Sandy tardó una hora en atravesar la barrera humana que custodiaba la entrada a la base. No cabía duda de que su nuevo cliente no se lo estaba poniendo nada fácil. Los marines no habían sido informados de su visita y, a falta de una invitación formal, Sandy tuvo que recurrir al manido repertorio del abogado en apuros: amenazas, demandas, influencias en el senado, exabruptos y peroratas sobre derechos conculcados. Llegó al hospital al anochecer, dispuesto a hacer frente a la retaguardia, y se encontró con la agradable sorpresa de que la enfermera del mostrador de recepción avisó a Patrick enseguida.

La habitación estaba a oscuras, sin más luz que el reflejo azulado de un aparato mudo de televisión suspendido de la pared: estaban retransmitiendo un partido de fútbol brasileño. Los dos amigos se dieron la mano. Hacía seis años que no se veían. Patrick se había tapado hasta la barbilla para ocultar las heridas del pecho, y parecía más interesado en el partido que en entablar una conversación en serio.

Sandy disimuló la decepción que le había provocado aquella fría bienvenida, y examinó el rostro de su amigo sin que éste se diera cuenta. Estaba muy delgado, casi demacrado, y tenía la barbilla más cuadrada y la nariz más afilada que de costumbre. Habría podido engañarlo de no ser por los ojos. Y la voz. El tono de Patrick era inconfundible.

–Gracias por venir -dijo Patrick. Hablaba pausadamente, como si el acto de comunicarse requiriera mucho esfuerzo y reflexión.

–De nada. La verdad es que no he tenido más remedio. Tu amiga es muy convincente.

Patrick cerró los ojos y reprimió un suspiro. Dio gracias a Dios en voz baja. Eva estaba bien.

–¿Cuánto te ha pagado? – preguntó entonces.

–Cien mil.

–Bien -dijo Patrick antes de hacer una larga pausa. Sandy comprendió que en sus conversaciones habría siempre largos intervalos de silencio.

–No te preocupes por ella -lo tranquilizó-. Además de guapa, es más lista que el hambre. Sabe perfectamente lo que está haciendo, sea lo que sea. Lo digo por si te interesa.

–Me alegro.

–¿Cuándo se vieron por última vez?

–Hace un par de semanas. He perdido la noción del tiempo.

–¿Es tu mujer, tu novia, tu amante, la acompañante de turno…?

–Mi abogada.

–Tu abogada

–Exacto.

Sandy sonrió. Patrick volvió a encerrarse en sí mismo. Ni una palabra, ni la más mínima muestra de movimiento bajo las sábanas. Así pasaron varios minutos. Sandy se sentó en la única silla de la habitación, dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta. Su amigo estaba a punto de regresar a un mundo cruel lleno de fieras al acecho, así que no sería él quien le impidiera contemplar un rato las musarañas. Tendrían tiempo de sobra para hablar, y no les faltarían temas de conversación.

Patrick estaba vivo. Eso era lo único que importaba. Sandy sonrió otra vez al recordar el entierro de su amigo: la urna, el aire frío, el cielo encapotado, las palabras del sacerdote y el llanto contenido de Trudy. Si los medios de comunicación estaban en lo cierto, Patrick lo había observado todo desde un árbol cercano. Daban ganas de echarse a reír.

Un buen día desapareció para quedarse con el dinero. Acusar la crisis de los cuarenta no tiene nada de original, siempre y cuando uno se limite a cambiar de esposa o a volver a la universidad.

El caso de Patrick fue diferente. Él combatió la angustia existencial matándose, robando noventa millones de dólares y esfumándose sin dejar rastro.

El recuerdo del cadáver calcinado borró la sonrisa del rostro de Sandy.

–Menudo recibimiento te están organizando, chico -dijo por decir algo.

–¿Quién?

–Nadie en particular. Trudy presentó la demanda de divorcio hace dos días, pero por eso no tienes que preocuparte.

–En eso tienes razón. No me lo digas. Quiere la mitad del dinero.

–Quiere muchas cosas. También te han acusado formalmente de asesinato. Piden la pena máxima. El FBI te ha dejado en manos del Estado.

–Lo he visto en la tele.

–Perfecto. Entonces ya sabes lo de las demandas.

–Sí. La CNN ha tenido la amabilidad de mantenerme informado.

–¿Y qué esperabas? Tienes que reconocer que es una historia alucinante.

–Gracias.

–¿Cuándo quieres que hablemos?

Patrick se volvió y levantó la vista por encima de Sandy. Detrás de su amigo no había nada que ver excepto la pared, pintada del mismo blanco aséptico que las otras. Para Patrick era como tener los ojos cerrados.

–Sandy -dijo con un hilo de voz-. Me torturaron.

–¿Quién?

–Me llenaron el cuerpo de cables y me electrocutaron hasta que hablé.

Sandy se levantó y se acercó al borde la cama.

–¿Qué les contaste? – preguntó con una mano sobre el hombro de Patrick.

–No lo sé. Hay muchas cosas que no recuerdo. Estaba drogado. Mira. – Patrick levantó el brazo izquierdo para que su abogado pudiera echar un vistazo a los hematomas.

Sandy encendió la luz para verlos mejor.

–¡Santo Dios! – exclamó.

–No-paraban de preguntar por el dinero -dijo Patrick-. Cada vez que me desmayaba, me hacían volver en mí para seguir con las descargas. Tengo miedo de haber hablado de ella.

–¿De la abogada?

–Sí, la abogada. ¿Cómo te dijo que se llamaba?

–Leah.

–Bien. Entonces la llamaremos Leah. Creo que les conté lo de Leah. Estoy casi seguro.

–¿A quién se lo contaste, Patrick?

Patrick cerró los ojos e hizo una mueca de dolor. Aún tenía los músculos de las piernas resentidos y había empezado a sentir los primeros calambres. Con cuidado, volvió a la posición anterior y apoyó la espalda en la almohada. Luego se bajó la sábana hasta la cintura.

–Mira -dijo mientras señalaba con la mano las dos quemaduras graves del pecho-. ¿Necesitas más pruebas?

Sandy examinó las heridas más de cerca. Pedazos de carne viva rodeados de piel afeitada.

–¿Quién fue? – insistió.

–No lo sé. Varios hombres. Bastantes como para llenar una habitación.

–¿Dónde?

Patrick se compadeció de su amigo. Sandy se moría por saber qué había pasado, y no sólo con respecto a la tortura. Todos querían conocer hasta el último detalle de aquella apasionante o, como había dicho Sandy, alucinante historia. Por desgracia, Patrick no estaba en disposición de satisfacer tanta curiosidad, sobre todo en lo relacionado con el accidente de circulación que había reducido a cenizas a aquel pobre diablo. En cambio, no tenía inconveniente en divulgar los pormenores relativos al secuestro y las sesiones de tortura. Patrick cambió de postura por enésima vez y se cubrió con la sábana. Habían pasado dos días desde la última inyección. ¿Conseguiría resistir el dolor sin la ayuda de las drogas?

–Acerca la silla y siéntate -ordenó-. Y dale a ese interruptor. La luz me molesta.

Sandy obedeció con presteza y se sentó lo más cerca posible de la cama.

–Ya has visto lo que me hicieron -dijo Patrick en la penumbra. Siguió el relato del incidente de Ponta Porá, incluidos el jogging, el falso pinchazo y todo lo demás.

Ashley Nicole contaba veinticinco meses cuando su padre fue enterrado, de manera que no se acordaba de Patrick. Lance era el único hombre de la casa, él único hombre que había visto al lado de su madre. De vez en cuando la llevaba a la escuela, y a veces hasta cenaban los tres juntos, como una familia.

Después del entierro, Trudy escondió todos los recuerdos de su vida con Patrick, incluidas las fotografías. Desde entonces, Ashley Nicole ni siquiera había oído mencionar el nombre de su padre.

Tres días enteros de sitio periodístico, sin embargo despertaron la curiosidad de la niña. Su madre se comportaba de forma extraña, y en la casa se respiraba un ambiente tan tenso que hasta una niña de seis años podía darse cuenta de que algo andaba mal.

Trudy aprovechó la ausencia de Lance -que había acudido a su cita con el abogado- para sentarse en la cama con su hija y contarle la verdad.

Por de pronto, tuvo que admitir que había estado casada. De hecho, lo había estado dos veces, pero consideró que, dadas las circunstancias, Ashley Nicole aún no tenía por qué estar al corriente de toda su biografía. Así pues, se concentró en sus segundas nupcias.

–Patrick y yo estuvimos casados cuatro años. Hasta que él hizo algo terrible.

–¿El qué? – preguntó Ashley Nicole con los ojos muy abiertos. En aquellos momentos, a Trudy no le habría importado tener una hija menos despierta.

–Mató a un hombre e hizo que pareciera… Bueno, hubo un accidente. El coche se incendió y, como era el coche de Patrick y había alguien dentro, la policía pensó que era él. Todos pensamos que era él, que había muerto, que se había quemado dentro del coche. Me puse muy triste. Patrick era mi marido. Yo lo quería mucho, ¿sabes? Se me hizo muy difícil aceptar que había desaparecido de repente. Aún recuerdo el día que lo enterramos en el cementerio. Ahora, cuatro años más tarde, me dicen que lo han encontrado. Que se había refugiado en el otro extremo del mundo. Que no estaba muerto, sólo escondido.

–¿Y por qué estaba escondido?

–Porque robó mucho dinero a sus amigos y quería quedárselo todo. Patrick es un hombre muy malo.

–O sea, que es un asesino y un ladrón.

–Eso es, cariño. Patrick no es una buena persona.

–Ojalá no te hubieras casado con él.

–Cariño, no sé cómo decírtelo, pero… Tú naciste mientras Patrick y yo estábamos casados. – Trudy esperó unos instantes para ver si la pequeña entendía el mensaje. Por su mirada, dedujo que no.

–Patrick es tu padre -le dijo entonces, tomándola de la mano.

Ashley Nicole miró a su madre en silencio. Estaba procesando la información.

–No es justo. Yo no…

–Lo siento, cariño. Habría preferido contártelo cuando fueras mayor, pero, ahora que Patrick está a punto de regresar, es importante que lo sepas.

–¿Y qué pasa con Lance? ¿También es mi padre?

–No. Lance y yo vivimos juntos. Nada más.

Trudy nunca había consentido que la pequeña se refiriera a Lance como a su padre. Él, por su parte, tampoco tenía ningún interés en asumir el papel de figura paterna. A todos los efectos, pues, Trudy era una madre soltera, y Ashley Nicole una niña sin padre. Como tantas otras.

–Somos amigos desde hace mucho tiempo -siguió Trudy. Tenía la esperanza de que, si tomaba la iniciativa, no tendría que contestar a las mil preguntas que debían de estar ocurriéndosele a la niña-. Muy amigos. Y no es que Lance no te quiera. Te quiere mucho, pero no es tu padre. Tu padre de verdad es Patrick. De todas formas, eso no significa que tengas que preocuparte por él.

–¿Crees que querrá verme?

–No lo sé, cariño, pero haré lo imposible para mantenerlo lejos de ti. Es una mala persona. Te abandonó cuando sólo tenías dos años. Me abandonó a mí. Robó un montón de dinero y desapareció. Está claro que ni le importábamos entonces ni le importamos ahora. Si no le hubieran cogido, no habría vuelto nunca más. Nunca más habríamos vuelto a verlo. Con que no te preocupes por Patrick ni por lo que haga o deje de hacer.

Ashley Nicole avanzó a gatas sobre la cama y se acurrucó en el regazo de su madre. Trudy la acogió con una caricia.

Todo saldrá bien, cariño. Te lo prometo. Siento haber tenido que contarte todo esto, pero no tenía otro remedio. Con todos esos periodistas pululando por ahí fuera y la televisión hablando del tema todo el día, te habrías enterado de todas maneras.

–Mamá, ¿quién es toda esa gente? – preguntó Ashley Nicole agarrada a los brazos de su madre.

–No lo sé, cielo. Ojalá se marcharan.

–¿Qué quieren?

–Fotos tuyas, fotos mías, fotos para los periódicos que hablan de Patrick y de sus fechorías.

–¿Están ahí por culpa de Patrick?

–Sí, cariño.

Ashley Nicole se volvió y miró a Trudy a los ojos.

–Le odio -sentenció.

Trudy la reprendió con un gesto. Luego la abrazó fuerte y sonrío.

Lance había nacido y crecido en Point Cadet, una antigua colonia situada en una pequeña península de la bahía de Biloxi donde convivían los pescadores de gambas y los inmigrantes recién llegados al país. Conocía al dedillo todas aquellas calles de ambiente obrero, y aún conservaba muchos amigos en el barrio; entre ellos, un tal Cap. Cap era quien conducía la furgoneta cargada de marihuana el día de su detención. Los agentes de narcóticos le dieron el alto y encontraron a Lance, con la escopeta en la mano, durmiendo entre los paquetes de cannabis. A la tierna edad de diecinueve años, Cap y Lance habían compartido abogado, sentencia y condena.

Además de regentar su bar, Cap se dedicaba a prestar dinero con usura a los trabajadores de las fábricas de conservas. Lance y él se estaban tomando un par de cervezas en la trastienda, algo que procuraban hacer al menos una vez al mes y que hacían cada vez menos desde que Trudy se había mudado a Mobile con todos sus millones. Cap sabía que su compinche estaba en apuros. Lo había leído en los periódicos. De hecho, no se había sorprendido en absoluto al verlo aparecer con cara de pocos amigos y ganas de desahogarse.

Lance quería ponerse al día de las novedades: quién había ganado pasta, cuánta y en qué casino, por qué zona se movían los vendedores de crack, a quién habían echado el ojo los de narcóticos y cosas por el estilo. Habladurías de facinerosos con aspiraciones millonarias.

Cap desconfiaba de Trudy y solía mofarse de Lance por seguirla a todas partes.

–¿Cómo está la zorra? – preguntó.

–Bien. Preocupada por lo de su marido.

–No me extraña. ¿Cuánto le dieron los del seguro?

–Un par de millones.

–Dos y medio, según la prensa. Aunque, con el tren de vida que lleva, ya se lo debe de haber cepillado.

–El dinero está a buen recaudo.

–Que te lo has creído. El periódico decía que la compañía de seguros ya le ha metido un buen puro.

–Nosotros también tenemos abogados.

–Si estuvieras tan tranquilo como dices, no te habrías dejado caer por aquí. ¿Me equivoco? Has venido porque necesitas ayuda. La clase de ayuda que no pueden prestar los abogados.

Lance sonrió y tomó un trago de cerveza. Luego aprovechó que Trudy no estaba para encender un cigarrillo.

–¿Has visto a Zeke?

–¡No falla! – protestó Cap, indignado-. En cuanto la cosa se pone fea y ve peligrar sus millones, te envía al barrio a buscar a Zeke o a cualquier otro merluzo que esté dispuesto a jugarse el tipo por un puñado de billetes. Luego lo cogen, te cogen a ti, tú te las cargas y ella se olvida de que existes. Tú eres tonto, chico.

–Ya lo sé. ¿Sabes dónde está o no?

En la cárcel.

–¿Cuál de ellas?

–Tejas. Los federales lo trincaron por venta de armas. Tú eres tonto, chico. Hazme caso y no te compliques la vida. Ese tío llegará rodeado de pasma por todas partes, y lo encerrarán donde no pueda verlo ni su propia madre. Tienen que mantenerlo con vida hasta que afloje y diga dónde ha escondido la pasta. Para llegar hasta él, tendrías que llevarte por delante a media docena de polis, y dejar la vida en el intento.

–No necesariamente.

–Ahora resulta que eres un experto. Como si hubieras pasado por lo mismo un montón de veces. ¿Desde cuándo te crees tan listo?

–Puedo encontrar quien lo haga por mí.

–Por cuánto?

–Por lo que haga falta.

–Tienes cincuenta de los grandes?

–Sí.

Cap respiró hondo y echó un vistazo a la clientela del pub. Luego se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y miró fijamente a su amigo.

–A ver si lo entiendes, Lance. Tú nunca has sido un tipo brillante, no hace falta que te lo diga. Tienes éxito con las chicas, es verdad, pero el cerebro nunca ha sido tu punto fuerte.

–Muchas gracias.

–Todos lo quieren vivo. Piénsalo. Todos: los federales, los abogados, la policía, el tío que se quedó sin la pasta…, todos. Todos excepto, claro está, esa muerta de hambre que te deja vivir en su casa. Ella es la única que lo quiere ver muerto. Incluso en el caso de que te salieras con la tuya y llegaras a cargártelo, ¿de quién crees que sospecharía la policía? De ella, naturalmente. Y ahí es donde entras tú, pedazo de testosterona. El chivo expiatorio perfecto. El marido la palma, ella se queda con la pasta, que tú y yo sabemos que es lo único que le interesa, y tú te vas derechito a Parchman porque tienes antecedentes penales. ¿O es que ya no te acuerdas? Dejará que te pudras en la cárcel el resto de tu vida y ni siquiera se molestará en escribirte.

–¿Podemos hacerlo por cincuenta?

–¿Podemos?

–Sí. Tú y yo.

–Puedo darte un nombre, nada más. No quiero tener nada que ver con esto. No me interesa. Además, no saldrá bien.

–¿Quién es?

–Un tipo de Nueva Orleans. Pasa por aquí de vez en cuando.

–¿Puedes ponerme en contacto con él?

–Sí, pero nada más. Y luego no me vengas con que no te avisé.

Capítulo 12

Eva abandonó Miami a bordo de un avión con destino a Nueva York. El Concorde, un lujo superfluo pero al alcance de su multimillonario bolsillo, la llevó desde la ciudad de los rascacielos hasta París. En Niza, la última escala, alquiló el coche con el que atravesaría la campiña meridional en dirección a Aix-en-Provence, réplica del viaje que había hecho en compañía de Patrick hacía casi un año. Sólo en aquella ocasión había logrado convencerlo para que saliera de Brasil. Patrick se echaba temblar ante la simple idea de cruzar una frontera, por más perfecta que fuera su documentación falsa.

A los brasileños les encanta todo lo que tiene que ver con Francia, y casi todos los que han tenido acceso a una buena educación conocen la lengua y la cultura francesas. Eva y Patrick reservaron una suite en Villa Gallici, un bonito hotel en las afueras de Aix-en- Provence, y dedicaron una semana a recorrer las calles de la ciudad, a ir de compras, a degustar la comida local y a hacer alguna que otra visita a los pueblecitos de los alrededores. Igual que una pareja de recién casados, también se pasaron horas enteras sin salir de la habitación. Una vez, después de un exceso etílico, Patrick se refirió a aquel viaje como a su luna de miel.

Eva se hospedó en el mismo hotel, pero en una de las habitaciones individuales. Después de una siesta reconfortante, salió a la terraza en albornoz a tomarse una taza de té. Luego se puso unos pantalones vaqueros y estuvo un buen rato paseando por la ciudad.

Llegó hasta Cours Mirabeau, la avenida principal de Aix, y se sentó a degustar una copa de vino tinto en la terraza de un café abarrotado, contemplando las idas y venidas de los estudiantes. Sintió envidia de los jóvenes amantes que paseaban de la mano, sin rumbo fijo, sin nada de que preocuparse, y recordó que Patrick y ella también habían recorrido las mismas aceras cogidos del brazo, susurrando y riendo como si las sombras que los perseguían se hubieran desvanecido.

Fue en Aix, durante la única semana que pasó ininterrumpidamente a su lado, cuando se dio cuenta de lo poco que dormía Patrick. Se despertara a la hora que se despertase, él ya tenía los ojos abiertos. A menudo lo sorprendía inmóvil, tendido en silencio, mirándola como si la estuviera protegiendo de algún peligro, con la lámpara de la mesilla encendida. Si se daba cuenta de que se había despertado, apagaba la luz y la acariciaba dulcemente hasta adormecerla. Al cabo de media hora la lámpara volvía a estar encendida. Patrick se levantaba siempre antes de la salida del sol, tan temprano que, cuando ella salía a la terraza a desayunar, él ya había tenido tiempo de leerse todos los periódicos del día y varios capítulos de alguna novela de intriga.

–Dos horas como máximo -confesó cuando le preguntó cuánto dormía. Siempre se acostaba tarde, y pocas veces recuperaba algo de sueño durante el día.

A pesar de todo, no daba la impresión de estar nervioso ni asustado. No llevaba armas encima, no desconfiaba de los desconocidos ni mostraba otros síntomas de paranoia. Y rara vez hablaba de su condición de fugitivo. Excepto por su insomnio, Patrick le parecía tan normal que, a veces, hasta olvidaba que era uno de los hombres más buscados del planeta.

Para bien o para mal, sin embargo, el pasado formaba parte de sus vidas. Al fin y al cabo, si Patrick no hubiera tomado un día la decisión de cambiar de identidad y dejar atrás Estados Unidos, ella nunca lo habría conocido. Patrick hablaba con relativa frecuencia de la Nueva Orleans de su infancia, pero pocas veces -por no decir nunca-, hacía referencia a su mujer y a la vida que había llevado antes de huir a Brasil. Pese a aquel silencio, Eva sabía que Patrick había llegado a sentir un profundo desprecio por su esposa, y que la decisión de cambiar de vida había tenido mucho que ver con el deterioro de su matrimonio.

El recuerdo de Ashley Nicole era el más doloroso. Cada vez que Patrick intentaba hablar de la niña, se le hacía un nudo en la garganta y los ojos se le llenaban de lágrimas.

Su pasado seguía siendo un capítulo incompleto, y eso dificultaba el paso a la página siguiente. ¿Cómo se iba a poner a hacer planes sabiendo que las sombras estaban al acecho? No, nada de especulaciones sobre el futuro hasta que el resto estuviera resuelto.

Eva sabia que eran esas sombras las que le quitaban el sueño. Sombras invisibles. Presentimientos.

Se habían conocido dos años atrás, en el bufete de Río donde ella trabajaba. Patrick, haciéndose pasar por un empresario canadiense afincado en Brasil, había acudido al despacho en busca de asesoramiento en materia de importación e impuestos. Estaba delgado y bronceado, e iba vestido con un bonito traje de lino y una camisa blanca almidonada, el atuendo más acorde con el papel que estaba interpretando. Hablaba muy bien el portugués, aunque no tanto como ella el inglés, y era un dechado de amabilidad. Insistió en hablar la lengua del país; ella hizo lo mismo con el inglés. Así durante todo el almuerzo: una comida de trabajo que duró tres horas y que los convenció de que aquél no iba a ser su último encuentro. Siguieron una cena interminable y un paseo descalzos por la playa de Ipanema.

