John Grisham nació en Jonesboro (Arkansas) en 1955. Tras graduarse en Derecho, ejerció como abogado especializado en temas de Derecho Civil y Penal. En 1989 se inició en el mundo literario con la obra “Tiempo de matar” pero fue con su segunda novela, “La tapadera”, con la que alcanzó la popularidad. Desde entonces, la aparición de todas sus obras siguientes tales como: “El informe Pelicano”, “El cliente”, “El jurado”, “Causa justa” entre otras, han sido recibidas con enorme entusiamo, no sólo por parte de los lectores y críticos, sino también por la industria cinematográfica, que las ha convertido en auténticas superproducciones cinematográficas. La publicación de “La hermandad” coincidió con el anuncio de que Grisham ha sido el autor más vendido en todo el mundo durante la década de los noventa. “El socio” es, por el momento, su última novela.


Capítulo 1

Lo encontraron en Ponta Porá, una bonita población brasileña cercana a Paraguay, en una zona que aún se conoce con el nombre de La Frontera.

Lo encontraron instalado en una casa umbrosa de ladrillo de Rua Tiradentes, una gran avenida con un paseo arbolado en el centro y un ejército de mocosos descalzos que jugaban al fútbol sobre las losas ardientes de las aceras.

Lo encontraron solo, por más que buscaron durante los ocho días en que permanecieron al acecho, sin otra compañía que la de una empleada doméstica que entraba y salía de la casa de vez en cuando.

Lo encontraron rodeado de todo lo necesario para llevar una vida confortable pero ni mucho menos lujosa.

La casa era modesta, no mayor que la de cualquier comerciante del lugar, y el coche que conducía, un escarabajo Volkswagen salido de las cadenas de montaje de Sao Paulo en 1983, lo mismo que otro millón de vehículos iguales. La carrocería era roja y brillaba de puro limpio. De hecho, la primera fotografía se la hicieron precisamente mientras enceraba el coche junto a la verja donde acababa el corto camino de acceso a la casa.

Lo encontraron bastante más delgado, bastante por debajo de los cien kilos que arrastraba en su última aparición, con el pelo y la tez más oscuros, el mentón más cuadrado y la nariz más respingona. Una sutil operación de camuflaje facial. El cirujano de Río que se la había practicado hacía dos años y medio se había avenido a compartir dicha información a cambio de un nada módico soborno.

Lo encontraron tras cuatro años de búsqueda tediosa pero diligente, cuatro largos años de callejones sin salida y pistas falsas, de tirar por la borda dinero ganado honradamente invirtiéndolo en recuperar un dinero obtenido, según todas las apariencias, de forma ilícita.

Pero lo encontraron. Y supieron esperar. Al principio sintieron la tentación de actuar de inmediato, de drogarlo y trasladarlo a algún lugar remoto de Paraguay, de capturarlo y evitar el riesgo de ser descubiertos o de despertar sospechas en el vecindario. Sin embargo, y pese a que la exaltación de los primeros momentos los empujaba a poner manos a la obra, al cabo de un par de días los ánimos ya se habían serenado y todo recomendaba paciencia. Se dedicaron a merodear por Rua Tiradentes vestidos de manera que se los confundiera con la población autóctona. Bebieron té a la sombra, se resguardaron del sol, comieron helados y hablaron con los chiquillos del barrio sin perder de vista la casa en cuestión. Lo siguieron cuando fue de compras al centro y lo fotografiaron desde el otro lado de la calle cuando bajó a la farmacia. Se pegaron a él en el mercado y lo oyeron hablar con el dependiente del puesto de la fruta. Su portugués era casi perfecto, con apenas el rastro de acento que se resiste a abandonar a norteamericanos y alemanes cuando éstos se empeñan en dominar una lengua extranjera. La expedición al centro fue breve, ya que, una vez avituallado, regresó a casa con celeridad y, sin entretenerse, cerró tras de sí la verja de su propiedad. La excursión bastó, sin embargo, para que pudieran hacerle una docena de buenas fotografías.

Su afición al Jogging no era ninguna novedad, a pesar de que en los meses que precedieron a su desaparición las distancias recorridas disminuyeron proporcionalmente a su espectacular aumento de peso. Dado el aspecto demacrado que presentaba en aquellos momentos, pues a nadie le extrañó verlo calzar de nuevo zapatillas de deporte. Empezó a correr en la misma acera de Rua Tiradentes, nada más salir de casa y cerrar la verja de la calle. Tardó seis minutos en recorrer el primer kilómetro, por camino llano y entre casas cada vez más separadas. Al llegar a los límites de la población, las baldosas dejaron paso a la grava. Antes de haber completado los tres kilómetros, Danny Boy ya había rebajado su media en casi un minuto. Sus sudores evidenciaban el esfuerzo. Era casi la hora de comer de un día de octubre, y la temperatura superaba los veinticinco grados centígrados. El corredor fue ganando velocidad a medida que se alejaba de la ciudad, después de dejar atrás una clínica repleta de jóvenes parturientas y una pequeña iglesia construida por los baptistas. Cuando enfiló la pista que llevaba a campo abierto, el ritmo de su carrera era de cuatro minutos y medio por kilómetro.

Por suerte para ellos, Danilo se tomaba el jogging muy en serio. Él solito se metería en la boca del lobo.

Transcurridas apenas veinticuatro horas desde el primer contacto visual con el objetivo, un brasileño llamado Osmar alquiló una granja medio abandonada en las afueras de Ponta Porá. Los demás componentes del grupo de persecución, formado a partes iguales por estadounidenses y brasileños, se reunieron con él al cabo de muy poco. Osmar repetía en portugués las órdenes que un tipo llamado Guy daba a gritos y en inglés. Osmar hablaba ambos idiomas, y se había convertido en el intérprete oficial del grupo.

Guy era de Washington y tenía el aspecto característico de los ex agentes del Gobierno. Lo habían contratado para descubrir el paradero de un tipo al que él había bautizado con el sobrenombre de Danny Boy. A Guy se le consideraba un genio en muchos aspectos, y un hombre de enorme talento en el resto. Su pasado era un agujero negro. Su quinto contrato consecutivo como miembro de aquella misión estaba a punto de expirar, y sabía que le esperaba una espléndida gratificación si atrapaba a su presa. La búsqueda de Danny Boy lo había sometido a una presión durísima, y, por más que lo disimulara, lo cierto es que no estaba seguro de poder aguantarla durante mucho más tiempo.

Cuatro años y tres millones y medio de dólares invertidos, y nada que mostrar a cambio.

Por suerte, lo habían encontrado.

Osmar y la parte brasileña del equipo desconocían por completo la naturaleza de los pecados que podía haber cometido el tal Danny Boy, aunque no hacía falta ser un lince para darse cuenta de que había desaparecido del mapa llevándose una suma de dinero considerable. Osmar sentía curiosidad por la historia de Danny Boy, pero había aprendido enseguida a no hacer preguntas. Guy y el resto de los norteamericanos, por su parte, no soltaban prenda sobre el asunto.

Las fotografías de Danny Boy, ampliadas a veinte por veinticinco, colgaban de una de las paredes de la cocina de la granja medio abandonada, donde estaban siendo sometidas al escrutinio de un puñado de fumadores compulsivos de aspecto adusto y mirada implacable.

Los expertos intercambiaban comentarios en voz baja, contemplaban las fotos con incredulidad y las comparaban con instantáneas menos recientes, tomadas durante la etapa anterior de la vida del sujeto. Había perdido peso, tenía algo raro en el mentón, y la nariz tampoco era la misma de antes. Además, llevaba el pelo más corto y estaba mucho más moreno. ¿Podía ser realmente el hombre que buscaban?

Ya habían pasado por la misma situación en Recife, en la Costa noreste, diecinueve meses atrás. Habían estado analizando una colección de fotografías colgadas de la pared en un apartamento alquilado hasta llegar a la conclusión de que era imprescindible hacerse con el extranjero y comprobar sus huellas dactilares. En aquella ocasión las pruebas de identificación habían resultado negativas. El tipo no era el súbdito estadounidense que buscaban. Su cuerpo, drogado hasta los topes, acabó abandonado en una cuneta.

No se atrevían a indagar demasiado en la existencia de Danilo Silva. Si como creían era el hombre que buscaban, no cabía duda de que disponía de mucho dinero. Y el dinero siempre había obrado maravillas con las autoridades de la zona. Durante décadas, el dinero había servido a nazis y otros fugitivos alemanes para comprar la seguridad de un refugio en Ponta Porá.

Osmar era partidario de una intervención inmediata. Guy prefería esperar. Danny Boy desapareció al cuarto día, y en la granja medio abandonada se vivieron treinta y seis horas de caos.

Lo vieron salir de casa en el escarabajo rojo. Apresuradamente, según el informe. Cruzó la ciudad a toda prisa, llegó al aeropuerto, embarcó en un vuelo nacional en el último momento y dejó a sus perseguidores con un palmo de narices. El coche y el aparcamiento del aeropuerto fueron sometidos a una vigilancia intensiva.

El avión despegó rumbo a Sao Paulo, y debía hacer cuatro escalas intermedias.

Los perseguidores de Danny Boy trazaron de inmediato un plan para entrar en la casa y elaborar un catálogo exhaustivo de su contenido. El dinero habría sido depositado o invertido en algún sitio, y su dueño debía de conservar constancia escrita de dicho movimiento. Guy soñaba con encontrar una carpeta llena de saldos bancarios, informes de transferencias, extractos de cuenta y otros documentos reveladores; una pista que lo condujera directamente al dinero.

Pero sabía que era sólo un sueño. Si Danny Boy había cogido ese avión por su causa, se había llevado las pruebas consigo. Y si era el hombre que andaban buscando, podían estar seguros de que la casa sería prácticamente inexpugnable. Fuera cual fuese su paradero en aquellos momentos, Danny Boy tendría noticia inmediata de cualquier intrusión.

Así pues, esperaron. Hubo maldiciones, peleas y más tensión incluso que de costumbre. Como cada día, Guy hizo la llamada de rigor a Washington, una de las menos agradables de la historia de aquella búsqueda. El escarabajo rojo siguió sometido a una estrecha vigilancia. Cada nuevo aterrizaje causaba un alboroto de prismáticos y teléfonos móviles. Seis vuelos el primer día. Cinco el segundo. Dentro de la granja medio abandonada, el calor llegó a hacerse insoportable, hasta tal punto que los hombres de Guy prefirieron trasladarse al exterior. Los norteamericanos sesteaban bajo la sombra de un arbolillo del patio de atrás. Los brasileños jugaban a las cartas junto al cercado de la entrada.

Guy y Osmar dieron un largo paseo en coche durante el cual se prometieron no dejar escapar a su objetivo si éste decidía regresar. Osmar confiaba en que sí lo haría. Lo más probable era que hubiese tenido que viajar por algún asunto de negocios; esos negocios que mantenía en el más estricto secreto. Estaba decidido. Lo raptarían, lo someterían a las pruebas de identificación y, si resultaba que no era quien esperaban, lo abandonarían en una cuneta y desaparecerían sin dejar rastro. No sería la primera vez.

Danny Boy volvió al quinto día. Miembros del equipo de persecución lo siguieron de vuelta a Rua Tiradentes. El mal humor se esfumó de inmediato.

Al octavo día, a medida que los brasileños y los norteamericanos iban ocupando sus puestos, la granja se fue quedando vacía.

El recorrido sería de nueve kilómetros y medio, el mismo que había hecho todos los días de su estancia vigilada en Ponta Porá. Ni la hora de salida ni el atuendo habían variado en lo sustancial: pantalones cortos azules y naranja, zapatillas Nike muy usadas, calcetines y torso al descubierto.

El lugar idóneo estaba a cuatro kilómetros de la casa, en la cima de una loma atravesada por una pista rural, no lejos del punto en que solía dar media vuelta. Danilo alcanzó la cima del promontorio al cabo de veinte minutos de carrera, unos cuantos segundos antes de lo previsto. Había corrido más de prisa que otras veces. Por culpa de un nubarrón amenazador, seguramente.

En lo alto de la loma había un coche bloqueando la carretera. A juzgar por el maletero abierto y el gato hidráulico que sostenía las ruedas traseras a unos centímetros del suelo, el vehículo había sufrido un pinchazo. El conductor era un joven corpulento que fingió sorpresa al ver aparecer al escuálido corredor empapado de sudor y casi sin aliento. Danilo aminoró la marcha un momento. A la derecha había espacio suficiente para pasar.

-Bom día -lo saludó el joven corpulento mientras daba un paso en dirección a él.

-Bom ida -respondió Danilo al llegar junto al coche.

De pronto el conductor sacó un pistolón reluciente del maletero y lo acercó a la cara de Danilo. El corredor se quedó petrificado, con los ojos fijos en el arma y la boca abierta debido al cansancio. El conductor, un tipo de manos grandes y brazos largos y musculosos, cogió a Danilo por el cuello y lo empujó bruscamente hacia el coche hasta que sus piernas dieron contra el parachoques. Entonces se guardó la pistola en el bolsillo y, utilizando ambas manos, obligó a Danilo a introducirse en el portaequipajes. Danny Boy pataleó y se resistió cuanto pudo, pero no sirvió de nada.

El conductor cerró el maletero de golpe, retiró el gato hidráulico, se deshizo de él y emprendió la marcha. Al cabo de poco más de un kilómetro tomó un camino estrecho donde sus compañeros lo esperaban con impaciencia.

Los raptores de Danny Boy le ataron las muñecas con cuerdas de nilón y le pusieron una venda negra sobre los ojos antes de meterlo a empellones en la parte de atrás de una furgoneta. Osmar se sentó a su derecha y otro brasileño a su izquierda. Alguien hurgó en la riñonera que llevaba sujeta con velcro a la cintura y le quitó las llaves. Danilo no protestó. Cuando la furgoneta arrancó, seguía sudando y jadeaba aún más que antes.

La furgoneta se detuvo en una carretera sin asfaltar cerca de un campo de cultivo. Fue entonces cuando Danilo abrió la boca por primera vez.

-¿Qué es lo que quieren? – preguntó en portugués.

-Silencio -lo atajó Osmar en inglés.

El brasileño sentado a la izquierda de Danilo sacó una jeringuilla de una cajita metálica y la llenó rápidamente con un potente narcótico. Osmar sujetó a Danilo de las muñecas mientras el otro hombre le clavaba la aguja en la parte superior del brazo. La víctima intentó levantarse y alejarse del agresor, pero no tardó en comprender la inutilidad del esfuerzo. Los efectos del sedante se hicieron notar antes incluso de que la última gota hubiera entrado en contacto con su organismo. Ya no respiraba tan agitadamente, y la cabeza le daba vueltas. Cuando Danilo dejó caer la barbilla sobre el pecho, Osmar le levantó el borde del pantalón con el índice de la mano derecha. Sus sospechas eran ciertas: Danilo no tenía la piel oscura, sino simplemente bronceada.

El ejercicio físico lo ayudaba a mantenerse delgado y, al mismo tiempo, moreno.

En La Frontera los secuestros eran frecuentes, y los norteamericanos se contaban entre las presas favoritas de los delincuentes, pero ¿por qué él? Fue el último pensamiento consciente de Danilo antes de cerrar los ojos.

La caída libre por el espacio lo hizo sonreír. Tuvo que esquivar cometas y meteoritos, y agarrarse de vez en cuando a alguna que otra luna. Galaxias enteras recorridas con una sonrisa en los labios.

Lo metieron debajo de unas cuantas cajas de cartón llenas de melones y de frutas silvestres. Los guardias fronterizos les franquearon el paso con un gesto afirmativo, y sin levantarse del asiento. No puede decirse que en aquel momento le importara demasiado, pero Danny Boy acababa de cruzar la frontera paraguaya. El estado de las carreteras empeoró y el terreno se hizo más accidentado. Mientras tanto, el secuestrado seguía dando tumbos en el suelo de la furgoneta. Osmar fumaba un cigarrillo tras otro y daba instrucciones ocasionales al conductor. Al cabo de una hora, después de tomar una última curva, Danny Boy y sus secuestradores llegaron a su destino. La cabaña estaba escondida entre dos colinas que la ocultaban casi por completo a los vehículos que circulaban por la estrecha carretera sin asfaltar. Danilo fue transportado como un saco de harina hasta la mesa donde Guy y el especialista en huellas dactilares esperaban para poner manos a la obra.

Danny Boy se dejó tomar las huellas de los pulgares y de los demás dedos entre ronquidos aparatosos. Los hombres de Guy, apiñados alrededor de la mesa, siguieron la operación sin perder detalle. Junto a la puerta había unas cuantas botellas de whisky para celebrar el éxito si aquel tipo resultaba ser el auténtico Danny Boy.

El hombre de las huellas dactilares salió repentinamente de la habitación y se encerró con llave en un cuartucho del fondo de la cabaña. Distribuyó las muestras recién tomadas delante de él, ajustó la intensidad de la bombilla y las comparó con las muestras originales, amablemente cedidas por un Danny Boy mucho más joven que solicitaba su ingreso en el Colegio de Abogados de Louisiana con el nombre de Patrick. Curiosa, esta costumbre de tomar las huellas dactilares a los abogados.

Las dos muestras estaban claras y resultaba obvio que coincidían exactamente. Aun así, el experto comprobó meticulosamente las yemas de los diez dedos. No había razón para precipitarse. Guy y los suyos podían esperar, y él también tenía derecho a divertirse. Por fin se decidió a salir. Con el entrecejo fruncido y una docena de caras escrutadoras frente a la suya, desplegó una sonrisa.

-Es él -dijo en inglés. Los demás aplaudieron.

Guy les dio permiso para celebrarlo, pero les advirtió que bebieran con moderación. Aún quedaba mucho trabajo por hacer. Danny Boy seguía inconsciente, pero recibió otra inyección antes de ser trasladado a un pequeño dormitorio sin ventanas y con una puerta maciza que sólo se abría desde el exterior. Allí sería interrogado y, si era necesario, sometido a tortura.

Los muchachos descalzos que jugaban al fútbol en la calle estaban demasiado enfrascados en el juego como para levantar la vista del balón. El llavero de Danny Boy sólo tenía cuatro llaves, y no fue difícil encontrar la que abría la pequeña verja de la casa. Cuatro números más allá, a la sombra de un gran árbol, había un hombre vigilando desde un coche de alquiler. Un tercer cómplice detuvo su motocicleta al otro extremo de la calle y se puso a repasar los frenos.

Si el sistema de seguridad se accionaba con su presencia, el intruso tenía previsto echar a correr -por eso no había cerrado la verja- y desaparecer sin dejar rastro. Si no, se encerraría con llave y procedería al inventario.

La puerta se abrió sin que sonara ninguna sirena. Según el tablero de control de la alarma, el sistema estaba desconectado. El intruso respiró hondo y permaneció inmóvil por espacio de un minuto entero hasta empezar el registro.

Después de tomar prestados el disco duro del computador de Danny Boy y todos sus diskettes, revisó los papeles que había ordenados sobre la mesa: recibos corrientes, algunos pagados, otros por pagar. El fax era un modelo barato y anodino que se declaraba averiado. Ropa, comida, muebles, estanterías y revisteros fueron debidamente fotografiados.

Cinco minutos después de producirse la llegada del intruso, una señal silenciosa activada en el desván de la casa envió un mensaje telefónico a una empresa privada de seguridad instalada a once manzanas de distancia, en el centro de Ponta Porá. La llamada no obtuvo respuesta inmediata porque el agente de guardia estaba columpiándose tranquilamente en la hamaca del patio. El mensaje, previamente grabado, informaba del allanamiento. Pasaron quince minutos, sin embargo, antes de que la noticia llegara a oídos humanos, y cuando el agente se desplazó a la casa de Danilo el intruso ya había desaparecido, al igual que el propio señor Silva. Todo parecía en orden. Tanto la puerta de la casa como la verja estaban cerradas, y hasta el escarabajo estaba en su sitio.

Las instrucciones del cliente habían sido precisas. En caso de alarma, no debían ponerse en contacto con la policía, sino intentar localizar al señor Silva. De no poder hacerlo enseguida, tenían que llamar a cierto número de Río y preguntar por Eva Miranda.

Llegó la hora de la llamada a Washington. Guy se sentía incapaz de disimular su entusiasmo. Pronunció las palabras «Es él» con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. Su voz sonaba una octava más aguda que de costumbre.

Hubo una pausa al otro lado del hilo telefónico.

-¿Estás seguro?

-Sí, las huellas coinciden exactamente.

Otra pausa mientras ponía orden en su cerebro, cosa que nunca le llevaba más de un par de milisegundos.

-¿Y el dinero?

-Aún no hemos empezado. Está sedado.

-¿Cuándo?

-Esta noche.

-Espero noticias -dijo Stephano antes de colgar. Habría podido seguir hablando durante horas.

Guy encontró un buen sitio detrás de la cabaña: la base de un tronco talado. La vegetación era densa. El aire, frío y cortante. Oía murmullos de alegría en la distancia. Lo peor ya había pasado.

Acababa de ganar una prima de cincuenta mil dólares. Encontrar el dinero significaría recibir otra bonificación, y estaba completamente seguro de poder dar con él.

