera de la Costa, famoso por su exquisito menú y por una sopa de marisco de resonancias legendarias.

–Dile hola de mi parte -dijo Patrick mientras cogía una pata de cangrejo-. En cuanto pueda, iré a verle.

A las doce en punto, el juez encendió el pequeño televisor que ocupaba una de las estanterías de la habitación. Patrick y él vieron con atención las noticias, que aquel día estaban dedicadas a las últimas detenciones del FBI. Imperaba la ley del silencio. Los abogados no querían hacer comentarios -tanto es así que habían negado a la prensa el acceso al bufete-, y Maurice Mast, por una vez, no tenía nada que decir, lo mismo que el FBI. Ante semejante panorama, la periodista no tuvo más remedio que recurrir a todo tipo de rumores y habladurías, y ahí es donde entró Patrick. Según informaciones no confirmadas, las detenciones de los abogados del bufete Bogan eran el resultado de una ramificación de las investigaciones que se continuaban llevando a cabo a propósito del caso Lanigan. Y, ni corta ni perezosa, la periodista ilustró su crónica con imágenes de archivo de la llegada de Patrick al juzgado once días atrás. Otro informador veraz se dirigió a los espectadores desde la puerta del despacho del senador Harris Nye, y comentó la relación de parentesco que lo unía con el abogado Charles Bogan por si alguien aún no se había enterado de que eran primos hermanos. Según este segundo reportero, el senador no podía dar su opinión sobre las detenciones por hallarse en Kuala Lumpur a la búsqueda de más puestos de trabajo no cualificados para el estado de Misisipi. Ninguno de los ocho empleados del mismo despacho tenía nada que decir al respecto.

El reportaje duró diez minutos ininterrumpidos. – ¿De qué te ríes? – preguntó Huskey. – Hoy es un gran día. Ojalá tengan el valor de trincar también al senador. – He oído decir que los federales han retirado todos los cargos. – Sí, señor. Ayer testifiqué ante el jurado de acusación. ¡Qué ganas tenía de quitarme ese

peso de encima! Estoy harto de tantos secretos.

Patrick había dejado de comer mientras miraba la televisión y ya no le apetecía volver a empezar. Según los cálculos del juez, se había comido dos patas de cangrejo y prácticamente no había tocado la sopa.

–Come, que estás hecho una calavera. Patrick cogió una galletita salada y se acercó a la ventana. – Bueno -recapituló el juez-, a ver si me aclaro. Lo del divorcio está liquidado. Los

federales han retirado los cargos y tú has aceptado devolver los noventa millones más

intereses… -Ciento trece millones en total. – La acusación de homicidio en primer grado no se sostiene porque no hubo ningún

asesinato. El Estado no puede acusarte de robo porque ya lo ha hecho el FBI. Las aseguradoras han retirado las demandas. Pepper sigue vivo en alguna parte y ha sido sustituido en el papel de víctima por Clovis. Eso nos deja sólo la imputación de exhumación ilegal.

–Casi. Con la ley en la mano, se llama mutilación de cadáver. Parece mentira que aún no

te sepas el código… -Eso debe de ser una falta, ¿no? – Un delito grave. El juez removió la sopa y contempló con admiración a su amigo, que en aquel momento,

mientras mordisqueaba una galleta y miraba por la ventana, sin duda planeaba ya su próxima

maniobra. – ¿Puedo ir contigo? – ¿Adónde? – Adonde vayas. Cuando salgas de aquí, te reúnas con la chica, arrambles con el dinero y

te embarques en un yate, me gustaría acompañarte. – Todavía estoy en dique seco. – Por poco tiempo. Huskey apagó el televisor y apartó la comida. – Aún queda por llenar un hueco -dijo-. ¿Qué pasó entre la muerte y el entierro o no

entierro de Clovis? – Te gusta saber hasta el último detalle, ¿eh? – comentó Patrick entre risas. – Recuerda que soy juez. Los hechos son fundamentales. Patrick se sentó y apoyó los pies descalzos- en la mesa. – Estuve a punto de echarlo todo a rodar. Robar un cadáver no es nada fácil, ¿lo sabías? – Si tú lo dices… -Le había insistido a Clovis para que dispusiera hasta el último detalle de su funeral.

Hasta añadí un codicilo al testamento con instrucciones para la funeraria: féretro cerrado, nada de visitas ni de música, velatorio, ataúd de madera y una ceremonia sencilla.

¿Ataúd de madera?

–Sí. Clovis se tomaba muy en serio lo de «polvo eres y en polvo te convertirás». Quería un ataúd de madera, lo más endeble posible. Como el de su abuelo. En fin, yo estaba en el hospital cuando murió y esperé a que llegara el coche mortuorio. El director de pompas fúnebres era la monda. Iba vestido de luto de la cabeza a los pies. Se llamaba Rolland, y era el propietario del único tanatorio del pueblo. Cuando llegó, le di una copia de las instrucciones y le expliqué que Clovis no tenía familia. El testamento me daba plena potestad para tomar decisiones, y Rolland no me puso ningún inconveniente. Sólo me avisó de que eran las tres de la tarde, y de que se necesitaban varias horas para embalsamar el cadáver. También me preguntó si Clovis tenía algún traje. La verdad, no había caído en ese detalle. Le dije que no que nunca lo había visto trajeado. Rolland dijo que él tenía alguno guardado y que se ocuparía de todo.

–En realidad, Clovis quería que lo enterrásemos en su granja, y tuve que explicarle más de una vez que en el estado de Misisipi sólo se puede enterrar a la gente en los cementerios oficiales. Clovis contaba que su abuelo había sido un héroe de la Guerra de Secesión y que, cuando murió, o sea, cuando él tenía siete años, su familia organizó un velatorio de tres días, a la antigua usanza. Decía que pusieron el ataúd en el recibidor, sobre una mesa, y que todos los vecinos entraron a verlo. A Clovis le gustó tanto la idea que decidió que él también quería algo así. Por eso me hizo prometer que lo velaría durante una noche. Cuando se lo expliqué a Rolland, me dijo que él había visto de todo.

–Quedamos en que lo esperaría en casa de Clovis, y, efectivamente, se presentó allí con el coche mortuorio poco después del anochecer. juntos llevamos el ataúd hasta la entrada, lo subimos por la escalera y lo aparcamos en el salón, justo enfrente del televisor. Recuerdo que me sorprendió lo poco que pesaba. El pobre Clovis se había quedado en nada.

–¿Está solo? – me preguntó al ver que no había nadie más en el salón.

–Sí, es un velatorio íntimo -le dije yo.

–Entonces le pedí que abriera el ataúd. Al principio no le hizo mucha gracia, pero accedió cuando le expliqué que había olvidado entregarle algunos recuerdos de la Guerra de Secesión con los que Clovis quería ser enterrado. Rolland abrió el féretro delante de mí, con una llave universal que habría abierto cualquier otro ataúd. Clovis tenía el mismo aspecto de siempre. Le cubrí el estómago con un estandarte deshilachado del Decimoséptimo de Misisipi y coloqué encima la gorra de su abuelo. Rolland volvió a cerrar el ataúd y se fue. Nadie se presentó al velatorio. Ni una alma. A medianoche, más o menos, apagué las luces y eché el cerrojo. La llave de Rolland era una Allen, y de ésas yo tenía el juego completo. Me llevó menos de un minuto abrir el ataúd y sacar a Clovis. Casi no pesaba nada, pero estaba más rígido que una tabla. Y no llevaba zapatos. Al parecer, los zapatos no iban incluidos en el precio de tres mil dólares. En fin, dejé a Clovis en el sofá, puse cuatro ladrillos de ceniza dentro del ataúd y lo cerré.

–Acto seguido me fui a la cabaña con Clovis en el asiento de atrás. Conduje con mucho cuidado, porque no me habría gustado nada tener que contestar las preguntas de la policía de tráfico.

–Un mes atrás había comprado un congelador de segunda mano y lo había instalado en el porche cubierto de la cabaña. Acababa de meter a Clovis dentro del congelador cuando oí algo en el bosque. ¿Quién me iba a decir a mí que a las dos de la madrugada podían pillarme con las manos en la masa? Era Pepper. Le dije que acababa de pelearme con mi mujer y que estaba de muy mal humor; que volviera en otro momento. No creo que me viera arrastrar el cadáver hasta el porche. Sellé el congelador con cadenas, lo tapé con una lona y apilé unas cuantas cajas encima. Sabía que Pepper no andaba lejos, y preferí esperar hasta el amanecer. Entonces volví a casa y me cambié de ropa. A las diez estaba otra vez en casa de Clovis. Rolland llegó de muy buen humor y me preguntó por el velatorio. «Perfecto», le dije. No había habido excesos. Entre los dos llevamos el ataúd de vuelta al coche, y luego pusimos rumbo al cementerio.

Huskey escuchaba con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. La astucia de su amigo no conocía límites.

–No he visto cosa más retorcida… -dijo casi para sí.

