El segundo día de secuestro transcurrió lentamente. Si esperaban que Eva cayera en su burda trampa, es que no la conocían tan bien como él. Algún día, cuando todo se hubiera aclarado, entendería el porqué de todos aquellos misterios. Mientras tanto, estaba dispuesto a esperar.
Su Señoría acudió a su segunda cita con Patrick con una pizza bajo el brazo. Había disfrutado tanto de su primer encuentro al cabo de los años que aquella misma tarde había llamado al hospital para ver si a su amigo le apetecía repetir. Patrick habría hecho cualquier cosa por un poco de compañía.
Nada más llegar, Huskey abrió su maletín y dejó sobre el improvisado escritorio de Patrick un fajo de cartas.
–Todos te mandaban saludos, sobre todo los chicos del juzgado, y les he dado permiso para ponerlos por escrito.
–No sabía que tenía tantos amigos.
–Y no los tienes. Son funcionarios aburridos que no saben en qué otra cosa emplear su tiempo. Para ellos es casi como haber tomado parte en la acción.
–Caramba, gracias por sacarme de mi error.
Huskey acercó una silla a la cama y apoyó los pies en un cajón abierto de la mesita. Patrick se había comido dos porciones de pizza y empezaba a perder el apetito.
–Tendré que inhibirme del caso muy pronto -dijo Huskey como si pidiera disculpas por ello.
–Lo sé.
–Esta mañana he estado un buen rato hablando con Trussel. Ya sé que no es santo de tu
devoción, pero es un buen juez. Está dispuesto a hacerse cargo del caso. – Prefiero al juez Lanks. – Ya lo sé, pero, por desgracia, no puedes elegir. Lanks tiene problemas de hipertensión,
y desde hace algún tiempo tratamos de no asignarle ningún caso importante. Además, Trussel tiene más experiencia que Lanks y yo juntos, sobre todo en casos de pena de muerte.
Patrick se estremeció al oír las últimas palabras del juez y se quedó paralizado, como le pasaba a veces cuando se miraba mucho rato al espejo. Un caso de pena de muerte. Huskey tomó buena nota de la reacción de su amigo.
Dicen que cualquiera es capaz de cometer un asesinato si se dan las circunstancias adecuadas, y Huskey había tenido ocasión de comprobarlo a lo largo de sus doce años en el estrado. Si Patrick resultaba ser culpable, lo único extraordinario del caso sería la relación de amistad que los unía.
–Por qué quieres dejar la judicatura? – preguntó Patrick.
–Por lo mismo que todos los jueces. Porque estoy harto del trabajo. Además, o lo hago ahora o no lo haré nunca. Los chicos están a punto de llegar a la universidad y nos hace falta más dinero. – Huskey hizo una pequeña pausa antes de preguntar-: Oye, ¿y tú cómo lo sabes? Que yo sepa, no lo han dicho en televisión.
–Las noticias vuelan. – ¿Hasta Brasil? – Tú ganas. Me lo contó un pajarito. – ¿Alguien de Biloxi? – No. Qué ocurrencia. ¿Cómo iba a correr el riesgo de seguir en contacto con alguien de
aquí? – Alguien de Brasil, entonces. – Sí, alguien que conocí en un bufete. – Ya. Y este abogado estará al corriente de todo, ¿no? – Abogada. Sí, de todo. Huskey juntó las palmas de las manos en un gesto cómplice. – Conque ésas tenemos, ¿eh? – La próxima vez que desaparezcas -bromeó Patrick-, búscate una buena abogada. – Descuida. Por cierto, ¿dónde está ahora tu amiga? – No muy lejos de aquí, supongo. – Ya veo. Entonces es ella quien tiene el dinero. Patrick sonrió y acabó por soltar una carcajada. El juez había conseguido por fin romper
el hielo. – Karl, ¿qué es lo que quieres saber exactamente? – Todo. Cómo robaste el dinero. Dónde está. Cuánto queda. – ¿Qué has oído comentar en el juzgado? ¿Circula algún rumor descabellado? – Cientos de ellos. Mi preferido dice que has multiplicado tu fortuna por dos y la tienes
enterrada en una caja fuerte suiza. Tenías planeado retirarte a los Alpes a contar tu dinero
cuando te cansaras de la vida en los Trópicos. – No está mal. – ¿Y te acuerdas de Bobby Doak?, esa rata purulenta que tramita divorcios por noventa y nueve dólares y odia a todos los abogados que cobran más?
–¿Cómo iba a olvidarlo? Se anunciaba en la hoja parroquial.
–El mismo. Ayer lo vi tomando café en el despacho del oficial del juzgado. Le estaba contando que sabía de fuentes fidedignas que te habías gastado el dinero en drogas y prostitutas adolescentes, y que por eso te habían encontrado en Brasil viviendo como un campesino.
–El bueno de Doak. No esperaba menos de él.
El silencio de Patrick parecía poner fin a aquellos momentos de frivolidad, pero Huskey no estaba dispuesto a dejar pasar otra oportunidad.
–Bueno, ¿dónde está el dinero?
–Lo siento, Karl, no puedo decírtelo.
–¿Cuánto te queda?
–Mucho.
–¿Más de lo que robaste?
–Más de lo que me lleve, sí.
Patrick bajó de la cama se acercó a la puerta, estaba cerrada. Se desperezó para desentumecer brazos y piernas, y bebió un poco de agua. Luego volvió junto a Karl y se sentó en el borde de la cama.
–Tuve un golpe de suerte -le confesó en su susurro. Huskey habría sido capaz hasta de leerle los labios.
–Estaba decidido a marcharme -continuó-. Con o sin el dinero. Sabía que el bufete estaba a punto de ingresar una minuta importante y había estudiado la manera de quedarme con el dinero, pero te aseguro que, si algo hubiera salido mal, habría desaparecido igualmente. La sola idea de pasar otro día al lado de Trudy me ponía enfermo. Y el trabajo me daba asco. Además, por si eso fuera poco, estaba a punto de perderlo de todas maneras. Bogan y los demás estaban implicados en un fraude de proporciones mayúsculas, y yo era la única persona ajena al negocio que estaba al corriente de sus manejos.
–¿Qué fraude?
–La demanda de Aricia. Luego te lo cuento. El caso es que planeé mi desaparición con tiempo y la suerte me acompañó. De hecho, siguió acompañándome hasta hace dos semanas. Una suerte increíble.
–Nos habíamos quedado en el entierro.
–Sí. Después de la ceremonia volví al apartamento que había alquilado en Orange Beach. Estuve allí encerrado un par de días,
–escuchando diálogos en portugués y memorizando vocabulario. También dediqué muchas horas a resumir las conversaciones que había grabado en el bufete y a ordenar toda la documentación que había ido acumulando. La verdad es que trabajé como nunca. De noche me pasaba horas enteras paseando por la playa, tratando de quitarme de encima todos esos kilos de más. Llegó un momento en que dejé de comer por completo.
–¿A qué documentación te refieres?
–A la del expediente Aricia. Entonces empecé a hacer mis pinitos con la vela. Había salido a navegar otras veces, pero de repente encontré la motivación que necesitaba para convertirme en un lobo de mar. El barco era lo bastante grande como para no tener que repostar durante varios días, y pronto me di cuenta de que no encontraría un escondite mejor.
–¿Me estás diciendo que seguiste viviendo en la Costa?
–Sí. Desde el fondeadero de Ship Island veía la playa de Biloxi.
–¿Por qué no te fuiste?
–Quería saber qué pasaba en el bufete. Los micrófonos seguían en su sitio. No había ni un teléfono ni una mesa que no tuviera el suyo. Los había por todas partes, excepto en el despacho de Bogan. Hasta en el lavabo de caballeros de la planta baja, entre el despacho de Bogan y el de Vitrano. Los micrófonos transmitían la información a un receptor que había escondido en el altillo, entre un montón de expedientes olvidados. El bufete está en un edificio muy antiguo, y hacía años que nadie se acordaba de aquel altillo. En el tejado, pegada a la chimenea, había una antena de televisión que aproveché para colocar los cables. El receptor retransmitía la información de los micrófonos a una antena parabólica de veinticinco centímetros de diámetro que había instalado en el barco. Estamos hablando de tecnología punta, Karl. El equipo me costó una fortuna, y tuve que comprarlo en el mercado negro mientras estábamos de vacaciones en Roma. Con los prismáticos alcanzaba a ver la chimenea incluso desde alta mar, y no tenía ningún problema para recibir la señal. Desde el barco podía escuchar cualquier conversación que tuviera lugar dentro del radio de acción de alguno de los micrófonos. De día las grababa todas, y de noche borraba lo que no me interesaba. Sabía a qué restaurante iban a comer y si sus mujeres estaban de mejor o peor humor. Lo sabía absolutamente todo.
–Increíble.
–Deberías haberlos oído después del entierro. Haciendo ver que estaban muy afectados por mi pérdida y aceptando pésames por teléfono. En cuanto se quedaban solos, se ponían a contar chistes a mi costa. Mi muerte les había ahorrado un mal trago, sobre todo a Bogan, que era quien tenía que comunicarme el despido. El día después del entierro, Havarac y él estuvieron hablando en la sala de juntas con un vaso de whisky escocés en la mano. Dijeron que había tenido la suerte de morir en el momento más oportuno.
–¿Aún tienes esas cintas?
–Tú qué crees? Tengo grabada la conversación que mantuvieron Trudy y Doug Vitrano en mi despacho horas antes del funeral. Abrieron la caja fuerte y se encontraron con una póliza de dos millones de dólares que no se esperaban. Es para morirse de risa. Trudy tardó menos de veinte segundos en preguntar cuándo podría cobrarla.
–¿Cuándo podré escuchar esas cintas?
–No lo sé. Pronto. Al principio tenía cientos de ellas. Me pasé varias semanas trabajando doce horas al día para reducirlas a lo imprescindible. Imagínate la cantidad de llamadas telefónicas que tuve que escuchar.
–¿Y nadie sospechó nada?
–La verdad es que no. Rapley le dijo una vez a Vitrano que había sido muy oportuno lo de contratar el seguro de los dos millones ocho meses antes del accidente. Y también oí un par de comentarios sobre mi comportamiento durante los últimos tiempos. Nada importante. Estaban demasiado contentos pensando en el peso que les había quitado de encima.
–¿Pinchaste los teléfonos de Trudy?
–Estuve a punto de hacerlo, pero luego pensé: ¿para qué? Para saber lo que estaba haciendo no necesitaba micrófonos. Nada de lo que dijera o dejara de decir podía serme de utilidad en aquellos momentos.
–Estabas más interesado en Aricia.
–Exacto. Gracias a los micrófonos estaba al corriente de todas las gestiones del bufete. Me enteré de que el dinero no se enviaría a Biloxi, y también de la fecha y el destino de la transferencia.
–¿Cómo te hiciste con el dinero?
–Tuve otro golpe de suerte. Bogan era quien movía los hilos de la operación, pero, por suerte para mí, las decisiones financieras se tomaban en el despacho de Vitrano. Cogí un avión a Miami armado con toda clase de documentos que me identificaban como Doug Vitrano. Tenía su número de la Seguridad Social y otros datos personales. En Miami fui a ver a un falsificador. El muy astuto ha ido archivando miles de caras diferentes en el ordenador, y sus clientes sólo tienen que decidir cuál es la que más les gusta.
Yo escogí una a medio camino entre la mía y la de Vitrano, y al poco rato ya la tenía en el carné de conducir. De Miami me fui a Nassau, y allí es donde la cosa empezó a complicarse. Me presenté en el United Bank of Wales y pregunté por un tal Graham. Dunlap, que había sido el interlocutor de Vitrano hasta entonces. Le enseñé mi documentación y una carta del bufete, impresa en papel timbrado, naturalmente, que me autorizaba a transferir los noventa millones tan pronto como el dinero llegara a su sucursal. Dunlap no tenía ni idea de que el señor Vitrano supervisaría la operación personalmente, y se sorprendió mucho al saber quién era. La verdad es que se sintió halagado por el hecho de que uno de los socios del bufete se hubiera tomado la molestia de viajar hasta tan lejos. En cuanto se recuperó del susto, me preparó un café y envió a una secretaria a comprar cruasanes. Cuando llegó la transferencia yo estaba en su despacho comiéndome uno.
–¿Y no se le ocurrió llamar al bufete?
–No. Si lo hubiera hecho, un servidor habría salido del banco por piernas. A la menor sospecha, estaba dispuesto a atizarle un puñetazo, meterme en un taxi y coger el primer avión que encontrara en el aeropuerto. Había comprado tres billetes diferentes por si acaso.
