A juzgar por la cantidad ingente de documentación que se amontonaba en una esquina de la mesa, lo de Patrick iba en serio. El doctor Hayani lo interrumpió -por tercera vez en lo que iba del día- mientras estudiaba una de las numerosas demandas interpuestas contra él.
–Bienvenido a mi despacho -bromeó Patrick a la sombra de un televisor que colgaba a pocos centímetros de su cabeza. La silla estaba a menos de dos palmos de los pies de la cama.
El doctor lo felicitó. En los hospitales los rumores circulan aún más deprisa que en los bufetes, y hacía dos días que se oían comentarios jocosos sobre el nuevo bufete que iba a inaugurarse en la habitación 312.
–No será aficionado a las demandas por negligencia médica, ¿verdad?
–En absoluto. En trece años de ejercicio nunca presenté una sola demanda contra ningún médico ni ningún hospital.
Patrick se levantó para no darle la espalda al médico.
–Con razón me cae bien -dijo el doctor Hayani mientras echaba un vistazo a las quemaduras del pecho-. ¿Qué tal se encuentra? – le preguntó por tercera vez en lo que iba del día.
–Muy bien -repitió Patrick por enésima vez.
Las enfermeras, movidas por la curiosidad que despiertan siempre los personajes célebres, buscaban excusas para entrar y salir constantemente de su habitación, y rara era la hora en que no lo conseguían al menos dos veces. Ellas lo saludaban siempre con un alegre qué tal va eso, y Patrick respondía siempre que muy bien.
–¿Ha podido dormir la siesta? – preguntó Hayani mientras se agachaba para examinar el muslo izquierdo.
–No. Sin pastillas me resulta muy difícil, y durante el día prefiero no tomarlas. – De todas maneras, con aquel desfile de camilleros y enfermeras, allí no había quien pegara ojo.
Patrick se sentó en el borde de la cama y miró al doctor con cara de ir a sincerarse.
–¿Puedo contarle algo, doctor? – preguntó.
Hayani dejó de escribir.
–No faltaba más.
Patrick miró a derecha e izquierda como si temiera que hubiese alguien escuchando.
–Cuando era abogado -empezó en voz baja-, tuve un cliente, un banquero, que había hecho un desfalco. Tenía cuarenta y cuatro años, estaba casado, y vivía con tres hijos adolescentes. La típica historia del buen hombre que un buen día comete un error. Una noche fueron a buscarlo a su casa y se lo llevaron a la cárcel del condado. No había ninguna celda libre, y le tocó compartirla con un par de gamberros, dos negros de esos que forman las bandas callejeras. Nada más perder de vista al celador, lo amordazaron para que no pudiera gritar, le dieron una paliza y le hicieron cosas que prefiero no repetir. Dos horas antes estaba en su salón viendo una película. Dos horas después estaba muriéndose en una celda a cinco kilómetros de su casa. – Patrick agachó la cabeza y se pellizcó el puente de la nariz con los dedos.
El doctor Hayani le puso una mano en el hombro.
–No deje que hagan lo mismo conmigo, doctor -dijo Patrick con los ojos llenos de lágrimas y forzando la voz.
–Descuide.
–La sola idea me horroriza. Me provoca pesadillas.
–Tiene mi palabra.
–Dios sabe que ya he sufrido bastante.
–Se lo prometo, Patrick.
El segundo interrogador fue un hombrecillo con aspecto de ardilla llamado Warren, que fumaba un cigarrillo tras otro y veía el mundo a través de unas gafas oscuras. Sus ojos resultaban completamente invisibles, su mano izquierda sostenía el cigarrillo mientras la derecha escribía, y daba la sensación de que movía más ciertas partes del cuerpo que los labios. Atrincherado tras sus montoncitos de papel, lanzaba preguntas al otro lado de la mesa, donde Stephano jugueteaba con un clip y su abogado se peleaba con un computador portátil.
–¿Cuándo se formó el consorcio? – le preguntó Warren.
–Después de que le perdiéramos la pista a Patrick en Nueva York. Entonces decidimos retirarnos, abrir bien los ojos y agotar las demás pistas. Sin éxito. El rastro se enfrió enseguida, y nosotros tuvimos que prepararnos para hacer frente a una búsqueda a largo plazo. Yo me había entrevistado con Benny Aricia, y me constaba que él estaba dispuesto a financiar la operación. También me encontré con gente de Monarch-Sierra y de Northern Case Mutual, y conseguí llegar a un principio de acuerdo con ellos. Northern Case Mutual acababa de pagar más de dos millones y medio de dólares a la viuda de Lanigan, y no podían demandarla porque no había manera humana de demostrar que Patrick seguía vivo. El caso es que nos dieron medio millón. Convencer a los de Monarch-Sierra fue lo más complicado, porque por aquel entonces aún no habían pagado nada. El seguro que habían suscrito con el bufete de Patrick tenía una prima de cuatro millones de dólares.
–¿Monarch era la subscriptora del seguro de caución?
–No era exactamente un seguro de caución. Además de cubrir los casos de negligencia, tenía una cláusula adicional que protegía al bufete en caso de desfalco. Como el autor del robo resultó ser un socio del bufete, los de Monarch-Sierra se vieron obligados a pagar la indemnización de cuatro millones de dólares.
–Dinero que fue a parar a manos de su cliente, el señor Aricia, ¿no es así?
–Sí. Aricia empezó reclamando al bufete los sesenta millones que había perdido, pero acabó por darse cuenta de que ése no era el modo de recuperarlos. Cuando el bufete se ofreció a entregarle la prima del seguro, nos sentamos todos alrededor de una mesa y llegamos a un acuerdo. Los de Monarch-Sierra estaban dispuestos a pagar los cuatro millones si el señor Aricia se comprometía a invertir una cuarta parte en la búsqueda de Lanigan. Aricia se avino con la condición de que Monarch-Sierra ayudara a financiar la búsqueda con otro millón.
–Resumiendo: Aricia puso un millón, Monarch-Sierra otro y Northern Case Mutual medio más. En total, dos millones y medio de dólares.
–Sí, ése fue el acuerdo inicial.
–¿Qué hay del bufete?
–Bogan y los demás- decidieron no formar parte del consorcio. La verdad es que no tenían medios para hacerlo, y además, aún no se habían recuperado del golpe. Pero nos
ayudaron de otras maneras.
–¿Y todos pagaron su parte?
–Religiosamente. El dinero se transfirió enseguida a la cuenta de mi empresa.
–Ahora que la búsqueda ha terminado, ¿cuánto dinero queda?
–Prácticamente nada.
–¿Cuánto se ha gastado en total?
–Tres millones y medio, más o menos. Hace cosa de un año nos quedamos sin fondos. Las aseguradoras se negaron a seguir colaborando, pero Aricia aflojó otro medio millón y luego trescientos mil más. Hasta ahora lleva gastados un millón novecientos mil dólares.
Dos millones, en realidad, si se contaban los cien mil dólares que Benny acababa de invertir en la localización de la chica. Aunque el FBI, por supuesto, no tenía por qué saberlo.
–¿En qué se gastó el dinero?
Stephano repasó rápidamente sus notas.
–Casi un millón en nóminas, viajes y otros gastos relacionados con la búsqueda. Un millón y medio en recompensas. Y otro millón en concepto de minutas.,
–¿Ha cobrado usted un millón de dólares? – preguntó Warren levantando un poco la voz, pero sin accionar un solo músculo.
–Así es. A lo largo de cuatro años.
–Hábleme de las recompensas.
–Bueno, forman parte de la búsqueda.
–Le escucho.
–Una de las primeras cosas que hicimos fue anunciar el pago de una recompensa a cualquier persona que pudiera facilitar información sobre la desaparición de Patrick Lanigan. El FBI estaba al corriente, pero siempre creyó que era cosa del bufete. Lo que hicimos fue ponernos en contacto con los antiguos socios de Lanigan y convencer a Charles Bogan de que hiciera pública la oferta. Bogan anunció una recompensa inicial de cincuenta mil dólares, y quedamos en que nos informaría discretamente si aparecía algún candidato.
–El FBI no estaba al corriente de este acuerdo.
–No, el FBI sabía lo de la recompensa y no puso ningún inconveniente, pero nuestro pacto con Bogan se mantuvo en secreto. Si había algo que saber, queríamos ser los primeros en enterarnos. No es que no nos fiáramos del FBI, pero queríamos dar con Lanigan y con el dinero por nuestros propios medios.
–¿A cuántos hombres tenía trabajando en el caso en aquel momento?
–A una docena, más o menos.
–¿Y dónde estaba usted?
–Aquí, aunque iba a Biloxi una vez por semana.
–¿Sabía el FBI qué estaba usted haciendo?
–En absoluto. Que yo sepa, el FBI no supo que estábamos metidos en esto hasta la semana pasada.
El informe que Warren tenía entre las manos así lo indicaba.
–Siga.
–Al principio no hubo novedades. Pasaron dos meses, tres, cuatro, sin que apareciera ningún candidato serio. Decidimos subir la recompensa a setenta y cinco mil dólares y luego a cien. Bogan, mientras tanto, lidiaba con todos los chalados del condado y los enviaba al FBI. En agosto de 1992, por fin, recibió la llamada de un abogado de Nueva Orleans que dijo tener un cliente que sabía algo de la desaparición. El abogado parecía un tipo formal, de modo que fuimos a entrevistarnos con él en Nueva Orleans.
–¿Cómo se llamaba?
–Raul Lauziere, de Loyola Street.
–¿Habló con él personalmente?
–Sí.
–¿Le acompañaba alguien más?
miró a su abogado, que se había quedado ensimismado.
–Es un asunto confidencial. Preferiría no tener que mencionar el nombre de mis colaboradores.
–Y no tiene por qué hacerlo -sentenció el abogado. Tema zanjado.
–Como quiera. Siga.
–Lauziere nos causó muy buena impresión. Era un buen profesional en todos los sentidos, y sabía lo que se traía entre manos. Conocía al dedillo los datos de la desaparición de Patrick y del dinero, y tenía archivados y catalogados todos los recortes de prensa relacionados con el caso. El informe que nos entregó era de cuatro páginas mecanografiadas a doble espacio.
–Hágame un resumen de ese informe. Ya lo leeré más tarde.
–Con mucho gusto -dijo, y se puso a contar la historia de memoria.
–El cliente de Lauziere era una joven estudiante de medicina que vivía en Tulane y respondía al nombre de Erin. Acababa de divorciarse, estaba sin blanca, etcétera, etcétera, y para llegar a fin de mes se veía obligada a trabajar para una gran cadena de librerías, haciendo el último turno en un centro comercial. Un día del mes de enero de 1992 se fijó en un hombre que merodeaba por la sección de idiomas y viajes. Corpulento, trajeado, canoso, con una barba bien cuidada. El tipo parecía nervioso. Eran casi las nueve de la noche, y la tienda estaba prácticamente desierta. Después de mucho dudar se inclinó por un curso de idiomas compuesto de doce cassettes, varios libros de ejercicios y otros accesorios. El comprador se dirigía a la caja donde estaba Erin cuando un segundo hombre entró en la librería.
El primero dio media vuelta y dejó el producto en la estantería. Luego dio un rodeo e intentó salir sin ser visto, pero el otro hombre, un conocido con quien no quería hablar, obviamente, lo reconoció y lo saludó: "¡Patrick, cuánto tiempo sin verte!" Siguió una breve conversación durante la cual los dos hombres hablaron del ejercicio de la abogacía. Erin aguzó el oído porque no tenía nada mejor que hacer y porque la conducta del primer hombre había despertado su curiosidad.
–En fin, el tal Patrick tenía prisa e hizo mutis a la primera oportunidad. Tres noches más tarde, a la misma hora más o menos, volvió. Erin, que estaba reponiendo género y no en la caja, lo vio entrar, lo reconoció, se acordó de su nombre y lo observó. El tipo miró a la cajera como si hubiera querido comprobar que no era la misma y luego echó un vistazo a la tienda. Al pasar por la sección de idiomas y viajes, se detuvo, cogió un ejemplar del mismo curso que había elegido hacía tres días, lo llevó a la caja, lo pagó en efectivo y se marchó a toda prisa. Casi trescientos pavos. Erin lo siguió con la mirada mientras salía de la tienda. Patrick no la vio, o, si lo hizo, no la reconoció.
–¿De qué idioma era el curso?
–Sí, ésa era la pregunta clave. Tres semanas más tarde, Erin leyó en el periódico la noticia del accidente de Patrick y reconoció la cara de la fotografía. Seis semanas después se publicaron los primeros rumores del desfalco junto con la misma imagen de archivo, y Erin reconoció a Patrick una vez más.
–¿Había cámaras de seguridad en la librería? – No, fue lo primero que comprobamos. – ¿Y bien? ¿De qué idioma era el curso? – El abogado no quiso decírnoslo. Al menos al principio. Habíamos ofrecido cien mil
dólares a cambio de información fidedigna sobre el paradero de Patrick Lanigan; Lauziere y su cliente creían que el nombre del idioma merecía la misma recompensa. Negociamos durante tres días, pero no hubo manera de convencerlo. Entonces nos dejó interrogar a Erin. Después de hablar seis horas con ella y de ratificar el resto de la historia, decidimos que valía la pena gastar esos cien mil dólares.
–¿Portugués brasileño? – Sí. Fue como si el mundo se hubiera encogido de repente.
Como todos los abogados, J. Murray Riddleton había pasado por aquella misma experiencia más de una vez, Y por desgracia, la costumbre no se la hacía más agradable. El compartimiento estanco había vuelto a convertirse en un colador. Las tornas habían vuelto a cambiar de la noche a la mañana.
Por puro afán de diversión, Riddleton dejó que Trudy hiciera un rato el ridículo antes de asestarle el golpe fatal. – ¡Adulterio! – se indignó, con todo el fariseísmo de una virgen puritana. Hasta el mismo Lance se las arregló para poner cara de escándalo mientras la tranquilizaba con una caricia. – Lo sé, lo sé -dijo Riddleton para seguirle la corriente. Todos los divorcios acaban igual.
Tarde o temprano empieza la guerra sucia. – Lo mataré -masculló Lance. – Sí, bueno, vayamos por partes -dijo el abogado. – ¿Con quién? – preguntó Trudy. – Con el señor Maxa, aquí presente. Afirman que ustedes dos mantuvieron relaciones
antes, durante y después de su matrimonio con Patrick Lanigan. De hecho, dicen que
empezaron a salir en el instituto. – El primer año, para ser exactos. – No sabe lo que dice -se defendió Lance sin demasiada convicción. Trudy estuvo de acuerdo con él. ¿A quién se le podía ocurrir una idea tan absurda? ¿Qué hay de las pruebas? – preguntó nerviosa. – ¿Debo entender que lo niega? – insistió Riddleton, siguiendo con la comedia. – ¡Por supuesto! – replicó ella. – Claro que sí -añadió Lance-. Ese hombre es una mentira ambulante.
J. Murray Riddleton sacó del fondo de un cajón uno de los informes que le había dado Sandy.
–Parece que Patrick desconfió de su fidelidad casi desde el principio. Incluso llegó a contratar detectives para que la vigilaran. Este informe lo redactó uno de ellos.
Trudy y Lance intercambiaron una mirada fugaz. Los habían descubierto. De pronto se les hacía difícil negar una relación que había durado más de veinte años. Con todo, los dos adoptaron la misma actitud desafiante. ¿Y bien?
–Trataré de explicárselo en pocas palabras -dijo Riddleton antes de cantar fechas, horas y lugares.
Los dos amantes no se avergonzaban de su relación, pero les inquietaba saber que el enemigo disponía de información tan bien documentada.
–¿Sigue negándolo? – preguntó el abogado al llegar al final de la lista.
–Eso podría haberlo escrito cualquiera -dijo Lance. Trudy se había quedado muda.
Riddleton sacó otro informe del cajón, el que cubría los siete meses anteriores a la desaparición de Patrick. Más fechas, más horas, más lugares. Patrick salía por una puerta y Lance entraba por otra. Siempre la misma historia.
–Llegado el caso, ¿estos detectives podrían ser llamados a declarar como testigos de la defensa? – preguntó Lance cuando el abogado acabó de resumir el segundo informe.
–No iremos a juicio -lo atajó Riddleton.
–Por qué no? – preguntó Trudy.
–Por esto. – Riddleton dejó las fotografías sobre la mesa. Trudy cogió una y se quedó boquiabierta al verse tumbada junto a la piscina, desnuda, al lado de su semental.
Lance también se sorprendió, pero no pudo contener una sonrisa. Las fotos no estaban nada mal.
Las fotografías pasaron de mano en mano sin que ninguno de los dos amantes se atreviera a abrir la boca. El abogado saboreó el momento.
–Hay que tener más cuidado -dijo.
–Ahórrese el sermón -lo atajó Lance.
Como era de esperar, Trudy se echó a llorar. Primero se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a temblarle el labio inferior, luego empezó a sorber por la nariz y, finalmente, lloró sin recato. J. Murray Riddleton había sido testigo de un millar de escenas semejantes. Siempre acaban llorando, se dijo. No por sus pecados, sino por el precio que han de pagar por ellos.
–No consentiré que se lleve a mi hija -declaró Trudy.
Los dos hombres tuvieron que aguantar un rato sus berridos de madre desconsolada. Lance, atento como siempre, intentó consolarla con sus caricias.
–Lo siento -se disculpó Trudy mientras se enjugaba las últimas lágrimas.
–Tranquilícese -dijo el abogado sin rastro de compasión-. No piensa reclamar la custodia de la niña.