–Gracias. Eso fue el jueves 6 de febrero. El viernes por la tarde me fui otra vez a la cabaña a pasar el fin de semana. Redacté una demanda, cacé pavos con Pepper y eché un vistazo al viejo Clovis, que parecía descansar en paz. El domingo por la mañana salí de la cabaña antes del amanecer y dejé la moto y la gasolina en su sitio; luego llevé a Pepper a la estación de autobuses de Jackson. Cuando ya había oscurecido, saqué a Clovis de la nevera, lo dejé un rato delante de la chimenea para que se descongelara y después lo metí en el maletero del coche. A las diez ya estaba listo. Una hora más tarde estaba muerto.

–¿No tuviste remordimientos?

–Pues claro que sí. Había hecho algo terrible. Pero había tomado la decisión de desaparecer, y de alguna manera tenía que hacerlo. Por una parte, no podía matar a nadie; por la otra, necesitaba un muerto. Si lo piensas bien, no es una idea tan descabellada.

–¡Qué va! Es perfectamente lógica…

–Cuando Clovis murió me di cuenta de que había llegado el momento. En realidad, tuve suerte. Cuando pienso en todo lo que podría haber salido mal…

–Y la sigues teniendo.

–De momento.

Karl consultó el reloj y se comió otra pata de cangrejo.

–¿Qué le puedo contar al juez Trussel?

–Todo menos el nombre de Clovis. Eso me lo reservo.

Capítulo 40

Patrick se sentó en un extremo de la mesa. A diferencia de su abogado, sentado a su derecha y armado con dos carpetas y una hilera de libretas formadas en orden de batalla, él no necesitaba notas. A su izquierda estaba T. L. Parrish, con un solo bloc y un cassette que pensaba utilizar con el permiso de Patrick. Para no complicar innecesariamente las cosas, todos los presentes habían acordado prescindir de ayudantes y lacayos; en su lugar, y por aquello de la fidelidad notarial, grabarían la sesión.

Una vez retirados los cargos federales, el peso de la justicia recaía sobre los hombros del Estado y de su representante en aquella reunión. El FBI había cedido su acusado a Parrish atraído por la captura de un pez mayor, el senador Nye, pero algo le decía al fiscal que Lanigan no se conformaría con aquel arreglo. Estaba a su merced, y lo sabía.

–Ya se puede ir despidiendo de la pena de muerte, Terry -dijo Patrick-. Yo no he matado a nadie.

Aunque casi todo el mundo lo llamaba Terry, a Parrish le resultó chocante oír ese apelativo de boca de un acusado que hacía unos años ni siquiera conocía.

–¿Quién se quemó en el coche, entonces?

–Alguien que llevaba muerto cuatro días.

–¿Alguien que conozcamos?

–No. Una persona mayor de la que nadie quería saber nada.

–¿De qué murió esta persona?

–De vieja.

–¿Dónde?

–Aquí, en Misisipi.

Parrish dibujaba líneas y cuadrados en su cuaderno. La retirada de los federales había dejado la puerta abierta, y Patrick estaba aprovechando el desconcierto general para salirse con la suya. Nada, ni siquiera esposas y grilletes parecía bastante para detenerlo.

–¿Y le prendió fuego a un cadáver?

–Eso es.

–¿No tenemos ninguna ley contra eso?

Sandy pasó a Parrish una hoja de papel.

–Perdonen, pero es que no es un caso muy habitual.

–Dése por vencido, Terry -dijo Patrick con la confianza de quien lleva años preparando aquel instante.

T. L. Parrish no necesitaba que lo convencieran, pero no podía olvidar quién era tan

fácilmente.

–Yo diría que un año en Parchman le sentará bien.

–No lo dudo, pero Parchman no entra en mis planes.

–¿Qué planes son ésos?

–Ir a cualquier otro lugar con un billete de primera clase.

–No tan deprisa. Seguimos teniendo un cadáver.

–No, Terry, no tiene ningún cadáver. No tienen ni idea de qué es lo que tienen, y yo no pienso decírselo hasta que no hayamos hecho un trato.

–¿Qué clase de trato?

–Ustedes retiran los cargos y se olvidan del caso, y nosotros nos vamos a casa tranquilamente.

–¡Qué bonito! Cogemos al atracador de bancos, le hacemos devolver el dinero, retiramos los cargos y lo enviamos de vuelta a casa. ¡Justo lo que necesitan oír las otras cuatrocientas personas que tenemos pendientes de juicio en este momento!

–Sus abogados lo entenderán.

–Aceptar ese trato sería un golpe terrible para la justicia.

–Los otros cuatrocientos acusados me traen sin cuidado. Y sin duda el sentimiento es mutuo. Estamos hablando de un proceso penal, Terry. Tengo el mismo derecho que los

demás a defenderme. – No todos los casos son noticia de primera plana. – Ya veo, le preocupa la prensa. ¿Cuándo es la reelección? ¿El año que viene? – Soy el único candidato. La prensa no me preocupa demasiado.

–Pues claro que le preocupa. Usted ocupa un cargo público, así que preocuparse por la prensa forma parte de su trabajo. Precisamente por eso debería considerar seriamente la propuesta de retirar los cargos. El caso está perdido. ¿La primera plana, dice? Espere a ver su cara publicada cuando el jurado me declare inocente.

–La familia de la víctima no desea presentar cargos -informó Sandy-, y está dispuesta a manifestarlo públicamente -añadió blandiendo una hoja de papel. El mensaje estaba claro: nosotros tenemos las pruebas y la familia, nosotros sabemos quiénes son y ustedes no.

–Ya me imagino los titulares -lo provocó Patrick-. La familia suplicándole que no me procese.

¿Cuánto les ha pagado por su silencio? Parrish tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero no la hizo. No era relevante. En vez de eso, siguió garabateando algo en el bloc y evaluando los daños causados por el enemigo. El cassette, mientras tanto, captaba su silencio.

Patrick imaginó a su contrincante contra las cuerdas y decidió que había llegado el momento de noquearlo.

–Mire -dijo con franqueza-, usted no puede juzgarme por asesinato. Olvídese dé eso. Y tampoco puede acusarme de haber mutilado un cadáver porque no sabe de quién era el cuerpo. En otras palabras, no tiene nada contra mí. Sé que es duro aceptarlo, pero los hechos son los hechos.

–¿Que recibirá algunas críticas? Bueno, eso forma parte de su trabajo.

–Gracias por su comprensión, pero le comunico que sí puedo acusarlo de haber mutilado un cadáver. Lo llamaremos Juan Nadie y punto.

–¿Y por qué no Juana? – replicó Sandy.

–Como quieran. Investigaremos hasta el último diablo desaparecido a principios de aquel mes. Interrogaremos a los familiares y nos enteraremos de si han hablado con ustedes o no. Puede que incluso consigamos una orden judicial y exhumemos unos cuantos cadáveres. No tenemos prisa. Mientras tanto, lo trasladaremos a la cárcel del condado de Harrison, donde el sheriff Sweeney se encargará de buscarle los compañeros de celda más adecuados. Nos opondremos a la libertad bajo fianza y, teniendo en cuenta sus costumbres, ningún jurado se la concederá. Irán pasando los meses y llegará el verano. En la cárcel no hay aire acondicionado, ¿sabe? Usted perderá unos cuantos kilos más, y nosotros seguiremos escarbando hasta dar con la tumba vacía. Entonces, nueve meses, doscientos setenta días después de la presentación de los cargos, iremos a juicio.

–¿ Cómo piensa probar que hice lo que usted dice? No hay testigos ni nada que se le parezca; sólo evidencias circunstanciales.

–Será difícil. Pero no se trata de eso. Si tardo un par de meses en presentar los cargos, será como haberlos añadido a la sentencia. En total, habría pasado casi un año en la cárcel del condado antes de ir a juicio. Y un año es mucho tiempo para un hombre con tanto dinero.

–Puedo esperar -dijo Patrick tratando de no parpadear el primero.

–Tal vez, pero no puede permitirse el riesgo de una condena.

–¿Adónde quiere ir a parar? – preguntó Sandy.

–Consideren la situación en términos generales -dijo Parrish dibujando un arco con las manos-. No pueden dejarnos en ridículo. El FBI se ha escabullido por la puerta de atrás y el Estado no tiene mucho adonde agarrarse. Necesitamos algo que presentar a la opinión pública, lo que sea.

–Muy bien, le dejaremos ganar el juicio. Entraré en la sala de vistas, obedeceré al juez, escucharé su discurso y me declararé culpable del delito de mutilación de cadáver, pero no quiero saber nada de la, cárcel. Explíquele al juez que la familia no quiere presentar cargos; recomiende la libertad condicional, vigilada, una multa, una indemnización, una rebaja; háblele de la tortura y de todo lo que he pasado. Eso lo dejará en un buen lugar. Cualquier cosa con tal de no ir a la cárcel.

Parrish hizo repiquetear los dedos sobre la mesa mientras analizaba la situación.

–¿Y revelará el nombre de la víctima?

–Tan pronto como hayamos hecho un trato.

–Ya tenemos la autorización de la familia para la exhumación, explicó Sandy mientras mostraba otro documento a los presentes.

–Tengo prisa, Terry. Me están esperando.

–Antes tengo que hablar con Trussel. Necesitaremos su aprobación.