–¿Adónde habrías ido?
–Bueno, ten en cuenta que habría seguido estando muerto. A Brasil, supongo. Habría buscado trabajo de camarero y habría pasado el resto de mis días tumbado en la playa. Tal vez habría sido más feliz sin todo ese dinero. El día que me lo llevé renuncié para siempre a la tranquilidad. Por eso estoy aquí ahora. En fin, Dunlap me hizo las preguntas de rigor y mis respuestas lo dejaron satisfecho. Llegado el momento, confirmó la llegada del dinero y autorizó la transferencia a un banco de Malta.
–¿Así, como si tal cosa?
–Casi. Estuvo a punto de echarse atrás al darse cuenta de que el banco perdía un depósito importante. Aún me tiemblan las piernas cuando lo pienso. Él mismo mencionó el pago de cierta comisión y fijó el precio en cincuenta mil dólares. El muy cretino… Ni que decir tiene que se los di con mucho gusto. Los cincuenta mil se quedaron en la cuenta del bufete y acabaron en la de Dunlap. El banco está en el centro de Nassau y…
–Estaba. Cerró seis meses después de tu visita.
–Sí, eso oí. Es una lástima. Cuando salí del banco y puse los pies en la calle, me entraron ganas de ponerme a gritar y a dar saltos, pero me contuve. En vez de eso, me monté en el primer taxi que vi pasar y le dije al conductor que iba con el tiempo justo para coger un avión. Nos plantamos en el aeropuerto en un periquete. El vuelo de Atlanta salía al cabo de una hora; el de Miami al cabo de hora y media; el de La Guardia estaba procediendo al embarque
de los pasajeros. No me lo pensé dos veces. – Te fuiste a Nueva York con noventa millones de dólares. – Ochenta y nueve millones novecientos cincuenta mil, descontando la comisión de
Dunlap. Fue el vuelo más largo de mi vida. Me bebí tres martinis para tranquilizarme y ni por ésas. En cuanto cerraba los ojos, veía a los agentes de aduanas esperándome al pie de la escalerilla con las metralletas en ristre. Algo me decía que Dunlap habría llamado al bufete, y que alguien me habría seguido la pista hasta el aeropuerto. Nunca he tenido tantas ganas de pisar tierra firme como aquel día. Por fin aterrizamos y nos dejaron bajar del avión. Al llegar a la terminal vi el flash de una cámara y me temí lo peor. Te han cogido, pensé. Pero no era más que un niño jugando con su Kodak. Me dirigí a los lavabos y tardé veinte minutos en volver a salir. Todo lo que poseía en el mundo iba conmigo en una bolsa de lona.
–Excepto los noventa millones. – Sí, claro. – ¿Cómo te las apañaste para hacer llegar el dinero a Panamá? ¿Cómo sabes que lo envié a Panamá? – Acuérdate de que soy juez. De vez en cuando hablo con la policía, y ya sabes qué pasa
en las ciudades pequeñas. – Lo dejé todo arreglado antes de salir de Nassau. El banco de Malta recibió el dinero
junto con instrucciones de transferirlo inmediatamente a Panamá. – No conocía esa faceta tuya de banquero. – Todo es ponerse. Tuve un año para prepararme. ¿Cuándo te enteraste de que el dinero
había desaparecido? Huskey soltó una carcajada, se apoyó en el respaldo de la silla y se llevó las manos a la
nuca. – Bueno, la verdad es que tus socios no son lo que se dice el colmo de la discreción. – Me dejas anonadado. – Toda la ciudad sabía que estaban a punto de convertirse en multimillonarios. Por lo que
cuentas, parece que se tomaron muy en serio lo del secreto… hasta que empezaron a gastar el dinero a espuertas. Havarac se compró el Mercedes más grande y más negro que hayas visto jamás. El arquitecto de Vitrano dio los últimos retoques a los planos de su nuevo hogar: mil metros cuadrados de nada. Rapley se inclinó por un velero de veinticinco metros de eslora y empezó a pensar en la jubilación. También oí hablar de un jet privado. En fin, reconozco que en Biloxi una minuta de treinta millones debe de ser difícil de ocultar, pero te aseguro que ni siquiera lo intentaron. Querían que todo el mundo lo supiera.
–Ni que fueran abogados… -El golpe fue un jueves, ¿verdad? – Sí. El 26 de marzo. – Recuerdo que al día siguiente tuve que presidir un juicio civil. Sí, eso es. Uno de los
letrados se enteró por teléfono antes de entrar en la sala. Bogan, Rapley, Vitrano, Havarac y Lanigan tenían problemas con la minuta millonaria. Al parecer, el dinero había desaparecido de la faz de la tierra. Alguien les había robado hasta el último dólar.
–¿Se mencionó mi nombre? – Al principio no. Tardaron unos cuantos días en sumar dos y dos. Se dijo que en la
grabación de las cámaras de seguridad del banco aparecía alguien que se te parecía un poco, y quien más quien menos empezó a sacar sus propias conclusiones. El rumor se extendió como la pólvora.
–¿Y te lo creíste?
–Me llevé tal sorpresa que no sabía qué pensar. A todos nos pasó un poco lo mismo. Habíamos asistido a tu entierro, habíamos rezado por la salvación de tu alma…, francamente, se nos hacía difícil creer que todo formaba parte de un plan. Con el tiempo, la sorpresa fue a menos y las sospechas a más. La modificación del testamento, el seguro de vida, el cadáver incinerado y, para colmo, los micrófonos. El FBI tomó cartas en el asunto, y al cabo de una semana todo el mundo daba por sentado que eras un ladrón con suerte.
–Te sentiste orgulloso de mí?
–No creo que «orgulloso» sea la palabra adecuada. Más bien perplejo. Ten en cuenta que había un cadáver de por medio. Luego pudo más la curiosidad.
–¿De verdad no sentiste ni una pizca de admiración?
–No, que yo recuerde. No, un inocente había tenido que morir para que tú pudieras hacerte con los noventa millones de dólares. Además, habías abandonado a tu mujer y a tu hija.
–Una mujer que se hizo de oro y una hija que no lo era.
–Entonces no lo sabía. Nadie lo sabía. Si te soy sincero, Patrick, creo que tu gesto no despertó demasiada admiración. Al menos en Biloxi.
–¿Qué hay de mis socios?
–No se supo de ellos durante meses. Tuvieron que contestar la demanda de Aricia y hacer frente a varios pleitos más. Habían estado viviendo por encima de sus posibilidades y acabaron arruinados. Luego vinieron los divorcios, el alcoholismo… Fue espantoso. No creo que se hayan visto muchos casos de autodestrucción más evidentes.
Patrick volvió a meterse en la cama. Se sentó con las rodillas flexionadas y se alegró de las desgracias de sus enemigos. Huskey se levantó y se acercó a la ventana.
–¿Cuánto tiempo estuviste en Nueva York? – preguntó mientras echaba un vistazo al exterior a través de las persianas.
–Una semana, más o menos. Como no quería que el dinero volviera a Estados Unidos, abrí una cuenta en un banco de Toronto. El de Panamá era una sucursal del Bank of Ontario y no tuve ningún problema a la hora de hacer las transferencias.
–¿Gastabas mucho dinero?
–El imprescindible. De la noche a la mañana me convertí en un emigrante canadiense llegado de Vancouver. Adquirí un pequeño apartamento y solicité varias tarjetas de crédito a nombre de mi nuevo yo. Contraté a un profesor de portugués que me dio clases durante seis horas al día. Hice varios viajes por Europa para poner a prueba el pasaporte. Todo iba a pedir de boca. Al cabo de tres meses vendí el apartamento y me fui a Portugal. Estuve dos meses en Lisboa estudiando portugués. Y por fin, el 5 de agosto del 92, cogí un avión con destino a Sáo Paulo.
–Cinco de agosto, el día de tu independencia.
–No te imaginas lo que es sentirse completamente libre. Llegar a una ciudad con dos maletas pequeñas, subirse a un taxi y perderse entre veinte millones de personas. Era de noche, estaba lloviendo y había atascos por todas partes. Y yo iba sentado en un taxi pensando que nadie, absolutamente nadie, sabía dónde encontrarme. Ni lo sabría jamás. Estuve a punto de echarme a llorar. Aquello era la libertad en mayúsculas. Veía las caras de la gente que iba y venía por las aceras, y me decía: «Ahora eres uno de ellos. Te llamas Danilo, eres brasileño y nunca volverás a ser otra cosa.»
–¿Alguna noticia de su padre? – preguntó en voz baja. A aquellas horas de la mañana no apetecía hablar.
–No. De todas maneras, no puedo llamar desde aquí. Cuando baje al mercado, llamaré desde una cabina.
–Lo tendré presente en mis oraciones.
–Gracias.
El expediente Aricia al completo fue a parar al portaequipajes de Sandy. Leah se despidió de él con la promesa de llamarlo antes de veinticuatro horas. No tenía intención de ir a ninguna parte. Los problemas de su cliente común no sólo necesitaban una solución, sino que la requerían con urgencia.
El aire de la mañana era frío. El otoño se deja sentir incluso en la Costa, y no en vano estaban aún en el mes de octubre. Leah se puso una parka y salió a dar un paseo por la playa, sin zapatos ni medias, con una mano en el bolsillo y una taza de café en la otra. La playa estaba desierta, pero algo la obligaba a esconder el rostro tras unas gafas de sol. ¿Por qué? Como buena carioca, Leah había pasado buena parte de su vida en la playa, auténtico centro de la cultura de Río. De pequeña había vivido siempre en el apartamento que su padre tenía en Ipanema, el barrio más cotizado de la ciudad, y allí, junto al mar, había crecido igual que los demás niños del vecindario.
No estaba acostumbrada a andar sola por la arena. Echaba de menos la alegría de los bañistas y de los muchachos que se entretenían jugando a la pelota en las playas de su Río natal. Su padre había sido uno de los primeros en alzar la voz en contra del crecimiento desenfrenado de Ipanema. Paulo Miranda se oponía al desequilibrio demográfico y urbanístico que provocaba la especulación, y luchaba codo a codo con las asociaciones de vecinos. Aquella actitud comprometida iba en contra del talante permisivo de los cariocas, pero, al cabo de los años, sus conciudadanos habían aprendido a respetarla e incluso agradecerla. Su hija, la abogada Eva Miranda, aún regalaba parte de su tiempo a las asociaciones vecinales que trabajaban por la conservación de Ipanema y Leblon. El viento arreció y ocultó el sol tras unas nubes. Leah regresó a la casa seguida desde lo alto por los graznidos de las gaviotas. Al cabo de un rato cerró con llave puertas y ventanas, cogió el coche y se fue al supermercado a comprar fruta y champú. Por el camino -tres kilómetros- esperaba encontrar algún teléfono público.
Al principio no lo vio, pero cuando reparó en su presencia le pareció que llevaba un siglo a su lado. Ella sostenía en la mano una botella de acondicionador; él aspiró por la nariz como si estuviera resfriado. Leah se volvió y aprovechó el escudo de las gafas oscuras para observarlo; el tipo siguió mirándola sin inmutarse. Era un hombre de treinta o cuarenta años de edad, raza blanca y aspecto desaliñado. Leah no tuvo tiempo de fijarse en ningún otro detalle.
La miraba con unos ojos verdes y desafiantes que destacaban aún más sobre el fondo de su piel bronceada. Leah metió el acondicionador en la cesta y siguió su recorrido como si tal cosa. Tal vez era sólo un loco inofensivo, un pervertido que se divertía asustando a las turistas. Tal vez los empleados del supermercado le conocían por su nombre y habían llegado a cogerle cariño.
Minutos después volvieron a coincidir en la sección de panadería. Él fingió interés en una pizza precocinada, pero sus ojos metálicos no la perdían de vista. ¿Por qué se escondía? Leah tomó nota de las bermudas y las sandalias.
Durante unos instantes estuvo a punto de ser presa del pánico y echar a correr; luego recobró la presencia de ánimo y recogió su cesta. La habían descubierto, pero aún contaba con la ventaja de poder observar a su perseguidor. Quién sabe cuándo volvería a verlo. Leah se entretuvo un rato en la sección de conservas antes de acercarse a la charcutería. Cuando ya lo daba por perdido, lo descubrió de espaldas a ella, con una botella de leche en la mano.
Al cabo de un rato lo vio pasar frente al escaparate, camino del aparcamiento, con la cabeza inclinada y un teléfono móvil pegado a la oreja. No llevaba ninguna bolsa. ¿Dónde estaba la botella de leche? Leah habría preferido esfumarse por la puerta de atrás, pero había dejado el coche aparcado al otro lado. Así pues, se puso a la cola y abonó el importe de su compra sin precipitarse. Al recoger el cambio se dio cuenta de que le temblaban las manos.