Capítulo 2

Río de Janeiro. Un rascacielos del centro de la ciudad. En uno de los despachos del décimo piso, Eva Miranda agarró el auricular con ambas manos para repetir palabra por palabra el mensaje que acababa de recibir. La alarma insonora había puesto sobre aviso a la empresa de seguridad. El señor Silva no se hallaba en su domicilio, pero su coche estaba aparcado frente a la casa y la cerradura no presentaba señales de violencia.

Algún intruso había disparado la alarma. No, no podía tratarse de una avería: el sistema seguía activado cuando llegó el guardia de seguridad.

Danilo había desaparecido.

Tal vez había salido a correr y había hecho algo desacostumbrado. Según el informe del guardia, la alarma insonora había sido activada hacía exactamente una hora y diez minutos. Danilo no podía haber tardado tanto en regresar: nueve kilómetros y medio a unos cinco minutos cada uno representaban cincuenta minutos como máximo. No cabían excepciones. Estaba al corriente de todos sus movimientos.

Eva llamó por teléfono a la casa de Rua Tiradentes. No hubo respuesta. Lo intentó después con el número de un teléfono móvil que Danilo llevaba consigo de vez en cuando. Tampoco obtuvo respuesta.

Tres meses antes, Danilo había activado la alarma accidentalmente y los dos se habían llevado un buen susto. En aquella ocasión, una simple llamada telefónica había bastado para poner las cosas en su sitio.

Danilo era demasiado meticuloso con la cuestión de la seguridad como para cambiar de un día para otro. Había demasiado en juego.

Eva repitió las llamadas de comprobación, con el mismo resultado que la primera vez. «Tiene que haber una explicación», se dijo.

Acto seguido marcó el número de un apartamento de Curitiba, una ciudad de un millón y medio de habitantes, capital del estado de Paraná. Que ellos supieran, nadie más conocía la existencia de aquel lugar. Lo habían alquilado con un nombre falso, y sólo lo utilizaban como almacén y como punto de encuentro algún fin de semana esporádico. Las visitas a Curitiba eran breves y muy espaciadas. Demasiado, según Eva.

No esperaba que nadie descolgara el teléfono del apartamento, y, en efecto, nadie lo hizo. Danilo no se habría desplazado hasta allí sin comunicárselo previamente.

Agotados los números de teléfono, Eva se levantó para cerrar con llave su despacho. Apoyó la espalda en la puerta y, con los ojos cerrados, escuchó el ir y venir de las secretarias y los abogados más jóvenes. En aquel momento el bufete tenía empleados a treinta y tres abogados en total, y era el segundo más grande de todo Río, con sucursales en Sáo Paulo y Nueva York. El murmullo de los teléfonos, la fotocopiadoras y los aparatos de fax se unía para formar un coro distante.

A sus treinta y un años, y con cinco de ejercicio a sus espaldas, Eva ya era considerada una abogada experta; experta hasta el punto de tener que hacer horas extraordinarias y trabajar algún que otro sábado. El bufete tenía catorce socios, doce hombres y dos mujeres, una proporción que ella estaba dispuesta a alterar. Diez de los diecinueve abogados contratados, en cambio, eran de sexo femenino, buena prueba de que en Brasil, igual que en Estados Unidos, las mujeres se estaban incorporando rápidamente al ejercicio de la profesión. Eva había estudiado derecho en la Universidad Católica de Río, que era, en su opinión, una de las mejores. Su padre, catedrático de filosofía, impartía clases en la misma institución.

El hecho de que hubiera ampliado estudios en Georgetown después de haberse licenciado en Río había obedecido, precisamente, a la insistencia de su padre, ex alumno de aquella universidad. La influencia del profesor Miranda, junto con un expediente de excepción, una presencia impecable y un perfecto dominio del inglés, le habían abierto rápidamente las puertas de un gran bufete como aquél.

Eva se detuvo junto a la ventana e intentó tranquilizarse. De repente, el tiempo se había convertido en un factor crucial. Los pasos que debía dar a partir de aquel momento requerían nervios de acero. Luego tendría que desaparecer. En cuanto a la reunión que debía celebrarse al cabo de media hora, habría que posponerla.

La carpeta que necesitaba estaba archivada en un cajón de pequeñas dimensiones hecho de material ignífugo. La abrió y releyó la hoja de instrucciones, las mismas que Danilo y ella habían repasado juntos en tantas ocasiones.

Sabía que tarde o temprano lo localizarían.

Ella se había resistido siempre a admitir esa posibilidad.

¿Estaría bien Danilo? No podía pensar en otra cosa. El timbre del teléfono la sacó de su ensimismamiento. No, no era él. Era su secretaria, comunicándole que había un cliente esperándola. Había llegado antes de la hora a la que estaba citado. Eva pidió a la secretaria que transmitiera sus disculpas al cliente y que, con la máxima diplomacia posible, concertara la entrevista para cualquier otro día. No quería más interrupciones.

El dinero había sido dividido temporalmente en dos depósitos diferentes: una parte había ido a parar a un banco panameño; la otra, a un fondo de inversiones del paraísofiscal de las Bermudas. El primer fax disponía la transferencia inmediata de la cantidad depositada en Panamá a cierto banco de Antigua. El segundo repartía el líquido entre tres bancos de la mayor de las islas Caimán. El tercero transfería el dinero procedente de los fondos de las Bermudas a las Bahamas.

En Río eran casi las dos, pero en Europa los bancos aún estaban cerrados. Eso la obligaría a hacer circular el dinero por el Caribe durante unas cuantas horas hasta que el resto del mundo se pusiera a trabajar.

Las instrucciones de Danilo eran claras, pero no concretas. Los detalles quedaban a su discreción. En especial, los de las transferencias iniciales. Eva decidía a qué bancos enviar el dinero y en qué cantidad, lo mismo que los nombres de las sociedades anónimas que debían constar como titulares de las cuentas. Danilo nunca había visto la lista de empresas fantasma, elaborada con antelación. Eva era quien dividía, dispersaba, transfería y hacía circular el capital. Habían ensayado la operación paso a paso muchas veces, aunque sin mencionar nombres concretos.

Era de vital importancia que Danilo no estuviera al corriente del paradero exacto del dinero. Sólo Eva debía conocerlo. En aquellos momentos difíciles, la plena responsabilidad de proteger los intereses de ambos de la manera que considerara oportuna le correspondía en exclusiva. Eva estaba especializada en derecho mercantil. Su cartera de clientes estaba compuesta básicamente por empresarios brasileños que querían exportar sus productos a Estados Unidos y Canadá. Lo sabía casi todo sobre banca, divisas y mercados internacionales, y los pocos secretos que podía tener para ella el manejo del dinero se los había desvelado hacía tiempo Danilo.

Consultó el reloj varias veces. Había transcurrido más de una hora desde la llamada de Ponta Porá.

El teléfono volvió a sonar mientras pasaba el enésimo documento por fax. Seguro que era Danilo, con alguna historia extravagante que le demostraría la inutilidad de todas aquellas operaciones. Puede que sólo hubiera sido un simulacro, un ensayo para poner a prueba su sangre fría. Un juego nada propio de Danilo, a decir verdad.

Quien llamaba era uno de los socios del bufete, amonestándola por llegar tarde a otra reunión. Eva se disculpó sin dar demasiadas explicaciones y siguió mandando mensajes a través del fax.

La tensión crecía por momentos. Danilo seguía sin dar señales de vida. Nadie descolgaba el teléfono en su casa. Si era cierto que lo habían atrapado, no tardarían mucho en tirarle de la lengua. Eso era lo que Danilo temía por encima de todo. Ése era el motivo de tanta prisa.

Una hora y media. Eva empezaba a tomar plena conciencia de la situación. Danilo había desaparecido, y nunca lo habría hecho por propia voluntad sin antes comunicárselo. Era demasiado meticuloso a la hora de programar sus actos, demasiado consciente de la presencia de sus perseguidores. Su peor pesadilla se estaba convirtiendo en realidad. Y a pasos agigantados, además.

Eva hizo otras dos llamadas desde el teléfono público del edificio donde trabajaba. La primera fue al conserje de su bloque de apartamentos. Eva vivía en Leblon, en la zona sur de Río, la preferida de todos los que llevan la fortuna escrita en el bolsillo o en la cara. Quería saber si había recibido alguna visita. La respuesta fue negativa, pero el conserje le prometió que estaría ojo avizor. La segunda llamada fue a la oficina del FBI en Biloxi, estado de Misisipi. «Es urgente», puntualizó. Le resultaba difícil mantener la calma y disimular su acento al mismo tiempo. Esperó. Sabía que ya no podía dar marcha atrás.

Alguien había secuestrado a Danilo. Había llegado el momento de ajustar cuentas con el pasado.

-¿Diga? – respondió una voz tan cercana que parecía salida del edificio de al lado.

-¿El agente Joshua Cutter?

Sí.

Eva hizo una pequeña pausa.

-¿Está usted a cargo de la investigación del caso Patrick Lanigan? – preguntó como si no lo supiera de sobra.

Una pausa al otro lado del hilo.

-Sí. ¿Con quién hablo?

Les llevaría unos tres minutos localizar la llamada. Una vez en Río, sin embargo, la pista se perdería entre los diez millones de habitantes de la ciudad. Con todo, no pudo reprimir una mirada nerviosa a su alrededor.

-Llamo desde Brasil -declaró según lo previsto-. Han cogido a Patrick.

-¿Quién? – preguntó Cutter.

-Le daré un nombre.

-La escucho -dijo Cutter con la voz algo más tensa.

-Jack Stephano. ¿Lo conoce?

Una pausa. Cutter trataba de recordar dónde había oído ese nombre.

-No. ¿Quién es?

-Un investigador privado de Washington. Lleva cuatro años persiguiendo a Patrick.

-¿Y dice que lo ha encontrado?

-Sí. Él o sus hombres.

-¿Dónde?

-Aquí, en Brasil.

-¿Cuándo?

-Hoy. Creo que está en peligro.

Cutter rumió la afirmación de Eva durante un instante. – ¿Qué más puede decirme? – preguntó después.

Eva le dio el número de teléfono de Stephano en la capital. Acto seguido colgó y salió del edificio.

Guy repasó con cuidado los papeles robados en casa de Danny Boy y se maravilló de la habilidad de éste para no dejar rastro. El informe mensual de un banco de Ponta Porá arrojaba un saldo de tres mil dólares, bastante menos de lo que él tenía en mente. La única imposición anotada era de mil ochocientos dólares, y los reintegros del mes sumaban menos de mil. Así pues, Danny Boy vivía con frugalidad. Las facturas de la luz y el teléfono aún no estaban pagadas, pero tampoco habían vencido.

Uno de los hombres de Guy se dedicó a comprobar todos los números de teléfono del recibo sin encontrar nada interesante. Otro examinó el disco duro del ordenador y confirmó que Danny Boy no era lo que se dice un pirata informático. Uno de los documentos era un extenso relato de sus aventuras en el interior del país.

La falta de recibos resultaba ya de por sí sospechosa. ¿Una sola carta del banco? ¿Desde cuándo se guarda solamente el saldo del último mes? ¿Dónde estaba el del mes anterior? No cabía duda de que Danny Boy tenía un escondrijo en alguna parte, lejos de casa. Otro indicio que encajaba perfectamente con el retrato de un fugitivo.

Al atardecer, aún inconsciente, Danny Boy fue despojado de su ropa. Sólo le dejaron los calzoncillos, ajustados y de algodón. Bajo las zapatillas sucias y los calcetines sudados aparecieron unos pies tan blancos que casi brillaban en la oscuridad. Su recién adquirida tez morena formaba parte del engaño. Danilo fue colocado sobre una tabla de aglomerado de dos centímetros y medio que había junto a la cama. Los agujeros practicados en el tablero y unos fragmentos de cuerda de nilón sirvieron para atarle los tobillos, las rodillas, la cintura, el pecho y las muñecas. También le sujetaron la frente con un cinturón ancho de plástico negro. Sobre su cabeza colgaba una bolsa con un gota a gota. El tubo iba a parar a una vena de su muñeca izquierda.

Le clavaron otra aguja; un pinchazo en el brazo izquierdo para despertarlo. Siguió respirando con dificultad, pero más deprisa. Abrió los ojos. Los tenía rojos y vidriosos. Le llevó un buen rato identificar la bolsa con el gota a gota. El médico del grupo, un brasileño, apareció en escena y le puso otra inyección en el brazo izquierdo. Pentotal, una droga poco elaborada que se utiliza en ocasiones, a falta de otro fármaco ciento por ciento efectivo, para tirar de la lengua a los taciturnos. El suero de la verdad. Los mejores resultados se obtienen cuando la víctima tiene secretos qué confesar.

Pasaron diez minutos. Danilo intentó en vano mover la cabeza. El alcance de su visión periférica era de unos pocos metros. Excepto por un punto de luz oculto en algún rincón, la habitación estaba a oscuras.

La puerta se abrió y volvió a cerrarse enseguida. Era Guy. El jefe del grupo avanzó directamente hacia Danny Boy, apoyó las manos en el borde de la tabla y dijo:

-Hola, Patrick.

Patrick cerró los ojos. Danilo Silva acababa de pasar a la historia. Para siempre. Echaría de menos a aquel amigo tan leal, que se llevaba consigo la vida sencilla de Rua Tiradentes. Aquel cordial saludo, «Hola, Patrick», le había arrebatado su precioso anonimato.

A lo largo de cuatro años había tenido muchas ocasiones para preguntarse cómo se sentiría si lo capturasen. ¿Aliviado? ¿Redimido? ¿Emocionado ante la idea de regresar a su país y afrontar los hechos?

En absoluto. Lo único que sentía en aquel momento era puro y simple terror. Desnudo y atado como un animal salvaje, sabía que las horas siguientes serían difíciles de soportar.

-¿Me oyes, Patrick? – preguntó Guy con la cabeza inclinada hacia abajo. Patrick respondió con una sonrisa. No es que tuviera ganas de sonreír, pero un impulso incontrolable lo empujaba a hacerlo.

La droga empezaba a surtir efecto, pensó Guy. El pentotal es un barbitúrico de acción efímera que debe ser administrado en dosis muy controladas. Es muy difícil dar con el nivel de conciencia más adecuado para el interrogatorio.

Una dosis demasiado pequeña no consigue romper el silencio. Una dosis excesiva, por contra, y el sujeto cae inmediatamente en brazos de Morfeo.

La puerta se abrió y se cerró de nuevo. Otro norteamericano entró en la habitación a escuchar, pero se quedó fuera del alcance de los ojos de Patrick.

-Llevas tres días durmiendo, Patrick -mintió Guy. Habría sido más exacto decir cinco horas, pero ¿cómo iba a saberlo Patrick?-. ¿Tienes hambre? ¿Sed?

-Sed -dijo Patrick.

Guy desenroscó el tapón de un botellín de agua mineral y vertió parte de su contenido entre los labios de Patrick.

-Gracias -sonrió el prisionero.

-¿No tienes hambre? – insistió Guy.

-No. ¿Qué quieren de mí?

Guy depositó el botellín de agua mineral sobre la mesa y se inclinó para que Patrick lo viera más de cerca.

-Dejemos clara una cosa. Mientras dormías te hemos tomado las huellas dactilares. Sabemos exactamente quién eres, Patrick. Preferiría no tener que jugar al ratón y al gato, si no te importa.

-¿Y puede saberse quién soy? – preguntó Patrick con otra sonrisa.

-Patrick Lanigan.

-¿De?

-De Biloxi, estado de Misisipi. Nacido en Nueva Orleans. Licenciado en derecho por Tulane. Casado y con una hija de seis años. Desaparecido desde hace más de cuatro años.

-Respuesta correcta. Ése soy yo.

-Dime, Patrick, ¿asististe a tu propio entierro?

-¿Por qué? ¿Es ilegal?

-No. Pero corren rumores de que lo hiciste.

-Sí. Lo vi todo. Me pareció conmovedor. No sabía que tenía tantos amigos.

Me alegro. ¿Dónde te escondiste después del funeral?

-Por ahí.

Una sombra apareció por la izquierda mientras una mano ajustaba el gota a gota a la válvula de la bolsa.

-¿Qué es eso? – preguntó Patrick.

-Un cóctel -respondió Guy antes de indicar por señas al otro hombre que volviera a su rincón-. ¿Dónde está el dinero, Patrick? – preguntó a continuación con una sonrisa.

-¿Qué dinero?

-El que te llevaste.

-Ah, ése -se burló Patrick después de inspirar profundamente. De pronto se le cerraron los párpados y se le relajaron todos los músculos del cuerpo. Al cabo de unos segundos su pecho se movía más despacio, arriba y abajo.

-Patrick -lo llamó Guy mientras le sacudía levemente el brazo. Silencio. Había caído en un sueño profundo.

La dosis fue reducida de inmediato. Otro intervalo de espera.

El informe del FBI sobre Jack Stephano era diáfano: ex investigador de Chicago con dos títulos de criminología, ex cazador de recompensas reputado, buen tirador, experto autodidacta en temas de investigación y espionaje, y propietario de una empresa en la capital entre cuyas turbias actividades figuraban, según se decía, diversas labores de vigilancia y de localización de personas desaparecidas a cambio de sumas ingentes de dinero.

El informe del FBI sobre Patrick Lanigan estaba repartido entre ocho cajas. Visto el contenido de ambos informes, se entendía que estuvieran relacionados. La localización y el regreso de Patrick interesaban a mucha gente. Stephano y su equipo habían sido contratados para llevar a cabo esa tarea.

La empresa de Stephano, de nombre Eclímind Associates, ocupaba el último piso de un edificio anodino de la calle K, a seis manzanas de la Casa Blanca. Mientras dos compañeros se apostaban en el vestíbulo, junto al ascensor, otros dos agentes irrumpían en el despacho de Stephano. Una secretaria entradita en carnes insistía en que el señor Stephano no podía atenderlos en aquel momento, y casi hubo que convencerla por la fuerza. Stephano estaba sentado frente a su mesa, charlando tranquilamente por teléfono. La visión de las placas le borró la sonrisa del rostro.

-¿Qué significa esto? – protestó Stephano. La pared que había a su espalda era un mapamundi detallado con lucecitas intermitentes de color rojo repartidas entre varios continentes verdes. ¿Cuál de ellas correspondería a Patrick?

-¿Quién le paga para encontrar a Patrick Lanigan? – preguntó el primer agente.

-Esa información es confidencial -replicó Stephano con sorna. Había sido policía durante años y no se dejaba intimidar con facilidad.

-Esta tarde hemos recibido una llamada desde Brasil -anunció el segundo agente.

«Igual que yo», pensó Stephano, sorprendido pero resuelto a disimular su estupor. Los músculos de la mandíbula y de los hombros se le distendieron sin querer mientras repasaba a toda velocidad las distintas teorías que justificaban la presencia en su despacho de aquel par de gorilas. No había hablado con nadie a excepción de Guy, y él era su hombre de confianza. Por nada del mundo se iría de la lengua, y menos con alguien del FBI. Su lealtad estaba fuera de duda.

Por otra parte, Guy lo había llamado desde las montañas del este del Paraguay a través de un teléfono móvil. Era imposible que hubieran interceptado la llamada.

-¿Sigue ahí? – preguntó el agudo segundo agente. – Sí -respondió Stephano ensimismado.

-¿Dónde está Patrick? – inquirió el primer agente. – ¿En Brasil?

-¿En qué parte de Brasil?

Stephano reunió la concentración suficiente para encogerse de hombros.

-No lo sé. Es un país muy grande.

-Tenemos una orden de busca y captura contra él -dijo el primer agente-. Es nuestro.

Stephano volvió a encogerse de hombros. Un gesto informal que significaba algo así como: ¿y a mí qué me cuentas?

-Lo queremos -exigió el segundo agente-. Ya.

-Me temo que no puedo ayudarlos.

-Miente -gruñó el primer agente. Los dos hombres del FBI formaron una barrera humana frente a la mesa de Stephano y lo fulminaron con la mirada-. Hemos apostado hombres en el vestíbulo, en la calle, en toda la manzana y delante de su casa de Falls Church. Vigilaremos todos y cada uno de sus movimientos desde este momento hasta que encontremos a Lanigan.

-Me parece muy bien. Ya saben por dónde se sale.

-Y no se le ocurra ponerle la mano encima. Si le pasa algo, lo enviaremos una buena temporada a la sombra. Con mucho gusto, además.

Los dos hombres salieron del despacho con paso marcial. Stephano se encerró con llave apenas hubieron atravesado el umbral. El despacho no tenía ventanas. Se paró un momento a contemplar el mapamundi. En Brasil había tres lucecitas encendidas, nada especialmente significativo. Luego hizo un gesto de incredulidad con la cabeza. Aún no daba crédito.

Había invertido mucho tiempo y mucho dinero en seguir la pista del tal Patrick Lanigan.

En determinados círculos su empresa era considerada la número uno, tanto en eficacia como en discreción. Nunca los habían cogido en falta. Era la primera vez que alguien no relacionado con la empresa estaba al corriente de sus actividades.

Capítulo 3

Otra inyección para despertarlo. Y otra más para estimularle el sistema nervioso.

