CAPÍTULO II

LA invitación del Almirante incluía tres días de estancia en Valera con visitas organizadas a los lugares más pintorescos y de interés histórico del planetillo. Tuanko Aznar había reservado habitaciones para sus parientes en la Residencia de Transeúntes.

La residencia era un edificio de apartamentos de ochenta pisos administrado por personal del Servicio Obligatorio de Trabajo (S.O.T.). Las obligaciones de los empleados excluían cualquier clase de servicio personal a los huéspedes del edificio. La servidumbre estaba proscrita en la República de Valera como asimismo en Maquetania.

Conducidos a la residencia en un pequeño aerobús, éste se posó en la terraza del rascacielos.

—No voy a poder acompañarles en su excursión, pero nos veremos antes que regresen al circumplaneta —dijo Tuanko al despedirse[1].

Desde la terraza, una joven “relaciones públicas”, que vestía uniforme del S.O.T. acompañó a los huéspedes en el ascensor hasta la planta donde éstos tenían sus habitaciones. El pequeño apartamento de Marek y Bora tenía dos dormitorios, salón de estar-comedor, cocina y baño. Situado en uno de los pisos altos, desde sus ventanas se dominaba una espléndida perspectiva de la ciudad.

Mientras Bora iba a acostar al niño, que ya venía dormido desde el aerobús, Marek permaneció de pie ante la ventana del salón viendo como se iban encendiendo las luces en los bulevares y las “urbanizaciones”, entre la masa oscura de los pinares y la fronda de los parques. El sol artificial de Valera había acabado por apagarse y el salón estaba a oscuras. Al salir de la habitación, Bora tropezó en una esquina del diván. Marek la llamó:

—No enciendas la luz, ven aquí —Bora acudió a su lado y él le mostró el panorama a través de la ventana—. ¿No es un espectáculo maravilloso?

—Yo lo encuentro demasiado sofisticado. No es natural —sentenció Bora.

—¿No te gusta el planetillo, eh? —gruñó Marek—. Cualquiera diría que tienes algún motivo de resentimiento contra Valera.

—Lo tengo —repuso Bora—. Presiento que él acabará por separarnos.

—¿Te refieres a lo que dije allí de acompañar a Valera en su próximo viaje a la Tierra? No estaba hablando en serio.

—Sé que hablabas en serio. Olvidas que conozco cada uno de tus pensamientos, y no es la primera vez que te sorprendo soñando en viajar en el planetillo. Debo hacerte una advertencia, para que todo quede claro desde ahora. Si decides marcharte tendrás que hacerlo tú solo. Mi hijo y yo no nos moveremos de Atolón.

—¿Lo has decidido así, de repente y sin pensarlo? —protestó Marek.

—Tan meditado como tú cuando dijiste que ibas a acompañar a Valera en su próximo viaje.

Evidentemente, Bora conocía el pensamiento de Marek, cosa por lo demás que no podía sorprender a nadie. Los tapos, raza evolucionada a partir de la primera colonia valerana que se estableció en Atolón, tenían especialmente desarrolladas sus facultades parapsíquicas, entre éstas la telepatía.

En los tapos, la facultad telepática venía fijada con los demás rasgos que configuraban la herencia genética. Los bebés tapo disfrutaban de ventajas que nunca conocieron los valeranos. La sensación de hambre, de incomodidad, de dolor o de temor que todavía no sabían expresar, era captada telepáticamente por la fina sensibilidad de su madre. El propio bebé era a su vez receptor de las ondas extrasensoriales emitidas por sus padres, y a través de éstas percibía los sentimientos más tiernos. Los niños tapo nunca se sentían solos, y su primer año de existencia, que solía ser fuente de penosas experiencias, transcurría para ellos sin trauma alguno.

Ya adulto, el tapo era mucho más expresivo que cualquier individuo de otra raza. El lenguaje hablado, en tal que expresaba las ideas, solía moverse sobre una línea sinuosa salvando los naturales obstáculos del idioma. Los sentimientos más nobles, las ideas más hermosas, solamente podían manifestarse a través de las palabras, y con frecuencia el orador no encontraba la frase justa para narrar una idea o un estado de ánimo.