Eva había estado casada con un hombre mayor que había fallecido en un accidente de aviación en Chile. No tenía hijos. Patrick -Danilo, por aquel entonces- le dijo que estaba felizmente divorciado y que su ex mujer aún vivía en Toronto, su ciudad natal.

Durante los primeros meses de su romance, Eva y Danilo se estuvieron viendo varias veces por semana. En una de aquellas citas, él le contó la verdad. Toda la verdad.

Habían cenado en el apartamento de Eva. Era de madrugada y habían dado cuenta de una botella de buen vino francés. Danilo decidió que había llegado el momento de enfrentarse con su pasado y desnudar su alma. Estuvo varias horas hablando sin parar. Ante la mirada atónita de Eva, el empresario seguro de sí mismo se fue convirtiendo en un fugitivo asustado. Asustado y nervioso, sí, pero también inmensamente rico.

Patrick sintió un alivio tan grande que tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar. En Brasil, recordó, los hombres no lloran. Sobre todo delante de una mujer bonita.

La confesión no hizo sino aumentar el amor que Eva sentía por él. Hubo besos y abrazos, y lágrimas suficientes para los dos. Eva prometió hacer todo cuanto estuviera en su mano para protegerlo, y juró que jamás revelaría aquel terrible secreto. A lo largo de las semanas siguientes, Patrick le explicó dónde estaba el dinero y le enseñó la mejor manera de moverlo rápidamente por todo el mundo. juntos estudiaron las ventajas que ofrecían los paraísos fiscales y decidieron cuáles eran las inversiones más seguras.

Patrick llevaba casi dos años en Brasil cuando conoció a Eva. Al llegar se había instalado en Sáo Paulo, pero luego había residido en Recife, en Minas Gerais y en media docena de sitios más. Había estado dos meses en el Amazonas, trabajando en la selva y durmiendo en una barcaza, bajo una mosquitera tan cubierta de insectos que no podía distinguir la luna. También había estado empleado en Pantanal, un coto de caza gigantesco -repartido entre los estados de Mato Grosso y Mato Grosso do Sul, y de una extensión equivalente a la de España- frecuentado por los potentados argentinos. De hecho, conocía Brasil mejor que Eva; había estado en lugares de los que ella ni siquiera había oído hablar. Ponta Porá fue el resultado de una cuidada selección. Era una población pequeña y apartada, y a Danilo le pareció que, en el país de los mil escondrijos, aquél era el más seguro. Además, presentaba la ventaja táctica de estar en la frontera con Paraguay, un buen lugar adonde huir cuando se sintiera amenazado.

Eva no se opuso. Habría preferido que se instalara en Río, cerca de su casa, pero ¿quién era ella para dar consejos a un fugitivo? Lo dejó marchar a regañadientes, apenas confortada por la promesa de que algún día podrían estar juntos. De vez en cuando se reunían en el apartamento de Curitiba: breves encuentros que nunca duraban más de dos días y que siempre dejaban a Eva con la miel en los labios. Por desgracia, era todo cuanto él podía ofrecerle.

Danilo -ella nunca lo llamaba Patrick- estaba cada vez más convencido de que tarde o temprano darían con él. Eva se resistía a creerlo. ¿Cómo iban a encontrarlo con todas las molestias que se había tomado para no dejar rastro? La preocupación de Danilo fue aumentando en proporción inversa a sus horas de sueño. Se pasaba horas enteras instruyéndola sobre lo que debía hacer en tal o cual circunstancia. Incluso dejó de hablar del dinero. Las premoniciones no lo dejaban ni a sol ni a sombra.

Tenía previsto quedarse en Aix unos cuantos días, siguiendo el caso en la CNN y en los periódicos norteamericanos que pudiera encontrar. Sabía que no tardarían mucho en darle el alta. Luego vendrían la repatriación, la cárcel y quién sabe cuántas acusaciones. Patrick sabía que lo encerrarían, pero siempre le decía que no pasaría nada. Que lo resistiría. Que resistiría cualquier cosa si ella prometía esperarlo.

Tarde o temprano tendría que volver a Zurich para aclarar las cosas con el bufete. Después ya se vería. Lo más difícil era aceptar la idea de que no podía volver a casa. Había hablado con su padre tres veces, y siempre había tenido que hacerlo desde un teléfono público de un aeropuerto diferente. Llamaba para decirle que estaba bien pero que le era imposible regresar. Al menos, de momento.

Patrick y ella se comunicarían a través de Sandy, pero pasarían semanas antes de que pudieran verse.

Poco antes de las dos de la madrugada lo despertó un dolor agudo en las piernas. Durante un instante, pensó que volvían a aplicarle descargas, y creyó oír las voces crueles de sus raptores: ¿Dónde está el dinero?

La primera píldora llegó en una bandeja transportada por un camillero apático del turno de noche. Patrick pidió el vaso de agua que el auxiliar había olvidado, se tragó la píldora, y apuró una lata de refresco para quitarse el mal sabor de boca. Al cabo de diez minutos aún no había notado ninguna mejoría. Tenía el cuerpo empapado en sudor, y las heridas le escocían por culpa del ácido. Habría dado cualquier cosa por unas sábanas limpias. Pasaron otros diez minutos. Patrick encendió el televisor.

No le cabía ninguna duda de que sus torturadores seguían tras la pista del dinero, y el hecho de que los medios de comunicación hubieran divulgado su paradero contribuía a aumentar su sensación de inseguridad. Los fantasmas, ahuyentados por la luz del día, volvían por sus fueros durante las horas de oscuridad. Patrick esperó treinta minutos antes de llamar a la enfermera de guardia. Nadie acudió en su ayuda.

Al cabo de un rato se adormeció.

A las seis, la hora de la visita, ya volvía a estar despierto. El médico lo examinó a toda prisa y sin el buen humor de costumbre.

–Vamos a trasladarle -anunció-. Lo dejamos en buenas manos.

El doctor anotó un par de cifras en la tabla de seguimiento y salió de la habitación sin añadir palabra.

Treinta minutos más tarde llegó el agente Brent Myers con una sonrisa y la placa por delante, para no perder la costumbre.

–Buenos días -dijo.

Patrick no se volvió.

–¿No le han enseñado a llamar a la puerta?

–Lo siento. Acabo de hablar con el médico, Patrick. ¿Ya sabes las buenas noticias? Nos vamos a casa. Tengo órdenes de llevarte de vuelta mañana mismo. Saldremos a primera hora. Vuelo especial con destino a Biloxi. El Gobierno nos presta un avión de las Fuerzas Aéreas. ¿No que es emocionante? Imagínate, los dos juntitos…

–Déjeme en paz.

–Como quieras. Hasta mañana.

–Fuera.

El agente cerró la puerta tras de sí. Luis entró al poco rato con la bandeja del desayuno: café, zumo y mangos troceados. Patrick vio cómo deslizaba un paquete debajo del colchón antes de preguntarle si necesitaba algo más.

–No, gracias -musitó.

Una hora más tarde llegó Sandy, dispuesto a desentrañar el misterio de aquellos últimos cuatro años y a no dejar pregunta sin respuesta. Patrick apagó el televisor mientras él subía las persianas. La luz del sol inundó la habitación.

–Quiero que vuelvas a Biloxi inmediatamente -dijo Patrick-. Toma, llévate esto.

Sandy cogió el paquete y se sentó en la única silla de la habitación para examinar detenidamente las fotografías de su amigo desnudo.

–¿Cuándo te las han hecho? – preguntó.

–Hace dos días.

Sandy sacó su bloc y tomó nota.

–¿Quién?

–Luis, el camillero.

–¿Y las quemaduras? ¿Quién ha sido?

–¿Quién me tiene bajo custodia, Sandy?

–El FBI.

–Entonces creo que ha sido el FBI. Mi propio Gobierno me ha perseguido, capturado y torturado. Y ahora me repatría a la fuerza. El Gobierno, Sandy. El FBI, el Departamento de justicia y las autoridades locales: el fiscal del distrito y el resto del comité de bienvenida. Mira cómo me han dejado.

–Habría que demandarlos -dijo Sandy.

–Y sacarles unos cuantos millones. No hay tiempo que perder. Escucha mi plan. Mañana me meterán en no sé qué transporte militar y me trasladarán a Biloxi. Imagínate la recepción que me espera. Hay que aprovechar.

–¿Aprovechar?

–Exacto. Deberíamos presentar la querella esta misma tarde para que salga en los periódicos mañana. Filtra la noticia a la prensa y enséñales las fotos, las dos que he marcado por detrás.

Sandy repasó las fotografías hasta encontrar las que había escogido Patrick. La primera era un primer plano de la cara y las quemaduras del pecho. La otra mostraba la quemadura de tercer grado del muslo izquierdo.

–¿En serio quieres que se las dé a la prensa?

–Sólo al periódico de la Costa. Es el único que interesa. Lo lee el ochenta por ciento del condado de Harrison, es decir, la mayoría de los miembros potenciales de nuestro jurado.

Sandy tuvo que reprimir una carcajada.

–Ya veo que no has pegado ojo esta noche.

–Llevo cuatro años sin pegar ojo.

–La idea me parece brillante.

–Bueno, yo no diría tanto. Con un poco de suerte, servirá para pararles los pies a esos buitres y atraemos el favor de la opinión pública. ¿Te imaginas los titulares? El FBI tortura a un detenido, a un ciudadano de Estados Unidos.

–Brillante. Simplemente brillante. ¿Nos querellamos sólo contra el FBI?

–Sí, no compliquemos más las cosas. Acusar al Gobierno de causarme daños físicos y psíquicos irreparables durante el brutal interrogatorio al que fui sometido en algún lugar de la selva brasileña no es moco de pavo.

–A mí me suena a gloria.

–Aún te sonará mejor cuando la prensa haya entrado en acción.

–¿Cuánto pedimos?

–Eso es lo de menos. Diez millones por daños y perjuicios y cien más de multa. Para que cunda el ejemplo.

Sandy llenó una página entera de garabatos. De repente dejó de escribir y miró fijamente a Patrick.

–No ha sido el FBI, ¿verdad?

–No -dijo Patrick-. El FBI me recibió de manos de un puñado de matones anónimos que llevaban mucho tiempo siguiéndome la pista. De hecho, aún me la están siguiendo.

–¿Crees que el FBI sabe quiénes son?

–Sí.

La habitación quedó en silencio. Sandy esperaba una explicación que Patrick no estaba dispuesto a darle. Había enfermeras en el pasillo, al otro lado de la puerta.

Patrick cambió de postura. Después de tres días de reposo, se sentía con fuerzas para afrontar el traslado y todo cuanto éste conllevaba.

–Date prisa, Sandy. Ya habrá tiempo para hablar. Se que tienes muchas preguntas que hacer. Sólo necesito un poco de tiempo.

–Tú mandas, amigo.

–Y deja la discreción a un lado. Llegado el momento, ya decidiremos a quién hay que acusar exactamente.

–De acuerdo. No será la primera vez.

–Es cuestión de estrategia. No nos irá mal contar con las simpatías del público.

Sandy guardó el bloc y las fotos en el maletín.

–Ten cuidado -dijo Patrick-. Tan pronto como se sepa que eres mi abogado, tendrás que vértelas con un montón de gente desagradable.

–¿Lo dices por la prensa?

–Sólo en parte. Hay un gran tesoro enterrado, Sandy, y gente dispuesta a encontrarlo a toda costa.

–¿Cuántos millones te quedan?

–Los mismos de siempre. Más aún.

–No me sorprendería que tuvieras que utilizar hasta el último centavo para salvar el pellejo.

–Tengo un plan.

–No me lo jures. Nos vemos en Biloxi.

Capítulo 13

Tras el impacto causado por la noticia de que Patrick sería trasladado a Estados Unidos al día siguiente, pocos esperaban que la jornada pudiera dar aún más de sí. Todas las fuentes consultadas, sin embargo, coincidían en afirmar lo contrario.

Sandy dejó a los periodistas esperando en el vestíbulo mientras él cumplía con los trámites de rigor en el despacho del oficial del juzgado. Luego distribuyó copias de la querella que acababa de presentar entre la docena de sabuesos que competían por el privilegio de entrevistarlo. El rumor de la nueva acción judicial había congregado a representantes de todos los medios de comunicación, tal y como indicaba la presencia, entre los enviados de la prensa escrita, de dos cámaras de televisión y un equipo radiofónico.

Lo que podía haber sido la enésima demanda presentada por un abogado con ansias de protagonismo, se convirtió en algo mucho más serio en el preciso instante en que Sandy anunció que su representado era nada más y nada menos que Patrick Lanigan. El corro de reporteros de guardia se vio incrementado de inmediato por un puñado de curiosos: empleados del juzgado, abogados e incluso un conserje. Con su habitual sangre fría, Sandy informó a los presentes de que su cliente acababa de interponer una querella contra el FBI por tortura y malos tratos.

Sandy describió con detalle las imputaciones hechas contra los agentes del Gobierno antes de someterse al tiroteo de los medios. Cuando hubo dado respuesta a todas las preguntas -siempre con la mirada fija en las cámaras de televisión-, se agachó un momento para extraer de su maletín las fotografías a todo color del maltrecho cuerpo de Patrick, ampliadas a treinta por cuarenta centímetros y montadas en sendos passe-partout de cartulina plastificada.

–Juzguen ustedes mismos -dijo con afectación.

Las cámaras se abrieron paso hasta el abogado para captar primeros planos de las instantáneas. El orden brillaba por su ausencia.

–Lo drogaron y le llenaron el cuerpo de cables. Lo torturaron hasta achicharrarlo vivo por negarse a contestar unas preguntas cuya respuesta desconocía. Así actúa su Gobierno, damas y caballeros. ¡Torturando a ciudadanos de Estados Unidos! ¡Contratando matones a sueldo que se hacen llamar agentes del FBI!

Sandy consiguió impresionar incluso a los reporteros más avezados. No cabía duda de que estaba dotado para el arte dramático.

La televisión local de Biloxi anunció la noticia a bombo y platillo y le dedicó casi la mitad del noticiario de las seis. El otro reportaje estelar fue el del regreso de Patrick, previsto para el día siguiente.

La CNN se hizo eco de la noticia a última hora de la tarde, y la incluyó en boletines sucesivos cada media hora. De la noche a la mañana, Sandy se había convertido en el abogado más famoso del país. Los hechos imputados a los agentes del FBI eran tan graves que se hacía difícil hablar de otra cosa.

Hamilton Jaynes estaba disfrutando del alcohol y la compañía de sus amigos en un club de campo cercano a Alejandría cuando escuchó la noticia en el televisor del bar. Al menos había tenido tiempo para completar un recorrido de dieciocho hoyos y olvidarse durante un rato de la Agencia y de todos sus quebraderos de cabeza. ¿Qué pretendía ese Lanigan? El subdirector del FBI pidió disculpas a sus amigos y se acercó a la barra vacía para hacer una llamada con su teléfono móvil.

En el corazón del edificio Hoover de Pennsylvania Avenue hay un pasillo jalonado de habitaciones sin ventanas desde donde el personal del FBI sigue con atención los programas de noticias de todas las televisiones del mundo. En otras dependencias se escuchan y graban los boletines informativos emitidos por radio, y un tercer grupo de especialistas se dedica a leer periódicos y revistas. Dentro de la Agencia, dicho departamento es conocido con el nombre de Acumulación.

La llamada de Jaynes iba dirigida precisamente al supervisor de guardia de la sección de Acumulación, el hombre más indicado para ponerle al corriente de lo ocurrido. Al cabo de pocos minutos Jaynes abandonó el club de campo en dirección al segundo piso del edificio Hoover. Nada más llegar a su despacho se puso en contacto con el fiscal general, que llevaba horas intentando localizarlo y estaba de un humor de perros. Jaynes apenas tuvo oportunidad de defenderse, pero sí logró convencer al fiscal de que el FBI no había tenido absolutamente nada que ver con las supuestas agresiones sufridas por Patrick Lanigan.

–¿Supuestas? – se burló el fiscal general-. ¡Pero si he visto las quemaduras con mis propios ojos! Y lo que es peor, ¡todo el mundo las ha visto!

–No hemos sido nosotros -insistió Jaynes, animado por la certeza de que, al menos por una vez, estaba diciendo la verdad.

–Entonces dígame quién ha sido -replicó el fiscal general-. Suponiendo que lo sepa…

–Lo sé.

–En ese caso, quiero ver un informe sobre mi mesa mañana a primera hora.

–Cuente con él -dijo Jaynes mientras su interlocutor interrumpía bruscamente la comunicación.

Contrariado, el subdirector del FBI dio un puntapié a la mesa y marcó otro número. Momentos después, dos de sus hombres se materializaban frente la casa de los Stephano.

Jack había seguido las últimas noticias por televisión, y ya se imaginaba que habría algún tipo de reacción por parte de los federales; por eso se había pasado un buen rato en la terraza, hablando con su abogado por el teléfono móvil. No se podía negar que la situación tenía gracia: ¡el FBI acusado de las fechorías cometidas por sus hombres! Ese Lanigan y su abogado sabían lo que se hacían.

–Buenas noches -dijo con cortesía-. A ver si lo adivino… Vienen a traemos las pizzas.

–FBI, señor -anunció uno de los agentes mientras se llevaba la mano al bolsillo.

–No te molestes, muchacho. Ya te he reconocido. La última vez que te vi estabas en un coche aparcado en esa esquina, escondido detrás de un periódico sensacionalista. Hay que ver, tanto estudiar y luego… Debe de ser frustrante, ¿verdad?

–El señor Jaynes quiere hablar con usted -dijo el otro.

–¿Por qué?

–Eso tendrá que preguntárselo a él. Le está esperando en su despacho.

–Vaya con Hamilton… Con que haciendo horas extras, ¿eh?

–Sí, señor. ¿Nos vamos?

–¿Debo entender que me están arrestando otra vez?

–No. No exactamente.

–¿No exactamente? No sé si lo saben, muchachos, pero tengo a un montón de abogados trabajando para mí. Una denuncia por detención ilegal podría causarles muchos problemas…

Los agentes intercambiaron una mirada nerviosa. No le tenía miedo a Jaynes. De hecho, no le tenía miedo a nadie. Se sentía con fuerzas para enfrentarse a cualquier cosa. Por otra parte, y teniendo en cuenta los cargos pendientes contra él, ¿qué mal podía haber en colaborar un poco con la justicia?

–Enseguida estoy con ustedes.

Cuando entró en el despacho, Jaynes estaba de pie junto a la mesa, hojeando un informe interminable.

–Siéntese -le dijo mientras señalaba una de las sillas que había al otro lado de la mesa. Era casi medianoche.

–Muy buenas noches, Hamilton -respondió con una sonrisa.

Jaynes dejó el informe.

–¿Se puede saber qué demonios le hicieron?

–No lo sé. Supongo que a alguno de los brasileños se le iría un poco la mano. Sobrevivirá, no se preocupe.

–Nombres, Jack. Quiero nombres.

–¿Cree que debería llamar a mi abogado? ¿Me está interrogando?

–No lo sé. Sólo sé que el director está hablando con el fiscal general, que el fiscal general está que echa chispas, y que ese teléfono me está haciendo la vida imposible. Esto va en serio, Jack. Y es un asunto muy feo. En este momento tengo a todo el país contemplando esas condenadas fotografías y preguntándose por qué demonios el FBI se dedica a torturar a ciudadanos de Estados Unidos.

–Lo siento muchísimo.

–Ya lo veo. ¿Quién fue?

–Un grupo de brasileños. Los mismos que contratamos hace un año, cuando supimos que Lanigan estaba en Brasil. Ni siquiera sé cómo se llaman.

–¿Quién les dio el soplo?

–Le gustaría saberlo, ¿verdad?

–No sabe cuánto.

Jaynes se aflojó la corbata y se sentó en el borde de la mesa. Stephano lo miraba desde su silla sin asomo de preocupación. Con el respaldo de sus abogados, se sentía capaz de negociar incluso con el mismísimo FBI.

–Voy a ofrecerle un trato -anunció Jaynes-. Es idea del jefe.

–Soy todo oídos.

–Suponga que arrestamos a Benny Aricia mañana mismo. Le damos publicidad al asunto, filtramos unos cuantos datos a la prensa, y dejamos que todo el mundo se entere de que el tipo que perdió los noventa millones de dólares contrató sus servicios para que localizara a Lanigan. Por desgracia, usted encontró al ladrón, pero no pudo recuperar el botín. Ni siquiera a la fuerza.

Stephano escuchaba con atención, pero sin dar señales de alarma.

–Luego arrestamos a los de las compañías de seguros. A Atterson, de Monarch-Sierra Insurance, y a Jill, de Northern Case Mutual, que, si no me equivoco, son los otros miembros de su pequeño consorcio. ¿Se imagina a las tropas de asalto irrumpiendo en sus oficinas de lujo y llevándoselos a rastras? Naturalmente, habría cámaras de televisión, esposas, furgones negros, filtraciones a la prensa y todo lo demás. Pronto se sabría que habían ayudado a Aricia a financiar su pequeña misión de rescate en Brasil. Piénselo, Jack. Todos sus clientes entre rejas.

A Stephano le habría gustado preguntar cómo se las había apañado el FBI para identificar a los miembros de su pequeño consorcio, pero se contuvo. Al fin y al cabo, no era tan difícil imaginarlo. Bastaba con pensar en los más perjudicados.

–¿Qué sería de su negocio? – preguntó Jaynes con lástima fingida. – Hamilton, ¿adónde quiere ir a parar? – Ah, sí, el trato. Es muy sencillo. Usted nos lo cuenta todo: cómo dieron con él, cuánto

han averiguado, etcétera, etcétera. La lista de preguntas es un poco larga. Nosotros, a

cambio, retiramos los cargos que pesan contra usted y dejamos en paz a sus clientes. – En otras palabras, me está haciendo chantaje. – Sí, la especialidad de la casa. Si no acepta el trato, pondremos en evidencia a sus

clientes y le dejaremos sin negocio. – ¿Nada más? – Bueno, con un poco de suerte también podríamos enviarle una temporada a la sombra. Había muchas y buenas razones para aceptar el trato, y una de las más importantes era la

señora Stephano. Se había extendido el rumor de que el FBI vigilaba su casa las veinticuatro horas del día, y las habladurías la mortificaban. Además, tenía los teléfonos intervenidos. Lo sabía porque su marido se escondía entre los rosales cada vez que tenía que hacer una llamada. No era difícil darse cuenta de que estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. «¿Qué va a pensar la gente?», preguntaba sin cesar a su marido.