En el aparcamiento había treinta vehículos, incluido el suyo, y no podía pararse a examinarlos uno por uno.
De hecho, tampoco quería. Lo único que deseaba era despistar a su perseguidor lo antes posible. Subió al coche, salió del aparcamiento y puso rumbo a la casa de la playa, consciente de que nunca volvería a poner los pies en ella. Un kilómetro más tarde cambió de sentido sin avisar. Tuvo el tiempo justo de ver a su perseguidor al volante de un Toyota recién salido de la cadena de montaje. Él la siguió con la mirada en el último momento, y ella se extrañó de que lo hiciera a cara descubierta.
En aquellos momentos, todo le parecía extraño. ¿Qué hacía ella, por ejemplo, circulando por la autopista de un país extranjero con un pasaporte falso, haciéndose pasar por quien no quería ser y yendo hacia no se sabía dónde? Sí, todo le parecía extraño, increíble y aterrador. Habría dado cualquier cosa por encontrarse cara a cara con Patrick y ajustar cuentas a su manera. Aquello no formaba parte del trato. Era lógico que Patrick tuviera que hacer frente a su pasado, pero no que pagaran justos por pecadores. Ella no había hecho nada malo. Y no digamos su padre.
En Brasil habría conducido con un pie en el acelerador y otro en el freno -y tal como estaba el tráfico en la Costa no había para menos-, pero se propuso mantener la calma. El pánico es mal consejero del fugitivo. Patrick se lo había repetido muchas veces. Pensar, observar, prever. Ésa era su regla de oro. Leah hizo caso de todas las señales y no perdió de vista el retrovisor.
«Uno, tiene que saber en todo momento dónde está», le decía siempre Patrick. Por eso se había pasado horas enteras estudiando el mapa de carreteras de la zona.
Leah. se desvió hacia el norte y se detuvo en una gasolinera para ver qué pasaba. Nada. El hombre de los ojos verdes había desaparecido, pero eso no le servía de consuelo. Sabía que lo había descubierto, y seguramente ya había llamado al resto de sus compinches para ponerlos sobre aviso.
Una hora más tarde, Leah Pires entró en la terminal del aeropuerto de Pensacola y reservó un asiento en el avión que saldría en dirección a Miami al cabo de ochenta minutos. El destino del vuelo la traía sin cuidado. Escogió el avión de Miami porque era el primero en salir, y se arrepintió demasiado tarde de haber tomado aquella decisión.
Se sentó a esperar en una cafetería, con una revista entre las manos y los ojos bien abiertos. Un guardia de seguridad se encaprichó de ella, y Leah tuvo que hacer un esfuerzo por esquivar sus miradas. Por lo demás, el aeropuerto estaba prácticamente vacío.
El servicio de puente aéreo entre Pensacola y Miami era cubierto por aparatos con turbopropulsor. El viaje se le hizo eterno. Dieciocho de las veinticuatro plazas disponibles estaban desocupadas, y los cinco pasajeros que viajaban con ella parecían inofensivos. Leah aprovechó para descabezar un sueñecito.
Una vez en Miami, se pasó una hora escondida en una sala de espera, bebiendo agua mineral y observando las idas y venidas de los pasajeros. Luego se acercó al mostrador de Varig y compró un billete de ida en primera clase para Sáo Paulo. ¿Por qué? Quién sabe. Sáo Paulo no era Río, pero estaba más cerca de casa que otros muchos lugares. Tal vez sería buena idea esconderse en un bonito hotel durante unos cuantos días. Así se sentiría más cerca de su padre, fuera cual fuese el paradero de éste. Había decenas de aviones a punto de despegar en otras tantas direcciones. ¿Por qué no visitar su país?
Como era su costumbre en esos casos, el FBI había puesto sobre aviso al personal de inmigración y aduanas, así como a las líneas aéreas. La descripción incluida en la orden de busca correspondía a una mujer joven, de treinta y un años, de nombre Eva Miranda, que viajaba con pasaporte brasileño y, seguramente, bajo un nombre supuesto. Una vez conocida la identidad de su padre, averiguar su verdadero nombre había sido un juego de niños.
Leah Pires dirigió sus pasos hacia el control de pasaportes del aeropuerto internacional de Miami ajena al desastre que se avecinaba. No había tenido ningún problema con la documentación durante aquellas últimas dos semanas, y su única preocupación en esos momentos era dar esquinazo a los hombres que la habían estado siguiendo.
Por desgracia para ella, el agente de aduanas había leído la orden de busca hacía tan sólo una hora, mientras saboreaba una taza de café. El agente apretó el botón de alarma escáner y se dispuso a comprobar la validez del pasaporte que tenía entre las manos. A Leah no le hizo gracia el retraso. Luego, al ver que los demás pasajeros franqueaban el control sin apenas tener que enseñar la documentación, se dio cuenta de que algo andaba mal. Un funcionario vestido de azul apareció de la nada para conferenciar con el agente.
–Señora Pires, si es usted tan amable de acompañarme -le dijo cortés pero tajantemente. Su brazo indicaba una de las puertas del corredor.
–¿Algún problema? – preguntó Leah.
–No. Sólo queremos hacerle unas cuantas preguntas.
El funcionario la esperaba al lado de un guardia armado con porra y pistola. Llevaba su pasaporte en la mano. Detrás de ella, docenas de pasajeros seguían la escena con curiosidad.
–¿Qué clase de preguntas?--dijo mientras los seguía hasta la segunda puerta del corredor.
–Unas cuantas preguntas -repitió el funcionario antes de abrir la puerta y acompañar a Leah hasta una habitación cuadrada y cerrada. Una sala de interrogatorios.
Leah leyó el nombre Rivera en la solapa del funcionario y pensó que no tenía aspecto de ser de origen hispano.
–Devuélvame mi pasaporte -exigió tan pronto- como el guardia cerró la puerta y los dejó a solas.
–No tan de prisa, señora Pires. Antes tengo que hacerle unas cuantas preguntas.
–No tengo por qué contestarlas.
–Tranquilícese, por favor. Siéntese. ¿Le apetece un café o un vaso de agua?
–No.
–Veo que reside usted en Río. ¿Es ésta su dirección? – Sí.
–¿Cómo ha llegado a Miami?
–En avión. Desde Pensacola.
–¿Recuerda el número del vuelo?
–Airlink 855.
–¿Adónde se dirige?
–A Sáo Paulo.
–¿A qué parte?
–Eso es asunto mío, ¿no le parece?
–¿De vacaciones o en viaje de negocios
–¿Qué importa eso?
–Mucho. En su pasaporte consta un domicilio de Río. ¿Dónde piensa hospedarse cuando llegue a Sáo Paulo?
–En un hotel.
–¿Cuál?
Leah trató de recordar el nombre de un hotel cualquiera, y su tardanza a la hora de responder la traicionó a los ojos del funcionario.
–En el… Intercontinental -dijo finalmente, y ya sin visos de credibilidad.
Rivera tomó nota del nombre del hotel.
–En tal caso, habrá una habitación reservada a nombre de Leah Pires. ¿Me equivoco?
–No -replicó ella sin pensárselo dos veces. Una simple llamada la pondría en evidencia.
–¿Dónde están sus maletas?
Otro detalle revelador. Una grieta más en la fachada de su disfraz.
–Me gusta ir ligera de equipaje -contestó tras un momento de duda.
Rivera entreabrió la puerta en respuesta a la llamada de un colaborador misterioso que le entregó una hoja de papel y recibió instrucciones en voz baja. Leah tomó asiento y procuró tranquilizarse. Rivera cerró la puerta y echó un vistazo al papel.
–Según nuestros informes, llegó usted a este aeropuerto hace ocho días en un vuelo procedente de Zurich con escala en Londres. Ocho días y ni una sola maleta. Raro, ¿verdad?
–No sabía que fuera delito viajar sin equipaje.
–Y no lo es. Es mucho peor viajar con un pasaporte falso. Al menos en este país.
Leah miró el pasaporte que Rivera acababa de dejar sobre la mesa, falso a más no poder.
–Ese pasaporte no es falso -protestó.
–¿Conoce a una persona llamada Eva Miranda? – preguntó Rivera. Leah no tuvo el valor de mirarlo a los ojos. Sintió cómo el corazón le dejaba de latir y agachó la cabeza. La persecución había terminado.
Rivera se dio cuenta de que había vuelto a hacer diana.
–Tendré que informar al FBI -dijo-. Me llevará un rato.
–¿Estoy detenida? – preguntó Leah.
–Todavía no.
–Soy abogada. Tengo…
–Lo sé. Y nosotros tenemos derecho a interrogarla. Mi despacho está en la planta baja. Vamos.
Leah obedeció. Andaba a toda prisa, agarrada a su bolso, con las gafas de sol puestas.
La mesa de la sala de juntas estaba cubierta de carpetas y papeles, hojas de bloc arrancadas de cualquier manera, servilletas, vasos vacíos y hasta bocadillos a medio comer. Habían pasado cinco horas desde el almuerzo, pero ninguno de los dos abogados tenía presente la hora de cenar. Al otro lado de la puerta, el tiempo transcurría con normalidad.
Allí no significaba nada. La caja del expediente Aricia yacía vacía en un rincón. Su contenido se hallaba sobre la mesa.
El agente Joshua Cutter abrió la puerta sin esperar a que Patrick o su abogado respondieran a su llamada.
–Esta reunión es confidencial -protestó Sandy saliéndole al paso. Nadie debía tener acceso a los documentos que había sobre la mesa. Patrick se acercó a la puerta para hacer de pantalla.
–¿Cuándo aprenderá a llamar a la puerta? – lo reprendió.
–Lo siento -se disculpó Cutter sin demostrar un ápice de arrepentimiento-. Ya me voy. Me ha parecido que le gustaría saber que hemos detenido a Eva Miranda. Intentaba volver a Brasil desde el aeropuerto de Miami con un pasaporte falso.
Patrick se quedó sin habla.
–¿Eva? – repitió Sandy.
–Sí, también conocida como Leah Pires. Ése es el nombre que figura en el pasaporte. – Cutter respondió a Sandy sin dejar a mirar a Patrick.
–¿Dónde está? – le preguntó Patrick sin salir de su asombro.
–En la cárcel. En Miami.
Patrick dio media vuelta y se acercó de nuevo a la mesa. La palabra «cárcel» sonaba mal en cualquier contexto, pero, por alguna razón, resultaba espeluznante unida al nombre de Miami.
–¿Puedo localizarla en algún número de teléfono? – preguntó Sandy. – No. – Le recuerdo que está en su derecho. – Estamos en ello. – Quiero ese número enseguida, ¿me oye? – Ya veremos. – Cutter seguía mirando a Patrick como si las palabras de Sandy no fueran
con él-. Parece que tenía prisa por salir del país. No llevaba equipaje. Ni una sola maleta.
Quería volver a Brasil y dejarlo en la estacada. – Cállese -lo atajó Patrick. – Ya puede irse -dijo Sandy. – Me ha parecido que le gustaría saberlo -insistió Cutter con una sonrisa en los labios. Patrick se sentó y empezó a frotarse las sienes. La visita de Cutter había empeorado su
dolor de cabeza, por más que lo sucedido entrara dentro de sus previsiones. Eva sabía que la captura de Patrick podía afectarla de tres maneras: la primera y más deseable, que se viera obligada a trasladarse de incógnito a Estados Unidos para ayudar a Sandy; la segunda y más de temer, que Aricia y Stephano la secuestraran; y la tercera, problemática pero preferible a la anterior, que acabara en manos del FBI. Su único consuelo era saber que estaba a salvo.
El retorno a Brasil en solitario era una cuarta posibilidad de la que nunca habían hablado.
Patrick se resistía a creer que Eva hubiera querido abandonarlo a su suerte. Sandy recogió las carpetas y ordenó la mesa en silencio. – ¿A qué hora se separaron? – preguntó Patrick. – A eso de las ocho. Estaba perfectamente, Patrick. Ya te lo he dicho. – ¿Hablaron de Miami o de Brasil? – No. Me pareció que tenía intención de pasar una temporada en la casa de la playa. Me
dijo que la había alquilado por un mes. – Algo la asustó. No hay otra explicación. – Quién sabe. – Búscale un abogado en Miami. Y date prisa, por favor. – Conozco a un par de ellos. – Debe de estar muerta de miedo.