La puerta se abrió sin el sigilo de costumbre y la habitación se iluminó de repente. Había muchos hombres hablando a la vez, hombres ocupados, todos con un cometido específico que llevaban a cabo con pies de plomo. Alguien tradujo las instrucciones de Guy al portugués.

Patrick parpadeó semi inconsciente hasta que las drogas lo despabilaron de golpe. Había mucha gente a su alrededor, manos por todas partes. Alguien poco remilgado lo dejó sin calzoncillos de un tijeretazo. Estaba desnudo y más indefenso que nunca. Oyó el zumbido de una máquina de afeitar y sintió el contacto de las cuchillas en varios puntos del pecho, las ingles, los muslos y las pantorrillas. Se mordió el labio inferior e hizo una mueca. El corazón le latía muy de prisa. Y lo peor era que el dolor aún no había empezado.

Guy se inclinó sobre él con las manos quietas pero los ojos muy atentos.

Patrick no había intentado pedir auxilio, pero, por si acaso, varias manos surgidas de la nada lo amordazaron con un trozo de cinta aislante plateada. Sintió el frío de los electrodos y las pinzas de contacto sobre la piel recién afeitada.

Luego oyó una voz potente que decía algo sobre «la corriente». Le aplicaron más cinta aislante sobre los electrodos. Ocho en total, le pareció haber contado. Nueve, tal vez. Tenía los nervios alterados. Aunque cerrase los ojos para no verlas, notaba el vaivén de todas aquellas manos sobre su cuerpo y la presión de la cinta adherida a la piel.

En un rincón de la habitación había dos o tres hombres ocupados en conectar un dispositivo que quedaba fuera del alcance de la vista de Patrick. Poco a poco le fueron llenando el cuerpo de cables como si fuera un árbol de Navidad.

No iban a matarlo, se repetía una y otra vez, a sabiendas de que la muerte no le parecería algo tan terrible al cabo de unas horas. A lo largo de los últimos cuatro años había tenido tiempo de imaginar aquella pesadilla miles de veces. Había rezado para que no llegara a hacerse realidad, pero siempre había sabido que pasaría. Siempre había sabido que estaban cerca, escondidos en la sombra, al acecho, abriéndose paso hacia él con sobornos y todos los recursos a su alcance.

Siempre lo había sabido. Eva, en cambio, era demasiado ingenua.

Patrick volvió a cerrar los ojos y se concentró en mantener el ritmo respiratorio, haciendo un esfuerzo por conservar el control de su mente y olvidar la presencia de los hombres de Guy, que seguían preparando su cuerpo para lo que fuera que le tenían reservado. Las drogas le aceleraban el pulso y le irritaban la piel.

No sé dónde está el dinero. No sé dónde está el dinero. Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero, por suerte, estaba amordazado. No sé dónde está el dinero.

Llamaba a Eva todos los días. Sin falta. Entre las cuatro y las seis de la tarde. Trescientos sesenta y cinco días al año. Siete días a la semana. Sin otras excepciones que las previstas. En el fondo de su acelerado corazón, Patrick sabía que el dinero ya había sido transferido a distintos lugares del mundo. Podía decir que desconocía su paradero sin temor a faltar a la verdad.

Pero ¿cómo convencer a sus raptores?

La puerta se abrió por enésima vez para dejar salir a dos o tres personas de la habitación. La actividad disminuyó y se hizo el silencio. Patrick abrió los ojos. La bolsa de suero había desaparecido.

Guy se inclinó sobre él y le quitó la mordaza tirando suavemente de un extremo de la cinta adhesiva para que pudiera hablar. Si quería.

-Gracias -dijo Patrick.

El médico brasileño volvió a aparecer a la izquierda del catre de madera y le puso otra inyección con una jeringuilla muy aparatosa. Sólo contenía agua coloreada, pero Patrick no podía saberlo.

-¿Dónde está el dinero? – le preguntó Guy.

-No sé de qué me habla -replicó Patrick. La tabla de madera le había dejado la cabeza dolorida. El cinturón que le sujetaba la frente estaba ardiendo. Llevaba horas en la misma posición.

-Me lo dirás tarde o temprano, Patrick. Tenlo por seguro. Puedes hacerlo ahora o bien dentro de diez horas, cuando ya estés más muerto que vivo. ¿Por qué no te ahorras el sufrimiento?

-No quiero morir -declaró Patrick con el miedo escrito en los ojos. Quería convencerse a sí mismo de que no lo matarían.

Guy cogió un aparato de aspecto simple y amenazador que había dejado junto al cuerpo de Patrick y se lo enseñó. Era un dispositivo en forma de cubo, con una palanca cromada en cuyo extremo había un botón de goma y dos cables conectados.

-¿Ves esto? – preguntó Guy, como si Patrick pudiera evitarlo-. Cuando la palanca está en posición vertical, el flujo de corriente se interrumpe.

Guy cogió el botón con el índice y el pulgar, y lo fue desplazando muy despacito.

-Pero si la muevo hasta aquí, el circuito se cierra y la corriente pasa por los cables hasta los electrodos que te hemos pegado a la piel.

Guy detuvo la palanca a escasos milímetros del punto de contacto. Patrick contuvo la respiración. La habitación estaba en silencio.

-Te gustaría ver qué pasa cuándo se produce una descarga? – preguntó Guy.

-No.

-Entonces dime dónde está el dinero.

-No lo sé. Se lo juro.

A treinta centímetros de la cara de su víctima, Guy empujó la palanca hasta el punto de contacto. La descarga fue instantánea, y sus efectos, escalofriantes. Patrick sintió lo mismo que si le hubieran clavado tornillos al rojo en la carne. Las cuerdas lo mantenían en contacto con la tabla pese a las sacudidas. Patrick cerró los párpados con fuerza y apretó los dientes, decidido a no gritar. Al cabo de un segundo olvidó su propósito de guardar silencio y soltó un alarido que llegó hasta el último rincón de la cabaña.

Guy enderezó la palanca y esperó unos cuantos segundos para que Patrick tuviera tiempo de recobrar el aliento y abrir los ojos.

-Éste es el nivel uno -le dijo-, el más bajo. Tengo cuatro más y estoy dispuesto a llegar hasta el último si es necesario. Ocho segundos de nivel cinco y habrás pasado a la historia. No me obligues a hacerlo. ¿Me has oído, Patrick?

La carne le quemaba desde el pecho hasta los tobillos. Tenía el corazón desbocado y respiraba a toda velocidad.

-¿Me has oído? – repitió Guy.

-Sí.

-La situación es muy simple. Tú me dices dónde está el dinero y yo te dejo salir de esta habitación. Te llevo de vuelta a Ponta Porá y sigues haciendo tu vida. Te aseguro que no tenemos intención de hablar con el FBI. – Una pausa estudiada para juguetear con la palanca cromada-. En cambio, si te niegas a decirme dónde está el dinero, no saldrás vivo de aquí. ¿Entiendes lo que te digo, Patrick?

-Sí.

-Me alegro. ¿Dónde está el dinero?

Guy apretó la palanca sin previo aviso. Las descargas producían el mismo efecto que el contacto de un ácido efervescente.

-¡No lo sé! – gritó Patrick con desesperación-. ¡Lo juro! ¡Juro que no lo sé!

Guy enderezó la palanca y esperó unos segundos hasta que Patrick se hubo recuperado.

-¿Dónde está el dinero? – le preguntó sin perder la calma.

-Le juro que no lo sé.

Otro grito recorrió la cabaña y atravesó las ventanas abiertas hasta llenar el espacio limitado por las dos montañas. El eco lo reprodujo débilmente cuando ya se perdía en la selva.

El apartamento de Curitiba estaba a escasa distancia del aeropuerto. Eva dijo al taxista que la esperara frente al portal y dejó la bolsa de fin de semana en el maletero. Llevaba consigo un maletín abultado.

El ascensor la llevó hasta el noveno piso. El corredor estaba en silencio y a oscuras. Eran casi las once de la noche. Andaba despacio, atenta a cualquier movimiento que pudiera producirse a su alrededor. Apenas abierta la puerta del apartamento, desconectó el sistema de alarma con una segunda llave.

Danilo no estaba en el apartamento. No podía decir que se esperara lo contrario, pero se sintió algo decepcionada.

No había ningún mensaje en el contestador. No había ni rastro de él. Su desazón iba en aumento.

Los hombres que habían cogido a Danilo podían andar tras ella. No había tiempo que perder. Sabía exactamente lo que debía hacer, pero aun así se movía despacio, a la fuerza. El apartamento sólo tenía tres habitaciones y la inspección fue breve.

Los papeles que quería estaban en un archivador del salón, guardados bajo llave. Abrió tres cajones llenos a rebosar y los vació en una espaciosa maleta de piel que Danilo había dejado en el armario de al lado. La mayoría de las carpetas contenían documentación financiera, aunque no mucha teniendo en cuenta la magnitud de la fortuna que manejaban. A Danilo no le gustaba dejar rastro. Una vez al mes acudía a Curitiba para archivar los recibos domésticos, y al menos una vez al mes destruía los papeles más antiguos.

Danilo no debía saber dónde se hallaban aquellos papeles.

Eva volvió a conectar el sistema de alarma y abandonó el edificio a toda prisa y sin ser vista. Se instaló en un pequeño hotel del centro, cerca del Museo de Arte Contemporáneo. Los bancos asiáticos estaban abiertos, y en Zurich ya eran casi las cuatro. Lo primero que hizo fue sacar el fax portátil de la bolsa y conectarlo a la clavija telefónica de la habitación. La cama no tardó en llenarse de hojas de instrucciones y de autorizaciones.

Estaba rendida de cansancio, pero no podía permitirse ni una hora de sueño. Danilo le había advertido que irían tras ella. No podía volver a casa. En aquellos momentos el dinero no le importaba. Tan sólo pensaba en él. ¿Estaría vivo? Y si lo estaba, ¿qué le estarían haciendo? ¿Cuánto les habría contado y a qué precio?

Se secó los ojos y empezó a ordenar los papeles. No había tiempo para lágrimas.

La tortura produce resultados óptimos al cabo de tres días de aplicación episódica. Al cabo de ese tiempo, incluso las voluntades más obstinadas acaban por quebrantarse. El dolor se extiende de la vigilia al sueño, y se prolonga en forma de amenaza cierta. Tres días bastan para rendir por completo la resistencia de la inmensa mayoría de los sujetos.

Pero Guy no disponía de tres días. No tenía en sus manos a un prisionero de guerra, sino a un ciudadano de Estados Unidos buscado por el FBI.

Ya era casi medianoche cuando Guy decidió dejar sola a su víctima unos minutos para que sufriera pensando en la ronda siguiente. Patrick tenía el cuerpo empapado de sudor, y la piel enrojecida por la electricidad y el calor. Los electrodos del pecho, demasiado apretados, le abrasaban la carne. Sangraba. Abrió la boca para coger aire y se humedeció los labios cortados. Las ataduras de nilón le habían dejado las muñecas y los tobillos en carne viva.

Guy regresó solo a la habitación y se sentó en un taburete junto a la tabla de madera. Esperó un minuto en silencio. Durante ese tiempo sólo se oyó la respiración de Patrick, que luchaba con todas sus fuerzas por conservar el control de la situación. Tenía los ojos cerrados con fuerza.

-Eres un tipo muy testarudo -dijo Guy al fin.

Silencio.

Las dos primeras horas no habían dado fruto. Todas las preguntas habían estado relacionadas con el dinero, y él no sabía dónde estaba. Lo había repetido cientos de veces. Había negado su existencia hasta la saciedad. No, no sabía adónde había ido a parar.

La experiencia de Guy como torturador era muy limitada. Había consultado a un experto, un sujeto lo bastante retorcido como para disfrutar con ese tipo de trabajo, y había leído un manual muy completo, pero no era un campo en el que abundaran las oportunidades de pasar de la teoría a la práctica.

En todo caso, se suponía que, una vez concienciada la víctima de su precaria situación, lo más importante era darle conversación.

-¿Dónde estabas el día de tu entierro? – preguntó Guy.

Una ligera distensión de los músculos. Por fin una pregunta que no tenía nada que ver con el dinero. Patrick vaciló unos instantes antes de responder. ¿Qué importaba ya eso? Lo habían cogido. El secreto había sido desvelado para siempre. Además, si colaboraba, tal vez disminuirían el voltaje.

-En Biloxi.

-¿Escondido?

-¿A usted qué le parece?

-¿ Y viste cómo te enterraban?

-Sí.

-Desde dónde?

-Con prismáticos, desde la copa de un árbol. – Patrick mantenía los ojos cerrados y los puños en tensión.

-¿Adónde fuiste después del funeral?

-A Mobile.

-¿A tu escondite?

-A uno de ellos.

-¿Cuánto tiempo estuviste en Mobile?

-En total, unos dos meses.

-Tanto, eh? ¿Dónde vivías?

-En moteles baratos. Procuraba no quedarme mucho en ningún sitio. Estuve por todo el golfo de México: en Destin, en Panamá City Beach, luego otra vez en Mobile…

-Y cambiaste de aspecto.

-Sí. Me afeité el bigote, me teñí el pelo y perdí veintitrés kilos.

-Y te pusiste a estudiar idiomas.

-Sí, portugués.

-Porque ya tenías intención de trasladarte aquí.

-¿Dónde es aquí?

-Digamos que Brasil.

-De acuerdo. Sí, pensé que era un buen sitio para esconderse.

-¿Adónde fuiste después de Mobile?

-A Toronto.

-Por qué a Toronto?

-Porque tenía que ir a alguna parte. Es una ciudad muy bonita.

-Fue allí donde conseguiste la documentación falsa?

-Sí.

-Y donde te convertiste en Danilo Silva, ¿no?

-Sí.

-¿Seguiste estudiando?

-Sí.

-Y perdiste unos cuantos kilos más.

-Sí, catorce.

-Patrick seguía con los ojos cerrados, intentando no hacer caso del dolor o, al menos, intentando encontrar la manera de convivir con él de momento. Los electrodos del pecho le abrasaban la carne y parecían hundirse cada vez más.

-¿Cuánto tiempo estuviste en Toronto?

-Tres meses.

-o sea, que te fuiste en julio del 92, más o menos.

-Más o menos.

-¿Adónde?

-A Portugal.

-¿Por qué a Portugal?

-Porque tenía que ir a alguna parte. Es un país muy bonito. No había estado nunca.

-¿Cuánto tiempo te quedaste?

-Un par de meses.

-¿Y luego? – Sáo Paulo. – ¿Por qué Sáo Paulo? – Veinte millones de habitantes. ¿Se le ocurre un sitio mejor para esconderse? – ¿Cuánto tiempo te quedaste? Un año. – ¿Qué hiciste en Sao Paulo? Cuéntame. Patrick respiró hondo. Su rostro se convulsionó cuando quiso mover los tobillos. Se

relajó. – Mezclarme con la gente. Contratar a un profesor y perfeccionar mi portugués. Perder

unos cuantos kilos más. Mudarme de apartamento en apartamento. – ¿Qué hiciste con el dinero? Una pausa. Un espasmo. ¿Dónde estaba la maldita palanca cromada? ¿Por qué no

podían seguir hablando de la persecución y dejar el dinero al margen? – ¿Qué dinero? – preguntó fingiendo desesperación. – Lo sabes de sobra, Patrick. Los noventa millones de dólares que robaste a tu bufete y a

su cliente. – Ya se lo he dicho. Se equivocan conmigo. Guy se volvió hacia la puerta y dijo algo a gritos. La puerta se abrió de inmediato y el

resto de los norteamericanos entraron en tropel. El médico brasileño vació dos jeringuillas más en las venas de Patrick y desapareció. Dos hombres manipulaban el aparato del rincón. La grabadora estaba en marcha. Guy y su palanca no se separaban de Patrick. Tenía el entrecejo fruncido y se notaba que estaba enfadado, más dispuesto que nunca a llegar hasta el final si no hablaba de una maldita vez.

–El dinero fue transferido a la cuenta que tu bufete había abierto en Nassau. Eran exactamente las diez y quince minutos, hora oriental. Eso pasó el 26 de marzo de 1992, cuarenta y cinco días después de tu entierro. Y allí estabas tú, Patrick, bronceado y fresco como una rosa, haciéndote pasar por otra persona. Tenemos las imágenes de la cámara de seguridad del banco. Y sabemos que utilizaste documentos falsos. Poco después el dinero había desaparecido. Una simple transferencia a un banco de Malta. Eres un ladrón, Patrick. Y quiero que me digas dónde está ese dinero. Dímelo y vivirás.

Patrick se despidió de Guy y su palanca con una última mirada. Luego apretó los

párpados, respiró hondo y dijo: -Le juro que no sé de qué me está hablando. – Patrick, Patrick… -Por favor -suplicó-. ¡No! – Éste es el nivel tres, Patrick. Aún nos queda la mitad. – Guy empujó la palanca hasta el

tope y contempló las convulsiones del cuerpo de su víctima.

Patrick no intentó siquiera reprimir el grito. Un grito tan atroz que Osmar y los demás brasileños que estaban en el porche se quedaron petrificados. Durante un instante, dejaron de hablar y escrutaron la oscuridad. Uno de ellos ofreció una oración en silencio.

En la carretera, a unos cuantos centenares de metros, otro brasileño armado montaba guardia por si pasaba algún coche, cosa poco probable teniendo en cuenta que el núcleo habitado más cercano estaba a muchos kilómetros de distancia. El vigía también musitó una oración cuando los gritos se repitieron.

Capítulo 4

Cuatro o cinco llamadas de los vecinos bastaron para acabar con la paciencia de la señora Stephano y obligar a su marido a contarle la verdad. Los tres hombres vestidos con traje oscuro que montaban guardia junto a un coche aparcado frente a la casa eran agentes del FBI. Para explicar el repentino interés de las autoridades, Jack tuvo que poner a su esposa al corriente de la historia de Patrick Lanigan, algo totalmente contrario a la ética profesional.

Por lo general, la señora Stephano no hacía preguntas ni se preocupaba en absoluto por la actividad de su marido en horas de oficina, una indiferencia sólo comparable a la importancia que atribuía a su reputación en el vecindario: no estaba dispuesta a convertirse en la comidilla de Falls Church.

La señora Stephano se acostó a medianoche, pero Jack decidió quedarse en el sofá del salón para controlar los movimientos de los agentes apostados en la calle. Cada media hora se levantaba y asomaba la nariz entre las persianas. A las tres de la madrugada, cuando por fin llamaron a la puerta, acababa de conciliar el sueño.

Se despertó y fue a abrir en chándal. Entre los cuatro hombres que esperaban en el umbral reconoció enseguida a Hamilton Jaynes, subdirector del FBI. Casualmente, el número dos de la agencia federal vivía en el vecindario y pertenecía al mismo club de golf que los Stephano. Con todo, era la primera vez que se encontraban cara a cara.

Efectuadas las presentaciones de rigor en medio de un ambiente más bien tenso, todos los presentes tomaron asiento en el espacioso salón de la planta baja. La señora, en albornoz, volvió a toda prisa a su habitación tras haber sido sorprendida por la llegada de los hombres vestidos de negro en el momento de bajar las escaleras.

Jaynes habló en nombre del FBI.

–Hemos seguido muy de cerca este caso y, según nuestros servicios de información, Patrick Lanigan se encuentra bajo su custodia. ¿Puede usted confirmar o desmentir este dato?

–No -respondió sin inmutarse.

–Tengo una orden de arresto contra usted.

El anuncio hizo mella en el interesado. Se volvió hacia otro de los agentes de mirada glacial.

–¿De qué se me acusa?

–De dar refugio a un prófugo, de obstaculizar la acción de la justicia y de un largo etcétera. Eso es lo de menos. Me trae absolutamente sin cuidado que los cargos sean justos o no. Me basta con la prisión preventiva: primero lo encerraremos a usted, luego a sus socios, y para terminar a sus clientes. Nos llevará unas veinticuatro horas localizarlos a todos. Nos ocuparemos de los cargos más adelante, cuando sepamos si tiene o no intención de entregarnos a Lanigan. ¿Se va situando?

–Creo que sí.

–¿Dónde está Lanigan?

–En Brasil.

–No por mucho tiempo. Quiero que me lo entregue inmediatamente. Apenas tuvo tiempo de parpadear un par de veces antes de tomar una decisión. Teniendo en cuenta las circunstancias, lo de entregar a Lanigan no era mala idea.

Los federales podían sonsacarle la información que sus hombres no habían logrado obtener. Enfrentado a la posibilidad de pudrirse en la cárcel, Patrick era muy capaz de hacer aparecer el dinero de la nada. Le sería difícil resistir toda la presión que se generaría a su alrededor.

Por otra parte, ¿quién demonios había puesto al FBI al corriente de la localización de Lanigan? decidió no plantearse la cuestión de momento.

–De acuerdo. Le propongo un trato -dijo-. Tendrán a Lanigan dentro de cuarenta y ocho horas. A cambio, quiero que queme la orden de arresto y que olvide esas amenazas de procesamiento.