Los tapos no tenían estos problemas. Sus ideas y sus sentimientos eran transmitidos directamente de una psique a otra. El que “escuchaba” veía más allá de las palabras y participaba de las emociones del narrador.

Tanto Bora como Marek eran tapos y poseían a nivel normal las facultades telepáticas comunes a la raza. Los tapos no tenían necesidad de hablar para comunicarse entre sí, aunque normalmente se expresaban de palabra. La base de las relaciones sociales entre los tapos era la sinceridad.

—Si has espiado mis pensamientos, también sabrás lo que este planetillo significa para mí —dijo Marek—. Siempre soñé en incorporarme a él algún día. ¡Y ahora puedo hacerlo!

—Está bien, hazlo —respondió Bora.

Marek protestó:

—¡Por Dios, Bora, abandona ese acento irónico! Sabes muy bien que hay algo que me lo impide. Te amo y quiero a mi hijo. No podría marcharme renunciando a ninguno de los dos.

—Pues si no puedes renunciar a nosotros tendrás que desistir de ese viaje. Yo no voy a cambiar de parecer.

—Tú no vas a ceder de ningún modo, pero en cambio esperas que yo renuncie. ¿Lo consideras justo? —exclamó Marek.

Bora se encogió de hombros. Ella no lo consideraba justo ni injusto; sencillamente no se había planteado esta cuestión. Las circunstancias eran distintas para cada uno; en el peor de los casos Bora renunciaría a Marek y conservaría a su hijo. Le amparaba el derecho, ya que según las leyes tapo los hijos pertenecían a la madre. Aquí los legisladores no habían hecho sino acomodar la ley a la realidad. Mientras la paternidad podía cuestionarse, la maternidad era indiscutible. Los hijos se gestaban y nacían de las entrañas de la hembra. Por simple ley biológica los hijos siempre lo eran más de la madre que del padre.

El matrimonio, como institución, no se practicaba entre los tapos. Las parejas se unían y separaban con entera libertad, pero los hijos nunca quedaban desamparados. Seguían a la madre y tomaban el apellido de ésta, al contrario de lo que era costumbre en la sociedad valerana, todavía atada a formas de convivencia y actitudes ancestrales.

Aunque tapo, Marek no estaba totalmente desligado de los convencionalismos terrícolas. Llevaba el apellido de su padre. Su hijo también sería un Aznar en tanto no alcanzara la mayoría de edad y pudiera escoger por sí mismo. Pero si abandonaba a su hijo para seguir al autoplaneta lo perdería física y espiritualmente. Si Marek se marchaba no le volvería a ver nunca más.

En efecto, Valera se dirigía a la Tierra, para, a continuación, emprender otro de sus arriesgados viajes al universo remoto. En el último de estos viajes Valera se internó en el hiperespacio y llegó hasta el anti-Universo. Al regresar a Atolón había transcurrido ¡un millón de años!

Estos vuelos que duraban eternidades constituían a los ojos de Marek uno de los atractivos más fascinantes del fabuloso autoplaneta. La tripulación era desmaterializada al comenzar el viaje y no recobraba el estado físico hasta que el autoplaneta se detenía. En el intervalo los valeranos no existían como ante físico, pero su alma permanecía en aquella especie de Limbo, conocido por Dimensión Temporal. El tiempo no tenía expresión en la Dimensión Temporal, ni ejercía ninguna influencia sobre el alma, que siendo inmortal jamás envejecía.

Para los valeranos un viaje entre Atolón y la Tierra (distancia 300 años-luz) se reducía a un parpadeo entre la desmaterialización y el retorno al estado físico. Sin embargo, entre una y otra operación, en el circumplaneta habrían transcurrido ¡setenta años!

Los valeranos habrían llegado a la Tierra y estarían saliendo de las máquinas Karendón, y Marek sería un anciano de noventa años. El hijo que no quiso abandonar sería a su vez padre y abuelo. ¿Y qué quedaría dentro de setenta años del amor que sentía por Bora? ¿Cuántas veces se habría arrepentido por no ceder a su impulso y marchar con el autoplaneta?

