CAPÍTULO V
CUANDO aquel lunes se dirigía en el “metro” al Almirantazgo, acompañado de su prima Jara, ya notó Marek la escasa afluencia de público que aquella mañana utilizaba tan popular medio de transporte. Esta sensación de quietud, como si de repente hubiese quedado despoblado medio planetillo, se hizo todavía más acusada al abandonar el suburbano y salir a la superficie del suelo en la Plaza de España.
Había proporcionalmente pocos aerobotes en el aire girando alrededor de la plaza, y prácticamente nadie paseando por el parque central.
—Vaya, parece que a todo el mundo se le han pegado hoy las sábanas —comentó Jara mirando sorprendida a su alrededor.
Pero Marek no podía creer en tan absurda coincidencia. Algo más serio tenía que estar ocurriendo para paralizar de modo tan evidente la vida ciudadana. La respuesta la halló en el Almirantazgo al encontrarse con Tuanko.
—¿Se nota, verdad? —dijo Tuanko contestando a la pregunta de Marek—. Medio Valera se encuentra en estos momentos en sus puestos de combate, a bordo de los buques de nuestra Armada, en los campamentos militares y cuidando de las defensas de superficie.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Como ocurrir no ocurre nada. Sencillamente, vamos cubriendo etapas según el plan preestablecido. Desde la pasada medianoche nos encontramos en la posición “B”, es decir, girando alrededor de la Tierra a una distancia de diez millones de kilómetros de Argos. Si los thorbod decidieran atacarnos en este mismo momento, sus escuadras de vanguardia nos alcanzarían en una hora y quince minutos de vuelo. Por descontado, nuestra defensa entraría en acción instantáneamente. Lo que no puede hacerse en una hora es sacar a nuestra gente de sus casas, situarla a bordo de sus buques y en las defensas de segunda línea. Esas cosas tienen que hacerse con anticipación.
—¿Quieres decir que estamos en peligro?
—Bueno, estamos metidos en una guerra, ¿no? —repuso Tuanko encogiéndose de hombros.
—¿Por qué hemos venido a situarnos tan cerca de Argos, si todavía estamos alistando a los tapos y aún tardaremos varias semanas en estar preparados para atacar?
—La guerra es una condenada cosa. Se juega a tratar de adivinar lo que hará el enemigo en determinado momento, sin garantías de que su reacción sea ni aproximadamente la que nosotros hemos supuesto. De momento buscamos inquietar a los thorbod, ponerles nerviosos… Ahora bien, los thorbod son unos tíos astutos, pacientes, cerebrales… antes de que pierdan la cabeza y tomen la iniciativa vamos a tener tiempo de adiestrar a nuestros tapos.
—¿Y si no fuera así y nos atacaran inmediatamente?
—No esperamos que lo hagan.
—¿Por qué?
—Pues porque en este momento nos estamos marcando un farol. Nuestra actitud debe dar que pensar a los thorbod. La verdad es que no estamos preparados para el asalto, pero ellos no lo saben. Queremos que piensen que estamos aquí para asustarles y crisparles los nervios, provocándoles continuamente hasta inducirles a caer en el error de atacarnos.
—¡Pero esto no hay quien lo comprenda! —protestó Marek estupefacto—. ¿Qué es lo que esperamos que hagan en realidad?
—Que nos ataquen, naturalmente. Ellos nos superan en número, calculamos que en la proporción de seis a uno. Esa es la proporción mínima indispensable para garantizar hasta cierto punto el éxito de un asalto. Los thorbod deben llegar al convencimiento de que son superiores, o de lo contrario, no atacarán.
—¿Y cómo esperáis engañarles?
—No hay engaño, amigo. Ellos nos superan en todos los órdenes, no en vano han tenido medio siglo para prepararse.
—Es decir, si se decidieran a atacarnos ahora mismo, ¿podrían derrotarnos y destruir el autoplaneta?
—Tal vez sí, tal vez no. Es un riesgo que debemos correr para destruirles gran cantidad de material. Valera es como una fortaleza. Si conseguimos que los thorbod ataquen, y si somos capaces de aguantar su embestida, la guerra puede ganarse en la superficie de Valera incluso antes de que los tapos desembarquemos en Argos. Sencillamente, el enemigo quedaría desarbolado, sin fuerzas para cortarnos el paso cuando nuestra Armada contraataque.