–Trato hecho. Ambas partes saborearon la victoria en silencio. – ¿Dónde se efectuará la entrega? – preguntó Jaynes. – Envíe un avión a Asunción. – ¿A Paraguay? ¿Qué ha pasado con Brasil? – En Brasil tiene demasiados amigos. – De acuerdo. Uno de los agentes abandonó la casa de inmediato tras recibir órdenes de Jaynes. – ¿Sigue de una pieza? – le preguntó el subdirector del FBI. – Sí. – Más le vale. Un solo moretón y haré que se arrepienta de haber nacido. – Tengo que hacer una llamada. Jaynes desplegó una sonrisa forzada. – Está usted en su casa -dijo mientras echaba un vistazo a su alrededor. – ¿Me han intervenido el teléfono? – No. – ¿Lo jura? – Ya me ha oído. – Disculpen.

entró en la cocina y desde allí accedió a un cuarto trastero donde guardaba un teléfono móvil. Luego salió por la puerta de atrás y se detuvo bajo una lámpara de gas, rodeado de hierba mojada. Marcó el número de Guy.

Los gritos habían cesado temporalmente cuando el brasileño que hacía guardia en la furgoneta oyó sonar el teléfono, que estaba recargándose en el asiento delantero del vehículo. La antena medía casi cinco metros y sobresalía del techo. El vigía dijo algo en inglés antes de echar a correr en busca de uno de los norteamericanos.

Guy salió a toda prisa del refugio para ponerse al aparato. – ¿Le habéis sacado algo? – preguntó. – Poca cosa. Hace sólo una hora que ha dejado de resistirse. – ¿Qué habéis averiguado? – Que el dinero está en lugar seguro, aunque él no sabe dónde. Lo tiene una mujer de

Río, una abogada.

–¿Saben cómo se llama?

–Sí, estamos haciendo unas llamadas. Osmar tiene agentes en Río.

–¿Crees que se le puede sacar algo más?

–Lo dudo. Está más muerto que vivo.

–Dad por terminada la sesión. ¿Está ahí el médico?

–Sí.

–Dile que le dé algo y que lo recomponga un poco. Hay que llevarlo a Asunción enseguida.

–¿A qué viene…?

–Nada de preguntas. No hay tiempo que perder. Los federales nos están pisando los talones. Haz lo que te he dicho y asegúrate de que tenga buen aspecto.

–¿Buen aspecto? ¡Pero si llevo cinco horas intentando matarlo!

–Ya me has oído. ReanimadIo como sea, drogadlo y poned rumbo a Asunción ahora mismo. Llámame cada hora. En punto.

–Lo que tú digas.

–Y localizad a esa mujer.

Los hombres de Guy se encargaron de Patrick. Le levantaron la cabeza despacio y le humedecieron los labios con agua fría. Luego cortaron las cuerdas que lo mantenían sujeto por las muñecas y los tobillos, y le fueron quitando la cinta adhesiva, los cables y los electrodos. El pobre temblaba y emitía gemidos ininteligibles. Sus venas exhaustas recibieron una dosis de morfina y otra de un fármaco ligeramente depresivo. Patrick volvió a sentirse en el limbo.

Cuando salió el sol, Osmar ya estaba en el aeropuerto de Ponta Porá esperando un avión que lo llevara a Río. Había sacado a sus contactos de la cama prometiéndoles sumas de varios ceros y suponía que habrían empezado a recorrer las calles según sus instrucciones.

La primera llamada, justo después de la salida del sol, fue para su padre. Sabía que le gustaba pasar aquella hora del día sentado tranquilamente en la terraza, con su periódico y su café. El viejo profesor vivía solo en un pequeño apartamento de Ipanema, a tres manzanas de la playa, no lejos de su querida Eva. El edificio tenía treinta años y era uno de los más antiguos de la zona residencial de Río.

Supo que algo andaba mal nada más oír su voz. Eva le aseguró que no pasaba nada; simplemente, un cliente había requerido sus servicios con urgencia y tendría que permanecer dos semanas en Europa. Sí, llamaría todos los días. Luego le explicó que se trataba de un cliente algo especial y le dijo que no se asustara si aparecía alguien tratando de averiguar cosas sobre su pasado. En el mundo de los negocios era algo habitual.

El viejo profesor tenía muchas preguntas que hacer a su hija, pero sabía que no serviría de nada formularlas.

La segunda llamada fue para dar explicaciones a su supervisor, y resultó mucho más difícil que la primera. Por suerte, y a pesar de los puntos flacos de la historia, el bufete aceptó la excusa que había estado ensayando. Había recibido la llamada de un cliente potencial recomendado por un abogado norteamericano que había estudiado con ella, y tenía que desplazarse inmediatamente a Hamburgo. Iba a coger el primer vuelo. El cliente en cuestión se movía en el sector de las telecomunicaciones, y Brasil entraba dentro de sus planes de expansión.

El supervisor, medio dormido, le dijo que volviera a llamar para darle más información.

A su secretaria le contó la misma historia, y le pidió que pospusiera hasta su regreso todas las citas y reuniones que ya tenía concertadas.

En Curitiba cogió el avión para Sáo Paulo, y allí embarcó en un vuelo directo de Aerolíneas Argentinas con destino a Buenos Aires. Era la primera vez que utilizaba su nuevo pasaporte, adquirido con la ayuda de Danilo y guardado durante todo un año en el apartamento junto con dos tarjetas de crédito nuevas y ocho mil dólares americanos en efectivo.

Se llamaba Leah Pires, nacida el mismo año pero no el mismo día que Eva. Por motivos de seguridad, Danilo no estaba al corriente de los detalles de su nueva identidad.

La verdad es que se sentía otra persona.

Podían haber pasado muchas cosas. Danilo podía haber sido víctima de cualquiera de las bandas de forajidos que actuaban en las pistas rurales del país. En La Frontera no era infrecuente. Podía haber caído en manos de las sombras de su pasado. Podía haber sido torturado y asesinado. Tal vez ya estuviera enterrado en algún rincón de la selva. Tal vez había hablado y mencionado su nombre, y aquello era sólo el principio de su vida de fugitiva. Y ni siquiera le quedaba el consuelo de poder decir que no se lo había advertido. Aunque también era posible que no hubiera hablado. Entonces podría seguir siendo Eva.

Sí, Danilo no tenía por qué estar muerto. De hecho, le había prometido que su vida no corría peligro. Podían torturarlo hasta hacerle desear la muerte, pero no podían permitirse el lujo de matarlo. Por otra parte, si las autoridades norteamericanas lo encontraban antes de eso, la palabra clave sería «extradición», y Danilo había escogido Latinoamérica precisamente por su resistencia histórica a conceder extradiciones.

Si lo encontraban primero las sombras, en cambio, le arrancarían a la fuerza la información sobre el dinero. Y eso era lo que más miedo le daba a Patrick: saber hasta dónde serian capaces de llegar.

Eva intentó dormir un poco en el aeropuerto de Buenos Aires, pero le resultó imposible conciliar el sueño. Aprovechó la espera para llamar de nuevo a la casa de Ponta Porá, al teléfono móvil de Patrick y al apartamento de Curitiba.

En el aeropuerto de Nueva York tuvo que esperar tres horas más para coger el avión de Swissair que la llevaría a Zurich.

Los hombres de Guy lo tendieron en el asiento de atrás de la furgoneta Volkswagen y le colocaron el cinturón de seguridad para evitar que se cayera. Les esperaban muchos kilómetros de carreteras difíciles. Patrick no llevaba más ropa que los pantalones de atletismo. El médico comprobó que no se le hubieran desprendido los vendajes -ocho capas de gasa en total- y se sentó delante de su paciente con el maletín entre los pies. Le había aplicado ungüentos en las quemaduras, además de inyectarle varios antibióticos, y estaba decidido a hacer lo posible por protegerlo. Según él, ya había sufrido bastante.

Un par de días de descanso y unos cuantos analgésicos, y Patrick empezaría a mostrar signos de recuperación. En cuanto a las cicatrices que le dejarían las quemaduras, el tiempo se encargaría de hacerlas desaparecer.

El médico se volvió hacia Patrick y le dio unos golpecitos en el hombro. Se alegraba mucho de que siguiera vivo.

–Cuando quiera -dijo a Guy, que ocupaba el asiento del pasajero. La furgoneta, conducida por uno de los brasileños, dejó atrás la cabaña.

Cada hora, cada sesenta minutos exactos, tenían que detenerse para instalar la larga antena que les permitía hacer uso del teléfono móvil a pesar del obstáculo de las montañas. Una de las veces Stephano, contestó desde su despacho de Washington, donde se hallaba en compañía de Hamilton Jaynes y de un alto funcionario del Departamento de Estado. El Pentágono iba a tomar cartas en el asunto.

«¿Qué demonios está pasando aquí? – se preguntaba Guy-. ¿Quién ha metido a los federales en todo esto?»

Tardaron seis horas en recorrer los primeros ciento cincuenta kilómetros. La carretera tenía tramos prácticamente intransitables, y tampoco resultaba fácil contactar con Washington vía telefónica. A las dos de la tarde dejaron atrás la montañas y el estado de las carreteras mejoró considerablemente.

Una extradición formal habría representado muchas complicaciones, y Hamilton Jaynes prefería ahorrárselas. La maquinaria diplomática se puso en funcionamiento: el director del FBI llamó al jefe del Estado Mayor; el embajador estadounidense en Paraguay puso manos a la obra; las promesas y las amenazas se sucedieron.

En Paraguay los trámites de extradición podían llevar años, e incluso décadas, si el sujeto reclamado por la justicia tenía el dinero y la determinación suficientes. Para su desgracia, Patrick no llevaba encima ni un centavo, y ni siquiera sabía en qué país se encontraba.

Los paraguayos renunciaron a regañadientes a abrir un expediente formal de extradición.

A las cuatro de la tarde Guy recibió de Stephano instrucciones de dirigirse al aeropuerto de Concepción, una pequeña ciudad a tres horas en coche de Asunción. El brasileño que conducía la furgoneta se puso a soltar improperios en portugués cuando le dijeron que tenía que dar la vuelta y poner rumbo al norte.

Cuando llegaron a Concepción ya estaba oscureciendo, y en el momento en que entraron en el recinto del aeropuerto, un pequeño edificio de ladrillo construido junto a una estrecha lengua de asfalto, ya era noche cerrada. Guy volvió a llamar a Stephano. Las órdenes fueron abandonar la furgoneta con Patrick en el asiento de atrás y las llaves en el contacto. Guy, el médico, el conductor y uno de los norteamericanos se alejaron del vehículo mirando hacia atrás por encima del hombro. A un centenar de metros encontraron un escondite adecuado: un árbol grande que les permitiría observar sin ser vistos.

Una hora más tarde, un aparato de King Air con matrícula norteamericana aterrizó en la pista y se acercó a la pequeña terminal. Dos miembros de la tripulación bajaron del avión y se metieron en el edificio de ladrillo. Al cabo de unos segundos salieron y se dirigieron hacia la furgoneta. Abrieron las puertas, encontraron la llave, pusieron el vehículo en marcha y lo acercaron al avión.

Patrick fue trasladado con cuidado de la parte trasera de la furgoneta a un avión con turbopropulsor. Un médico del Ejército del Aire esperaba a bordo para hacerse cargo del prisionero. Los pilotos devolvieron la furgoneta al aparcamiento. El avión despegó minutos después.

Mientras el aparato de King Air repostaba en la pista del aeropuerto de Asunción, Patrick se despertó. Estaba demasiado débil, dolorido y marcado para incorporarse. El médico le dio agua fría y galletas.

Hubo que repostar de nuevo en los aeropuertos de La Paz y Lima. En Bogotá, el aparato de King Air fue reemplazado por un pequeño Lear que volaba al doble de velocidad. Después de una última escala en Aruba, una isla de la Costa venezolana, el avión puso rumbo a las instalaciones de la Marina estadounidense en San Juan de Puerto Rico. Una ambulancia recogió a Patrick en la pista y lo trasladó al hospital de la base.

Después de casi cuatro años y medio, Patrick volvía a encontrarse en territorio norteamericano.

Capítulo 5

El bufete donde trabajaba Patrick antes de morir se declaró en suspensión de pagos un año después del entierro del socio malogrado. Su nombre, debidamente actualizado como Patrick S. Lanigan (1954-1992), figuraba en el membrete del papel de cartas, en el extremo superior derecho, por encima de la lista de procuradores. Hasta que un día empezaron a circular rumores insistentes que ponían en tela de juicio su honradez. Los demás miembros del bufete no tardaron en convencerse de que Patrick era el responsable del desfalco y había huido con el botín. Tres meses más tarde no quedaba nadie en la Costa del golfo de México que siguiera creyendo en su muerte. El nombre de Patrick desapareció inmediatamente del membrete, pero eso no sirvió para pagar las deudas acumuladas por la empresa.

Los cuatro socios restantes, obligados por el vínculo de la bancarrota, aún permanecían juntos, como juntos aparecían sus nombres en las hipotecas y los pagarés firmados cuando el negocio iba viento en popa, y ellos, camino de convertirse en millonarios. También habían tenido que asumir conjuntamente la responsabilidad de varias demandas presentadas en su contra que los habían llevado a la quiebra. Desde la marcha de Patrick habían intentado por todos los medios disolver la sociedad, pero no había sido posible. Dos de los socios eran un par de borrachos capaces de encerrarse a beber en sus respectivos despachos; los otros dos, inmersos en un programa de desintoxicación, se debatían entre la sobriedad y el abismo.

Patrick había huido con su dinero. Con sus millones. Un dinero que ellos, como buenos abogados, ya habían gastado mucho antes de que llegara a sus manos reformando por todo lo alto su sede en el centro de Biloxi, comprando yates, casas, apartamentos en el Caribe… Al fin y al cabo, les constaba que el dinero estaba en camino y que todos los papeles estaban en orden. Entonces, cuando ya casi creían estar viéndolo, oliéndolo, tocándolo, su socio resucitó y se lo arrebató todo.

El cómo era un misterio. Patrick estaba muerto. Ellos mismos habían asistido a su entierro, celebrado el 11 de febrero de 1992, y habían consolado a su viuda. Incluso habían modificado su bonito membrete para rendirle homenaje. Sin embargo, seis semanas después de su muerte, Patrick Lanigan los había dejado en la ruina.

La proliferación de acusaciones mutuas convirtió el bufete en un campo de batalla. De Charles Bogan, mano de hierro y socio fundador de la empresa, había partido la idea de que el dinero fuera transferido de su punto de origen a una cuenta abierta en un banco de algún paraíso fiscal. Le había costado convencer a los demás, pero al final lo había conseguido. Un tercio de los noventa millones correspondía a la comisión del bufete, e iba a ser imposible ocultar todo ese dinero en Biloxi, una población de cincuenta mil habitantes. Una pequeña indiscreción por parte de alguno de los empleados del banco, y enseguida lo sabría todo el mundo. Los cuatro socios habían prometido mantener en silencio la operación sin que ello les impidiera hacer planes de lo más ostentosos; incluso habían llegado a considerar la posibilidad de adquirir un avión privado con capacidad para seis pasajeros.

Bogan, pues, cargó con buena parte de las culpas. A sus cuarenta y nueve años, era el mayor de los cuatro supervivientes y, de momento, el más equilibrado. Aun así, tenía que convivir con los remordimientos que le provocaba el hecho de haber propuesto la contratación de Patrick nueve años atrás.

A Doug Vitrano, por su parte, el especialista en pleitos, le cabía el trágico honor de haber sugerido la admisión de Patrick como quinto socio. Una vez que los miembros fundadores hubieron logrado el consenso, Patrick Lanigan se convirtió en un socio más del bufete, con acceso a prácticamente todos sus documentos. Bogan, Rapley, Vitrano, Havarac y Lanigan, abogados. Su especialidad, según rezaba un gran anuncio en las páginas amarillas, eran los conflictos generados por la explotación del petróleo en la Costa del Golfo. Como la mayoría de los bufetes, sin embargo, aceptaban cualquier caso que les pareciera lucrativo. El suyo contaba con una extensa plantilla integrada por personal administrativo y procuradores, tenía que hacer frente a muchos gastos fijos, y disponía de más contactos políticos que cualquier otro de la Costa.

Todos los socios tenían entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Havarac había crecido pescando gambas en el barco de su padre, y siempre presumía de los callos que adornaban sus manos, unas manos con las que esperaba agarrar a Patrick por el cuello hasta oír el crujido de sus huesos. Rapley sufría una profunda depresión y pocas veces salía de casa; prefería permanecer en su oscuro despacho del desván y comunicarse con el resto del mundo por escrito.

Bogan y Vitrano ya estaban al pie del cañón cuando, poco después de las nueve, el agente Cutter entró en el edificio de la calle Vieux Marché, en el casco antiguo de Biloxi, que albergaba la sede del bufete. Cutter saludó a la recepcionista con una sonrisa y le preguntó si había llegado alguno de los abogados. La pregunta no era gratuita. En Biloxi todo el mundo los tenía por una pandilla de borrachos que pocas veces se molestaban en acudir al trabajo.

La recepcionista lo acompañó hasta una pequeña sala de conferencias y le ofreció una taza de café. Vitrano, mucho más aseado y despejado que de costumbre, fue el primero en atenderlo. Bogan apareció al cabo de pocos segundos. Los tres hombres compartieron una jarra de café azucarado y hablaron del tiempo.

Durante los meses que siguieron a la desaparición de Patrick y del dinero, Cutter visitó periódicamente el bufete para mantener a los socios al corriente de la investigación que llevaba a cabo el FBI. Las noticias eran siempre decepcionantes, pero llegó a establecerse un clima de cierta cordialidad. Los meses se convirtieron en años, y las visitas se fueron espaciando cada vez más. El mensaje era siempre el mismo: ni rastro de Patrick. Había transcurrido casi un año desde la última visita de Cutter, y eso hizo pensar a los abogados que se trataba de un simple acto de cortesía. Seguramente había tenido que ir al centro por alguna razón y le apetecía tomar una taza de café. Les daría la información de costumbre y volvería a irse enseguida.

–Tenemos a Patrick -anunció Cutter.

Charlie Bogan cerró los ojos y enseñó hasta la última muela. – ¡Dios mío! exclamó antes de esconderla cara entre las manos-. ¡Dios mío! Vitrano, incrédulo y boquiabierto, levantó la vista hacia el techo. – ¿Dónde? – acertó a decir. – En una base militar de Puerto Rico. Lo encontraron en Brasil. Bogan se puso en pie y se acercó a las estanterías que había en un rincón de la sala.

Intentaba contener las lagrimas. – ¡Dios mío! – repetía una y otra vez. – ¿Estáis seguros de que es él? – preguntó Vitrano, poco convencido. – Completamente. – ¿Qué más puedes contarnos? – dijo Vitrano. – ¿Qué más queréis saber? – Por ejemplo, cómo habéis dado con él. Dónde estaba. Qué hacía. Qué aspecto tiene. – No hemos dado con él. Nos lo han entregado. Bogan volvió a la mesa sonándose. – Perdón -se disculpó, algo avergonzado. – ¿Conocen a un tal Jack Stephano? – preguntó Cutter. Los dos abogados asintieron con reservas. – Forman Uds. parte de su pequeño consorcio? Los socios dijeron que no con la cabeza. – En ese caso, pueden considerarse afortunados. Stephano lo encontró, lo torturó y luego

nos lo entregó medio muerto. – Eso de la tortura promete -dijo Vitrano-. ¿No puedes ser más explícito? – Muy gracioso. Lo recogimos ayer por la noche en Paraguay y lo metimos en un avión.

Ahora está en un hospital de Puerto Rico. Dentro de unos cuantos días le darán el alta y nos

lo enviarán. – ¿Qué hay del dinero? – preguntó Bogan con la voz entrecortada y la garganta seca. – De momento, ni rastro. Falta por saber qué ha averiguado Stephano. Vitrano movía los ojos sin apartar la mirada de la mesa. Noventa millones de dólares en

cuatro años. Era imposible que Patrick se hubiera gastado todo el dinero. Por más mansiones, helicópteros y mujeres que hubiera comprado, aún debían de quedarle decenas de millones en los bolsillos. Y tenía que haber alguna forma de dar con ellos. Una tercera parte de aquella cantidad seguía correspondiendo al bufete.

Tal vez. O tal vez no.

Bogan se enjugó las lágrimas y pensó en su ex esposa, una mujer encantadora a quien las circunstancias habían convertido en una arpía. La vergüenza de la bancarrota la empujó a coger a su hijo y mudarse a Pensacola poco antes de presentar la demanda de divorcio. Las acusaciones fueron graves. Bogan bebía y consumía cocaína, y ella supo utilizar aquella información en su favor. La defensa no tenía muchos argumentos, de modo que Bogan tuvo que renunciar a su hijo a cambio de salvar su reputación.

A pesar de todo, y por más extraño que pudiera parecer, seguía enamorado de ella y soñaba con el día de su reconciliación. El dinero podía ser un buen anzuelo. Sí, tal vez aún quedaba un resquicio de esperanza. Estaba seguro de que los millones volverían a aparecer.

Cutter interrumpió el silencio.

–Se ha metido en un buen lío. Patrick tiene el cuerpo lleno de quemaduras. Es evidente que lo han torturado.

–Bravo por Stephano -sentenció Vitrano.