Marek se asustó de sus propios pensamientos, sobre todo temiendo que Bora los descubriera agazapados en su mente.

—Si la causa de todo es Milova…

Milova era el padre de Bora. La joven negó con energía:

—No es por Milova, aunque, por supuesto, él nunca accedería a dejar su patria.

—¿No lo haría ni siquiera por no perderos a ti y a su nieto? —preguntó Marek tímidamente.

—Jamás le pediría yo a Milova que se sacrificara por mí. No sería justo. Él ama a su patria, tiene sus raíces en Maquetania y es allí donde desea morir. Y yo coincido con él. No siento el menor deseo de dejar el circumplaneta. No lo haría por nada del mundo.

—Excepto quizás por seguir a tu hijo… si él fuese mayor de edad y decidiera embarcarse en Valera —apuntó Marek.

—Mi hijo es niño y va a quedarse conmigo —cortó Bora con brusquedad.

Marek entendió que no había que hablar. Bora estaba resuelta a quedarse en Atolón.

—Ha sido un día muy agitado —dijo Bora después de un silencio—. Buenas noches, me voy a acostar.

Marek siguió durante algún tiempo en el salón, contemplando a través de la ventana las luces de la gran ciudad. El de las flores se esparcía en la quieta atmósfera y alcanzaba hasta las alturas del edificio, enervando los sentidos de Marek. El día había sido pródigo en emociones y se sentía excitado. Aunque con pocas esperanzas de conciliar el sueño decidió acostarse. Bora, rehuyendo su contacto, había ido a acostarse con el niño y Marek lo hizo en la habitación contigua.

Ya acostado, en el silencio de su habitación, Marek seguía dando vueltas en su cabeza a la enojosa alternativa que se le planteaba. Jamás deseó nada con tanta vehemencia, como integrarse en la tripulación de Valera; ser un valerano más, un astronauta viajero de un mundo que se movía constantemente, viviendo las más extraordinarias aventuras, de un extremo al otro del inmenso Universo. No era justo que para alcanzar su tan anhelado sueño tuviera que sacrificar el amor de su hijo. Sin embargo, así tendría que ser; un hombre no podía estar en dos lugares distintos ni partirse en dos…

Una idea brotó de pronto en la calenturienta mente de Marek. ¡Tan sencillo como era y no se le había ocurrido antes!

Durante los próximos setenta o setenta y cinco años, mientras el autoplaneta cruzaba el espacio a mayor velocidad que la luz, los valeranos no existirían en su forma convencional. Las máquinas Karendón, al desmaterializarles, habrían analizado sus componentes subatómicos, plasmando el resultado de su investigación en una fórmula sobre una cinta perforada. Tres cuartos de siglo más tarde, cuando Valera se detuviera en la vecindad de la Tierra, las máquinas Karendón echarían a andar de nuevo, siguiendo a la inversa todo el proceso anterior.

Transformando la energía en materia, las Karendón reproducirían cada célula hasta en sus menores detalles, según la fórmula de la cinta perforada patrón. Las Karendón realizaban esta delicada tarea de enorme velocidad, de modo que el individuo restituido, “reconstruido”, recobraba su estado normal en fracciones de segundo.

Aunque la persona restituida era un ente completamente nuevo, siendo sus células y la disposición de éstas idénticas al modelo original, podía afirmarse que se trataba de la misma persona. Este ser renacido conservaba no sólo sus rasgos personales, sino todos sus recuerdos, su carácter y sus ideas. El tiempo transcurrido entre la desmaterialización y la restitución no contaba; el individuo no tenía noción de ese tiempo, puesto que no lo había vivido. Aplicada a las travesías intergalácticas de larga duración, esta técnica ofrecía enormes ventajas. Era una nueva forma de suspender la actividad vital, por mucho más tiempo y más segura que la hibernación clásica.

Utilizadas masivamente para transformar la energía en materia, las Karendón vinieron a dar solución definitiva al problema de la alimentación mundial. Revolucionaron la industria y liberaron al hombre de la esclavitud del trabajo y la dependencia de las materias primas. Las Karendón, por último, demostraron de forma fehaciente la existencia del alma y la realidad de la transmigración.