–No habrá ningún problema -vaticinó Patrick.

–¿Trato hecho, entonces? – preguntó Sandy.

–Por mí no hay inconveniente -aceptó Parrish antes de apagar el cassette. Luego recogió su munición y la guardó en un maletín. Patrick guiñó un ojo a Sandy.

–Por cierto -añadió cuando ya se iba-, casi se me olvida. ¿Qué puede decirnos de Pepper Scarboro?

–Pues, su nuevo nombre y su número de la Seguridad Social.

–¿Quiere-decir que está vivo?

–Sí. Pueden localizarlo, si quieren, pero no lo molesten. No ha hecho nada malo.

El fiscal abandonó la reunión sin decir una palabra más.

Leah Pires tenía una cita a las dos en punto en la sede central del Deutsche Bank en Londres. El vicepresidente era un alemán de modales impecables, sonrisa permanente, traje de doble botonadura y acento imperceptible. Recibiría de una de las sucursales de Zurich una transferencia por valor de ciento trece millones de dólares, y tendría que enviar el dinero de inmediato a la sede del American Bank en Washington. Leah le proporcionaría los números de cuenta y todas las instrucciones necesarias. El vicepresidente invitó a Leah a tomar té y galletas mientras él salía a hablar por teléfono con Zurich.

–Todo arreglado, señora Pires -anunció sonriente al regresar-. No habrá ningún problema.

Desde luego, Leah no esperaba tenerlo.

El ordenador emitió un pitido eficiente y facilitó un resguardo de la transferencia. El vicepresidente entregó el documento a Leah. Después de transferir los ciento trece millones, su saldo en el DeutscheBank era de un millón novecientos mil dólares aproximadamente. Leah. dobló el papel y se lo guardó en el bolso, un flamante modelito de Chanel.

Otra cuenta en Suiza reflejaba un saldo de tres millones. Un banco canadiense afincado en la capital de las islas Caimán tenía seis millones y medio en depósito. Un agente inversor de las Bermudas gestionaba un capital de cuatro millones, y siete millones doscientos mil dólares más esperaban en Luxemburgo el momento de ser transferidos a otro lugar.

Una vez hechas todas las gestiones, Leah salió del banco y regresó a su coche, que el chófer había aparcado no lejos de la puerta. El siguiente paso era llamar a Sandy y ponerlo al corriente de sus últimos movimientos.

La carrera de fugitivo de Benny Aricia fue corta. Su amiga pasó la noche en Frankfurt y aterrizó en el aeropuerto londinense de Heathrow a las doce del día siguiente.

Su llegada había sido anunciada, y la policía la tuvo esperando un buen rato mientras comprobaba la validez de su pasaporte. Llevaba gafas oscuras y le temblaban las manos. Había una cámara filmando la escena.

En la parada de taxis la esperaba un agente infiltrado que la puso a la cola con otras dos señoras. Momentos después le asignó un coche conducido por un taxista de verdad que ya estaba sobre aviso y llevaba una radio en la cabina.

–Al hotel Athenaeum, en Piccadilly.

El taxista se alejó de la terminal y se unió al tráfico intenso del mediodía. De camino al hotel cogió la radio y comunicó su destino «a la central».

Una hora y media más tarde llegaban a la puerta del hotel. La amiga de Aricia tuvo que esperar otra vez en el mostrador de recepción. El gerente se disculpó por el retraso y alegó una avería informática.

No podían dejarla subir a la habitación hasta que no estuvieran colocados los micrófonos. La joven dio una pequeña propina al botones, cerró la puerta con llave y se fue derechita al teléfono.

Las primeras palabras que transmitió el micrófono fueron: «Benny, soy yo. Ya estoy aquí.»

–Gracias a Dios -exclamó Benny-. ¿Estás bien?

–Sí. Asustada.

–Te ha seguido alguien?

–No, creo que no. He ido con mucho cuidado.

–Espléndido. Oye, en Brick, cerca de Down Street, hay un café pequeñito. Está a dos manzanas de tu hotel. Te espero allí dentro de una hora.

–Vale. Benny…, tengo miedo.

–No pasa nada, cariño. Tengo muchas ganas de verte.

Benny no la estaba esperando cuando llegó al café. Al cabo de una hora se dio por vencida y volvió al hotel presa del pánico. Benny no llamó, y ella se pasó toda la noche en vela.

A la mañana siguiente cogió todos los periódicos del vestíbulo y se los llevó al comedor para repasarlos mientras tomaba café. Entre las páginas del Daily Mail encontró una gacetilla de dos párrafos sobre la captura de un fugitivo norteamericano, un tal Benny Aricia.

Le faltó tiempo para subir a hacer las maletas y reservar un billete de avión con destino a Suecia.

Capítulo 41

Con la inestimable colaboración de su colega Karl Huskey, el juez Trussel decidió dar prioridad al caso Lanigan y así poner punto final a tanto escándalo. Dentro de la comunidad jurídica de Biloxi circulaba ya el rumor de que las partes habían llegado a un acuerdo, rumor que debía competir en importancia con los que hacían referencia al bufete Bogan. Sumando los comentarios generados por uno y otro caso, puede decirse que en los pasillos del juzgado no se hablaba de otra cosa.

Trussel empezó la jornada requiriendo la presencia de T. L. Parrish y Sandy McDermott para que lo pusieran al corriente de las últimas incidencias. La reunión tenía que durar sólo unos minutos, pero se alargó durante horas. Patrick intervino en la conversación personalmente y en no menos de tres ocasiones, siempre por obra y gracia del teléfono móvil del doctor Hayani. Ambos, médico y paciente, se hallaban en la cafetería del hospital disputando una partida de ajedrez.

–No le veo yo a éste madera de presidiario -masculló el juez después de hablar con Patrick por segunda vez. Ni su actitud ni sus palabras trataban de disimular hasta qué punto lo contrariaba tener que darse por vencido tan pronto, pero los hechos eran los hechos, y la acusación contra Lanigan hacía aguas por todas partes. Además, con la agenda llena de casos de narcotráfico y abuso de menores, ¿para qué perder el tiempo con el mutilador de cadáveres preferido de los medios de comunicación? Todas las pruebas contra Lanigan eran circunstanciales y, teniendo en cuenta su fama de calculador, Trussel ya tenía pocas esperanzas puestas en aquel juicio.

Fiscal y abogado defensor discutieron la conveniencia de que Patrick se declarara culpable o inocente. Acordaron que el fiscal retirara los cargos que pesaban contra el acusado y los sustituyera por una imputación de menor gravedad de la que Patrick pudiera declararse culpable. En el transcurso de la primera reunión, Trussel habló por teléfono con el sheriff Sweeney, con Maurice Mast, con Joshua, Cutter y con Hamilton Jaynes, que estaba en Washington. También comentó un par de cosas con el juez Huskey, que esperaba en la habitación de al lado, por si acaso.

Los dos jueces, igual que Parrish, debían presentarse a la reelección cada cuatro años. Trussel nunca había tenido que enfrentarse a ningún rival y se consideraba intocable desde el punto de vista político. Huskey dejaba la judicatura. Parrish era un tipo sensible, aunque, como buen político, sabía cómo dar una imagen de imparcialidad e independencia. Los tres llevaban mucho tiempo metidos en el mundo de la política y, al cabo de los años, todos habían llegado a la misma conclusión: las medidas impopulares hay que aplicarlas deprisa, quitárselas de encima cuanto antes. Las dudas alimentan la polémica y trasladan el debate, antes, durante y después del juicio, a las primeras páginas de los periódicos.

El caso del cadáver misterioso quedó explicado en pocas palabras. Patrick se comprometió a revelar el nombre de la víctima y a autorizar la exhumación. Si el contenido del ataúd no había variado desde el día del falso entierro de Clovis, Patrick se declararía culpable en el juicio por mutilación. Si, por contra, tal como algunos esperaban, se producía alguna sorpresa, el acuerdo quedaría anulado y Patrick tendría que hacer frente a la acusación de homicidio en primer grado. En cualquier caso, la seguridad con la que el acusado relataba los hechos dejaba poco lugar a dudas.

Sandy encontró a su cliente en la cama del hospital, rodeado de enfermeras y atendido por el doctor Hayani. Se trataba de una cuestión urgente y tenía que hablar con el señor Lanigan en privado. Patrick pidió disculpas al personal médico y, una vez a solas con su abogado, repasó todos los documentos uno por uno y hasta los leyó en voz alta antes de firmarlos.

Al lado de la mesa de despacho improvisada de Patrick había una caja de cartón llena de libros. Sandy reconoció entre ellos algunos de los que había prestado a su cliente y dedujo que éste tenía intención de mudarse muy pronto.

Sandy almorzó en la suite del hotel. Si es que se puede llamar almuerzo a comerse un sándwich de pie, mientras se lee en pantalla el documento que está corrigiendo una secretaria. La otra secretaria y los dos ayudantes del bufete McDermott ya estaban de vuelta en Nueva Orleans.