–¿Qué esperas que digamos? – preguntó Bogan-. ¿Que nos da lástima?

–Es lo de menos. Pero lo mantendremos vigilado. Puede que nos lleve hasta el dinero.

–El dinero será fácil de encontrar -dijo Vitrano-. Si no recuerdo mal, nuestro querido Patrick se llevó a alguien por delante. Y lo hizo por dinero. Homicidio con premeditación. Asesinato. Pena capital. No tiene vuelta de hoja. Patrick cantará como un ruiseñor cuando llegue el momento.

–Se me ocurre una idea mejor -propuso Bogan completamente en serio-. Déjanoslo a nosotros. Diez minutos y lo sabremos todo.

Cutter consultó el reloj.

–Me voy. Aún tengo que ir a Point Clear a comunicarle la noticia a Trudy.

Bogan y Vitrano soltaron un bufido al unísono y luego se echaron a reír.

–¿Quieres decir que aún no lo sabe? – le preguntó Bogan.

–No. Todavía no.

–Hazme un favor -suplicó Vitrano sin dejar de carcajearse-. Grábalo. Daría cualquier cosa por ver la cara que pondrá cuando se lo digas.

–Yo también siento cierta curiosidad -admitió Cutter.

–La muy zorra -masculló Bogan.

–Díganselo a los demás socios -añadió Cutter mientras se ponía en pie-, pero no hagan circular la noticia antes del mediodía. Hemos convocado una rueda de prensa para esa hora. Seguiremos en contacto.

Los dos abogados se quedaron un buen rato en silencio después de la partida de Cutter. ¡Había tantas preguntas, tantas cosas que decir! Un mundo de posibilidades acababa de abrirse ante ellos.

Patrick circulaba solo por una carretera rural cuando su coche se despeñó. No se encontraron testigos del accidente. Su mujer, vestida de Armani de la cabeza a los pies, dio sepultura al cadáver el 11 de febrero de 1992. Era evidente que a Trudy le iba a sentar bien el luto. El ataúd aún no estaba cubierto del todo, y ya había empezado a gastarse el dinero.

Patrick se lo había dejado todo. El testamento era simple y reciente. Horas antes de la ceremonia fúnebre, Trudy y Doug Vitrano habían abierto la caja fuerte del despacho de Patrick para proceder al inventario. Además del testamento, la caja contenía los títulos de propiedad de dos coches, la escritura de la casa de los Lanigan, un seguro de vida de medio millón de dólares, y una segunda póliza de dos millones cuya existencia Trudy desconocía.

Vitrano examinó rápidamente la segunda póliza.

Patrick la había suscrito ocho meses antes, y Trudy era la única beneficiaria. Los dos seguros habían sido contratados con la misma compañía, una de las más poderosas y solventes.

Trudy juró y perjuró que Patrick nunca le había hablado de aquella segunda póliza, y la sonrisa que desplegó al confesarlo convenció a Vitrano de que la sorpresa no era fingida. Ni la muerte de su marido podía empañar la alegría que sentía en aquellos momentos. Debió de ser la noticia de su inesperada riqueza lo que la ayudó a sobrellevar el entierro con aquella admirable entereza.

La aseguradora puso alguna que otra traba, como era su obligación, pero el buen hacer de Vitrano aceleró considerablemente los trámites. Cuatro semanas después del entierro, los dos millones y medio ya estaban en poder de Trudy.

Al cabo de una semana, la viuda se paseaba por Biloxi a bordo de un Rolls Royce rojo. Sus paisanos no tardaron en tomarle inquina.

Tal vez no fuera viuda.

Patrick fue el primer sospechoso del desfalco, y acabó por ser el único. Los rumores se hicieron tan insistentes que Trudy decidió coger a su hija y a su novio -Lance, un antiguo amor de la escuela secundaria-, meterlos en el Rolls Royce y trasladarse a Mobile, a una hora de Biloxi en dirección este. Contrató los servicios de un abogado astuto que pudiera aconsejarle la mejor manera de sacar partido de su fortuna, se compró un magnífico caserón en Point Clear, con vistas a la bahía de Mobile, y puso sus bienes a nombre de Lance.

Lance era el nombre del apuesto haragán que la había desflorado a la tierna edad de catorce años. Condenado por tráfico de drogas a los diecinueve, se había pasado tres años en la cárcel mientras ella disfrutaba de la vida universitaria, se hacía animadora y seducía a jugadores de fútbol americano. Trudy sabía ser el alma de todas las fiestas sin dejar de sacar buenas notas. Al salir de la universidad se casó con un compañero de clase, un niño bien del que se divorció al cabo de veinticuatro meses. Luego vinieron varios años de alegre soltería que terminaron cuando conoció a Patrick Lanigan, un abogado joven y prometedor que acababa de llegar a la Costa del Golfo, y decidió casarse con él. La boda fue tan precipitada como apasionado el noviazgo.

Dentro y fuera de la universidad, con o sin anillo de casada, Trudy nunca había renunciado a la compañía de Lance. Su relación con él era una especie de adicción, un dulce que nunca la amargaba. Siempre había sabido que permanecerían juntos. Desde que tenía catorce años.

Lance abrió la puerta con el pecho al descubierto, la melena negra recogida en la coleta de rigor, y un diamante enorme en el lóbulo de la oreja izquierda.

Cutter recibió la misma mirada de desprecio que dedicaba al resto del mundo.

–¿Está Trudy? – preguntó Cutter al ver que no decía nada.

–Puede.

Cutter blandió su placa y consiguió hacer desaparecer durante un segundo la expresión desdeñosa de Lance.

–Agente Cutter, del FBI. Trudy ya me conoce.

Lance importaba marihuana de México en un barco grande y rápido que Trudy le había comprado. Luego vendía la mercancía a una organización de Mobile. El negocio pasaba por un mal momento porque los de narcóticos habían empezado a olerse algo.

–Está en el gimnasio -le dijo Lance sin mirarle a la cara-. ¿Qué quiere?

Cutter no le hizo caso y se dirigió a un garaje reconvertido en gimnasio de donde salía una música ensordecedora. Lance lo siguió.

Trudy estaba en plena sesión de aeróbic.

Una super modelo dictaba ejercicios de nivel avanzado desde una gran pantalla de televisión instalada en un rincón de la sala. Trudy ejecutaba saltos y giros mientras cantaba en voz baja una canción desconocida. Todo con un estilo impecable. Iba enfundada en licra amarilla y lucía una coleta rubia y un cuerpo sin un gramo de grasa. A Cutter no le habría importado contemplarla durante horas. Ni siquiera sudaba como el resto de los mortales.

Trudy se entrenaba dos veces al día. A sus treinta y cinco años seguía pareciendo una estudiante de secundaria.

Lance apagó el vídeo pulsando un interruptor. Trudy dio media vuelta y fulminó a Cutter con la mirada.

–¿Qué haces? – le espetó a Lance. Estaba claro que no quería que la molestaran durante las horas de ejercicio.

–Soy el agente especial Cutter, del FBI -dijo éste mientras le enseñaba la placa y se acercaba a ella-. Nos conocimos hace años.

Trudy se secó la cara con una toalla amarilla que hacía juego con sus prendas de licra. Estaba sin aliento.

–¿Qué puedo hacer por usted? – preguntó con una sonrisa dentífrica que hacía olvidar su primera reacción.

Lance se puso a su lado. Llevaban las coletas a juego.

–Tengo buenas noticias -anunció Cutter sonriendo.

–¿Ah, sí?

–sí, hemos encontrado a su marido, señora Lanigan. Está vivo.

–¿A Patrick? – dijo Trudy después de una pequeña pausa para procesar la información.

–¿Ha perdido a algún otro?

–No es posible -dijo Lance con desdén.

–Me temo que sí lo es. Lo tenemos bajo custodia en Puerto Rico. Si todo va bien, estará aquí como mucho dentro de una semana. He pensado que le gustaría saber la buena noticia antes de que se la comunicáramos a la prensa.

Trudy retrocedió tambaleándose hasta un banco de ejercicios que había al lado de una máquina de pesas. No daba crédito a sus oídos. La piel radiante y bronceada de su rostro se estaba quedando lívida por momentos. Su cuerpo de atleta empezaba a desmoronarse. Lance corrió a socorrerla.

–Dios mío -murmuraba una y otra vez.

Cutter le ofreció su tarjeta de visita.

–Llámeme si me necesita -dijo, y se fue sin más.

Era obvio que no estaba resentida porque aquel hombre la hubiera abandonado después de fingir su propia muerte, y que tampoco se alegraba en absoluto al saber que había resucitado. Las aguas habían vuelto a su cauce, pero su reacción no tenía nada que ver con el alivio que se siente en esos casos.

Trudy sólo sentía miedo, miedo de perder el dinero. Sabía que la compañía de seguros la demandaría de inmediato.

Mientras Cutter iba a Mobile, otro agente de la oficina de Biloxi fue a visitar a la madre de Patrick a Nueva Orleans para comunicarle la gran noticia. La anciana señora Lanigan no cabía en sí de gozo, y suplicó al agente que se quedara un momento para contestar a sus preguntas. El agente accedió y estuvo con ella una hora entera, pero no pudo satisfacer su curiosidad. La mujer lloraba de alegría. El resto del día se lo pasó llamando a sus amigos para comunicarles la maravillosa noticia de que su único hijo estaba vivo.

Capítulo 6

Tras ser detenido por el FBI en su propio despacho de Washington, Jack Stephano permaneció en la cárcel durante treinta minutos. Al cabo de ese tiempo lo trasladaron rápidamente a una sala de vistas del juzgado federal donde mantuvo una entrevista a puerta cerrada con el juez. Acto seguido fue puesto en libertad bajo fianza, a sabiendas de que el FBI controlaría sus movimientos las veinticuatro horas del día y de que le sería imposible salir de la ciudad. Mientras él hablaba con el juez, un pequeño ejército de agentes irrumpió de nuevo en su oficina, despachó a sus empleados y confiscó hasta el último documento archivado en las dependencias.

A la salida del juzgado Stephano fue conducido al edificio Hoover de PennsyIvania Avenue, donde lo esperaba Hamilton Jaynes. Una vez a solas, el subdirector del FBI se disculpó por el arresto sin demasiada convicción, alegando que no había tenido más remedio que proceder de aquel modo. Las autoridades no podían consentir que la gente fuera por ahí capturando prófugos, drogándolos, torturándolos y dejándolos medio muertos.

De todas formas, la detención era lo de menos. Una manera como otra de convencerlo de la importancia de confesar el paradero del dinero robado. Juró y perjuró que Patrick no había soltado prenda.

Mientras esta segunda entrevista tenía lugar, los agentes del FBI procedían a precintar la oficina de Stephano y a cubrir las ventanas con avisos amenazadores. En su residencia de Falls Church, la señora Stephano jugaba al bridge ajena a la intervención de su línea telefónica.

Después de su breve e infructuoso encuentro con Jaynes, Stephano fue liberado definitivamente en las cercanías del Tribunal Supremo. Ante la imposibilidad de regresar a su oficina, Stephano paró un taxi y pidió al conductor que lo llevara al hotel Hay-Adams, en la esquina de la calle H con la Dieciséis. De vez en cuando dejaba de leer el periódico para acariciar el dispositivo de seguimiento que le habían cosido en el dobladillo de la chaqueta, un potente transmisor miniaturizado empleado para controlar los desplazamientos de personas, objetos e incluso vehículos. Se había percatado del ardid mientras hablaba con Jaynes, y había tenido que hacer un esfuerzo para no arrancarse el dispositivo en las mismísimas narices del subdirector del FBI.

En cuanto a vigilancia y seguridad se refiere, Stephano no era ningún aficionado. Al llegar frente a Lafayette Park, escondió la chaqueta debajo del asiento del taxi y entró rápidamente en el hotel. En recepción le dijeron que no había habitaciones libres, pero, poco después de hablar con el gerente -antiguo cliente suyo-, ya se encontraba en una suite del tercer piso con una vista espléndida de la Casa Blanca. Lo primero que hizo fue quitarse la ropa -toda menos los calcetines y los calzoncillos- y colocarla sobre la cama para examinar cuidadosamente hasta el último centímetro de tela. Luego pidió que le sirvieran la comida en la habitación y llamó por teléfono a su casa, donde nadie descolgó el auricular.

Una segunda llamada lo puso en contacto con Benny Aricia, el destinatario de los noventa millones de dólares desviados subrepticiamente de la cuenta de Nassau. De hecho, a Aricia le correspondían sólo sesenta millones, ya que el resto debía ir a parar a los bolsillos de un bufete de Biloxi regentado por Charles Bogan, Doug Vitrano y otros estafadores. El dinero se le había evaporado prácticamente entre las manos, apenas unos minutos después de llegar al banco.

Aricia esperaba la llamada de Stephano en su escondite del hotel Willard, cerca de la Casa Blanca. Una hora después de haberla recibido, los dos se encontraron en el hotel Four Seasons de Georgetown, en una suite que Aricia acababa de reservar para una semana.

Benny tenía casi sesenta años, pero, por su aspecto atlético y por el tono de su piel -el bronceado perpetuo de los jubilados del sur de Florida acostumbrados a la buena vida y a la práctica diaria del golf-, nadie le habría echado más de cincuenta. Vivía en una casa construida al borde de un canal, con una mujer sueca lo bastante joven como para ser su hija.

En el momento de la sustracción, el bufete de Biloxi era beneficiario de una póliza de seguros que cubría los daños producidos por estafa y desfalco. Por desgracia, los casos de malversación de fondos son frecuentes entre abogados. La póliza había sido contratada con la compañía aseguradora Monarch-Sierra, y tenía un límite de cuatro millones de dólares pagaderos al bufete. Aricia demandó a los abogados con la esperanza de recuperar los sesenta millones que le correspondían, pero, en vista de las circunstancias -el bufete estaba a punto de declararse en suspensión de pagos-, se conformó con los cuatro millones del seguro. La mitad de ese dinero había sido invertida en la localización de Patrick. Otro medio millón había servido para pagar el lujoso apartamento de Boca. Éstos y otros gastos explicaban que Benny se encontrara en aquel momento echando mano de su último millón.

–¿Me detendrán? – preguntó mientras miraba por la ventana con una taza de café descafeinado en la mano.

–No lo creo. Pero no estaría de más que procurara pasar inadvertido una temporada.

Benny dejó la taza sobre la mesa y se sentó frente a Stephano.

¿Ha hablado con las compañías de seguros? – preguntó.

–Todavía no. Llamaré luego. No hay por qué preocuparse.

Northern Case Mutual, la compañía aseguradora que había convertido a Trudy en una mujer rica, había destinado un fondo secreto de medio millón de dólares a la búsqueda de Patrick. En total, la operación de Stephano, había costado más de tres millones.

–¿Ha habido suerte con la chica? – preguntó Aricia.

–Todavía no. Nuestros hombres siguen en Río. Han localizado a su padre, pero no han podido sacarle nada. El bufete donde trabajaba la chica tampoco ha soltado prenda. Dicen que ha salido del país en viaje de negocios.

Aricia entrecruzó los dedos y habló sin prisa.

–Cuénteme qué dijo exactamente.

–Aún no he oído la cinta. Tenía que llegar a mi oficina esta tarde, pero las cosas se han complicado. Además, tenga en cuenta que la grabaron en plena selva paraguaya.

–Eso ya lo sé.

–Según Guy, aguantó cinco horas de descargas antes de empezar a hablar. Luego admitió que el dinero seguía en su poder, pero dijo que estaba escondido y que no sabía en qué bancos. Guy intentó sacarle los nombres a la fuerza, pero sólo consiguió dejarlo medio muerto. Entonces dedujo que el dinero debía de controlarlo alguna otra persona. Hubo que aplicarle unas cuantas descargas más para averiguar el nombre de la chica. Los hombres de Guy llamaron a Río en cuanto lo supieron, pero sólo pudieron confirmar la información. La chica ya había volado.

–Quiero oír esa cinta.

–Le advierto que es muy desagradable. Lo están quemando vivo y no para de gritar.

Benny no podía dejar de sonreír.

–Lo sé. Por eso quiero escucharla.

La habitación de Patrick estaba al fondo de una de las alas del hospital de la base, y era diferente de todas las demás: la puerta sólo se abría desde fuera y las ventanas estaban siempre cerradas y con las persianas echadas. Dos soldados montaban guardia en el pasillo.

Con o sin medidas de seguridad, lo cierto es que Patrick no tenía intención de ir a ninguna parte. Las descargas eléctricas le habían provocado quemaduras graves en los tejidos y en los músculos de las piernas y del pecho, y le dolían los huesos y las articulaciones de todo el cuerpo. Tenía heridas abiertas en cuatro puntos diferentes -dos en el pecho, una en el muslo y otra en la pantorrilla-, y quemaduras de segundo grado en otros cuatro.

La intensidad del dolor había convencido a los médicos, cuatro en total, de la conveniencia de mantener al paciente completamente sedado. Ya habría tiempo de trasladarlo. Patrick era un hombre reclamado por la justicia, pero llevaría unos cuantos días decidir a quién correspondía su custodia.

El personal del hospital mantenía la habitación a oscuras, el volumen de la música al mímico, y el gota a gota lleno a rebosar de una deliciosa mezcla de narcóticos. El bueno de Patrick llevaba horas roncando tranquilamente y soñando en el vacío, completamente ajeno a la tormenta que se formaba en su patria.

En agosto de 1992, cinco meses después de la desaparición del dinero, un jurado de Biloxi había decidido en una vista preliminar que habían indicios suficientes para acusar a Patrick del robo, ya que todas las pruebas apuntaban exclusivamente hacia él. El FBI había tomado cartas en el asunto por tratarse de un delito cometido fuera de las fronteras del estado.

Por su parte, el sheriff del condado de Harrison y el fiscal del distrito habían emprendido una investigación conjunta sobre el asesinato. El caso, abandonado al cabo de un tiempo en favor de problemas más acuciantes, acababa de ser reabierto.

La conferencia de prensa del mediodía tuvo que ser retrasada porque, a esa hora, las autoridades implicadas seguían reunidas en el despacho de Cutter, en el centro de Biloxi. Todos los presentes defendían intereses encontrados, y eso provocó un clima de tensión. En un lado de la mesa estaban Cutter y una delegación del FBI encabezada por Maurice Mast, el fiscal general del distrito occidental del estado de Misisipi, llegado expresamente desde Jackson. En el otro lado estaban Raymond Sweeney, el sheriff del condado de Harrison, y su mano derecha, Grimshaw, detractores acérrimos de la agencia federal. Su portavoz era T. L. Parrish, fiscal del distrito de Harrison y de los condados de los alrededores.

Se trataba de dilucidar si el caso de Patrick debía ser resuelto en el ámbito local o federal, lo cual implicaba no sólo rivalidades presupuestarias sino también personales.

–Lo que está en juego es la pena de muerte -dijo T. L. Parrish.

–El procedimiento federal también contempla esa posibilidad -se defendió el fiscal general sin la vehemencia que lo caracterizaba.

Parrish sonrió y bajó la vista. La aplicación de la pena de muerte a delitos federales acababa de ser aprobada por un puñado de congresistas ineptos. El Presidente había firmado el decreto en una bonita ceremonia de ratificación, pero quedaba por demostrar la efectividad

del gesto.

El estado de Misisipi, en cambio, tenía a sus espaldas una larga historia de ejecuciones.

–El nuestro es mejor -insistió Parrish-. Y todos lo sabemos.

Parrish ya había firmado ocho órdenes de ejecución. Mast aún tenía que estrenarse.

–Y luego está la cuestión de la reclusión -siguió Parrish-.

Nosotros lo enviaríamos a Parchman y lo tendríamos veintitrés horas diarias encerrado en una sauna con dos raciones de bazofia al día, dos duchas a la semana, y un montón de cucarachas y de violadores. Con ustedes se pasará el resto de sus días en un club de campo bajo la protección de los tribunales federales.

–No creo que «club de campo» sea la expresión más adecuada. Mast estaba contra las cuerdas.

–Si no es de campo, será de playa -replicó Parrish-. Reconócelo, Maurice. Si no convencemos a Lanigan para que hable, se llevará sus dos secretos a la tumba. El primero es el dinero. ¿Dónde está? ¿Qué ha hecho con él? ¿ Estamos a tiempo de recuperarlo y devolverlo a sus dueños? El segundo es el tipo que enterraron en su lugar. Maurice, tengo la corazonada de que Lanigan es el único que puede ayudarnos a resolver este misterio, y no lo hará a menos que lo obliguemos. Hay que asustarlo como sea, y Parchman es justo lo que necesitamos. Ese tipo está rezando para que lo juzguen los federales. Estoy seguro.

Mast también lo estaba, pero no podía dar su brazo a torcer. El caso era demasiado importante para dejarlo en manos de las autoridades locales.

–Hay otras cosas que se deben tener en cuenta -dijo mientras llegaban las primeras cámaras-. El robo tuvo lugar en el extranjero, muy lejos de aquí.

–Sí, pero la víctima residía en este condado -contraatacó Parrish.

–De cualquier forma, no será un caso fácil.

–¿Y bien?

–Tal vez deberíamos emprender una acción conjunta -sugirió Mast.