El alma existía en todos los seres vivos en forma de energía pura. Inmaterial, indestructible e indivisible, era liberada en el proceso de desmaterialización, pero al contrario de lo que ocurría en caso de muerte del individuo, bien fuera natural o accidental, el alma liberada por la acción de la Karendón no transmigraba en un nuevo ser. Cuando el individuo era restituido a su forma, el alma regresaba y se posesionaba nuevamente de él.

Este fenómeno, nunca suficientemente explicado, abría enormes posibilidades al ser humano. Con la Karendón el hombre tuvo a su alcance la tan deseada inmortalidad. Ésta no sería nunca una inmortalidad absoluta, ya que a lo largo de sus reencarnaciones el individuo estaba expuesto a múltiples peligros, pero se suponía que en tanto fuera capaz de evitar los accidentes, el ser humano podía vivir por tiempo indefinido.

Una práctica normal entre los humanos era la de acudir a una máquina Karendón cuando uno contaba entre dieciocho y veinte años de edad en su primera encamación. La Karendón desmaterializaba al sujeto, analizándolo y fabricando una cinta perforada llamada “vetatom”. El individuo era restituido a continuación y se guardaba el “vetatom” para un posterior uso. Tiempo después, cuando esta persona tenía alrededor de cuarenta años, volvía con la cinta perforada a la Karendón y solicitaba ser desmaterializado. Destruida la materia, el alma de este ser escapaba a la Dimensión Temporal, que era una especie de sala de espera donde las almas aguardaban la hora de reencarnar. El sujeto era restituido por la Karendón utilizando la fórmula de la cinta perforada que se obtuvo veinte o treinta años atrás, y el alma regresaba a este cuerpo nuevamente joven.

Repitiendo esta operación cada veinte años, uno podía reencarnar un número ilimitado de veces, siempre volviendo sobre la persona que había sido en su juventud. Los valeranos llamaban a esto “salto atrás”. Condición indispensable era que no se extraviara ni dañara la cinta formulario patrón.

La versatilidad de la Karendón permitía otras muchas posibilidades, como la de viajar rápidamente a gran distancia. Para llegar hasta el planetillo Valera desde Maquetania, Marek y Bora y todos los demás viajeros fueron desmaterializados en una Karendón situada en el circumplaneta. Una emisora de radio de potencia adecuada transmitió a otra Karendón situada en Valera los datos concernientes a la cinta perforada obtenida por la Karendón de Maquetania. Sobre estos datos la Karendón de Valera compuso una cinta perforada idéntica, y con esta formulación restituyó acto seguido a los viajeros. Veinte formando un solo grupo. Ésta era una manera cómoda, rápida y segura de viajar a millones de kilómetros de distancia en el espacio.

La idea que acababa de ocurrírsele a Marek no era nada original, pero podía solucionar su problema. Básicamente todo era muy sencillo. Si no podía convencer a Bora para marchar todos juntos cuando Valera partiera en fecha breve, le propondría su solución. Ésta consistía en depositar en los almacenes de Valera el “vetatom” de Bora, del niño y el suyo propio. El autoplaneta viajaría a la Tierra llevando entre otros millones los “vetatom” de los tres. Mientras Valera cubría la distancia de trescientos años-luz que separaba a Atolón de la Tierra, el tiempo transcurriría en el circumplaneta.

Pasarían setenta u ochenta años. Para entonces Marek se encontraría hacia la tercera encarnación. Todo lo que tenía que suceder habría sucedido; habría visto crecer a su hijo y a los otros hijos que tuviera después. Tal vez para entonces, cumplida a satisfacción su misión de padre y patriota, Marek sintiera el deseo de reunirse con el autoplaneta de sus sueños. Un día, por fin, se decidiría. Iría en busca de una Karendón y solicitaría ser desmaterializado. Tal vez su alma, liberada de la carne, tuviera que esperar algún tiempo en la Dimensión Temporal, pero esto no tenía importancia; el alma no tenía noción del tiempo, ni se impacientaba ni envejecía.

