CAPÍTULO IV

LE habían citado para las diez de la mañana. Después de identificarse en la entrada al edificio del Almirantazgo, Marek fue conducido por una ordenanza a presencia del oficial de relaciones públicas, que era la misma guapa capitana del incidente del día anterior.

En su elegante despacho la capitana Durán se puso en pie y salió al encuentro de Marek tendiéndole la mano amistosamente.

—Lamento lo ocurrido ayer —se disculpó—. ¿Por qué no dijo que era pariente del Almirante?

—¿Piensa usted que por ser sobrino del Almirante me van a aceptar en la Armada?

—Ayer quizás no, pero las cosas han cambiado. Me han asegurado que es inminente la llamada a filas de los atolonitas. El vicealmirante Esteve le espera a usted. Venga conmigo, por favor.

Seguir a una mujer como la capitana Durán era todo un regalo para los ojos. Marek pudo admirar el gracioso movimiento de sus caderas mientras la seguía por un largo corredor con puertas a ambos lados, cruzándose con muchachas del Servicio Auxiliar que iban diligentemente de un lado a otro con carpetas y papeles.

Marek fue introducido en un despacho de generosas dimensiones, amueblado con el estilo un poco frío e impersonal de las dependencias oficiales. Un hombre joven, robusto, de cabellos rojizos y ojos castaños, se puso en pie para estrechar la mano de Marek.

—Gracias, puede retirarse —dijo el vicealmirante a la “relaciones públicas”.

En la puerta, la capitana Durán se cruzó con Tuanko Aznar que entraba. Marek no se sintió demasiado sorprendido. Sospechaba que la rapidez con que se liquidó el incidente del día anterior tenía algo que ver con una posible consulta telefónica con Tuanko, si no con alguien situado más arriba.

Tuanko, que vestía el blanco uniforme de diario de la Armada Sideral, tendió su mano a Marek. Éste observó que su joven tío llevaba galones de capitán de navío, lo cual implicaba un reciente ascenso. El aire dinámico de Tuanko contrastaba con el aspecto de cansancio que Marek le vio cuando fue a recibirle a la Estación de Emigración.

—Hola, Marek. Esteve, éste es mi sobrino, el muchacho de quien le hablé.

—Vengan, estaremos más cómodos allí —dijo el vicealmirante señalando un diván y dos confortables butacas en un rincón de la estancia, al pie de un amplio ventanal sobre la Plaza de España.

Sentado en una de las butacas, con los Aznar en el diván, el vicealmirante Esteve fue derecho al asunto:

—Me han dicho que tuvo usted un incidente ayer, al venir al Almirantazgo con la pretensión de ingresar en la Armada…

—Es cierto, lo lamento —dijo Marek ruborizándose.

—No tiene importancia. Bien mirado estaban ustedes en el derecho de sentirse ofendidos. No existe ninguna ley que prohíba a los tapos alistarse en la Armada. Simplemente, la Armada posee en sus cuadros de la reserva suficientes oficiales para cubrir todos los puestos que se van produciendo a medida que ampliamos el número de nuestras unidades de combate. Hoy las cosas han cambiado. En el gigantesco esfuerzo que la nación valerana está realizando, todas las colaboraciones son necesarias. La colonia tapo en Valera no es muy numerosa; sobre un total de noventa y ocho mil quinientos sesenta individuos que arroja el censo, unos setenta y cinco mil se encuentran en edad militar. No obstante lo reducido de su número, los tapos poseen cualidades singulares que nos son precisas en este momento.

—Cualquiera que sea el cometido pueden contar conmigo desde ahora —dijo Marek.