Patrick había conseguido instalar micrófonos en todos los despachos menos en aquél, hecho que Bogan había explotado en extremo durante las confrontaciones que siguieron a la desaparición del dinero. Si el decano del bufete no se hallaba en su despacho o en la inmediata vecindad, podía darse por seguro que el cerrojo estaba echado. Los demás miembros del bufete, tal como Bogan se encargaba de recordarles cada dos por tres, habían sido poco cautelosos en este sentido. Sobre todo Vitrano, desde cuyo teléfono se habían realizado las últimas y cruciales llamadas a Graham Dunlap: las que pusieron a Patrick al corriente del cómo y el cuándo de la transferencia. La cuestión de la seguridad había llegado a convertirse en una arma arrojadiza, y en las disputas correspondientes, los socios del bufete habían estado a punto de llegar a las manos más de una vez.
Bogan no podía, sin faltar a la verdad, alegar que sus escrúpulos obedecían al temor de que sus propios empleados lo espiaran. De ser así, habría alertado de inmediato a los demás socios. Así pues, había sido sólo cuestión de costumbre y de suerte. Las conversaciones más importantes tenían lugar en el despacho de Bogan. Echar el cerrojo no le llevaba más de un par de segundos, y no había más llave que la suya. En ausencia de su dueño, ni siquiera los conserjes podían franquear la puerta de aquel despacho.
Vitrano se aseguró de que la puerta estuviera cerrada y se dejó caer sobre una de las butacas de piel que había frente al escritorio de Bogan.
–Esta mañana he hablado con el senador -dijo Bogan-. En su casa. – La madre de Bogan y el padre del senador eran hermanos, y los primos se llevaban diez años de diferencia.
–¿Estaba de buen humor? – preguntó Vitrano.
–Yo no diría tanto. Quería que lo pusiera al corriente de las novedades del caso Lanigan, y eso he hecho. Le he dicho que seguíamos sin saber nada del dinero. Teme que Lanigan disponga de información comprometedora y que la utilice contra él. Le he repetido por enésima vez que siempre hablé con él desde este despacho, y que aquí nunca se encontró ningún micrófono, de manera que no tiene por qué estar preocupado.
–Pero lo está.
–Pues claro que lo está. Ha vuelto a preguntarme si existió alguna vez algún documento que pudiera relacionarlo de algún modo con Aricia, y he vuelto a decirle que no.
–Y es la pura verdad.
–Sí. Que yo recuerde, el nombre del senador no figura en ningún documento. Es más, todos los tratos con él se hicieron por teléfono o bien en el campo de golf. Debo de habérselo repetido un millón de veces, pero el regreso de Patrick lo ha puesto nervioso y necesitaba oírlo de nuevo.
–¿Le has hablado del Armario?
–No.
Los dos abogados contemplaron el polvo que cubría la mesa y rememoraron los hechos sucedidos en el Armario. Corría el mes de enero de 1992. Habían pasado treinta días desde que el Departamento De Justicia hiciera pública su intención de aprobar la reclamación presentada por Aricia y faltaban dos meses para que los noventa millones de dólares cambiaran de manos. Aricia se presentó en el bufete sin previo aviso y hecho una furia. Patrick estaba trabajando en su despacho, y nadie podía imaginar que al cabo de tres semanas estaría muerto y enterrado. Las obras de renovación del bufete ya habían comenzado, y por ese motivo no se pudo recibir a Aricia en el despacho de Bogan, ocupado por las escaleras de los pintores y con todos los muebles tapados. A falta de un lugar mejor, Aricia fue conducido a una pequeña sala de reuniones situada frente al despacho del decano, al otro lado del pasillo. La sala era tan pequeña que todo el mundo la llamaba «el Armario». No tenía ventanas ni más mobiliario que una mesa cuadrada con una silla a cada lado, y el techo era inclinado porque estaba justo debajo de la escalera que conducía al primer piso.
Vitrano estuvo presente en la reunión -por llamarla de alguna manera- en calidad de segundo de a bordo. Aricia estaba enojado porque sus abogados estaban a punto de embolsarse treinta millones de dólares. La noticia del visto bueno otorgado por el Departamento de justicia le había hecho cambiar de opinión, de la noche a la mañana, sobre el valor de la intervención del bufete: ya no estaba dispuesto a pagar treinta millones a cambio de unas cuantas gestiones en Washington. La reunión degeneró en reyerta, y los abogados tuvieron que apelar al contrato firmado para defender sus intereses, pero Aricia no estaba de humor para papeles.
En un momento de la contienda, el futuro multimillonario se dejó llevar por la ira y preguntó a gritos qué porcentaje de los treinta millones correspondía a la comisión del senador. Bogan perdió la paciencia y le dijo que no era asunto suyo. Aricia le replicó que sí que lo era y que, al fin y al cabo, el dinero era suyo. Entonces pronunció una dura diatriba en contra del senador y de todos los políticos en general. Le traía sin cuidado que el senador hubiera tenido que emplearse a fondo para convencer a la Marina, al Pentágono y al Departamento de justicia de que debían aprobar su reclamación.
–¡Quiero saber cuánto se va a llevar! – les repetía sin cesar.
Bogan no se daba por aludido y se limitaba a responder que el senador era asunto suyo. También recordó a Aricia que, si había decidido contratar los servicios de su bufete, había sido, en buena medida, a causa de sus influencias en las altas esferas. Además, añadió, teniendo en cuenta que la reclamación era un farsa del principio al fin, no entendía por qué no se conformaba con sus sesenta millones.
Todos se fueron de la lengua.
Aricia sugirió que el bufete rebajara su minuta a diez millones de dólares. Bogan y Vitrano se opusieron en redondo. Aricia salió del Armario del mismo humor del que había llegado, y no dejó de soltar improperios hasta encontrarse de nuevo en la calle.
Dentro del Armario no había teléfonos. El registro de los hombres de Stephano, sin embargo, detectó la presencia de dos micrófonos. Uno estaba debajo de la mesa, pegado con plastilina negra y escondido en la intersección de dos piezas de soporte. El otro lo encontraron entre dos códigos polvorientos abandonados sobre el único estante de la habitación a efectos puramente decorativos.
Después de la conmoción provocada por la desaparición del dinero y el descubrimiento de los micrófonos, Bogan y Vitrano guardaron silencio sobre aquel incidente durante mucho tiempo, quién sabe si con la esperanza de que el silencio llegara a borrar su misma existencia. Tampoco hablaron del tema con Aricia, entre otras cosas porque los había demandado y porque se alteraba con sólo oír sus nombres. Pasaron los meses y el recuerdo de aquella reunión se fue haciendo más y más borroso. Al cabo de los años llegaron incluso a dudar de que hubiera tenido lugar.
El regreso de Patrick los obligaba a enfrentarse con los hechos, pero ninguno de los abogados parecía dispuesto a hacerlo. Al fin y al cabo, siempre quedaba la posibilidad de que los micrófonos no estuvieran bien instalados o de que Patrick no hubiera escuchado esa conversación. Con tantos micrófonos, era imposible que hubiera tenido tiempo de escuchar todas las grabaciones. Sí, pensándolo bien, lo más probable era que Patrick no tuviera ni idea de lo que se había dicho aquel día en el Armario.
–De todas formas, eso fue hace más de cuatro años -dijo Vitrano-. ¡Quién sabe adónde habrán ido a parar todas esas cintas!
Bogan no respondió. Siguió sentado con las manos cruzadas sobre el estómago y la mirada fija en el polvo de la mesa. ¡Por qué poco! Si no hubiera sido por Patrick, él habría cobrado cinco millones y su primo, el senador, otros tantos. El bufete no se habría arruinado ni su mujer le habría pedido el divorcio. Su familia habría seguido unida; su reputación, intacta. Los cinco millones se habrían convertido ya en diez, puede que incluso en veinte, y esa fortuna le habría valido la libertad de hacer todo lo que le diera la gana. Había tenido la felicidad al alcance de la mano, y ese Patrick Lanigan se la había arrebatado.
La aparición de Patrick había hecho renacer sus esperanzas de recuperar los treinta millones: los días transcurridos desde su regreso habían acabado con ellas. El dinero parecía alejarse más y más a medida que pasaban las horas.
–Charlie, ¿crees que llegaremos a ver el dinero algún día? – preguntó Vitrano con un hilo de voz y los ojos clavados en el suelo. Hacía años que no se dirigía a su socio con aquel apelativo cariñoso. La amistad no tenía cabida en un bufete lleno de resentimientos.
–No -respondió Bogan-. Tendremos suerte si no acabamos entre rejas.
Ante la perspectiva de pasarse una hora al teléfono, Sandy decidió quitarse de encima cuanto antes la llamada más comprometida de todas. Sentado al volante de su coche, aparcado frente al hospital de la base, marcó el número de su mujer y le explicó que aquel día trabajaría hasta muy tarde, tan tarde que tal vez tendría que pasar la noche en Biloxi. Su hijo tenía un partido de fútbol americano. Sandy dijo que lo sentía, le echó las culpas a Patrick y prometió dar más explicaciones en cuanto llegara a casa. Su mujer no se lo tomó tan mal como él esperaba.
Sandy encontró a una de sus secretarias haciendo horas extra en el bufete y le pidió que le buscara un par de números de teléfono. Conocía a dos abogados de Miami, pero eran las siete y cuarto y, al parecer, ambos habían dado ya por terminada su jornada laboral. Decidió probar suerte en el domicilio particular de los interesados: en casa del primero nadie cogía el teléfono, y el número del segundo no venía en la guía. Sandy llamó a varios abogados de Nueva Orleans, y finalmente pudo conseguir el número particular de Mark Birck, un criminalista de Miami conocido en todo el país. Birck no disimuló su disgusto por la interrupción -era la hora de cenar-, pero no colgó el auricular. Sandy le explicó una versión reducida de la saga Lanigan que incluía la detención de Eva Miranda en Miami. He ahí el motivo de la llamada. Birck se mostró interesado en el caso, y se declaró experto en temas de inmigración y de derecho penal. Sí, haría un par de llamadas. En cuanto acabara de cenar. Sandy le dio las gracias y prometió volver a llamar al cabo de una hora.
Hicieron falta tres llamadas más para localizar al agente Cutter, y veinte minutos de esfuerzos diplomáticos para convencerlo de que aceptara un café en cierta confitería. Sandy puso rumbo a su cita y aprovechó el retraso de Cutter para hacer la segunda llamada a Mark Birck.
Birck le confirmó que Eva Miranda se hallaba detenida en las dependencias del FBI en Miami. Aún no se había presentado ningún cargo contra ella, pero dada la hora no era de extrañar. Verla aquella misma noche era del todo imposible, y hacerlo al día siguiente tampoco sería tarea fácil. Según las leyes de inmigración, el FBI y las autoridades aduaneras podían retener a cualquier súbdito extranjero portador de documentación falsa durante cuatro días enteros. Birck justificó la dureza del procedimiento apelando a las circunstancias que rodean esta clase de infracciones: una vez puestos en libertad, los detenidos desaparecen sin dejar rastro.
Birck había estado en varias ocasiones en el interior de las dependencias mencionadas, y aseguró a Sandy que, dentro de lo que cabe, la señorita Miranda no podía quejarse: disponía de una celda para ella sola y, en principio, no corría ningún peligro. Con un poco de suerte, la dejarían llamar por teléfono a la mañana siguiente.
Sin entrar en detalles, Sandy dio a entender a su colega que la puesta en libertad de su defendida no corría prisa.
Una vez divulgada su identidad, estaba más segura en la cárcel que fuera de ella. Birck prometió hacer todas las gestiones necesarias a primera hora de la mañana siguiente.
Eva Miranda podía contar con sus servicios a cambio de diez mil dólares. Sandy aceptó el precio sin regatear.
Cutter entró en la confitería en el momento preciso en que Sandy colgaba el teléfono. Tal como habían acordado, el agente se sentó en una mesa junto al escaparate. Sandy salió del coche y se dispuso a reunirse con él.
La cena consistió en un plato precocinado calentado en el microondas y servido en una vieja bandeja de plástico. Tenía hambre, pero la comida era lo que menos la preocupaba en aquellos momentos. La habían acompañado hasta su celda dos celadoras robustas y perfectamente uniformadas que llevaban un montón de llaves colgando de una cadena atada a la cintura. Antes de dejarla sola, una de ellas le había preguntado qué tal se encontraba. Eva había mascullado una respuesta en portugués. La puerta estaba hecha con gruesas planchas de metal y no tenía más que un orificio cuadrado a la altura de los ojos. De vez en cuando se oían las voces de otras reclusas, pero en general reinaba el silencio.