Dando a entender que sabía más de lo que estaba dispuesto a admitir, Stephano había obligado al FBI a dar el paso que necesitaba. No sólo había conseguido salir airoso de la situación y proteger a sus clientes, sino algo más importante incluso: sumar a la operación de rescate los considerables recursos de los federales.

–Tendré que consultarlo con mi abogado. – Tiene tiempo hasta mañana por la tarde a las cinco.

Patrick reconoció sus heridas en las imágenes de la CNN. Sandy enseñaba las fotos a las cámaras con la misma satisfacción con que un flamante campeón de boxeo habría exhibido su trofeo. El programa resumen de las noticias del día había llegado casi a la mitad, y, según un corresponsal apostado a la entrada del edificio Hoover, los medios seguían esperando una respuesta oficial por parte del FBI.

Luis, que también estaba en la habitación en aquel momento, no daba crédito a sus ojos. Las quemaduras de la pantalla se parecían mucho a las del paciente que le sonreía desde la cama. El puertorriqueño sumó dos y dos.

–¿Mis fotos? – preguntó en su peculiar inglés. – Sí -respondió Patrick, casi sin poder reprimir una carcajada. – Mis fotos -repitió Luis con orgullo. Medio mundo occidental estaba al corriente de la historia del abogado estadounidense

que había fingido su muerte, asistido a su propio entierro, desfalcado noventa millones de dólares, y caído en manos de sus perseguidores cuatro años más tarde, una vez afincado en Brasil. Eva leyó el penúltimo capítulo de la saga bajo un toldo de Les Deux Gargons, su café preferido de Aix-en-Provence. Caía una llovizna persistente que ya había empapado las demás mesas de la terraza. La crónica estaba escondida entre otras noticias locales de un periódico norteamericano y hablaba de quemaduras de tercer grado. No había fotografías. Eva sintió que se le hacía un nudo en la garganta, y tuvo que ponerse las gafas de sol para ocultar las lágrimas.

Patrick volvía a casa herido y encadenado como una fiera salvaje. El viaje era inevitable, y había llegado la hora de emprenderlo. A sabiendas de que tendría que conformarse con permanecer en un segundo plano, Eva estaba decidida a acompañarlo, a hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarlo sin salir de su escondite, y a pedirle a Dios que no los abandonara. Las noches se las pasaría dando vueltas y más vueltas por la habitación, igual que Patrick, pensando en aquel futuro que había imaginado feliz.

Capítulo 14

Llegado el momento del viaje, Patrick se inclinó por una bata verde de cirujano, la única vestimenta lo bastante amplia como para no rozarle las quemaduras. El vuelo no tendría escalas, pero aun así duraría más de dos horas, y en su caso la comodidad era casi cuestión de vida o muerte. Antes de salir, el médico le entregó un frasco de analgésicos -por si acaso- y una carpeta con su historia clínica. Patrick dio las gracias al dermatólogo, estrechó la mano de Luis y se despidió de una de las enfermeras.

El agente Myers lo esperaba al otro lado de la puerta junto a cuatro miembros uniformados de la policía militar.

–Te parece que hagamos un trato, Patrick? – dijo Myers-. Pórtate bien y no te pondré las esposas ni los grilletes hasta que aterricemos.

–Gracias.

Patrick avanzó despacio por el pasillo. Le dolían las piernas desde la punta de los pies hasta las caderas, y las rodillas le flaqueaban por falta de ejercicio, pero aun así hizo un esfuerzo por mantener la cabeza erguida y los hombros atrás mientras andaba. Todas las enfermeras que se cruzaron en su camino fueron agasajadas con una reverencia cortés. El ascensor lo llevó hasta el sótano, donde lo esperaban una furgoneta azul y otros dos miembros de la policía militar, armados y algo alarmados por la presencia de varios coches vacíos en el aparcamiento. Un brazo robusto lo sujetó por la axila y lo ayudó a ocupar su asiento en la parte central de la furgoneta. Luego uno de los policías le pasó una versión barata de las gafas de sol que utilizan los pilotos.

–Le harán falta -dijo-. Ahí fuera cae un sol de justicia.

La furgoneta recorrió despacio varios tramos de asfalto abrasador y atravesó varios puestos de control más o menos vigilados, pero no llegó a salir de la base ni alcanzó los cincuenta kilómetros por hora en ningún momento. Los ocupantes del vehículo guardaban silencio. A través de los gruesos cristales de las gafas y de las ventanillas ahumadas, Patrick divisó las hileras de barracones, las dependencias administrativas Y. finalmente, un hangar. Había pasado cuatro días en la base, pensó. O puede que sólo hubieran sido tres. Las drogas que le habían administrado al llegar le habían hecho perder la noción del tiempo durante las primeras horas. Un ventilador instalado sobre el salpicadero mantenía la temperatura dentro de unos límites soportables. Patrick estrechó entre los brazos la carpeta que contenía su historia clínica. En aquellos momentos era la única cosa que poseía.

Se acordó de Ponta Porá, su hogar, y se preguntó si alguien le habría echado de menos. ¿Qué habría pasado con su casa? ¿La seguiría limpiando la asistenta? Seguramente no. ¿Y el coche? ¿Qué se habría hecho de su pequeño escarabajo rojo? Podía contar a la gente que lo conocía con los dedos de una mano. ¿Qué debían de estar comentando? Seguramente nada.

¿Qué importaba ya Ponta Porá? Quienes sí lo habían echado de menos eran sus paisanos de Biloxi. La parábola del hijo pródigo. Ni que decir tiene que grilletes y citaciones no le parecían la bienvenida más adecuada para la única celebridad del lugar. ¿No habría sido mejor organizar un desfile por la autopista de la Costa para homenajear al compatriota que supo hacer fortuna? Al fin y al cabo, si el mundo había oído hablar de Biloxi era gracias a él. Él había hecho que figuraran en el mapa, como quien dice. ¿Cuántos podían presumir de la astucia necesaria para hacerse con noventa millones de dólares?

Patrick tuvo que contener una carcajada. Qué tonterías se le ocurrían.

¿Dónde lo internarían? Como abogado, podía decirse que había visto todas las cárceles de Biloxi: la municipal, la del condado de Harrison, y hasta el depósito de detenidos que el FBI tenía en la base aérea de Keesler. No, no tendría tanta suerte.

¿Estaría aislado, o tendría que compartir celda con delincuentes comunes y drogadictos? ¡Bingo! Patrick abrió la carpeta y echó un vistazo a su alta médica. Ahí estaba, sí señor, y en letras bien grandes:

SE RECOMIENDA MANTENER AL

PACIENTE

HOSPITALIZADO DURANTE UN MÍNIMO DE SIETE DÍAS

¡Gracias, doctor! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Debía de ser el efecto de las píldoras. Su pobre organismo había absorbido más calmantes durante aquella última semana que en toda su vida. Sin duda los lapsos de memoria y concentración que venía sufriendo últimamente podían atribuirse a los medicamentos.

Su abogado tenía que recibir una copia del alta cuanto antes. Así podrían empezar a prepararle la cama, a ser posible en una habitación particular y con muchas enfermeras pendientes de su bienestar. Ésa era la clase de reclusión que Patrick Lanigan tenía en mente. Que pusieran diez policías en la puerta. A él qué más le daba. Lo que quería era una cama articulada, un mando a distancia y, por encima de todo, estar lo más lejos posible de los delincuentes comunes.

Necesito hacer una llamada -dijo al conductor de la furgoneta, como si fuera a él y no a la policía militar a quien correspondiera la decisión. No obtuvo respuesta.

El vehículo se detuvo en un gran hangar próximo a un avión de carga. Los miembros de la escolta esperaron fuera, a pleno sol, mientras Patrick y el agente Myers se encerraban en un pequeño despacho y discutían sobre si el derecho a la asistencia letrada reconocido por la constitución incluía o no el envío de documentos por fax.

Patrick amenazó a Brent con interponer toda clase de demandas hasta que éste dio su brazo a torcer y autorizó el envío de las instrucciones del dermatólogo al bufete de Sandy McDermott, en Nueva Orleans.

Después de una larga visita a los lavabos de caballeros, Patrick se reunió con su escolta y subió lentamente los escalones del C-120.

El avión aterrizó en la base aérea de Keesler a las doce menos veinte del mediodía. Patrick se sintió sorprendido y contrariado al comprobar que no lo esperaba un recibimiento multitudinario. Nada de cámaras ni de periodistas. Nada de viejos amigos dispuestos a prestarle ayuda en aquel momento de tribulación.

La policía había recibido órdenes de acordonar la pista de aterrizaje, y no se había expedido ningún pase de prensa. Desde la entrada a la base, a más de dos kilómetros de distancia, un nutrido grupo de periodistas había tenido que conformarse con filmar y fotografiar la maniobra de descenso del avión. Su decepción sólo era comparable a la del propio interesado.

Patrick no contaba con aquel contratiempo. Ya antes de emprender el viaje había intentado imaginar el efecto que causarían en pantalla su bata de convaleciente, su cojera de animal apaleado, las esposas y los grilletes. Habría sido una imagen difícil de olvidar, sobre todo para aquellos de sus conciudadanos a quienes, llegado el momento, correspondiera la responsabilidad de juzgarlo.

Como era de esperar, el periódico de la Costa se había hecho eco de la querella interpuesta contra el FBI y le había dedicado titulares, artículos de fondo y varias fotografías en color. Al menos en aquel primer momento, había que ser insensible para no compadecerse del pobre repatriado. Patrick había logrado infligir un duro golpe al equipo contrario, formado por el Gobierno, la acusación particular y la policía. Había deslucido la que debería haber sido una jornada de gloria para los defensores de la ley y el orden: el día del regreso del abogado díscolo, del príncipe de los ladrones. En la sede local del FBI, se desconectaron todos los teléfonos y se cerraron todas las puertas para evitar el acoso de la prensa. Cutter fue el único que se aventuró a salir, y lo hizo en secreto. Tenía órdenes de hacerse cargo de Patrick tan pronto como pisara suelo estadounidense.

El comité de recepción estuvo formado por Cutter, el sheriff Sweeney, dos oficiales de la base y Sandy.

–Bienvenido a casa, Patrick -dijo el sheriff.

Patrick le tendió las manos, unidas por las muñecas, y trató de corresponder al saludo.

–¿Qué tal, Raymond? – contestó con una sonrisa.

Como suele suceder entre policías y abogados del mismo lugar, se conocían muy bien. Se habían encontrado por primera vez nueve años atrás, cuando Patrick era un abogado recién llegado a la ciudad y Raymond Sweeney ayudante en jefe del sheriff del condado de Harrison.

Cutter dio un paso al frente para identificarse. Patrick hizo una seña a Sandy en cuanto oyó mencionar al FBI. Los esperaba una furgoneta de la Marina, muy parecida, por cierto, a la de la base de Puerto Rico. Patrick y su séquito entraron en el vehículo. Él iba en la parte de atrás, con su abogado.

–¿Adónde vamos? – preguntó en voz baja.

Al hospital de la base -respondió Sandy de la misma manera-. órdenes del médico.

–Así me gusta.

La furgoneta llegó a paso de tortuga hasta un puesto de control. El guardia apenas se dignó levantar la vista de la información deportiva. Al otro lado de la barrera, a lo largo de una calle tranquila, estaban las dependencias de los oficiales.

La vida del fugitivo está llena de sueños: algunos reales, nocturnos; otros propios de la vigilia. La mayoría son pesadillas aterradoras que hacen crecer las sombras; los menos, fantasías proyectadas en un futuro feliz, sin pasado. Al fin y al cabo, si algo caracteriza la vida de un fugitivo es que está anclada en el pasado. Un pasado sin fin.

Patrick había soñado más de una vez en el día de su regreso. ¿Quién iría a recibirlo? ¿Olería igual el aire del Golfo? ¿En qué época del año volvería? ¿Cuántos amigos se le acercarían y cuántos lo darían de lado? Había varias personas a las que deseaba ver, pero no estaba seguro de que el interés fuera recíproco. ¿Lo tratarían como a un paria? ¿Como a una celebridad? Seguramente ninguna de las dos cosas.

El final de la persecución le provocaba una extraña sensación de alivio. Sabía que le esperaban muchos y grandes problemas, pero al menos podía soltar algo de lastre. La verdad es que Patrick nunca había tenido oportunidad de disfrutar de su nueva vida. El miedo era más poderoso que el dinero. El miedo a un regreso que sabía inevitable. Había sido avaricioso. De haberse conformado con un botín más modesto, tal vez las víctimas no se habrían tomado tantas molestias para encontrarlo.

Camino del hospital, Patrick reparó en el pavimento de asfalto. En Brasil o en Ponta Porá, al menos- abundaban más las pistas de tierra. También se fijó en las zapatillas de los niños. Los brasileños, a fuerza de ir descalzos, tenían las plantas de los pies tan duras como la goma. Echaba de menos la calma de Rua Tiradentes y el bullicio de los partidos de fútbol improvisados.

–Te encuentras bien? – le preguntó Sandy.

Patrick hizo un gesto afirmativo. Aún llevaba puestas las gafas de sol.

Sandy extrajo de su maletín un ejemplar del periódico de la Costa. El titular proclamaba: LANIGAN SE QUERELLA CONTRA EL FBI POR TORTURA Y MALOS TRATOS. Las dos fotos de Luis ocupaban la mitad de la primera página.

Patrick contempló las imágenes un momento.

–Ahora no.

Cutter estaba a la escucha. Patrick se alegró de que la conversación con Sandy tuviera que posponerse una vez más. La furgoneta atravesó el aparcamiento del hospital de la base y se detuvo frente a la entrada de urgencias. Patrick fue conducido a través de una puerta de servicio y de un pasillo lleno de enfermeras curiosas. Luego se cruzó con dos analistas.

–Bienvenido a casa -le dijo uno de ellos. En todas partes tiene que haber un listillo.

No hubo papeleo. Patrick no tuvo que rellenar impresos de admisión ni contestar ninguna pregunta sobre su seguro médico o su solvencia. Cutter y el sheriff lo llevaron directamente al segundo piso, a la habitación del fondo del pasillo, y, después de explicarle las restricciones aplicables al uso del teléfono, la libre circulación y el régimen de comidas, lo dejaron a solas con Sandy. ¿Qué más podían decirle?

Patrick se sentó al borde de la cama, con los pies colgando.

–Me gustaría ver a mi madre -dijo.

–Está de camino. Llegará a eso de la una.

–Gracias.

–¿Qué hay de tu mujer y tu hija?

–Me gustaría ver a Ashley Nicole, pero no ahora. Estoy seguro de que no se acuerda de mí, y debe de pensar que soy un monstruo. De Trudy no quiero saber nada. No hace falta

que te explique por qué. Alguien llamó a la puerta. – Siento tener que molestarte, Patrick, pero el deber es sagrado. Cuanto antes acabemos

con esto, mejor. Era el sheriff Sweeney otra vez, con un montón de papeles en la mano. – Tú mandas, Raymond -dijo Patrick mientras se preparaba para afrontar la ofensiva. – Tengo que entregarte estos documentos. El condado de Harrison te acusa de homicidio

en primer grado. Patrick aceptó la notificación y la entregó a Sandy sin leerla siquiera. – Trudy Lanigan ha presentado una demanda de divorcio contra ti en el juzgado de

Mobile. Aquí tienes la citación y una copia de la demanda. – ¡Qué sorpresa! – exclamó Patrick-. ¿De qué me acusa? – No tengo ni idea. Citación y copia de la demanda presentada por un tal Benjamin

Aricia. – ¿Quién? – bromeó Patrick. El sheriff no sonrió. – Citación y copia de la demanda presentada por tus antiguos socios. – ¿Cuánto piden? – preguntó Patrick mientras recogía los documentos de manos del

sheriff. – No tengo ni idea. Citación y copia de la demanda presentada por la compañía

aseguradora Monarch-Sierra. – Ah, sí, ya me acuerdo. – Patrick entregó los últimos papeles a Sandy. – Lo siento, Patrick -dijo Sweeney. – ¿Ya está? – De momento. Dentro de un rato me pasaré por el juzgado a ver si hay alguna novedad. – Mantennos informados. Sandy trabaja deprisa. Patrick y el sheriff se despidieron con un apretón de manos, esta vez sin esposas de por

medio.

–Raymond siempre me ha caído bien -dijo Patrick. Tenía los brazos en jarras e intentaba flexionar las rodillas, pero sólo lo consiguió a medias-. Sandy, esto va para largo. Estoy hecho papilla.

–Mejor -replicó Sandy mientras hojeaba una de las demandas-. Así darás lástima al jurado. Parece que Trudy está muy enfadada contigo. Quiere que desaparezcas de su vida para siempre.

–Pues no será porque no lo haya intentado. ¿Qué alega? – Abandono de hogar, malos tratos psíquicos… -Pobrecilla. – Tienes intención de contestar la demanda? – Depende de lo que pida. Sandy echó un vistazo a la página siguiente. – Divorcio, plena custodia de la niña, privación de la patria potestad, supresión del

régimen de visitas, y propiedad de todos los bienes muebles e inmuebles inventariados en el momento de tu «desaparición». Cito textualmente. Más… sí, más un porcentaje equitativo de los ingresos obtenidos desde entonces.

–Vaya, vaya…

–Y ya está. De momento.

–Le concederé el divorcio con mucho gusto, pero no se lo pondré tan fácil como cree.

–¿Has pensado en algo?

–Ya hablaremos luego. Estoy cansado.

–¡Espléndido! Dentro de un par de horas y unos cuantos atascos ya estaré de vuelta en mi despacho. Si es que queda una sola plaza de aparcamiento libre en toda Nueva Orleans, claro. ¿Cuándo calculas que querrás volver a verme?

–Lo digo en serio, Sandy. Estoy cansado. ¿Qué te parece mañana por la mañana? Ya habré descansado y podremos trabajar todo el día.

Sandy recobró la compostura y empezó a guardar los documentos en el maletín.

De acuerdo. Estaré aquí a las diez.

–Gracias.

Patrick disfrutó de la soledad durante unos ocho minutos aproximadamente, el tiempo que tardó su habitación en llenarse de toda clase de auxiliares y enfermeras.

–¿Qué tal? Me llamo Rose. Soy la enfermera jefe. Necesitamos echar un vistazo a esas quemaduras. Quítese la bata, por favor.

Con favor o sin él, Rose puso manos a la obra. Otras dos enfermeras no menos robustas aparecieron a ambos lados de la cama para ayudar a su superior a desvestir al paciente. Daban la impresión de estar pasándoselo bien. Una cuarta enfermera esperaba su turno con un termómetro en la mano y una bandeja llena de instrumentos espeluznantes. Mientras tanto, un auxiliar contemplaba la escena embobado desde los pies de la cama, y un camillero vestido de color naranja esperaba junto a la puerta.

La invasión fue seguida de quince minutos de pruebas. Patrick cerró los ojos y capeó el temporal lo mejor que pudo. Las enfermeras desaparecieron con la misma rapidez con la que habían llegado.

Patrick y su madre protagonizaron un emotivo reencuentro. El hijo se disculpó una sola vez por todo lo que había hecho, y la madre aceptó sus disculpas con cariño. La alegría de recuperarlo era más fuerte que el rencor y la amargura acumulados durante los últimos cuatro años. Todo quedaba perdonado.

Joyce Lanigan tenía sesenta y ocho años y, aparte de la hipertensión, disfrutaba de buena salud. Su marido, el padre de Patrick, la había abandonado por otra mujer veinte años atrás, y había muerto al cabo de poco tiempo de un ataque al corazón. El funeral se celebró en Tejas, y ni ella ni Patrick se tomaron la molestia de asistir. El hermanastro de Patrick -la segunda esposa de su padre estaba embarazada cuando él murió- había matado a dos agentes encubiertos de la brigada de estupefacientes a la tierna edad de diecisiete años, y esperaba su turno en el pabellón de los condenados a muerte de Huntsville, en el estado de Tejas. Éste y otros detalles sórdidos de la crónica familiar eran desconocidos tanto en Nueva Orleans como en Biloxi. Patrick nunca se los había contado a Trudy, la que fuera su mujer durante cuatro años, ni tampoco a Eva. ¿Para qué?

La vida juega malas pasadas. ¿Quién iba a decirle al señor Lanigan que, al cabo de los años, sus dos hijos serían acusados de homicidio en primer grado? El menor ya cumplía condena. El primogénito no iba por mejor camino.

Patrick vivió el abandono y la muerte de su padre desde la universidad. Su madre, una mujer de mediana edad sin ninguna clase de formación y experiencia profesional, se adaptó mal a su nueva vida. La sentencia de divorcio le otorgó la propiedad del domicilio familiar y una pensión que le permitía subsistir sin necesidad de trabajar. De vez en cuando sustituía a alguna maestra de la escuela local, pero, en general, prefería quedarse en casa, cuidar el jardín, ver seriales de televisión y tomar el té con sus vecinas.

Patrick nunca había tenido muy buen concepto de su madre, y la marcha de su padre -a quien dicho sea de paso, tampoco consideraba ni un buen padre ni un buen marido- no lo hizo cambiar de opinión. Con todo, trató de animarla a salir de casa, a buscar trabajo, a abrazar alguna causa, a vivir la vida. Al fin y al cabo, el destino le estaba ofreciendo la posibilidad de volver a empezar.

Pero ella prefirió seguir lamiéndose las heridas. Con los años, Patrick se encontró cada vez más absorbido por el trabajo y fue distanciándose de la familia. Luego se trasladó a Biloxi y se casó con una mujer a quien su madre no podía ver ni en pintura. Y etcétera, etcétera.

Patrick preguntó a su madre por todos sus tíos, tías y primos, parientes con los que había perdido el contacto mucho antes de morir y en quienes no había vuelto a pensar desde hacía más de cuatro años. Si se interesó por ellos fue solamente porque era lo que se esperaba de él. Según su madre, a la mayoría les iban bien las cosas.

No, no quería verlos.

Todos tenían muchas ganas de hablar con él.

Vaya. ¿Desde cuándo?

Y estaban muy preocupados por él.

¿Desde cuándo?

Madre e hijo charlaron animadamente durante dos horas, y sus palabras borraron rápidamente el paso del tiempo. La señora Lanigan reprendió a su hijo por su extrema – enfermiza- delgadez. Le preguntó por qué se había operado la nariz y la barbilla, y por qué llevaba el pelo de otro color. Hizo, en resumen, lo mismo que habría hecho cualquier otra madre, y luego volvió a Nueva Orleans. Patrick le prometió que seguirían en contacto.

Siempre le prometía lo mismo, se dijo la señora Lanigan una vez dentro del coche, y pocas veces cumplía su palabra.