El teléfono apenas tuvo tiempo de sonar. Al otro lado del cable, una voz se identificó como Jack Stephano, de Washington. ¿Había oído hablar de él? Sandy respondió que sí. Stephano llamaba desde el vestíbulo del hotel y solicitaba una breve entrevista. Sandy accedió encantado. Trussel no esperaba a los letrados hasta las dos.

–He venido por curiosidad -dijo Stephano. Sandy no se lo creyó. Estaban sentados en la sala de estar, ante una mesita donde apenas quedaba espacio para dos tazas de café.

–¿No le parece que debería disculparse? – sugirió Sandy.

–Tiene razón. A mis hombres se les fue un poco la mano. No deberían haber sido tan bruscos con su cliente.

–¿Ya está?

–Lo siento -mintió-. Reconozco que cometimos un error.

–Transmitiré sus disculpas a mi cliente. Estoy seguro de que significarán mucho para él.

–Sí, bueno, a lo que iba. Como verá, a mí esta historia ya no me va ni me viene. Mi mujer y yo vamos a pasar unos días de vacaciones en Florida, y he aprovechado para acercarme a hablar con usted. Seré breve.

–¿Han cogido a Aricia? – preguntó Sandy.

–Sí, hace unas cuantas horas. En Londres.

–Me alegro.

–Ya no trabajo para él. Además, nunca he tenido nada que ver con el fraude de los astilleros. A mí me contrató a raíz de la desaparición del dinero. Me pagaron para que lo recuperara. Yo lo intenté, cobré, y fin de la historia.

–¿ Por qué ha venido a verme?

–Por pura curiosidad. Si encontramos a Lanigan fue gracias a un soplo, a alguien que lo conocía muy bien. Hace dos años recibimos una llamada de una agencia de detectives de Atlanta llamada Pluto Group. Nos dijeron que tenían un cliente en Europa dispuesto a vender cierta información relacionada con Lanigan. Nuestro presupuesto nos permitía ser generosos en este sentido, y accedimos a tener tratos con ellos. Toda la información que obtuvimos por mediación de Pluto resultó ser cierta. No cabía duda de que su cliente, quienquiera que fuese, sabía mucho de Lanigan: de sus movimientos, de sus costumbres y de sus alias. Y estaba claro que actuaba según un plan de acción diseñado de antemano. Lo sabíamos, como también sabíamos que al final acabaría por llevarnos hasta nuestro objetivo; por eso nos obligamos a tener paciencia. Y por fin llegó el gran día. La dirección de Patrick Lanigan a cambio de un millón de dólares. Para demostrarnos que no se trataba de un engaño, nos entregaron varias instantáneas recientes de Lanigan. Lo habían fotografiado mientras lavaba el coche, un escarabajo rojo. En fin, pagamos el millón y así fue como encontramos a Patrick.

–¿Y quién era el cliente de Pluto?

–Eso es lo que me gustaría saber. Yo creo que tiene que ser la chica.

Sandy tardó unos segundos en reaccionar, y cuando lo hizo soltó un gruñido que no acabó de sonar a carcajada. Aún recordaba la historia de Leah sobre Pluto y el seguimiento

de la investigación de Stephano.

–¿Sabe dónde está? – preguntó Stephano.

–No -respondió Sandy. Sabía que estaba en Londres, pero desde luego no iba a decírselo a Jack Stephano.

–En total, el cliente misterioso se embolsó un millón ciento cincuenta mil dólares. Y cumplió su parte del trato, como judas.

–Todo eso es historia. ¿Por qué ha venido a verme ahora?

–Por curiosidad, ya se lo he dicho. Si algún día llega a saber toda la verdad, le agradecería que me llamara. Ya sé que no me va nada en ello, pero no dormiré tranquilo hasta que no sepa a quién fue a parar el dinero.

Stephano se marchó sin otra recompensa que una vaga promesa de Sandy.

El sheriff Raymond Sweeney se enteró del trato durante el almuerzo, y no le hizo ni pizca de gracia. Intentó ponerse en contacto con Parrish y con el juez Trussel, pero los dos estaban demasiado ocupados para ponerse al teléfono. Cutter, por su parte, no estaba localizable.

Sweeney decidió dejarse ver por el juzgado. Una vez allí, se apostó en el pasillo, entre los despachos de los dos jueces implicados en el caso, para ser el primero en enterarse de lo que estaba pasando. Mientras tanto, se dedicaría a especular en compañía de sus ayudantes y de los agentes que custodiaban el juzgado.

Los abogados comparecieron a eso de las dos y se negaron a hacer ninguna clase de comentario. La reunión debía celebrarse en el despacho de Trussel a puerta cerrada. Al cabo de diez minutos, el sheriff la interrumpió. Quería saber qué pasaba con Lanigan. El juez le explicó que su prisionero se declararía culpable, y que se había llegado a un acuerdo en este sentido que, en su opinión y en la de todos los presentes, beneficiaba los intereses de la justicia.

Sweeney no era de la misma opinión y no tuvo reparo en demostrarlo:

–¿No se dan cuenta de que nos está tomando el pelo? En la calle los ánimos están alterados. La gente comenta que cualquiera se puede librar de la cárcel si tiene bastante dinero. Nos está haciendo quedar como un puñado de payasos.

–¿Se te ocurre algo mejor, Raymond? – preguntó Parrish.

–Me alegro de que me lo preguntes. Por de pronto, yo lo metería una temporada en la cárcel del condado. ¡Ya está bien de tantos privilegios! Y luego lo juzgaría como Dios manda.

–¿Por qué delito, si puede saberse?

–¡Ésta sí que es buena! Ahora resultará que el señor Lanigan no robó noventa millones de dólares y que el cadáver se quemó solo. Diez años en Parchman. Eso es lo que yo llamo justicia.

–El robo no se cometió en este estado -explicó el juez-. Está fuera de nuestra jurisdicción. Se trataba de un delito federal y, en cualquier caso, el FBI ya ha retirado los cargos.

Sandy estaba en un rincón, concentrado en la lectura de un documento.

–Eso es que alguien metió la pata, ¿no?

–No fuimos nosotros -se apresuró a decir Parrish.

–Genial. Vete a contárselo a la gente que votó por ti en las elecciones. Échales la culpa a los federales, que no tienen que presentarse a las próximas. ¿Y qué pasa con lo del cadáver?

¿Es que van a consentir que confiese y luego se quede tan ancho?

–¿Cree usted que el señor Lanigan debería ser juzgado por ese delito? – preguntó el juez.

–¿A usted qué le parece?

–Adelante, Raymond -dijo Parrish-, dinos cómo demostrarías tú que Lanigan es culpable.

–Eso es cosa tuya. Tú eres el fiscal, ¿no?

–Sí, pero parece ser que tú eres el auténtico experto. Vamos, explícanos cómo te las arreglarías para obtener un veredicto de culpabilidad.

–Lanigan ha admitido que quemó el cadáver, ¿no?

–Sí. ¿Y tú crees que querrá subir al estrado y testificar en su contra?

–Ni lo sueñen -intervino Sandy.

–¿Es ésa tu idea de un buen plan de ataque? – insistió Parrish.

Sweeney tenía el cuello y las mejillas colorados, y no paraba de hacer aspavientos y de fulminar a los presentes con la mirada. Al cabo de unos segundos, cuando se dio cuenta de su inferioridad dialéctica, se tranquilizó.

–¿Cuándo? – preguntó.

–A última hora de la tarde -respondió el juez.

A Sweeney tampoco le gustaron aquellas prisas. Por todo comentario, se metió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia la puerta.

–Al final todo queda en familia -dijo en voz alta.

–Nada como una familia unida -añadió Parrish con

sarcasmo.

Sweeney dio un portazo y se fue por donde había venido. Desde el coche -un vehículo sin distintivos- llamó a su chivato particular, un redactor del periódico de la Costa.

Con el permiso de la familia y del mismo Patrick -albacea testamentario-, la exhumación podría llevarse a cabo sin problemas. No dejaba de ser irónico que la responsabilidad de autorizar la apertura del ataúd para que Patrick pudiera librarse de la acusación de asesinato recayera precisamente en él, único amigo del difunto. Ni al juez, ni a Parrish, ni a Sandy les pasó por alto aquel detalle, una de tantas ironías relacionadas con el caso Lanigan.

Estrictamente hablando, la operación de abrir un ataúd con la sola intención de comprobar si estaba o no vacío no entraba dentro de la categoría de exhumación y, por la misma razón, no se veía afectada por la legislación de Misisipi. Eso ahorró trámites e hizo posible que el juez adoptara una actitud comprensiva. Al fin y al cabo, ¿quién podía salir perjudicado? La familia, desde luego, no. Y menos aún el ataúd, que, según todos los indicios, no servía para nada.

Rolland seguía siendo el único director de pompas fúnebres de Wiggins y se acordaba perfectamente del señor Clovis Goodman, de su abogado y de aquel extraño velatorio en el domicilio del finado. ¿Cómo no se iba a acordar?, le dijo al juez por teléfono. Sí, había leído algo sobre el caso Lanigan. No, no se le había ocurrido pensar que él y el abogado del velatorio pudieran ser la misma persona.