–Por qué no? – preguntó Trudy. Ya no tenía ganas de llorar.
–Porque él no es su verdadero padre.
¿Qué? ¿Cómo? Los dos amantes no daban crédito a sus oídos. J. Murray Riddleton sacó un tercer informe del cajón.
–Patrick cogió una muestra de sangre de la niña cuando tenía catorce meses y la hizo analizar. Él no puede ser el padre de ninguna de las maneras.
–Entonces… -Lance no llegó a formular la pregunta.
–Eso depende del número de candidatos -intervino el abogado.
–No hay ningún candidato -protestó Trudy en tono burlón.
–Excepto yo -admitió Lance con los ojos cerrados, sintiendo cómo caía sobre sus hombros el peso de la paternidad. Nunca le habían gustado los niños. Si soportaba a Ashley Nicole era sólo porque era hija de Trudy.
–Enhorabuena -dijo Riddleton mientras ofrecía a Lance un cigarro barato que acababa de sacar de un cajón--. ¡Es una niña! – anunció entre carcajadas.
Trudy se sulfuró. Lance se puso a juguetear con el cigarro.
–¿Dónde nos deja todo esto? – preguntó Trudy cuando el abogado acabó de carcajearse.
–Se lo explicaré en pocas palabras. Usted renuncia al dinero de su marido, poco o mucho, y él hace lo mismo con la contestación de la demanda, la custodia de la niña y todo lo demás.
–¿De cuánto dinero estamos hablando?
–Su abogado no lo sabe con seguridad. De hecho, puede que nunca lleguemos a saberlo. En estos momentos, la vida de Patrick Lanigan pende del hilo de una sentencia. Ese dinero podría quedar enterrado para siempre.
–¡Me lo quitarán todo! – protestó Trudy-. ¿No se da cuenta de lo que me ha hecho? Cuando murió recibí dos millones y medio de dólares. Ahora la compañía de seguros está dispuesta a arruinarme.
–Trudy se merece una buena tajada -intervino Lance con su proverbial sentido de la oportunidad.
–¿No podríamos demandarlo por malos tratos psicológicos, o fraude, o algo parecido? – suplicó.
–No. Se lo explicaré otra vez. Usted obtiene el divorcio y se queda con la niña. Patrick se queda con el dinero y no abre la boca. Si usted no acepta el trato, todo esto acabará en manos de la prensa. – Riddleton señaló los informes y las fotografías-. ¿Se imagina qué humillación? Usted no ha tenido inconveniente en sacar a la luz sus trapos sucios. A él no le importaría seguir su ejemplo.
–¿Dónde tengo que firmar? – se rindió.
J. Murray Riddleton sirvió una ronda de vodka y luego una segunda. Al cabo de un rato sacó a colación el tema de aquellos rumores infundados sobre Lance y el asesino a sueldo. Trudy y Lance se apresuraron a negarlo todo con vehemencia, y el abogado les confesó que, de todas formas, no les había dado ningún crédito.
En aquellos momentos toda la Costa era un hervidero de rumores.
Sandy no iba pendiente del retrovisor. A decir verdad, ni siquiera miraba la calzada. Bastante tenía con no llevarse por delante a los demás automóviles mientras su mente divagaba, como de costumbre.
Estratégicamente hablando, los diversos focos del conflicto Lanigan no presentaban un aspecto demasiado preocupante. Por una parte, las acciones civiles promovidas por Monarch-Sierra, Aricia y el bufete de Bogan esperaban su turno a la cola de un sinfín de expedientes acumulados. Sandy tenía un mes de plazo para redactar las contestaciones correspondientes. Por otra, el período probatorio no empezaría hasta dentro de tres meses y duraría un año entero. Eso significaba que los juicios no se celebrarían hasta al cabo de un par de años por lo menos. Y lo mismo podía decirse de la querella interpuesta por Patrick contra el FBI. Llegado el momento, habría que presentar una ampliación para inculpar también a Stephano y a los miembros de su consorcio. Un buen caso para lucirse, se dijo Sandy, dudando de que llegaran a darle ocasión de hacerlo.
Por el divorcio tampoco tenían que preocuparse.
Lo peor era la acusación de asesinato, tanto por la gravedad de los cargos en sí como por la celeridad del procedimiento. Según la ley, el ministerio fiscal sólo disponía de doscientos setenta días -computables a partir de la vista preliminar- para instruir el caso, y la cuenta regresiva ya había empezado.
En opinión de Sandy, y atendiendo a los medios de prueba disponibles, las probabilidades de la fiscalía de obtener una sentencia condenatoria contra su cliente eran remotas. Además de no existir pruebas concluyentes, faltaban datos tan significativos como la identidad del muerto y la causa del deceso, sin los cuales no podía establecerse con certeza la participación de Patrick en los hechos. La tesis del fiscal tendría que basarse, por lo tanto, en un cúmulo de argumentos endebles y pruebas circunstanciales.
Con todo, Sandy no subestimaba el poder de la presión popular. En doscientos kilómetros a la redonda de Biloxi no quedaba una alma que no estuviera al corriente del caso, y que no creyera que Patrick había asesinado a alguien para fingir su propia muerte y así poder hacerse con los noventa millones de dólares. En cuanto a los escasos admiradores de Patrick -gente que, como él, soñaba con cambiar de identidad y empezar una nueva vida con los bolsillos repletos-, tenían pocas probabilidades de formar parte del jurado y no se podía contar con ellos. La mayoría de los habitantes del condado de Harrison, cuya opinión se dejaba sentir en las cafeterías y los pasillos del juzgado, se inclinaban por un veredicto de culpabilidad y una pena de reclusión. La de muerte se reservaba para violadores y asesinos de policías.
De entre todos los aspectos del caso, el que más preocupaba a Sandy en aquel momento era la salvaguardia de la integridad de Patrick. El expediente Lance Maxa, que la dulce Leah en persona le había entregado la noche anterior en otra habitación de hotel, hablaba de un hombre tranquilo con un temperamento explosivo y cierta debilidad por el cuerpo a cuerpo. Era muy aficionado a las armas y ya había tenido problemas por su causa al menos en una ocasión, cuando se le procesó -sin consecuencias- por suministrarlas a una casa de empeño que vendía mercancía robada. Había cumplido una condena de tres años por tráfico de drogas y, si las cárceles del país no hubieran estado hasta los topes, habría cumplido otra de sesenta días por tomar parte en una refriega callejera en Gulfport. Un arresto por desorden público y otro por conducción temeraria completaban su ficha policial.
Lance había sido siempre un tipo esbelto y atractivo, y sabía causar buena impresión cuando la ocasión lo requería. A pesar de sus dotes de conversador y de su fama de rompecorazones, sin embargo, lo cierto es que sus incursiones en sociedad eran más bien escasas. Donde él se encontraba de verdad a sus anchas era en la calle -por no decir en el arroyo-, alternando con usureros, corredores de apuestas, contrabandistas, traficantes acreditados y otros miembros de la elite del hampa local. Tenía numerosos amigos de esta calaña desde la infancia, gente de su mismo barrio. Patrick también les había seguido la pista. El expediente de Lance contenía al menos doce minibiografías de sus compinches, todos con antecedentes penales.
El escepticismo inicial de Sandy con respecto a la paranoia de Patrick había ido evolucionando hasta transformarse en comprensión. Sin ser un profundo conocedor de los bajos fondos, su profesión lo había obligado a tratar con muchos delincuentes, y él mismo había oído decir en más de una ocasión que por cinco mil dólares se podía enviar al otro barrio a cualquiera. Tratándose de la Costa, puede que incluso por menos.
Lance disponía de esa cantidad y de mucho más. Y, por si fuera poco, tenía el mejor de los motivos para eliminar a Patrick: la única causa de defunción que excluían las pólizas de seguro gracias a las cuales Trudy se había hecho millonaria era el suicidio; por lo demás, daba lo mismo un tiro en la cabeza que un accidente de circulación o una angina de pecho. Lo importante era que hubiera un muerto.
Sandy no conocía la Costa. Estaba acostumbrado a moverse dentro de los límites de Nueva Orleans, y fuera de esa ciudad nada le resultaba familiar: ni los sheriff y sus ayudantes, ni los jueces y sus rarezas, ni siquiera sus propios colegas. Pero algo le decía que Patrick lo había escogido precisamente por eso.
La conversación telefónica con Sweeney no había resultado nada satisfactoria. El sheriff decía estar muy ocupado, y alegaba que hablar con los abogados de los detenidos equivalía casi siempre a perder el tiempo. Sin embargo, y por hacerle un favor, se avino a dedicarle diez minutos a las nueve y media de la mañana. Si no surgía ningún imprevisto, claro está. Sandy llegó temprano a la cita. Mientras esperaba, se sirvió una taza de café de la cafetera que había al lado del depósito de agua. Los ayudantes del sheriff iban de un lado a otro ocupados en sus asuntos. Las celdas estaban en un edificio anexo. A la hora convenida, Sweeney salió a buscarlo y lo acompañó hasta su despacho, una habitación espartana decorada con muebles de segunda mano y fotografías descoloridas de políticos sonrientes.
–Siéntese -dijo Sweeney mientras señalaba una silla destartalada y se sentaba detrás de su escritorio. Sandy obedeció.
–¿Le importa que grabe la conversación? – preguntó el sheriff cuando ya le había dado a la tecla correspondiente de un gran magnetófono que ocupaba el centro de la mesa-. Tengo por costumbre grabarlo todo -se justificó.
–Adelante -concedió Sandy, como si hubiera tenido posibilidad de escoger-. Gracias por hacerme un hueco.
–No hay de qué -dijo Sweeney antes de encender un cigarrillo y beber un trago de café humeante de un vaso de plástico. Lejos de mostrar algún indicio de cordialidad, el sheriff daba la impresión de haber accedido de mala gana a la entrevista.
–Iré al grano -empezó Sandy, como si hubiera tenido que hacer un esfuerzo para no hablar de frivolidades-. He sabido que la vida de Patrick podría estar en peligro.
Sandy odiaba mentir, pero, dadas las circunstancias, no le quedaba otro remedio. Órdenes de su cliente.
–¿Cómo? – preguntó Sweeney-. Si puede saberse.
–Tengo a varios detectives trabajando en el caso, gente con muchos contactos. El rumor llegó a oídos de uno de ellos casi por casualidad.
Por la expresión del sheriff, era imposible saber si se había tragado el anzuelo o no. Sweeney siguió fumando mientras le daba vueltas al asunto. Llevaba una semana oyendo toda clase de rumores sobre las aventuras y desventuras de Patrick Lanigan. La gente no hablaba de otra cosa, y circulaban varias versiones de la historia del asesino a sueldo. Así pues, no necesitaba que ningún picapleitos de Nueva Orleans le explicara lo que estaba pasando ante sus mismísimas narices.
–¿Sospecha de alguien?
Sí, de un tipo llamado Lance Maxa. Estoy seguro de que ha oído hablar de él.
–Así es.
–Digamos que es el hombre que llenó el hueco que había dejado la muerte de Patrick en la vida de Trudy.
–Muchos piensan más bien lo contrario -dijo Sweeney dedicándole la primera sonrisa. Era evidente que Sandy no se encontraba en su elemento. El sheriff estaba más al corriente de las habladurías que él.
–Entonces no hace falta que le cuente lo que hay entre Lance y Trudy -prosiguió Sandy algo contrariado.
–No. Aquí todo el mundo tiene ojos en la cara.
–No lo dudo. En fin, Lance es un tipo indeseable, no necesito recordárselo, y mis hombres han oído decir que anda buscando un asesino a sueldo.
–¿Cuánto ofrece? – preguntó Sweeney con escepticismo.
–No lo sé, pero tiene el dinero necesario y un motivo más que suficiente.
–Yo también he oído algún que otro comentario.
–¿Y qué piensa hacer al respecto?
–¿Al respecto de qué?
–De la seguridad de mi cliente.
Sweeney respiró hondo e hizo un esfuerzo por morderse la lengua y controlar su genio.
–Su cliente está en una base militar, en una habitación vigilada por ayudantes del sheriff y agentes del FBI. ¿Le parece poca precaución?
–Sheriff, no crea que intento decirle cómo tiene que hacer su trabajo…
–¿Ah, no?
–No, se lo aseguro. Pero tenga en cuenta que acudo a usted en nombre de un hombre asustado, un hombre que se ha pasado cuatro años huyendo y que, al final, ha sido capturado. Él oye voces que nosotros no oímos y ve cosas que a nosotros se nos escapan. Está convencido de que alguien intenta matarlo, y cuenta conmigo para que lo proteja.
–Su cliente no corre ningún peligro.
–De momento. ¿Por qué no habla con Lance, le cuenta lo de los rumores y le mete un poco de miedo? Habría que ser imbécil para dar un paso en falso sabiendo que la policía está sobre la pista.
–«Imbécil» es una buena manera de definir a Lance Maxa.
–Puede, pero no a Trudy Lanigan. Si ella sospecha que hay alguien más al corriente de sus planes, le parará los pies.
–No ha hecho otra cosa en toda su vida.
–Más a mi favor. A Trudy no le gusta el riesgo.
Sweeney encendió otro cigarrillo y consultó el reloj.
–¿Algo más? – preguntó. Tenía ganas de levantarse y seguir con su trabajo. Aquello era la oficina del sheriff, no el despacho de un encargado.
–Sólo una cosa. Y permítame que insista: no crea que quiero meterme donde no me llaman. Patrick siente un gran respeto por usted, pero… En fin, cree que la base es el lugar más seguro para él.
–No me diga.
–En la cárcel podría tener problemas.
–Debería haber pensado en eso antes de cometer un asesinato.
Sandy hizo caso omiso del comentario del sheriff.
–Será más fácil garantizar su seguridad si no se lo traslada.
–¿Conoce usted la cárcel del condado?
–No.
–Entonces no venga a darme lecciones sobre seguridad. Por si no lo sabía, llevo muchos años en este oficio.
–No trato de darle lecciones.
–Pues lo parece. Le quedan cinco minutos. ¿Tiene algo más que decir?
No.
–Bien. – Sweeney se levantó y salió del despacho como una exhalación.
El honorable juez Huskey llegó a la base aérea de Keesler a última hora de la tarde y tardó un buen rato en franquear los controles que guardaban el camino al hospital. Tenía entre manos un juicio por tráfico de drogas que duraría toda la semana y empezaba a acusar el cansancio. Patrick lo había llamado para pedirle que pasara a verlo si podía.
Karl había compartido con Sandy McDermott el peso de la urna que contenía las cenizas de Patrick. A diferencia de aquél, sin embargo, la amistad que lo unía con el difunto era reciente. Se habían conocido durante un proceso civil, en una de las primeras apariciones de Patrick ante los tribunales de Biloxi. Luego se habían ido viendo cada quince días y habían acabado por trabar amistad. En los almuerzos que organizaba el colegio de abogados una vez al mes, charlaban y se daban ánimos para afrontar el menú, y en una ocasión hasta se habían emborrachado juntos en una fiesta de Navidad. Un par de veces al año se reunían para jugar un partido del golf.
De sus relaciones, al menos durante los tres primeros años, podría decirse que fueron cordiales sin llegar a ser muy estrechas. De hecho, no llegaron a hacerse amigos íntimos hasta pocos meses antes del accidente. A la vista de los últimos acontecimientos, resultaba mucho más fácil que antes entender otros cambios ocurridos en la vida de Patrick.
En los meses que siguieron a la desaparición de Patrick, los miembros de la comunidad jurídica que mejor lo conocían -incluido el juez Huskey- adoptaron la costumbre de reunirse todos los viernes por la tarde en el bar de la planta baja del restaurante de Mary Mahoney para tomar un par de copas y tratar de encajar las piezas de aquel rompecabezas llamado Lanigan.
Trudy solía cargar con buena parte de las culpas, aunque -según Karl- era una presa demasiado fácil. Visto desde fuera, el matrimonio no parecía tener problemas serios; en todo caso, Patrick no hablaba de ellos. Fue la conducta de Trudy después del entierro -el Rolls Royce rojo, el gígolo y la actitud displicente que aparecieron de la mano de la prima del seguro- lo que le granjeó la antipatía general y acabó con cualquier viso de objetividad. A nadie le constaba, sin embargo, que sus devaneos hubieran empezado antes de la marcha de Patrick. Buster Gillespie, sin ir más lejos, secretario de juzgado y asiduo de las tertulias del Mary Mahoney, profesaba auténtica admiración por Trudy. La viuda de Patrick había ayudado a su mujer a organizar un baile de beneficencia, y el bueno de Buster se sentía obligado a defenderla. Pero era el único. Los demás se empleaban a fondo cuando llegaba la hora de hablar mal de Trudy Lanigan.
El estrés laboral era uno de los factores que había empujado a Patrick a romper con su vida anterior. Al llegar al bufete, lo encontró inundado de trabajo y se propuso hacer méritos para llegar a convertirse en socio. Trabajó sin descanso durante años, aceptando los casos que sus mentores consideraban demasiado complicados, y ni siquiera el nacimiento de Ashley Nicole logró distraerlo de sus obligaciones. Tres años después de contratarlo, Bogan y los demás lo elevaron a la categoría de socio, hecho que pocas personas ajenas al bufete conocían. Un día, durante un receso, se lo había contado a Karl en voz baja. Patrick no era amigo de presumir.