—Se lo voy a explicar en pocas palabras. En el contexto de las previsiones elaboradas por nuestro Estado Mayor General figuran todas las alternativas que puedan producirse en el curso de las operaciones militares, incluyendo la posibilidad de una derrota. No vamos a hablar de retiradas en derrota, sino de victorias. De la información obtenida hasta ahora se deduce que los Hombres Grises, en su asalto a la Tierra, encontraron una resistencia posiblemente inesperada. Advertidos de la presencia del autoplaneta thorbod en Atolón, los terrícolas estaban preparados para rechazar el ataque thorbod y aunque no pudieron evitar ser invadidos, tenemos la evidencia de que cobraron su derrota a un alto precio. Según esto los thorbod debieron sufrir pérdidas cuantiosísimas, y aunque han tenido medio siglo para rehacerse, creemos que sus efectivos actuales no superan en mucho a los nuestros. En suma, tal como está planteada la lucha, ésta va a ser una guerra de desgaste entre las escuadras siderales por lograr el dominio del espacio. Sólo después que hayamos barrido a la Armada Imperial Thorbod podremos poner pie en Argos. Es en esta fase decisiva de la batalla donde intervienen los tapos.

—¿Quiere decir que van a utilizar a los tapos como tropas de desembarco? —preguntó Marek.

—En efecto —respondió el vicealmirante—. La misión será comprometida y exigirá rapidez y decisión en quienes deben llevarla a cabo. No hemos pensado en los tapos solamente como tropas aguerridas, acostumbradas a la lucha cuerpo a cuerpo, sino que se han tenido en cuenta otros factores igualmente importantes. Por ejemplo, ustedes tienen la facultad de poder desmaterializarse y pasar a través de un cuerpo sólido, incluso atravesar un blindaje de “dedona”. Pueden efectuar saltos prodigiosos y utilizar sus dotes telepáticas para prescindir de la radio en sus comunicaciones. Es decir, los tapos poseen ventajas decisivas sobre cualquier otro tipo de tropa.

Tuanko adivinó a Marek poco entusiasmado con la empresa y se apresuró a intervenir:

—El plan es el siguiente. Tenemos algunos cruceros thorbod capturados intactos en Atolón, que vamos a utilizar para infiltrarnos entre las líneas del enemigo y depositar sobre la superficie de Argos los primeros contingentes de desembarco. Estos grupos llevarán consigo las Karendón Traslator por cuyo conducto llegará el resto de las tropas. Los cruceros irán tripulados por astronautas tapo, que una vez sobre Argos abandonarán los buques y se unirán a los comandos. Esto parece una empresa de locos, pero es que realmente no existe otro medio de llegar allí. Argos, como el propio Valera, es una fortaleza inexpugnable, erizada de rampas lanza-missiles, baterías de luz sólida y antenas. La misión de los comandos consistirá en volar y destruir el mayor número posible de estas defensas, de modo tal que se rompa el equilibrio de fuerzas y nuestros torpedos puedan llegar hasta la superficie de Argos. Éste es el plan a grandes rasgos, aunque naturalmente, está sujeto a cambios que puedan surgir al estudiar los pequeños detalles.

—Parece sencillo —dijo Marek con ironía—. En la práctica tal vez sea distinto, aquello va a ser un infierno, un auténtico matadero.

Poniéndose a la defensiva, tal vez porque el proyecto no era totalmente de su agrado, el vicealmirante Esteve se apresuró a aclarar:

—El plan es idea de Tuanko, el cual además estará al frente de la operación.

Marek se volvió a mirar a Tuanko, el cual hizo una mueca expresiva y dijo:

—Yo estaré allí con las fuerzas de desembarco. Si aceptas la misión serás mi lugarteniente.

—Veo que toda la operación se ha montado contando con la participación de los tapos. ¿Pero querrán participar? —preguntó Marek.

—¿Lo harás tú?

—Bueno, sí.

—Pues ya somos dos. Sólo falta convencer a otros sesenta y cuatro mil novecientos noventa y ocho tapos.

El vicealmirante se puso en pie, dando por terminada la entrevista.

—Ha sido un placer conocerle —dijo al estrechar de nuevo la mano a Marek—. Rellene su solicitud sin olvidar su “currículum”, le asignaremos un rango de acuerdo con la importancia del puesto que va a cubrir.

Los dos tapos abandonaron el despacho del vicealmirante. Tuanko estaba contento e invitó a Marek a tomar cualquier cosa en la cafetería del propio edificio. En la cafetería, Marek no pudo disimular su impresión al ver juntos tantos jefes de alta graduación. Tuanko parecía ser muy popular entre ellos, cosa nada extraña considerando que había sido ayudante del Almirante Mayor hasta hacía muy pocas semanas.