Capítulo 15

Stephano se pasó toda la mañana en su centro de operaciones del hotel Hay-Adams, hablando por teléfono con ejecutivos atribulados. Convencer a Benny Aricia de que el FBI estaba dispuesto a detenerlo, fotografiarlo, ficharlo y, en general, hacerle la vida imposible, había sido fácil. Hacer lo mismo con personalidades como Paul Atterson, de Monarch-Sierra, y Frank Jill, de Northern Case Mutual, era una tarea mucho más complicada. Los dos coincidían con la descripción del ejecutivo de elite: expresión adusta, raza blanca, sueldo astronómico y una larga lista de colaboradores encargados del trabajo sucio. ¿Detenciones? ¿Juicios? Esas cosas quedaban para la plebe.

La intervención del FBI resultó crucial. Hamilton Jaynes despachó sendos agentes a las sedes centrales de ambas compañías -sitas en Palo Alto y St. Paul, respectivamente- con instrucciones de entrevistar a sus dirigentes y averiguar cuanto fuera posible acerca de la búsqueda y captura de Patrick Lanigan.

Los dos ejecutivos se dieron por vencidos antes de la hora de comer. Diga a sus sabuesos que vuelvan, dijeron a Stephano. La búsqueda ha terminado. Póngase a disposición del FBI y, por lo que más quiera, ¡quítenoslos de encima! ¡Qué bochorno!

Así se liquidó el consorcio. Stephano había logrado mantenerlo unido durante cuatro años, tiempo suficiente para embolsarse casi un millón de dólares. Su cliente había invertido otros dos millones y medio en la búsqueda, pero no podía quejarse de los resultados: habían encontrado a Lanigan y, aunque los noventa millones siguieran en paradero desconocido, al menos habían confirmado su existencia; si Patrick no se los había gastado, aún había posibilidades de recuperarlos.

Benny Aricia no se separó de Stephano en toda la mañana. Mientras éste hablaba por teléfono, él escuchaba, leía los periódicos o hacía sus propias llamadas. A la una se enteró por su abogado de Biloxi de que Patrick ya había llegado. Prácticamente de incógnito. La televisión local dio la noticia a mediodía, acompañada de un plano general -las cámaras no habían tenido acceso al interior de la base- del C-120 rugiendo sobre la pista de aterrizaje de Keesler. Un representante de las autoridades confirmó la información desde la pequeña pantalla.

Aricia había escuchado la grabación de la tortura al menos tres veces, deteniendo y rebobinando la cinta en sus fragmentos preferidos. Dos días antes, por ejemplo, a bordo del avión que lo llevaba a Florida, la había oído a través de unos auriculares. Arrellanado en su asiento de primera clase y con una copa en la mano, había encontrado risibles las súplicas escalofriantes de su enemigo. Y no puede decirse que Benny fuera pródigo en sonrisas. Al menos, últimamente. Estaba seguro de que Patrick había contado todo lo que sabía, y se daba cuenta de que no era suficiente. Patrick siempre había sabido que tarde o temprano darían con él y, en un alarde de astucia, había confiado el dinero a una tercera persona. En aquellos momentos, pues, la chica era la única depositaria de sus noventa millones de dólares. Un plan brillante, Patrick. Simplemente brillante.

–¿Qué costaría encontrarla? – preguntó Benny. Stephano y él habían pedido que les subieran un poco de sopa a la habitación para almorzar. No era la primera vez que se hacían esa pregunta.

–¿Qué o cuánto?

–Digamos «cuánto».

–No lo sé. Sabemos de dónde es pero no dónde está, aunque suponemos que no tardará en salir a la superficie ahora que Patrick está aquí. Se han hecho cosas más difíciles.

–¿Cuánto?

–Cien mil, por decir algo. Pero sin garantías. Si llegara a agotarse el presupuesto, tiramos la toalla y en paz.

–¿Podrían enterarse los federales de que seguimos buscando?

–No.

Benny removió la sopa; la suya era de pasta y tomate. Después de haber invertido un millón novecientos mil millones de dólares en la búsqueda, no tenía mucho sentido renunciar a aquella última oportunidad, se dijo. Las probabilidades de éxito eran pocas, pero la recompensa valía la pena. Era el mismo razonamiento que había mantenido vivas sus esperanzas durante los últimos cuatro años.

–¿Y si la encuentran? – preguntó.

–Hablará -respondió. Los dos hombres se estremecieron ante la idea de tener que aplicar a una mujer los mismos métodos que habían dado resultado con Patrick.

–¿Qué hay del abogado? – dijo Aricia-. ¿No podríamos… no sé, instalar micrófonos en su despacho, pincharle los teléfonos, espiarlo cuando se reúna con Lanigan? ¡Tienen que estar hablando del dinero!

–Es una idea. ¿Quiere que la pongamos en práctica?

–¿Que si quiero? Hay noventa millones en juego, Jack. Sesenta para mí y treinta para esa pandilla de sanguijuelas. ¡Pues claro que quiero!

A lo mejor no sirve de nada. Ese abogado no es tonto, y Lanigan va siempre con pies de plomo.

–Vamos, Jack. Creía que había contratado al mejor sabueso del país… O al más caro, al menos.

–Haremos una prueba. Lo seguiremos un par de días y veremos qué pasa. No tenemos prisa. Lanigan no se moverá de donde está durante una buena temporada. Lo que más me preocupa en este momento es quitarme de encima a los federales. No se puede hacer gran cosa con las oficinas clausuradas y los teléfonos intervenidos.

A Aricia no le interesaban los problemas de los demás.

–¿Cuánto me costará? – insistió.

–No lo sé. Ya hablaremos de la cuestión económica más adelante. Acábese la sopa. Me espera mi abogado.

Stephano fue el primero en salir. Mientras se alejaba del hotel por la calle 1, pasó junto a un coche mal aparcado y saludó con la mano a los dos agentes del FBI que ocupaban el vehículo. Luego aceleró el paso. El bufete de su abogado estaba a ocho manzanas de distancia. Benny salió del hotel diez minutos más tarde y cogió un taxi.

La tarde transcurrió en una sala de conferencias abarrotada de abogados y colaboradores. Las propuestas se enviaban por fax desde el bufete que representaba a Stephano al del FBI y viceversa. Al final se alcanzó un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Stephano y sus clientes quedaban libres de toda sospecha y, a cambio, se comprometían a compartir con el FBI todo lo que sabían sobre la búsqueda y captura de Patrick Lanigan.

Stephano tenía intención de contarlo casi todo. La operación había llegado a su fin y ya no había motivo para mantenerla en secreto. Respecto al interrogatorio de Patrick, sólo había servido para sonsacarle el nombre de la abogada que tenía el dinero. Además, la brasileña en cuestión había desaparecido del mapa, y Stephano dudaba mucho que el FBI tuviera tiempo ni ganas de perseguirla. ¿Para qué? El dinero no era suyo.

Aunque procuraba disimular su inquietud, Stephano estaba impaciente por librarse del acoso federal. Su esposa estaba muy alterada, y su casa se había convertido en un auténtico infierno. Si no se daba prisa, pronto tendría que buscarse otro trabajo.

Sí, decididamente, se lo contaría todo al FBI. O casi todo. Luego cogería el dinero de Benny, poco o mucho, y seguiría buscando a la chica. A lo mejor tenía suerte. También habría que enviar un equipo a Nueva Orleans para vigilar al abogado de Lanigan. El FBI no tenía por qué saberlo.

La sede del FBI en Biloxi estaba desbordada. Tanto, que Cutter tuvo que pedirle al sheriff que acondicionara un local en la penitenciaría del condado. Sweeney accedió de mala gana. No le hacia ninguna gracia compartir sus dependencias con el FBI. Un cuarto que hasta entonces había servido de almacén, una mesa y unas cuantas sillas, y la sala Lanigan quedó oficialmente inaugurada.

Había poco que hacer en ella. Nadie sospechó en su momento que la muerte de Patrick podía llegar a convertirse en un asesinato, y la investigación tardó al menos seis semanas en ponerse en marcha. Cuando quisieron darse cuenta de que el dinero había desaparecido y de que Patrick era el principal sospechoso, las huellas ya se habían borrado.

Cutter y Ted Grimshaw, inspector jefe del condado de Harrison, examinaron y numeraron las pruebas existentes, a saber: diez fotografías a todo color -tomadas por el propio Grimshaw- de un Chevrolet calcinado. Luego las clavaron con chinchetas en la pared.

Con el tiempo se había aclarado la causa de aquel incendio virulento. Patrick había metido en el coche bidones de gasolina, y eso explicaba el estado en que habían quedado el armazón de los asientos, los cristales, el salpicadero y el cadáver. Seis de las fotos correspondían a los restos del cuerpo encontrado en el vehículo, un informe amasijo carbonizado del que sobresalía media pelvis. El cadáver se había encontrado a los pies del asiento del pasajero. Al parecer, el coche había dado varias vueltas de campana mientras se despeñaba por el barranco, se había incendiado y había estallado tumbado sobre el lateral derecho.

El sheriff Sweeney dio orden de conservar los restos del Chevrolet durante un mes, y al cabo de ese tiempo los vendió como chatarra junto con tres vehículos más. Luego se arrepintió.

También había media docena de fotografías del lugar del siniestro. Los árboles y arbustos, completamente calcinados daban fe de las dificultades que había planteado el incendio: los voluntarios habían tenido que luchar contra las llamas durante una hora entera.

Por expreso deseo de Patrick, sus restos habían sido incinerados; una decisión muy acertada, a la vista de ulteriores acontecimientos. Según una declaración firmada por Trudy un mes después del funeral de su marido, Patrick quería que, a su muerte, su cuerpo fuera incinerado y sus cenizas enterradas en Locust Grove, el mejor cementerio del condado. Se lo había comunicado, por sorpresa, casi once meses antes de su desaparición. El tema le preocupaba lo bastante como para cambiar su testamento y especificar en una de las cláusulas que su albacea -Trudy o, en su defecto, Karl Huskey- debía encargarse de la cremación. El mismo documento incluía instrucciones precisas relativas a las honras fúnebres.

Para justificar aquella súbita decisión, Patrick había comentado el caso de un cliente poco previsor. La familia del muerto no se ponía de acuerdo sobre cómo y dónde debía dar el último adiós a su ser querido, y él, como abogado, se había visto obligado a mediar en el conflicto. A instancias de Patrick, Trudy también había escogido el lugar donde deseaba ser enterrada: en una tumba contigua a la de su marido. Una comedia -los dos lo sabían- que no se mantendría si Patrick tenía la desgracia de morir primero. Grimshaw se enteró por el empleado de pompas fúnebres de que el noventa por ciento de la incineración había tenido lugar en el coche. Después de ser sometidas a la acción de las llamas del horno -una hora a más de mil grados-, las cenizas pesaban poco más de cien gramos, algo inaudito. En cuanto a la identificación del cadáver, el empleado confesó no poder ayudarlo. Sexo, raza, edad… todo había sido borrado por el fuego. Ni siquiera podía decirle si aquella persona había muerto durante el incendio o antes. No había manera de averiguarlo. Y, francamente, tampoco lo había intentado.

La investigación se presentaba difícil. No tenían ni cadáver, ni autopsia, ni -lo que era peor- la menor idea de quién podía ser aquel pobre diablo. No hay mejor manera de destruir una prueba que reduciéndola a cenizas, y Patrick no era de los que dejan pistas.

Patrick había pasado el fin de semana en una vieja cabaña cerca de Leaf, un pueblecito del condado de Greene, a la entrada del parque natural de De Soto. La había comprado junto con uno de sus compañeros de Jackson con la intención de ir arreglándola poco a poco, aunque, dos años después, las reformas aún se hacían esperar. Los dos amigos la utilizaban como base para salir de caza: ciervos en otoño e invierno, pavos en primavera. Debido a los altibajos de su matrimonio, sin embargo, Patrick se fue convirtiendo en usuario asiduo de la cabaña, que estaba a sólo una hora y media de camino de su casa. Los fines de semana se refugiaba en ella para trabajar -o eso decía- y disfrutar de un poco de paz y sosiego. Su amigo, en cambio, ya ni se acordaba de que existía.

Trudy fingía enojarse cada vez que Patrick se iba de fin de semana, pero lo cierto era que Lance y ella no veían la hora de verlo partir.

La noche del domingo 9 de febrero de 1992, Patrick llamó a su mujer desde la cabaña y le dijo que llegaría a casa alrededor de las diez. Había estado trabajando en un recurso de apelación muy complicado y estaba agotado. Lance se perdió en la oscuridad una hora más tarde.

Al llegar a la tienda de los Verhall, a pie de autopista, entre los condados de Stone y Harrison, Patrick paró para poner gasolina: cincuenta litros, que le costaron catorce dólares y veintiún centavos. Pagó con tarjeta de crédito y habló un rato con la dueña. La vieja señora Verhall conocía a muchos cazadores, sobre todo a los que, como Patrick, presumían de sus hazañas cinegéticas. En su declaración a la policía, dijo haberlo encontrado de buen humor a pesar del cansancio que alegaba. ¿Se había pasado todo el fin de semana trabajando? El comentario la sorprendió. Una hora más tarde se oyeron las primeras sirenas.

El Chevrolet de Patrick apareció envuelto en llamas a doce kilómetros de la tienda. Se había despeñado por un barranco de más de ochenta metros de profundidad. Un camionero, alertado por el humo, se detuvo para prestar ayuda, pero era imposible acercarse a menos de cien metros del coche sin chamuscarse las cejas. Impotente, comunicó la noticia por radio y contempló el incendio sentado en un tocón cercano. El Blazer había caído sobre el lateral derecho, con tan mala fortuna que el camionero no veía si estaba ocupado o no. Y tal vez fuera mejor así, dada la imposibilidad de intentar un rescate.

Cuando llegó el primer policía, la combustión era tan intensa que resultaba difícil distinguir la silueta del coche. El fuego, además, empezaba a propagarse a los matorrales. Los voluntarios aparecieron al poco rato, pero no llevaban agua suficiente para sofocar un incendio de aquellas características. Los coches que circulaban por la carretera se paraban para curiosear, atraídos por el humo y el ruido procedentes del fondo del barranco, y como el conductor del Blazer no se encontraba entre el corro de espectadores silenciosos, todos dieron por sentado que el pobre, hombre o mujer, había perecido entre las llamas.

Hicieron falta dos coches de bomberos más para apagar el incendio. El sheriff Sweeney esperó varias horas antes de ordenar el registro del vehículo, y era casi medianoche cuando se encontró el amasijo carbonizado que resultó ser parte de un cuerpo humano. El forense, que ya se había trasladado al lugar de los hechos, confirmó que se trataba de un hueso de la pelvis, y Grimshaw tomó las fotografías de rigor. Cuando el cadáver se hubo enfriado del todo, lo recogieron y lo guardaron en una caja de cartón.

A la luz de una linterna, el relieve de la chapa permitió descifrar la matrícula del coche e identificar a su propietario. Una llamada a las tres y media de la madrugada convirtió a Trudy Lanigan en una joven viuda. Al menos durante cuatro años y medio.

El sheriff decidió no mover el coche durante la noche, pero apenas despuntó el sol volvió al barranco con cinco de sus hombres para peinar la zona. Las huellas de neumáticos que encontraron en la carretera indicaban que el vehículo había derrapado unos treinta metros antes de despeñarse, y eso les hizo pensar que la culpa podía haber sido de un frenazo provocado por algún ciervo inoportuno. Huellas aparte, el fuego lo había destruido todo. Bien, casi todo: a cuarenta metros del Blazer se encontró una zapatilla Nike Air Max del número cuarenta y tres. Trudy la identificó entre sollozos. Era de Patrick.

El sheriff supuso que el vehículo había dado varias vueltas de campana mientras se despeñaba, y que el cuerpo del conductor había ido dando tumbos durante el descenso. La zapatilla debía de haber salido despedida por la ventanilla en uno de los giros. ¿Por qué no? Era una explicación verosímil.

Un camión retiró los restos del Blazer aquel mismo día. Los de Patrick fueron incinerados antes del anochecer. El servicio fúnebre se celebró al día siguiente, y concluyó con unas palabras pronunciadas junto a su tumba. Patrick siguió la ceremonia con prismáticos.

Cutter y Grimshaw contemplaron el zapato desparejado que yacía en el centro de la mesa, junto a las declaraciones mecanografiadas de varios testigos: Trudy, la señora Verhall, el forense, el empleado de las pompas fúnebres, e incluso Grimshaw y el sheriff en persona. Ninguna contenía datos sorprendentes. De hecho, el único testimonio imprevisto apareció durante los meses que siguieron a la desaparición del dinero. Una joven vecina de los Verhall declaró haber visto un Chevrolet Blazer rojo de 1991 aparcado en el mismo tramo de carretera en el que después tendría lugar el accidente al menos en dos ocasiones: una el sábado por la noche y otra al día siguiente, más o menos a la hora del incendio.

La joven prestó declaración en su casa, en el condado de Harrison, siete semanas después del entierro de Patrick. A esas alturas el dinero ya había desaparecido y los socios de Patrick habían dejado de honrar su recuerdo.

Capítulo 16

El caso de Patrick fue asignado a un médico interno llamado Hayani, un joven de natural bondadoso y caritativo cuyo acento delataba su origen paquistaní. Hayan parecía no tener inconveniente en pasar largos ratos hablando con su paciente, y le preocupaba sinceramente el hecho de que Patrick no se estuviera curando a la misma velocidad que sus heridas.

–Nadie puede imaginar lo que se siente al ser torturado -dijo Patrick cuando ya llevaban casi una hora hablando.

Hayani le dio la razón. De hecho, había sacado el tema a propósito. A raíz de la querella presentada por Sandy, los periódicos hablaban abiertamente de malos tratos, y eso había dado una trascendencia especial a un caso que, desde el punto de vista médico, ya era de por sí excepcional. ¿A qué joven profesional no le habría gustado encontrarse tan cerca del ojo

del huracán? El paciente distinguió un destello de curiosidad en la mirada del doctor. Por suerte para Hayan, aquel día Patrick tenía ganas de hablar.

–No puedo dormir -le explicó-. Al cabo de una hora, como máximo, empiezo a oír voces y me despierto empapado en sudor. Me persigue el olor a carne quemada. Se supone que aquí no puede pasarme nada, pero yo sé que aún están ahí, al acecho. No puedo dormir, doctor. No quiero.

–¿Quiere que le dé algún somnífero? – No. De momento, no. Ya me han dado demasiadas porquerías. – Los análisis de sangre han salido bien. Ya casi lo ha eliminado todo. – No quiero más drogas. Ahora no. – Patrick, necesita dormir… -Ya lo sé. Pero no quiero. No quiero que vuelvan a torturarme. Hayani anotó algo en la carpeta que sostenía en la mano. Siguió un largo silencio que los

dos hombres emplearon en encontrar algo más que decir. A Hayani le costaba creer que aquel hombre hubiera sido capaz de cometer el crimen espantoso que se le imputaba. Parecía tan buena persona…

La única fuente de luz de la habitación era un rayo de sol que entraba por un extremo de

la ventana. – Doctor -dijo Patrick con un hilo de voz-, ¿puedo serle sincero? – Pues claro que sí. – Necesito quedarme aquí tanto tiempo como sea posible. En esta habitación, quiero

decir. Dentro de unos días empezarán a hablar del traslado. Dirán que mi sitio está en la cárcel del condado y me encerrarán en una celda miserable con un par de matones. No podré resistirlo.

–¿Por qué iban a querer trasladarle?

–Cuestión de estrategia. La presión irá aumentando hasta que les diga lo que quieren saber. Me meterán en la galería más dura, con los violadores y los traficantes de drogas, para que entienda que sólo hay dos maneras de salir de allí: hablando o con los pies por delante. No hay nada peor que cumplir condena en Parchman, doctor. ¿La conoce?

–No.

–Yo sí. Una vez defendí a uno de los presos. Es un auténtico infierno. Y la otra cárcel del condado no es mucho mejor. Usted es el único que puede ayudarme, doctor. Sólo tiene que decirle al juez que debo seguir en el hospital. Por favor.

–Déjelo de mi cuenta -dijo mientras hacía otra anotación. Patrick hizo una larga pausa, cerró los ojos y trató de controlar su respiración. El fantasma de Parchman bastaba para alterar a cualquiera.

–Quiero que le vea un psiquiatra -anunció Hayani. Patrick tuvo que hacer un esfuerzo

para no reír. – ¿Para qué? – preguntó con fingida alarma. – Para ver qué dice. ¿Le parece mal? – No, supongo que no. ¿Cuándo? – Puede que dentro de un par de días. – Aún no me siento con fuerzas.

–No hay prisa.

–Exacto. No tenemos ninguna prisa.

–Claro. Podemos dejarlo para la semana que viene.

–O la siguiente.

La madre del joven se llamaba Neldene Crouch y vivía en un campamento de caravanas cercano a Hattiesburg. En el momento en que su hijo desapareció, sin embargo, vivía con él en otro campamento acondicionado en las afueras de Lucendale, un pueblo situado a unos cincuenta kilómetros de Leaf. Si la memoria no le fallaba, su hijo se había extraviado el domingo 9 de febrero de 1992, el mismo día que Patrick encontró la muerte en la autopista

15.

Según los informes del sheriff Sweeney, en cambio, Neldene Prewitt (su nombre de casada en aquel entonces) se puso en contacto con las autoridades el 13 de febrero de 1992. Ese día informó de la desaparición de su hijo a todos los sheriff de la zona, al FBI e incluso a la CIA. Estaba al borde de la histeria.

Su hijo se llamaba Pepper Scarboro. Scarboro era el apellido del primer marido de Neldene y de uno de los varios candidatos a la paternidad del chico. Por lo que al nombre de pila se refiere, ya nadie recordaba de dónde había salido. Desde muy pequeño, Pepper se había negado a utilizar su nombre oficial y había insistido en sustituirlo por su apodo. Cualquier cosa antes que llamarse LaVelle.

Pepper Scarboro contaba diecisiete años el día de su desaparición. Una vez finalizados los estudios primarios -al tercer intento-, había dejado la escuela y se había puesto a trabajar en una gasolinera de Lucedale. Huraño y tartamudo, Pepper se había rendido al encanto de los espacios abiertos cuando aún era un adolescente, y nada le proporcionaba tanto placer como pasar días enteros cazando y durmiendo entre los árboles, a solas con la naturaleza.

Pepper tenía pocos amigos, y su madre no hacía más que recordarle sus defectos. Neldene tenía dos hijos más pequeños y varios amantes, y se veía obligada a vivir con el resto de la familia en una caravana sucia y sin aire acondicionado. No es de extrañar, pues, que Pepper prefiriera dormir al raso, ni que invirtiera todos sus ahorros en una escopeta y un equipo de acampada. En el parque natural de De Soto, a sólo veinte minutos del campamento de caravanas, se sentía a mil kilómetros de su madre.