Estaba cansado y estresado, pero también lo estaban casi todos los abogados que pasaban por la sala de vistas del juez Huskey. Además, los cambios más sorprendentes que se habían producido en su persona -aunque perfectamente lógicos- vistos con la perspectiva que da el tiempo eran físicos. Patrick medía un metro ochenta y, según sus propias palabras, nunca había estado delgado. Decía que había hecho mucho jogging en su época de estudiante, y que en tiempos había llegado a correr más de sesenta kilómetros semanales. Pero ¿de dónde iba a sacar tiempo para hacer ejercicio un abogado ocupado?
El aumento de peso, que había sido una constante a lo largo de sus años de ejercicio en Biloxi, llegó a convertirse en una escalada alarmante durante los últimos meses. Karl lo había reprendido más de una vez, pero él seguía comiendo. Un mes antes de desaparecer, durante el almuerzo, Patrick confesó a su amigo que pesaba más de cien kilos y que su mujer había puesto el grito en el cielo. Trudy hacía dos horas diarias de aeróbic en compañía de Jane Fonda y parecía una auténtica maniquí. Patrick también se declaró hipertenso, y prometió ponerse a régimen. Karl, como es lógico, lo animó a hacerlo. Más tarde se enteró de que su amigo no había tenido nunca problemas de tensión.
Ni el espectacular aumento de peso ni el adelgazamiento repentino sorprendían ya a nadie al cabo de los años. Y lo mismo puede decirse de la barba. Se la había dejado en noviembre de 1990 alegando que era su barba de cazador, y la verdad es que muchos abogados y simpatizantes de los movimientos progresistas de Misisipi se habían sumado a la misma moda: una reacción entre pragmática y hormonal. Trudy transigía con la barba, pero no entendía por qué tenía que llevarla desaliñada. Cuanto más se la dejaba crecer, más gris se le volvía. Los amigos de Patrick se acostumbraron a su nuevo aspecto. Su mujer, jamás.
El cambio de aspecto también afectó al cabello, que Patrick se dejó crecer bastante más de lo habitual entre los hombres de su clase. Karl lo bautizó como «look Jimmy Carter 1976», y él se defendió diciendo que se había quedado sin peluquero y que aún no había encontrado un buen sustituto.
Patrick iba siempre bien vestido y llevaba su exceso de peso con dignidad, pero era demasiado joven para abandonarse de aquel modo.
Tres meses antes de abandonar Biloxi, Patrick convenció a sus socios de que el bufete necesitaba publicidad, y se entregó en cuerpo y alma al proyecto de elaborar un folleto de promoción. A espaldas de Patrick -en teoría-, el bufete estaba a punto de cerrar el caso Aricia, y había una minuta millonaria a la vuelta de la esquina. Bogan y los demás no cabían en sí de orgullo. ¡Por fin la reputación del bufete se iba a traducir en pingües beneficios! Lo de la publicidad no era mala idea. Además, era una manera de seguirle la corriente a Patrick. Los cinco socios posaron para un fotógrafo profesional, primero por separado y luego en grupo (una instantánea que llevó casi una hora de preparación). Patrick mandó imprimir cinco mil unidades del folleto acabado, y el resultado le valió las felicitaciones de sus compañeros. Su foto, en la segunda página, correspondía a un hombre obeso y peludo que no tenía nada que ver con el Patrick de Ponta Porá.
Ésa fue la fotografía que utilizó la prensa para ilustrar la noticia de su muerte. Además de ser la más reciente, era la única que tenían al alcance de la mano: casualmente, Patrick había enviado el folleto de promoción al periódico local por si el bufete decidía anunciarse en sus páginas. Los tertulianos del Mary Mahoney habían celebrado la maniobra de Patrick con alcohol y carcajadas. Se lo imaginaban posando con el resto de los socios en la sala de conferencias del bufete, preparando su fuga mientras Bogan, Vitrano, Rapley y Havarac sonreían al objetivo vestidos con sus trajes de color azul marino.
El juez Huskey y los demás asiduos a la tertulia brindaron muchas veces en honor de su amigo. Mientras jugaban a adivinar dónde se habría escondido, le deseaban suerte y pensaban en sus noventa millones de dólares. Así pasaron los meses y, con ellos, la sorpresa de los primeros tiempos.
Los tertulianos empezaron a quedarse sin temas de conversación y fueron espaciando sus encuentros. Los meses se convirtieron en años. Patrick había desaparecido para siempre.
Karl cogió el ascensor en el vestíbulo y subió solo hasta la segunda planta. Aún no se había hecho a la idea. ¿Había llegado a borrar a Patrick de su memoria? ¡Qué gran atracción ejerce el misterio! Un mal día en el estrado le disparaba la imaginación: veía a Patrick en la playa, perfectamente bronceado, con un libro en el regazo, un refresco en la mano y la mirada fija en la silueta de las bañistas. Otro año de congelación salarial le hacia pensar en el rendimiento de noventa millones de dólares. Los rumores sobre la crisis del bufete Bogan le provocaban remordimientos de conciencia. No, la verdad es que, por una u otra causa, Karl no había dejado de pensar en Patrick ni un solo día.
En el vestíbulo no había enfermeras ni pacientes. Los dos ayudantes del sheriff se pusieron en pie al reconocerlo.
–Buenas noches, juez.
Huskey devolvió el saludo y entró en la habitación, sumida en la penumbra.
Capítulo 23
Patrick estaba incorporado en la cama viendo un concurso de televisión. Se había quitado la bata y había echado las persianas. La lámpara de la mesilla proyectaba una luz tenue.
–Siéntate aquí -dijo a Karl señalando los pies de la cama.
Cuando calculó que el juez ya le había visto las quemaduras del pecho, se las tapó con una camiseta. De cintura para abajo lo cubrían las sábanas.
–Gracias por venir.
Patrick apagó el televisor. Con la pantalla negra, la habitación parecía aún más oscura.
–Vaya quemaduras -comentó Karl, que se había sentado lo más lejos posible del convaleciente, con el pie derecho colgando fuera de la cama. Patrick dobló las piernas para hacerle sitio. Las sábanas dejaban adivinar su extrema delgadez.
–Sí, fue bastante desagradable -dijo mientras se abrazaba las rodillas-. El médico dice que cicatrizan bien, pero que tengo que seguir en tratamiento.
–Por eso no te preocupes, Patrick. Nadie está pidiendo a gritos que te ingresen en prisión.
–Todavía no, pero estoy seguro de que la prensa no tardará en pedir mi cabeza.
–Tú relájate. Soy yo quien tiene que decidirlo, no los periódicos.
Patrick respiró aliviado.
–Gracias. Karl, tú has visto la cárcel por dentro. Sabes que eso acabaría conmigo.
–¿Y qué me dices de Parchman? Es cien veces peor.
Hubo una larga pausa. Karl deseó no haber abierto la boca. Había sido un comentario irreflexivo y cruel.
–Lo siento -se disculpó-. No debería haber sacado el tema.
–Me mataría antes que dejarme llevar a Parchman.
–Nadie te lo reprocharía. ¿Y si hablamos de cosas más agradables?
–No puedes hacerte cargo del caso, ¿verdad?
–No, imposible. Tendré que inhibirme.
–¿Cuándo?
–Pronto.
–¿Sabes a quién se lo asignarán?
–A Trussel o a Lanks. A Trussel, seguramente.
Huskey buscaba los ojos de Patrick, pero éste evitaba corresponder a sus miradas. El juez esperaba un guiño, una sonrisa, una carcajada que diera paso a la narración hiperbólica de sus andanzas. Vamos, Patrick -habría querido decir-, ¿a qué viene tanto secreto? Cuéntamelo todo. Pero había algo distante en la mirada de Patrick. No parecía el mismo de antes.
–¿Y ese mentón? – preguntó Huskey sin muchas esperanzas de averiguar nada que no supiera ya.
–Lo compré en Río.
–¿Con la nariz?
–Sí, estaban de oferta. ¿Te gustan? – No están mal. – En Río te operan la cara como quien te vende un refresco. – Dicen que allí hay muchas playas. – Increíbles. – ¿Y qué me dices de las chicas? ¿Conociste a alguna? – A un par. Patrick nunca había presumido de conquistador. A veces se le iban los ojos detrás de
alguna mujer atractiva, pero, que Karl supiera, siempre había respetado el voto de fidelidad matrimonial. Una vez, yendo de caza, habían estado hablando de sus respectivas esposas. En aquella ocasión, Patrick admitió que complacer a Trudy era todo un desafío.
Otra pausa. Karl se dio cuenta de que Patrick no tenía prisa. Tras dos minutos de silencio, el juez llegó a la conclusión de que, por más contento que estuviera de ver a su amigo, todo tenía un límite; sobre todo el tiempo que uno es capaz de contemplar las paredes de una habitación a oscuras.
–Patrick, ya te he dicho que tengo que inhibirme del caso, así que no he venido a verte
como juez. Y tampoco soy tu abogado. Soy tu amigo. Conmigo puedes desahogarte. Patrick cogió de la mesa una lata de zumo de naranja con una pajita dentro. – Te apetece tomar algo? – No. Patrick bebió un poco de zumo y devolvió la lata a la mesa. – Debe de sonar romántico, ¿no? Desaparecer, fundirse con la noche y ser alguien
diferente al amanecer, dejar atrás todos los problemas: un trabajo monótono, un matrimonio desgraciado, la sociedad de consumo… Tú también sueñas con eso, ¿verdad, Karl? – Supongo que todos soñamos con eso en algún momento. ¿Cuánto tiempo estuviste
planeándolo? – Mucho. Empecé a sospechar cuando Trudy se quedó embarazada. Entonces decidí… -¿Sospechar? – De su fidelidad. La niña no es hija mía, Karl. Trudy me engañó desde el principio. Hice
lo posible para que la niña no se diera cuenta, pero no podía seguir disimulando. Decidí buscar pruebas y pedirle a Trudy una explicación, pero lo fui dejando. Al final, aunque te parezca mentira, llegué a acostumbrarme a la idea de que mi mujer tenía un amante. Quería irme, pero no sabía cómo hacerlo. Entonces conseguí un par de libros sobre cambios de identidad. No es tan complicado como parece. Basta con planear las cosas con cuidado.
–Por eso te dejaste barba y engordaste veinte kilos.
–Sí. Con barba parecía otro, ¿verdad? Luego me hicieron socio del bufete, pero yo ya estaba muy quemado. Me había casado con una mujer que me engañaba, jugaba con una niña que era hija de otro, y trabajaba con un puñado de abogados a los que no podía ver ni en pintura. De pronto, un día lo vi todo claro. Iba por la autopista 90, camino de una cita importante, y me quedé atrapado en un atasco. Al volver la cabeza vi las aguas del Golfo. Había un velero casi inmóvil en el horizonte. De repente sentí la necesidad imperiosa de subir a bordo de ese barco, de ir a algún lugar donde nadie me conociera. Me quedé quieto, con los ojos abiertos, conteniendo el impulso de tirarme al agua y nadar hasta aquel velero. Y me puse a llorar. ¿Te imaginas la escena?
–Todos tenemos días así.
–Después de eso no volví a ser el mismo. Había tomado la decisión de desaparecer.
–¿Cuánto tiempo tardaste en prepararlo todo?
–Lo más importante era no precipitarse. Muchos lo hacen y pagan caros sus errores. Yo tenía todo el tiempo del mundo. No huía de la bancarrota ni de los acreedores. Lo de la póliza de dos millones de dólares me llevó tres meses, por ejemplo. Pero sabía que no podía dejar a Trudy y a la niña desamparadas. Luego empecé a engordar, a comer como una lima. Y cambié el testamento. Conseguí convencer a Trudy de que debíamos hacer los arreglos del entierro sin que sospechara nada.
–Lo de la incineración fue buena idea.
–Gracias. Insistí mucho en ese detalle.
–Ahora es imposible identificar el cadáver y determinar la causa de la muerte.
–De eso prefiero no hablar.
–Perdona.
–Entonces me enteré de quién era el señor Aricia y de sus escaramuzas con el Pentágono y Platt Rockland. Bogan había mantenido el caso en secreto, pero escarbando un poco descubrí que Vitrano, Rapley y Havarac también estaban metidos en el ajo. Todos menos yo. Me habían dado la espalda, del primero al último. ¡Mis propios compañeros conspiraban a mis espaldas! Ya sé que había sido el último en llegar, pero ellos me habían admitido como un socio más. ¡Y por unanimidad! De repente me encontré yendo de viaje sin parar. Así mis socios podían verse con Aricia sin necesidad de esconderse y Trudy podía divertirse a sus anchas. Todos contentos. Y yo el primero, porque así iba poniendo manos a la obra. Una vez me enviaron a Fort Lauderdale para asistir a una declaración que duró tres días. Aproveché el viaje para localizar a un falsificador de Miami. Por dos mil dólares me hizo un carné de conducir, un pasaporte, una tarjeta de la seguridad social y un certificado censal del condado de Harrison. Todo a nombre de Carl Hildebrand, un pequeño homenaje aun amigo.
–Vas a hacerme llorar.
–En Boston me puse en contacto con un tipo que se encarga de hacer desaparecer a la gente. Eso me costó mil dólares. En Dayton contraté a un experto en vigilancia que me lo enseñó todo sobre micrófonos y artilugios por el estilo. Debía tener paciencia y la tuve, Karl. Mucha. Me quedaba en el despacho hasta altas horas de la madrugada y así reunía información sobre el caso Aricia. Aguzaba los oídos, interrogaba a las secretarias, registraba las papeleras… Luego instalé micrófonos en los despachos. Al principio sólo en el de Vitrano y alguno más, para practicar. Cuando lo escuché, no daba crédito a mis oídos. ¡Iban a deshacerse de mí! ¿Te imaginas? Sabían que la minuta del caso Aricia rondaría los treinta millones, y tenían previsto dividirla en cinco partes. No iguales, claro. A Bogan le correspondían diez millones porque tenía deudas que saldar en Washington; los otros tres se quedaban con cinco millones cada uno, y el resto se invertía en el bufete. Y a mí me ponían de patitas en la calle.
–¿Cuándo fue eso?
–Entre el verano y el otoño del 91. Los de justicia dieron el visto bueno provisional a la reclamación de Aricia el 14 de diciembre, pero aún pasarían tres meses antes de que el dinero llegara a manos de los interesados. Ni siquiera el senador podía acelerar los trámites.
–Cuéntame lo del accidente.
Patrick sacó las piernas de debajo de las sábanas y puso los pies en el suelo.
–Me ha dado un calambre -masculló mientras estiraba las piernas y las vértebras.
–Fue un domingo -dijo frente a la puerta del baño, moviendo los pies y mirando a Karl.
–Domingo 9 de febrero.
–Sí, el 9 de febrero. Había pasado el fin de semana en la cabaña. Por la noche, mientras volvía a casa, tuve un accidente, me maté y subí al cielo.
Huskey no se inmutó.
–Cuéntamelo otra vez
–Por qué?
–Fascinación morbosa.
–¿Seguro que es sólo eso?
–Te doy mi palabra. Ese plan fue una obra maestra, Patrick. Me muero de ganas de saber cómo lo hiciste.
–Tendré que saltarme algunos detalles.
–Cuento con ello.
–Vayamos a dar un paseo. Estoy harto de estas cuatro paredes.
Huskey y su amigo salieron al pasillo, donde Patrick explicó a los guardias que el juez y él necesitaban estirar las piernas. Los ayudantes del sheriff se dispusieron a seguirlos a una distancia prudencial. Una enfermera les sonrió y les preguntó si querían tomar algo. Patrick pidió dos coca-colas light y no volvió a abrir la boca hasta que llegaron al final del pasillo. Los dos amigos se sentaron en un banco de vinilo, de espaldas a las ventanas con vistas al aparcamiento. Los ayudantes montaban guardia a unos quince metros.
Patrick llevaba pantalones de cirujano y sandalias de cuero sin calcetines.
–¿Has visto fotos del accidente? – preguntó en voz muy baja.
–Sí.
–Encontré el barranco el día anterior. Me pareció un lugar perfecto para tener un accidente. El sábado por la noche, a las diez, salí de la cabaña. Por el camino me paré en una tienda.
–La de los Verhall.
–Sí, la de los Verhall. Y llené el depósito.
–Cincuenta litros por catorce dólares y veintiún centavos, pagados con una tarjeta de crédito Amoco.
–Si tú lo dices… Estuve hablando un rato con la señora Verhall y luego me fui. No había mucho tráfico. Tres kilómetros más adelante cogí un desvío y seguí otro kilómetro y medio por una pista de gravilla. Luego bajé del coche, abrí el maletero y me puse encima de la ropa el equipo de motorista que llevaba dentro: hombreras, rodilleras… todo menos el casco. Entonces volví a la autopista y puse rumbo al sur. La primera vez que pasé por delante del barranco iba detrás de otro coche. La segunda vi acercarse otro coche de frente, pero derrapé de todas maneras para dejar las marcas de los neumáticos. La tercera vez no había nadie. Me puse el casco, respiré hondo y me lancé por la pendiente. No había pasado tanto miedo en toda mi vida.
Karl supuso que en aquel momento ya había otra persona a bordo del vehículo, viva o muerta, pero no se atrevió a preguntar. No era el momento oportuno.