Un poco intimidado Marek guardaba silencio mientras su joven tío cambiaba saludos, guiños y bromas con la flor y nata de la Armada Sideral Valerana. Después de tomar un café Marek recordó a su tío que debía ir a rellenar su solicitud en la oficina de reclutamiento.

—Bueno, ve. Te espero aquí —dijo Tuanko.

Marek se dirigió a la oficina, rellenó un montón de papeles y regresó a la cafetería donde seguía Tuanko charlando con sus colegas. Tuanko presentó a Marek, que se convirtió por unos minutos en blanco de la curiosidad de todos aquellos capitanes de navío, contralmirantes y vicealmirantes.

—¿Qué demonios te traes entre manos, Tuanko? —preguntó un capitán de navío—. Abandonaste la ayudantía del Almirante, ¿pero qué haces ahora?

—Alto secreto, amigos. Ya lo sabréis a su debido tiempo.

—¡Vete al infierno!

Tuanko y Marek abandonaron el Almirantazgo. Cuando cruzaban el jardín hacia la salida Tuanko se detuvo junto a la estatua del “superalmirante” Aznar, padre del actual Almirante Mayor.

—No era muy alto —observó Tuanko.

Acabaron de cruzar el jardín saliendo por la puerta de la verja hacia la zona de estacionamiento de aerobotes. Marek había llegado en el “metro” y aceptó gustoso que Tuanko le llevara a casa.

—En adelante estaremos en contacto a diario —dijo Tuanko cuando hacía despegar el aerobote. Luego siguió hablando con gran animación.

Autor del plan de invasión, Tuanko entendía que la parte más difícil de todo el proyecto era convencer a los tapos. Idea suya fue hacer correr el rumor de que los tapos, hasta entonces rechazados por el Ejército y la Armada, iban a ser movilizados.

El Estado Mayor quería enviar sus equipos de psicólogos a los campamentos tapo, cosa a la cual se opuso Tuanko.

—No se puede engañar a los tapos presentándoles como algo heroico y hermoso sacrificar la vida por una causa que, al menos hasta ayer, no era la suya. La primera condición necesaria es que el propagandista que vaya a hablarles esté íntima y sinceramente convencido de que la empresa es posible y necesaria. De lo contrario, si el propagandista tiene dudas, los tapos lo descubrirán y desconfiarán. Quizás se sientan resentidos.

—Yo no me siento resentido —dijo Marek.

—Tú harías un buen propagandista, porque cumples la condición esencial; tener fe en nuestra empresa. Tú podrías visitar a tus amigos y sondear su estado de opinión.

—Sólo conozco al comandante Aigor.

—Por algo se empieza. ¿Querrás encargarte de ese trabajo?

Marek prometió hacerlo, aunque realmente no sabía cómo empezar.

Al día siguiente, domingo, Marek tomó prestado el aerobote de Adler Ban Aldrik para volar hasta el campamento de los tapos, en una zona boscosa junto al lago. Aparte de los antiguos cuarteles, el resto estaba formado por barracones de madera, diseminados de forma caprichosa, adaptada a los accidentes del terreno.

Aterrizó en el campo de maniobras, frente a los cuarteles, y fue a preguntar por el comandante Aigor al edificio más próximo. Pero no fue allí donde le encontró, Sí en otro de los pabellones, reunido con otros amigos en la sala de recreo.

—¡Hombre, Aznar, llegas a tiempo! —exclamó Aigor—. ¿Has visto esto? Los están colocando por todo el campamento.

Aigor le mostraba un gran cartel litográfico fijado al muro con tachuelas. Sobre el fondo de un tema bélico, en grandes caracteres color sangre, rezaba el “slogan”:

“¡ATOLONITA, RECUERDA A TUS FAMILIARES Y AMIGOS ASESINADOS! AHORA TIENES LA OPORTUNIDAD DE VENGAR SU SANGRE. ¡VEN A LUCHAR CONTRA LOS THORBOD ALISTÁNDOTE EN LAS FUERZAS ARMADAS VALERANAS! ¡TE ESPERAMOS!”