Todas estas sutilezas de la alta estrategia resultaban confusas para Marek. Bien mirado, no debía ser cosa fácil ostentar el mando supremo de esta cosmonave gigantesca con sus contingentes humanos, sus poderosas escuadras y todo el complicado aparato de una formidable máquina de guerra.
Trasladado a una escala más pequeña, Marek también tenía que desarrollar una tarea agotadora. Ya desde el primer día los tapos respondieron a la llamada de las Fuerzas Armadas acudiendo masivamente a las oficinas de enganche en sus propios campamentos. En un solo día se llegaron a realizar ocho mil y pico de inscripciones.
Toda la operación de recluta, centralizada en las oficinas del Almirantazgo, en Nuevo Madrid, requirió el examen minucioso, uno por uno, del historial personal que acompañaba a cada hoja de inscripción. Bien era cierto que en la mayoría de los casos había poco que informar. Un elevado porcentaje estaba formado de hombres y mujeres muy jóvenes, en la primera encarnación, sin experiencia anterior en combate. Aun contando con los sofisticados sistemas de instrucción por inducción directa al cerebro, la tarea de formar a un ejército de setenta mil individuos no era cosa de juego.
El Estado Mayor había concedido amplias facultades a Tuanko en la organización de las unidades de asalto. No obstante, como no existían mandos superiores entre los tapos, pusieron al frente de sus batallones a un general valerano. La designación recayó sobre la brigadier Altair Newell, una mujer.
Tuanko se sintió molesto. Tan molesto que habría abandonado, a no ser porque con su retirada hubiera infligido grave daño en la moral de las tropas que acababa de reunir. Precisamente Newell era una especialista en organización. Aunque la tarea de cada uno parecía bastante clara sobre el papel, Tuanko temió que la brigadier se metiera en su terreno.
En efecto, no tardó en aparecer la brigadier Newell, impecable en su entallado uniforme verde, una fusta bajo el brazo, y como encajado en la órbita del ojo, el aro de ¡un monóculo! La insólita aparición dejó boquiabiertos a los muchachos tapo que trabajaban en la oficina a las órdenes de Marek Aznar.
Alta, de complexión atlética pero conservando lo más seductor de sus formas femeninas, Altair Newell era lo que en términos corrientes solía entenderse por una buena moza. Sin ser una mujer de extraordinaria belleza, tenía bonitos ojos pardos, nariz afilada y boca grande, de labios finos exquisitamente dibujados, formando un conjunto atractivo.
El milagro de las Karendón, al posibilitar los sucesivos “salto atrás”, mantenía a la población valerana en estado de perpetua juventud. La apariencia de Altair Newell, su vigor y la vivacidad de su mirada, eran los propios de una mujer de veinticinco años, y ésta era su edad biológica. La otra edad, la edad formada por todas las experiencias y los conocimientos acumulados por la suma de las repetidas reencarnaciones, era la de una centenaria. Altair Newell pertenecía a la generación del Almirante Aznar y se encontraba en su cuarta vida.
El Ejército valerano tenía excelentes psicólogos. Éstos habían recomendado a la brigadier Newell, y posiblemente eligieron a la única persona que por sus condiciones especiales podía bregar con los tapos. Cualquier otro jefe, hombre o mujer, habría rechazado tan comprometido puesto. Newell aceptó sin pestañear.
Desde el primer momento, la personalidad de Newell despertó el interés de Marek. En el poco tiempo que llevaba conviviendo con los valeranos había descubierto que cuanta más importancia se daba uno mismo, mayor era la ignorancia y la inseguridad en sí misma de la persona. La faceta más acusada de la personalidad de Altair Newell era la confianza en sí misma. ¿Era Newell un general incompetente que ocultaba su ignorancia tras una fachada de suficiencia?