–Cuando me salí de la carretera sólo iba a cincuenta, pero cincuenta kilómetros por hora parecen doscientos cuando se ven pasar los árboles casi desde el aire. Me llevé unos cuantos por delante, por cierto. El parabrisas se rompió a medio camino. Intenté conservar el control del volante y esquivar los obstáculos, pero al final me empotré contra el tronco de un pino. El airbag se disparó y perdí el conocimiento un momento. Luego tuve la sensación de estar dando vueltas. De repente, el coche dejó de rodar. Abrí los ojos. Me había hecho daño en el hombro izquierdo. No me salía sangre, pero me dolía una barbaridad. Estaba casi cabeza abajo. Entonces me di cuenta de que el coche había caído sobre el costado derecho y salí a cuatro gatas. Una vez fuera me di cuenta de que había tenido suerte. El hombro estaba bien; contusionado nada más. Di una vuelta alrededor del coche y me sorprendí de lo bien que me había salido todo. El techo se había hundido sobre el asiento del conductor. Un palmo más y tal vez no habría podido salir.
–No entiendo por qué te arriesgaste tanto. Podrías haberte matado, o quedar gravemente herido. ¿Por qué no despeñaste el coche y ya está?
–No habría dado resultado. Tenía que parecer un accidente de verdad. La pendiente no era lo bastante pronunciada. Es una zona muy llana, ya lo sabes.
–¿Por qué no pusiste un ladrillo sobre el acelerador?
–Los ladrillos no arden, Karl. Si la policía hubiera encontrado un ladrillo en el coche, habría sospechado. No, lo mejor era empotrarlo contra un árbol y salir por mi propio pie. Además, llevaba el cinturón de seguridad, el airbag, el casco…
–Estás hecho un especialista.
La enfermera llegó con las coca-colas y se quedó a charlar un rato.
–Por dónde iba? – preguntó Patrick cuando la enfermera se hubo ido.
–Creo que estabas a punto de prender fuego al coche.
–Sí. Antes presté atención un momento. Sólo se oía la rueda trasera dando vueltas sobre el eje. Desde donde estaba no se veía la carretera, pero miré hacia arriba y no oí nada. Nada en absoluto. Todo había salido según lo previsto. La casa más cercana estaba a casi dos kilómetros de distancia. Estaba seguro de que nadie había oído la caída, pero aun así tenía prisa. Lo primero que hice fue quitarme el casco y las protecciones y meterlo todo dentro del coche. Luego bajé por el barranco hasta el lugar donde había escondido la gasolina.
–¿Cuándo?
–El mismo sábado por la mañana, al amanecer. Cogí los cuatro bidones de gasolina y los llevé hasta el coche a toda prisa. Estaba muy oscuro y no podía utilizar la linterna, pero había despejado un poco el camino. Metí tres de los bidones en el coche y presté atención otra vez. En la autopista no se oía ningún ruido. Ni una mosca. Tenía la adrenalina disparada y me notaba el corazón en la garganta. Rocié el coche con gasolina, por dentro y por fuera, y metí el último bidón. Entonces me alejé unos diez metros, encendí el cigarrillo que llevaba en el bolsillo y lo tiré. Tuve el tiempo justo para alejarme un poco más y esconderme detrás de un árbol. El cigarrillo aterrizó en el coche y prendió fuego al combustible. Hubo una gran explosión, como una bomba. Al cabo de un segundo salían llamaradas por todas las ventanillas del coche. Trepando un poco por el barranco, encontré un buen sitio donde resguardarme a unos treinta metros. Quería ver el incendio. El fuego rugía. No se me había ocurrido que pudiera hacer tanto ruido. Entonces empezaron a arder algunos arbustos y pensé que había provocado un incendio forestal. Por suerte, el viernes había llovido mucho, y los árboles y la tierra estaban empapados. – Patrick bebió un sorbo de refresco-.
Por cierto, he olvidado preguntarte por tu mujer. ¿Qué tal está Iris?
–Iris está perfectamente. Ya hablaremos de la familia más tarde, ahora quiero que acabes de contarme la historia.
–Como quieras. ¿Dónde estaba? últimamente no sé dónde tengo la cabeza. Es la medicación, ¿sabes?
–Estabas mirando cómo ardía el coche.
–Ah, sí. El fuego desprendía mucho calor e hizo explotar el depósito de la gasolina, Por un segundo pensé que me iba a chamuscar. La chatarra volaba por los aires y caía entre los árboles con estrépito. Al final oí voces en la autopista, gente que gritaba. No veía nada, pero me imaginaba la escena. Cuando las llamas empezaron a avanzar hacia mí, me fui. A unos cien metros encontré un riachuelo que se perdía entre los árboles y lo seguí. La moto no podía estar muy lejos. Entonces oí llegar la primera sirena.
Karl no se había perdido ni una sola palabra de la historia. Es más, estaba tan metido en ella que se veía huyendo al lado de su amigo. El camino que había seguido Patrick había dado mucho que hablar durante los meses siguientes a su desaparición, pero nadie había sido capaz de resolver el misterio.
–¿Qué moto?
–Sí, una moto de trial de segunda mano. Se la compré por quinientos dólares a un vendedor de vehículos de Hattiesburg, unos meses atrás. En efectivo. Estuve practicando en el bosque. Nadie sabía que la tenía.
–Sin matrícula, supongo.
–Supones bien. ¿Quieres saber una cosa? Mientras corría por el bosque buscando la moto, asustado pero entero, alejándome del fuego y de las voces, con la sirena cada vez más cerca, me di cuenta de que al final del camino me esperaba la libertad. Patrick había muerto, y se había llevado con él una vida que no me satisfacía. Él tendría su entierro, su tumba y su despedida, y no perduraría durante mucho tiempo en la memoria de nadie. A mí, en cambio, me esperaba una nueva vida. Me sentí más vivo qué nunca.
¿Y qué hay del pobre diablo que encontraron en el coche? – pensó el juez-. Mientras tú correteabas alegremente por el bosque, había alguien achicharrándose en tu lugar. ¿Cómo se le podía pasar por alto semejante detalle? Huskey tuvo que morderse la lengua otra vez.
–De repente me di cuenta de que me había perdido. La vegetación era muy espesa, y me había equivocado de camino. Entonces saqué la linterna y la encendí, pensando que ya no había peligro. Estuve dando vueltas hasta que dejé de oír la sirena. En un momento dado, me senté en un tronco para tranquilizarme. Estaba muerto de miedo. ¡Menuda ironía! Sobrevivir al accidente y luego morir de frío e inanición. Por suerte, encontré el camino y la moto al poco de echar de nuevo a andar. Remonté la ladera de una colina con la moto prácticamente a cuestas, aprovechando un sendero abierto por los madereros. Ya te puedes imaginar que mis cien kilos de trasero me estaban matando. Calculé que no debía de haber una sola casa en tres kilómetros a la redonda, de manera que, en cuanto el camino me lo permitió, monté en la moto y arranqué el motor. Había recorrido la zona varias veces y la conocía bien. Al cabo de un rato encontré un camino de grava y vi la primera casa. Había hecho alguna que otra chapucilla para amortiguar el ruido del motor, y no tenía que preocuparme por eso. El primer asfalto que pisé fue el de la carretera del condado de Stone. Lo mejor era evitar las autopistas y quedarme en las carreteras secundarias, y así lo hice. Al cabo de un par de horas estaba de vuelta en la cabaña.
–¿Por qué volviste a la cabaña?
–Para preparar el siguiente paso.
–¿No te daba miedo que Pepper pudiera verte?
Patrick escuchó la pregunta sin inmutarse. Karl había escogido el momento oportuno para sacar el tema y estudió la reacción de su amigo. Nada. Patrick bajó la vista un momento y luego respondió.
–Pepper no estaba.
–¿Le parece que sigamos donde nos quedamos ayer, señor Stephano?
–No recuerdo dónde estaba.
–¿Invadiendo Brasil?
–Ah, sí. Bueno, veamos… Brasil es un país muy grande. Ciento sesenta millones de habitantes, muchísimos kilómetros cuadrados y una gran reputación como albergue para proscritos. A los nazis, sin ir más lejos, les encantaba. En fin, lo primero que hicimos fue redactar un informe completo sobre Lanigan para que lo tradujeran al portugués. También pedimos a un experto de la policía y a varios informáticos que mejoraran en lo posible las fotografías que teníamos de Lanigan. Nos pasamos horas enteras hablando con el propietario del barco de Orange Beach y con los empleados del banco de Nassau, y entre todos conseguimos un buen retrato robot del fugitivo. Convocamos una reunión con Bogan y los suyos para que dieran el visto bueno a las fotos, y ellos se las enseñaron a las secretarias. Bogan visitó personalmente a la viuda para recabar su opinión.
–Ahora que ha visto el modelo, ¿diría que los retratos se le parecían?
–Bastante, aunque con la barbilla y la nariz íbamos un poco despistados.
–Siga, por favor.
–Luego trasladamos la base de operaciones a Brasil. Una vez allí contactamos con tres de las mejores agencias de detectives del país: una en Río, una en Sáo Paulo y otra en Recife, en el noreste. No reparábamos en gastos y queríamos lo mejor de lo mejor. Conseguimos que aceptaran trabajar en equipo y los reunimos a todos en Sáo Paulo durante una, semana para que nos instruyeran. Se inventaron la historia de que Patrick era un norteamericano buscado por el secuestro y asesinato de una rica y jovencísima heredera, cuya familia ofrecía un rescate a cambio de cualquier información sobre el paradero del asesino. Lo del asesinato de la niña, naturalmente, formaba parte de un plan estratégico: les pareció que inspiraría más lástima que unos cuantos picapleitos expoliados.
–Recorrimos las academias de idiomas enseñando las fotografías de Lanigan y ofreciendo dinero a cambio de información. Las escuelas reputadas nos cerraban la puerta en las narices; las otras no sabían nada. Dos años de búsqueda nos habían enseñado a no subestimar la inteligencia de Lanigan. Nuestro hombre no iba a ser tan tonto como para matricularse en una escuela que exigiera identificación y lo archivara todo. Entonces centramos la investigación en los profesores particulares, o sea, en un millón escaso de personas. Era como buscar una aguja en un pajar.
–¿Mencionaban la recompensa a todo el mundo?
–Hacíamos lo que nos recomendaban nuestros agentes brasileños: explicar la historia de la niña asesinada y ver cómo reaccionaba el sujeto en cuestión. Si demostraba interés, dejábamos caer lo de la recompensa.
–¿Y? –
–No sacamos nada en claro, al menos de los profesores particulares, pero tampoco tuvimos que pagar ni un centavo.
–¿Y de otros sí?
Stephano hizo un gesto afirmativo mientras echaba un vistazo a una hoja de papel.
–En abril del 94 dimos con un cirujano plástico de Río que demostró cierto interés por las fotografías. Estuvo dándonos largas durante un mes entero, pero al final nos convenció de que había tenido tratos con el mismísimo Lanigan. El doctor tenía fotos de nuestro amigo, tomadas antes y después de la operación. Era buen negociador, y acabamos por ofrecerle un cuarto de millón de dólares, en efectivo y libre de impuestos, por el expediente completo.
–¿Qué había en ese expediente?
–Información básica: fotos de Lanigan antes y después de la operación, nítidas y de frente. Al doctor le había extrañado que su paciente se negara a hacerse fotos. Al parecer, no quería dejar rastro; sólo operarse y deshacerse de unos cuantos billetes. Lanigan no quiso decirle su nombre, pero le contó que era un empresario canadiense y que quería quitarse unos cuantos años de encima. La historia de siempre. El cirujano lo clichó enseguida. Y, por suerte para nosotros, tenía una cámara oculta en la consulta. De ahí las fotos.
–¿Podemos verlas?
–Desde luego. – El abogado se levantó y le tendió a Underhill un sobre de papel manila. El agente lo abrió inmediatamente para echar un vistazo a las fotos.
–¿Cómo dieron con el médico?
–Aparte de las academias de idiomas y los profesores particulares, también prestamos atención a otras ocupaciones. Hablamos con falsificadores, cirujanos plásticos, importadores…
–¿Importadores?
–Sí, en portugués lo llaman de otra manera. «Importador» es una traducción aproximada. Se dedican básicamente a introducir gente en el país y a proporcionarles una nueva identidad: un nombre diferente, documentación falsa, etcétera. También asesoran a los recién llegados sobre dónde les conviene fijar su residencia. Con los importadores nos pasó lo mismo que con los falsificadores: no soltaron prenda. Teniendo en cuenta las características de su negocio, es lógico: no se pueden permitir el lujo de irse de la lengua.
–Tuvieron más suerte con los médicos?
–En general, no. Lo que pasó es que contratamos los servicios de un cirujano plástico para que nos asesorara, y él nos dio los nombres de algunos colegas con fama de no preguntar a quién clavaban el bisturí. A través de él, dimos con el doctor de Río.
–Eso fue más de dos años después de la desaparición de Lanigan, ¿me equivoco?
–En absoluto.
–Fue el primer indicio serio que tuvieron de que Patrick estaba efectivamente en el país?
–Sí, el primero.
–¿Qué hicieron durante los dos años anteriores?
–Malgastar el dinero, llamar a todas las puertas, seguir un montón de pistas falsas. Ya le he dicho que Brasil es un país muy grande.
–¿A cuántos hombres tenía trabajando para usted allí?
–Llegamos a tener en nómina a sesenta agentes. Gracias a Dios, no cobran tanto como los de aquí.
¿ Que el juez quería pizza? Pues marchando una de pizza. La encargaron en Hugo's, un viejo restaurante familiar de Division Street, cerca de Point y lejos de los locales de comida rápida de la playa. Uno de los ayudantes del sheriff se la llevó a la habitación 312. Patrick la olfateó en cuanto se abrieron las puertas del ascensor, y no le quitó la vista de encima mientras Karl abría la caja a los pies de la cama. Luego cerró los ojos para concentrarse en el aroma celestial de las aceitunas negras, los champiñones, el embutido, el pimiento y las seis variedades de queso. Había comido cientos de pizzas de Hugo's, sobre todo durante los dos últimos años de su antigua existencia, y llevaba una semana soñando con hincarle el diente a una. Ventajas de estar en casa.
–Anda, come, que pareces un espectro -dijo Karl.
Patrick devoró su primera porción de pizza sin decir palabra y cogió una segunda.
–¿Cómo te las apañaste para adelgazar de esta manera? – preguntó Karl con la boca llena.
–¿No podríamos pedir un poco de cerveza? – dijo Patrick.
–No, lo siento. Estás detenido, ¿recuerdas?
–Lo de adelgazar es cuestión de mentalizarse, nada más. Y no sabes la fuerza de voluntad que dan noventa millones.
–¿A cuánto llegaste?
–El viernes antes de irme pesaba ciento siete kilos, y durante las primeras seis semanas perdí veintiún kilos. Esta mañana pesaba setenta y dos.
–Pareces un refugiado. Come.
–Gracias.
–Estábamos en la cabaña.
Patrick se limpió la barbilla con una servilleta de papel y dejó la porción de pizza en la caja para beber un trago de coca-cola light.
–Sí, la cabaña. Eran alrededor de las once y media. Entré por la puerta principal pero no encendí la luz, porque había otra cabaña a menos de un kilómetro, en lo alto de una colina, y temía ser visto. Mis vecinos eran una familia de Hattiesburg y, que yo supiera, no habían estado en la cabaña en todo el fin de semana, pero tenía que ir con cuidado. Por eso, antes de encender la luz y afeitarme la barba, cubrí la ventana del baño con una toalla oscura. Luego me corté el pelo y me lo teñí. Castaño oscuro, casi negro.
–Eso me habría gustado verlo.
–Modestia aparte, no me quedaba mal, pero me producía una sensación extraña. Al mirarme en el espejo, me parecía que no era yo. Cuando acabé, lo limpié todo hasta no dejar ni un pelo, porque sabía que examinarían la cabaña con microscopio, y guardé el tinte y todo lo demás. Me puse ropa de abrigo, preparé café y me bebí la mitad; la otra mitad la puse en un termo para el viaje. Salí de la cabaña a la una. No creía que la policía hiciera acto de presencia aquella misma noche, pero siempre cabía la posibilidad. Sabía que llevaría un rato identificar el coche y llamar a Trudy, pero que después se les podía ocurrir echar un vistazo a la cabaña. No esperaba que pasara, pero a la una de la madrugada ya estaba intranquilo.
–¿Estabas preocupado por Trudy?
–La verdad es que no. Sabía que se tomaría la noticia con filosofía y que no tendría ningún problema para organizar lo del entierro. Ejercería de viuda desconsolada durante un mesecillo y luego cobraría el dinero del seguro. Sería el momento culminante de la carrera de Trudy Lanigan. Nunca volvería a recibir tanta atención ni tanto dinero. No, no me preocupaba en absoluto. Ya no la quería.
–¿Volviste a la cabaña?
–No.
Karl no pudo o no quiso reprimir la pregunta siguiente.
–La escopeta y las cosas de Pepper aparecieron debajo de una de las camas. ¿Cómo llegaron hasta allí?
Patrick levantó la vista un momento, como si lo hubiera sorprendido la pregunta, y luego desvió la mirada. Karl tomó buena nota de la reacción y le dio muchas vueltas durante los días siguientes. Un sobresalto, una mirada, y ese algo que le impedía contar toda la verdad.
¿En qué película se dice la frase: «Cada vez que se comete un asesinato se cometen veinticinco errores; quien prevé quince puede considerarse un genio»? Puede que a Patrick, con toda su meticulosidad, le hubieran pasado por alto las cosas de Pepper, o que con las prisas, se le hubiera olvidado llevárselas.
–No lo sé -gruñó, con los ojos clavados en la pared. Karl estaba satisfecho del resultado de la presión.
–¿Adónde fuiste al salir de la cabaña?