A trescientos años-luz de Atolón, el autoplaneta Valera se detendría al identificar el Sol terrícola. Las máquinas Karendón de todo el planetillo se pondrían en marcha, restituyendo a millones de valeranos. Entre ellos se encontraría Marek; un Marek de retorno a los veintitrés años, que ignoraría todo lo que ocurrió en Atolón en los últimos setenta u ochenta años, pero cuya conciencia quedaría tranquila, seguro de estar allí porque en Atolón ya habría cumplido a satisfacción con todas sus obligaciones.

Al depositar su “vetatom” en Valera, antes de la partida de éste, Marek se habría asegurado un billete de regreso al autoplaneta. La única pregunta inquietante era ¿estarían con él en este momento gozoso Bora y su hijo? En todo caso, si no estaban con él, sería porque prefirieron quedarse en Atolón.

Satisfecho de haber encontrado una solución a su problema Marek se autosugestionó para dormirse. El día siguiente prometía ser muy movido, con todo aquel apretado programa para visitar los lugares más pintorescos del planetillo, y el aerobús vendría a buscarles temprano.

Marek durmió de un tirón, sin interrupciones ni pesadillas. Su subconsciente le despertó a la hora prevista con la puntualidad de un reloj. Inmediatamente recordó todo y se sintió feliz de poder exponer a Bora una solución que, esperaba, ella aceptaría.

La habitación comunicaba con la contigua por una puerta, Marek abrió y asomó. Las dos camas se veían perfectamente arregladas, como si nadie hubiese dormido en ellas. Sobre una almohada destacaba el blanco de una hoja de papel. Era una nota de Bora escrita en grandes caracteres de imprenta: “Regreso a casa con el niño. Que disfrutes bien la excursión.”

Marek estrujó el papel en su mano. Conociendo a Bora no le sorprendía esta salida. Debió ser una decisión repentina, ya que de haber sido anterior a su conversación Marek probablemente le habría leído la intención en el pensamiento. El propósito de esta fuga nocturna era evidente; aguarle la fiesta poniendo su gotita de hiel.

Marek también era obstinado y aunque contrariado decidió continuar visitando el planetillo como tenía proyectado.

* * *

Dos días más tarde, en víspera de su regreso a Atolón, los Aznar recibieron en la Residencia la visita de Adler Ban Aldrik.

—He venido a despedirme de vosotros, por si no volvemos a tener la oportunidad de vernos antes de la partida de Valera —dijo el bartpurano.

César Aznar preguntó a su bisabuelo si no iba a cumplir la vaga promesa que hizo de visitarles en el planeta Bartpur.

—Me habría gustado, Bartpur guarda muchos recuerdos de mi niñez, pero no va a ser posible —repuso el bartpurano sacudiendo su voluminosa cabeza—. Los acontecimientos se han precipitado y todo hace suponer que Valera va a zarpar antes de lo previsto.

Al parecer las conversaciones entre los aliados y los thorbod acababa de resolverse con la súbita retirada de los valeranos de la mesa de negociaciones. Todo venía de que, mientras los valeranos se consideraban los vencedores de los thorbod, los tapos entendían que eran ellos, y no los valeranos, quienes en lo sucesivo tendrían que convivir con las otras razas que habitaban en el circumplaneta, incluidos los thorbod. Irritados, los valeranos renunciaban a intervenir en la estrategia global del circumplaneta y dejaban la decisión última al criterio del gobierno tapo, no sin advertir a éste del error de su planteamiento político respecto a los thorbod.

De momento y hasta en tanto los tapos llevaran a cabo un plebiscito para conocer la opinión del pueblo, los thorbod seguían en el planeta Veres bajo la vigilancia de la Armada Sideral Tapo, formada por una mezcolanza de aeronaves tomadas al enemigo y algunas unidades cedidas por los valeranos.

—O sea, que los valeranos van a marcharse enojados, probablemente para no volver —dijo César Aznar.

—Seguramente a los valeranos se les pasará el enfado. Pero para cuando eso ocurra, suponiendo que regresen alguna vez, habrá transcurrido tanto tiempo que no van a encontrar en Atolón ni vestigios de la civilización actual. Las despedidas de Valera suelen tener este carácter definitivo. Es un dolor que sea de este modo, y por eso al decirnos adiós debemos hacernos a la idea de que no volveremos a vernos —dijo Adler Ban Aldrik con el corazón apesadumbrado.