La propuesta hizo disminuir la tensión. Los federales tenían prioridad, y el ofrecimiento del fiscal general de compartir el caso colmaba las esperanzas de Parrish.

Parchman era el elemento clave, de eso no cabía duda. Lanigan había ejercido como abogado en aquel estado y no haría falta explicarle qué clase de vida le aguardaba en aquel lugar. La perspectiva de pasar diez años en el infierno esperando el día de la ejecución bastaría para convencer a cualquiera.

Una vez alcanzado un acuerdo tácito sobre cómo repartir el protagonismo entre Parrish y Mast, los presentes diseñaron un plan para dividir el pastel del caso Lanigan. El FBI continuaría trabajando en la localización del dinero. El sheriff y los suyos se concentrarían en el asesinato. Parrish se comprometió a convocar de inmediato al jurado de acusación, y ambas partes coincidieron en la necesidad de presentar un frente común ante la opinión pública. La discusión sobre el juicio y las apelaciones subsiguientes se dejó para más adelante con el fin de no entorpecer el desarrollo de las negociaciones. Lo único que importaba en aquel momento era llegar a un acuerdo que evitara más suspicacias.

Como la sede del FBI estaba ocupada por culpa de un juicio, la convocatoria se trasladó al juzgado de Biloxi, situado al otro lado de la calle, que disponía de una sala de vistas vacía en el primer piso. Había docenas de periodistas, enviados de la prensa local en su mayoría, pero también llegados de Jackson, Nueva Orleans y Mobile. El desconcierto era general. Los reporteros se empujaban y se arremolinaban como niños a la salida de un colegio.

Mast y Parrish ocuparon con aire lúgubre un estrado cargado de micrófonos y cables. Cutter y el resto de los agentes formaban una pared humana a sus espaldas. Había focos encendidos y destellos de flashes.

Mast carraspeó y empezó a hablar:

–Nos complace poner en su conocimiento la captura de Patrick S. Lanigan, ex residente de Biloxi. El señor Lanigan se encuentra en nuestro poder y disfruta de buena salud.

Las hienas habían olido la carroña. Mast hizo una pausa para crear expectación y saborear aquellos momentos de celebridad antes de hacer públicos algunos detalles de la operación: Brasil, dos días atrás, documentación falsa, etcétera. Nada que pudiera dar a entender que ni él ni el FBI habían sido capaces de localizar a Patrick por sus propios medios. Siguieron algunos datos insignificantes sobre la llegada del detenido, las acusaciones pendientes y las excelencias de la justicia federal.

Parrish fue al grano. Se limitó a prometer un proceso rápido por homicidio en primer grado y por cualquier otra cosa que se le ocurriera.

La rueda de prensa concluyó con un torrente de preguntas. Mast y Parrish se negaron a hacer comentarios sobre prácticamente todo y consiguieron aguantar el tipo durante una hora y media.

Trudy insistió en que Lance se quedara a su lado durante la entrevista. Lo necesitaba, dijo. Vestido con aquellos vaqueros cortos y ajustados, resultaba bastante atractivo. Tenía las piernas musculosas, bronceadas y cubiertas de vello. El abogado habría preferido hablar a solas con su cliente, pero estaba acostumbrado a ver cosas peores.

Trudy se había vestido para la ocasión: minifalda ajustada, blusa roja, maquillaje y joyas a juego. Se sentó con las piernas cruzadas para atraer la atención del abogado. Lance se puso a acariciar la rodilla de su compañera mientras ella le daba palmaditas en el brazo.

El abogado hizo caso omiso de las piernas y de los arrumacos.

Trudy le repitió lo que ya le había anunciado por teléfono: quería presentar una demanda de divorcio. Estaba enfadada y resentida. ¿Cómo había podido hacerle algo así? A ella y a Ashley Nicole, su preciosa hija. A ella, que lo había querido con toda su alma. ¿Y los años felices que habían pasado juntos? ¿No significaban nada para él?

–Por el divorcio no se preocupe -la tranquilizó varias veces el abogado. Se llamaba J. Murray Riddleton, y era un matrimonialista reputado con una abultada cartera de clientes-. Es un caso claro de abandono de hogar. Según la ley de Alabama, obtendrá el divorcio, la custodia sin restricciones de su hija y todos los bienes. En una palabra, todo.

–Quiero que presente la demanda lo antes posible -dijo mirando en dirección a la pared llena de diplomas que había tras el abogado.

–Estará lista mañana a primera hora.

–¿Cuándo sabremos el fallo?

–Dentro de noventa días. Será coser y cantar.

Las palabras del abogado no sirvieron para tranquilizarla.

–No me cabe en la cabeza cómo se puede hacer algo así a la propia familia. Me siento estúpida. – El masaje de Lance continuó algo más arriba de la rodilla.

Lo que menos le preocupaba era el divorcio, y el abogado lo sabía. De nada servían sus lamentos.

–¿Cuánto dinero le reportó el seguro de vida? – preguntó Riddleton mientras hojeaba el expediente.

Trudy fingió sorpresa.

–¿A qué viene esa pregunta? – protestó.

–La compañía de seguros exigirá la devolución de la prima. Su marido no está muerto, señora Lanigan. Y sin muerto no hay seguro de vida que valga.

–¿Me está tomando el pelo?

–No.

–No es posible. No pueden hacerme eso.

–Ya lo creo que sí. De hecho, no creo que tardemos en tener noticias suyas.

Lance retiró la mano y se arrellanó en la silla. Trudy se quedó boquiabierta.

–No es posible -repitió con lágrimas en los ojos.

El abogado cogió un bloc de notas sin estrenar y destapó un bolígrafo.

–Hagamos una lista -dijo.

El Rolls rojo, que aún conservaba, le había costado ciento treinta mil dólares. Lance llevaba un Porshe de ochenta y cinco mil. Por la casa había pagado novecientos mil dólares en efectivo, pero la escritura estaba a nombre de Lance. No había hipoteca. El barco de contrabandista había costado otros sesenta mil. En joyas se había gastado alrededor de cien mil dólares más. Etcétera, etcétera. La lista se detuvo al llegar al millón y medio. El abogado no tuvo valor para decirle que aquellas preciosas propiedades serían las primeras en desaparecer.

Trudy se vio obligada a confesar sus gastos mensuales. Habría preferido que le arrancaran una muela sin anestesia. Según sus Cálculos, durante los últimos cuatro años había gastado unos diez mil dólares mensuales. Lance y ella habían hecho viajes fabulosos. Habían gastado a espuertas un dinero que ninguna compañía aseguradora podría recuperar.

Trudy estaba desempleada o, como ella prefería decir, retirada. Lance no tenía ninguna intención de declarar sus ingresos por narcotráfico. Ninguno de los dos se atrevió a confesar, ni siquiera a su abogado, que habían escondido trescientos mil dólares en un banco de Florida.

–¿Cuándo cree que presentarán la demanda? – preguntó.

–Antes del fin de semana -vaticinó el abogado.

En efecto, la reacción no se hizo esperar. En plena conferencia de prensa, mientras el fiscal general anunciaba al mundo la resurrección de Patrick Lanigan, los representantes de la Northern Case Mutual entraban discretamente en un despacho de la planta baja e interponían una demanda contra Trudy Lanigan. Además de reclamarle el pago de dos millones y medio de dólares más intereses y costas, tenían intención de solicitar un embargo preventivo para evitar el alzamiento de bienes.

Una vez presentada la demanda, los abogados se dirigieron a las dependencias de un juez favorable a sus intereses con el que ya habían hablado horas antes. A puerta cerrada y por el procedimiento de urgencia, el juez redactó la orden de embargo. El nombre de Lanigan le resultaba familiar por partida doble: no sólo conocía el caso de Patrick al dedillo, como el resto de sus colegas, sino que Trudy había estado a punto de atropellar a su esposa poco después de tomar posesión del Rolls.

Mientras Trudy y Lance hacían manitas y jugaban a estrategas con su abogado, una copia de la orden de embargo viajaba hasta el juzgado de Mobile. Dos horas más tarde, mientras tomaban un refresco en la terraza y contemplaban apesadumbrados la bahía, un agente judicial irrumpía en su propiedad para entregar a Trudy una copia de la demanda presentada por la Northern Case Mutual, una citación del juzgado de Biloxi y una copia certificada de la orden de embargo. A partir de aquel momento el juez le prohibía, entre otras cosas, extender un solo cheque sin su expreso consentimiento.

Capítulo 7

El abogado Ethan Rapley dejó su oscuro desván para ducharse y afeitarse. Tenía los ojos inyectados en sangre. Unas gotas de colirio, un trago de café bien cargado, una americana azul marino casi limpia, y le pareció que ya estaba listo para bajar al centro. Llevaba dieciséis días sin aparecer por el despacho, y durante ese tiempo nadie lo había echado de menos. Ni viceversa. Cuando requerían su participación en algún asunto, le enviaban un fax, y él remitía su respuesta del mismo modo. Sin moverse de casa, Rapley redactaba los documentos, los memorandos y las peticiones que el bufete necesitaba para sobrevivir, y hacía trabajo de zapa para colegas que no podía tragar. De vez en cuando se veía obligado a ponerse corbata y reunirse con algún cliente, o a conferenciar con el resto de los socios. Rapley odiaba el bufete y a todos los abogados que trabajaban con él, incluso a los que apenas conocía. Odiaba todos y cada uno de los libros de las estanterías y todos y cada uno de los expedientes repartidos por las mesas. Odiaba las fotos de su despacho y el olor que desprendía todo, desde la cafetera del vestíbulo hasta la tinta de la fotocopiadora, pasando por el perfume de las secretarias. Absolutamente todo.

Sí, Ethan Rapley se sorprendió sonriendo mientras avanzaba entre los automóviles que circulaban por la Costa a última hora de la tarde. En el Vieux Marché se encontró a un viejo conocido y lo saludó con una inclinación de cabeza a pesar de llevar bastante prisa. Y al llegar al bufete, se dignó incluso a hablar con la recepcionista, una mujer cuyo sueldo contribuía a pagar pero cuyo apellido habría sido incapaz de recordar.

En la sala de conferencias había una pequeña multitud. La mayoría eran abogados de los bufetes cercanos, pero también había un par de jueces y varios personajes del mundillo de los juzgados. Eran las cinco pasadas, y la concurrencia no podía estar más animada. El aire olía a habano.

Rapley divisó una mesa llena de botellas y dirigió sus pasos hacia ella. Mientras se servía un vaso de whisky escocés, habló con Vitrano e hizo lo posible por aparentar satisfacción. En el otro extremo de la sala de conferencias yacía abandonada una selección de refrescos y aguas minerales.

–Llevamos así toda la tarde -comentó Vitrano mientras ambos contemplaban el gentío y escuchaban la alegre conversación de los presentes-. Desde que se ha corrido la noticia.

Las nuevas del regreso de Patrick se habían extendido por la comunidad jurídica de la Costa en cuestión de minutos. Es bien sabido que los abogados son muy dados a las habladurías, y capaces de distorsionar y hacer circular cualquier rumor a una velocidad asombrosa. La historia de Patrick había ido de boca en boca y estimulado la creatividad de muchos. No llega a los sesenta kilos, decían unos. Habla cinco idiomas, comentaban otros. Han encontrado el botín. El dinero se ha esfumado. Vivía casi en la miseria. No, en una mansión. Vivía solo. Ha tenido tres hijos con otra mujer. Ya saben dónde está el dinero. No hay ninguna pista.

Quien más quien menos, todo el mundo estaba interesado en el tema del dinero. Todos los amigos y curiosos que se habían dado cita en la sala de conferencias para hablar sobre esto y aquello acabaron discutiendo acerca del paradero del botín. El tema no era ningún secreto. Al contrario, la pérdida de aquella comisión de treinta millones era del dominio público desde hacía años. La más remota posibilidad de recuperar el dinero justificaba, pues, el interés de los presentes por compartir un par de copas, alguno que otro rumor, y las últimas noticias sobre el caso, a las cuales no cabía otra respuesta que el consabido «Ojalá aparezca ese dinero».

Rapley se perdió entre el gentío a la segunda copa. Bogan conversaba con un juez y bebía agua mineral con gas. Vitrano se dedicaba a las relaciones públicas y a confirmar o negar cuanto estaba a su alcance. Havarac hablaba en un rincón con un viejo reportero de los juzgados que de repente le había tomado cariño.

El alcohol siguió corriendo en abundancia mientras la noche iba cayendo. Cada rumor reciclado contribuía a aumentar las esperanzas de un final feliz.

El canal de la Costa dedicó buena parte -por no decir la totalidad- de la edición vespertina de las noticias a Patrick. Al otro lado de las cámaras, Mast y Parrish contemplaban la barrera de micrófonos instalada sobre el estrado con la misma expresión taciturna que si los hubieran obligado a comparecer en contra de su voluntad. Un primer plano de la puerta del bufete sirvió de fondo a la ausencia de comentarios por parte de los interesados. Una crónica sensiblera retransmitida desde el cementerio especulaba sobre la identidad del pobre diablo cuyas cenizas habían sido enterradas en lugar de las de Patrick. Las imágenes de archivo rememoraban el terrible accidente de circulación acaecido cuatro años atrás y mostraban la carrocería calcinada de un Chevrolet Blazer propiedad de Patrick Lanigan. La esposa del prófugo, el FBI y el sheriff habían declinado la invitación del programa a hacer declaraciones al respecto, un vacío informativo que los periodistas no tuvieron inconveniente en llenar con sus propias y disparatadas especulaciones.

La cobertura de la noticia se extendió hasta Nueva Orleans, Mobile, Jackson y Memphis. La CNN empezó a prestarle atención a primera hora de la noche, y le dedicó una hora de emisión a escala nacional antes de retransmitirla al extranjero. Desde el punto de vista de los medios de comunicación, la historia de Patrick Lanigan era simplemente irresistible.

Eran casi las siete de la mañana, hora suiza, cuando Eva oyó los primeros comentarios desde su habitación del hotel. No sabía con certeza a qué hora se había dormido, pero había sido después de las doce. El televisor había estado encendido toda la noche, mientras ella se debatía entre el sueño y la vigilia con la esperanza de ver aparecer el rostro de Patrick en la pantalla. Estaba cansada y asustada. Habría dado cualquier cosa por volver a casa, pero sabía que eso era imposible.

Patrick seguía con vida. Le había explicado cientos de veces que sus perseguidores no se atreverían a matarlo aunque dieran con él, pero hasta entonces no había creído en sus promesas.

¿Qué les habría contado?

¿Qué le habrían hecho? ¿Cuánto le habrían sonsacado?

Eva pronunció una oración en voz baja y dio gracias a Dios por haber salvado a Patrick.

Luego se puso a escribir una lista con todo lo que tenía que hacer.

Bajo la mirada indiferente de dos guardias uniformados y con la pobre ayuda de Luis, un anciano camillero puertorriqueño, Patrick recorrió el pasillo arrastrando los pies descalzos y vestido exclusivamente con unos calzoncillos blancos de militar. Las heridas debían secarse al aire: nada de ropa ni vendajes de momento; sólo ungüentos y oxígeno. Los músculos de las pantorrillas y los muslos le dolían una barbaridad, y las rodillas y los tobillos le temblaban a cada paso.

Al diablo los calmantes. Lo que él necesitaba era despejarse. Agradecía el dolor de las heridas abiertas porque le ayudaba a mantener la lucidez. Sabe Dios qué porquerías habrían estado circulando por sus venas durante aquellos últimos tres días.

Las sesiones de tortura estaban cubiertas por una niebla densa y espeluznante que apenas había empezado a levantarse. A medida que los productos químicos fueron descompuestos, disueltos y eliminados por su organismo, Patrick empezó a recordar sus propios gritos. ¿Qué les habría contado sobre el dinero?

Se apoyó en el alféizar de la ventana de la cantina vacía y esperó a que el camillero le llevara un refresco. A un kilómetro y medio de distancia, separado de él por varias filas de barracones, se veía el mar. Estaba en una base militar.

Había confesado que el dinero aún existía. Sí, de eso se acordaba porque la revelación había conseguido que las descargas cesaran temporalmente. Luego debía de haberse desmayado, porque sólo recordaba haber despertado al cabo de un rato al notar el contacto del agua fría. Habría dado cualquier cosa porque le hubieran dejado beber un sorbo, pero no hacían más que clavarle agujas.

Bancos. ¿Por qué no se le ocurría el nombre de ninguno? Con el cuerpo acribillado por las descargas, les había explicado cómo se había apoderado del dinero ingresado en el United Bank of Wales de las Bahamas, cómo lo había transferido a un banco de Malta y cómo, desde allí, lo había hecho llegar hasta Panamá, donde nadie podría encontrarlo.

No, no sabía dónde estaba el dinero en aquel momento. Seguía en su poder, eso sí. De hecho, al cabo de los años disponía, además, del producto de los intereses y las inversiones. Seguramente se lo había contado. Sí, se acordaba.

Se acordaba de haber pensado qué más da, saben que lo robé, que lo tengo, que nadie sería capaz de pulirse noventa millones en cuatro años. Sentía cómo se le derretía la carne, pero la verdad seguía siendo la misma: no sabía dónde estaba el dinero en aquel momento.

El camillero le llevó el refresco, y él respondió «Obrigado», «gracias» en portugués. ¿Por qué hablaba en portugués?

Después de lo del dinero había un espacio en blanco. «¡Basta!», había gritado una voz anónima desde un rincón de la habitación. Lo habían dado por muerto.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado inconsciente, pero recordaba un período de oscuridad al despertar. El sudor, las drogas y el esfuerzo debían de haberlo dejado ciego. ¿O era una venda? Ah, sí. Recordó haber pensado que tal vez le habían vendado los ojos para probar un nuevo método de tortura, algo peor que las corrientes. Amputación de miembros, quizás. Estaba desnudo, en sus manos.

Otro pinchazo en el brazo le aceleró el pulso de repente y le puso la carne de gallina. Su amigo había vuelto a utilizar el macabro juguetito. Había recobrado la vista. «¿Quién tiene el dinero?», oyó.

Patrick bebió un trago de refresco. El camillero lo esperaba con una sonrisa paciente en los labios, la misma que dedicaba a los demás enfermos. De pronto sintió náuseas, y eso que apenas había comido. La cabeza le daba vueltas, pero él estaba decidido a mantenerse en pie para que la sangre volviera a circularle por todo el cuerpo y lo dejara pensar. Fijó la vista en un barco de pesca que atravesaba el horizonte lejano.

Más descargas. Habían querido sonsacarle el nombre de la persona que tenía el dinero, pero él había negado a gritos su existencia. Entonces le habían aplicado un electrodo en los testículos y el dolor se había vuelto insufrible. Después, el vacío.

No recordaba nada más. No recordaba la última fase de la tortura. Tenía el cuerpo al rojo vivo. Había visto la muerte de cerca. Había dicho el nombre de Eva, pero no sabía si lo había hecho en voz alta. ¿Dónde estaría?

Patrick dejó el refresco y buscó el apoyo del camillero.

No salió de casa hasta la una de madrugada. A esa hora cogió el coche de su mujer y recorrió la calle a oscuras. Al pasar por delante de una furgoneta aparcada en la esquina, saludó con la mano a los dos agentes del FBI que ocupaban el vehículo. Iba despacio. Así tendrían tiempo de ponerse en marcha y seguirlo. Cuando llegó al puente de Arlington, llevaba detrás al menos dos coches.

El pequeño convoy motorizado avanzó por calles vacías hasta Georgetown. jugaba con la ventaja de saber adónde iba. Al llegar a la calle K hizo un giro brusco a la derecha y, una vez en Wisconsin Street, giró otra vez hacia la calle M. Dejó el coche en zona prohibida y echó a andar. A media manzana de distancia había un Holiday Inn.

El ascensor lo llevó hasta el segundo piso. Guy lo esperaba en una de las suites. Era la primera vez desde hacía meses que ponía los pies en Estados Unidos, y llevaba casi tres días sin dormir, pero a Stephano no le interesaban sus problemas.

Sobre la mesa, al lado de un magnetófono alimentado con pilas, había seis cintas cuidadosamente etiquetadas.

–Las habitaciones de al lado están vacías -comentó Guy acompañando sus palabras con un gesto-. Puedes poner el cassette a todo volumen.

–Supongo que serán bastante desagradables -dijo sin desviar la mirada de las cintas.

–Desagradables es poco. No vuelvas a contar conmigo para este tipo de cosas.

–Ya te puedes ir.

De acuerdo. Si me necesitas, estaré en el vestíbulo.

En cuanto Guy hubo salido de la habitación, Stephano hizo una llamada telefónica. Un minuto más tarde Benny Aricia llamaba a la puerta. Los dos hombres pasaron el resto de la noche bebiendo café solo y escuchando los gritos de Patrick en plena selva paraguaya.

Benny saboreó con gusto su venganza.