–Volví a coger la moto-dijoPatrick, levantando la vista e impaciente por seguir adelante-. La temperatura era de cuatro grados, pero de noche y por la autopista me pareció que estábamos bajo cero. Viajé por carreteras secundarias, huyendo del tráfico, sin correr demasiado porque el viento cortaba como un cuchillo. Crucé la frontera de Alabama siguiendo la misma estrategia. Una moto de trial en plena autopista a las tres de la mañana podía llamar la atención de algún policía sin nada mejor que hacer, de manera que procuré no acercarme a los centros habitados. Llegué a las afueras de Mobile a eso de las cuatro de la madrugada. Un mes antes había localizado un motel discreto donde aceptaban dinero en efectivo y no hacían preguntas. Me colé en el aparcamiento, escondí la moto en la parte de atrás y entré como si acabara de bajar de un taxi. Treinta pavos por una habitación, en efectivo, sin papeles. Tardé un buen rato en entrar en calor. Luego dormí un par de horas, hasta que me despertó la salida del sol.
–Cuándo te enteraste tú?
–Supongo que mientras tú recorrías la campiña en motocicleta. Doug Vitrano me llamó poco después de las tres. Me las pagará. ¡Hacerme perder sueño y darme semejante disgusto mientras tú jugabas a Easy Rider y te disponías a pegarte la gran vida!
–No compares.
–Reconoce que te importaban un comino tus amigos. – Me duele que digas eso.
¿No es verdad?
–Tienes razón -admitió Patrick con una sonrisa y sin los escrúpulos de costumbre.
–Te despertó un rayo de sol. Un hombre nuevo en un mundo nuevo. Todos tus problemas habían quedado atrás.
–Dejémoslo en la mayoría. Sentía una mezcla de miedo y entusiasmo que no me dejaba conciliar el sueño. Estuve viendo la tele hasta las ocho y media, pero aún no se sabía nada de mi muerte. Luego me duché, me cambié de ropa y…
–Un momento. ¿Qué hiciste con los accesorios de peluquería?
–Los tiré en un contenedor en algún punto del condado de Washington, después de pasar la frontera de Alabama. Llamé un taxi, cosa que en Mobile tiene su mérito, me recogió en la puerta del bungalow y me fui sin pasar por recepción. La moto seguía en la parte de atrás del hotel. Conocía un pequeño centro comercial que abría a las nueve. Entré en los grandes almacenes y me compré una americana azul marino, unos pantalones y un par de mocasines.
–¿Cómo pagaste?
–En efectivo.
–¿No tenías tarjeta de crédito?
–Sí, tenía una Visa falsa que había conseguido en Miami, pero sólo podía utilizarla unas cuantas veces y preferí guardarla para el alquiler del coche.
–¿Cuánto dinero llevabas?
–Veinte mil dólares, más o menos.
–¿De dónde los habías sacado?
–Llevaba un año ahorrando. Trudy hacía lo imposible por arruinarnos, pero aun así yo ganaba lo suficiente. Un día le dije a la contable del bufete que necesitaba desviar un porcentaje de mi sueldo para que mi mujer no tuviera acceso a él. Resultó que casi todos los abogados hacían lo mismo. A partir de entonces, una parte del dinero fue a parar a otra cuenta. De vez en cuando retiraba una cantidad y la guardaba en un cajón. ¿Satisfecho?
–Sí. Acababas de comprar un par de mocasines…
–Luego fui a otra tienda y me compré una corbata y una camisa. Me cambié en el lavabo de caballeros. Por arte de magia, me había convertido en un comerciante cualquiera, igual a muchos otros. Después compré más ropa y otras cosas y lo metí todo en una bolsa de lona. Otro taxi me llevó hasta el aeropuerto de Mobile. Allí desayuné y esperé la llegada de un vuelo de la Northwest Airlink procedente de Atlanta. Cuando llegó, me mezclé con los ejecutivos impacientes por invadir Mobile con sus mercancías, y me puse a la cola del mostrador de Avis. Los dos tipos que había delante de mí habían reservado un coche por teléfono. Mi caso fue un poco más complicado. Presenté un carné de conducir de Georgia, perfectamente en regla, y me dispuse a echar mano del pasaporte si hacía falta. La operación con la tarjeta de crédito fue lo peor. Casi me muero de miedo. El número era válido; pertenecía a algún pobre diablo de Georgia, de Decatur para ser exactos, pero yo temía que el ordenador detectara el fraude y empezaran a sonar alarmas por todas partes. Por suerte, no pasó nada. Rellené el impreso y salí del aeropuerto a toda prisa.
–¿Qué nombre utilizaste?
–Randy Austin.
–Atención a la gran pregunta, Randy -dijo Karl mientras masticaba despacio un mordisco de pizza-. Ya que estabas en un aeropuerto, ¿por qué no aprovechaste la ocasión para coger un avión y largarte?
–No creas que no se me ocurrió. Mientras desayunaba vi despegar dos aviones, y tuve que reprimir las ganas de montarme en el primero que saliera. Fue una decisión difícil, pero tenía cosas que hacer aquí.
–¿Qué cosas?
–Creo que ya lo sabes. Fui a Gulf Shores y luego a Orange Beach, hacia el este. Allí alquilé un apartamento.
–Que. ya conocías de antes.
–Por supuesto. Sabía que aceptaban efectivo. Estábamos en febrero, hacía frío y no había mucho trabajo. Me tomé un tranquilizante suave y conseguí dormir seis horas seguidas. Luego vi las noticias de la noche y me enteré de que había muerto en un accidente. Mis amigos estaban destrozados.
–Serás sinvergüenza…
–Bajé a comprar manzanas y píldoras adelgazantes. Cuando oscureció, volví a salir y estuve tres horas caminando por la playa, lo mismo que hice todas las noches a partir de entonces. A la mañana siguiente me fui a Pascagoula y compré el periódico. Vi mi cara regordeta y sonriente en la primera página, leí la información de mi trágica muerte, incluida tu nota, y me enteré de que el funeral iba a ser aquella misma tarde a las tres. Tenía que ir a Orange Beach para alquilar un barco, pero volví a Biloxi a la hora del entierro.
–Los periódicos han dicho que estuviste presente.
–Cierto. Estaba encaramado en un árbol, en el bosque que hay detrás del cementerio. Lo vi todo a través de unos prismáticos.
–Parece mentira que te arriesgaras tan tontamente.
–Es verdad. Fue una estupidez por mi parte, pero no pude evitarlo. Tenía que estar seguro, ver con mis propios ojos que el plan había dado resultado. Supongo que lo del entierro me convenció de que podía hacer cualquier cosa.
–Me imagino que también habrías reservado el mejor árbol…
–No. La verdad es que no me decidí a hacerlo hasta el último momento. Mientras salía de Mobile y cogía la interestatal hacia el oeste, me decía: «No lo hagas, Patrick, no vayas a Biloxi.»
–¿Cómo te las apañaste para trepar a un árbol con tantos kilos de más?
–La fe mueve montañas. Además, era un roble con las ramas muy gruesas.
–Menuda suerte la tuya. Ojalá hubieras partido una rama y te hubieras roto la crisma.
–No digas eso.
–Sí lo digo. Todos tus amigos reunidos alrededor de la fosa, consolando a la viuda y haciendo esfuerzos por no llorar, y tú, mientras tanto, encaramado en un árbol y carcajeándote.
–No disimules, Karl. Sé que no estás enfadado de verdad.
Patrick tenía razón. Cuatro años y medio habían borrado cualquier rastro de rencor. La verdad es que Karl estaba encantado de encontrarse sentado a los pies de aquella cama, compartiendo una pizza con su amigo y escuchando el relato de sus aventuras.
De momento, la historia acabaría en el entierro. Patrick había hablado mucho, y ya habían vuelto a la habitación, un lugar que no le parecía seguro al ciento por ciento.
–¿Qué sabes de Bogan, Vitrano y compañía? – preguntó mientras se abandonaba sobre las almohadas y saboreaba la información que estaba a punto de oír.
A Paulo Miranda no le gustaba nada pelearse con su hija por teléfono, y menos cuando, en realidad, estaba preocupado por ella. También estaba harto de los hombrecillos que merodeaban por su calle y lo seguían hasta el mercado o hasta su despacho de la Pontificia Universidad Católica. Había adquirido la costumbre de buscarlos apenas pisaba la acera, y ya les había puesto motes. Nunca andaban lejos. Paulo había hablado varias veces con el portero del edificio donde vivía Eva, y había sabido por él que también vigilaban su apartamento.
Su última clase, dedicada a la filosofía alemana, acabó a la una. Después estuvo media hora en su despacho ayudando a un alumno rezagado y decidió que ya había tenido bastante por un día. Llovía y no llevaba paraguas. Había dejado el coche en el pequeño aparcamiento reservado a los miembros del claustro.
Osmar lo estaba esperando. Lo vio salir del edificio con la mirada baja y un periódico sobre la cabeza, mojarse con las gotas que caían de los árboles y pisar un charco cerca de su coche. Al lado había una furgoneta Fiat de color rojo. Paulo, como siempre, iba soñando despierto y no vio ni la furgoneta ni al hombre que acababa de salir de ella. Luego se puso a buscar las llaves y tampoco vio ni oyó nada cuando Osmar abrió de par en par la portezuela trasera de la furgoneta. Sólo se dio cuenta de su presencia cuando se abalanzó sobre él y lo llevó a rastras hasta el vehículo. El profesor perdió el maletín durante el forcejeo.
La portezuela se cerró de golpe. En la oscuridad, Paulo notó el contacto del cañón de una pistola entre los ojos y oyó una voz que le recomendaba silencio.
El coche de Paulo había quedado abierto, y los papeles que llevaba en el maletín se estaban esparciendo por todas partes: desde el asiento del conductor hacia las ruedas traseras.
La furgoneta se alejó a toda prisa del campus universitario. Más tarde, una llamada informó a la policía del secuestro.
Paulo calculó que habían tardado una hora y media en sacarlo de la ciudad, pero no tenía ni idea de qué dirección habían seguido. Dentro de la furgoneta, a oscuras y sin ventanas, hacía mucho calor. Paulo distinguía las siluetas de dos hombres armados sentados junto a él. La furgoneta se detuvo a la entrada de una granja, y Paulo fue conducido hasta su interior. Sus dependencias estaban al fondo: dormitorio, baño y salón con televisor. Había comida en abundancia. Sus secuestradores le dijeron que no le harían ningún daño si no cometía el error de intentar escapar. Lo retendrían durante una semana y, luego, si se portaba bien, lo dejarían marchar.
Paulo cerró la puerta con llave y se asomó a la ventana. Había dos hombres sentados bajo un árbol, riendo y bebiendo té. Tenían sendas metralletas al alcance de la mano.
En Río, el hijo de Paulo recibió una llamada anónima, lo mismo que el portero del edificio donde vivía Eva, su antiguo bufete y una amiga que trabajaba en una agencia de viajes. El mensaje fue el mismo en todos los casos: Paulo Miranda había sido secuestrado. La policía empezó a investigar.
Eva había ido a pasar unos días a Nueva York. Se alojaba en una suite del hotel Pierre y repartía su tiempo entre las tiendas de la Quinta Avenida y los museos. Tenía instrucciones de viajar sin parar y de no alargar innecesariamente sus visitas a Nueva Orleans. Había recibido tres cartas de Patrick y le había enviado otras dos escritas por ella, siempre a través de Sandy. Estaba claro que los malos tratos sufridos por Patrick no habían mermado en absoluto su capacidad de previsión. Sus cartas eran listas de instrucciones minuciosas sobre cómo ejecutar sus planes y cómo proceder en caso de emergencia.
Al ver que su padre no se ponía al teléfono, Eva llamó a su hermano. La noticia del secuestro la dejó sin habla. Súbete en el primer avión que salga, le insistía su hermano. El hijo varón de Paulo Miranda era un hombre apocado, poco acostumbrado a lidiar con presiones y adversidades, de los que se ahogan en un vaso de agua. Si había que tomar alguna decisión difícil que afectara a la familia, la responsabilidad recaía siempre en Eva.
Los dos hermanos estuvieron media hora al teléfono tratando de tranquilizarse mutuamente. No, no habían pedido ningún rescate. Ni una palabra de los secuestradores.
Contraviniendo expresamente sus instrucciones, lo llamó. Estaba en el aeropuerto de La Guardia, en un teléfono público, mirando a derecha e izquierda a través de unas gafas oscuras y jugueteando nerviosamente con un mechón de pelo. Mientras marcaba el número de teléfono de su habitación, decidió que le hablaría en portugués. Así, si había alguien a la escucha tendría que tomarse la molestia de buscar un traductor.
–Patrick, soy Leah -dijo tratando de ocultar su estado de ánimo.
–¿Qué pasa? – preguntó él alarmado, en portugués. Llevaba tres semanas sin oír aquella dulce voz y las circunstancias no le permitían siquiera alegrarse de volver a escucharla.
–¿Podemos hablar?
–Sí, ¿qué pasa? – Patrick examinaba el teléfono de su habitación cada tres o cuatro horas, y también registraba todos los rincones con el detector que le había traído Sandy. La presencia de los agentes que montaban guardia en el pasillo las veinticuatro horas del día lo ayudaba a relajarse un poco, pero las líneas exteriores seguían preocupándole. Estaba harto de aquella situación.
–Es mi padre -empezó Leah antes de relatarle la historia completa de la desaparición de Paulo-. Tengo que volver a casa.
–No lo hagas -le dijo sin alterarse-. Es una trampa. Tu padre no es un hombre rico. Lo que buscan no es dinero. Te quieren a ti.
–No puedo abandonarlo.
–Tampoco puedes encontrarlo.
–Pero le ha sucedido eso por mi culpa.
–La culpa, en todo caso, es mía. No empeores las cosas metiéndote en la boca del lobo.
Leah retorció un mechón de sus cabellos y contempló el desfile de pasajeros apresurados.
–¿Qué hago, entonces?
–Ve a Nueva Orleans y llama a Sandy en cuanto llegues. Ya se me ocurrirá algo.
Leah compró el pasaje, se dirigió a la puerta de embarque y se sentó en una esquina de la sala de espera donde podía esconder el rostro entre la pared y una revista. Pensó en su padre, en las cosas horribles que podían estar haciéndole. Durante aquellos últimos once días, los dos hombres que más quería en el mundo habían sido secuestrados por los mismos individuos. Patrick estaba en el hospital por culpa de las heridas que le habían causado. Su padre era un hombre viejo y mucho más débil que Patrick. Sabía que le estaban haciendo daño por culpa suya y no podía hacer nada por evitarlo.
A las diez y veinte de la noche, después de un día entero de búsqueda, un agente de la policía de Biloxi localizó el coche de Lance a la salida del aparcamiento del Grand Casino. Lance fue retenido hasta la llegada del sheriff Sweeney. Luego los dos estuvieron hablando en el asiento de atrás de un coche patrulla aparcado frente a un Burger King.
El sheriff se interesó por la marcha del negocio del narcotráfico y Lance le dijo que no podía quejarse.
–¿Qué tal está Trudy? – preguntó el sheriff con un mondadientes en la boca. Se trataba de ver cuál de los tenía más sangre fría. Lance se puso sus Ray-Ban último modelo.
–Bien. ¿Y su mujer?
–No tengo. Oye, Lance, dicen por ahí que andas buscando un pistolero.
–Parece mentira lo que llega a inventarse la gente.
–Sí, bueno, a mí no me parece que sea un invento. Mira, Lance, todos tus amigos son como tú. Los que no están en libertad condicional, están haciendo méritos para volver a chirona. En fin, ¿qué te voy a contar? Son escoria, pura escoria. Siempre dispuestos a ganar dinero fácil, siempre metidos en líos. Cuando oyen un rumor interesante, les falta tiempo para ir con el cuento a los federales y renegociar su situación.
–Un argumento interesante. Me gusta.
–Sabemos que tienes dinero y una amiguita al borde de la ruina, y que todos vuestros problemas se solucionarían si el señor Lanigan no resucitara.
–¿Quien?
–Ya. Bueno, a partir de ahora haremos lo siguiente. Me refiero a nosotros y los federales. Os someteremos a vigilancia día y noche, a ti y a tu mujercita, y no podréis hacer ni decir nada sin que nosotros nos enteremos. Un paso en falso, y vendremos a buscarles. Trudy y tú podríais acabar más liados que el mismo Lanigan.
–¿Lo dice para asustarme?
–Si tuvieras dos dedos de frente, te habrías asustado tú solo.
–¿Puedo irme ya?
–Por favor.
Las dos portezuelas se abrieron desde el exterior. Lance fue acompañado de vuelta a su coche.
Mientras el sheriff hablaba con Lance, el agente Cutter llamaba a la puerta de Trudy con la secreta esperanza de interrumpir sus dulces sueños. Cutter había estado haciendo tiempo en una cafetería de Fairhope, esperando la noticia de que Lance había sido localizado.
Trudy aún no se había acostado.
–¿Qué quiere? – preguntó desde el otro lado de la puerta, trabada con una cadena, mientras Cutter le enseñaba su placa y pronunciaba en voz alta las siglas FBI. Trudy lo reconoció.
–¿Puedo pasar?
–No.
–Lance ha sido detenido. Creo que deberíamos hablar.
–¿Qué?
–Lo ha cogido la policía de Biloxi.
Trudy retiró la cadena de seguridad y abrió la puerta. Cutter y ella se quedaron en el recibidor, cara a cara. El agente se estaba divirtiendo de lo lindo.
–¿Qué ha hecho? – preguntó Trudy.
–Creo que lo soltarán enseguida.