El juez Trussel le resumió los hechos de manera que quedara patente la importancia de la exhumación. No, Rolland no había abierto el ataúd después del velatorio. ¿Para qué? Mientras el juez hablaba con él por teléfono, Parrish le envió por fax las copias de las autorizaciones firmadas por Deena Postell y Patrick Lanigan, albacea del testamento.

Rolland se mostró más que dispuesto a colaborar. Era la primera vez que se veía envuelto en un caso parecido: en Wiggins la gente no solía dedicarse a robar cadáveres. La exhumación podía realizarse en cualquier momento; él era el dueño del cementerio.

Trussel envió al cementerio al secretario del juzgado y a dos ayudantes. La excavadora empezó a remover el suelo margoso de la tumba bajo la atenta mirada de Rolland, que esperaba el momento de intervenir con una pala en la mano.

La inscripción de la lápida que acababan de retirar rezaba «CLOVIS F. GOODMAN, 23-1-1907 6-2-1992, R. I. P.». Bastaron menos de quince minutos para llegar a la profundidad a la que había sido enterrado el ataúd. Rolland y uno de sus empleados se metieron en el hoyo y siguieron cavando a mano. Las raíces de un chopo cercano habían empezado a rodear el féretro. Rolland se sentó a horcajadas sobre el ataúd y, con las manos sucias, colocó en su sitio la llave maestra. La tapa se resistió un poco, pero finalmente se abrió.

Como era de esperar, el ataúd estaba vacío.

Ladrillos aparte, claro está.

La idea era celebrar una vista pública, tal como disponía la ley, pero hacerlo poco antes de las cinco, cuando el juzgado estuviera a punto de cerrar y la mayoría de los empleados ya se hubieran ido. El juez y el fiscal del distrito, convencidos de la bondad del pacto pero -aun así- temerosos de la reacción Pública, se contaban entre los más complacidos por el arreglo. Sí, las cinco era buena hora.

Patrick había aceptado declararse culpable, y el ataúd ya había sido abierto. Sandy no veía motivos para eternizar la situación y se había pasado el día abogando por un procedimiento expeditivo. ¿Por qué mantener a un hombre privado innecesariamente de su libertad?, había alegado sin demasiado éxito. El juzgado estaría hasta los topes de trabajo durante varios meses, y cualquier día era tan bueno o tan malo como el siguiente. ¿Qué ganaba nadie con aquella espera?

Nada, decidió finalmente el juez. Parrish no se opuso a la convocatoria inmediata de la vista. Le esperaban ocho juicios durante las tres semanas siguientes, y cuanto más trabajo pudiera quitarse de encima, mejor.

La defensa tampoco tuvo nada que objetar. Las cinco les parecía bien. Con un poco de suerte, el trámite no se alargaría más de diez minutos. Y con otro poco de suerte su cliente pasaría inadvertido. A Patrick le iba bien a las cinco. A esa hora no tenía ningún otro compromiso…

Patrick se puso unos pantalones anchos, una camisa holgada de algodón y unos mocasines Bass nuevos, sin calcetines, por lo de las quemaduras del tobillo. Antes de abandonar el hospital se despidió efusivamente de Hayani y le agradeció sus demostraciones de amistad. Luego hizo lo mismo con las enfermeras y el personal auxiliar, y les prometió que iría a visitarlos. Era mentira, y todo el mundo lo sabía.

Después de más de dos semanas como paciente y prisionero, Patrick salió del hospital acompañado de su abogado y seguido, como siempre, por los miembros de su escolta armada.

Capítulo 42

Estaba claro que a todo el mundo le iba bien a las cinco. Lo malo es que todo el mundo incluía hasta el último empleado del juzgado. La noticia de la celebración de la vista había llegado a todos los rincones del edificio en cuestión de minutos.

Una secretaria que había ido al juzgado a buscar un título de propiedad oyó por casualidad las últimas noticias sobre el caso Lanigan. Le faltó tiempo para dirigirse al teléfono más cercano e informar a sus compañeros del evento. Pocos minutos después, toda la comunidad jurídica de la Costa sabía que Lanigan había aceptado declararse culpable de no se sabía qué delito, y que pensaba hacerlo en secreto y a las cinco en la sala de vistas principal del juzgado de Biloxi.

La noticia de una vista casi clandestina resultó ser el complemento ideal de los rumores que ya habían rodeado el caso hasta entonces. Todo el mundo tenía alguien a quien contársela: socios, cónyuges, periodistas preferidos, colegas lejanos, etcétera. En menos de treinta minutos, media ciudad se puso al corriente de que Patrick estaba a punto de comparecer ante el juez, cumplir con su parte del tan cacareado acuerdo con la fiscalía y, muy probablemente, obtener la libertad.

La vista habría pasado más inadvertida de haberse anunciado en periódicos y vallas publicitarias. Una decisión secreta y precipitada. Un caso rodeado de misterio. Sin duda se trataba de otro ejemplo de corporativismo.

Una vez reunidos en la sala de vistas, los curiosos formaron grupos inquietos. Además de intercambiar las últimas habladurías, tenían que estar pendientes de quién entraba y salía, y defender su derecho a ocupar el asiento que tenían reservado. Los rumores se vieron confirmados por la afluencia masiva de público -tanta gente no podía estar equivocada- y alcanzaron categoría de dogma cuando la prensa hizo acto de presencia en la sala.

–Ahí viene -dijo alguien, un secretario que pasaba cerca del estrado, y los curiosos ocuparon sus asientos.

Patrick ofreció una sonrisa a las dos cámaras que lo esperaban en la puerta de atrás del juzgado. Su escolta lo acompañó hasta la sala del jurado adyacente a la sala de vistas del primer piso, y una vez allí, le retiró las esposas. Los pantalones le quedaban un poco largos. Patrick se dio cuenta y se los acortó con una vuelta en los bajos. Al cabo de unos minutos, Karl entró en la habitación y pidió a los guardias que esperaran en el pasillo.

–¿Se han vendido todas las entradas? – comentó Patrick con ironía.

–Está visto que en esta ciudad no se puede mantener nada en secreto -dijo el juez-. Bonitos pantalones.

–Gracias.

–Conozco a un periodista del periódico de Jackson que…

–Ni hablar -lo interrumpió Patrick-. Ni una palabra a nadie.

–Ya me lo suponía. ¿Cuándo te vas?

–No lo sé. Pronto. 1 ¿Y la chica?

–En Europa.

–Puedo ir contigo?

–¿Para qué?

–Para verlo.

–Ya te mandaré el vídeo.

–Tu generosidad me conmueve.

–¿Va en serio lo de irte? Si tuvieras la oportunidad de desaparecer ahora mismo, ¿la aprovecharías?

–¿Con o sin noventa millones?

–Con y sin ellos.

–Pues claro que no. No sería lo mismo. Yo quiero a mi mujer; tú no querías a la tuya. Yo tengo tres hijos magníficos… Tu situación era muy diferente. No, no me gustaría desaparecer. Pero no te culpo por querer hacerlo.

–Karl, todo el mundo quiere desaparecer. Antes o después, todo el mundo sueña con irse. Vivir una vida mejor, en la playa, en las montañas, sin problemas… Forma parte de nosotros. Somos descendientes de un puñado de emigrantes que dejaron atrás una vida miserable para labrarse un futuro mejor. Primero en el este, luego en el oeste, siempre de aquí para allá, en busca de la tierra prometida. Nosotros ya no tenemos nuevos continentes que explorar.

–Vaya, no se me había ocurrido mirarlo desde una perspectiva histórica.

–Pues te lo recomiendo.

–¡Ojalá mis abuelos se hubieran agenciado unos cuantos millones antes de salir de Polonia!

–Ya los he devuelto.

–He oído hablar de cierto remanente…

–Uno de tantos rumores infundados.

–Oye, ¿crees que se pondrá de moda esto de hacer desfalcos, quemar cadáveres, huir a Sudamérica y caer en brazos de bellezas exóticas?

–A mí no me ha ido tan mal.

–Pobres brasileños. Si supieran las hordas de abogados sin escrúpulos que se les vienen encima…

En ese momento llegó Sandy con otro papelito que hacía falta firmar.

–Trussel está que casi echa chispas -comentó con el juez-. El teléfono no para y el pobre ya no sabe dónde esconderse.

–¿Qué hay de Parrish?

–Otro que tal baila.

–Acabemos con esto antes de que cambien de opinión -propuso Patrick mientras firmaba el documento.

Un agente se acercó al estrado y comunicó a los presentes que la sesión estaba a punto de empezar y que debían tomar asiento. Los curiosos enmudecieron y buscaron dónde sentarse. Un segundo agente cerró las puertas de la sala. Los que tuvieron que quedarse de pie se arrimaron a las paredes. Todos los empleados del juzgado se las arreglaron para tener algo que hacer junto al estrado. Eran casi las cinco y media.

La sala se puso en pie al ver llegar al juez, tan estirado como siempre. Trussel dio la bienvenida a los presentes y encomió el interés que demostraban por el funcionamiento del sistema jurídico, sobre todo teniendo en cuenta la hora que era. Él y el fiscal del distrito habían decidido que la vista debía desarrollarse con la parsimonia habitual; de lo contrario, la gente pensaría que había gato encerrado. Incluso habían considerado la posibilidad de posponer la sesión, pero luego pensaron que un aplazamiento podía dar la impresión de que intentaban ocultar algo.