—¿Por qué no te quedas en Atolón? —preguntó César—. Nosotros somos tu familia, tu patria es Bartpur. Excepto porque tienes aquí a tu hermano, ¿qué otro nexo te ata a Valera? La mentalidad de esta gente es tan distinta de la nuestra como de la tuya. ¿De verdad eres feliz entre ellos?

El gigantesco Adler Ban Aldrik se sonrió.

—Todo es cuestión de acostumbrarse —dijo—. Los valeranos son un caso especial, un anacronismo en sí mismos. Desde que los colonizadores de Redención descubrieron y dieron nombre a Valera, transformándolo en una nave interplanetaria, este planetillo ha estado viajando casi continuamente de un lado a otro. Como todo el mundo sabe, el tiempo no transcurre lo mismo para los viajeros de un móvil, que para los habitantes de la Tierra o de Atolón. Partiendo de una velocidad cero, hasta alcanzar la velocidad de la luz, el tiempo a bordo de un autoplaneta experimenta una contracción progresiva. Mientras viajaban de la Tierra a Nahum y regresaban, los valeranos envejecían sesenta años, y al llegar a la Tierra encontraban que allí habían transcurrido alrededor de doscientos sesenta. De aquí que en cada uno de sus viajes, al regresar al punto de partida, los valeranos vieran transformados los mundos a cuya cultura pertenecían. Los valeranos asimilaban rápidamente la tecnología desarrollada en su ausencia, pero las formas del pensamiento, que también habían evolucionado, no podían ser absorbidas en el poco tiempo que duraban sus estancias en la Tierra. Los valeranos partían de nuevo en otro de sus largos viajes, y de este modo cada vez fueron distanciándose más de las ideas de un mundo en continua evolución.

—Así hasta llegar al presente, en que se han convertido en auténticos fósiles vivientes —dijo César Aznar—. Casi no se comprende cómo has podido vivir tanto tiempo entre ellos.

—Yo mismo no lo sé —admitió el bartpurano—. Tal vez sea porque ello me ha permitido estudiar la evolución de la conducta humana a través del tiempo… o porque la permanencia a bordo de este autoplaneta me ha llevado a una cierta forma de inmortalidad. Ya veis, he sobrevivido a la extinción de toda mi raza. Después de los bartpuranos otra civilización se desarrolló en Atolón, y también desapareció. Añadamos a todo esto cierto atractivo singular del propio Valera.

—A mí, personalmente, me gusta Valera. No puedo decir lo mismo de sus gentes —dijo César.

—Míralo de otro modo, no todo es negativo en este pueblo. Viviendo en un tiempo ralentizado los valeranos han venido a constituirse en un semillero donde están perpetuadas las esencias más puras de su raza. Los valeranos son un pueblo joven y vigoroso, es decir; lo más apropiado para llevar a cabo la singular misión que el destino parece haberle confiado. Andando de un lado a otro del Universo, este autoplaneta es como un grano de polen impulsado por el soplo de la misma Creación. Este planetillo es un elemento contaminante. Las bacterias y las esporas que llevamos con nosotros se esparcen por donde pasamos y germinarán en millares de mundos estériles dando lugar a la vida. Ésta es una misión hermosa, apasionante.

—A mí me gustan Valera y los valeranos —dijo Marek—. Me siento identificado con ellos. Con todos sus defectos hay que reconocerles el don de la generosidad.

—¿Tú vas a acompañamos en el próximo viaje, no es cierto?

Marek hizo una mueca expresiva.

—Me gustaría, pero no sé si voy a poder. Bora, la madre de mi hijo, no quiere oír hablar de ese viaje. Dice que ella se queda en Atolón, y con ella el niño.

—Mal asunto —sentenció el bartpurano—. ¿Cómo esperas resolver tu problema?