Eva nunca había estado en una cárcel, ni siquiera como profesional, para asistir a un detenido. Patrick era la única persona que conocía que había pasado por la misma experiencia. La sorpresa inicial se había convertido en miedo y luego en indignación: era humillante verse entre rejas como un vulgar delincuente. Durante las primeras horas de reclusión, lo único que la ayudó a mantener la serenidad era el recuerdo de su padre. Sin duda sus captores no lo trataban con tanto miramiento como las autoridades. Eva pidió a Dios que protegiera a su padre de todo mal.
En la cárcel resultaba más fácil concentrarse en la oración. Eva rezó por su padre y también por Patrick. Habría sido fácil culparlo de todos sus problemas, pero se resistió a caer en la tentación. A decir verdad, ella era la auténtica responsable de que la hubieran detenido. Había sido presa del pánico y había huido demasiado deprisa. Patrick le había enseñado a moverse sin dejar rastro, a desaparecer en cualquier circunstancia. No, el error había sido suyo, no de él.
Pensó que el uso de un pasaporte falso no era un delito grave y que las cosas se solucionarían rápidamente. En un país castigado por la violencia y con problemas de masificación en las cárceles, la cuestión quedaría zanjada con el pago de una multa y la deportación al país de origen. De algo tenía que servir el hecho de no tener antecedentes penales.
Pensar en el dinero también la reconfortaba. Al día siguiente exigiría la presencia de un abogado, alguien con prestigio e influencia que pudiera ponerse luego en contacto con las autoridades brasileñas; ella misma le facilitaría unos cuantos nombres. Llegado el caso, el dinero podía emplearse para intimidar al más pintado. Estaría en la calle en un periquete, lista para reemprender el viaje a Brasil y rescatar a su padre. Una vez en Río no le sería difícil encontrar algún lugar donde esconderse.
La celda tenía la temperatura correcta, un sistema de cierre a prueba de bomba y todas las medidas de seguridad necesarias, incluida una escolta de agentes armados. Eva se convenció de que estaba en lugar seguro. Los hombres que habían torturado a Patrick y secuestrado a su padre no podían actuar contra ella dentro de la cárcel.
Eva apagó la luz y se tendió en el camastro. Al FBI le habría faltado tiempo para hacer pública su detención, de manera que lo más probable era que Patrick ya estuviera al corriente de lo sucedido. Se lo imaginó con el bloc de notas en la mano, analizando los últimos acontecimientos desde todos los ángulos posibles. Seguro que ya se le habían ocurrido al menos diez maneras de sacarla de la cárcel. Y seguro que no se acostaría antes de haber reducido la lista a las tres con más posibilidades.
«Lo más divertido es la estrategia», solía decir.
Cutter pidió un refresco sin cafeína y un donut de chocolate. El traje oscuro y la camisa blanca habituales habían sido reemplazados por unos vaqueros y una camiseta: en algo tenía que notarse que no estaba de servicio. Sus aires de suficiencia, en cambio, eran los mismos que de costumbre. La detención de Eva Miranda no había hecho más que alimentar su orgullo.
Sandy dio cuenta de un sándwich de jamón en cuatro bocados. Eran casi las nueve de la noche, y habían pasado muchas horas desde el almuerzo que había compartido con Patrick en el hospital.
–Tengo que hablar con usted de algo muy serio -le anunció. El establecimiento estaba abarrotado, y Sandy procuraba no levantar la voz.
–Le escucho -dijo Cutter.
Sandy tragó el último bocado y se secó los labios antes de acercarse más al agente y decir:
–No se lo tome a mal, pero necesitamos otro interlocutor.
–¿Por ejemplo?
–Algún superior de usted. Alguien de Washington.
Cutter reflexionó un instante mientras contemplaba el tráfico de la autopista 90. Entre ellos y el Golfo no había más de cien metros.
–Como quiera -aceptó-, pero necesitará una buena excusa.
Sandy echó un vistazo a su alrededor. Nadie los miraba, ni siquiera por casualidad.
–¿Y si le dijera que podemos probar que la demanda de Aricia no fue más que un montaje? ¿Que Aricia y Bogan se pusieron de acuerdo para defraudar al Gobierno? ¿Que el primo de Bogan, el senador, formaba parte de la conspiración y estaba dispuesto a aceptar un soborno de varios millones de dólares?
–¿Por qué no escribe una novela?
–Le digo que tenemos pruebas.
–Y si lo que dice fuera cierto, ¿espera que retiremos los cargos que pesan sobre su cliente a cambio de algún tipo de indemnización?
–No sería mala idea.
–No tan deprisa. ¿Qué hay del cadáver?
Cutter tomó un mordisco de su donut de chocolate.
–¿A qué clase de pruebas se refiere? – continuó después de masticar a conciencia el bocado.
–Documentos, conversaciones telefónicas, etc., etc.
–¿Admisibles como prueba?
–En su mayoría.
–¿Definitivas?
–Irrefutables.
–¿Las tiene aquí?
–En el maletero de mi coche.
Cutter dirigió la vista hacia el aparcamiento casi sin darse cuenta. Luego volvió a mirar a Sandy.
–¿Se trata de las pruebas que recogió su cliente antes de desaparecer?
–Exacto. Se enteró de lo que planeaban Aricia y los demás socios del bufete, y supo que además tenían pensado deshacerse de él. Estuvo reuniendo pruebas contra, ellos durante una larga temporada.
–Fracaso matrimonial, etcétera, etcétera. Un buen día se hartó, cogió el dinero y se largó.
–No exactamente. Primero se largó y después cogió el dinero.
–Lo que sea. Y ahora quiere hacer un trato, ¿eh?
–¿No haría usted lo mismo en su lugar?
–¿Qué hay del cadáver?
–Eso es cosa del sheriff, no del FBI. Nos ocuparemos de ello a su debido tiempo.
–¿Qué le hace pensar que el asesinato no es cosa del FBI?
–El FBI acusó a mi cliente de haber robado los noventa millones de dólares. El estado de Misisipi lo acusó de haber cometido un asesinato. Siento decírselo, pero el FBI ya no puede meter baza.
Cutter odiaba a los abogados. No había manera de hacerles tragar un farol.
–Mire, esta entrevista es un puro trámite -siguió Sandy-. Preferiría no tener que pasar por encima de usted, pero estoy dispuesto a llamar a Washington yo mismo mañana por la mañana. Pensé que esta conversación bastaría para convencerlo de que lo del trato va en serio. Pero si prefiere que coja el teléfono…
¿Con quién quiere hablar?
–Con alguien que esté en disposición de tomar decisiones. Alguien del FBI o del Departamento de justicia. Nos reuniremos en algún lugar tranquilo y pondremos las cartas sobre la mesa.
–Llamaré a Washington, pero más le vale tomárselo en serio.
Sandy se fue tras un frío apretón de manos.
El teléfono de la mesilla de noche la despertó de un sueño profundo. Eran las cinco y media de la madrugada.
–¿Diga? – contestó.
–Jack, por favor -dijo una voz imperativa.
–¿De parte de quién? – preguntó la señora. Su marido ya daba señales de vida bajo las sábanas.
–Hamílton Jaynes, del FBI.
–¡Cielo santo! – exclamó-. Jack -dijo con una mano sobre el auricular-, es el FBI otra vez.
encendió la lámpara de la mesilla, consultó la hora en el despertador y se puso al aparato.
–¿Con quién hablo?
–Buenos días, Jack. Soy Hamilton Jaynes. Siento despertarlo tan temprano.
–Pues que sea la última vez.
–Sólo quería que supiera que hemos detenido a la chica, Eva Miranda. La tenemos a buen recaudo, con que ya puede despedir a todos sus sabuesos.
Stephano bajó de la cama y se quedó en pie junto a la mesilla de noche. Adiós a su última esperanza. La búsqueda del dinero había llegado a su fin.
–¿Dónde está? – preguntó sin esperanzas de obtener una respuesta sincera.
–Despídase de ella, Jack. Nosotros la hemos visto primero.
–Mi enhorabuena.
–Escuche con atención lo que voy a decirle. He enviado a mis hombres a Río para que se ocupen del asunto del secuestro. Dispone usted de veinticuatro horas. Si Paulo Miranda no está en libertad mañana por la mañana a las cinco y media, haré que le detengan y que detengan al señor Aricia. Ya puestos, creo que también me pasaré por Monarch-Sierra y por Northern Case Mutual para arrestar a sus otros amigos, el señor Atterson y el señor Jill. Hace tiempo que tengo ganas de hablar con todos ustedes.
–Disfruta haciendo amenazas, ¿verdad?
–No puedo negarlo. Por cierto, también me ocuparé de que las autoridades brasileñas tramiten su extradición lo antes posible. Dentro de un par de meses, a lo sumo. Es una lástima que los tribunales no acepten fianzas en los casos de extradición. Usted y esa pandilla de facinerosos que tiene por clientes tendrán que pasar las Navidades entre rejas. Y quién sabe, el Gobierno podría decidirse a conceder su extradición. Para todo hay una primera vez. Dicen que las playas de Río son algo extraordinario. ¿Sigue ahí, Jack?
–Sigo aquí.
–Veinticuatro horas. – Un chasquido anunció el final de la comunicación. La señora Stephano se había encerrado en el baño, a punto de sufrir un ataque de nervios.
Jack bajó a la cocina a prepararse un café. El amanecer lo sorprendió sentado aún junto a la mesa. Estaba harto de Benny Aricia.
Lo habían contratado para encontrar a Patrick y al dinero, no para descubrir de dónde habían salido los noventa millones de dólares. Conocía muy por encima la historia de la demanda contra Platt Rockland, pero siempre había sospechado que había gato encerrado. Las pocas veces que había intentado sondear a Aricia, éste se había mostrado contrario a hablar de los acontecimientos que precedieron a la desaparición de Lanigan.
Desde el principio, Jack había sospechado que los micrófonos instalados por Lanigan cumplían dos funciones: por una parte, recoger pruebas contra el bufete y sus clientes, con Aricia a la cabeza; por otra, hacer posible el seguimiento del dinero después del accidente. Lo que nadie sabía, excepto tal vez Aricia y los socios del bufete, era hasta qué punto podía ser concluyente la evidencia acumulada por esta vía. Stephano se temía lo peor.
Cuando Stephano puso en marcha su operación de busca y captura a raíz del robo, el bufete de Bogan decidió no formar parte del consorcio. A pesar de los treinta millones en juego, los abogados prefirieron aceptar la derrota sin más, alegando dificultades financieras. El bufete estaba al borde de la bancarrota y no podía permitirse el dispendio que exigía la operación, sobre todo teniendo en cuenta que lo peor aún estaba por llegar. Stephano cedió ante el peso del argumento económico, pero también se dio cuenta de que Bogan y compañía no tenían mucho interés en volver a ver a su socio.
Aquellas cintas contenían alguna información importante. Estaba claro que Lanigan los había pillado con las manos en la masa. ¿Cómo explicar, si no, que el regreso de su socio representara un quebradero de cabeza aún mayor que la pérdida del dinero?
Y lo mismo podía aplicarse al caso de Aricia. Stephano decidió dejar pasar otra hora antes de ponerse en contacto con él.
A las seis y media de la mañana, el despacho de Hamilton Jaynes estaba en plena ebullición. Sentados en el sofá, dos agentes estudiaban el último informe llegado de Río. Otro esperaba frente al escritorio de Jaynes el momento de comunicarle las últimas novedades sobre el paradero de Benny Aricia, que seguía en su apartamento de Biloxi. Un cuarto agente tenía noticias relacionadas con Eva Miranda. Una secretaria acababa de entrar cargada con un caja llena de carpetas. Jaynes estaba hablando por teléfono, ojeroso y desaliñado, ajeno a la actividad que lo rodeaba.
Joshua Cutter entró en el despacho con el mismo aspecto demacrado que ofrecía su superior. Había dormido dos horas en el aeropuerto de Atlanta mientras esperaba la salida de un vuelo con destino a la capital. Un coche enviado por la central lo había trasladado después hasta el edificio Hoover. Jaynes colgó el teléfono en cuanto se dio cuenta de su presencia y despachó al resto de sus colaboradores.
–Traiga café -ordenó a la secretaria-. Litros.
La habitación se había vaciado en cuestión de segundos. Cutter tomó asiento frente al gran escritorio de Jaynes. Estaba agotado, pero no quería que se le notara. Nunca había tenido tan cerca al subdirector de la agencia en persona.
–Adelante -gruñó Jaynes.
–Lanigan quiere hacer un trato. Dice que tiene pruebas suficientes para empapelar a Aricia, a sus socios y a cierto senador.
–¿Qué clase de pruebas?