Patrick fue conducido al interior de la sala a través de la puerta contigua a la tribuna del jurado y ocupó su puesto frente al estrado, al lado de Sandy. No miró al público. Parrish estaba en la mesa de al lado, ansioso por salir al escenario. El juez Trussel leía detenidamente el expediente que tenía entre las manos.

–Señor Lanigan -dijo Su Señoría en el mismo tono pausado que utilizaría durante el resto de la vista-, ha presentado usted varias peticiones.

–Así es, Señoría -respondió Sandy-. Solicitamos que la acusación de homicidio en primer grado sea sustituida por la de mutilación de cadáver.

Las palabras de Sandy resonaron por toda la sala. ¿Mutilación de cadáver?

–¿Señor fiscal? – dijo el juez. Estaba previsto que Parrish llevara la voz cantante durante toda la sesión. A él correspondería el dudoso honor de exponer el caso ante el tribunal y, sobre todo, ante la prensa y el público reunido en la sala.

Parrish refirió con gran maestría los últimos acontecimientos. Ya no se trataba de juzgar un asesinato, sino un delito mucho menos grave. La fiscalía no se oponía a la petición presentada por la defensa porque ya no había ningún indicio que hiciera pensar en la comisión de un asesinato por parte del acusado.

Parrish explicó todo esto mientras paseaba frente al estrado como el mismísimo Perry Mason, indiferente al procedimiento y a las normas de etiqueta que solían imperar en el juzgado. Por una vez, acusación y defensa hablaban por una misma boca.

–La siguiente petición del acusado hace referencia a su intención de declararse culpable del delito de mutilación de cadáver. ¿Señor Parrish?

El segundo acto fue parecido al primero. Parrish se regodeó en los detalles de la historia del pobre Clovis que había sabido por Sandy, mientras Patrick se sentía blanco de todas las miradas. ¡Mejor eso que ser un asesino!, habría gritado con gusto.

–Señor Lanigan -dijo el juez-, ¿cómo se declara?

–Culpable -respondió Patrick con firmeza pero sin orgullo.

–¿Desea la fiscalía recomendar alguna sentencia? – preguntó Su Señoría a continuación.

Parrish volvió a su mesa a rebuscar unas notas y luego regresó al estrado.

–Sí, Señoría. Tengo aquí una carta de la señora Deena Postell, de Meridian, estado de Misisipi. La señora Postell es la única descendiente viva de Clovis Goodrnan.

Parrish entregó una copia de la carta al juez como si éste no la hubiera visto nunca.

–En esta carta -continuó-, la señora Postell solicita a este tribunal que se abstenga de juzgar al señor Lanigan por haber quemado el cadáver de su abuelo. El señor Goodinan murió hace más de cuatro años, y su familia no está dispuesta a revivir el dolor de su pérdida. Está claro que la señora Postell estaba muy unida a su abuelo y que su muerte fue un golpe muy duro para ella.

Patrick miró a Sandy de reojo. El abogado defensor no se inmutó.

–¿Ha hablado usted con ella? – preguntó el juez.

–Sí, Señoría. Hace apenas una hora. Y se la notaba muy afectada, por cierto. Ha insistido en su deseo de no ver reabierto este caso, y me ha participado su intención de no colaborar con la fiscalía ni declarar como testigo en caso contrario. – Parrish volvió a su mesa en busca de otro papel. Hablaba al juez, pero en realidad se dirigía a la tribuna-. Teniendo en cuenta la situación emocional de la familia de la víctima, la fiscalía recomienda que el acusado sea condenado a doce meses de reclusión mayor y a pagar una multa de cinco mil dólares más las costas del juicio. Asimismo, la fiscalía recomienda que la pena de reclusión no se haga efectiva por estimar que el acusado tiene derecho a solicitar la libertad condicional.

–Señor Lanigan -dijo Trussel-, ¿está usted de acuerdo con la sentencia propuesta por el ministerio fiscal?

–Sí, Señoría -respondió Patrick sin atreverse a levantar la cabeza.

–En tal caso, este tribunal hace suya la propuesta del ministerio fiscal. ¿Algo más? – Trussel levantó la maza y esperó. Ambos letrados renunciaron a tomar la palabra.

–Se levanta la sesión -anunció en voz alta.

Patrick abandonó la sala rápidamente, haciendo gala una vez más de su habilidad para desaparecer sin dejar rastro. Luego estuvo una hora esperando a Sandy en el despacho de Huskey. La tarde fue cayendo a medida que los curiosos se daban por vencidos y se marchaban del juzgado a regañadientes. Patrick, en cambio, habría dado cualquier cosa por poder salir. Y cuanto antes mejor.

A las siete se despidió afectuosamente de su amigo Karl, le agradeció su apoyo incondicional y le prometió mantenerse en contacto con él. Camino de la puerta, volvió a darle las gracias por haber asistido a su entierro.

–La próxima vez -bromeó Huskey-, ya sabes dónde encontrarme.

Patrick y Sandy abandonaron Biloxi a bordo del coche de éste, un Lexus. Sandy iba al volante. Patrick viajaba en el asiento del pasajero, serio y apagado, contemplando por última vez las luces del Golfo. Dejaron atrás los casinos de la playa de Biloxi y de Gulfport, el muelle de Pass Christian y, por último, la bahía de St. Louis.

Sandy le dio el número de teléfono del hotel. En Londres eran las tres de la madrugada, pero Eva levantó el auricular como si ya lo hubiera tenido en la mano

–¿Eva? Soy yo -dijo con cierto pudor. Sandy estuvo a punto de parar el coche para salir y no tener que escuchar la conversación-. Acabamos de salir de Biloxi. Vamos camino de Nueva Orleans. Sí, estoy bien, mejor que nunca. ¿Y tú?

Eva habló un buen rato. Patrick la escuchó con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás.

–¿Qué día es hoy? – preguntó.

–Viernes, 6 de noviembre -respondió Sandy.

–Nos veremos en Aix, en el Villa Gallici, el domingo. Sí, exacto. Estoy bien, cielo. Te quiero. Anda, vuelve a la cama. Te llamaré dentro de unas horas.

Cruzaron la frontera de Louisiana en silencio.

–Esta tarde he tenido una visita muy interesante -dijo Sandy en algún punto no muy lejano del lago Ponchartrain.

¿Ah, sí? ¿Quién?

–Jack Stephano.

–¿Aquí, en Biloxi?

–Sí. Ha venido a verme al hotel. Ha dicho que había dejado el caso Aricia y que se iba a Florida de vacaciones.

–¿Por qué no le has pegado un tiro?

–Se ha disculpado. Ha dicho que sentía que sus hombres se hubieran pasado y me ha pedido que te lo dijera.

–El muy canalla. Estoy seguro de que no ha venido sólo a presentar sus disculpas. – No. Quería hablarme del topo de Brasil, de los de Pluto Group y de las recompensas.

Me ha preguntado directamente si el traidor era Eva. Le he dicho que no lo sabía. – ¿Y se puede saber qué más le da? – Buena pregunta. Ha dicho que se moría de curiosidad por saber quién era. Que le había

pagado más de un millón de dólares en recompensas y que te había encontrado a ti, pero no el dinero, y que no volverá a dormir tranquilo hasta que sepa quién es. Me ha parecido que decía la verdad.

–Es muy posible. – Me ha dicho que a él ni le iba ni le venía, o algo así. No me acuerdo exactamente. Patrick apoyó el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha y se acarició la quemadura. – ¿Qué aspecto tiene? – preguntó. – Cincuenta y cinco años, muy italiano, pelo cano y espeso, ojos negros… Bastante

apuesto. ¿Por qué lo preguntas?

–Porque estoy harto dé ver su cara por todas partes durante los últimos tres años, la mitad de los desconocidos con quienes me he cruzado en los lugares más recónditos de Brasil me han parecido Jack Stephano. He soñado que me perseguían cientos de veces, y mi perseguidor siempre era Jack Stephano. Lo he visto agazapado en callejones oscuros y escondido entre los árboles. Me ha seguido en coche, en moto acuática y hasta a pie por las calles de Sáo Paulo. He pensado más a menudo en él que en mi propia madre.

–Ahora ya es historia.

–Al final me harté, me rendí. La vida del fugitivo deja de ser una aventura cuando sabe que le están pisando los talones. Que alguien te está buscando mientras duermes. Que, mientras estás cenando con una mujer maravillosa en una ciudad con diez millones de habitantes, en algún lugar hay alguien llamando a otra puerta, enseñando tu foto a un tendero, comprando información. Maldita avaricia. Si no me hubiera llevado tanto dinero, no habrían tenido que andar tras de mí. Supe que el final estaba cerca en cuanto me enteré de que estaban en Brasil.