No tardó Marek en hallar la respuesta. Descubrió que Newell, al contrario que sus colegas valeranos, no temía a la agudeza telepática de los tapos. No le importaba que éstos penetraran su pensamiento. El pensamiento de Newell, cosa insólita en un valerano, no tenía recovecos ni zonas oscuras. Era una mujer auténticamente segura de sí misma. Su mente funcionaba como un ordenador electrónico. Cada concepto, cada materia, estaban almacenados, clasificados y calificados en su mente. Como los ordenadores, la mentalidad de Newell daba respuestas concretas a temas concretos: sí o no, cierto o falso, bueno o malo, útil o inútil.
Como para todas las demás cosas, Newell tenía un concepto de los tapos: muy listos, valientes, perezosos, burlones, insolentes e indisciplinados. En los temas que no dominaba se limitaba a generalizar. O levantaba los hombros o decía “da lo mismo, no tiene importancia”. Así funcionaba la mentalidad de la brigadier; sencilla, pero eficaz.
Era necesario profundizar mucho más en la personalidad de Altair Newell para descubrir en ella aquel toque sutil, casi imperceptible, difícil de calificar, que distinguía a los genios de las gentes vulgares. Sí, Altair Newell era un genio. Marek se lo dijo a Tuanko y éste le miró enojado.
—Querrás decir que es una imbécil.
—No. Es un genio.
—¿Qué es un genio? —preguntó Tuanko ganoso de pelea.
—No lo sé.
—¿Entonces cómo sabes que Newell es un genio?
—Mi bisabuelo, Adler Ban Aldrik, también es un genio. No lo es por lo que sabe, por toda la ciencia que acumula en sí, sino por la forma de hacer las cosas… de encarar ciertos aspectos de la vida, de dar una nota de color y de humor a las situaciones más absurdas en el momento oportuno. Consideremos el monóculo de Newell. ¿Qué función puede desempeñar un adminículo tan arcaico como inútil? Llevarlo es un toque de genialidad.
—Yo lo llamo extravagancia.
—En un soldado raso sería una extravagancia. Pero Newell es un general. Un general se debe a ciertas normas de conducta, tiene que cuidar las apariencias y huir del ridículo, so pena de que la tropa le tome a cachondeo. Se necesita tener un algo especial para permitirse ser extravagante y conservar intactos autoridad y prestigio.
—¿Qué sabes tú de Newell? No es así como se le considera en el Ejército. Tiene más de cien años, está en su cuarta vida, ha tenido ocho o nueve maridos y se ha acostado con todo el generalato. En el Ejército la conocen por la “calientacamas”. Ha utilizado sus atractivos para ascender penosamente, y a pesar de eso no pasó de brigadier. Competente en organización. Maneja estupendamente el sillón giratorio, el teléfono, las estadísticas y el organigrama, pero nunca ha tenido mando en combate. Nos la han enviado para cubrir el expediente. Se trata de que tengamos un general que no se entrometa demasiado en nuestra labor. Pero aun así chocaremos. Esa fatua mujer tiene que demostrar su sapiencia y su autoridad. Y dices que es un genio ¡por el amor de Dios, sobrino!
—¿Estás seguro de no equivocarte?
La respuesta de Tuanko fue una mirada que dejó corrido y confuso a Marek.
Probablemente Tuanko tenía motivos para conocer a la brigadier Newell mejor que Marek; como ayudante de campo del Almirante Mayor debía ser receptor y transmisor de todos los chismes en el ámbito de las altas esferas de las Fuerzas Armadas. No obstante, Marek siguió pensando que su tío se equivocaba. Tuanko jamás había estudiado a Newell por sí mismo, cosa que podía haber hecho utilizando sus facultades extrasensoriales.
Altair Newell llegó a la oficina donde Marek compartía con su tío la tarea de organizar las unidades tapo, y sin dejarse intimidar por la actitud hostil de Tuanko se posesionó de la mesa de éste y empezó a informarse. Su contribución a la puesta a punto de la división tapo iba a resultar altamente provechosa, especialmente porque liberaría al capitán Tuanko de la necesidad de andar de un lado a otro, ocupado en tareas que le hubieran apartado de su verdadero trabajo, que consistía en adiestrar a las tropas.
Cuando Newell llegó todo estaba por hacer. La Operación Canguro era todavía entonces un proyecto sobre el papel. Setenta mil hombres y mujeres tapo habían respondido a la llamada del Ejército y la Armada. Estos setenta mil tapos se encontraban diseminados en más de una veintena de campamentos por toda la geografía del planetillo. Carecían de instalaciones apropiadas, no tenían instrucción militar, ni mandos, ni el más elemental equipo.