—Valera no llegará a la Tierra antes de setenta o setenta y cinco años. Nadie sabe lo que habrá ocurrido en Atolón durante ese tiempo, ni qué habrá sido de mí. Como quiera que sea los valeranos que van a ser desmaterializados al comienzo del viaje, no recobrarán su estado físico hasta llegar a la Tierra. Mi propósito es depositar mi “vetatom” en Valera para que haga el viaje con vosotros. Si dentro de setenta y cinco años, aquí en Atolón, las circunstancias me lo permiten, haré que me desmaterialicen para que mi alma vaya a reunirse con mi cuerpo al ser restituido en el planetillo. Para ello es necesario que alguien en Valera se haga cargo de mi “vetatom”.

—Yo puedo guardar tu “vetatom” y ocuparme de que seas materializado en el momento oportuno —se ofreció el bartpurano, quien añadió—: Supongo que no habrá inconveniente en conseguir para ti un permiso de residencia en Valera, muchos tapos lo vienen solicitando estos días. Ahora bien, ¿qué piensas hacer respecto a tu mujer y tu hijo?

—Probaré de convencer a Bora para que deposite también su “vetatom” y el del niño. ¿Por qué habría de negarse? Tener el “vetatom” de uno de Valera es como sacar un pasaje de reserva. Llegado el momento puede uno utilizarlo o simplemente no hacer uso de él.

—Eso es cierto —dijo César Aznar—. Con dejar su “vetatom” uno no se compromete a nada. Y siempre puede ser una tabla de salvación en el caso de que las cosas anden mal en el circumplaneta. Bien pensado, todos deberíamos depositar nuestros “vetatoms” en Valera, por lo que pueda ocurrir en el futuro. ¿Qué os parece?

La idea, en general, cayó bien entre los miembros de la familia. Sobre todo considerando el incierto futuro que aguardaba a la nación tapo, con los thorbod instalados en el circumplaneta.

Tuanko Aznar, que había prometido acudir a despedirles, llegó en el último momento. Adler Ban Aldrik rogó a Tuanko que acompañara a sus parientes hasta la Estación de Emigración para recoger los “vetatom” de éstos. El mismo aerobús que habían utilizado para sus desplazamientos llevó al grupo en breve vuelo hasta la Plaza de España.

Cuando descendían las impresionantes escalinatas de mármol que conducían al subterráneo de la Estación de Emigración, Marek se detuvo a contemplar por última vez la grandiosa perspectiva de la histórica Plaza.

—Dios sabe cuándo la volveré a ver —suspiró.

Tuanko le tomó del brazo y se echó a reír.

—Olvida eso. El día que regreses te parecerá que acabas de marcharte. Y así será en realidad. La máquina Karendón, al reconstruirte aquí, lo hará sobre la fórmula del que eres hoy, en este momento. Sólo tu espíritu, tu alma, será la misma… Pero el alma no conserva memoria del pasado. Si lo hiciera podría recordar sus anteriores transmigraciones, lo cual no ocurre nunca.

En efecto, ésta era una de las limitaciones de la Karendón. La máquina se basaba en el análisis minucioso de la estructura atómica de las cosas. Para la Karendón el ser humano no era distinto de un lavaplatos o una lechuga. Todo cuanto existía en la naturaleza estaba constituido de átomos, y cada átomo, a su vez, tenía su estructura particular. Las ideas y los recuerdos de la mente correspondían a una especial disposición de las células cerebrales, que también estaban formadas por partículas atómicas y subatómicas. La máquina se limitaba a restituir las cosas a su forma original, y entre estas cosas figuraban las células cerebrales tal como se encontraban en el momento de la desmaterialización.

El Marek Aznar que surgiría de la Karendón dentro de setenta u ochenta años, sería en todo idéntico al hombre de hoy incluidas sus ideas y vivencias. Pero estas vivencias, naturalmente, sólo alcanzarían hasta el mismo momento de la desmaterialización.

Ya en la Estación de Emigración, Marek preguntó a Tuanko si sería posible recuperar el “vetatom” utilizado por el grupo para llegar al autoplaneta. Tuanko fue a conversar con el técnico que estaba al servicio de la Karendón y regresó donde esperaban sus parientes.

—No conservan los “vetatom” una vez usados por las Traslator.

—¿Qué hacen con ellos?

—Se amontonan como deshecho y se funden para obtener nuevas cintas.