–¿Qué has querido decir con eso de que te rendiste? Patrick respiró hondo, cambió de postura y buscó inspiración en las aguas del otro lado

del cristal. – Me rendí. Me cansé de huir. Me rendí. – Eso ya me lo has dicho. – Sabía que tarde o temprano me encontrarían y decidí hacerlo a mi manera. – ¿Qué más? – Lo de las recompensas fue idea mía. Eva se iba a Madrid y desde allí cogía un avión a

Atlanta para reunirse con los de Pluto. Ellos cobraban por mantenerse en contacto con Stephano y ocuparse de las transacciones de dinero y de información. Cuando consideramos que ya le habíamos sacado bastante, le llevamos hasta mí, hasta la casa de Ponta Porá.

Sandy se volvió hacia Patrick lentamente, con la boca abierta y la mirada perdida. – Los ojos en la carretera -lo reprendió Patrick. Sandy hizo girar el volante y volvió al carril de la derecha. – No puede ser -dijo sin apenas mover los labios-. No me lo creo. – Pues créetelo. Le sacamos un millón ciento cincuenta mil dólares. Ahora debe de estar

haciendo compañía al resto del dinero. En Suiza, seguramente.

–¿Quieres decir que no lo sabes seguro?

–Eva se ocupa del dinero. Ya me lo dirá cuando la vea.

Sandy no tenía palabras. Patrick acudió en su ayuda:

–Sabía que me encontrarían y que intentarían hacerme hablar. Lo que no me imaginaba es que pudieran llegar tan lejos -dijo señalando la quemadura de su tobillo izquierdo-. Un poco más y no vivo para contarlo. Al final consiguieron hacerme hablar y les dije lo de Eva. Pero entonces ella y el dinero ya estaban a salvo.

–Podrían haberte matado -dijo Sandy mientras sujetaba el volante con la mano derecha y se rascaba la cabeza con la izquierda.

–Tienes razón. Tienes toda la razón del mundo. Por suerte, el FBI se enteró de que me había capturado al cabo de un par de horas. Eso fue lo que me salvó la vida. Se dio cuenta de que no podía matarme con los federales tras la pista.

–Pero ¿cómo…?

–Eva llamó a Cutter para decírselo. Y él habló con Washington.

Sandy sintió el impulso de bajar del coche y ponerse a gritar. De asomarse al puente y soltar improperios hasta no poder más. Cuando por fin creía saberlo todo del pasado de Patrick, vuelta a empezar con los misterios.

–No deberías haberte entregado.

–¿Ah, no? ¿No acabas de verme salir del juzgado? ¿No acabas de oírme hablar con la mujer que quiero y que administra nuestra pequeña fortuna? Por fin he conseguido librarme del pasado, Sandy. ¿No lo entiendes? Ya no tengo a nadie pisándome los talones.

–Te has arriesgado demasiado.

–Lo justo. Tenía el dinero, las cintas, una buena coartada… y cuatro años para planear hasta el último detalle.

–Lo de la tortura no entraba dentro de tus planes.

–No, pero las cicatrices se borrarán con el tiempo. No me lo estropees, Sandy. ¿No ves que estoy en racha?

Sandy lo dejó en casa de su madre, en la casa donde había vivido de niño. La señora Lanigan tenía un pastel en el horno e invitó a Sandy a compartirlo con ellos. Sandy declinó la invitación. Sabía que madre e hijo tenían muchas cosas que contarse y, además, hacía cuatro días que no veía a su mujer y a sus hijos. Camino de su casa, Sandy siguió dándole vueltas a todo lo que había oído.

Capítulo 43

Se despertó antes del amanecer en una cama en la que no había dormido desde hacía casi veinte años, en una habitación que no había visto desde hacía casi diez. Los años transcurridos le parecían distantes, ajenos a su vida de entonces. Las paredes se le antojaban más juntas; el techo, más bajo. El paso de los años también había ido borrando sus recuerdos de juventud: los banderines de los Saints, las fotos de modelos rubias enfundadas en trajes de baño…

Como resultado de la convivencia de dos personas que raras veces se dirigían la palabra, Patrick había convertido su habitación en un auténtico santuario. Se había acostumbrado a cerrarla con llave, por ejemplo, mucho antes de alcanzar la adolescencia, y sus padres nunca ponían los pies en ella sin antes haber pedido permiso.

Al cabo de los años volvía a oír el ruido de los cacharros de la cocina. Su madre estaba preparando el desayuno en el piso de abajo, y el aroma del tocino invadía toda la casa. Había madrugado pese a la hora a la que se habían acostado la noche anterior. Tenía ganas de seguir hablando, y era lógico.

Patrick se desperezó con cuidado para no hacerse daño. Le habían salido costras alrededor de las quemaduras y aún tenía la piel tirante. Cualquier gesto brusco bastaba para abrir la herida y provocar una pequeña hemorragia. Patrick se palpó las heridas del pecho resistiendo la tentación de rascarse y aliviar el escozor. Luego cruzó los pies, enlazó las manos tras la nuca y levantó la vista hacia el techo con una sonrisa arrogante. Ya no era un fugitivo. Patrick y Danilo habían pasado a la historia, y las sombras que los habían perseguido durante años habían sido completamente derrotadas. Stephano, Aricia, Bogan y compañía, el FBI, Parrish y su ridícula acusación… todos habían ido cayendo. La caza había terminado.

Al entrar la luz del sol por la ventana, la habitación le pareció todavía más pequeña. Patrick se dio una ducha rápida y se curó las heridas con un ungüento y gasas limpias.

Había prometido a su madre que le daría más nietos, y que éstos ocuparían el vacío dejado por Ashley Nicole. La abuela, sin embargo, aún soñaba con volver a ver a su nieta. También le había contado maravillas de Eva y le había asegurado que no tardaría en conocerla; muy pronto irían a verla a Nueva Orleans. No, todavía no habían hecho planes para la boda, pero todo se andaría.

Mientras ellos comían gofres y tocino y bebían café en la terraza, las viejas calles de la ciudad despertaban de nuevo a la vida. Después de desayunar, y sin dar a los vecinos ocasión de pasar para felicitarlos, salieron a dar un paseo en coche. Patrick tenía ganas de volver a ver su ciudad, aunque fuera sólo durante un rato.

A las nueve, la señora Lanigan y su hijo entraron en Robilio Brothers, la tienda de Canal Street. Poco después Patrick volvió a salir equipado con camisas y pantalones nuevos y una bonita maleta de cuero. La escapada finalizó con unos beignets en el Café du Monde, en Decatur Street, y un almuerzo en el café Bon Bon.

Esperaron juntos frente a la puerta de embarque casi una hora, cogidos de la mano y en silencio. Cuando la azafata anunció su vuelo, Patrick estrechó a su madre entre sus brazos y prometió llamarla a diario. A ver cuándo le iba a dar esos nietos, le dijo ella al despedirse, con una sonrisa triste en los labios.

Al cabo de un rato aterrizó en Atlanta. Desde allí, y utilizando un pasaporte expedido a su nombre y entregado a Sandy por Eva, se dirigió a Niza a bordo de un segundo avión.

No había visto a Eva hacía un mes, cuando pasaron juntos en Río un fin de semana, en el que no se habían separado ni un solo instante. Por aquel entonces Patrick ya sabía que sus perseguidores le iban pisando los talones, que el final estaba cerca.

Recorrieron abrazados las playas abarrotadas de Leblon e Ipanema sin hacer caso de las voces alborotadas que oían a su alrededor. Trasnocharon y cenaron en sus restaurantes favoritos -Antonino's, Antiquarius-, aunque sin demasiado apetito. Frases cortas, palabras dulces. Las conversaciones largas siempre acababan en lágrimas.

Eva estuvo a punto de convencerlo de que huyera otra vez, de que abandonara el país mientras aún fuese posible. Se esconderían juntos en un remoto castillo escocés o en un minúsculo apartamento romano donde nadie pudiera dar con ellos jamás. Pero Patrick estaba cansado de tanto huir.

A última hora de la tarde subieron en tranvía hasta la cima de Pan de Azúcar para contemplar el atardecer sobre Río. La vista nocturna de la ciudad era espectacular, por más que, en determinadas circunstancias, resultara difícil apreciarlo. Patrick la abrazó para protegerla del viento y le prometió que algún día, cuando todo hubiera pasado, volverían a aquel lugar, contemplarían el mismo atardecer y harían planes para el futuro. Eva hizo un esfuerzo para creer lo que le decía.

Se despidieron en una esquina, cerca del apartamento de Eva. Patrick la besó en la frente y luego se perdió entre el gentío. La dejó llorando en la calle porque cualquier cosa le parecía preferible a una escena melodramática en un aeropuerto lleno de gente. Desde Río viajó en dirección oeste; el tamaño de los aviones y los aeropuertos disminuía cada vez que hacía una escala. Cuando llegó a Ponta Porá ya era de noche. Su escarabajo lo esperaba en el aeropuerto en el mismo lugar donde lo había dejado aparcado, y lo llevó a través de las calles silenciosas del pueblo hasta Rua Tiradentes y su modesto hogar. Patrick lo dejó todo arreglado y se dispuso a esperar.

Todos los días, entre las cuatro y las seis de la tarde, Eva recibía una llamada suya, una llamada en clave en la que nunca utilizaba el mismo nombre.