—¿No parece una broma? —dijo Aigor—. Apenas hace tres días nos echaron con cajas destempladas del Almirantazgo. ¡Y hoy nos llaman a alistarnos!

—Tal vez sea sólo para alistarnos en el Ejército —apuntó el capitán Nuodo.

—Y en la Armada también —puntualizó Marek—. Eso es lo que vine a deciros.

—¿Por qué ese cambio tan repentino?

—Muy sencillo. Antes no nos necesitaban.

—¿Y ahora sí? —interrogó Aigor con acento de extrañeza.

Marek expuso la cuestión repitiendo casi palabra por palabra lo tratado en su entrevista con el vicealmirante Esteve y Tuanko Aznar. Ni aun queriendo habría podido Marek engañar a sus compañeros, ya que éstos poseían como él mismo la facultad telepática. Marek no trató siquiera de ocultar los riesgos que entrañaba la empresa, ni sus propias dudas acerca del resultado de la misma.

Un antiguo oficial, en cuya chaqueta llevaba cosidos los botones dorados que pertenecieron a un uniforme, expresó su opinión de viva voz.

—O sea, que después de habernos rechazado nos llaman para que les saquemos las castañas del fuego, y nos envían a una misión desesperada, de la que probablemente nadie salga con vida. ¿Por quién nos han tomado? ¡Yo no iré!

Había casi un centenar de hombres y mujeres en la sala y todos se habían acercado cerrando un círculo alrededor de Marek y el comandante Aigor. Otras voces indignadas se unieron a la primera. Aigor hizo señas imperiosas para que todos guardaran silencio.

—Escuchen, por favor, oigamos a Aznar. Él nos ha expuesto con todo realismo los peligros y dificultades de esta misión. Dejémosle hablar —replicó.

—Se lo voy a decir en pocas palabras —dijo Marek—. Yo me he alistado. ¿Quieren saber por qué? Pues porque pienso que realmente se trata de una misión que sólo los tapos somos capaces de sacar adelante con éxito. Y porque, aunque esté resentido con los valeranos, mi resentimiento no alcanza a desearles que pierdan la guerra. Si Valera es destruido por el enemigo, no serán solamente los valeranos quienes perezcan con él. Todos estamos en el mismo barco, y ese barco se llama Valera y está en peligro. Yo voy a ayudar para salvarlo.

—Bien dicho, muchacho —aplaudió Aigor—. Sadra, danos tu opinión.

Sadra, que estaba por los cuarenta años, era uno de aquellos comandantes que en la desigual lucha contra los thorbod cimentaron su fama sobre un valor, una pericia y una suerte poco comunes. Marek no la conocía personalmente, aunque había llegado hasta él su fama cuando todavía estaba luchando en Maquetania.

—Vengo de afuera —dijo Sadra con aplomo—. He visto pegar esos carteles, he escuchado a nuestra gente y tengo la impresión de que habrá carreras para llegar antes a la oficina de reclutamiento. Durante mucho tiempo los tapos han deseado luchar contra los thorbod. ¿Vamos a ser nosotros la excepción y quedarnos con los brazos cruzados? ¿O quieren que salgamos a hacer antipropaganda para que nadie se aliste y se fastidien los valeranos? ¿A quién beneficiamos con nuestra actitud sino a nuestros enemigos los Hombres Grises?

Un rumor de comentarios contradictorios se extendió por toda la sala. Un joven astronauta propuso:

—Los valeranos han rechazado sistemáticamente nuestros intentos por ingresar en su Armada, y ahora nos buscan para que tripulemos sus buques hasta la superficie de Argos. Yo propongo darle con el pie en el culo a los de la Armada y alistarnos en el Ejército.

Ya se alzaban algunas voces aprobatorias cuando la comandante Sadra impuso silencio con energía:

—¡Eh, esperen un momento! No estoy de acuerdo con eso. Yo soy astronauta y es en un buque donde quiero aportar algo.