–Cintas y documentos. Lanigan estuvo haciendo acopio de ellos antes de desaparecer.
–¿Ha visto usted esas pruebas?
–No. McDermott dijo que las llevaba en el maletero del coche. – ¿Qué hay del dinero? – No entramos en detalles. McDermott quiere reunirse con usted y con alguien del
Departamento de justicia para discutir los términos del acuerdo. Me dio la impresión de que estaba convencido de que el dinero podría solucionar todos sus problemas. – Cuando se roba dinero sucio, siempre cabe esa posibilidad. ¿Dónde quiere que nos
encontremos? – En Biloxi. – Déjeme hablar con el Departamento de justicia -le dijo Jaynes casi para sus adentros
mientras descolgaba el auricular-. A ver qué dice Sprawling. El café ya estaba listo. Mark Birck jugueteaba con su pluma de diseño en la sala de espera del centro de
detención del FBI. Aún no habían dado las nueve, y faltaba un buen rato para la hora de visita de los abogados, pero se trataba de un caso urgente, y para eso estaban los amigos. La mesa estaba colocada frente a media pared de cristal y entre dos paneles opacos que garantizaban la confidencialidad de las entrevistas. Eva y él hablarían a través de una abertura con rejas.
El famoso criminalista llevaba media hora jugueteando con su pluma cuando Eva apareció tras una esquina enfundada en un mono amarillo con una inscripción desgastada sobre el pecho. Las esposas le habían lastimado las muñecas y no dejaba de frotárselas.
En cuanto la celadora la dejó a solas con su abogado, se sentó y miró al otro lado del
cristal. Birck le pasó una tarjeta de visita entre las rejas. Eva la cogió y la leyó varias veces. – Me envía Patrick -dijo. Eva cerró los ojos. – ¿Se encuentra bien? – le preguntó. Eva apoyó los codos sobre su lado de la mesa y habló a través de las rejas. – Sí, gracias por venir. ¿Cuándo podré salir de aquí? Me temo que tendrá que quedarse unos cuantos días. El FBI podría hacer dos cosas.
Una, la peor, acusarla de viajar con un pasaporte falso. Siendo usted extranjera y sin antecedentes penales, no les serviría de nada. Dos, la más probable, deportarla y prohibirle la entrada en Estados Unidos. En cualquier caso, tardarán unos días en tomar una decisión. Mientras tanto, no tendrá más remedio que esperar. Es demasiado pronto para solicitar la libertad bajo fianza.
–Ya veo. – Patrick está muy preocupado por usted. – Lo sé. Dígale que estoy bien. Y que estoy muy preocupada por él. Birck abrió su bloc de notas y dijo: -Patrick quiere que me explique con todo detalle cómo ocurrió todo. Eva sonrió y respiró aliviada. «El mismo Patrick de siempre», se dijo. Luego explicó a su
abogado la historia del hombre de los ojos verdes y todo lo demás.
Benny siempre había pensado que la playa de Biloxi era ridícula. Una lengua de arena encajonada entre una carretera demasiado peligrosa para cruzarla a pie y un mar de aguas parduzcas y demasiado salobres para nadar en él. En temporada alta se llenaba de veraneantes sin dinero, y los fines de semana era invadida por estudiantes, discos voladores y motos acuáticas de alquiler. El boom de los casinos había atraído otra clase de turismo, pero los jugadores pocas veces se alejaban durante mucho tiempo del objeto de su deseo.
Con todo, aparcó el coche en el muelle, encendió un cigarro, se quitó los zapatos y se dispuso a dar un paseo por la arena. La playa estaba mucho más limpia -sin duda gracias a los casinos-, y también desierta. En alta mar se distinguía algún que otro barco de pesca.
Había pasado una hora desde la llamada de Stephano; una llamada que podía cambiar el rumbo de su vida y que, por de pronto, le había estropeado la mañana. Con la detención de la chica se había desvanecido la última esperanza de dar con el dinero. Ya no podían arrancarle el paradero de los noventa millones ni utilizarla para presionar a Lanigan.
El FBI había presentado cargos contra Patrick, pero el abogado tenía el dinero y las pruebas contra Bogan y su cliente. Las dos partes llegarían a un acuerdo y él, Benny Aricia, quedaría atrapado entre los dos. Por si eso fuera poco, no le cabía ninguna duda de que sus cómplices, Bogan y compañía, cantarían como canarios en cuanto les apretaran un poco las tuercas. Benny tenía todas las de perder, y lo sabía. De hecho, lo sabía desde hacía mucho tiempo. Y desde entonces soñaba con hacer lo mismo que había hecho Patrick: coger los noventa millones y desaparecer.
Benny sabía que su sueño era imposible, sobre todo desde el regreso de Patrick. Pero aún tenía un millón de dólares en el banco, amigos en el extranjero y contactos en todo el mundo. Sí, se dijo, había llegado el momento de desaparecer.
Sandy tenía una cita en la oficina del fiscal del distrito. Había quedado en verse a las diez de la mañana con T. L. Parrish, y pese a la tentación de posponer el encuentro y dedicar la mañana al estudio del expediente Aricia, compareció. Había salido de su despacho a las ocho y media, y ya había dejado a todos sus empleados y a sus dos socios haciendo fotocopias y ampliaciones de los documentos más importantes.
La entrevista se había concertado a instancias de Parrish, y Sandy creía saber el porqué de tanta prisa. La fiscalía tenía serios problemas para fundamentar su acusación y, pasados los primeros momentos de euforia, quería sentarse a negociar. Los fiscales, por definición, prefieren los casos que no dejan ninguna duda sobre la culpabilidad del acusado. No es de extrañar, pues, que un caso lleno de lagunas y seguido de cerca por los medios de comunicación trajera al pobre Parrish por la calle de la amargura.
Parrish quería información, pero antes de tirar el anzuelo se anduvo un buen rato por las ramas. Según él, ningún jurado vería con buenos ojos el caso de un abogado que había cometido un asesinato para hacerse con una gran suma de dinero. Sandy se limitó a escuchar. Como era de esperar, Parrish echó mano de las estadísticas para presumir una vez más de su eficiencia: ni un solo caso perdido, ocho condenas a muerte.
Sandy tenía mejores cosas que hacer que seguir escuchando baladronadas. Él también necesitaba hablar largo y tendido con Parrish, pero a su debido tiempo. Harto de cháchara,– preguntó al fiscal cómo pensaba probar su acusación de asesinato si ni siquiera podía demostrar cuál había sido la causa de la muerte. Con la ayuda de Patrick, desde luego, mejor no contar. Y eso no era todo. ¿Quién se suponía que era la víctima? Según los informes de Patrick, ningún jurado de Misisipi había emitido un veredicto de culpabilidad sin una víctima con nombre y apellido.
Parrish esperaba todas aquellas preguntas y consiguió salir del paso sin responder a ninguna.
–¿Ha considerado su cliente la posibilidad de declararse culpable? – preguntó al fin, como si le doliera pronunciar aquellas palabras.
–No.
–¿Cree que estaría dispuesto a hacerlo?
–No.
–¿Por qué no?
–Fue usted quien convocó al jurado de acusación, quien presentó los cargos de asesinato y quien se hizo el héroe ante la prensa. Podría haber esperado un poco y analizar las pruebas con calma, pero no lo hizo. Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás.
–Todavía nos queda el homicidio sin premeditación -dijo con rabia-. ¡Veinte años de cárcel!
–Puede -concedió Sandy sin inmutarse-. Pero mi cliente no ha sido acusado de ese delito.
–Puedo presentar los cargos mañana mismo.
–Me parece muy bien. Hágalo. Retire los cargos de asesinato y presente los de homicidio sin premeditación. Volveremos a hablar cuando reciba la citación.
La primera visita que recibió la sede provisional del bufete McDermott fue la de J. Murray Riddleton, el otrora ambicioso abogado de Trudy Lanigan. Riddleton presentó al representante de la otra parte un borrador del convenio que establecería el reparto de los bienes matrimoniales y el régimen de visitas de la pequeña Ashley Nicole. Los dos abogados discutieron el contenido del acuerdo -por no decir los términos de la rendición- durante el almuerzo.
–Para ser un primer borrador, no está mal -repetía el quisquilloso abogado del bando vencedor mientras cercenaba el documento a golpes de rotulador rojo.
Riddleton aguantó el chaparrón sin inmutarse e hizo gala de una gran profesionalidad al rebatir punto por punto las enmiendas propuestas por Sandy. En el fondo, sin embargo, ambos sabían que se trataba de una rendición incondicional. La prueba del ADN y las fotos de la piscina pesaban más que cualquier argumento.
La segunda visita fue la de Talbot Mims, representante legal de la Northern Case Mutual destacado a Biloxi, un tipo hiperactivo y jovial que se desplazaba a bordo de una furgoneta equipada con chófer, tapicería de cuero, escritorio, dos teléfonos, fax, busca, televisor, vídeo, para estudiar declaraciones grabadas, dos computadores y un sofá donde descabezar un sueñecito cuando la jornada laboral resultaba más ardua que de costumbre. Mims viajaba acompañado de una secretaria y un ayudante provistos de sendos teléfonos móviles, y de un tercer colaborador cuya única función era la de darle tono.
Los cuatro miembros del equipo Mims fueron recibidos en la suite Camille por un Sandy vestido con vaqueros que les ofreció refrescos del minibar. Todos declinaron la oferta. La secretaria y el ayudante se pusieron a trabajar inmediatamente vía teléfono móvil. Sandy acompañó a Mims y a su comparsa hasta un gabinete desde donde se disfrutaba de una vista espléndida del aparcamiento del hotel y de los primeros pilares de acero del último homenaje al kitsch.
–Iré al grano -dijo Sandy-. ¿Conoce a un hombre llamado Jack Stephano?
Mims caviló su respuesta un segundo.
–No.
–Lo suponía. Stephano es uno de los detectives más cotizados de la capital. Benny Aricia, el presidente de la Northern Case Mutual y el presidente de Monarch-Sierra lo contrataron para que localizara a Patrick Lanigan.
–¿Y?
–Y esto -replicó Sandy con una sonrisa mientras mostraba a su interlocutor una selección de fotografías macabras. Mims las puso una al lado de otra sobre la mesa: las quemaduras de Patrick en todo su esplendor.
–Son las mismas que salieron en los periódicos, ¿no?
–Más o menos.
–Sí, creo que las publicaron para ilustrar la noticia de su querella contra el FBI.
–Señor Mims, el responsable de estas heridas no es el FBI.
–¿Ah no? – Mims dejó las fotografías y prestó atención a Sandy.
–No fue el FBI quien localizó a mi cliente.
–Y entonces, ¿por qué se querella contra ellos?
–Simple estrategia publicitaria. Necesitaba presentar a mi cliente bajo una luz positiva.
–Pues no creo que lo consiguiera.
–Tal vez no desde su punto de vista, pero usted no formará parte del jurado, ¿me equivoco? En cualquier caso, estas heridas fueron el resultado de una larga sesión de tortura a la que Patrick Lanigan fue sometido por órdenes explícitas del señor Jack Stephano, entre cuyos clientes se encuentra, como ya le he dicho, la compañía que usted representa: una sociedad anónima con una sólida reputación en el ámbito de la responsabilidad extracontractual y con un patrimonio neto de seis mil millones de dólares.
Talbot Mims era un hombre extremadamente pragmático. No podía ser de otro modo.
Con trescientos expedientes sobre su mesa y dieciocho aseguradoras en su cartera de
clientes, no tenía tiempo que perder.
–Dos preguntas -dijo-. ¿Puede usted probar lo que acaba de contarme?
–Sí. El FBI se lo confirmará, si así lo desea.
–¿Cuál es su propuesta?
–Quiero que vuelva mañana con un alto ejecutivo de la Northern Case. Alguien con capacidad de decisión.
–Hablamos de gente muy ocupada.
–Todos estamos muy ocupados. No se lo tome como una amenaza, pero piense en las repercusiones de una demanda interpuesta contra su cliente.
–No sé de qué otra forma tomármelo.
–Usted verá.
–¿A qué hora?
–A las cuatro en punto de la tarde.
–Aquí estaremos -dijo Mims mientras le ofrecía la mano. Segundos después, él y su séquito abandonaban el hotel a toda prisa.
Los colaboradores de Sandy llegaron a media tarde. Una de las secretarias se ocupó de atender el teléfono, que sonaba aproximadamente cada diez minutos. Sandy había llamado a Cutter, a Parrish, al sheriff Sweeney, a Mark Birck, al juez Huskey, a varios abogados de Biloxi, y a Maurice Mast, fiscal general del distrito occidental de Misisipi. Además, trabajo aparte, había llamado dos veces a su mujer para saber cómo estaba la familia y una vez al director de la escuela de su hijo menor.