A efectos de identificación, Pepper y Patrick tenían en común sexo, raza y altura, pero diferían en la constitución. Tampoco había pruebas fehacientes de que los dos hubieran llegado a conocerse, aunque daba la casualidad de que la cabaña de Patrick estaba relativamente cerca del bosque que el joven utilizaba como coto de caza. ¿Qué otra explicación podía tener el hecho de que la escopeta, la tienda y el saco de dormir de Pepper fueran hallados en la cabaña de Patrick a finales del mes de febrero de 1992? Además, los dos desaparecieron más o menos al mismo tiempo y en la misma zona.

En los meses que siguieron a esta doble desaparición, Sweeney y Cutter determinaron que, en las mismas fechas, ningún otro habitante del estado de Misisipi había faltado de su domicilio más de diez semanas. Todas las personas desaparecidas durante el mes de febrero de 1992 -adolescentes con problemas en su mayoría-, ya habían dado señales de vida al final de la primavera. La única excepción era una ama de casa de Corinth que, llegado el mes de marzo, había decidido anteponer su integridad física al respeto de los votos matrimoniales.

Consultando las bases de datos del FBI en Washington, Cutter averiguó que la única persona desaparecida poco antes del incendio y con posibilidades de haber ocupado el lugar de Patrick en el siniestro era un camionero holgazán de Dothan, en el estado de Alabama, a siete horas de camino de Biloxi. El camionero había desaparecido el sábado 8 de febrero, dejando atrás un matrimonio fracasado y un montón de facturas impagadas. Después de tres meses de investigación, Cutter llegó a la conclusión de que no existía relación alguna entre el caso Dothan y el de la supuesta muerte de Patrick Lanigan.

Con las estadísticas en la mano, la hipótesis de que las desapariciones de Pepper y Patrick estuvieran relacionadas era la más plausible. Si como algunos sospechaban, Patrick no había muerto al volante de su Chevrolet, Cutter y Sweeney estaban casi seguros de que el cadáver carbonizado tenía que ser el de Pepper. Por desgracia para ellos, sin embargo, eso no bastaba para convencer a un tribunal de justicia. En realidad, Patrick podía haber recogido a un autoestopista australiano, a un vagabundo o, a un viajero que acabara de apearse del autobús.

La lista de candidatos incluía otros ocho nombres, entre los cuales destacaban un anciano de Mobile que había sido visto saliendo de la ciudad en dirección a Misisipi y una joven prostituta de Houston que había comunicado a unos amigos su intención de mudarse a Atlanta para empezar una nueva vida. Los ocho habían desaparecido del mapa meses e incluso años antes de febrero de 1992. Cutter y el sheriff habían dejado de tenerlos en cuenta hacía mucho tiempo.

Pepper seguía siendo el candidato con más posibilidades. Era una lástima que no pudieran probarlo. Neldene no tenía tantos escrúpulos y sí muchas ganas de compartir sus puntos de vista con la prensa. Así pues, acudió a su abogado -un picapleitos que le había llevado su último divorcio por trescientos dólares- y le pidió que la ayudara a desenvolverse en el laberinto de la información. El abogado accedió encantado y, renunciando a su minuta, hizo lo que hacen la mayoría de los abogados ineptos cuando cae en sus manos un caso interesante: convocar una rueda de prensa. El encuentro con los medios tuvo lugar en su bufete de Hattiesburg, ciento cuarenta kilómetros al norte de Biloxi.

Neldene se presentó ante los periodistas hecha un mar de lágrimas, y dejó que su abogado criticara la desidia del sheriff de Biloxi y del FBI a la hora de localizar a Pepper. ¿No les daba vergüenza haberse pasado más de cuatro años mano sobre mano mientras su pobre clienta vivía consumida por el dolor y la incertidumbre? El abogado aprovechó sus quince minutos de fama para demostrar al mundo sus dotes de orador, y llegó a apuntar la posibilidad de emprender acciones legales contra Patrick Lanigan, el hombre que -no le cabía ninguna duda al respecto- había matado a Pepper y quemado su cadáver para hacerse con noventa millones de dólares. De todas formas, prefirió no entrar en detalles.

Con reservas o sin ellas, los periodistas se tragaron el anzuelo. No era el momento más indicado para ponerse a reivindicar la profesionalidad del colectivo. El abogado de Neldene hizo circular fotografías del joven Pepper, un muchacho con cara de pocas luces, bozo pelirrojo y cabellera enmarañada. De la noche a la mañana, el cadáver desconocido adquirió rostro y personalidad. Así era la víctima de Patrick Lanigan.

La historia de Pepper dio mucho de sí. Los medios de comunicación no tenían más remedio que referirse a él como «la presunta víctima», pero procuraban decirlo en voz baja. Patrick siguió la noticia por televisión.

Los primeros rumores de que Pepper Scarboro podía haber muerto en el incendio del Chevrolet llegaron a oídos de Patrick poco después de su desaparición. El mes de enero de aquel mismo año 1992, Pepper y él habían cazado pavos juntos y compartido un estofado de buey junto a una hoguera. A Patrick le había sorprendido que el chico viviera prácticamente a la intemperie, y que prefiriera el bosque a un hogar del que apenas hablaba. Más de una vez le había dado permiso para refugiarse en el porche de la cabaña en caso de que lloviera o hiciera mal tiempo, pero no le constaba que Pepper hubiera aprovechado su oferta. La supervivencia y la acampada no tenían secretos para él.

Habían coincidido varias veces en el bosque. Pepper divisaba la cabaña desde su campamento, instalado en la cima de una colina boscosa a un kilómetro y medio de distancia, y solía bajar hasta ella cuando veía aparecer el coche de Patrick. Se divertía siguiéndole la pista cada vez que salía a cazar o a dar una vuelta, y arrojándole guijarros y bellotas hasta hacerle perder la paciencia. Cuando Patrick se cansaba de soltar maldiciones, se sentaban a charlar un rato. No puede decirse que la conversación fuera el fuerte de Pepper, pero le gustaba abandonar su soledad de vez en cuando. Patrick siempre se acordaba de llevarle caramelos y otras chucherías.

Las acusaciones de asesinato, más o menos veladas, no le cogieron por sorpresa. Ni entonces ni cuatro años atrás.

El doctor Hayani siguió el telediario de la noche con el mismo interés con que había leído los periódicos y comentado a su nueva esposa el estado de su famoso paciente. No contento con eso, vio el último boletín de noticias desde la cama.

El teléfono sonó cuando Hayani ya se disponía a apagar la luz. Era Patrick. Sentía mucho molestarlo a aquellas horas, pero el miedo y el dolor lo mantenían despierto y necesitaba a alguien con quien hablar. Enfermo o no, no dejaba de ser un preso, y eso significaba que sólo podía hablar por teléfono con su abogado y su médico, y nunca más de cuatro veces al día. ¿Tenía un minuto?

No faltaba más. Patrick volvió a disculparse alegando insomnio y desesperación. ¿Cómo se atrevían a insinuar que él había matado a aquel pobre muchacho? ¿Había visto las noticias?

Desde luego. Patrick estaba acurrucado bajo las sábanas, solo y a oscuras en su habitación. Daba gracias a Dios por la escolta que montaba guardia en el pasillo. No le gustaba admitirlo, pero estaba asustado. Oía cosas. Voces y ruidos sin sentido. Allí mismo, dentro de su habitación. ¿Podía ser el efecto de las drogas?

–Podrían ser muchas cosas, Patrick. Los medicamentos, la fatiga, el trauma psicológico de la tortura… Recuerde que el golpe ha sido tanto físico como psíquico.

Y así durante una hora.

Capítulo 17

Por tercer día consecutivo, decidió no lavarse el pelo y dejar que se le viera grasiento. Tampoco se afeitó. Antes de salir se cambió el camisón de algodón que le habían dado en el hospital por la bata verde que llevaba al llegar y que ya estaba hecha unos zorros. Hayani había prometido conseguirle otra, pero lo que necesitaba aquel día era precisamente causar mala impresión. En el pie derecho llevaba un calcetín blanco; en el izquierdo, en cambio, para dejar bien a la vista la quemadura del tobillo, solamente una sandalia de goma negra.

Había llegado el momento de mostrarse en público. El mundo lo esperaba con impaciencia.

Siguiendo las instrucciones de su cliente, Sandy llegó a las nueve con dos pares de gafas de sol baratas y una gorra negra de los Saints de Nueva Orleans.

–Gracias -le dijo Patrick frente al espejo del baño, mientras comparaba las gafas y se disponía a probarse la gorra.

El doctor Hayani llegó minutos después. Patrick se encargó de hacer las presentaciones. De repente, sintió que se le aceleraba el pulso y que la cabeza empezaba a darle vueltas. Entonces se sentó al borde de la cama, se apartó el pelo de la cara y trató de respirar con calma.

Nunca creí que llegaría este momento -murmuró sin levantar la cabeza-. Nunca. – El doctor y el abogado se miraron en silencio. ¿Qué podían decir?

Patrick tuvo que tomarse un par de tranquilizantes. Prescripción facultativa.

–A lo mejor así no me entero de nada -dijo.

–Tú déjame hablar a mí -intervino Sandy-. Y procura no ponerte nervioso.

–Se le pasará enseguida -vaticinó el médico.

Habían llamado a la puerta. Era el sheriff Sweeney, acompañado de suficientes efectivos como para sofocar una revuelta. El ambiente se enrareció de pronto. Patrick se uso la gorra de los Saints y las gafas oscuras y extendió las manos para que le pusieran las esposas.

–¿Qué es eso? – preguntó Sandy señalando los grilletes que sostenía uno de los ayudantes del sheriff.

–Un par de grilletes -respondió Sweeney.

–Ni hablar -se opuso el abogado-. ¿No ha visto la herida que tiene en el tobillo?

–Tiene razón -intervino Hayani-. Fíjese -insistió señalando el tobillo izquierdo de Patrick.

Sweeney pagó caro aquel instante de vacilación.

–Vamos, sheriff -continuó Sandy-, ¿en serio piensa que se le puede escapar? ¿Herido, esposado y rodeado de hombres armados? ¿Qué demonios quiere que haga? ¿Echar a correr? Debería tener más confianza en su gente…

–Si es necesario, hablaré con el juez -amenazó Hayani.

–También llevaba grilletes cuando bajó del avión -se defendió el sheriff.

–No compares, Raymond -dijo Patrick-. Eso era el FBI. Y no eran exactamente grilletes. Aunque hacía el mismo daño, la verdad.

Adiós grilletes. Patrick y su escolta salieron al pasillo, donde les esperaba un grupo de hombres vestidos con uniforme marrón. Se hizo el silencio. Los ayudantes del sheriff rodearon al prisionero y lo condujeron al ascensor. Sandy no se apartó de su lado.

El ascensor era demasiado pequeño para un séquito tan nutrido, de modo que parte del grupo tuvo que bajar por la escalera y reunirse con el resto en el vestíbulo. Una vez reorganizada, la escolta pasó frente al mostrador de recepción, franqueó las puertas de cristal y salió al cálido aire otoñal. En la puerta los esperaba una fila de automóviles recién encerados. Patrick subió en un flamante coche negro decorado con varios escudos del condado de Harrison. Su escolta iba a bordo de un vehículo idéntico de color blanco, seguido a su vez por tres coches patrulla recién lavados. Abrían la marcha otros dos coches patrulla -los últimos incorporados a la flota-, encargados de advertir a los controles militares y de guiar al resto del convoy de vuelta a la sociedad civil.

Patrick veía todo lo que había a su alrededor a través de los cristales baratos de sus gafas de sol: las calles por las que había circulado un millón de veces, las casas que conocía casi de memoria… Las aguas turbias y mansas del Golfo aparecieron tras el desvío de la autopista 90, tal como las recordaba. La playa -una lengua de arena entre el asfalto y el mar- también seguía en el mismo sitio: demasiado lejos de los hoteles y los apartamentos del otro lado de la autopista.

La sorprendente llegada de los casinos había hecho que durante su exilio la Costa prosperase. Lo que él había conocido sólo en forma de rumor se había convertido en un despliegue impresionante de casinos, oropeles y tubos de neón en el más puro estilo de Las Vegas. Los aparcamientos ya se estaban llenando, ¡y aún eran las nueve y media de la mañana!

–¿Cuántos casinos han abierto en total? – preguntó Patrick al sheriff, que iba sentado a su derecha.

–Trece, según el último censo. Y hay otros en construcción.

–Increíble.

El efecto de los tranquilizantes empezaba a dejarse sentir. Patrick notó que respiraba más profundamente y que se le relajaban los músculos. Estaba a punto de dormirse cuando el convoy llegó al centro del Biloxi y volvió a ser presa de los nervios. Sólo faltaban un par de manzanas. Un par de minutos para enfrentarse cara a cara con el pasado. El ayuntamiento apareció en la ventanilla izquierda. Apenas tendría tiempo para echar un vistazo al Vieux Marché y a su viejo paseo jalonado de tiendas y almacenes. Allí, entre las demás construcciones, se erguía un edificio blanco cuya propiedad había compartido con los demás socios de Bogan, Rapley, Vitrano, Havarac y Lanigan.

Sí, el edificio seguía en pie, ajeno a la sociedad que se desmoronaba en su interior.

El convoy cubrió rápidamente las tres manzanas que separaban el juzgado del condado de Harrison de su antiguo bufete y que él, en tiempos, solía recorrer andando. El juzgado era un edificio de dos pisos, construido en ladrillo y sin pretensiones. La gente había invadido el pequeño jardín anexo a la fachada de Howard Street. Las calles adyacentes estaban abarrotadas de automóviles, y las aceras, llenas de peatones apresurados que daban la impresión de dirigir sus pasos al juzgado. El tráfico se detuvo para dejar pasar a Patrick y a su séquito.

La multitud reunida frente al juzgado formaba olas que se desplazaban impetuosamente a derecha e izquierda, para ser repelidas por las vallas policiales instaladas en la parte trasera del edificio. Patrick había sido testigo del traslado de varios delincuentes famosos, y sabía que le tenían reservada la puerta de atrás. Finalmente, el convoy se detuvo. Las portezuelas se abrieron para dejar salir a una docena de agentes que rodearon inmediatamente el coche negro. La puerta de Patrick fue la última en abrirse. Su lentitud y su vestimenta contrastaban vivamente con la energía y el uniforme oscuro de los miembros de su escolta.

Un enjambre de reporteros, fotógrafos y cámaras se agolpaba contra las vallas más cercanas. Los más rezagados corrían para unirse al grupo y no perderse el espectáculo. Sabiéndose el centro de atención, Patrick agachó la cabeza y buscó refugio entre los ayudantes del sheriff, que lo condujeron rápidamente hasta la puerta auxiliar del juzgado.

Los periodistas, mientras tanto, lo bombardeaban con toda clase de preguntas estúpidas: -¿Qué se siente al volver a casa?

–¿Dónde has escondido el dinero, Patrick?

–¿Quién es el fiambre del coche?

El grupo subió por la escalera de atrás, un atajo que Patrick había tomado más de una vez, cuando le urgía prisa conseguir la firma de algún juez. El olor del edificio le resultó familiar. La escalera seguía necesitando una mano de pintura. Otra puerta dio paso a un breve corredor, tomado momentáneamente por un ejército de empleados boquiabiertos. Patrick fue conducido hasta la sala del jurado, contigua a la de vistas, y ocupó la butaca más cercana a la cafetera.

Sandy se deshacía en atenciones. El sheriff Sweeney despachó a sus ayudantes, y éstos salieron al pasillo en espera del siguiente traslado.

–¿Café? – preguntó Sandy.

–Solo, por favor.

–Te encuentras bien, Patrick? – preguntó Sweeney.

–Sí, Raymond. Gracias.

Patrick parecía un animalito asustado. No lograba controlar el temblor que se había apoderado de sus manos y sus rodillas, y decidió prescindir del café. Con las manos esposadas, se colocó bien las gafas y se caló la gorra. No tenía fuerzas para mantener la espalda erguida.

Una hermosa joven llamada Belinda asomó la nariz por el resquicio de la puerta. Había llamado antes de abrir.

–El juez Huskey desea entrevistarse con el señor Lanigan.

¡Esa voz! Patrick levantó la vista de inmediato.

¿Qué hay, Belinda? – susurró.

–Hola, Patrick. Bienvenido a casa.

Patrick desvió la mirada. Belinda trabajaba para el oficial del juzgado, y todos los abogados flirteaban con ella. La misma cara bonita. La misma dulce voz. ¿De verdad habían pasado cuatro años?

–¿Dónde? – preguntó el sheriff.

–Aquí mismo -dijo Belinda-. Dentro de unos minutos.

–¿Estás de acuerdo, Patrick? – preguntó Sandy. Su cliente no tenía por qué acceder a la petición del juez. De hecho, en circunstancias normales la conducta de Huskey habría sido considerada de lo más heterodoxa.

–Bueno.

¡Qué pregunta! Patrick se moría de ganas de hablar con Karl Huskey.

Belinda se retiró y volvió a cerrar la puerta.

–Salgo un momento -anunció Sweeney-. Necesito un cigarrillo.

¡Al fin solos! Patrick se transformó en un hombre nuevo ante los ojos de Sandy.

–Dos cosas. ¿Has sabido algo de Leah Pires?

–No -respondió Sandy.

–Estáte preparado. No tardará en ponerse en contacto contigo. Cuando la veas, entrégale esta carta.

–De acuerdo.

–Punto número dos. Hay un detector de micrófonos que se llama DX-130. Lo fabrica LoKim, una empresa coreana de electrónica. Cuesta poco más de seiscientos dólares y es del tamaño de un dictáfono portátil. Quiero que compres uno y que lo lleves encima siempre que vengas a verme. Antes de hablar limpiaremos la habitación y los teléfonos. Ponte en contacto con la mejor empresa de vigilancia de Nueva Orleans. Quiero que peinen tu despacho dos veces por semana. Y no te preocupes por el dinero. Corre de mi cuenta. ¿Alguna pregunta?

–No.

Llamaron de nuevo a la puerta y Patrick volvió a su papel lastimero. El juez Karl Huskey entró en la sala sin compañía ni toga. Iba en mangas de camisa, y llevaba unas gafas de vista cansada casi en la punta de la nariz. El pelo gris y las arrugas le hacían parecer mucho más viejo y sabio de lo que cabría esperar de un hombre de cuarenta y ocho años. ¿Qué mejor adorno para un juez?

Patrick aceptó con una sonrisa la mano que le tendía Huskey.

–Me alegro de verte, Patrick -lo saludó afectuosamente.

El apretón de manos hizo tintinear las esposas. Huskey sintió el impulso de agacharse y abrazar a su amigo, pero se contuvo. Habría sido una conducta impropia de un juez.

–¿Qué tal estás, Karl? – preguntó Patrick sin levantarse.

–Muy bien. ¿Y tú?

–He conocido tiempos mejores, pero estoy contento de verte. Incluso en estas circunstancias.

–Gracias. No me…

–He cambiado mucho, ¿verdad?

–Ya lo creo. No sé si te habría reconocido por la calle.

Patrick respondió con una sonrisa.

Al igual que todos los amigos de Patrick que seguían considerándose tales, Huskey se sentía traicionado, pero sobre todo aliviado por la noticia de que su amigo no estaba muerto. Llevaba días dándole vueltas a la acusación de homicidio en primer grado. Lo del divorcio y las demás causas civiles podía arreglarse, pero el asesinato…

Huskey tendría que renunciar a presidir el juicio a causa del vínculo de amistad que lo unía al acusado. La prensa ya se había hecho eco de su relación, y lo más prudente era no dar pábulo a los rumores.

–Supongo que te declararás inocente -dijo el juez.

–Supones bien.

Puro trámite, entonces. Pero ya conoces el procedimiento: con una acusación de homicidio de por medio, no tienes ninguna posibilidad de salir bajo fianza.

–Me hago cargo.

–Será cosa de diez minutos.

–Karl, no es la primera vez que asisto a un juicio. Esta vez me sentaré en otra silla. Ésa será la única diferencia.

A lo largo de doce años de ejercicio, el juez Huskey había comprobado con sorpresa su capacidad para compadecerse de individuos que habían cometido toda clase de actos ignominiosos. A sus ojos, el sufrimiento los hacía más humanos, y más de una vez había pensado que los remordimientos eran castigo suficiente. Había mandado encerrar a cientos de personas que, de haber tenido una segunda oportunidad, no habrían abandonado nunca más el camino recto. Y él hubiera querido ayudarlas, tenderles una mano amiga, perdonarlas.

En aquella ocasión, además, no se trataba de ningún desconocido. ¡Con qué facilidad habría podido echarse a llorar al ver a su viejo amigo maniatado y disfrazado de aquel modo! ¡Cuánto le dolía ver esos ojos ocultos tras los cristales, ese rostro desfigurado, esa expresión angustiada producto del terror! Si hubiera podido, se lo habría llevado a casa, lo habría sentado a una buena mesa, y lo habría ayudado a empezar otra vez.

–Ya sabes que no puedo llevar este caso -le dijo de rodillas-, pero me ocuparé de las primeras diligencias para asegurarme de que no te pasa nada. Recuerda que sigo siendo tu amigo. Y llámame si me necesitas.

El juez se despidió de Patrick con unas palmaditas en la rodilla. La prensa no había dicho que tuviera quemaduras en esa parte del cuerpo.

–Gracias, Karl. – Patrick tuvo que morderse la lengua.

Huskey lo miró a los ojos, pero sólo vio su propio reflejo en los cristales. Luego se levantó y se dirigió hacia la puerta.

–Lo de hoy será puro trámite -dijo a Sandy.

–¿Ha venido mucha gente? – preguntó Patrick.

–Sí -respondió antes de salir-. Amigos y enemigos por igual. Los tienes a todos aquí.

A lo largo de su historia, la Costa había donado al mundo un número considerable de malhechores notables, y no puede decirse, por lo tanto, que ver una sala de vistas abarrotada de público se saliera de lo normal. Lo extraordinario del caso Lanigan era que los empujones hubieran empezado con la vista preliminar.

Los chicos de la prensa habían llegado temprano para copar los mejores asientos. El estado de Misisipi era uno de los pocos con el suficiente sentido común para denegar el acceso de las cámaras a los juzgados, de manera que los reporteros no tenían más remedio que asistir a las vistas para luego poder relatarlas al público con sus propias palabras. Dicho de otro modo, los periodistas se veían obligados a ejercer de tales, una tarea que, en general, les venía grande.