–Voy a llamar a mi abogado.
–Hágalo, pero antes escuche lo que tengo que decirle. Sabemos de buena tinta que Lance está buscando un asesino a sueldo que elimine a su marido, Patrick Lanigan.
–¡Dios mío! – Trudy se llevó una mano a la boca. Parecía realmente sorprendida.
–Es cierto, créame, y usted podría verse implicada. El dinero que Lance trata de proteger es el suyo, y estoy seguro de que cualquier jurado la consideraría su cómplice. Si Lanigan sufre algún percance, usted será la principal sospechosa.
–Yo no he hecho nada.
–Todavía no. En todo caso, recuerde que no vamos a quitarles la vista de encima, señora Lanigan.
–No me llame así.
–Usted perdone.
Cutter dio media vuelta y se fue. Trudy se quedó en el recibidor.
Sandy dejó el vehículo en un aparcamiento de Canal Street y se internó en el Barrio Francés siguiendo Decatur Street. Era casi medianoche. Su cliente le había pedido encarecidamente que fuera extremadamente cauto en cuestiones de seguridad, sobre todo cuando tuviera que reunirse con Leah. Sandy era el único que podía llevarlos hasta ella, de manera que no debía permitirse ni el más mínimo desliz.
–Leah corre un grave peligro -le había dicho Patrick hacía tan sólo una hora-. Toda precaución es poca.
Sandy dio tres vueltas a la manzana y, cuando estuvo seguro de que nadie lo seguía, se metió en un bar. Pidió un refresco y comprobó que no hubiera nadie merodeando por la calle. Luego cruzó a la acera de enfrente y entró en el Royal Sonesta. Antes de coger el ascensor y subir al segundo piso, se paseó un rato por el vestíbulo, entre los turistas. Leah abrió la puerta y volvió a cerrarla con llave apenas hubo entrado.
Como era de esperar, parecía cansada y nerviosa.
–Siento lo de su padre -dijo Sandy-. ¿Ha tenido noticias suyas?
–No. He estado de viaje.
Había una bandeja con café recién hecho sobre el televisor. Sandy se sirvió una taza y le puso azúcar.
–Lo he sabido por Patrick. ¿Quién es esa gente?
–Encontrará todas las respuestas en esta carpeta -dijo, señalando una mesa auxiliar-. Siéntese, por favor.
Sandy se sentó en el borde de la cama obedeciendo las indicaciones de Leah y esperó con la taza de café entre las manos. Por fin había llegado el momento de poner las cosas en claro.
–Nos conocimos en Río, hace dos años, en 1994, después de la operación de Patrick. Me dijo que era un empresario canadiense y que necesitaba un abogado con experiencia en cuestiones mercantiles, pero lo que necesitaba en realidad era un amigo. Yo fui ese amigo durante dos días.
Luego nos enamoramos. Patrick me lo contó todo sobre su pasado, absolutamente todo. Había logrado escapar de sus perseguidores y tenía mucho dinero, pero no podía desprenderse de su pasado. Estaba decidido a averiguar quién lo seguía y si había conseguido acercarse mucho a él. En agosto del 94 vine a Estados Unidos y me puse en contacto con una empresa de seguridad de Atlanta fundada por un puñado de ex agentes del FBI. Tienen un nombre muy curioso: Pluto Group. Patrick había oído hablar de ellos antes de desaparecer. Les di un nombre falso, les dije que era española y que necesitaba información sobre el caso Lanigan. A cambio de mis cincuenta mil dólares, ellos enviaron a sus hombres a Biloxi y se pusieron en contacto con el antiguo bufete de Patrick. Les hicieron creer que tenían cierta información sobre su paradero, y los abogados mencionaron confidencialmente el nombre de un tal Jack Stephano, de Washington. Stephano es un sabueso muy cotizado, especializado en espionaje industrial y localización de personas desaparecidas. Los hombres de Pluto se encontraron con él en Washington. Stephano iba con pies de plomo y no pudieron sacar muchas conclusiones de la entrevista, excepto que era él quien dirigía la operación. Al cabo de varias reuniones se empezó a hablar de una posible recompensa. Los de Pluto se ofrecieron a vender la información, y Stephano se mostró de acuerdo en pagarles cincuenta mil dólares a cambio de las coordenadas del paradero de Patrick. En una de aquellas reuniones se enteraron de que Stephano tenía buenos motivos para creer que Patrick estaba en Brasil. La noticia, por supuesto, nos puso los pelos de punta.
–¿No había tenido nunca Patrick motivos para sospechar que alguien estaba al corriente de su presencia en Brasil?
–Nunca, y en aquel entonces llevaba ya más de dos años en el país. Cuando se sinceró conmigo, por ejemplo, ni siquiera sabía si sus perseguidores estaban buscando en el continente adecuado. Enterarse de que estaban en Brasil fue un golpe muy duro.
–¿Por qué no desapareció como la otra vez?
–Por muchas razones. Consideró la posibilidad de hacerlo, y los dos hablamos del tema largo y tendido. Yo estaba dispuesta a marcharme con él, pero él se convenció de que, llegado el caso, le sería más fácil ocultarse sin salir de Brasil. Patrick conoce a fondo el país: la lengua, la gente, los rincones más inaccesibles… Además, no quería que yo dejara a mi
familia. Supongo que deberíamos habernos ido a la China o a algún sitio parecido. – Tal vez no podía ser. – Tal vez. Cuando Patrick decidió que no nos íbamos, contraté a los de Pluto para que
hicieran un seguimiento exhaustivo de la investigación de Stephano. Entonces se pusieron en contacto con el señor Benny Aricia, el cliente del bufete, con la misma historia del soplo. También hablaron con las compañías aseguradoras. Todos los caminos llevaban a Jack Stephano. Yo me reunía con ellos cada tres o cuatro meses, siempre procedente de algún lugar de Europa, y ellos me ponían al día de sus progresos.
–¿Cómo se las arregló ese tal Stephano para encontrar el rastro de Patrick? – Ahora no puedo contárselo. Patrick lo hará en su momento. Otro agujero negro, y nada insignificante, por cierto. Sandy dejó la taza en el suelo e
intentó hacer encajar las piezas del rompecabezas. ¡Cuánto le facilitarían Patrick y Leah las cosas si se dignaran contárselo todo! Punto por punto, desde el principio hasta el final, de manera que él, el abogado, pudiera ayudarlos a afrontar el futuro inmediato. Aunque, pensándolo bien, tal vez no necesitaran su ayuda.
Conque Patrick sabía cómo habían dado con él, ¿eh? Leah le entregó la carpeta que había dejado sobre la mesa. – Éstos son los responsables del secuestro de mi padre -declaró. – ¿La gente de Stephano? – Sí. Yo soy la única persona que sabe dónde está el dinero. El secuestro es una trampa. – ¿Cómo sabe de su existencia? – Por Patrick. – ¿Patrick? – Sí. Ya ha visto las quemaduras. Sandy se levantó e intentó digerir aquella información. – ¿Y por qué no les contó también dónde estaba el dinero? – Porque no lo sabía. – ¿Quiere decir que se lo dio todo a usted? – Más o menos. Yo soy quien maneja el dinero. Ahora, en vez de perseguir a Patrick, me
persiguen a mí, y mi pobre padre ha pagado los platos rotos. – ¿Y bien? ¿Cómo se supone que puedo ayudarlos? Leah abrió un cajón y sacó una carpeta parecida a la otra pero menos abultada. – Esta carpeta contiene información sobre la investigación del FBI. No disponemos de
todos los datos, claro está, pero sabemos que el agente que lleva el caso es un tal Cutter, de Biloxi. Tan pronto como me di cuenta de que habían cogido a Patrick, me puse en contacto con él. No me extrañaría nada que esa llamada le hubiera salvado la vida.
–No tan deprisa. Creo que me he perdido.
–Llamé a Cutter para decirle que los hombres de Stephano habían encontrado a Patrick Lanigan y lo habían secuestrado. Suponemos que los del FBI se pusieron en contacto con Stephano y le apretaron las clavijas. Su gente torturó a Patrick unas cuantas horas y luego lo entregó medio muerto al FBI.
Sandy cerró los ojos para memorizar todos los datos. – Siga -dijo.
Dos días después, Stephano fue arrestado y su oficina de Washington clausurada.
–¿Cómo lo sabe?
–Aún sigo en contacto con los hombres de Pluto. Nos cuestan muy caros, pero son muy eficientes. Sospechamos que Stephano ha estado negociando con el FBI mientras sus hombres trataban de dar conmigo. Y con mi padre.
–¿Qué quiere que le diga a Cutter?
–Primero háblele de mí. Dígale que soy abogada y que Patrick confía en mí plenamente. Que lo sé todo y que tomo decisiones por él. Luego cuéntele lo de mi padre.
–¿Cree que el FBI presionará a Stephano?
–Puede que sí y puede que no. En todo caso, no tenemos nada que perder.
Era casi la una y Leah estaba muy cansada. Sandy recogió las carpetas y se dirigió hacia la puerta.
–Aún tenemos mucho de que hablar -dijo Leah.
–Algún día me gustaría saberlo todo.
–Dénos un poco más de tiempo.
–No nos queda mucho.
–Patrick, ¿se encuentra bien? – preguntó Hayani mientras se le acercaba.
Patrick no contestó. Hayani echó un vistazo a la mesa del rincón, que Patrick utilizaba de escritorio. No había ningún libro abierto ni ninguna carpeta fuera de sitio.
–No me pasa nada, doctor -respondió al fin.
–¿Ha podido dormir?
–No. No he pegado ojo en toda la noche.
–Ahora ya no tiene nada que temer. Ya ha salido el sol.
Patrick no se inmutó, y Hayani lo dejó en la misma postura en que lo había encontrado: agarrado a los brazos de la silla y escrutando las sombras.
El pasillo se llenó de voces familiares: la de Hayani, que comunicaba el parte médico a la escolta aburrida, y las de las enfermeras, que aprovechaban las idas y venidas para flirtear un poco con los agentes. «Ya es casi la hora de desayunar», pensó Patrick, y no precisamente porque esperara con impaciencia el momento de comer. Después de cuatro años y medio de pasar hambre, había aprendido a controlar su apetito. Normalmente le bastaba con dar un bocado de vez en cuando, pero procuraba tener siempre a mano manzanas y zanahorias para no sucumbir a otras tentaciones. Al principio, las enfermeras habían sentido el impulso de engordarlo, pero el doctor Hayani había intervenido a tiempo y le había impuesto una dieta a base de pan y verduras cocidas, baja en lípidos y sin sal.
Patrick se levantó y abrió la puerta. Como todas las mañanas, dio los buenos días a los agentes de guardia. Aquel día les tocaba el turno a Pete y Eddie, dos de los asiduos.
–¿Ha dormido bien? – le preguntó Eddie.
–Sin novedad, gracias -respondió Patrick.
Era una especie de ritual. Al fondo del pasillo, sentado en un banco al lado del ascensor, estaba el agente Brent Myers, el inútil que lo había escoltado desde Puerto Rico. Patrick lo saludó con una pequeña reverencia, pero Myers estaba abstraído en la lectura del periódico de la mañana.
Patrick regresó a su habitación y ejecutó unas cuantas flexiones suaves de rodilla. El tejido muscular ya se había regenerado, pero seguían doliéndole las quemaduras, de manera que aún no podía pensar en abdominales ni flexiones más serias.
Una enfermera llamó a la puerta y entró.
–¡Buenos días, Patrick! – dijo como si se alegrara de verlo-. Es hora de desayunar. ¿Qué tal has pasado la noche? – preguntó mientras dejaba la bandeja sobre la mesa.
–De fábula. ¿Y tú?
–Muy bien. ¿Necesitas algo más?
–No, gracias.
–Si quieres que te traiga algo, llámame.
Las frases eran casi siempre las mismas. Con todo, Patrick se daba cuenta de que había cosas mucho peores que la monotonía. En la cárcel del condado de Harrison le habrían pasado la bandeja del desayuno a través de una ranura, y habría tenido que comérselo en presencia de la última remesa de compañeros de celda.
Patrick se llevó la taza de café a la mesa del rincón, a la sombra del televisor. Luego encendió la luz y contempló su colección de carpetas.
Llevaba una semana en Biloxi. Su otra vida había terminado hacía exactamente trece días en una carretera sin asfaltar cuyo recuerdo le parecía cada vez más lejano. Habría dado cualquier cosa por volver a ser Danilo Silva y regresar a su existencia apacible de la casita de Rua Tiradentes, donde la asistenta le hablaba en un portugués musical que dejaba entrever sus orígenes indígenas. Echaba de menos los paseos por las calles soleadas de Ponta Porá, los largos recorridos por las afueras, el ajetreo del mercado y la cháchara de los jubilados sentados a la sombra con su infusión de té.
Echaba de menos Brasil, la patria de Danilo, vasta y hermosa, llena de contrastes, de buena gente, de ciudades populosas y pueblecitos apartados. Y echaba de menos a su querida Eva. No podía soportar la idea de vivir separado de su piel suave, de su dulce sonrisa, de su carne esplendorosa y de su alma cálida. No podía vivir sin ella.
¿Por qué no puede un hombre tener más de una vida? ¿Dónde está escrito que no se pueda volver a empezar? Más de una vez. Patrick había muerto. Danilo había perdido la libertad.
Había sobrevivido a la muerte de Patrick y a la captura de su segundo yo. ¿Por qué no escapar de nuevo? Sentía la llamada de una tercera vida, sin la infelicidad de la primera ni las sombras de la segunda. Una vida perfecta al lado de Eva. Juntos encontrarían algún lugar donde vivir, cualquiera donde no tuvieran que volver a separarse ni a enfrentarse con su pasado. juntos formarían un hogar feliz y traerían al mundo a un montón de chiquillos.
La fortaleza de Eva, con ser grande, también tenía sus límites. Quería mucho a su padre, y sus orígenes ejercían sobre ella el poder de un imán. Todos los cariocas aman su ciudad por encima de todo, la consideran un don del Altísimo. Ahora su vida corría peligro por culpa suya, y era su deber protegerla. ¿Lo conseguiría? ¿ O lo habría abandonado su buena estrella?
Cutter cedió ante la insistencia de Sandy y quedó en verse con él a las ocho de la mañana. La sede del FBI se desperezaba con la llegada de los burócratas más madrugadores, que preferían adelantarse a los atascos de las nueve.
Sin ser hostil, la actitud del agente federal dejaba mucho que desear desde el punto de vista de la hospitalidad. Y es que escuchar las pretensiones de los abogados no era una de sus ocupaciones favoritas. Después de llenar sendos vasos de plástico con café hirviendo, se puso a recoger un poco su pequeño escritorio.
Sandy le dio las gracias por la cita y consiguió congraciarse un tanto con él.
–¿Recuerda la llamada que recibió hace trece días? – preguntó el abogado-. La de la mujer brasileña.
–Sí.
–He hablado con ella un par de veces. Es abogada. Trabaja para Patrick.
–¿Está aquí?
–Más o menos.
Sandy enfrió su café con un soplido antes de tomar el primer sorbo. Sin mencionar en ningún momento el nombre de Leah, explicó al agente Cutter casi todo lo que sabía de ella. Luego le preguntó cómo iba la investigación del caso Stephano.
Cutter se puso a la defensiva. Mientras consideraba las implicaciones de la pregunta de Sandy, tomó algunas notas con un bolígrafo barato.
–¿Cómo sabe lo de Stephano?
–Mi colega, la abogada brasileña, lo sabe todo de él. Fue ella quien le dio su nombre, ¿se acuerda?
–¿Y se puede saber cómo llegó el nombre de Stephano a oídos de su colaboradora?
–Es una historia muy larga. Y muy complicada. La verdad es que ni yo mismo estoy al corriente de todos los datos.
–¿A qué viene hablar del tema, entonces?
–Stephano sigue hostigando a mi cliente. Me gustaría pararle los pies.
Cutter volvió a sus notas y tomó otro trago de café. Intentaba dibujar un organigrama que explicara quién había dicho qué y a quién. No disponía de toda la información relacionada con el interrogatorio de Washington, pero le constaba que Stephano, se había comprometido a cancelar su operación de búsqueda y captura.
–¿Qué le hace pensar que Stephano sigue teniendo interés en el caso?
–El hecho de que sus hombres hayan secuestrado al padre de mi colega. ¿Le parece poco?
Cutter no podía morderse la lengua ni pensar con claridad. Levantó la vista hacia el techo para reflexionar sobre lo que acababa de oír. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar.
–¿Cree posible que su colega brasileña conozca el paradero de los noventa millones?
–No me parece imposible.
Definitivamente, las piezas iban encajando.
–El secuestro es un intento de forzar el regreso de mi colega a Brasil, para así poder capturarla y someterla al mismo tipo de tratamiento que recibió mi cliente. El dinero está detrás de toda la operación.
¿Cuándo tuvo lugar el secuestro? – preguntó Cutter con una lentitud no deliberada.
–Ayer.
Un par de horas antes, uno de los ayudantes de Sandy había obtenido algunos datos sobre el secuestro vía Internet. Según un breve artículo aparecido en la página seis del diario O Globo, uno de los más leídos de Río, el nombre de la víctima era Paulo Miranda. Sandy seguía sin saber el verdadero nombre de Leah, pero daba por sentado que el FBI lo averiguaría en cuanto tuviera noticia del secuestro. De no ser porque no lo sabía, él mismo se lo habría facilitado. Al fin y al cabo, ¿qué más daba?