—Astronautas o soldados, allí todos vamos a pegar tiros. ¿Qué más da, saltar de un buque o hacerlo desde una Karendón Traslator?

—Eso lo dices tú porque no eres un profesional —acusó el capitán Nuodo.

—¿Quién es profesional, y quién no lo es? En Maquetania todos luchábamos igual.

—No, permíteme contradecirte, muchacho —dijo Sadra con aplomo—. Se ha dicho que en Maquetania todos luchaban y hasta los niños eran soldados. Bueno, admitamos que cuando nos vimos acorralados hasta los niños tuvieron que coger el fusil, pero la sola e instintiva acción defensiva no otorga la profesionalidad. En el siglo y medio que duró la presencia thorbod en el circumplaneta tuvimos largos períodos de calma y paz relativa, durante la que se llegaba a olvidar que vivíamos en perpetuo peligro. En ese tiempo los tapos vivían en ciudades y refugios subterráneos, algunos de ellos bastante confortables, mientras los profesionales montábamos guardia en la mar abierta, cubriendo las ciudades y aldeas de la eventualidad de un ataque del enemigo, siempre listos para proceder a una precipitada evacuación. Me permito la licencia de llamar profesionales a quienes voluntaria y permanentemente estuvimos siempre en primera línea, sin pedir ni aceptar el relevo, a quienes renunciando a las comodidades de la ciudad y a la seguridad relativa dedicamos nuestra vida a luchar contra el enemigo de nuestro pueblo. Nuestro punto de vista difiere en que nos sentimos profesionales y no queremos ser otra cosa. La guerra es nuestra profesión, y ésta no empieza y acaba en la actual lucha contra los thorbod. Esta guerra terminará, si Dios quiere con la victoria de Valera, y el planetillo surcará nuevas rutas, pero siempre habrá una Armada Sideral, porque un autoplaneta viajero necesita poseer una fuerza disuasoria que le defienda de los mil peligros que le acechan. Hablo por los profesionales. Si rechazamos alistarnos en la Armada cuando ésta nos necesita es obvio que nos cerramos las puertas para ingresar en ella en cualquier tiempo futuro.

—Excepto que vuelvan a necesitarnos para llevar sus buques a un lugar donde ellos no podrían llegar.

—Por favor, no seamos ilusos —dijo Aigor—. Si la única forma de destruir el Argos es enviando una tropa de desembarco a su superficie, la operación no será cancelada porque los tapos nos neguemos a colaborar. Los comandantes valeranos llevarán esos buques hasta Argos y otras tropas saltarán sobre el autoplaneta. La única diferencia será que quizás esas tropas cuenten con menores probabilidades de éxito. Y si fracasan en el intento, ¿a quién favorecerá su derrota? No a los tapos, sino a los enemigos de los tapos, los thorbod. ¿Es eso lo que queremos? ¡Contesten!

—¡¡¡Nooo!!! —protestaron un coro de voces.

—Pongámoslo a votación —propuso alguien.

—¿Por qué a votación? —rechazó la comandante Sadra—. Nadie decidirá por mí un asunto que atañe a mi persona. Hagan lo que quieran, nadie les obliga. Yo voy a ir mañana a alistarme en la Armada.

Sadra, Marek, Aigor y Nuodo abandonaron la sala en medio del ruido de una discusión acalorada. Casi pisándoles los talones otros hombres y mujeres les siguieron al exterior. Se reunieron a la sombra de un pino corpulento. Uno a uno, dos a dos, más tapos salieron del pabellón.

—No sé por qué discutimos —dijo Nuodo de buen humor, viendo como engrosaba el grupo a su alrededor—. Tengo el presentimiento que todos acabaremos viéndonos mañana en la oficina de alistamiento.

Marek Aznar permaneció todo el día en el campamento para explicar a otros grupos en qué consistía la operación. Aunque no tenían demasiados motivos para sentirse satisfechos del trato recibido de los valeranos la reacción de los tapos fue altamente positiva. En el campamento vivían unos quince mil tapos, en su mayoría jóvenes que estaban en la primera encamación, gente inquieta con poca carga detrás y ninguna raíz sentimental en el pasado, buscando la emoción de la aventura en aquel mundo en movimiento llamado Valera.