Todos los juicios importantes atraen siempre a ciertos elementos asiduos: oficiales y secretarios, procuradores ociosos, policías jubilados y, sobre todo, abogados holgazanes para quienes cualquier excusa -una escritura dudosa, una firma pendiente- es buena con tal de no volver al trabajo y seguir cotilleando y bebiendo café a costa de los contribuyentes. Pues bien, el juicio de Patrick atrajo a todos los asiduos y a algunos más.

Muchos abogados acudieron sólo para verlo de cerca. Los periódicos llevaban cuatro días hablando de él, pero no habían publicado ninguna foto reciente, y eso -junto con la noticia de los malos tratos- había hecho circular toda clase de rumores inverosímiles sobre su apariencia.

Charles Bogan y Doug Vitrano se sentaron juntos en el centro de la sala, tan cerca del estrado como se lo permitió la concurrencia. Habrían preferido estar en primera fila, cerca de la mesa que ocupaban los acusados, pero los periodistas les habían tomado la delantera. Habrían querido verlo, que los viera, susurrarle insultos y amenazas, y desahogarse tanto como se lo permitieran las circunstancias. Por desgracia, no habían podido pasar de la quinta fila y no les quedaba otro remedio que seguir esperando.

Otro de los socios, Jimmy Havarac, charlaba tranquilamente con un ayudante del sheriff al fondo de la sala, haciendo caso omiso de las miradas que le dedicaban sus colegas. Le constaba que muchos de ellos se habían alegrado en secreto de que el dinero de Aricia se esfumara y el bufete cayera en desgracia; no en vano habían estado a punto de embolsarse la minuta más jugosa de la historia del estado. ¿Cómo no iban a sentir envidia? Havarac los odiaba a todos, de la misma manera que odiaba a prácticamente todos los presentes. Hatajo de buitres…

Havarac era hijo de un pescador de gambas, y había heredado de él la energía y la falta de sofisticación. Tanto es así que, por más abogado que fuera, no resultaba difícil imaginarlo en una reyerta de borrachos. Cinco minutos a puerta cerrada con aquel granuja -,decía para sus adentros-, y ya les enseñaría él cómo se resolvía el misterio del dinero.

El cuarto socio, Ethan Rapley, seguía en la buhardilla de su casa redactando quién sabe qué documento insulso. Tiempo tendría de leer lo sucedido en los periódicos del día siguiente.

Entre los abogados presentes en la sala, había un puñado de viejos amigos de Patrick que habían acudido a brindarle su apoyo.

Muchos picapleitos de pueblo soñaban en secreto con dejar atrás aquella profesión tediosa y llena de falsas expectativas. Patrick había tenido las agallas de llevar adelante su sueño, y eso decía mucho a su favor. Lo del cadáver tenía su explicación, seguro.

Lance llegó tarde y tuvo que quedarse de pie en un rincón. Se había rezagado a propósito entre un grupo de reporteros para echar un vistazo a las medidas de seguridad de la sala. Bastante impresionantes, por cierto. Pero el juicio sería largo, y antes o después la policía bajaría la guardia. Bastaba con esperar el momento oportuno.

Patrick vería muchas caras conocidas, gente con quien apenas había cruzado cuatro palabras pero que, de repente, se decían sus amigos del alma.

Algunos hablaban de él y ni siquiera lo habían visto en persona. A Trudy le había ocurrido algo parecido: su casa estaba permanentemente invadida por una procesión de presuntos amigos que se creían con derecho a vilipendiar al hombre que había traicionado su amor y el de la pequeña Ashley Nicole.

Quien más quien menos, todo el mundo tenía entre las manos un periódico o una novela barata. Había que hacer lo posible por aparentar aburrimiento, causar la impresión de que se estaba allí por obligación.

La sala quedó en silencio cuando empezó a haber movimiento alrededor del estrado. Todos los periódicos se cerraron al unísono.

La puerta anexa a la tribuna del jurado se abrió para dar paso a un puñado de uniformes marrones. A continuación entraron el sheriff Sweeney, que llevaba a Patrick del brazo, dos de sus ayudantes y Sandy.

¡Por fin! Los espectadores estiraban el cuello en todas direcciones para no perderse detalle. Los dibujantes pusieron manos a la obra.

Patrick atravesó la sala despacio y cabizbajo, y ocupó su sitio en la mesa de la defensa. Las gafas le permitían mirar sin ser visto, y enseguida distinguió a Havarac al fondo de la sala. Su cara era de lo más elocuente. Antes de tomar asiento divisó también al padre Philip, su sacerdote, envejecido pero tan risueño como siempre.

No era momento de mostrarse orgulloso. Así pues, se sentó con los hombros relajados y las orejas gachas. Se sentía el blanco de todas las miradas y no se atrevía siquiera a levantar la vista. Sandy se apoyó en su hombro e intentó darle ánimos con palabras ininteligibles.

A los pocos minutos volvió a abrirse la puerta de la tribuna. T. L. Parrish, el fiscal del distrito, hizo entrada en la sala y se dirigió solo hacia su mesa, al lado de la de Patrick. Parrish había sido siempre una rata de biblioteca sin aspiraciones reconocidas. No ambicionaba nada mejor. Su estilo era metódico, sobrio y absolutamente mortífero: ocupaba el segundo puesto en la lista de eficiencia de la fiscalía del Estado. Parrish se sentó al lado del sheriff, que ya había dejado a Patrick en el lugar que le correspondía. A su espalda había cuatro agentes del FBI: Joshua Cutter, Brent Myers y otros dos a los que ni siquiera conocía.

Iba a ser un juicio espectacular. Por desgracia para el público, sin embargo, y a pesar de que el decorado ya estaba listo,, la espera sería larga: seis meses por lo menos. Un agente del juzgado llamó al orden a la sala y ordenó a los asistentes que se pusieran en pie para recibir al juez, que se disponía a ocupar su sitio en el estrado.

–Siéntense, por favor -respondió Huskey, y todo el mundo obedeció.

–El Estado contra Patrick S. Lanigan, caso número 96-1.140. ¿Se halla presente el acusado?

–Sí, Señoría -dijo Sandy mientras volvía a levantarse.

–Póngase en pie, señor Lanigan.

Patrick, aún esposado, empujó la silla hacia atrás y se puso en pie. Tenía auténticas dificultades para mantener la espalda erguida y la cabeza alta -finalmente el tranquilizante se había adueñado de su cuerpo, incluido el cerebro-, pero hizo un esfuerzo.

–Señor Lanigan, este documento me ha sido remitido por el juzgado de acusación del condado de Harrison. Se le acusa de haber cometido homicidio en primer grado en la persona de un individuo aún sin identificar, y se solicita de este tribunal que lo condene a la pena de muerte. ¿Ha leído usted este documento?

–Sí, señor -respondió Patrick con la cabeza erguida y en voz alta.

–¿Ha consultado a un abogado?

–Sí, señor.

–¿Cómo se declara?

–Inocente.

–Se acepta. Puede sentarse. Este tribunal -continuó Huskey después de hojear unos papeles- recuerda al acusado, a los señores letrados, a los representantes de la autoridad, a los testigos y al personal del juzgado su obligación de guardar silencio sobre esta causa desde este preciso instante hasta el término del juicio. Asimismo, les recuerda que cualquier violación del secreto del sumario constituirá delito de desacato y será tratada como tal. Ninguno de ustedes debe facilitar información alguna a los medios de comunicación sin contar previamente con mi expresa aprobación. Acto seguido se les hará entrega de una copia de este escrito. ¿Alguna pregunta?

El tono del juez Huskey dejaba bien claro que no sólo estaba hablando en serio, sino que se moría de ganas de pillar a alguien en falta. No, los letrados no tenían ninguna pregunta.

–Bien. He preparado un calendario provisional con los plazos de las peticiones y las fechas de las vistas. El oficial del juzgado les proporcionará las copias que necesiten. ¿Algo más?

Parrish fue el único que se levantó.

–Sólo una cosa, Señoría. La fiscalía desearía hacerse cargo del acusado tan pronto como sea posible. Como Su Señoría ya sabe, en estos momentos el acusado se encuentra ingresado en el hospital de la base…

–En efecto. El doctor Hayani acaba de informarme de que su paciente debe continuar recibiendo tratamiento médico. Sin embargo, la fiscalía puede tener la seguridad de que, tan pronto como se le dé el alta médica, el acusado será trasladado a la cárcel del condado.

Gracias, Señoría.

–Si no tienen ninguna otra pregunta, se levanta la sesión.

Los ayudantes del sheriff escoltaron a Patrick por la escalera y hasta el mismo coche negro de antes, mientras los fotógrafos y los cámaras de televisión inmortalizaban su salida del juzgado.

Patrick se durmió antes de llegar al hospital.

Capítulo 18

Los únicos delitos que podían imputarse a Jack Stephano eran los de secuestro y agresión en la persona de Patrick Lanigan. Teniendo en cuenta, sin embargo, que los hechos habían tenido lugar en Sudamérica, fuera de la jurisdicción de Estados Unidos, y que los autores materiales habían sido terceras personas, entre ellas varios súbditos brasileños, era difícil que, de formalizarse, dichas acusaciones prosperasen llegado el momento del juicio. A ese respecto, el abogado de Stephano estaba tranquilo.

Lo que sí le preocupaba, en cambio, era que pudiera llegar a ponerse en peligro la reputación de Stephano y de sus clientes. Sabía de sobra que la capacidad de persuasión del FBI no se limitaba al ejercicio de la acción judicial, y por eso aconsejó a su representado que aceptara el trato, es decir, que se aviniera a explicar todo lo que sabía si el Gobierno le garantizaba total inmunidad para él y para sus clientes. Al fin y al cabo, no era a él a quien buscaban. Insistió además, en acompañarlo mientras prestaba declaración, a pesar de que las sesiones se alargarían jornadas enteras.

Jaynes dispuso que las entrevistas tuvieran lugar en el edificio Hoover y dejó a sus hombres al frente de la operación. Stephano, en mangas de camisa, se sentó en un extremo de la mesa, al lado de su abogado. Había dos videocámaras apuntándolos. Sobre la mesa, café y bollos para amenizar la espera.

–¿Nombre completo? – preguntó Underhill. Él y otros agentes se habían aprendido de memoria el expediente Lanigan.

–Jonathan Edmund Stephano. Jack.

–¿Nombre de su empresa?

–Edmund Associates.

–¿Orientación?

–Múltiple: protección, vigilancia, selección de personal, localización de personas desaparecidas…

–¿Propietario de la empresa?

–Yo.

–Empleados?

–Depende. Ahora mismo, tengo a once personas contratadas a jornada completa y a otras treinta trabajando por su cuenta o a tiempo parcial.

–¿Aceptó usted el encargo de encontrar a Patrick Lanigan? – Sí. – ¿Cuándo? – El 28 de marzo de 1992. – tenía al alcance de la mano varias carpetas llenas de datos,

pero no necesitaba consultarlas. – ¿Nombre del cliente? – Benny Aricia, el propietario legítimo de los noventa millones. – Tarifa? – Doscientos mil dólares. – ¿Ingresos hasta la fecha por el mismo concepto? – Un millón novecientos mil dólares. – ¿Qué hizo después de aceptar el encargo de Benny Aricia? – Varias cosas. Lo primero, coger un avión para ir a Nassau, a las Bahamas, y ver el

banco donde había tenido lugar el robo. Mi cliente, el señor Aricia, y su antiguo bufete habían abierto una cuenta en una sucursal del United Bank of Wales para depositar en ella el dinero de la transferencia. Ahora sabemos que había alguien más a la espera.

–¿Debo entender que el señor Aricia es ciudadano de este país? – Sí. – ¿Y por qué motivo decidió abrir una cuenta en las Bahamas? – Porque estamos hablando de noventa millones de dólares, sesenta para él y treinta para

el bufete, y a nadie le interesaba que todo ese dinero apareciera de repente en un banco de Biloxi. Digamos que mi cliente prefería que sus conciudadanos no estuvieran al corriente de la operación.

–¿Cree usted que el señor Aricia intentaba evadir impuestos? – No lo sé. Eso tendrán que preguntárselo a él. No es asunto mío. – ¿Quién fue su interlocutor en el United Bank of Wales? El abogado refunfuñó. – Graham Dunlap, un tipo británico. Vicepresidente de no sé qué. – ¿Qué información obtuvo de él? – La misma que el FBI. Que el dinero había desaparecido. – ¿Desde dónde había sido transferido el dinero? – Desde aquí, desde Washington. El dinero salió del D.C. National Bank a las nueve y

media de la mañana del 26 de marzo de 1992. La operación tenía prioridad, de modo que el dinero tardó menos de una hora en llegar a Nassau. A las diez y cuarto ya estaba en el United Bank. Por desgracia, nueve minutos más tarde estaba en un banco de Malta y, poco después, en Panamá.

–¿Cómo se llevó a cabo la segunda transferencia? Al abogado se le acabó la paciencia. ¡Esto es una pérdida de tiempo! – exclamó-. ¡Hace cuatro años que el FBI dispone de

toda esa información! ¡Han pasado más tiempo que nadie en ese banco! Underhill no se inmutó. – Verificación de datos. Estamos en nuestro derecho. Señor Stephano, ¿cómo se llevó a

cabo esa segunda transferencia? – Alguien, suponemos que el señor Lanigan, accedió de manera ilícita a la cuenta y dispuso que el dinero fuera transferido a Malta haciéndose pasar por un representante del bufete. El dinero cambió de manos nueve minutos después de llegar a las Bahamas. Ni mi cliente ni sus abogados estaban al corriente de la operación. Lanigan había muerto, o eso creían, y el robo los dejó desconcertados. Los noventa millones eran el resultado de un asunto llevado en el más estricto secreto, y nadie, a excepción de mi cliente, sus abogados y algunos miembros del Departamento de justicia, conocían la fecha y el destino de la transferencia.

–Tengo entendido que alguien supervisó personalmente la llegada del dinero a las Bahamas.

–Efectivamente. Estamos casi seguros de que se trataba de Patrick Lanigan. La mañana de la transferencia un individuo se presentó a Graham Dunlap como Doug Vitrano, uno de los socios del bufete. Iba debidamente identificado y bien vestido, y estaba al corriente de la operación. Y tenía un poder notarial que lo autorizaba a hacerse cargo del dinero en nombre del bufete y transferirlo a un banco de Malta.

–¡Nos consta que el FBI tiene una copia de todos esos documentos! – se quejó el abogado.

–No he dicho que no la tengamos -concedió Underhill mientras hojeaba unos papeles.

El FBI sabía que el dinero había llegado a Panamá a través de una entidad bancaria de Malta, pero había perdido la pista de los noventa millones una vez en Centroamérica. La cámara de seguridad del banco de las Bahamas les había proporcionado una instantánea borrosa del falso Doug Vitrano, y tanto ellos como los socios del bufete estaban seguros de que, bajo aquel espléndido disfraz, se ocultaba el difunto Patrick: bigotudo, mucho más delgado, con el pelo corto y teñido, y unas gafas de montura de pasta que le daban un aire distinguido. El impostor explicó a Graham Dunlap que su presencia en las Bahamas obedecía a la inquietud de su bufete y su cliente, que habían decidido enviar a alguien a supervisar personalmente la recepción y la ulterior transferencia del dinero. Dunlap consideró que era una precaución más que razonable y no puso ningún obstáculo. Una semana más tarde se hallaba de regreso en Londres, sin trabajo.

–Después de hablar con Dunlap volvimos a Biloxi y seguimos investigando durante un mes -continuó Stephano.

–¿Encontraron micrófonos en el bufete?

–Sí. Lanigan se convirtió enseguida en el principal sospechoso. Nuestro objetivo era doble: por una parte, queríamos dar con él y con el dinero; por otra, averiguar cómo había dado el golpe. Nuestros técnicos tuvieron acceso al bufete un fin de semana y lo registraron palmo a palmo. Había micrófonos por todas partes: en los teléfonos, en los despachos, bajo las mesas, en los pasillos y hasta en los servicios de la planta baja. El único despacho limpio era el de Charles Bogan. Al parecer, es de los que nunca olvidan cerrar con llave. Veintidós micrófonos de primera calidad. Encontramos el receptor escondido en el altillo, en un archivador que nadie había tocado durante años.

Underhill no prestaba atención a las palabras de Stephano. La entrevista se estaba grabando en vídeo, y sus superiores ya tendrían ocasión de estudiarla con detenimiento más adelante. Además, aquella parte de la historia le resultaba familiar. Precisamente tenía en sus manos un informe pericial que analizaba, a lo largo de cuatro párrafos interminables, el sistema de espionaje instalado por Patrick. Los micrófonos eran el último grito en tecnología: pequeños, potentes y carísimos, manufacturados por una reputada empresa malaya. Era ilegal comprarlos y utilizarlos en Estados Unidos, pero se podían encontrar con relativa facilidad en cualquier ciudad europea. Cinco semanas antes de su muerte, Patrick y Trudy habían estado en Roma celebrando la llegada del Año Nuevo.

El receptor hallado en el archivador del altillo dejó boquiabierto al mismísimo FBI. Cuando los hombres de Stephano lo encontraron, llevaba apenas tres meses en el mercado, y la agencia federal tuvo que admitir que se adelantaba en más de un año a cualquiera de sus prototipos. Había sido fabricado por una oscura firma alemana, y además de recibir las señales procedentes de los veintidós micrófonos instalados, podía distinguirlas y enviarlas, de una en una o todas a la vez, hasta una antena parabólica.

–¿Pudieron determinar el punto desde donde se recibían las señales? – preguntó Underhill con sincera curiosidad. Era una pregunta para la que el FBI no tenía respuesta.

–Imposible. Tenía un radio de acción de cinco kilómetros a la redonda.

–¿Alguna pista?

–Más bien una corazonada. Dudo que Lanigan fuera tan tonto como para instalar la antena en pleno centro de Biloxi. Habría tenido que alquilar un local, ocultar la antena y pasar muchas horas escondido a la escucha. Si algo sabemos de él, es que es un tipo metódico. No, yo siempre he creído que utilizó un barco. La solución más fácil y más segura. Entre el bufete y la playa no hay más de seiscientos metros, y el Golfo está lleno de barcos. Cualquiera puede echar el ancla a tres kilómetros de la Costa y desaparecer del mapa.

–¿Le consta que Patrick Lanigan fuera propietario de algún tipo de embarcación?

–No.

¿Tiene pruebas que demuestren que utilizó una embarcación?

–Puede. – Stephano hizo una pausa. Se adentraba en territorio desconocido para el FBI.

–Señor Stephano -lo urgió molesto el agente Underhill-, le recuerdo que presta declaración por voluntad propia.

–No hace falta. Hablamos con todos los propietarios de barcos de alquiler de la Costa, de Destin a Nueva Orleans, y sólo encontramos una pista. En Alabama. El 11 de febrero de 1992, el día del entierro de Lanigan, un hombre había alquilado un velero de diez metros de eslora al propietario de una pequeña flota de Orange Beach. La tarifa era de mil dólares mensuales, pero el tipo se ofreció a pagar el doble con dos condiciones: dinero en efectivo y nada de papeles. El dueño pensó que era un traficante de drogas y le dijo que ni hablar. Entonces el tipo le ofreció un depósito de cinco mil dólares más dos mensualidades de dos mil. En vista de que el negocio no iba muy bien y de que el barco estaba asegurado contra robo, el propietario decidió arriesgarse.

Underhill lo escuchaba sin parpadear ni tomar apuntes.

–¿Le enseñó una fotografía de Lanigan?

–Por supuesto. Dijo que podía ser él, pero que no estaba seguro. Según su descripción, el hombre que le había alquilado el barco era moreno, iba bien afeitado, llevaba gafas de sol y gorra de béisbol, y estaba gordo. Lanigan aún no había descubierto los productos dietéticos. En resumidas cuentas, no pudo identificarlo con seguridad.

–¿Qué nombre utilizó para alquilar el barco?

–Randy Austin. Le enseñó un carné de conducir de Georgia, sin foto, y se negó a presentar ningún otro documento. Para eso pagaba en efectivo. ¡Cinco mil dólares! El dueño le habría vendido el barco por veinte mil…

_¿Qué pasó con el velero?

–Nada. Al principio, el propietario no las tenía todas consigo, porque Randy no daba la impresión de ser lo que se dice un lobo de mar. Hacía demasiadas preguntas. Le explicó que era de Atlanta, que acababa de divorciarse y que quería ir al sur; que estaba harto del estrés de la vida moderna, del dinero, etcétera, etcétera. Le dijo que llevaba algún tiempo en dique seco y que quería ir a los Cayos para practicar, sin perder de vista la costa. No era una historia descabellada, pero tampoco muy convincente. Al día siguiente, cuando Randy apareció en el muelle, el dueño del barco se dio cuenta de que no había oído llegar ningún coche. ¿Habría llegado hasta la playa andando? ¿Haciendo autoestop? Después de muchos preparativos, el tal Randy se hizo a la mar y puso rumbo al este. Llevaba a bordo un motor diesel capaz de hacer avanzar el barco a ocho nudos con viento o sin él. El propietario no tenía nada mejor que hacer y decidió seguirlo. Había un par de bares en la Costa que no visitaba desde hacía tiempo. El velero no se alejó nunca más de medio kilómetro de la playa, y Randy parecía defenderse bastante bien. Al cabo de unas horas amarró en un puerto deportivo de Perdido Bay y desapareció tierra adentro, a bordo de un Taurus alquilado con matrícula de Alabama. Al día siguiente lo mismo. El propietario no lo perdió de vista. Randy fue cogiendo confianza y se alejó un poco más de la costa. Al tercer o cuarto día salió del puerto en dirección oeste, hacia Mobile y Biloxi, y tardó tres días en regresar.

–Volvía y se iba de nuevo, siempre hacia el oeste. Nunca puso rumbo al este ni al sur, a los Cayos. Al ver que Randy no iba muy lejos, el dueño dejó de preocuparse por el barco. A veces pasaba una semana sin verlo, pero sabía que al final siempre regresaba.

–¿Y cree que se trataba de Patrick?

–Estoy convencido. Todo encaja. En el barco podía estar solo durante días, sin miedo a ser reconocido, y la Costa, entre Biloxi y Gulfport, le proporcionaba un centenar de escondrijos desde donde procesar toda la información que recibía. Además, no hay nada mejor que un barco para pasar hambre.

–¿Qué se hizo del velero?

–Un buen día lo amarró y desapareció sin decir nada. El dueño lo recuperó y se embolsó los cinco mil dólares del depósito.

–¿Registraron el barco?

–Con lupa. No encontramos nada. El dueño dijo que nunca lo había visto tan limpio.