–Me temo que ese delito queda fuera de nuestra jurisdicción -dijo Cutter.
–No me venga con ésas. Stephano es el responsable del secuestro. Presiónenlo. Díganle que mi colega no tiene intención de caer en su trampa y que está dispuesta a denunciarlo ante las autoridades brasileñas.
–Veré qué puedo hacer.
Cutter tenía presente que Sandy McDermott había acusado injustamente al FBI de haber torturado a Patrick Lanigan, y que reclamaba varios millones de dólares de indemnización en nombre de su cliente, pero decidió que no era el mejor momento para hablar del asunto-. Ya tendrían tiempo de hacerlo más adelante.
–A Stephano sólo le interesa el dinero -dijo Sandy-. Díganle que si sus hombres se atreven a hacerle daño al viejo, no verá un solo dólar.
–¿Quiere eso decir que su cliente está dispuesto a negociar?
–¿A usted qué le parece? Cualquier cosa es mejor que una condena a muerte o a cadena perpetua.
–¿Qué mensaje debemos transmitir a Stephano?
–Díganle que libere a Paulo Miranda. Después hablaremos del dinero.
La jornada de Stephano empezó temprano. Le esperaba su cuarto y último día de declaración, el que pondría fin a su relato de la operación Lanigan. Su abogado no estaría presente en la sesión debido a cierto compromiso ineludible en los tribunales. Stephano no necesitaba la ayuda de ningún leguleyo para manejar al FBI y, francamente, estaba harto de pagarle cuatrocientos cincuenta dólares por cada hora de simple compañía. El agente encargado de dirigir el interrogatorio se llamaba Oliver no sé qué y no era el mismo del día anterior. A Stephano le era indiferente. Todos estaban cortados por el mismo patrón.
–Hablábamos de un cirujano plástico -dijo Oliver, como si él y Stephano llevaran horas hablando y los hubiera interrumpido una llamada telefónica. Lo cierto es que jamás se habían visto antes de entonces, y que habían pasado trece horas desde el final de la sesión anterior.
–Sí.
–Y, si no me equivoco, estábamos en abril del 94.
–Exacto.
–Cuando quiera.
Stephano se puso cómodo.
–Le perdimos la pista durante un tiempo. Durante mucho tiempo, a decir verdad. Trabajábamos sin descanso, pero los meses pasaban sin que descubriéramos nada nuevo. Nada en absoluto. Por fin, a finales del 94, recibimos la llamada de una agencia de detectives de Atlanta: Pluto Group.
–¿Pluto?
–Sí, Pluto Group. Buenos chicos. Ex colegas suyos, la mayoría. Nos hicieron muchas preguntas sobre la búsqueda de Patrick Lanigan y nos dijeron que tal vez podrían ayudarnos a encontrarlo. Hablé con ellos un par de veces aquí, en Washington. Los había contratado un cliente misterioso que decía saber algo sobre el paradero de Lanigan. El tema nos interesaba, evidentemente, pero las cosas avanzaban muy despacio. Al parecer, su cliente no tenía prisa. Como era de esperar, nos pidieron mucho dinero. Y eso nos dio esperanzas.
–¿Por qué?
–Porque si era verdad que su cliente sabía algo de Lanigan, el hecho de que aspirara a una buena recompensa significaba que también le constaba que Lanigan seguía teniendo mucho dinero. En julio de 1995 los chicos de Pluto Group nos propusieron un trato. Su cliente estaba en condiciones de llevarnos hasta un lugar de Brasil donde Lanigan había vivido durante un tiempo. Les dije que estaba dispuesto a comprar esa información. ¿Por cuánto?, me preguntaron. Al final nos pusimos de acuerdo en la suma de cincuenta mil dólares. Valía la pena arriesgarse. Siguiendo sus instrucciones, enviamos el dinero a un banco de Panamá. Luego fuimos a Itajai, una pequeña ciudad del estado de Santa Catarina, al sur de Brasil. La dirección que nos habían proporcionado correspondía a un pequeño bloque de apartamentos de un barrio residencial. El portero se mostró dispuesto a colaborar, sobre todo a cambio de una pequeña limosna. Le enseñamos las fotos del nuevo Patrick Lanigan y dijo que tal vez. La identificación definitiva nos costó unos cuantos billetes más. El hombre que buscábamos se llamaba Jan Horst y era alemán. o eso le parecía. Hablaba muy bien portugués. Había alquilado un apartamento de tres habitaciones durante dos meses. En efectivo. No dio muchas explicaciones ni se dejó ver mucho por allí, pero era un tipo simpático y le gustaba bajar a tomar café a la portería. La mujer del portero confirmó la identificación. Según ellos, Horst era escritor y estaba trabajando en un libro sobre el flujo de inmigrantes alemanes e italianos a Brasil. Cuando se fue, les dijo que tenía intención de pasar algún tiempo en Blumenau estudiando la arquitectura bávara de la ciudad.
–Fueron a Blumenau?
–Enseguida. Pero tuvimos que darnos por vencidos al cabo de dos meses. Pasados los primeros días de entusiasmo, volvimos a la rutina de recorrer hoteles y mercados enseñando las fotos de Lanigan y ofreciendo pequeños sobornos.
–¿Qué sé hizo de sus amigos de Pluto Group?
–Las relaciones se enfriaron considerablemente. Yo seguía teniendo mucho interés en hablar con ellos, pero el interés no era mutuo. Supuse que su cliente se había echado atrás, o que había desaparecido después de embolsarse los cincuenta mil dólares. Quién sabe. El caso es que estuvimos seis meses sin saber nada de ellos. Entonces, a finales de enero, volvieron a dar señales de vida. Su cliente necesitaba dinero y estaba dispuesto a contarlo todo. Después de regatear durante unos cuantos días, nos presentaron su última oferta: un millón de dólares a cambio del paradero exacto de Lanigan. Naturalmente, rechacé la oferta. Y no por el precio, sino por la falta de garantías. Su cliente no estaba dispuesto a hablar antes de cobrar la recompensa, y Yo no estaba dispuesto a pagar hasta que él hubiera hablado. ¿Como podíamos estar seguros de que disponía de esa información? Es más, ¿cómo podíamos estar seguros de que la agencia no actuaba por su cuenta? El ambiente se fue caldeando y acabamos por abandonar las negociaciones.
–¿Definitivamente?
–No. Era un lujo que no nos podíamos permitir. Su cliente quería el dinero y nosotros queríamos a Lanigan. Al final nos propusieron una oferta alternativa: a cambio de cincuenta mil dólares más, su cliente nos diría adónde había ido Lanigan después de dejar Itajai. Aceptamos porque el precio nos pareció más que razonable y porque siempre cabía la posibilidad de dar con alguna pista importante una vez allí. A ellos les convenía el arreglo porque reforzaba la credibilidad de su cliente y era un paso más hacia el millón de dólares. Siempre es un placer tratar con gente inteligente. Si los de Pluto hubieran ofrecido más garantías, les habría entregado la recompensa con mucho gusto.
¿Adónde los enviaron?
–A Sao Mateus, en el estado de Espirito Santo. Es una pequeña ciudad costera de sesenta mil habitantes al norte de Río. Gente simpática y un buen lugar para vivir. Estuvimos un mes enseñando las fotos. El propietario del apartamento nos explicó una historia parecida a la de Itajai: Derrick Boone, súbdito británico, dos meses de alquiler, pago en efectivo. Y reconoció enseguida al hombre de las fotografías. Ni siquiera tuvimos que sobornarlo. Al parecer, el tal Boone se había quedado una semana más de lo previsto y el casero se sentía estafado. A diferencia de Horst, Derrick Boone era un tipo muy reservado y nunca decía adónde iba ni para qué. Eso es todo lo que pudimos averiguar. A principios de marzo dejamos Sáo Mateus y nos establecimos en Río y en Sao Paulo con la intención de poner en práctica una nueva estrategia.
–¿Cuál?
–Olvidarnos del norte y concentrarnos en los pueblos de la zona de Río y Sáo Paulo. Al mismo tiempo, intenté presionar a los chicos de Pluto desde Washington. Su cliente se negaba a aceptar cualquier oferta por debajo del millón de dólares, y el mío se negaba a desembolsar esa suma sin las garantías suficientes. Habíamos llegado a un auténtico atolladero. Las dos partes estaban interesadas en la negociación, pero nadie daba su brazo a torcer.
–¿De dónde procedía la información del cliente de Pluto Group? ¿Llegaron a saberlo?
–No, y nos pasamos horas especulando sobre el asunto. Una de nuestras teorías era que el cliente de la otra parte también estuviera tras la pista de Lanigan, pero la razón se nos escapaba. Podría tratarse de alguien relacionado con la investigación, algún agente del FBI con problemas de liquidez, por ejemplo. No era muy probable, pero había que contemplar todas las posibilidades. Nuestra hipótesis preferida era que el cliente de Pluto Group era una persona que conocía personalmente a Lanigan, alguien dispuesto a traicionar su confianza. En cualquier caso, tanto mi cliente como yo pensábamos que no podíamos dejar escapar ninguna oportunidad. Llevábamos casi cuatro años investigando y apenas habíamos avanzado. Brasil está lleno de lugares donde esconderse, y Lanigan había demostrado ser un auténtico experto en la materia.
–¿Pagaron la recompensa?
–No. Pagamos otros cincuenta mil dólares a cambio de fotos recientes de Lanigan. Eso fue en agosto. Nos lo propusieron y aceptamos. Hicimos la transferencia de rigor y ellos me entregaron las fotos aquí, en Washington, en mi despacho. Tres fotografías ampliadas en
blanco y negro.
–¿Puedo verlas?
–Desde luego. – las sacó de su maletín, perfectamente ordenado, y se las pasó al agente. La primera era una foto de Lanigan en un mercado abarrotado, tomada con teleobjetivo; llevaba gafas de sol y sostenía algo parecido a un tomate. La segunda había sido tomada momentos antes o después de la primera: Patrick andando por la acera con una bolsa en la mano; llevaba vaqueros y no parecía extranjero. La tercera instantánea era la más jugosa: Patrick lavando su Volkswagen rojo en camiseta y pantalón corto. No se distinguía ni la matrícula ni el fondo, pero era la única en la que Patrick no llevaba gafas y se apreciaba perfectamente su cara.
–Ni matrículas ni nombres de ninguna calle -observó Oliver.
–Nada. Las estudiamos durante horas y no sacamos nada en claro. Ya le he dicho que tratábamos con gente inteligente.
–¿Qué hicieron entonces?
–Pagar el millón de dólares.
–¿Cuándo?
–En septiembre. Dejamos el dinero en depósito en Ginebra. La compañía fiduciaria tenía instrucciones de retenerlo hasta que las dos partes autorizaran su traslado. Según el trato, el cliente de Pluto Group disponía de quince días para facilitarnos el paradero de Lanigan. Fueron dos semanas interminables. Al decimosexto día pusimos el grito en el cielo y conseguimos la información. Lanigan vivía en el pueblo de Ponta Porá, en una calle llamada Rua Tiradentes. Nos trasladamos allí inmediatamente, pero tardamos algo más en dar el primer paso. Sabíamos por experiencia que Lanigan no era tonto, y temíamos que le hubieran salido ojos en el cogote. Por eso preferimos esperar y vigilarlo durante una semana. Utilizaba el nombre de Danilo Silva.
–¿Esperaron una semana?
–Sí. Había que actuar con cautela. Lanigan había escogido Ponta Porá por una buena razón. Los alemanes descubrieron el pueblo después de la guerra: es el paraíso de los fugitivos. Las autoridades aceptan sobornos como si fuera la cosa más natural del mundo. Si se tienen problemas, basta con sobornar a la policía para conseguir protección. En fin, esperamos, elaboramos un plan de acción y, finalmente, lo capturamos a las afueras del pueblo, en una carretera perdida. Nadie nos vio. No hubo ningún contratiempo. Luego nos lo llevamos a Paraguay y lo escondimos en un lugar seguro.
–Fue en Paraguay donde lo torturaron?
Stephano hizo una pausa para beber café. Luego miró a Oliver a los ojos.
–Más o menos.
–Sandy -le dijo Patrick sin mirarlo-, la situación está cambiando. Tenemos que darnos prisa.
–¿En hacer qué?
–No querrá quedarse aquí mientras dure el secuestro.
–Como de costumbre, no sé de qué me hablas. Cada vez hay más cosas que no entiendo. Patrick, me temo que tú y tu amiga no habláis el mismo idioma que yo. Y ya sé que no tengo derecho a quejarme. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tiene un abogado de estar al corriente del caso de su cliente?
–Leah conoce la historia y tiene a su disposición toda la documentación correspondiente. Ve a verla.
–Ya lo he hecho. Ayer por la noche.
–Te está esperando.
–¿En serio? ¿Y puede saberse dónde?
–En Perdido Bay. En una casa junto a la playa.
–No me lo digas. Quieres que vaya a hablar con ella ahora mismo.
–Es importante, Sandy.
–¡También lo son mis demás clientes! – protestó-. ¿Por qué no cuentas qué es lo que te traes entre manos?
–Lo siento.
–Esta tarde tengo una comparecencia. Luego tengo el partido de fútbol de mi hija. ¿Sería mucho pedir que me avisaras con un poco de antelación?
–¿Cómo iba yo a saber que habría un secuestro? Sandy, tienes que admitir que este caso se sale un poco de lo normal. Ten paciencia.
Sandy respiró hondo y escribió algo en su bloc de notas. Patrick se sentó a la mesa, a su lado.
–Lo siento -insistió.
–¿Y cuál va a ser el tema de conversación en la casa de la playa?
–Aricia.
–Aricia -repitió el abogado antes de fijar la mirada en el infinito. Conocía la historia por encima gracias a los periódicos.
–Os llevará varias horas. Llévate el pijama.
–Tengo que quedarme a pasar la noche en esa casa?
–Sí.
–¿Con Leah?
–Sí. No te preocupes, es una casa muy grande.
–¿Y qué se supone que tengo que decirle a mi mujer? ¿Que voy a pasar la noche en una casa junto al mar en compañía de una carioca despampanante?
–Yo que tú le ahorraría los detalles. Dile sólo que tienes una reunión con el resto del equipo de la defensa.
–Valiente excusa.
–Sandy… Gracias.
Oliver recibió refuerzos después de un receso del interrogatorio. Underhill y él ocuparon sillas contiguas frente a la cámara de vídeo, y dirigieron su mirada al otro extremo de la mesa, donde estaba Jack Stephano.
–¿Quién interrogó a Patrick? – preguntó Underhill. – No estoy obligado a facilitar los nombres de mis colaboradores. – Tenía esa persona algún tipo de experiencia en contextos semejantes? – Limitada. – Describa los medios de coacción utilizados. – No creo que… -Señor Stephano, le recuerdo que hemos visto las fotos de las quemaduras y que una
querella presentada por el abogado del señor Lanigan atribuye al FBI los excesos cometidos por sus hombres. ¿Y bien?
–Yo no estuve presente durante el interrogatorio. Ni tampoco decidí en qué términos se iba a llevar a cabo. Digamos que el tema escapa a mis conocimientos. Sólo sabía que el cuerpo de Lanigan sería sometido a una serie de descargas eléctricas localizadas en puntos estratégicos. Y eso es lo que pasó. Personalmente, desconocía los efectos secundarios del tratamiento.
Underhill y Oliver intercambiaron una mirada incrédula en silencio. Stephano la
contempló con desdén. – ¿Cuánto tiempo duró el interrogatorio? – Entre cinco y seis horas. Los dos agentes consultaron un informe y comentaron algo en voz baja. Underhill hizo
algunas preguntas sobre el proceso de identificación, y Stephano le explicó lo de las huellas dactilares. Oliver, por su parte, se centró en la secuencia temporal de la narración, y se pasó casi una hora tratando de establecer a qué hora había tenido lugar la captura de Lanigan, qué distancia habían recorrido después del secuestro, y durante cuánto tiempo lo habían interrogado. La presión sobre el interrogado aumentó durante el relato del viaje desde la selva hasta la pista de aterrizaje de Concepción. Al cabo de un rato, cuando creyeron que ya habían recabado toda la información posible, los dos agentes discutieron la estrategia que convenía seguir y reanudaron el interrogatorio con la pregunta crucial:
–¿Qué les contó Lanigan sobre el dinero? – No mucho. Nos dijo dónde había estado, pero no adónde había ido a parar. – Supongo que esa confesión le fue arrancada a la fuerza. ¿Me equivoco? – En absoluto. – ¿Está seguro de que Lanigan desconocía realmente el paradero del dinero en aquellos
momentos? – Ya le he dicho que yo no presencié el interrogatorio, pero el hombre que lo dirigió dice
que no le cabe ninguna duda. – ¿Existe alguna grabación, visual o sonora, de dicho interrogatorio? – Por quién me toma? – dijo Jack, como si la idea ni siquiera le hubiera pasado por la
cabeza-. Pues claro que no. – ¿Mencionó Lanigan el nombre de algún cómplice? – No, que yo sepa. – ¿Qué quiere decir?
–Que no lo sé. – ¿Qué hay del hombre que dirigió el interrogatorio? ¿Sabe él si Lanigan mencionó el
nombre de algún cómplice? – No, que yo sepa. – Dicho de otro modo: a usted no le consta que Lanigan mencionara el nombre de ningún
cómplice. – Exacto. Hubo más consultas y más comentarios en voz baja, seguidos de una pausa que alarmó
profundamente a Stephano. Había dicho dos mentiras seguidas, la de la grabación y la del cómplice, pero le parecía imposible que pudieran pillarlo en falta. ¿Cómo iba a saber alguien lo que se dijo o se dejó de decir en aquella selva de Paraguay? Por otro lado, del FBI se podía esperar cualquier cosa. Stephano empezó a dar muestras de nerviosismo.