Hal Ladd, el representante de Monarch-Sierra, y Sandy habían hablado un par de veces por teléfono, pero nunca se habían visto hasta su entrevista en la suite Camille. Ladd llegó solo, cosa que sorprendió a Sandy, acostumbrado a ver trabajar a los abogados de las compañías aseguradoras en pareja. Fuera cual fuese la magnitud del caso, los abogados que asumían la defensa de una aseguradora siempre lo hacían de dos en dos. Todos escuchaban, observaban, hablaban y tomaban notas de dos en dos. Y lo más importante: todos presentaban dos minutas separadas a sus clientes a cambio de dos trabajos idénticos.
Sandy también conocía dos bufetes de Nueva Orleans que, por motivos más que evidentes, habían adoptado un sistema tripartito a la hora de plantear la defensa de cualquier caso relacionado con una compañía de seguros.
Ladd era un hombre serio y maduro, casi cincuentón, con una reputación lo bastante sólida como para no necesitar la colaboración de ningún otro abogado. Ladd aceptó una coca-cola light y ocupó el mismo asiento en el que se había sentado su colega Mims.
Sandy empezó la entrevista con la misma pregunta:
–¿Conoce a un hombre llamado Jack Stephano?
Ladd no lo conocía, y Sandy se vio obligado a ponerlo también al corriente. Luego le enseñó las fotografías de Patrick y juntos las comentaron durante unos minutos. Las heridas no fueron infligidas por hombres del FBI, explicó Sandy. Ladd supo leer entre líneas. Llevaba muchos años representando a compañías de seguros y nada lo sorprendía: sabía que siempre encontraban la manera de caer aún más bajo. Con todo, el caso de Patrick parecía establecer un nuevo récord.
–En el supuesto de que estos hechos puedan probarse -dijo-, estoy seguro de que mi representado no tendrá ningún interés en que se hagan públicos.
–Estamos dispuestos a retirar la querella contra el FBI y a llevar ante los tribunales a su representado, a la Northern Case Mutual, a Benny Aricia, a Jack Stephano y a cualquier otra persona directa o indirectamente relacionada con los malos tratos sufridos por mi cliente. Un ciudadano de Estados Unidos torturado por un puñado de compatriotas suyos. Será un caso millonario. Y se juzgará aquí mismo, en Biloxi.
No si Hal Ladd podía evitarlo. El abogado de MonarchSierra accedió a ponerse inmediatamente en contacto con sus clientes y aconsejarles que enviaran a Biloxi un representante con plenos poderes. A ser posible, abogado. Ladd pareció molesto por el hecho de que la compañía de seguros no lo hubiera informado de su participación en el consorcio.
–Si es verdad lo que dice -aseguró a Sandy-, tendrán que buscarse otro bufete.
–Lo es -dijo Sandy-. Créame.
Ya casi había oscurecido. Los secuestradores de Paulo Miranda maniataron a su prisionero y le vendaron los ojos antes de sacarlo de la casa. Nadie lo amenazó ni lo intimidó con arma alguna. Nadie dijo nada. Durante una hora o más, viajó en el asiento de atrás de un utilitario, con música clásica de fondo.
Tan pronto como llegaron a su destino, dos hombres salieron de los asientos delanteros y ayudaron a Paulo a bajar del coche.
–Venga por aquí -dijo una voz muy cercana mientras una mano poderosa lo cogía del brazo.
Anduvieron por una carretera sin asfaltar durante un centenar de metros. Luego se pararon.
–Está a veinte kilómetros de Río. A trescientos metros a su izquierda hay una granja con teléfono. Vaya a pedir ayuda. Tengo una pistola en la mano. Si se da la vuelta, no tendré más remedio que matarle.
–No lo haré -prometió Paulo con voz trémula.
–Así me gusta. Primero le quitaré las esposas y luego la venda.
–No me daré la vuelta -repitió Paulo.
El secuestrador le quitó las esposas.
–Voy a quitarle la venda. Cuando lo haya hecho, empiece a andar.
La venda cayó. Paulo bajó la cabeza y echó a correr por la carretera. No oyó ningún ruido a su espalda ni se atrevió a mirar atrás. Al llegar a la granja llamó a la policía y luego a su hijo.
Jaynes y los suyos llegaron en segundo lugar. El séquito estaba formado por un chófer, un agente maduro del FBI que también hacía las veces de guardaespaldas, vigía y recadero, un abogado del FBI, Cutter, el superior inmediato de Cutter y -en representación del fiscal general Sprawling, un veterano de mirada oscura y profunda que no hablaba mucho pero no se perdía detalle. Los seis iban de negro o azul marino riguroso, y entregaron sus tarjetas de visita al ayudante de Sandy. La secretaria los dejó camino del salón para ir a preparar el café.
El tercero en llegar fue Maurice Mast, el fiscal del distrito occidental de Misisipi, un hombre a quien -a juzgar por su único acompañante le gustaba viajar sin demasiado equipaje. Algo más tarde llegó, en solitario, T. L. Parrish. La reunión ya podía empezar.
La división jerárquica se estableció de forma espontánea. El chófer de Jaynes y el ayudante de Mast, por ejemplo, se quedaron en uno de los gabinetes en compañía de una bandeja de donuts y de los periódicos de la mañana.
Sandy cerró la puerta, dio la bienvenida a la concurrencia con un alegre «Buenos días a todos», y les agradeció su presencia. Las sillas estaban distribuidas en círculo. Nadie sonreía ni parecía contrariado por el hecho de estar allí. El espectáculo prometía.
Luego presentó a las relatoras y explicó que las transcripciones de la reunión permanecerían en poder de su cliente y serían tratadas con la máxima confidencialidad. No hubo protestas, y era demasiado pronto para hacer preguntas o comentarios. A decir verdad, nadie conocía con certeza el orden del día.
El bloc de notas que Sandy sostenía en una mano contenía un resumen de una docena de páginas de todo cuanto pensaba decir. Cualquiera habría podido tomar aquella reunión por la vista de un juicio. El abogado informó a los presentes del estado de salud de su cliente y los saludó de su parte. A continuación recapituló los cargos pendientes contra su representado, Patrick Lanigan, a quien el estado de Misisipi acusaba de homicidio en primer grado y el Gobierno federal de robo, espionaje y fuga de capitales. En el primer caso, la fiscalía pediría la pena de muerte; en el segundo, un máximo de treinta años de prisión.
–Los cargos federales son graves -dijo con voz solemne-, pero palidecen al lado de la pena de muerte. Por eso, y con el debido respeto, nos gustaría librarnos del FBI para así concentrarnos en la acusación de homicidio.
–¿Y ya sabe cómo va a librarse de nosotros? – preguntó Jaynes.
–Les propondremos un trato.
–No tendrá algo que ver con el dinero, ¿verdad?
–Así es.
–En tal caso, sepa que el dinero no nos interesa. La víctima del robo no fue el Gobierno federal.
–Se equivoca.
El representante del fiscal general quería intervenir.
–¿En serio creen que podrán salir de este lío a golpe de talonario? – Las palabras tajantes de Sprawling, pronunciadas con su voz áspera y monótona, sonaron casi como un desafío.
La tribuna increpaba al abogado, pero él, Sandy, no estaba dispuesto a alejarse del guión.
–Un poco de paciencia -dijo-. Permítanme exponer el caso antes de discutir las posibles soluciones. Bien, supongo que todos los presentes conocen la reclamación que el señor Aricia presentó contra su antigua empresa en 1991 amparándose en la Ley de Contratación Pública. La demanda en cuestión fue redactada y presentada por el bufete de Charles Bogan, entre cuyos empleados se hallaba, por aquel entonces, el recién ascendido Patrick Lanigan. Dicha demanda se fundamentaba en hechos falseados. Mi cliente lo descubrió, y se enteró, paralelamente, de que sus socios tenían previsto deshacerse de él tan pronto como el Departamento de justicia aceptara la reclamación y antes de cobrar la correspondiente minuta. A lo largo de varios meses, mi cliente de dedicó a acumular pruebas suficientes para establecer de forma concluyente la participación del señor Aricia y sus abogados en una conspiración destinada a obtener del Gobierno una recompensa ilícita de noventa millones de dólares. Las pruebas consisten en documentos escritos y conversaciones grabadas.
–¿Dónde están esas pruebas? – preguntó Jaynes. – Mi cliente es el único que puede autorizar su difusión. – No esté tan seguro. Podemos obtener una orden de registro e incautarnos de ellas en
cualquier momento.
–Aun así, mi cliente tendría que dar su consentimiento ¿Ha pensado qué pasaría si decidiera destruir esas pruebas? ¿O esconderlas de nuevo? ¿Qué harían entonces? ¿Meterlo en la cárcel? ¿Añadir cargos a los que ya han presentado? No se haga ilusiones: a Patrick Lanigan ya no le dan miedo ni usted ni sus órdenes de registro.
–¿Y qué me dice de usted? – preguntó Jaynes-. Si las pruebas estuvieran en su poder, podríamos obtener una orden de registro contra usted.
–Me resistiría a entregarlas. Cualquier documento que haya recibido de manos de mi cliente constituye información confidencial. Hay legislación específica sobre el tema y usted lo sabe de sobra. Y no olvide que el señor Aricia ha demandado a mi cliente. Le repito, pues, que todos los documentos que se hallan en mi poder son estrictamente confidenciales, y no estoy dispuesto a hacerlos públicos hasta que mi cliente así lo decida.
–¿Y si consiguiéramos una orden judicial? – preguntó Sprawling. – Apelaría. Lo siento, caballeros, la ley me ampara. Los presentes encajaron la derrota sin sorpresa. – ¿Cuánta gente tomó parte en la conspiración? – preguntó Jaynes. – Los cuatro socios del bufete y el señor Aricia. A continuación hubo una pausa cargada de tensión. Jaynes y los demás esperaban que
Sandy pronunciara el nombre del senador, pero no fue así. El abogado defensor se limitó a consultar sus notas y a seguir exponiendo el caso:
–Les propongo un trato muy simple. Mi cliente les entrega los documentos y las cintas y les restituye el dinero; hasta el último centavo. Y ustedes, a cambio, retiran los cargos federales para que podamos concentrarnos en la acusación de asesinato, consiguen que el fisco se comprometa a dejarlo en paz, y ponen en libertad a Eva Miranda.
Sandy recitó los términos del acuerdo de un tirón porque había ensayado previamente su intervención, y los ocupantes de la tribuna lo escucharon atentamente. Sprawling tomó buena nota de todo lo dicho mientras Jaynes contemplaba el suelo sin sonreír ni fruncir el entrecejo. El resto aún no había decidido de qué lado inclinarse, pero tenían muchas preguntas que hacer.
–Los términos del acuerdo deben cumplirse de inmediato. Hoy mismo. – ¿Por qué tanta prisa? – preguntó Jaynes. – Porque mientras ustedes están aquí, Eva Miranda sigue en la cárcel. Y porque mi cliente
ha fijado como plazo para el cumplimiento del acuerdo las cinco de esta tarde. Si no aceptan, se quedará el dinero, destruirá las pruebas, y cumplirá su condena con la esperanza de llegar a viejo y salir algún día de la cárcel.
De Patrick Lanigan podía esperarse cualquier cosa. De momento ya había conseguido cambiar su celda de Parchman por una estancia en el hospital con servicio de habitaciones.
–Hablemos del senador -dijo Sprawling.
–Me parece buena idea -aceptó Sandy.
Acto seguido abrió la puerta que comunicaba la sala de estar con uno de los gabinetes y dio instrucciones a uno de sus ayudantes. El joven empujó un carrito equipado con altavoces y un reproductor de cassettes hasta el centro de la habitación. Sandy esperó hasta que se fue y luego volvió a cerrar la puerta.
–La grabación que oirán -dijo mientras consultaba sus notas- corresponde al 14 de enero del 92, tres semanas antes de la desaparición de mi cliente. La conversación tiene lugar en la planta baja del bufete Bogan, en una habitación conocida como «el Armario», una especie de trastero utilizado para pequeñas reuniones. La primera voz que oirán pertenece a Charles Bogan, la segunda, a Benny Aricia, y la tercera, a Doug Vitrano. Aricia acaba de presentarse en el bufete sin avisar y, como verán, no está de muy buen humor.
Sandy se acercó a la mesa y estudió las teclas del casette, un aparato nuevo conectado a dos altavoces de gran calidad. Los presentes lo observaban con atención, la mayoría inclinados imperceptiblemente hacia delante.