–¿Cuándo desapareció?

–El dueño del barco no lo sabía con seguridad porque había dejado de seguirlo. Encontró el velero el 30 de marzo, cuatro días después de que desapareciera el dinero. El práctico de guardia nos dijo que le parecía que no había vuelto a ver a Randy desde el 24 o el 25 de marzo. Las fechas coinciden exactamente.

–¿Qué pasó con el coche alquilado?

–También se encontró. Lo había alquilado en el mostrador de Avis, en el aeropuerto de Mobile, la mañana del lunes 10 de febrero, unas diez horas después de que su coche dejara de arder. La empleada de Avis describió a un hombre moreno, bien afeitado, con el pelo corto, gafas, traje y corbata. Según le dijo, había llegado de Atlanta. Le enseñamos fotos de Lanigan, pero tampoco pudo identificarlo con seguridad. Utilizó el mismo carné de conducir de Georgia y una Visa falsificada a nombre de Randy Austin. El número correspondía a una cuenta auténtica de Decatur, de Georgia. El tipo le dijo que era un agente inmobiliario y que andaba buscando terrenos para construir un casino. Iba por libre, y por eso había dejado en blanco el espacio del impreso reservado para el nombre de la empresa. Necesitaba el coche una semana. Avis nunca volvió a saber de él. Ni del coche, hasta catorce meses después.

_¿Por qué no devolvió el coche? – preguntó Underhill pensativo.

–Está claro. Cuando lo alquiló acababa de morir y nadie lo conocía. Al día siguiente, en cambio, su cara ya había salido en la primera página de los periódicos de Biloxi y Mobile. Seguramente pensó que era demasiado arriesgado devolver el coche en persona. Lo encontraron en Montgomery, desvencijado.

–¿Adónde fue Patrick?

–Mi hipótesis es que dejó Orange Beach el 24 o 25 de marzo, y que desde ese momento adoptó la identidad de Doug Vitrano, su antiguo socio. Sabemos que el veinticinco fue de Montgomery a Atlanta en avión, y que luego cogió un vuelo a Miami y otro a Nassau. Siempre con billetes de primera clase y a nombre de Doug Vitrano. Al salir de Miami y al llegar a las Bahamas tuvo que utilizar un pasaporte falso. El avión llegó a Nassau a las ocho y media de la mañana del día veintiséis, y a las nueve, cuando abrieron el banco, Patrick ya estaba en la puerta. Entonces presentó el pasaporte y los demás documentos a Graham Dunlap, transfirió el dinero, se despidió y cogió un avión con destino a Nueva York. A las dos y media estaba en La Guardia. Allí debió de cambiar de identidad otra vez y le perdimos la pista.

Cuando la oferta subió a cincuenta mil dólares, Trudy no pudo resistir la tentación. El programa se llamaba «Diario íntimo», un bodrio sensacionalista con una audiencia fiel y, según parece, un presupuesto generoso. Los miembros del equipo técnico invadieron el salón, cubrieron las ventanas y colocaron cables y focos por doquier mientras Nancy de Angelo, la «periodista» que presentaba el programa, llegaba de Los Angeles acompañada por su propio séquito de peluqueros y maquilladores.

Para no ser menos, Trudy se pasó dos horas delante del espejo y apareció ante las cámaras con un aspecto radiante. Demasiado, según Nancy. ¿Dónde estaba la mujer dolida, destrozada, asediada por los medios y la justicia, enfadada con su marido en nombre propio y de su hija? Trudy volvió a su habitación hecha un mar de lágrimas. Lance tardó media hora en consolarla, pero al fin consiguió que se armara de valor para enfrentarse de nuevo a las cámaras. Llevaba un jersey de algodón y unos vaqueros, y estaba casi tan guapa como antes.

A Ashley Nicole la sentaron en el sofá, al lado de su madre, para que sirviera de atrezzo.

–Pon cara de pena -le dijo Nancy mientras los técnicos ajustaban las luces-. Y usted procure llorar -le recomendó a Trudy-. Necesitamos lágrimas, lágrimas de verdad.

Durante una hora, Trudy Lanigan habló de lo mal que lo estaban pasando su hija y ella por culpa de Patrick. Las lágrimas llegaron con el recuerdo del entierro. Le enseñaron una foto de la zapatilla encontrada en el lugar del accidente. Siguieron meses, años de sufrimiento. No, no se había vuelto a casar. No, no había tenido noticias de su marido desde su regreso. Sí, tal vez fuera mejor así. No, Patrick no había movido un dedo por ver a su hija. Más lágrimas.

La sola idea de divorciarse le daba escalofríos, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿La demanda de la aseguradora? ¡Qué atrocidad! Como si ella fuera una vulgar ladrona…

Patrick era un monstruo. ¿Esperaba obtener parte de los beneficios si algún día aparecía el dinero? ¡Pues claro que no! ¿Qué clase de pregunta era ésa?

Después de pasar por la sala de montaje, la entrevista quedó reducida a veinte minutos. Patrick la vio desde el hospital, con una sonrisa en los labios.

Capítulo 19

El teléfono interrumpió a la secretaria de Sandy en el momento en que estaba recortando la foto y el artículo publicados por el rotativo de Nueva Orleans a propósito de la breve sesión del día anterior. Sandy estaba ocupado con una declaración, pero su ayudante, considerando la importancia de la llamada, requirió su presencia de inmediato. Leah Pires volvía a dar señales de vida.

Sin apenas darse a conocer, la abogada preguntó a Sandy si estaba seguro de que no había micrófonos en el despacho. Él la tranquilizó diciendo que lo habían comprobado el día anterior. Leah se hospedaba en un hotel de Canal Street, a pocas manzanas del bufete, y propuso una reunión en su suite. Sandy aceptó enseguida: para él, una sugerencia de Leah. pesaba más que una orden del juez. Se ponía casi a temblar con sólo oír su voz.

Como Leah no tenía prisa, Sandy acudió andando a la cita; bajó por Poydras y luego siguió Magazine hasta Canal Street. Si llevaba a alguien pisándole los talones, no se molestó en averiguarlo. La paranoia de Patrick era comprensible. El pobre se había pasado cuatro años huyendo de sus fantasmas- pero nadie iba a convencerlo de que él podía correr la misma suerte. Actuaba como abogado defensor en un caso importante, y habría que estar loco para seguirlo o pincharle los teléfonos. Un paso en falso, y los enemigos de Patrick se quedarían sin juicio.

Por pura precaución, sin embargo, y a instancias de su cliente, se había puesto en contacto con una empresa de seguridad que, a partir de entonces, se encargaría de peinar periódicamente el bufete.

Leah lo recibió con un apretón de manos y una sonrisa forzada. Sandy se dio cuenta enseguida de que estaba preocupada. Iba vestida de manera informal, con vaqueros y una camiseta blanca, y no llevaba zapatos. A él, que nunca había estado en el Brasil, le pareció que aquél debía de ser el atuendo habitual de todos sus compatriotas. A juzgar por la poca ropa que colgaba del armario abierto, Leah Pires viajaba mucho y con poco equipaje. Lógico, teniendo en cuenta que se había convertido en una fugitiva, igual que antes Patrick. Leah preparó café para los dos y lo sirvió en la mesa.

–¿Cómo está Patrick? – le preguntó mientras le ofrecía una silla.

–Mejor. El médico dice que se recuperará.

–¿Lo ha pasado muy mal? – musitó con ese deje carioca que tanto le gustaba a Sandy.

–Bastante. – El abogado extrajo una carpeta de su maletín y se la entregó-. Véalo usted misma.

La primera fotografía hizo que Leah. frunciera el entrecejo y murmurara algo en portugués. La visión de la segunda le llenó los ojos de lágrimas. «Pobre Patrick -dijo para sí-. Pobrecito mío.»

Leah observó las fotografías detenidamente, una por una, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano hasta que Sandy reunió el valor necesario para ofrecerle un pañuelo. No le daba vergüenza llorar. Al cabo de un rato, cuando las hubo visto todas, las reunió en un montón y volvió a guardarlas en la carpeta.

–Lo siento -dijo Sandy a falta de un consuelo mejor-. Le traigo una carta de Patrick – anunció.

Leah dejó de llorar y se sirvió otra taza de café.

–¿Le quedarán secuelas? – preguntó.

–Lo más seguro es que no. El médico dice que le quedarán cicatrices, pero que se irán borrando con el tiempo.

–¿Y psicológicamente?

–Está bien, aunque apenas duerme, menos incluso que antes, y tiene pesadillas noche y día. En cuanto la medicación empiece a hacer efecto, se pondrá mejor. – Sandy tomó un sorbo de café antes de continuar-. La verdad es que resulta difícil ponerse en su lugar. Supongo que tiene suerte de seguir con vida.

–Siempre estuvo seguro de que no lo matarían.

¡Cuántas preguntas! Sandy se las oía formular a gritos al abogado que llevaba dentro. ¿Sabía Patrick que andaban buscándolo? ¿Era consciente de que la historia de su fuga estaba llegando a su fin? ¿Dónde estaba ella mientras los sabuesos seguían la pista de Patrick? ¿Vivía con él? ¿Cómo habían logrado esconder el dinero? ¿Dónde lo había guardado? ¿Estaba a buen recaudo? Cuénteme algo, por favor. Soy el abogado de Patrick. Confíe en mí.

–Hablemos del divorcio.

Leah había notado la curiosidad del abogado y quiso cambiar de tema. Por eso se levantó, se acercó a la cómoda y sacó un cartapacio abultado de uno de los cajones.

–¿Vio a Trudy en la tele ayer por la noche? – preguntó mientras dejaba la carpeta sobre la mesa.

–Sí. Menudo espectáculo.

–Es una mujer muy guapa -dijo Leah.

–Sí que lo es -admitió Sandy-. Me temo que Patrick cometió el error de casarse con ella por su cara bonita.

–No sería el primero.

–Desde luego que no.

–Patrick la desprecia. Dice que no tiene corazón y que siempre le fue infiel.

–¿Infiel?

–Sí. Ahí lo tiene todo por escrito. Durante su último año de matrimonio, Patrick contrató a un detective para que la siguiera. Su amante, un tal Lance Maxa, y ella se veían muy a menudo. Hay fotografías de Lance entrando y saliendo de casa de Patrick cuando él no estaba. Y otras de los dos tortolitos tomando el sol junto a la piscina. En cueros, naturalmente.

Sandy abrió la carpeta y hojeó los documentos hasta encontrar las fotografías. Leah tenía razón. Iban como Dios los trajo al mundo.

–Esto nos facilitará mucho las cosas -dijo, incapaz de reprimir una sonrisa malintencionada.

–No se trata de oponerse al divorcio; no se confunda. Patrick no tiene ninguna intención de contestar la demanda. Lo que quiere es cerrarle la boca. Trudy se lo está pasando en grande arrastrando el nombre de Patrick por el fango.

–Se le pasarán las ganas de hablar en cuanto vea estas fotos. ¿Qué hay de la niña?

Leah se sentó y miró a Sandy a los ojos.

–Patrick quiere mucho a Ashley Nicole, pero le consta que no es hija suya.

Sandy encajó la noticia sin estupor, como si para él aquello fuera el pan de cada día.

–¿Quién es el padre?

–Patrick no lo sabe, pero Lance tiene todos los números. Él y Trudy llevan mucho tiempo juntos. Al parecer, se conocieron en el instituto.

–¿Por qué está tan seguro de que la niña no es suya?

–Patrick le sacó una muestra de sangre cuando tenía catorce meses, y la envió junto con la suya a un laboratorio especializado en pruebas de ADN. Sus sospechas resultaron ciertas. Él no es el padre de la niña. Encontrará el informe en la carpeta.

Sandy se levantó para estirar las piernas y ordenar un poco sus ideas. Al llegar junto a la ventana, se quedó parado contemplando el tráfico que circulaba por Canal Street.

Acababa de aparecer otra pieza del rompecabezas. La pregunta que tenía en mente no podía ser otra que: ¿Con cuánta antelación había planeado Patrick su huida? Esposa infiel, hija bastarda, accidente fatal, cadáver desfigurado, robo y fuga. Un plan perfecto. O casi. Quedaba por ver el final.

–Entonces, ¿por qué poner pegas al divorcio? – preguntó sin apartar los ojos de la calzada--. ¿Por qué sacar a relucir los trapos sucios si no piensa reclamar la custodia de la niña?

Sandy sabía de sobra la respuesta, pero quería oírla de labios de Leah. Tal vez así adivinaría sus intenciones.

–Bastará con poner al corriente al abogado -dijo-. Enséñele el informe. Completo. Cuando lo haya leído, tendrá más ganas que nunca de llegar a un acuerdo.

–¿Se refiere a un acuerdo económico?

–Exacto.

–¿En qué términos?

–Digamos que Trudy se lleva el cero por ciento.

–¿El cero por ciento de qué?

–De un pequeño capital o de una gran fortuna. Depende.

Sandy apartó la vista de la ventana.

–¿Cómo voy a negociar si no sé de qué dispone mi cliente? – protestó mientras la fulminaba con la mirada-. Tarde o temprano tendrán que explicarme de qué va todo esto.

–Usted lo ha dicho -replicó Leah sin inmutarse-. Tarde o temprano.

–¿En serio creen que podrán salir de este lío a golpe de talonario?

–Por probar que no quede.

–El dinero no lo puede todo.

–¿Se le ocurre una idea mejor?

–No.

–Ya me lo imaginaba. Es la única salida.

Sandy apoyó la espalda contra la pared.

–Entre tres sería más fácil -dijo más tranquilo.

–Pronto lo sabrá todo. Se lo prometo. Pero lo primero es lo primero. Ocúpese del divorcio. Trudy tiene que renunciar a cualquier pretensión sobre sus ingresos.

–Será fácil convencerla. Y divertido.

–Ponga manos a la obra. Volveremos a vernos la semana que viene.

De pronto estaba de más. Leah ya se había puesto en pie y estaba ordenando unos papeles. Sandy recogió el cartapacio y lo guardó en el maletín.

–¿Cuánto tiempo piensa quedarse aquí? – preguntó.

–No mucho -respondió Leah mientras le entregaba un sobre. Tenga, es una carta para Patrick. Dígale que estoy bien, que voy de aquí para allá y que, de momento, no he visto a nadie pisándome los talones.

Sandy cogió el sobre y buscó los ojos de Leah. Parecía nerviosa, impaciente por perderlo de vista. Sandy habría querido ayudarla, o al menos ofrecerle su apoyo, pero sabía que todo cuanto dijera en aquel momento caería en saco roto.

Leah lo despidió con otra sonrisa forzada.

–Haga lo que le he dicho. Patrick y yo nos ocuparemos del resto.

Mientras Stephano contaba sus aventuras a los funcionarios de Washington, Guy y Aricia establecían un campamento base en Biloxi: un apartamento de tres habitaciones en Back Bay equipado con varios aparatos telefónicos y de faxes.

El futuro de Patrick, al menos a corto plazo, era fácil de predecir, ya que de momento no podía ir muy lejos. Eso significaba que la chica no tendría más remedio que correr el riesgo de salir a la superficie en Biloxi para ir a buscarlo. Ésa era la hipótesis de trabajo.

Aricia había presupuestado cien mil dólares para aquella operación, y se había prometido a sí mismo que sería la última. Llevaba ya casi dos millones invertidos, y si seguía malgastando el dinero de aquel modo pronto se quedaría sin nada. Northern Case y Monarch-Sierra, los otros dos miembros de aquel consorcio inestable, habían preferido tirar la toalla. El plan era mantener ocupado al FBI con las historias de Stephano mientras, con un poco de suerte, Guy y el resto de la organización localizaban a la chica. En el fondo, era como buscar una aguja en un pajar.

Osmar y sus muchachos, por su parte, seguían patrullando las calles de Río. Si la chica volvía a poner los pies en la ciudad, lo sabrían enseguida. Osmar tenía a un montón de gente trabajando a sus órdenes, pero por suerte para el consorcio el precio de la mano de obra no podía ser más bajo.

Benny Aricia sabía que volver a la Costa le traería malos recuerdos. Había llegado a Biloxi en 1985 como representante de la mastodóntica Platt Rockland, un conglomerado de empresas que, durante veinte años, lo obligó a viajar por medio mundo en calidad de gestor profesional. Una de las divisiones más rentables del conglomerado eran los astilleros de Pascagoula, a medio camino entre Biloxi y Mobile. En 1985 los astilleros de Platt Rockland recibieron de la Marina el encargo de construir cuatro submarinos nucleares por valor de doce mil millones de dólares, y alguien en las altas esferas decidió que a Benny le convenía llevar una vida más sedentaria.

Nacido en New Jersey, educado en Boston y casado por aquel entonces con una eterna aspirante al trono de la frivolidad, Benny no supo adaptarse a la vida de la Costa del Golfo. Es más, desde el primer momento sospechó que su designación era producto de una maniobra destinada a apartarlo de la elite empresarial. Su mujer lo abandonó al cabo de dos años.

Platt Rockland tenía un patrimonio neto de veintiún millones de dólares, un sinfín de accionistas, treinta y seis divisiones y ochenta mil empleados repartidos entre ciento tres países. Además de muchas otras actividades, vendía material de oficina, talaba bosques, fabricaba miles de productos de consumo, vendía seguros, extraía gas natural, transportaba mercancías, explotaba minas de cobre y construía submarinos nucleares. El conglomerado crecía descontroladamente mediante la absorción de empresas descentralizadas, y seguía a rajatabla el precepto que dice: «No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace tu mano derecha.» Pese a todo, los beneficios eran astronómicos.

Benny soñaba con racionalizar la gestión de la empresa, deshacerse de las divisiones deficitarias y aumentar las inversiones en las que más beneficios generaban. No hacía ningún esfuerzo por ocultar su carácter ambicioso, y en más de una ocasión había dejado bien claro que aspiraba a lo más alto. El traslado a Biloxi, pues, le había parecido una broma de mal gusto, una hábil maniobra orquestada por sus enemigos para cortarle las alas. Benny detestaba tener que negociar con el Gobierno, y los burócratas arrogantes del Pentágono le sacaban de quicio. Y lo mismo podía decirse del paso de tortuga con que se construían los submarinos.

En 1988 se decidió a solicitar el traslado, pero la empresa denegó su solicitud. Un año más tarde empezó a circular el rumor de que el proyecto de los submarinos atravesaba serios problemas presupuestarios. El Gobierno ordenó la paralización de las obras y envió auditores y representantes del Pentágono a los astilleros de Pascagoula. Benny estaba en la cuerda floja.

Como empresa proveedora del Departamento de Defensa, Platt Rockland tenía a sus espaldas una larga trayectoria de sobreprecios, malversaciones y falsedad. Tanto es así que, más que una excepción, los casos de lucro ilícito constituían ya la norma general. Si las autoridades llegaban a detectar el fraude, la empresa se limitaba a sacrificar a algún que otro ejecutivo y a negociar un arreglo con el Pentágono.

Al ver que la cosa tomaba mal cariz, Aricia se puso en manos de Charles Bogan, un abogado de Biloxi y decano de un pequeño bufete entre cuyos socios figuraba un joven llamado Patrick Lanigan. El primo de Bogan representaba al estado de Misisipi en el Senado de Estados Unidos y, en su calidad de presidente del Subcomité de Gastos de Defensa, contaba con el afecto incondicional de las Fuerzas Armadas.

Por si eso fuera poco, el antiguo mentor de Bogan había accedido a la judicatura del Estado, lo que convertía a aquel pequeño bufete de Biloxi en uno de los más poderosos de Misisipi en cuestión de conexiones políticas. Benny lo sabía, y por eso había elegido a Bogan.

La Ley de Contratación Pública, también conocida como «Ley del Chivatazo», había sido redactada por el Congreso con el fin de promover la denuncia de aquellos casos de sobreprecio y malversación que afectaran al erario público. Antes de acudir a Bogan, Benny estudió dicha ley en profundidad e incluso contrató los servicios de un abogado para que lo ayudara.

Benny Aricia afirmó estar en condiciones de demostrar que Platt Rockland -a través de los astilleros de Pascagoula- se proponía estafar al Gobierno unos seiscientos millones de dólares. Sabía que tenía muchas probabilidades de convertirse en el chivo expiatorio de la contrata de los submarinos, y no estaba dispuesto a aceptarlo. Por otra parte, era consciente de que su denuncia representaba el fin de su carrera como ejecutivo. Platt Rockland contraatacaría difundiendo rumores sobre su profesionalidad y todas las empresas del país lo pondrían en la lista negra. No, Benny Aricia no necesitaba que nadie le explicara cómo funcionaba el mundo de los negocios.

Según la Ley de Contratación Pública, el «chivato» tenía derecho a recibir el quince por ciento de la cantidad devuelta al Gobierno por la empresa infractora. Benny tenía la documentación suficiente para probar el fraude de Platt Rockland, pero necesitaba la experiencia y los contactos de Bogan para asegurarse ese porcentaje.

Los abogados redactaron una demanda incontestable que hacía responsable a Platt Rockland de una estafa de seiscientos millones de dólares. La demanda llegó al juzgado federal el mes de septiembre de 1990, el mismo día que Benny dimitió de su cargo en la dirección de los astilleros.

Bogan contrató a ingenieros y asesores de toda clase para que estudiaran y ordenaran los miles de documentos que le proporcionaba Aricia. El caso no resultó tan difícil como podía parecer en un principio. Platt Rockland estaba haciendo lo que había hecho siempre: cobrar el mismo material varias veces y falsear los documentos correspondientes, una práctica tan arraigada en la empresa que sólo dos de los directivos de los astilleros estaban al corriente del fraude. Benny sostenía que la había descubierto por casualidad.

Por si acaso la meticulosidad en la investigación y la redacción de la demanda no resultaban suficientes, Bogan y su primo pusieron en marcha la maquinaria de sus influencias. El senador tuvo conocimiento de las irregularidades cometidas por Platt Rockland mucho antes de que se interpusiera la demanda, y siguió el caso con gran interés una vez en Washington. Benny Aricia pagó caros los servicios de Bogan y los favores del senador. La minuta del bufete sería la normal en esos casos, es decir, un tercio. Un tercio del quince por ciento de seiscientos millones de dólares. La tajada del senador nunca llegó a determinarse con exactitud.

Bogan se encargó de filtrar información comprometedora sobre la gestión de los astilleros a la prensa de Misisipi, y el senador hizo lo mismo en Washington. Platt Rockland vieron cómo su reputación se ponía en tela de juicio en cuestión de días. De pronto se encontraron contra las cuerdas, sin dinero y con el accionariado en pie de guerra. Una docena de miembros de la cúpula directiva de los astilleros recibió cartas de despido. Otros tantos empezaron a buscar trabajo por si acaso.