Como experta en estas cuestiones, bien relacionada con los mandos superiores y la Intendencia, Newell sabía dónde estaban todos los resortes y la forma de pulsarlos. Una cualidad que incluso Tuanko tuvo que reconocerle, era la total entrega y la enorme energía que ponía en su trabajo. Con frecuencia tomaba decisiones arriesgadas. Tal ocurrió en una ocasión en que fue a resolver personalmente un problema de suministros encallado en la intrincada burocracia oficial.
Ya había tenido problemas anteriormente Newell con el asunto de la concentración de su tropa en siete campamentos en la periferia de Nuevo Madrid. Los alrededores de la capital estaban cubiertos de bosques. Newell ordenó talar un número considerable de árboles e instaló sus campamentos sin previa autorización. A la requisitoria del alcalde de la ciudad de por qué no había solicitado la debida autorización, la brigadier respondió con energía:
—Estamos en guerra, y ganar esta guerra es el primer y principal objetivo. Todo lo demás queda supeditado a este fin. Si hubiera pedido permiso todavía estaría esperando la autorización, y a lo peor me hubiesen dado una negativa.
La poderosa industria valerana, dedicada de lleno al esfuerzo de producción de guerra, no podía entretener su tiempo ni gastar energía en fabricar artículos no considerados como de primera necesidad. Los tapos carecían de instalaciones adecuadas en sus nuevos campamentos; no tenían barracones, ni camas donde descansar, ni uniformes, ni siquiera zapatos para reponer los que desgastaban en las largas marchas y ejercicios de instrucción. Los tapos eran gente muy sufrida, durante siglo y medio habían resistido en su planeta a los thorbod en las condiciones más desfavorables, y no les importaba dormir en el suelo bajo los árboles. No obstante, no habría sido humano obligarles a vivir en estas condiciones, teniendo en cuenta que en Valera llovía todas las noches, y los bosques eran húmedos y fríos.
Newell resolvió el problema de los barracones capitaneando un comando nocturno para secuestrar algunas máquinas Karendón del entorno industrial de Nuevo Madrid. Los tapos se tomaron la cosa muy en serio, y planearon y ejecutaron la operación como si se tratara del asalto a una posición del enemigo. A la mañana siguiente, los operarios de una factoría dedicada a la fabricación de muebles de oficina, se encontró con asombro que habían desaparecido sus máquinas y sus reactores nucleares. El asunto trascendió, naturalmente, y Newell fue a encararse con el general intendente, planteando ante éste el dilema de qué cosa era más necesaria, si unos millares de mesas y armarios para un ejército de chupatintas, o unos millares de barracones para setenta mil soldados tapos que vestían harapos y no tenían donde guarecerse de la humedad y la lluvia.
La brigadier armó tal escándalo, que a partir de entonces empezaron a llegar con regularidad los suministros retenidos: uniformes, armas y equipos de vacío total.
Desgraciadamente, con más frecuencia de lo que era de desear, la magnífica labor de organización de la brigadier quedaba empañada por otras acciones menos afortunadas. Newell era en el fondo un general frustrado. Jamás había intervenido en un combate. Desde la mesa de un despacho asistió como espectador a la dura guerra contra los sadritas y la reconquista de la Tierra. Viajó en el autoplaneta hasta el remoto Uhlan, sin participar de una manera activa en la guerra contra Ankor. De regreso en Atolón contempló la guerra contra los ghuro y la desastrosa rebelión de los robots. Fue deportada al planeta atolonita Bartpur, contribuyendo a la organización del nuevo estado fundado por la dictadura de MacLane, y se incorporó al autoplaneta Hermes cuando éste, mandado por el Almirante Aznar, escapó a la Tierra huyendo de la invasión thorbod. Una vez llegados al sistema solar terrícola, los exilados fueron incorporados a las Fuerzas Armadas valeranas, restituyéndoles en sus grados. De regreso en Atolón, Newell fue de nuevo personaje pasivo en los combates que determinaron la derrota y la rendición de los thorbod. Ahora Valera estaba de nuevo de regreso para expulsar a los Hombres Grises de la Tierra y tratar de destruir el autoplaneta Argos, pero toda la participación de Altair Newell iba a limitarse a proveer de barracones, de mantas y uniformes a una unidad de comandos tapos.