Capítulo 8

Decir que aquél fue el día de Patrick en la prensa sería quedarse corto. La edición matutina del periódico de la Costa le dedicó íntegramente la primera página. LANIGAN REGRESA DE ENTRE LOS MUERTOS, proclamaba el titular en enormes mayúsculas. Cuatro columnas de texto con no menos de seis fotografías ocupaban el resto de la página. El relato seguía en el interior. Patrick también ocupó un lugar destacado en las primeras páginas de la prensa de Nueva Orleans, su ciudad natal, y en las de Jackson y Mobile. Memphis, Birmingham, Baton Rouge y Atlanta, por su parte, ilustraron sus artículos de primera página con fotografías de archivo.

Dos unidades móviles de televisión estuvieron montando guardia toda la mañana frente a la casa de la madre del protagonista, residente en Gretna, una zona residencial de las afueras de Nueva Orleans. La señora Lanigan no quería hacer declaraciones, y su silencio contaba con la protección de dos matronas robustas, vecinas suyas, que desfilaban ante la casa por turnos y fulminaban con la mirada a los carroñeros de los medios de comunicación.

La prensa también se congregó a la entrada de la propiedad de Trudy, en Point Clear. Lance, sentado a la sombra con una escopeta entre las manos, se encargó de mantener a raya a los periodistas. Vestido de negro de la cabeza a los pies -pantalones, botas y camiseta- ceñida-, encarnaba a la perfección el ideal del mercenario satisfecho. Los reporteros le hicieron todo tipo de preguntas intrascendentes a gritos, pero él se limitó a fruncir el entrecejo. Trudy no se atrevía a salir de la casa. Su hija de seis años, Ashley Nicole, tampoco había podido ir a la escuela.

El bufete de Biloxi fue otra de las víctimas del acoso de los medios. Dos agentes de seguridad contratados a toda prisa fueron los encargados de negar a los reporteros el acceso al edificio.

También se vieron representantes de la prensa cerca de la oficina del sheriff, en la sede del FBI y, en general, en cualquier lugar mínimamente relacionado con el caso. Un soplo de lo más oportuno, por ejemplo, les permitió acudir al juzgado a tiempo para ver a Vitrano, ataviado con su mejor traje gris, entregando al oficial un documento que el propio interesado describió como una demanda interpuesta por el bufete contra Patrick S. Lanigan. Como era de esperar, el bufete exigía la devolución del dinero. Vitrano se mostró dispuesto a colaborar con la prensa tanto como fuera preciso.

Aquella mañana los juzgados registraron una actividad febril. El abogado de Trudy causó auténtica conmoción en los medios al filtrar la noticia de que tenía intención de presentar una demanda de divorcio en nombre de su representada. La cita fue a las diez en el juzgado de Mobile, y Riddleton ejecutó su papel de forma admirable. Había solicitado miles de divorcios antes de aquél, pero nunca ante un equipo de informativos de televisión. El abogado se avino a regañadientes a una entrevista en profundidad. Trudy alegaba abandono de hogar y toda clase de pecados abyectos. Las imágenes se rodaron en el corredor que conducía al despacho del oficial del juzgado.

Los rumores sobre la demanda presentada el día anterior por la Northern Case Mutual contra Trudy Lanigan con objeto de anular el pago de los dos millones y medio de la prima se extendieron rápidamente. Los reporteros consultaron con avidez los archivos del juzgado y se pusieron en contacto con los abogados implicados. Un par de indiscreciones y de comentarios inocuos bastaron para poner a docenas de periodistas al corriente de que la falsa viuda no podía extender ni un cheque para pagar la cuenta del supermercado sin el permiso del juez.

Para no ser menos, la compañía aseguradora MonarchSierra, con sede en Palo Alto, también reclamó sus cuatro millones de dólares (más intereses y costas, claro está). Sus abogados de Biloxi redactaron a toda prisa sendas demandas contra el bufete, acusado de haber cobrado indebidamente la prima del seguro, y contra el bueno de Patrick, culpable de haber engañado a todo el mundo. Como ya iba siendo habitual, hubo filtraciones a la prensa, y los periódicos recibieron copias de la demanda minutos después de su presentación en el juzgado.

Nadie se sorprendió, pues, de que Benny Aricia también quisiera hacer valer sus derechos sobre los noventa millones de dólares sustraídos por Patrick. Su flamante abogado, un picapleitos con tendencia al histrionismo, tenía su propio estilo a la hora de tratar con los medios de comunicación. Después de convocar una conferencia para las diez de la mañana y de discutir públicamente hasta el último detalle de la reclamación de su cliente, el locuaz abogado fue a presentar la demanda correspondiente acompañado de sus nuevos amigos de la prensa.

La captura de Patrick Lanigan hizo más por las finanzas de los bufetes de la Costa que cualquier otro acontecimiento de la historia reciente.

Mientras el juzgado del condado de Harrison vivía momentos de actividad frenética, diecisiete miembros del jurado de acusación ocupaban discretamente una sala anónima del primer piso. Aquella misma noche habían recibido llamadas urgentes de parte del mismísimo fiscal del distrito, T. L. Parrish, y estaban al corriente de los motivos de la convocatoria. Nada más llegar se sirvieron café y tomaron posesión de los asientos que les habían asignado alrededor de una larga mesa rectangular. Estaban inquietos y, a la vez, impacientes por empezar. Se sabían en el ojo del huracán.

Parrish saludó a los miembros del jurado, se disculpó por haber requerido su presencia con tan poca antelación, y dio la bienvenida al sheriff Sweeney, al inspector jefe Ted Grimshaw y al agente especial Joshua Cutter.

–Todo parece indicar que nos encontramos ante otro caso de asesinato -dijo mientras desplegaba un ejemplar del periódico de la mañana-. Estoy seguro de que la mayoría de ustedes ya han visto la noticia. – Todos dijeron que sí con la cabeza.

Parrish leyó los datos de que disponía mientras paseaba por la habitación: la biografía del presunto acusado, la representación de Benny Aricia por parte de su bufete, su muerte – fingida, a la vista de los últimos acontecimientos- y su entierro. Nada que no hubieran podido leer en el periódico de la mañana que Parrish acababa de dejar sobre la mesa.

El fiscal repartió entre los presentes un puñado de fotografías tomadas en el lugar del accidente: el automóvil calcinado de Patrick, el mismo sitio una vez retirado el vehículo, los arbustos carbonizados por las llamas del incendio, el suelo, y la maleza y el tronco de un árbol chamuscados. Las últimas imágenes, distribuidas después de advertir de la naturaleza de su contenido, fueron una serie de fotografías ampliadas de los restos mortales del único ocupante del coche.

–En su momento, claro está, creímos que se trataba de Patrick Lanigan -admitió con una sonrisa-. Ahora sabemos que estábamos equivocados.

No había nada en aquella masa carbonizada que hiciera pensar en restos humanos. No se distinguía ningún miembro; tan sólo un hueso pálido que sobresalía del conjunto y que, según explicó Parrish con gravedad, correspondía a la zona pélvica.

–Una pelvis humana -añadió, para disipar cualquier duda sobre el origen de los restos encontrados, no fuera que algún jurado pensase que Patrick había sacrificado a un cerdo o a cualquier otro animal.

Los miembros del jurado de acusación examinaron las pruebas sin sobresaltos. No había mucho que ver: ni sangre, ni tejidos, ni vísceras. Nada que moviera a la náusea. El cadáver – hombre, mujer o lo que fuera- había pasado a mejor vida en el asiento del pasajero, convertido en cenizas junto con el resto.

–La voracidad del incendio se explica por la gasolina -aclaró Parrish-. Sabemos que Patrick había llenado el depósito doce kilómetros antes del accidente. Eso significa que ardieron más de setenta litros de combustible. Aun así, los informes de la policía hablan de un fuego más intenso y calorífico de lo habitual.

–¿Encontraron restos de envases en el coche? – preguntó uno de los miembros del jurado encargado de decidir la pertinencia de la acusación de asesinato.

–No. Para este tipo de incendios, los pirómanos suelen usar envases de plástico. Botellas de leche y de anticongelante, sobre todo. El plástico desaparece por completo. De todas formas, dentro de los incendios provocados, el caso de los vehículos es un poco especial.

–¿Y los cadáveres siempre quedan tan irreconocibles? – preguntó otro de los miembros.

Parrish respondió rápidamente.

–No, la verdad es que no. He de confesar que nunca había visto un cadáver carbonizado hasta este punto. Lo normal en estos casos sería pedir la exhumación, pero, como seguramente ya saben, fue incinerado.

–Tienen alguna idea de quién puede ser? – preguntó Ronny Burkes, de profesión estibador.

–Tenemos un candidato, pero de momento trabajamos sólo con especulaciones.

Las preguntas se sucedieron sin añadir nada a la investigación. Los presentes las formulaban con la vana esperanza de averiguar algo que no hubiera salido ya en los periódicos. El jurado decidió por unanimidad acusar a Patrick de un delito merecedor de la pena máxima: homicidio cometido en el curso de la comisión de otro delito -robo, en este caso- y castigado con la muerte por inyección letal en la penitenciaría estatal de Parchman.

En menos de veinticuatro horas, el nombre de Patrick había aparecido como acusado de homicidio en primer grado, como demandado en un caso de divorcio, como destinatario de la reclamación de más de noventa millones de dólares presentada por Aricia, como deudor de más de treinta millones a su antiguo bufete, y como responsable de la devolución de los cuatro millones exigidos por la compañía aseguradora Monarch-Sierra, que también solicitaba la imposición de una multa ejemplar de diez millones de dólares.

Patrick siguió los acontecimientos en directo. Por cortesía de la CNN.

Los fiscales T. L. Parrish y Maurice Mast se enfrentaron una vez más a las cámaras para anunciar -conjuntamente, a pesar de que los federales no habían tenido nada que ver con dicha diligencia- que el condado de Harrison, por mediación de su jurado de acusación, había presentado cargos de asesinato contra Patrick Lanigan. Sin responder a las preguntas que no podían contestar ni a las que sí podrían haber contestado, dieron a entender que la lista de acusaciones se ampliaría.

Tan pronto como las cámaras abandonaron la sala, los dos hombres se reunieron en secreto con el honorable Karl Huskey, uno de los tres jueces del condado de Harrison. Su Señoría había sido amigo íntimo de Patrick hasta el día de su muerte. En teoría, los expedientes se asignaban al azar, pero Huskey, lo mismo que los demás jueces, sabía cómo mover los hilos burocráticos de manera que le correspondiera o no un caso determinado. Y Huskey quería sobre todas las cosas llevar el caso de Patrick. Al menos, de momento.

Lance estaba a solas en la cocina, comiéndose un bocadillo de tomate, cuando vio moverse algo en el patio de atrás, cerca de la piscina. Agarró la escopeta, salió de la casa, se escondió tras unos arbustos del jardín, y descubrió a un fotógrafo gordinflón agazapado junto a la caseta de la piscina. Llevaba tres cámaras colgadas al cuello. Lance, descalzo y de puntillas, dio la vuelta a la caseta hasta situarse a medio metro de la espalda del intruso. Entonces se inclinó, acercó el arma a la cabeza del mirón, apuntó al aire y apretó el gatillo.

El fotógrafo se desplomó sobre sus cámaras profiriendo gritos de terror. Lance le dio una patada en la entrepierna. El periodista se volvió y vio la cara de su agresor mientras éste le propinaba un segundo puntapié.

Lance le arrebató las tres cámaras al intruso y las arrojó a la piscina. Trudy estaba en el patio, horrorizada. Lance le gritó que avisara a la policía.

Capítulo 9

–Hay que retirar toda esta piel muerta -le explicó el dermatólogo poco antes de aplicar un instrumento cortante a una de las heridas que tenía en el pecho-. Creo sinceramente que debería administrarle algún tipo de analgésico.

–No, gracias -declinó Patrick. Estaba sentado en la cama, desnudo, ante un médico, dos enfermeras y Luis, el camillero puertorriqueño.

–Esto le va a doler -le advirtió.

–He pasado por cosas peores. Además, ¿dónde iba a clavarme la aguja? – preguntó mientras levantaba el brazo izquierdo y mostraba los hematomas azules y violáceos que le habían provocado los pinchazos inmisericordes del médico brasileño. Tenía todo el cuerpo cubierto de cardenales y cicatrices-. Basta de drogas -dijo.

–Muy bien. Usted lo ha querido.

Patrick se tendió y se agarró a los largueros de la cama. Las enfermeras y Luis le sujetaron los tobillos. El dermatólogo inspeccionó las quemaduras de tercer grado que tenía en el pecho y, con la ayuda de varios escalpelos, procedió a retirar la piel muerta que cubría las heridas.

Patrick hizo una mueca de dolor y cerró los ojos.

–¿Está seguro de que no quiere una inyección? – insistió el médico.

No -masculló Patrick.

Más escalpelos. Más piel muerta.

–Tiene buena encarnadura. No creo que necesite ningún injerto.

–No sabe cuánto me alegro -dijo Patrick con otra mueca de dolor.

Cuatro de las nueve quemaduras merecían la consideración de tercer grado: dos en el pecho, una en el muslo izquierdo, y otra en la pantorrilla derecha. Las rozaduras causadas por las cuerdas en codos, muñecas y tobillos estaban cubiertas de ungüentos.

El doctor acabó la cura en media hora y le recomendó que, por el momento, permaneciera inmóvil, desnudo y sin vendajes. Luego le aplicó un bactericida de acción balsámica y se ofreció de nuevo a administrarle calmantes. Patrick los rechazó una vez más.

El Médico y las enfermeras dieron por terminada la visita y se marcharon. Una vez a solas con Patrick, Luis cerró la puerta, bajó las persianas, y sacó una cámara desechable Kodak del bolsillo de su chaqueta blanca.

–La primera desde aquí -dijo Patrick señalando los pies de la cama- Hazla de cuerpo entero, que se me reconozca. – Luis se acercó la cámara a la cara, enfocó, retrocedió hasta la pared y apretó el obturador. El flash se disparó.

–Otra desde aquí -le indicó Patrick.

Luis obedeció sus órdenes. Al principio se había mostrado reacio a colaborar sin el permiso de su superior. Gracias a la situación fronteriza de Ponta Porá, Patrick no sólo había perfeccionado su portugués, sino que también había aprendido a defenderse en español. Así pues, entendía casi todo lo que decía Luis. El camillero, en cambio, tenía ciertos problemas para entenderle a él.

Por suerte para Patrick, el dinero es un lenguaje elocuente, y Luis acabó por comprender que sus servicios como fotógrafo serían recompensados con un donativo de quinientos dólares americanos. Su parte del trato consistía en comprar tres cámaras desechables, tomar casi un centenar de instantáneas, llevarlas a cualquier establecimiento de revelado rápido, y guardarlas lejos del hospital hasta nueva orden.

Patrick no tenía los quinientos dólares consigo, pero consiguió convencer a Luis de que, a pesar de lo que se decía de él, era hombre de palabra y le haría llegar el dinero tan pronto como regresara a su país.

Luis no era lo que se dice un buen fotógrafo, pero las prestaciones de la cámara también eran bastante limitadas. Patrick dirigió la sesión. Luis tomó primeros planos de las quemaduras más graves del pecho y del muslo, así como de los brazos magullados, y planos generales desde todos los ángulos. Tenían que darse prisa si no querían ser sorprendidos en plena faena. Era casi la hora de comer y la habitación no tardaría en ser invadida por la actividad y la cháchara incesante de las enfermeras.

Luis aprovechó su hora libre para salir del hospital y dejar la cámara en una tienda de fotografía.

En Río, mientras tanto, Osmar había sobornado a una secretaria mal pagada del bufete de Eva. A cambio de mil dólares en efectivo, la joven se comprometió a mantenerlo al tanto de todos los rumores que circulaban por el bufete. No había mucho que contar. Las socios se tomaban las cosas con calma. Aun así, los recibos de la compañía telefónica revelaban dos llamadas hechas al bufete desde cierto número de Zurich que pertenecía a un hotel. Guy determinó el origen de las llamadas desde Washington, pero no pudo obtener más información. Discreción suiza.

La desaparición de Eva agotó enseguida la paciencia de los socios. Los primeros comentarios informales sobre la abogada se convirtieron en reuniones diarias sobre las medidas que se imponía tomar. Una llamada el primer día, otra el segundo, y a partir de entonces el más absoluto silencio.

La identidad del potentado con el que debía reunirse en Hamburgo seguía siendo un misterio; mientras tanto, los clientes de carne y hueso no cesaban de llamar al bufete con exigencias y amenazas. La lista de reuniones canceladas y plazos incumplidos era cada vez más larga.

Se tomó la decisión de apartarla temporalmente del bufete. Ya hablarían del tema cuando se dignara regresar.

Osmar y sus hombres persiguieron al padre de Eva hasta quitarle el sueño. Mantenían vigilada la entrada de su apartamento y no lo dejaban ni a sol ni a sombra, ya fuera en coche o a pie por las aceras abarrotadas de Ipanema. Se habló incluso de raptarlo y obligarlo a hablar a la fuerza, pero el viejo profesor se andaba con mucho cuidado y no se lo ponía nada fácil.

Lance se aventuró por tercera vez hasta el dormitorio de Trudy. La puerta, por fin, estaba abierta. Sin hacer ruido, entró y se sentó al borde la cama. Le llevaba otro Valium y un vaso de su agua mineral preferida, importada de Irlanda a cuatro dólares la botella. Trudy aceptó sin decir nada la píldora que le ofrecía -la segunda en una hora- y se la tragó con un poco de agua.

Un coche de la policía había recogido al fotógrafo gordinflón hacía una hora. Veinte minutos más tarde se habían marchado los dos agentes encargados de hacerles las preguntas de rigor. La policía parecía inclinada a pasar por alto el incidente. Al fin y al cabo, se trataba de una propiedad privada, y lo mejor para los interesados era mantener alejada a la prensa. Además, el fotógrafo trabajaba para una revista del norte, una publicación más bien sórdida. Así pues, los agentes demostraron cierta comprensión -respeto, se diría- ante el comportamiento de Lance. Trudy les dio el nombre de su abogado por si decidían presentar cargos contra el intruso. Lance amenazó con demandar a la propia policía si era llamado a declarar.

Una vez a solas, Trudy sufrió un ataque de nervios. La niñera tuvo el tiempo justo de poner a salvo a su pupila del bombardeo de almohadones. Lance, por su parte, aguantó con resignación la lluvia de insultos. Las noticias sobre Patrick, la demanda de la compañía aseguradora, el embargo, el acecho de los carroñeros… El intruso descubierto por Lance junto a la piscina había sido la gota que colmaba el vaso.

Por suerte, los calmantes habían surtido efecto. Lance, que también se había tomado un Valium, suspiró aliviado al verla respirar tranquila otra vez. Sintió el impulso de acariciarla, de darle una palmadita en la rodilla y decirle algo agradable, pero se contuvo. Sabía que ese tipo de cosas no funcionaban con Trudy cuando estaba fuera de quicio. Un paso en falso y el ataque se repetiría. Lo mejor era dar tiempo al tiempo.

Trudy reposó la cabeza sobre la almohada, cerró los ojos y apoyó el dorso de la muñeca en la frente. La habitación estaba a oscuras, igual que el resto de la casa. Las persianas estaban bajadas, las cortinas echadas, y las luces apagadas o amortiguadas. Al otro lado del jardín había un centenar de periodistas que no se cansaban de merodear, hacer fotos y captar imágenes que sirvieran de fondo a la narración de las aventuras de Patrick. A mediodía había reconocido su propia casa en las noticias locales. Una imbécil con dientes de conejo y piel anaranjada hablaba sin parar sobre Patrick y la demanda de divorcio presentada por su esposa aquella misma mañana.

¡La esposa de Patrick! Imposible. Hacía casi cuatro años y medio que ya no lo era. Había asistido a su entierro. Había procurado olvidarlo y buscar consuelo en el dinero. Y lo había conseguido: cuando la compañía de seguros se decidió a pagar, Patrick ya no era más que un vago recuerdo.

El único momento que recordaba con tristeza era el día que tuvo que decirle a Ashley Nicole, con dos años recién cumplidos, que su padre ya no volvería con ellas, que se había ido al cielo y que allí sería mucho más feliz que en la tierra. La reacción de la niña fue, durante unos instantes, de perplejidad, pero luego superó la traumática noticia con la misma facilidad que cualquier otra criatura de su edad. Trudy prohibió que se mencionara el nombre de Patrick en presencia de la niña. Por su propio bien, decía. Si no se acordaba de su padre, ¿para qué hacerla sufrir?

Al margen de aquel triste episodio, Trudy había sobrellevado su viudez con una notable entereza. Iba de compras a Nueva Orleans, recibía alimentos dietéticos de California, se pasaba tres horas al día enfundada en sus mallas de diseño, y se sometía a todo tipo de tratamientos faciales carísimos. Gracias al buen hacer de la niñera, Lance y ella podían viajar sin remordimientos de conciencia. Les encantaba el Caribe, sobre todo St. Barts y sus playas nudistas, donde podían pasear su esbelta desnudez entre los turistas franceses.

Navidad en el Plaza de Nueva York, enero en Vail, con la flor y nata, mayo en París y Viena… Lo único que les faltaba para ser completamente felices era uno de aquellos jets privados en los que se desplazaban algunas de las personas maravillosas con las que se habían codeado. Un Lear pequeño de segunda mano se podía conseguir por un millón, pero, por desgracia, aún no podían permitírselo.