–Recuerden: Bogan, Aricia, Vitrano -dijo Sandy antes de apretar la tecla de reproducción. Al cabo de diez segundos de completo silencio, se oyeron las primeras voces. Los protagonistas parecían muy alterados.
BOGAN: Nuestra comisión será de un tercio. Además de que es la práctica habitual, hemos firmado un contrato, y usted lo sabe desde hace un año y medio.
ARICIA: Su trabajo no vale treinta millones de dólares.
VITRANO: Ni el suyo sesenta.
BOGAN: Tres partes, dos para usted y una para nosotros. Sesenta para usted, treinta para nosotros.
ARICIA: De eso nada. ¿ Cómo pensaban repartir esos treinta millones?
VITRANO: Eso no es asunto suyo.
ARICIA: Ya lo creo que sí. Soy yo quien paga la minuta. Tengo derecho a saber cómo se va a repartir mi dinero.
BOGAN: Se equivoca.
ARICIA: ¿Cuánto se va a llevar el senador?
BOGAN: No es asunto suyo.
ARICIA: ¡Sí lo es! Ese tipo se ha pasado un año presionando a la Marina, el Pentágono y el Departamento de justicia. ¡Por todos los santos, ha dedicado más tiempo a mi caso que a sus propios electores!
VITRANO: Benny, por favor, no grite.
ARICIA: Quiero saber cuánto se va a llevar esa sanguijuela. Tengo derecho a saber qué se hace con mi dinero.
VITRANO: Benny, todo se ha pagado bajo mano.
ARICIA: ¿Cuánto?
BOGAN: El senador es asunto mío. Déjelo de mi cuenta, ¿de acuerdo? ¿A qué viene tanta insistencia? El procedimiento no es ninguna novedad.
VITRANO: Si escogió este bufete, fue precisamente por nuestros contactos en Washington.
ARICIA: ¿Cinco millones? ¿Diez? ¿A cuánto asciende el soborno?
BOGAN: No insista. Nunca lo sabrá.
ARICIA: ¿Que no? ¡Me enteraré aunque tenga que llamar y preguntárselo personalmente!
BOGAN: Adelante.
VITRANO: ¿Qué le pasa, Benny? ¡Por el amor de Dios, está a punto de cobrar sesenta millones de dólares! ¿Es que va a volverse avaro a estas alturas?
ARICIA: No me venga con sermones. ¿Cómo se atreve a hablar de avaricia? Cuando les contraté trabajaban por doscientos pavos la hora. Y mírense ahora, tratando de justificar una minuta de treinta millones de dólares. El bufete en obras, coche nuevo… Pronto empezarán a comprar barcos y aviones como un multimillonario cualquiera. Con la diferencia de que esos millones no son suyos, sino míos.
BOGAN: ¿Suyos? No quiera pasarse de listo, Benny. ¿Ya no se acuerda? ¡Su reclamación es más falsa que un billete de tres dólares!
ARICIA: Puede, pero al menos fue idea mía. Fui yo, y no ustedes, quien preparó la trampa.
BOGAN: Si no le hacíamos falta, ¿por qué se tomó la molestia de contratarnos?
ARICIA: Yo también me lo pregunto.
VITRANO: Veo que tiene usted mala memoria, Benny. Vino aquí en busca de influencias, porque necesitaba nuestra ayuda. Nosotros redactamos la reclamación. Invertimos cuatro mil horas de trabajo en esa demanda y luego tocamos la teclas necesarias en Washington. Contando en todo momento con su autorización, además.
ARICIA: Dejemos fuera al senador. Eso nos ahorraría diez millones. Renuncien a otros diez millones y quédense con diez. Ésa sería una minuta mucho más realista.
VITRANO: Ja, j a, j a… Está usted hecho un genio de los negocios. Conque ochenta para usted y diez para nosotros, ¿eh?
ARICIA: Sí, y a los políticos que les den por saco.
BOGAN: Ni hablar, Benny. Olvida usted un detalle importante. Si no fuera por nosotros y por los políticos, usted no vería ni un centavo.
Sandy pulsó la tecla de parada. El eco de las voces se oyó -o esa impresión dio- durante un minuto entero. Jaynes y los demás tenían la vista vuelta hacia el techo, el suelo, las paredes o cualquier otro rincón de la sala. Todos intentaban fijar en la memoria los mejores fragmentos de la grabación.
–Y esto es sólo una muestra, caballeros -se jactó Sandy con una sonrisa de mal gusto.
–¿Cuándo podría entregarnos el resto? – preguntó Jaynes.
–En cuestión de horas, si aceptan el trato.
–¿Estaría su cliente dispuesto a testificar ante un jurado de acusación federal? – preguntó Sprawling.
–Ante un jurado de acusación, sí. En un juicio, quizá.
–¿Por qué sólo «quizá»?
–Mi cliente no tiene por qué dar explicaciones.
Sandy empujó el carrito hacia la puerta, la abrió y devolvió el equipo a su ayudante.
Después se dirigió de nuevo a los presentes:
–Creo que deberían hablar entre ustedes. Yo iré a dar un paseo. Pónganse cómodos.
–No esperará que hablemos aquí, ¿verdad? – dijo Jaynes mientras se ponía de pie. Había demasiados cables a la vista y, conociendo a Patrick, aquél no era lugar seguro-. Iremos a nuestra habitación.
–Como quiera -dijo Sandy.
El resto de los presentes se levantó y recogió sus bártulos. Uno a uno atravesaron la sala, el gabinete y, finalmente, la puerta de la suite. Lynda y Linda salieron disparadas hacia el dormitorio del fondo para aliviar la vejiga y fumar un cigarrillo. Sandy se preparó una taza de café y esperó.
Jaynes y los demás volvieron a reunirse dos pisos más abajo, en una habitación doble insuficiente para albergarlos a todos. Todas las chaquetas acabaron apiladas sobre las almohadas de las camas. Jaynes ordenó a su chófer que esperara en el pasillo con el ayudante de Mast. Él y sus colegas estaban a punto de discutir cuestiones demasiado delicadas para sus oídos plebeyos.
De aceptarse el trato, el principal perdedor sería Maurice Mast, ya que, sin cargos federales, se quedaría sin caso. Y no estaban hablando precisamente de un juicio sin importancia. Así pues, el fiscal se sintió obligado a hacer constar su disconformidad con el acuerdo antes de que los demás empezaran a tomar la palabra:
–Si cedemos seremos el hazmerreír de la Costa -dijo con la mirada fija en Sprawling, que se había sentado en una silla endeble y no conseguía ponerse cómodo.
Sprawling estaba un nivel por debajo del fiscal general en el escalafón y varios por encima de Mast. Por pura cortesía, Jaynes y él escucharían durante unos minutos las opiniones de sus subordinados. Luego tomarían todas las decisiones entre los dos.
Hamilton Jaynes miró a T. L. Parrish y le preguntó:
–¿ Está seguro de que puede conseguir un veredicto de culpabilidad contra Patrick Lanigan?
Parrish era un tipo prudente, y sabía muy bien que cualquier promesa hecha en aquel contexto sería recordada durante mucho tiempo.
–Con una acusación de homicidio en primer grado, no. Para ir sobre seguro habría que rebajar la acusación a homicidio sin premeditación.
–¿De cuánto es la pena por homicidio sin premeditación?
–De veinte años.
–¿Cuánto tiempo tardaría en salir?
–Cinco años, más o menos.
Por extraño que parezca, la respuesta de Parrish satisfizo a Jaynes, un funcionario de carrera que creía que había que tener mano dura con los intrusos.
–¿Qué le parece, Cutter? – preguntó mientras paseaba de un extremo a otro de la cama.
–Faltan pruebas -dijo Cutter-. No podemos demostrar ni el quién, ni el qué, ni el cómo, ni el dónde, ni el cuándo. Creemos saber el porqué, pero el juicio podría convertirse en una auténtica pesadilla. Yo me inclinaría por el homicidio sin premeditación.
–¿Qué hay del juez? – preguntó Jaynes a Parrish-. ¿Estará dispuesto a imponerle la pena máxima?
–Si se le declarara culpable de homicidio sin premeditación, creo que el juez lo condenaría a veinte años. La concesión de la libertad condicional dependería de las autoridades penitenciarias.
–¿Podemos dar por seguro que Lanigan se pasará los próximos cinco años entre rejas? – preguntó Jaynes a todos los presentes en general.
–Sin duda -respondió Parrish a la defensiva-. Y en cuanto a la acusación de homicidio en primer grado, no tenemos intención de echarnos atrás. Insistiremos en que Lanigan mató a una persona para así tener acceso a los noventa millones. Hay pocas probabilidades de que lo condenen a la pena de muerte, pero siempre podría caer una cadena perpetua.
–¿Hasta qué punto nos importa que cumpla la condena en Parchman o en una prisión federal? – preguntó Jaynes. Estaba claro que a él no le importaba en absoluto.
–Juraría que a Patrick sí le importa -dijo Parrish. Varios de los presentes sonrieron tímidamente.
T. L. Parrish veía el trato con buenos ojos porque, de ser aceptado, él se convertiría en el único fiscal del caso Lanigan. Mast y el FBI tendrían que darle carpetazo. – Estoy completamente seguro -afirmó para disipar cualquier duda que pudiera albergar
Mast- de que Patrick Lanigan cumplirá su condena en Parchman.
Pero Mast no estaba dispuesto a morderse la lengua.
–No sé -dijo con el entrecejo fruncido-. Algo me dice que no deberíamos aceptar. No se puede robar un banco y después devolver el dinero a cambio de la absolución. La justicia no se vende.
–Las cosas no son tan sencillas -intervino Sprawling-. Lanigan se ha convertido de repente en la clave para atrapar a peces mucho más gordos. El dinero que robó había sido adquirido por medios ilícitos. Nosotros nos limitaremos a devolverlo a los contribuyentes.
Mast no tenía ni la más remota intención de rebatir las palabras de Sprawling.
–Parrish -dijo Jaynes-, disculpe la descortesía, pero… ¿le importaría esperar fuera un momento? Los federales tenemos cosas de que hablar.
–En absoluto -respondió segundos antes de salir al pasillo.
Basta de cháchara, se dijo Sprawling. Había llegado la hora de cerrar el trato.
–La cuestión es muy simple, caballeros. La Casa Blanca está siguiendo de cerca este caso y, francamente, el senador Nye nunca ha sido del agrado del Presidente. Un buen escándalo en su circunscripción haría feliz a más de un pez gordo. Nye tiene que presentarse a la reelección dentro de dos años, y una acusación de soborno lo mantendría ocupado hasta entonces. Si además resultara ser verdad, sería el fin de su carrera.
–Nosotros nos encargaremos de la investigación -dijo Jaynes a Mast-, y ustedes de la instrucción.
Mast comprendió de repente que aquella reunión podía reportarle grandes beneficios. La decisión de negociar con Lanigan no había partido de Sprawling o Jaynes, sino de mucho más arriba. En realidad, no intentaban sino complacerlo. Al fin y al cabo, él era el fiscal general del distrito.
La idea de acusar y procesar a un senador de Estados Unidos tenía su aquel, y a Mast no se le escapaba. De pronto empezó a imaginarse en una sala de vistas abarrotada con el público y el jurado escuchando embelesados las grabaciones de Lanigan.
–Entonces es que sí, ¿no? – dijo, y se encogió de hombros como si la cosa no fuera con él.
–Exacto -respondió Sprawling-. No hace falta darle más vueltas. Patrick se pasa una buena temporada entre rejas, nosotros devolvemos el dinero, quedamos como unos señores, y de paso, ponemos a un par de peces gordos a la sombra.
–Y le hacemos un favor al Presidente -añadió Mast con la única sonrisa de la habitación. – Yo no he dicho eso -lo corrigió Sprawling-. No he hablado con el Presidente sobre este tema. Mis superiores han hablado con su gente. No sé nada más.
Jaynes hizo regresar a Parrish del pasillo. La hora siguiente se invirtió en repasar la oferta de Patrick y ponderar cada uno de sus elementos. La chica podía estar en la calle en menos de una hora. Y Patrick -se decidió- podía ser obligado a pagar intereses por el dinero sustraído. ¿Y la querella contra el FBI? Jaynes elaboró una lista de puntos para tratar con Sandy.
Mientras tanto, en Miami, Mark Birck comunicaba a Eva la buena nueva de la liberación de su padre. No, no le habían hecho daño. En realidad, lo habían tratado bastante bien. Luego le comunicó que, con un poco de suerte, ella también podría volver a casa en cuestión de un par de días.