Repetidamente, en el curso de sus tres azarosas vidas, solicitó Newell el mando de una unidad de combate, pero el informe de los psicólogos del Ejército fue siempre negativo; su temperamento no era adecuado para asumir las responsabilidades de jefe en combate frente al enemigo.
El reprimido combatiente que Newell llevaba en su interior le impulsaba a intervenir en cuestiones que no eran de su incumbencia. Como jefe de la división Canguro tenía indudablemente autoridad para imponer su criterio. Esto no era lo acordado entre el capitán de navío Tuanko y el vicealmirante jefe de Operaciones Combinadas, pero aquí ya entraban en competencia el Ejército y la Armada, tradicionalmente rivales, fatalmente obligados a pelear juntos. Las protestas de Tuanko al vicealmirante Esteve eran transmitidas por éste al general jefe de las Fuerzas Especiales. El Ejército se negaba a desautorizar a Newell y amenazaba con sustituirla por otro general, con lo cual sólo se habría agravado el asunto.
Aunque había sido advertida de que su función como general jefe de la División Canguro se limitaba a organizar las unidades tapo, Newell no se resignaba a ser personaje pasivo cuando por primera vez le daban el mando de una fuerza de ataque, aunque se tratara de un mando condicionado.
Por desgracia para Newell, el entrenamiento de los tapos era completamente distinto del que recibían el resto de las tropas, cosa difícil de entender por un brigadier educado en la rígida ortodoxia del Ejército valerano. Por ejemplo, Newell no podía comprender por qué los tapos no hacían instrucción en orden cerrado, ni por qué no eran capaces de sostener el mismo ritmo de paso. Los soldados tapo no saludaban a sus jefes, discutían a sus oficiales, llegaban tarde a la formación y no hacían el menor caso al toque de cometa que ordenaba apagar las luces en los barracones.
Ni los toques de corneta, ni la imposición de un horario eran cosa de Tuanko o sus oficiales; la manía ordenancista de Newell los había implantado en todos los campamentos bajo su mando. Otra de las obsesiones de la brigadier era exigir e insistir en la uniformidad reglamentaria.
—¡Parecen un ejército de mendigos! —solía exclamar con acento desesperado.
A la tropa las quejas del general le tenía sin cuidado. No ocurría lo mismo con los oficiales, especialmente los comandantes de unidad, que tenían que soportar las quejas de Newell. Los oficiales iban a quejarse a Tuanko, éste lo hacía ante el vicealmirante Esteve, y Esteve protestaba ante el general jefe de las Fuerzas Especiales.
Cansado de escuchar las protestas de Esteve, el general Simones, jefe de las Fuerzas Especiales en las que se encuadraba la brigada tapo, llamó a su presencia a Newell y le echó una reprimenda. Newell tuvo que escuchar cosas terribles, cosas que nadie le había dicho nunca, y que de alguna forma le abrieron los ojos a una realidad insospechada.
Marek no estuvo presente en la entrevista, pero se encontraba en la oficina de Altair Newell cuando ésta regresó, pálida como un muerto, a punto de echarse a llorar. La brigadier se dejó caer como derrengada en su sillón giratorio, mirando a un punto vago del espacio mientras en su mente martilleaban las hirientes palabras que acababa de escuchar.
El aspecto de Newell era de tan patético desconsuelo, de tan gran asombro, que despertó la compasión de Marek interesándole en lo ocurrido. Casi involuntariamente Marek puso en funciones sus dotes telepáticas investigando el pensamiento de la mujer. De pronto Newell apareció advertir la presencia de Marek, arrugó el entrecejo y preguntó:
—Marek, ¿le parezco una imbécil?
—¿Por qué dice eso? —respondió Marek evasivamente.