Volando de regreso a la ciudad, Marek se sentía cansado y satisfecho de sí mismo. Pensaba haber realizado una buena labor de captación, que Tuanko sin duda aprobaría.

Al detener el aerobote sobre la vertical de la casa de su bisabuelo vio una aerofalúa de la Armada que ocupaba la losa de hormigón donde él debía aterrizar.

—Debe ser Tuanko —se dijo.

Hizo sonar el claxon del aerobote y tomó tierra sobre el césped. Tuanko salió al porche de la casa y le saludó con la mano enviándole un mensaje telepático.

—“Has tardado mucho, llevo esperándote toda la tarde, majadero”.

Tuanko regresó al interior de la casa y el mensaje quedó interrumpido. Marek saltó a tierra, cruzó el prado y entró en la casa. La prima Jara se echó encima de él sorprendiéndole.

—Llegué esta mañana —dijo besándole—. Menos mal que vino Tuanko, él me ha hecho compañía toda la tarde. Fidel no está.

—Ven aquí y siéntate —dijo Tuanko—. Soy portador de buenas noticias. La Armada ha dado por buena tu solicitud y te incorpora al servicio activo con el grado de capitán de corbeta.

Ni en sueños esperaba Marek que le asignaran tal rango. En la Armada Oceánica de Electra había empezado como segundo teniente, y allí mismo quedó interrumpida su carrera. La ciudad de Electra quedó destruida y su pequeña Armada fue hundida o dispersada. Posteriormente Marek se había dedicado a otras misiones alejadas del mar.

—Te advierto que vas a tener que sudar los galones —dijo Tuanko, medio en serio, medio en broma.

—Han sido muy generosos conmigo.

—Nada de generosos, tuve que sacar las uñas y luchar para que te dieran algo más. Mi lugarteniente no puede estar por debajo de cualquiera de los capitanes a quienes tendrá que dar órdenes. Bueno —se corrigió Tuanko—. Suponiendo que haya otros a quienes mandar.

Marek se apresuró a tranquilizarle, dándole cuenta de sus actividades de aquel día. Tuanko se mostró sorprendido.

—En verdad, los nuestros tienen algún motivo para sentirse resentidos. No lo esperaba tan fácil. ¡Estos chicos tapo son estupendos!

En efecto, tanto el Ejército como la Armada se habían mostrado remisos a dar cabida en sus filas a los voluntarios tapos, enmascarado su negativa con fútiles pretextos que a nadie podían engañar. ¿Discriminación? No exactamente. Los oficiales valeranos no querían tapos en sus unidades; les temían.

Jefes y oficiales eran hombres y mujeres como todo el mundo. En lo más comprometido del combate o a la hora de tomar una decisión importante, un comandante podía ser invadido por el temor. Podía tener dudas y vacilaciones y cometer errores a veces irreparables. Pero en tanto supiera contener sus emociones, los subordinados confiarían en su jefe y ejecutarían sus órdenes sin protestar. ¿Pero qué ocurriría si en un trance así tuviera a su lado un oficial o un soldado tapo? El tapo, gracias a sus facultades telepáticas, penetraría en la intimidad del pensamiento de su superior, conocería sus debilidades y sus errores, y tal vez pusiera a discusión sus decisiones.

El tapo no daría solución a las dudas de su jefe, pero denunciaría sus debilidades. Tener a bordo de un barco a un tapo era como tener una cotorra que lo supiera todo y lo divulgara todo. ¿Quién confiaría en la discreción de un individuo así?

Ni siquiera el Almirante Aznar había podido superar esta prueba. Tuanko, su ayudante, era tapo y conocía todas las debilidades del Almirante. No las propagaría, pero las conocía, y esto bastaba para poner nervioso a cualquiera. Después de varios años Tuanko tuvo que dejar su puesto. ¡Y eran abuelo y nieto!

—Mañana empezamos a trabajar —dijo Tuanko animosamente poniéndose en pie—. Ven a buscarme al Almirantazgo, conseguiremos una oficina.

Jara y Marek le acompañaron hasta el jardín.