La puerta se abrió de repente para dejar paso a Hamilton Jaynes y Warren, el tercer interrogador. – Hola, Jack -dijo Jaynes en voz alta mientras tomaba asiento en un lateral de la mesa.
Warren fue a sentarse al lado de sus compañeros. – ¿ Qué tal, Hamilton? – respondió Stephano aún más nervioso. – Le estaba escuchando desde la sala de al lado -dijo Jaynes con una sonrisa-, y de
pronto he tenido la sensación de que no decía toda la verdad. – Se equivoca. – Ya decía yo. Dígame, ¿le suena por casualidad el nombre de Eva Miranda? Stephano repitió el nombre como si no supiera a qué venía aquella pregunta. – No. – Es una abogada de Río, una amiga de Patrick. – Pues no. No me suena. – Eso es lo que más me preocupa, Jack. Algo me dice que sabe exactamente quién es. – Nunca había oído hablar de ella. – ¿Por qué intenta encontrarla entonces? – No sé de qué me está hablando -dijo Stephano sin mucha convicción. Underhill tomó la palabra. – Miente -sentenció con los ojos clavados en Stephano. – Desde luego -ratificó Oliver. – Sin duda -añadió Warren. Los ojos de Stephano intentaron localizar el origen de las tres voces. Él quiso decir algo
en su defensa, pero Jaynes lo atajó con un gesto. Acababa de hacer su entrada en la sala otro
agente de la misma escuela que Underhill, Oliver y Warren. – El detector de mentiras dice que miente -anunció antes de irse por donde había venido. Jaynes cogió una hoja de papel y resumió su contenido: -Este artículo ha aparecido esta mañana en un periódico de Río. Informa del secuestro
de un tal Paulo Miranda. Su hija es esa amiga de Patrick de quien acabo de hablarle. Según las autoridades de Río, los secuestradores no se han puesto en contacto con la familia ni han pedido ningún rescate.
Jaynes lanzó el papel en dirección a Stephano, pero calculó mal la distancia. – ¿Y bien? ¿Dónde está el señor Miranda? – preguntó.
–No lo sé. No sé de qué me está hablando. Jaynes se volvió hacia los interrogadores. – Sigue mintiendo -dijo Underhill. Los demás asintieron con la cabeza. – Usted y yo habíamos hecho un trato, Jack. La verdad a cambio de retirar los cargos y,
corríjame si me equivoco, de no arrestar a sus clientes. Francamente, no sé cómo interpretar su actitud. no perdía de vista a Underhill y Oliver, que parecían dispuestos a arremeter contra él a
la más mínima oportunidad. Ellos le devolvían la mirada sin inmutarse. – Ella es quien sabe dónde está el dinero -confesó con resignación. – ¿Han podido localizarla? – No. Se fue de Río cuando encontramos a Patrick. – Tienen alguna idea de adónde puede haber ido? – No. Jaynes consultó su detector de mentiras particular. Sí, según los tres interrogadores,
había dejado de mentir. – Acordamos que contaría todo lo que sabía -dijo Jack-. Nada más. ¿Por qué iba a
abandonar la búsqueda? – Entonces nosotros no sabíamos de la existencia de Eva Miranda. – Lástima. Si lo cree necesario, podemos revisar los términos del acuerdo. En cuanto
hable con mi abogado… -¿Qué hay de sus mentiras? – Pido perdón. No volverá a suceder. – Deje en paz a la chica, Jack. Y suelte a su padre. – Lo pensaré. – No. Lo hará ahora mismo.
La casa de la playa era un moderno edificio de tres plantas construido, lo mismo que varias casas cercanas e idénticas, en el último sector de Costa urbanizado. El mes de octubre correspondía a la temporada baja, por eso la mayoría de las casas parecían vacías. Sandy aparcó detrás de un coche recién lavado y con matrícula de Lousiana. De alquiler, seguramente. El sol se acercaba al horizonte, y ya sólo lo separaban unos cuantos centímetros de la superficie lisa del agua. El Golfo estaba desierto; ni un barco a la vista. Sandy subió la escalera y recorrió la galería exterior hasta encontrar la puerta principal.
Leah lo recibió con una sonrisa, un gesto forzado que contradecía su temperamento alegre y que demostraba hasta qué punto la habían afectado los últimos acontecimientos. – Pase -le dijo en voz baja antes de volver a cerrar con llave. El salón era una habitación espaciosa con el techo abovedado, tres paredes acristaladas y una chimenea en el centro. – Bonita casa -comentó Sandy mientras aspiraba el delicioso aroma procedente de la
cocina. Gracias a su amigo Patrick, se había quedado sin almuerzo. – ¿Le apetece comer algo? – preguntó Leah. – Con mucho gusto -aceptó Sandy. – Estoy preparando la cena. Perfecto. El suelo de madera noble crujió un poco bajo los pasos de los dos abogados. Leah acompañó a Sandy hasta el comedor instalado en un rincón del inmenso salón. Sobre la mesa había una caja de cartón con varios montones de papeles al lado. Leah había estado trabajando.
–Éste es el expediente Aricia -anunció al llegar junto a la mesa. – ¿Obra de…? – De Patrick, por supuesto. – ¿Y de dónde ha salido? – De un guardamuebles de Mobile. Las respuestas de Leah, concisas, daban pie a una docena de preguntas que Sandy le
habría formulado con sumo gusto. – Hablaremos del asunto más tarde -añadió, acompañando sus palabras de un gesto indiferente. Al lado del fregadero, sobre la tabla de trinchar, había un pollo asado. Una sartén con
arroz y verduras salteadas humeaba sobre los fogones. – Nada extraordinario -se disculpó-. Me resulta difícil cocinar fuera de casa. – Tiene un aspecto de lo más apetitoso. ¿A quién pertenece esta casa? – A una inmobiliaria. La he alquilado por un mes. Leah trinchó el pollo y pidió a Sandy que sirviera el vino, un buen Pinot Noir de
California. Luego llevaron las viandas al rincón del desayuno y se sentaron a la mesa. Había
una vista espléndida del mar y del sol poniente. – Salud -brindó Leah. – A la de Patrick -añadió Sandy. – A la de Patrick. Leah no hizo ningún esfuerzo por aparentar apetito. Sandy se metió una porción de pollo
en la boca. – ¿Cómo está? Sandy masticó el bocado a toda prisa para que la joven no lo viera comer a dos carrillos.
Luego tomó un sorbo de vino y se limpió los labios con la servilleta.
–Se encuentra mejor. Las quemaduras ya están casi curadas. Ayer lo visitó un cirujano plástico y le dijo que no necesitaría ningún injerto. Le quedarán cicatrices durante unos cuantos años, pero también le irán desapareciendo con el tiempo. Las enfermeras le llevan galletas, y el juez en persona compartió una pizza con él. Y tiene a seis hombres vigilándolo las veinticuatro horas del día. Yo diría que, teniendo en cuenta el delito del que se le acusa, no se puede quejar.
–¿Se refiere al juez Huskey? – Sí, Karl Huskey. ¿Lo conoce? – No, pero Patrick hablaba de él a menudo. Eran buenos amigos. Una vez me dijo que, si
tenían que atraparlo, prefería que fuera durante el mandato del juez Huskey. – Está a punto de retirarse -dijo Sandy. No se podía negar que Patrick tenía el don de la
oportunidad. – Él no podrá hacerse cargo del caso de Patrick, ¿verdad? – No, tendrá que inhibirse muy pronto. Sandy se metió en la boca una segunda porción de pollo, mucho más pequeña que la
primera. Leah ni siquiera había tocado los cubiertos. Sostenía la copa de vino a la altura de la sien, y contemplaba las nubes de color naranja y violeta que cubrían el horizonte.
–Tendrá que perdonarme. He olvidado preguntarle por su padre.
–Seguimos sin tener noticias suyas. He hablado con mi hermano hace tres horas y no se sabe nada.
–Cuánto lo siento. Ojalá estuviera en mi mano ayudarla.
–Ojalá estuviera en la mía. Esta situación es desesperante. No puedo volver a casa, no puedo quedarme aquí…
–Lo siento -repitió Sandy. No se le ocurría un consuelo mejor.
El resto de la cena transcurrió en silencio. Sandy siguió comiendo mientras Leah jugueteaba con la comida de su plato y contemplaba el océano.
–Delicioso -comentó Sandy por segunda vez.
–Gracias -respondió ella con una sonrisa triste.
–¿A qué se dedica su padre?
–Da clases en la universidad.
–¿Dónde?
–En Río. En la Universidad Católica.
–¿Y dónde vive?
–En Ipanema, en el piso donde vivíamos cuando yo era pequeña.
El padre de Leah era un tema delicado, pero al menos no generaba preguntas sin respuesta. Tal vez Leah necesitara desahogarse. Sandy siguió haciéndole preguntas generales que no tuvieran nada que ver con el secuestro.
La cena acabó con el plato de Leah intacto.
–¿Le apetece un café? – preguntó Leah.
–Me temo que nos hará falta.
–Sí.
Los dos abogados retiraron los platos de plástico de la mesa y los dejaron en la cocina. Leah se ofreció a preparar el café mientras Sandy echaba un vistazo a la casa. Cuando volvió al comedor, se encontró con que las tazas estaban llenas y ya no había lugar para la conversación intrascendente. Leah y él se sentaron cada uno en un extremo de la mesa de cristal.
–¿Qué sabe del caso Aricia? – preguntó Leah.
–Según los periódicos, los noventa millones que Patrick se llevó eran suyos. Trabajaba para Platt Rockland cuando se descubrió que la compañía había estado cobrando dinero de más al Gobierno. Entonces se acogió a la Ley de Contratación Pública y los demandó. Platt Rockland se vio obligada a devolver unos seiscientos millones de dólares, y, según la ley, a Aricia le correspondía el quince por ciento de esa cantidad. El bufete de Bogan, el mismo donde trabajaba Patrick, fue quien llevó el caso a los tribunales. Eso es todo lo que sé. Lo que sabe todo el mundo.
–No está mal. Lo que yo voy a contarle corresponde al contenido de estas cintas y estos documentos. Los repasaremos despacio para que vaya familiarizándose con ellos. Tarde o temprano tendrá que aprendérselos de memoria.
–No crea que éste es mi primer caso -dijo él con una sonrisa. La seriedad de Leah abortó cualquier otra muestra de simpatía.
–La reclamación de Aricia no fue más que un fraude. – Leah hablaba despacio, sin prisa, para que Sandy tuviera tiempo de asimilar la información-. Benny Aricia es un hombre sin escrúpulos que un buen día concibió un plan para estafar a la vez a su empresa y a su Gobierno. Lo ayudaron varios abogados competentes y algunos peces gordos de Washington. Esos abogados son los antiguos socios de Patrick.
–Y uno de los peces gordos debe de ser el senador Nye, el primo hermano de Bogan.
–Así es, pero no olvide que el senador Nye tiene muchos contactos en la capital.
–Eso dicen.
–Aricia se puso en manos de Bogan tan pronto como hubo urdido su plan. Patrick ya era socio del bufete, pero no lo pusieron al corriente del caso. En cambio, Bogan invitó a participar a todos los demás. Patrick detectó ciertos cambios en el bufete y adivinó que algo pasaba. Entonces empezó a atar cabos y a investigar por su cuenta, y acabó descubriendo que un tal Aricia, un nuevo cliente, era la causa de todo aquel secreto. Patrick se armó de paciencia e hizo ver que no sabía nada, pero no dejó de reunir pruebas en su contra. Muchas de ellas están aquí -dijo con la mano sobre la caja.
–Volvamos al principio -sugirió Sandy- ¿Por qué dice que la reclamación fue fraudulenta?
–Aricia dirigía los astilleros de Pascagoula, una de las divisiones del grupo Platt Rockland.
–Eso ya lo sé. Proveedores del Departamento de Defensa. Con fama de ladrones y un pasado más que turbio.
–Exacto. Aricia aprovechó las dimensiones del grupo para poner en práctica su plan. Los astilleros estaban construyendo varios submarinos nucleares y ya se habían pasado del presupuesto. Aricia decidió empeorar las cosas. Los astilleros presentaron nóminas falsas: empleados ficticios y miles de horas de mano de obra imaginaria para justificar el precio de un trabajo inexistente. Y también cobraron los materiales a precios exorbitantes: bombillas de dieciséis dólares, vasos de papel de treinta, etcétera. La lista es infinita.
–¿Y está en esta caja
–Aquí sólo constan las grandes partidas: sistemas de radar, misiles, armas y un montón de cosas de las que nunca había oído hablar. Las bombillas son insignificantes. Aricia llevaba tiempo suficiente en la empresa para conseguir que sus malas artes pasaran inadvertidas. Generaba una cantidad ingente de papeleo, casi siempre firmado por otros. Dentro de Platt Rockland había seis divisiones vinculadas contractualmente con el Departamento de Defensa, y la organización era un auténtico caos. Aricia se aprovechó de este hecho. Para cada factura fraudulenta, tenía un escrito de autorización firmado por alguno de los ejecutivos de la central. Sub-contrataba los materiales a los que luego aplicaba el sobreprecio, y solicitaba la aprobación de sus superiores. El sistema funcionaba a las mil maravillas, y no tenía secretos para un hombre astuto y dispuesto a todo. Por suerte para nosotros, Aricia guardaba todos sus papeles en un archivo y, llegado el momento, se los entregó a sus abogados.
–¿Es así como llegaron a manos de Patrick?
–Algunos.
Sandy contempló de nuevo la caja. Tenía las solapas cerradas.
–¿Y los ha tenido escondidos desde que se fue?
–Sí.
–¿Volvió alguna vez para comprobar que todo estuviera en orden?
–Nunca.
–¿Y usted?
–Yo vine hace dos años para renovar el contrato de alquiler del guardamuebles. Vi la caja, pero no tuve tiempo de examinar su contenido. Estaba nerviosa y asustada, y había venido a regañadientes. Yo estaba segura de que todo este material nunca serviría de nada porque Patrick no se dejaría coger. Pero él siempre supo que esto pasaría.
El abogado que había en Sandy tenía mil preguntas en la punta de la lengua, y ninguna relacionada con el caso Aricia. Calma, se dijo, haz ver que no te interesa y puede que algún día se resuelvan todas las incógnitas.
–Aricia llevó su plan a buen puerto -recapituló Sandy- y luego se puso en contacto con Charles Bogan, que tenía un primo bien situado en Washington y a un juez federal en el bolsillo. ¿Sabía Bogan que Aricia era el culpable de los excesos presupuestarios?
Leah se puso de pie, metió la mano en la caja, y sacó de ella un magnetófono alimentado con pilas y una serie de mini-cassettes perfectamente etiquetados. Escogió el que quería con la punta de un bolígrafo y lo introdujo en el reproductor. Sandy se dio cuenta de que no era la primera vez.
–Escuche esto -dijo-. Once de septiembre de 1991. La primera voz es la de Bogan; la segunda es de Aricia. Bogan atiende la llamada desde la sala de juntas del primer piso del bufete.
Sandy apoyó los codos en la mesa. La cinta empezó a dar vueltas.
BOGAN: He recibido una llamada de uno de los abogados de Platt Rockland. Un tal Krasny, de Nueva York.
ARICIA: Lo conozco. Neoyorquino tenía que ser.
BOGAN: Sí, no me ha parecido demasiado simpático. Ha dicho que podría haber pruebas contra ti en el caso de la doble facturación de las pantallas de radar que los astilleros compraron a RamTec. Le he pedido que me las enseñe, y hemos quedado en vernos dentro de una semana.
ARICIA: No te preocupes, Charlie. Te aseguro que no hay manera humana de demostrarlo. No encontrarán mi firma en ninguna parte.
BOGAN: ¿Estabas al corriente del fraude?
ARICIA: Pues claro. Fue idea mía. Otra de mis ideas geniales. Su problema, Charlie, es que no pueden probarlo. No hay documentos, no hay testigos…
La grabación llegó a su fin.
–La misma conversación, diez minutos más tarde -anunció Leah.
ARICIA: ¿Cómo está el senador?
BOGAN: Bien. Ayer se reunió con el secretario de Estado para la Marina.
ARICIA: ¿Y qué tal le fue?
BOGAN: Bien. Se conocen desde hace mucho tiempo. El senador le comunicó su deseo de castigar la avaricia de Platt Rockland sin perjudicar el proyecto de construcción de los submarinos. El secretario le dijo que a él también le parecía lo más adecuado, dadas las circunstancias, y que ejercería toda la presión necesaria para que el escarmiento fuera ejemplar.
ARICIA: ¿No podría acelerar un poco el proceso?
BOGAN: ¿Por qué?
ARICIA: Porque quiero ese dinero de una buena vez. Lo huelo, Charlie. ¡Lo toco!
Leah paró el magnetófono. Luego recuperó la cinta y la dejó con las demás.
–Patrick empezó a hacer estas grabaciones a principios del 91. Bogan y los demás tenían previsto prescindir de sus servicios a finales de febrero, alegando bajo rendimiento.
–Toda esa caja está llena de cintas?
–Hay unas sesenta grabaciones en total. Patrick escogió los fragmentos más jugosos para que se pudieran escuchar en sólo tres horas.
Sandy consultó el reloj.
–Tenemos mucho que hacer -dijo Leah.