—Acaban de llamarme imbécil, y pienso que lo he sido. Me advirtieron que Tuanko era intocable, que ustedes tenían su programa de adiestramiento y que no debía interferirme en él. Creía estar cumpliendo mi deber, dejando hacer a los tapos e interviniendo solamente en cuestiones secundarias, al margen de los planes del capitán Tuanko. Pero por lo visto he molestado a Tuanko y éste fue a quejarse al vicealmirante Esteve. El vicealmirante le echó los perros a Simones y el general me llamó para largarme la gran bronca. Me dijo que era una imbécil por complicarme la vida gratuitamente y por no entender que mi papel aquí era de simple figura decorativa. Si los tapos hubiesen necesitado un general para ejercer un mando efectivo no me habrían puesto a mí, sino a alguien que realmente tuviese capacidad para mandar las tropas.
—Lo ha estado haciendo muy bien, y estoy seguro de que Tuanko no quiso perjudicarle —dijo Marek.
Altair Newell meneó la cabeza. Por primera vez desde que llegó la veía Marek dubitativa, insegura de sí misma. La mujer estaba pasando por un verdadero trauma. Simones había sido muy duro con ella recordándole la unanimidad con que los psicólogos del Ejército se manifestaron repetidamente, afirmando no tener aptitudes para el mando, y alguna alusión hizo a los matrimonios de conveniencia, gracias a los cuales había escalado la penosa cuesta del generalato. Pero esto no era cierto. Altair Newell sólo estuvo casada cinco veces, no ocho o nueve como se decía, y de sus cinco maridos sólo uno fue general. Tuvo relaciones íntimas con otros hombres, era cierto, ni más ni menos que cualquier otra mujer que hubiese vivido tres vidas y estuviera al comienzo de la cuarta.
Todas las amargas reflexiones de Altair Newell las percibía Marek a través de sus facultades telepáticas. A él siempre le cayó bien. Había valorado sobre todo la honradez y la transparencia de sus intenciones. Con sus defectos y sus errores, Newell al menos era sincera. Tan inocente como un niño, tan limpia de corazón que ni siquiera los embates de la vida, en el curso de su existencia centenaria, consiguieron agriar su carácter ni matar su confianza en la bondad humana.
Era hoy cuando, por primera vez, Newell abría los ojos y relacionaba sucesos y actitudes pasadas con la maldad innata de las personas. La actitud de la mujer hoy, era de sorpresa y decepción.
—He sido una necia —dijo entre dientes—. Siempre creí que valía algo, que tenía alguna cosa que ofrecer a los demás. Me gustara a no he hecho mi trabajo concienzudamente, poniendo en él mi voluntad y mi esfuerzo. Nunca he podido comprender por qué decían de mí que carecía de aptitudes para el mando, pero probablemente tenían razón. Soy torpe, ingenua y zafia. Ahora sé que nunca triunfaré. Y no es porque me propusiera triunfar, sino por la sensación de ridículo que siento, por lo que me duele este tropiezo. ¡Cuánto deben haberse reído de mí!
—Usted debió haber nacido tapo —dijo Marek.
—¿Cómo?
—Consuélese, no es el único ser ingenuo sobre la faz del mundo. Los tapos somos así. Claro que tenemos una ventaja; podemos leer las intenciones en la mente de nuestros enemigos y ponernos en guardia. En cambio usted no tiene defensa. Dice lo que siente, y con su espontaneidad pone en manos del contrario el arma que ha de herirle. No se puede luchar así, señora mía. Y tiene razón cuando dice que nunca triunfará. De salida está usted en desventaja con los demás corredores. Ellos la empujarán, le echarán la zancadilla y usted se acobardará, porque no está preparada ni nunca sabrá competir en el terreno de sus rivales.
—Presentaré mi renuncia —dijo Newell limpiándose a hurtadillas una lágrima rebelde.
—No, se lo ruego. Si renuncia usted nos enviarán otro general, y Dios sabe cuántas dificultades tendremos con él. Ni siquiera Tuanko quiere eso. En mi opinión lo mejor que puede hacer es dejar las cosas como están.
—Creo que voy a irme a casa —suspiró la brigadier poniéndose en pie.
—¿Quiere que la acompañe?
—No, no. En realidad lo que necesito es estar sola. Tengo que reflexionar.
Marek Aznar la acompañó hasta la puerta de la oficina.