Por primera vez en su historia, los representantes de Platt Rockland no tuvieron éxito en sus negociaciones con el Departamento de Justicia. Un año después de la demanda presentada por Aricia, su antigua empresa se comprometió a devolver los seiscientos millones de dólares y a no reincidir. El Pentágono decidió no rescindir el contrato porque los trabajos de construcción de dos de los submarinos estaban muy avanzados. Así pues, Platt Rockland tuvieron la oportunidad de llevar a buen puerto un proyecto de doce mil millones de dólares cuyo presupuesto se había disparado ya hasta veinte mil.

Benny Aricia se dispuso a cobrar su recompensa. Bogan y los demás abogados del bufete pensaron cómo gastar el dinero de la minuta. La desaparición de Patrick Lanigan acabó con los sueños de todos en un solo día.

Capítulo 20

La escopeta de Pepper Scarboro era una Remington del calibre doce. La había comprado en una casa de empeños de Lucedale a la edad de dieciséis años, es decir, siendo demasiado joven para adquirirla de forma legal, y había pagado por ella doscientos dólares. Según Neldene, su madre, aquella escopeta era el tesoro más preciado de Pepper. Raymond Sweeney y su colega del condado de Greene, el sheriff Tatum, hallaron el arma en cuestión, junto con un saco de dormir y una tienda de campaña, mientras inventariaban el contenido de la cabaña de Patrick una semana después de su muerte. Trudy les había dado permiso para hacerlo sin tener, en realidad, ningún derecho de propiedad sobre la cabaña, cosa que ponía en entredicho la legalidad del registro y podía invalidar cualquier intento de utilizar los objetos encontrados llegado el momento del juicio. El sheriff podía alegar, sin embargo, que no se trataba de un registro propiamente dicho, ya que en aquel momento no existía constancia de que se hubiera cometido ningún delito; él y el sheriff Tatum habían entrado en la cabaña con la sola intención de recoger los efectos personales de Patrick y devolvérselos a su familia.

Trudy no quiso quedarse con el saco ni con la tienda. Es más, dejó bien claro que le parecía que no pertenecían a su difunto marido. Aparte de que ella nunca los había visto, saltaba a la vista que eran de mala calidad, la clase de artículos que Patrick nunca habría comprado. Además, él no dormía en el bosque; para eso tenía la cabaña. Sweeney etiquetó los dos mamotretos y, a falta de un lugar mejor donde guardarlos, los archivó en el depósito de pruebas. Tenía intención de esperar un par de años y luego venderlos en su tradicional mercadillo anual. Seis semanas más tarde, sin embargo, Neldene Crouch rompía a llorar al reconocerlos como parte del equipo de acampada de su hijo Pepper.

El caso de la escopeta fue algo diferente, aunque la encontraron en el mismo sitio que la tienda y el saco de dormir, a saber, debajo de la cama de la habitación donde dormía Patrick. Según el sheriff Sweeney, se notaba que alguien había tenido que esconderla a toda prisa. La presencia del arma le llamó mucho la atención, ya que, como buen aficionado a la caza, sabía que ningún cazador con dos dedos de frente dejaría su escopeta -ni ningún otro objeto de valor- en una cabaña perdida en las montañas. ¿Para qué? ¿Para ponérselo más fácil a los ladrones? El primer examen del arma, realizado in situ por el propio sheriff Sweeney, reveló la ausencia de número de serie. Conclusión: desde su salida al mercado, la escopeta había sido robada al menos en una ocasión.

Después de considerar las posibles implicaciones de su hallazgo, el sheriff Tatum y el sheriff Sweeney estuvieron de acuerdo en recomendar un examen más minucioso del arma. Seguramente no serviría para nada, pero ambos llevaban demasiados años de oficio a sus espaldas como para fiarse siquiera de su propia intuición.

Semanas más tarde, y convencido por repetidas promesas de inmunidad, el dueño de la casa de empeños de Lucedale admitía haber vendido la escopeta a Pepper.

El sheriff del condado de Harrison y su principal colaborador, Ted Griníshaw, llamaron a la puerta de la habitación de Patrick. Antes de llegar al hospital, Sweeney le había llamado por teléfono para anunciar su visita y el propósito de la misma. Acababan de caer en la cuenta de que aún no lo habían fichado.

Patrick posó para la posteridad sentado en una silla del hospital, vestido con una camiseta y unos pantalones de gimnasia, despeinado y con cara de pocos amigos. El sheriff le había llevado la placa con su número de detenido y le estuvo dando conversación mientras Grimshaw le tomaba las huellas. Patrick insistió en hacerlo de pie.

Sweeney aprovechó la ocasión para hacer un par de preguntas sobre Pepper Scarboro, pero Patrick le recordó enseguida que tenía abogado y que sólo podía ser interrogado en su presencia. Además, con o sin abogado, no tenía nada que decir. Gracias, adiós.

Cutter y un técnico del FBI llegado especialmente de Jackson esperaban el regreso del sheriff en la sala Lanigan. Las huellas que Grimshaw había encontrado en su día en la escopeta de Pepper entre ellas, más de una docena completas y aprovechables- habían vuelto a ver la luz al cabo de los años y se hallaban extendidas sobre la mesa. La escopeta estaba en una repisa, junto con la tienda de campaña, el saco de dormir, la zapatilla de deporte, las fotografías y el resto de las pruebas que se utilizarían en el juicio contra Patrick.

Cutter y el sheriff hablaron de pesca y bebieron café en vasos de plástico mientras el experto del FBI comparaba las huellas viejas y las recientes con la ayuda de una lupa. El veredicto no se hizo esperar.

–Algunas coinciden exactamente -dijo ya antes de terminar-. La culata estaba llena de huellas de Lanigan.

Buenas noticias, se dijeron. ¿Qué más?

Patrick insistió en la necesidad de disponer de otra habitación para las entrevistas con su abogado y el doctor Hayani se ocupó de realizar las gestiones oportunas. Luego pidió que lo llevaran en silla de ruedas, y una de las enfermeras se encargó de empujarlo por el pasillo y hasta el ascensor para el breve viaje de descenso a la planta baja. Los acompañó uno de los dos ayudantes del sheriff que hacían guardia en el pasillo. El otro se quedó haciendo compañía al agente especial Brent Myers.

La habitación que le asignaron era la misma donde los médicos celebraban sus reuniones sindicales. De todas formas, el hospital tenía poco personal, y daba la impresión de que no la utilizaban muy a menudo. Sandy había pedido el detector que quería Patrick, pero aún tardaría una semana en recibirlo.

–Mételes prisa -lo azuzó su cliente.

–Vamos, Patrick, ¿cómo quieres que haya micrófonos en esta habitación? ¡Nadie sabía que íbamos a estar aquí hasta hace una hora!

–Toda precaución es poca. – Patrick se levantó de la silla de ruedas y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa de conferencias. Sin cojear, por cierto.

–Oye, ¿no crees que deberías tranquilizarte un poco? Ya sé que has pasado mucho tiempo escondido, que llevas años con el miedo metido en el cuerpo y todo eso. Ya lo sé. Pero ahora es diferente. Ya te han cogido. Tranquilízate de una vez.

–Te equivocas. Me tienen a mí, pero siguen buscando el dinero. ¿No te das cuenta? Y ese dinero les importa mucho más que yo. Tenlo presente, Sandy. No descansarán hasta haberlo recuperado.

–¿Y se puede saber de quién sospechas? ¿De los buenos o de los malos? ¿De los policías o de los ladrones?

–Los dueños del dinero se han gastado una fortuna intentando recuperarlo.

–¿Cómo lo sabes?

Patrick se encogió de hombros. El ratón y el gato volvían a jugar.

–¿ Quiénes son? – insistió Sandy. Luego hubo una larga pausa, parecida a las que hacía Leah cuando quería cambiar de tema.

–Siéntate -dijo Patrick.

Los dos tomaron asiento, uno a cada lado de la mesa. Sandy sacó del maletín el cartapacio que Leah le había entregado cuatro horas antes con los trapos sucios de Trudy.

Patrick lo reconoció enseguida.

–¿Cuándo la has visto? – preguntó impaciente.

–Esta mañana. Está bien, dice que nadie la está siguiendo, y te envía besos y esta carta.

Sandy dejó el sobre encima de la mesa. Patrick rasgó el papel y sacó tres hojas escritas a mano. Leyó la carta muy despacio, como si el abogado no estuviera presente.

Sandy aprovechó la espera para echar otro vistazo al expediente y a las fotografías de Trudy y de su gígolo en la piscina. ¡Qué ganas tenía de enseñárselas al abogado de Mobile! Ya sólo faltaban tres horas para la reunión.

Patrick acabó de leer la carta, la dobló con cuidado y volvió a meterla en el sobre.

–Tengo otra para ella -dijo. Entonces vio las fotos sobre la mesa-. Buen trabajo, ¿eh?

–Fantástico. Nunca he visto pruebas más concluyentes en un caso de divorcio.

–La verdad es que había mucho donde escoger. Llevábamos un par de años casados cuando me encontré con su primer marido. Fue por casualidad, en una fiesta, antes de un partido de los Saints en Nueva Orleans. Nos tomamos un par de copas y me contó la historia de Lance. El maromo de la foto.

–Ya, Leah me ha puesto al corriente.

–De todas maneras, Trudy estaba a punto de dar a luz y preferí no decir nada. Nuestro matrimonio se había ido deteriorando poco a poco, y esperábamos que la llegada de la niña lo arreglaría todo. Además, Trudy es una actriz consumada. En fin, decidí seguirle el juego, ejercer de papá feliz y tal y cual, pero al cabo de un año empecé a recopilar pruebas. No sabía cuándo las necesitaría, pero estaba seguro de que lo nuestro se había acabado. Procuraba estar fuera de casa siempre que podía: viajes de negocios, excursiones, fines de semana con los amigos… Cualquier excusa era buena. Y a ella no parecía importarle.

–He quedado con su abogado a las cinco.

–Bien -aprobó-. Disfrútalo. Todos los abogados sueñan con un caso como éste. Amenázalo tanto como haga falta, pero no salgas de ese despacho sin llegar a un acuerdo. Quiero que Trudy renuncie a todo. No pienso darle ni un centavo.

–Hablando de dinero…

–Ten un poco más de paciencia, Sandy. Ahora tenemos cosas más urgentes de que hablar.

Sandy sacó su bloc del maletín y se dispuso a tomar notas.

–Te escucho-dijo.

–Lance es un mal bicho. Creció en Point Cadet, yendo de bar en bar. Dejó el instituto antes de acabar los estudios, y luego estuvo tres años en la cárcel por tráfico de drogas. En fin, una manzana podrida. El caso es que tiene amigos en los bajos fondos, gente capaz de hacer cualquier cosa por dinero. Leah tiene otra carpetita con su nombre. Supongo que aún no te la ha dado.

–No. Sólo ésta.

–Pídesela la próxima vez. El mismo detective que estuvo siguiendo a Trudy se pasó un año reuniendo pruebas contra él. Lance es un matón de poca monta, pero tiene amigos. Y Trudy tiene dinero. No sabemos cuánto, pero dudo que se lo haya gastado todo.

–¿Crees que irán a por ti?

–Seguramente. Piénsalo. En estos momentos Trudy es la única persona que aún quisiera verme muerto. Si yo desaparezco del mapa, ella podrá conservar el dinero que le queda y dejar de preocuparse por la demanda de la aseguradora. La conozco, Sandy. Para ella, el dinero y el tren de vida lo son todo.

–¿Cómo…? – Puede hacerse, Sandy. Créeme. Puede hacerse. Patrick dijo esas palabras con la seguridad de quien se ha metido en un buen lío y ha

sabido salir con bien. Sandy sintió que se le helaba la sangre. – Puede hacerse -repitió por tercera vez-, y más fácilmente de lo que te imaginas. – Con

los ojos entornados, las arrugas de su rostro parecían aún más profundas. – Bueno, ¿y qué quieres que haga? ¿Hacer compañía a los policías del pasillo? – No. Meter cizaña. – Te escucho. – Primero le dices al abogado de Trudy que has recibido una llamada anónima en el

despacho y que, según parece, Lance anda buscando un asesino a sueldo. Hazlo al final de la entrevista. A esas alturas estará dispuesto a creerse cualquier cosa que le digas. Cuéntale que piensas hablar del tema con la policía. Él hará lo mismo con su cliente. Trudy lo negará todo, claro, pero no servirá de nada. Te aseguro que se rajará en cuanto sepa que alguien ha adivinado sus planes. Luego vete a ver al sheriff y a los del FBI y cuéntales la misma historia. Diles que temes por mi vida y explícales por qué. Insiste para que hagan una visita a Trudy y a Lance. La conozco bien, Sandy. Sé que a cambio del dinero estaría dispuesta a sacrificar a Lance, pero no su propio pellejo. Si se da cuenta de que la policía sospecha algo, se echará atrás.

–Veo que has pensado en todo. ¿Tengo que hacer algo más? – Sí. Luego filtras la noticia a la prensa. Tienes que encontrar un periodista… -Me lo pones fácil. Un periodista en quien puedas confiar. – Eso ya me parece más difícil. – Tranquilo. He estado leyendo los periódicos y he seleccionado un par de nombres.

Mira qué te parecen y escoge el que más te guste. Dile que publique los rumores, sin citar fuentes, y que a cambio tendrá la exclusiva de las noticias de verdad. Así es como trabaja esta gente. Dile que el sheriff está intentando averiguar qué hay de verdad en la historia del asesino a sueldo. Se lo tragará. Ni siquiera se molestará en ratificar la información. ¡Información! Pero si no hacen otra cosa que publicar rumores…

Sandy acabó de tomar notas y se quedó maravillado ante la preparación de su cliente.

Luego cerró la carpeta, le dio unos golpecitos con el bolígrafo y preguntó: -¿Cuántas carpetas hay? – ¿Con trapos sucios? – Sí. – Unos veinticinco kilos. Han estado durmiendo en un guardamuebles de Mobile desde

que me fui. – ¿Y qué contienen? – Más trapos sucios. – ¿Sobre quién?

–Sobre mis antiguos socios y otros. Ya hablaremos de eso más adelante.

–¿Cuándo?

–Pronto, Sandy. Muy pronto.

El abogado de Trudy, J. Murray Riddleton, era un hombre de sesenta años, jovial y cuellicorto, especializado en dos tipos de asuntos, a saber, divorcios sonados y fraudes fiscales. Podría decirse que era, además, un compendio de contrastes: rico y mal vestido, inteligente y anodino, sonriente y despiadado, zalamero y cáustico. El gran bufete que había abierto en el centro de Biloxi parecía lleno de expedientes abandonados y de códigos anticuados.

Riddleton recibió a Sandy con muy buenos modales, lo invitó a sentarse y le ofreció una copa. Ya eran más de las cinco. Sandy declinó la invitación y su anfitrión prefirió no beber solo.

–¿Qué tal anda nuestro amigo? – preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.

–¿A quién se refiere?

–A Patrick. ¿A quién si no? ¿Ya ha encontrado el dinero?

–No sabía que lo estuviera buscando.

Riddleton creyó que era un chiste y se echó a reír. Estaba seguro de que era él quien llevaba las riendas de la negociación, igual que un jugador que hubiera acaparado todas las cartas.

–Ayer por la noche vi a su cliente en la televisión -dijo Sandy-. En ese bodrio sensacionalista… ¿Cómo se llama?

–«Diario íntimo.» ¿Verdad que estuvo maravillosa? ¿Y qué me dice de la niña? Qué encanto. Pobrecitas…

–Mi cliente preferiría que su cliente se abstuviera de hacer cualquier otra referencia a su boda y su divorcio en público.

–A mi cliente no le interesa lo que su cliente quiere o deja de querer. Ni a mí lo que quiere usted.

–Me parece perfecto.

–Mire, joven, yo soy un defensor acérrimo de la Primera Enmienda. Di lo que quieras. Haz lo que quieras. Publica lo que te dé la gana. Y no lo digo yo. ¡Lo dice la Constitución! – dijo señalando una estantería llena de libros y telarañas-. Así pues, no hay lugar. Mi cliente tiene derecho a decir lo que quiera cuando y donde le venga en gana. Por culpa de su Cliente, la señora Lanigan se siente humillada y tiene que enfrentarse a un futuro más bien incierto.

–Me parece bien. Sólo quería dejar las cosas claras.

–¿Y bien? ¿Me he expresado con suficiente claridad?

Desde luego. A mi cliente le parece perfecto que su cliente quiera pedir el divorcio, y no tiene intención de reclamar la custodia de la niña.

–Vaya, muchas gracias. ¿Y ese ataque de generosidad?

–De hecho, mi cliente piensa renunciar al régimen de visitas.

–Hace bien. No se puede abandonar a una criatura y volver con exigencias al cabo de cuatro años.

–Hay otra razón -dijo Sandy mientras abría el cartapacio y buscaba la copia del informe del laboratorio que había preparado para Riddleton.

–¿Qué es esto? – preguntó el abogado con desconfianza. Había dejado de sonreír.

–¿Por qué no le echa un vistazo? – propuso Sandy.

Riddleton se sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta y las ajustó a la circunferencia de su cráneo. Luego se colocó el informe a la distancia que necesitaba y se puso a leerlo con calma. Al llegar al pie de la primera página levantó los ojos de la mesa. Al final de la página dos dejó caer los hombros.

–Menuda catástrofe, ¿verdad? – dijo Sandy cuando su colega terminó de leer el informe.

–No se pase de listo. Estoy seguro de que todo esto tiene una explicación.

–Y yo estoy seguro de que no. Según la ley de Alabama, la prueba del ADN es concluyente. Señor Riddleton, yo no soy tan partidario de la Primera Enmienda como usted pero creo que si este informe llegara a hacerse público su cliente lo pasaría muy mal. ¡Imagínese! ¡Tener un hijo fuera del matrimonio y seguir viviendo con su marido como si tal cosa! Me temo que ese tipo de conducta no gusta mucho en la Costa…

–Publíquenlo -lo desafió Riddleton sin demasiada convicción-. No me importa.

–Será mejor que lo consulte con su cliente.

–Según la ley del estado, esta historia no significa nada. Si mi cliente cometió adulterio, el suyo siguió viviendo con ella a sabiendas. Por lo tanto, lo aceptó. Ahora no puede utilizarlo como argumento para contestar la demanda de divorcio.

–Olvídese del divorcio. Por lo que a mi cliente se refiere, Trudy puede considerarse soltera. Y olvídese también de la niña.

–Ya veo. Se trata de una extorsión. El silencio a cambio de que mi cliente renuncie al dinero.

–Más o menos.

–Su cliente ha perdido el juicio -dijo Riddleton, sulfurado-. ¡Y usted también!

Sandy volvió a rebuscar en el cartapacio y extrajo más munición.

–¿Qué es esto? – Preguntó Riddleton al ver otro informe sobre la mesa.

–Léalo.

–Tengo la vista cansada.

–En ese caso… Ésta es una copia del informe que redactó el detective privado que estuvo vigilando a su cliente y al señor Maxa durante el año anterior a la desaparición de mi cliente. Se vieron a solas al menos en dieciséis ocasiones y en diferentes lugares, pero sobre todo en casa de mi cliente y a puerta cerrada. En el dormitorio, supongo.

–¿Y bien?

–Eche un vistazo a estas fotos -dijo Sandy mientras depositaba dos ampliaciones a todo color sobre el informe del detective. Riddleton distinguió enseguida los dos cuerpos desnudos y cogió las fotografías para examinarlas más de cerca.

–Se las hicieron en la piscina de la casa de mi cliente mientras él estaba en Dallas, en una conferencia -explicó Sandy-. ¿Reconoce a los protagonistas?

Riddleton respondió con un gruñido.

–Tenemos muchas más -prometió Sandy-. Y tres informes de otros tantos detectives – continuó cuando su colega dejó de babear-. Su cliente no es lo que se dice el colmo de la discreción.

Ante la mirada atenta de Sandy y en cuestión de minutos, J. Murray Riddleton pasó de ser un abogado despiadado a un intermediario entrañable, una conversión camaleónica que suelen experimentar todos los abogados cuando, de repente, se quedan sin munición. Riddleton soltó un bufido y se dejó caer, derrotado, en su butaca giratoria.

–¿Por qué nunca nos cuentan toda la verdad? – se quejó. De repente eran ellos contra nosotros, clientes contra abogados. Al fin y al cabo, Sandy y él estaban del mismo lado. ¿Y bien? ¿Cuál era el paso siguiente?

Sandy no estaba dispuesto a seguir su juego.

–Le repito que no soy tan partidario de la Primera Enmienda como usted, pero que, si esta información llegara a manos de la prensa amarilla, Trudy se vería en un buen aprieto.

Riddleton quitó importancia a la amenaza de Sandy con un gesto antes de consultar el reloj.

–¿Está seguro de que no le apetece una copa?

–Segurísimo.

–¿De qué capital estamos hablando?

–¿La verdad? Aún no lo sé. Pero ésa no es la cuestión. Lo que importa es lo que le quedará cuando todo esto haya terminado. Y eso nadie lo sabe.

–Todavía debe de tener buena parte de los noventa millones…

–Puede que tenga que pagar mucho más que eso sólo en daños y perjuicios. Por no hablar de la cárcel o de la pena de muerte. Créame, señor Riddleton, el divorcio es lo que menos le preocupa.

–Entonces, ¿por qué nos amenaza?

–Para que se calle. Dígale a su cliente que coja su divorcio y se largue con viento fresco. Mi cliente quiere que renuncie a su dinero, y que lo haga enseguida.

–¿De lo contrario…? – Riddleton se aflojó la corbata y se hundió todavía más en la butaca. De repente le pareció que se estaba haciendo tarde y era hora de volver a casa-. Lo perderá absolutamente todo -dijo después de reflexionar durante un largo minuto-. ¿Se da cuenta de eso su cliente? La aseguradora la dejará sin un centavo.

–No se trata de perder o ganar, señor Riddleton.

–Déjeme hablar con ella.

Sandy recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta sin prisa. Riddleton lo despidió con una sonrisa forzada y un apretón de manos. justo entonces, como si hubiera estado a punto de olvidársele, Sandy mencionó la llamada anónima a su bufete de Nueva Orleans y la historia de Lance y el asesino a sueldo. No sabía si el rumor era cierto o no, pero no tenía más remedio que informar al sheriff y al FBI.

Los dos abogados hablaron un poco más. Al final Riddleton prometió hablar del asunto con su cliente.

Capítulo 21