Y un buen día, de repente, el teléfono no sonó. Habían dado con él.

El tren de Niza llegó a Aix a la hora prevista, unos cuantos minutos después de las doce del mediodía. Era domingo. Patrick saltó al andén y la buscó entre los demás pasajeros, pero no se sorprendió al no encontrarla. Su gesto había sido más bien el producto de una esperanza, casi de una plegaria. Cargado con su flamante maleta llena de ropa nueva, se subió en un taxi y atravesó la ciudad en dirección a Villa Gallici, un hotel de las afueras. Eva había reservado una habitación a nombre de los dos: Eva Miranda y Patrick Lanigan. ¡Qué agradable resultaba la vida ordinaria, la posibilidad de viajar sin el atrezzo de pasaportes falsos y nombres supuestos! La recepcionista le dijo que Eva aún no había llegado y Patrick se sintió desfallecer. Había soñado con abrir la puerta de la habitación y sorprenderla en ropa interior, dispuesta y seductora. Un sueño tan real que casi había llegado a tocarla.

–¿Cuándo se hizo la reserva? – preguntó contrariado.

–Ayer. La señora llamó desde Londres y dijo que llegaría esta mañana, pero aún no hemos sabido nada de ella.

Patrick subió a la habitación y tomó una ducha. Luego deshizo el equipaje y pidió que le subieran té y pastas. Se durmió soñando que la oiría llamar a la puerta y se levantaría para recibirla con los brazos abiertos.

Dejó un mensaje para Eva en recepción y salió a dar un paseo por la hermosa ciudad renacentista. El aire era frío y transparente. Noviembre acababa de empezar y Provenza era una auténtica delicia. Tal vez aquél fuera un buen lugar donde instalarse. Animado por ese pensamiento, Patrick contempló las viviendas pintorescas que jalonaban las viejas calles estrechas y se dijo que sí, que ése sería un buen lugar para vivir. Al margen de sus otros encantos, Aix contaba con la ventaja de ser una ciudad universitaria donde la cultura ocupaba un lugar privilegiado. Eva dominaba el francés y a él le apetecía mucho perfeccionar sus conocimientos, algo rudimentarios. Sí, su próxima lengua sería el francés. Se quedarían en Aix una semana, o puede que más, y luego volverían a Rio a pasar una temporada. Pero cabía la posibilidad de que Río no les pareciera ya su hogar. Borracho de libertad, Patrick quería vivir en todas partes, asimilar diferentes culturas, aprender varios idiomas.

Tras desembarazarse de dos jóvenes misioneros mormones, se dispuso a recorrer el Cours Mirabeau. Allí se sentaría a tomar un café en el mismo local donde, un año antes, había estrechado la mano de Eva entre el vaivén de estudiantes.

No había por qué alarmarse, se dijo. Sólo se trataba de un retraso en el vuelo. Patrick se obligó a esperar hasta que se hizo de noche. Entonces se levantó y volvió andando como si tal cosa hasta el hotel.

Eva no había llegado ni había dejado ningún mensaje. Nada. Patrick llamó al hotel de Londres y se enteró de que Eva había pagado su cuenta el día anterior, es decir, el sábado, a eso de las once.

Patrick salió a la terraza del hotel, anexa al comedor, y se sentó en un rincón desde donde se dominaba el mostrador de recepción. Así la vería llegar. Para combatir el frío, pidió que le sirvieran dos coñacs dobles.

Si hubiera perdido el avión, se dijo, ya habría llamado. Si hubiera tenido problemas con los de aduanas, ya habría llamado. Si hubiera surgido cualquier otro incidente relacionado con pasaportes, visados y billetes, ya habría llamado.

Nadie la perseguía. Todos los malos estaban encerrados o bien habían aceptado dinero a cambio de renunciar a sus pretensiones.

Otra dosis de coñac en un estómago vacío. Patrick no tardó en notar los efectos de la embriaguez y tuvo que empezar a beber café para mantenerse despierto.

A medianoche, cuando el bar cerró, volvió a su habitación. En Río eran las ocho de la mañana. Patrick sólo había hablado con el padre de Eva un par de veces y habría preferido no tener que llamarlo -le constaba que el pobre hombre ya había sufrido bastante-, pero no se le ocurría nada mejor. Eva lo había presentado en su día como un amigo y cliente canadiense. Patrick añadió que estaba en Francia y que necesitaba discutir cierta cuestión legal con su abogada brasileña. Se disculpó por llamarlo a su casa y a una hora tan temprana, pero alegó que no conseguía dar con ella. Se trataba de un asunto importante, urgente. Paulo no quería hablar, pero el hombre de Canadá parecía saber muchas cosas sobre su hija.

Paulo le dijo que Eva estaba en Londres y que había hablado con ella el sábado. No quiso dar más detalles.

Patrick soportó dos horas de agonía y luego despertó a Sandy.

–Ha desaparecido -le dijo, presa del pánico. Sandy tampoco había tenido noticias de ella.

¿Dormir? Ni siquiera valía la pena intentarlo. Patrick bajó a recepción y engatusó a la recepcionista para que preparara café. Los dos estuvieron hablando toda la noche.

Patrick vagó por las calles de Aix durante dos días. Dio paseos interminables, durmió a horas intempestivas, dejó de comer, bebió litros de coñac y de café cargado, puso a prueba la paciencia de Sandy y asustó al pobre Paulo con sus insistentes llamadas. De repente le pareció que la ciudad había perdido su encanto. Solo, encerrado en su habitación, lloró desconsoladamente la pérdida de su amor, Y solo también, maldijo por las calles el nombre de la mujer de la que seguía enamorado.

El personal del hotel observaba sus idas y venidas. Al principio los había mortificado preguntando una y otra vez por un mensaje que no llegaba; al cabo de los días, apenas los saludaba. Llevaba días sin afeitarse. Parecía cansado. Bebía demasiado.

Al tercer día se marchó. Dijo que volvía a América. Antes de partir le pidió a su recepcionista favorita que guardara un sobre cerrado. Por si acaso madame Miranda se decidía a aparecer.

Patrick decidió probar suerte en Río. ¿Por qué? No estaba seguro. Le constaba que era una de las ciudades preferidas de Eva, pero podía afirmar con la misma certeza que era el último lugar donde habría esperado encontrarla. Eva sabía dónde esconderse, cómo desaparecer, cómo cambiar de identidad, cómo hacer transferencias instantáneas y cómo gastar dinero sin llamar la atención.

No en vano había sido discípula de un gran maestro. Patrick se arrepintió de haberle enseñado tanto. Nadie encontraría a Eva Miranda si ella no quería ser encontrada.

Patrick fue a ver al padre de Eva. En el transcurso de una dolorosa conversación, le desveló la verdad de toda la historia. El viejo profesor se derrumbó ante sus ojos, llorando y maldiciendo el día en que su hija lo había conocido. La visita había sido fruto de la desesperación y resultó completamente estéril.

Patrick se hospedó en hoteles pequeños cercanos al apartamento de Eva y recuperó el hábito de recorrer las calles memorizando las caras de los demás transeúntes. Tan sólo el motivo había cambiado. De presa había pasado a cazador. A cazador desesperado.

¿Por qué se hacía ilusiones? ¿Por qué seguía buscando su cara cuando él mismo le había enseñado cómo ocultarla?

El dinero fue menguando poco a poco, y Patrick acabó llamando a Sandy para pedirle cinco mil dólares. El bueno de Sandy no sólo se los prestó gustoso, sino que incluso le ofreció más.

Al cabo de un mes, Patrick abandonó la búsqueda, se subió a un autobús y atravesó el país camino de Ponta Porá.

Allí podría vender la casa y puede que también el coche. En total sacaría unos treinta mil dólares por ellos. Aunque otra posibilidad era conservar la casa y buscar trabajo. De ese modo podría vivir en un pueblo y en un país que adoraba. Se imaginó dando clases de inglés y viviendo tranquilamente en Rua Tiradentes, donde las sombras habrían desaparecido pero los mocosos descalzos seguirían jugando al fútbol sobre las baldosas ardientes de las aceras.

¿A qué otro sitio podía ir? Había llegado al término de su viaje. Su pasado, por fin, estaba cerrado.

Algún día Eva iría a buscarlo. Seguro.

Agradecimientos

Para escribir este libro, al igual que hice con los anteriores, he recurrido a los conocimientos de muchos amigos. Desde aquí les doy las gracias. Steve Holland, Gene McDade, Mark Lee, Buster Hale y R. Warren pusieron a mi disposición su experiencia y se preocuparon de ratificar un sinfín de detalles. Will Denton volvió a leer el manuscrito y, de

nuevo, veló porque todos los hechos fueran verosímiles desde el punto de vista jurídico. En Brasil conté con la ayuda de Paulo Rocco, amigo y editor. Él y su encantadora esposa, Angela, compartieron conmigo su querida Río, la ciudad más hermosa del mundo. Todos ellos resolvieron con acierto las dudas planteadas. Las certezas equivocadas son, como siempre, culpa del autor.

FIN

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12/06/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/