Lance se tomaba muy en serio lo del avión -o eso decía-, pero Trudy no las tenía todas consigo. Sabía que él traficaba con droga, y le daba miedo que quisiera ampliar el negocio. El hachís y la marihuana que traía de México le parecían más que suficientes: mínimo riesgo y alta rentabilidad. Además, le gustaba tener la casa para ella sola de vez en cuando.

No odiaba a Patrick, al menos al Patrick que la había dejado viuda. Sólo odiaba el hecho de que no estuviera muerto, de que hubiese resucitado y regresado para complicarle la vida. Se habían conocido en Nueva Orleans, en una fiesta. Trudy había reñido con Lance e iba a la caza de un segundo marido, a ser posible rico y prometedor. Tenía veintisiete años, hacía cuatro que había dejado atrás una mala experiencia matrimonial, y deseaba con todas sus fuerzas un poco de estabilidad. Él tenía treinta y tres, estaba soltero y dispuesto a sentar cabeza. Además, acababa de aceptar un trabajo en un bufete reputado de Biloxi, que es donde vivía ella por aquel entonces. Una boda en Jamaica fue el justo colofón de cuatro meses de noviazgo apasionado. Tres semanas después de la luna de miel, Trudy invitó a Lance a pasar la noche en su apartamento mientras Patrick estaba de viaje de negocios.

No podían quitarle el dinero. Ni hablar. Su abogado tendría que hacer algo al respecto, encontrar alguna laguna jurídica con la que poder hacer frente a las pretensiones de las aseguradoras. Para eso cobraba. ¿Cómo iba a perder la casa, los muebles, los coches, la ropa, las cuentas corrientes, el barco y todas las demás cosas bonitas que había comprado con el dinero de la prima? No le parecía justo. Al fin y al cabo, Patrick había muerto. Ella lo había enterrado y había ejercido de viuda durante más de cuatro años. De algo tenía que servirle tanto sacrificio.

Además, ¿qué culpa tenía ella de que Patrick estuviera vivo?

–Tendremos que matarlo-dijoLance casi a oscuras. Estaba sentado en una butaca cubierta de almohadones, entre la cama y la ventana, con los pies descalzos apoyados en una otomana.

Trudy tardó un instante en procesar la información y reaccionar: -No seas bruto -lo reprendió sin demasiada convicción. – No tenemos otra alternativa. Lo sabes tan bien como yo. – Como si no tuviéramos ya bastantes problemas… Trudy se concentró en el ritmo de su respiración, sin apartar la mano de la frente, sin

abrir los ojos, sin mover un solo músculo. Se alegraba de que Lance hubiera sacado el tema. Ni que decir tiene que ella ya había pensado en aquella posibilidad minutos después de conocer la noticia de que Patrick regresaba a casa. Había estado rumiando la cuestión, y todas las soluciones pasaban por una premisa inexorable: la muerte de Patrick.

¿Quién podía ser el brazo ejecutor? Ella no, desde luego. Qué idea tan descabellada. Tal

vez algún amigo de Lance, alguien acostumbrado a moverse en los bajos fondos. – ¿Quieres conservar el dinero, sí o no? – preguntó. – Ahora no estoy de humor, Lance. Ya hablaremos más tarde. Más tarde significaba enseguida, pero Trudy no debía contagiar su entusiasmo a Lance

hasta haber atado todos los cabos sueltos. De lo contrario, echaría a perder sus planes. Era mejor seguir la táctica de costumbre: manipularlo y comprometerlo hasta que no pudiera echarse atrás.

–No hay tiempo que perder. ¡Los del seguro ya nos tienen con el agua al cuello! – Lance, por favor. – No hay otra solución. Si quieres conservar la casa, el dinero y todo lo demás, Patrick

tiene que morir.

Reconfortada por las palabras de su amante, Trudy siguió inmóvil y en silencio un buen rato. A pesar de su estupidez y sus otros muchos defectos, era el único hombre al que había amado de verdad. Sabía que Lance era lo bastante canalla como para ocuparse de Patrick. Lo que dudaba era que fuera lo bastante listo como para hacerlo sin ser descubierto.

Se llamaba Brent Myers y era uno de los agentes adscritos a las oficinas del FBI en Biloxi. Cutter lo había enviado a Puerto Rico para que se hiciera cargo del prisionero. Patrick lo vio aparecer y mostrarle la placa al tiempo que se presentaba, pero no le hizo caso. Estaba ocupado buscando el mando a distancia.

–Mucho gusto. – Patrick se tapó los calzoncillos con la sábana. – Acabo de llegar de Biloxi -dijo Myers, un tipo simpático de nacimiento. – Vaya, no me diga -comentó Patrick con cara de póquer-. ¿Dónde está eso? – Ya. He pensado que era buena idea venir a conocerlo. Seguramente pasaremos

bastante tiempo juntos durante los próximos meses. – No esté tan seguro. – Tiene abogado? – Todavía no. – Tiene alguno en mente? – No es asunto suyo.

Myers no estaba preparado para dar réplica a un abogado con la experiencia de Lanigan. Tal vez conseguiría mejores resultados si intentaba intimidarlo.

–Según el médico -dijo con las manos apoyadas en los pies de la cama y la mirada fija en los ojos de Patrick-, dentro de un par de días ya podremos trasladarlo.

–Por mí como si quieren trasladarme ahora mismo.

–En Biloxi hay mucha gente esperándole.

–Sí, ya lo he visto -dijo Patrick señalando la televisión.

–Supongo que no servirá de nada que le pregunte por el dinero.

Menuda ocurrencia. Patrick ni siquiera se dignó contestar.

–Ya me lo suponía.

Myers se detuvo un momento antes de llegar a la puerta y dejó una tarjeta de visita sobre la cama.

–Nos veremos en el avión. Si le apetece hablar con alguien, aquí tiene el número de mi hotel.

–No me espere despierto.

Capítulo 10

Sandy McDermott había seguido con gran interés las nuevas de la increíble reaparición de su viejo amigo y condiscípulo. Patrick y él habían compartido tres años de estudio y diversión en la Facultad de Derecho de Tulane, habían sido oficiales del mismo juzgado después de superar él correspondiente examen, y habían pasado muchas horas en su pub favorito de St. Charles conspirando para tomar por asalto el mundo jurídico. juntos habían querido establecer su propio bufete, pequeño pero influyente, en compañía de otros abogados dispuestos a darlo todo en el estrado sin rebajar un ápice sus principios. Creían que aquella filosofía los convertiría, pese a todo, en hombres ricos, y ya habían decidido donar diez horas de trabajo mensuales a clientes que no pudieran permitirse la minuta. Lo tenían todo previsto.

Pero la vida interfirió en sus planes. Sandy aceptó una oferta de trabajo en la fiscalía del Estado, lo mismo que habría hecho cualquier otro recién casado a la vista de los ingresos que reportaba el puesto. Patrick, por su parte, se perdió entre otros doscientos abogados empleados en un bufete del centro de Nueva Orleans. En su caso, con una jornada laboral de ochenta horas semanales, el matrimonio estaba totalmente fuera de lugar.

Aquellos planes para establecer el bufete perfecto les sirvieron para mantenerse en contacto hasta pasados los treinta. Durante muchos años procuraron verse de vez en cuando para comer o tomar una copa, aunque tanto las llamadas telefónicas como los encuentros se fueron espaciando inexorablemente. La ruptura definitiva se produjo cuando Patrick decidió trasladarse a Biloxi en busca de una vida más relajada: desde entonces apenas hablaban una vez al año.

La irrupción de Sandy en el mundo de las demandas millonarias llegó de la mano de un primo suyo que recomendó sus servicios a un amigo mutilado por un accidente en una plataforma del Golfo. Sandy pidió un préstamo de diez mil dólares, se estableció por su cuenta y demandó a Exxon. De los casi tres millones que obtuvo el demandante, una tercera parte correspondieron a sus honorarios. Había conseguido abrirse camino. Después de aquello se asoció con otros dos abogados y fundó un bufete especializado en accidentes laborales relacionados con la explotación del petróleo. Sin Patrick. Cuando su amigo murió, Sandy consultó el calendario y se dio cuenta de que habían pasado nueve meses desde su última conversación. Se sintió algo culpable, como es natural, pero se consoló pensando que su caso no era diferente al de otros muchos compañeros de universidad: la vida los había separado.

Sandy estuvo al lado de Trudy en los momentos más difíciles, y fue una de las personas que transportaron la urna.

Seis semanas después del entierro, cuando el dinero desapareció y empezaron a circular los primeros rumores sobre la intervención de Patrick, Sandy se alegró y deseó suerte a su amigo. Corre, Patrick, corre, había pensado a menudo durante los últimos cuatro años, siempre con una sonrisa en los labios.

El despacho de Sandy estaba en una travesía de Poydras Street, a nueve manzanas del Superdome, cerca del cruce de Magazine, en un bonito edificio del siglo xix que había comprado gracias a una minuta sustanciosa. Incluso después de alquilar el primer piso y el segundo, le había quedado espacio suficiente en la planta baja para instalarse junto con sus dos socios, tres ayudantes y media docena de administrativos.

Sandy estaba muy ocupado cuando su secretaria entró en el despacho.

–Una señora pregunta por usted -le anunció con expresión contrariada.

–Tiene cita? – preguntó Sandy mientras consultaba una de las tres agendas que tenía abiertas sobre la mesa.

–No. Dice que es urgente y que no se irá sin verlo. Viene de parte de Patrick Lanigan.

Sandy levantó la vista lleno de curiosidad.

–Dice que es abogada -añadió la secretaria.

–¿Le ha dicho de dónde es?

–De Brasil.

–¿De Brasil?

–Sí.

–¿Y tiene cara de brasileña?

–Supongo que sí.

–Hágala pasar.

Sandy salió a recibirla a la puerta y la saludó efusivamente. Eva dijo llamarse Leah. Leah a secas.

–No he entendido su apellido -insistió Sandy con una sonrisa de oreja a oreja.

–No tengo -dijo-. Al menos, de momento.

«Debe de ser una costumbre brasileña -pensó Sandy-. Con Pelé, el futbolista, pasaba lo mismo.»

Sandy le ofreció asiento y una taza de café. Leah declinó el refrigerio y se sentó con cierta parsimonia. El abogado le miró las piernas. Iba vestida con ropa informal y nada llamativa. Luego se sentó al otro lado de la mesita de café y reparó en los ojos de la desconocida, unos ojos de color miel tan hermosos como cansados. Llevaba el pelo largo, por debajo de los hombros.

Patrick siempre había tenido buen gusto. Trudy no era la pareja ideal para él, pero había que reconocer que quitaba el hipo.

–Vengo en nombre de Patrick -titubeó.

–¿La envía él? – preguntó Sandy.

–Sí.

Leah hablaba despacio, pronunciando las palabras con delicadeza. Casi no tenía acento extranjero.

–¿Ha vivido en Estados Unidos?

–Sí. Estudié derecho en la Universidad de Georgetown.

Eso explicaba su inglés casi perfecto.

–¿Y dónde ejerce?

–En un bufete de Río. Llevo casos de comercio internacional.

A Sandy le preocupaba que su visitante no hubiera sonreído aún ni una sola vez. Hermosa, exótica, con la cabeza sobre los hombros y un par de buenas piernas. Sí, habría preferido verla más relajada. Al fin y al cabo, aquello era Nueva Orleans…

–¿Y allí es donde conoció a Patrick? – preguntó.

–Sí, en Río.

–¿Y ha hablado con él desde que…?

–No. No he sabido nada de él desde que lo cogieron. – Tuvo que morderse la lengua para no añadir que estaba muerta de preocupación. Sabía que eso habría resultado poco profesional. No era momento para confidencias. Su relación con Patrick debía seguir siendo un secreto. Sandy McDermott era de fiar, pero no tenía por qué saberlo todo de golpe.

Ambos desviaron la mirada. Hubo un momento de silencio. Sandy se dio cuenta de que no tendría acceso a todos los capítulos de aquella historia, pero le resultaba casi imposible refrenar la curiosidad. ¿Cómo robó el dinero? ¿Cómo llegó hasta Brasil? ¿Dónde se conocieron? Y la pregunta por excelencia: ¿Dónde está el dinero?

–Por qué ha venido a verme? – preguntó.

–Quiero contratarlo como abogado de Patrick.

–Estoy a su disposición.

–La confidencialidad será un elemento crucial.

–Siempre lo es.

–Este caso es diferente. En eso tenía razón. La diferencia estribaba en noventa millones de dólares.

–Le aseguro -la tranquilizó con una sonrisa- que todo cuanto Patrick y usted me cuenten será tratado con la máxima discreción. – Leah respondió con una sonrisa forzada.

–Puede que lo presionen para que traicione el secreto profesional -le advirtió.

–Por eso no se preocupe. Sé cuidarme solito.

–Puede que reciba amenazas.

–No sería la primera vez.

–Puede que lo sigan.

–¿Quién?

–Sujetos poco recomendables.

–Por ejemplo?

–Los que persiguen a Patrick.

–Creo que ya han dejado de perseguirlo.

–A él, sí. Al dinero, no.

–Ya veo. Así pues, el dinero seguía existiendo. Sandy no se sorprendió. Él, lo mismo que el resto del mundo, sabía que Patrick no podía haberse gastado semejante cantidad en sólo cuatro años. ¿Cuánto debía de quedar todavía?

–¿Dónde está el dinero? – preguntó a sabiendas de que no recibiría respuesta. – Eso no me lo puede preguntar. – Lo acabo de hacer.

Leah sonrió y se dispuso a despachar cuanto antes aquella reunión. – Aclaremos un par de cosas. ¿Cuánto quiere cobrar? – ¿Por qué? – Por defender a Patrick. – ¿De cuál de sus pecados? Según los periódicos, haría falta un ejército entero de

abogados para cubrir todos los flancos. – ¿Le parecen bien cien mil dólares? – Para empezar, ¿estamos hablando de las causas civiles o de las penales? – De todas. – ¿Y quiere que lo represente yo solo? – Sí. Patrick no se fía de nadie más. – Eso es conmovedor -dijo Sandy con sinceridad. Había docenas de abogados a los que

Patrick podría haber acudido, abogados más importantes y con más experiencia en casos de delitos de sangre, abogados de la Costa muy bien relacionados, bufetes más grandes y con más recursos, y, qué duda cabe, colegas a los que habría tratado más durante aquellos últimos ocho años.

–Si es así, me doy por contratado -dijo-. Patrick y yo somos viejos amigos, ¿sabe? – Lo sé. «¿ Cuánto sabía ella en realidad? – se preguntó-. ¿Era sólo una abogada?» -Quisiera efectuar la transferencia hoy mismo. Si no le importa darme sus datos

bancarios… -Desde luego. Prepararé el contrato enseguida. – A Patrick también le preocupa el tema de la publicidad. No quiere que haga

declaraciones a los medios de comunicación. Ni ahora ni nunca. Ni una sola palabra. Ni si

quiera el «sin comentarios» de rigor. Y, por descontado, nada de conferencias de prensa. – De acuerdo. – Ni de libros autobiográficos. Sandy se echó a reír. Leah no le vio la gracia. – Ni se me había pasado por la imaginación -confesó. – Patrick quiere una garantía por escrito. Sandy dejó de reír y garabateó algo en su bloc. – ¿Algo más? – Sí. No se sorprenda si le intervienen los teléfonos de casa y del despacho. Y contrate a

un experto en vigilancia para que lo proteja. Patrick correrá con los gastos. – Perfecto. – Será mejor que no nos volvamos a encontrar aquí. Hay gente buscándome. Creen que

puedo llevarlos hasta el dinero. Tendremos que vernos en otra parte.

¿Qué podía decir él? Le habría gustado ayudarla, ofrecerle protección, preguntarle si tenía algún sitio a donde ir y cómo se escondería, pero ella parecía tenerlo todo bajo control.

Leah consultó el reloj.

–Dentro de tres horas sale un vuelo para Miami. Tengo dos billetes de primera clase. Hablaremos en el avión.

–¿Puedo saber adónde voy?

–A San Juan, a ver a Patrick. Ya está todo arreglado.

–¿Y usted?

–Yo voy en otra dirección.

Sandy pidió que le trajeran café y magdalenas mientras Leah se ocupaba de la transferencia. Todas las citas y comparecencias previstas para los tres días siguientes quedaron canceladas. Su mujer le llevó a la oficina una bolsa con todo lo necesario para pasar la noche fuera de casa.

Uno de los procuradores los llevó en coche al aeropuerto. Durante el trayecto, Sandy se dio cuenta de que ella no llevaba equipaje; tan sólo un bonito bolso de piel bastante usado.

–¿Dónde vive? – le preguntó en la cafetería del aeropuerto, con un vaso de coca-cola entre las manos.

Aquí y allá -contestó Leah sin apartar la vista de la ventana.

–¿Cómo podré ponerme en contacto con usted?

–Ya lo decidiremos más adelante.

Les asignaron dos asientos de la tercera fila. Durante los veinte minutos que siguieron al despegue, Leah hojeó en silencio una revista mientras él intentaba descifrar una declaración ininteligible. Sandy no estaba de humor para papeles. Eso podía esperar. Quería hablar, hacerle un sinfín de preguntas, las mismas que tenía en mente el resto del mundo.

Pero entre ellos había un muro. Un muro infranqueable que no tenía nada que ver con el hecho de que fueran hombre y mujer ni de que se hubieran conocido apenas unas horas antes. Leah sabía las respuestas que él quería oír, pero no tenía ni la más mínima intención de compartirlas. Sandy hizo lo posible por estar a la altura de las circunstancias.

Los auxiliares de vuelo distribuyeron cacahuetes y galletitas saladas entre los pasajeros. Sandy y Leah prefirieron el agua mineral al champaña incluido en su billete de primera clase.

–¿Cuánto hace que conoce a Patrick? – preguntó el abogado con cautela.

–¿Por qué lo pregunta?

–Lo siento. Mire, ¿hay algo en los últimos cuatro años de la vida de Patrick que no sea un secreto? Le recuerdo que él y yo somos viejos amigos. Y que ahora soy su abogado. No puede reprocharme que sienta cierta curiosidad.

–Las preguntas tendrá que hacérselas a él -respondió con una pizca de dulzura antes de volver a su revista. Sandy dio cuenta de su bolsita de cacahuetes.

Leah no volvió a hablar hasta que el avión sobrevoló el aeropuerto de Miami e inició el descenso.

–Tardaremos varios días en vernos -anunció con una precisión ensayada-. No puedo permitirme el lujo de quedarme mucho tiempo en ninguna parte. Patrick le dará las instrucciones que necesite. Él y yo nos comunicaremos a través de usted. Mantenga los ojos bien abiertos a partir de ahora. Voces desconocidas al teléfono, coches que sigan el mismo camino que el suyo, gente merodeando por la oficina… En cuanto se sepa que es el abogado de Patrick, empezarán a pisarle los talones.

–¿Quién?

–Patrick se lo dirá.

–Es usted quien tiene el dinero, ¿verdad?

–No puedo responder a esa pregunta.

Sandy contempló las nubes; cada vez estaban más cerca del ala. Los noventa millones debían de haberse multiplicado. Patrick no tenía un pelo de tonto. Lo habría dejado en manos de buenos profesionales, en algún banco extranjero. ¿A cuánto ascenderían los beneficios? Un doce por ciento anual, por lo menos.

El avión aterrizó sin que entre ellos mediara palabra. Luego tuvieron que atravesar la terminal a la carrera para no perder el avión que llevaría a Sandy a San Juan. Leah se despidió con un apretón de manos.

–Dígale a Patrick que estoy bien.

–Me preguntará dónde está.

–En Europa.

Sandy la vio desaparecer entre el enjambre de viajeros apresurados y sintió envidia de su viejo amigo: dinero a espuertas y una belleza exótica a su lado.

Un aviso de embarque lo sacó de su ensimismamiento. Mientras se desperezaba, se preguntó cómo podía envidiar a un hombre que se enfrentaba a la posibilidad de pasarse tres años esperando el día de su ejecución, y a una jauría de abogados dispuestos a arrancarle la piel a tiras con tal de recuperar el dinero robado.

¡Envidia! Sandy ocupó su asiento -también de primera clase- y empezó a sentir sobre los hombros el peso de la tarea que acababa de imponerse.

Eva volvió en taxi al hotel de South Beach donde había pasado la noche anterior. Aún no había decidido cuánto tiempo permanecería en él. Todo dependía del cariz que tomaran los acontecimientos en Biloxi. Patrick le había desaconsejado que se quedara en el mismo sitio durante más de cuatro días. Había reservado una habitación a nombre de Leah Pires, titular de una tarjeta sin límite de crédito. Según su documentación, la señorita Pires residía habitualmente en Sao Paulo.

Nada más llegar al hotel se cambió de ropa y bajó a la playa. Era media tarde y no cabía un alfiler en la arena; justo lo que necesitaba. Las playas a las que solía ir en Río también estaban abarrotadas, con la diferencia de que allí siempre había algún amigo entre la multitud. En Miami era una extraña, una de tantas bellezas anónimas vestidas con un bikini minúsculo y tostadas por el sol. ¡Qué ganas tenía de volver a casa!

Capítulo 11