Marek se resignó diciendo:

—Tan pronto llegue a Maquetania buscaré los medios de remitir a Valera los “vetatom” de Bora y del niño.

Los Aznar de Atolón se despidieron de Tuanko. A fin de obtener cada “vetatom” por separado, cada miembro entró por turno en la Karendón y fue desmaterializado. Cuando le tocó la vez a Marek estrechó la mano de Tuanko, se introdujo en la cámara y esperó mirando al techo.

En esta actitud le sorprendió el relámpago eléctrico de la desmaterialización.

* * *

El sujeto objeto de la desmaterialización no solía advertir el paso de esta operación a la siguiente restitución. Tal fue el caso de Marek. Tras el fugaz relámpago miró a su alrededor y vio que se encontraba en el mismo lugar. Nada había cambiado en él ni en las vítreas paredes que le rodeaban.

Escuchó una voz que llegaba del exterior a través de un altavoz:

—Ya puede abandonar la cámara, la operación ha terminado.

Salió por el angosto paso que quedaba entre los bordes de la cámara y la gran pantalla de porcelana. La primera persona que vio fue Tuanko Aznar, que vestía el blanco uniforme de diario de la Armada Sideral Valerana. Solamente su aspecto parecía ligeramente distinto; más delgado, con sombras de cansancio alrededor de los ojos y barba de dos días.

No había cambiado la Estación de Emigración, donde se encontraban, pero al contrario de la vez anterior, el enorme andén aparecía lleno de gente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Marek mirando en torno.

—Bienvenido a Valera, muchacho —dijo Tuanko tendiéndole la mano.

—¿Estoy de regreso?

—¡Vaya si lo estás! —exclamó Tuanko riéndose.

El andén de la Estación resonaba con las voces y el ruido del gentío. Bajo la larga bóveda, artísticamente decorada con frescos alusivos a los viajes de Valera y la permanencia de las almas en la Dimensión Temporal, se abrían cincuenta grandes nichos, en cada uno de los cuales funcionaba una Karendón. Veinticinco “viajeros” con sus maletas cabían en cada cámara de una sola vez. Las máquinas funcionaban ininterrumpidamente, vomitando animados grupos de “viajeros” que salían de las cámaras de restitución llevando sus maletas, sus bolsas y paquetes. Los papás cargaban con los niños pequeños, y los mayorcitos solían llevar alguna jaula de pájaros, o un perro u otro animal doméstico, o el juguete preferido que no quisieron abandonar al emprender el viaje.

Toda esta multitud en movimiento solía formar grupos de familias, o a veces eran dos o más familias de amigos o vecinos de una misma urbanización. Mientras iban por el andén en busca de las amplias puertas de salida hablaban en voz alta, cruzaban saludos con otros conocidos, se llamaban y reían con total despreocupación.

Mientras Marek estrechaba la mano de su joven tío brilló otro relámpago detrás de la alta pantalla de porcelana que cubría la entrada a la cámara de restitución.

—¿Bora? —preguntó Marek.

Tuanko movió la cabeza negando, pero Marek no le atendió y fue a asomarse a la cámara de restitución. El altavoz anunciaba: “Ya puede abandonar la cámara, la operación ha terminado”, pero la persona que se encontraba en la cámara no iba a salir, no al menos por su propio pie. Tuanko reconoció a su hermano César, tendido en el suelo en una posición extraña.

La operadora de la Karendón, una mujer joven y atractiva que vestía un largo y blanco guardapolvo, asomó por el otro lado de la pantalla.

—No tiene vida, no ha acudido —dijo entre dientes. Hizo una seña a Marek y dijo—: Retírese si no quiere perder la cabeza.

Marek retrocedió. Lo ocurrido era fácil de comprender; César Aznar acababa de aparecer cadáver porque su alma se encontraba en este instante en alguna otra parte, dando vida a otro ser.

—¿Qué ha sido de Bora y mi hijo? —preguntó Marek—. ¿Tampoco han acudido?

Tuanko movió negativamente la cabeza adoptando una actitud grave.

—No, y nunca vendrán.

—¿Por qué?

—Muy sencillo, sus “vetatom” no acompañaron al tuyo en este viaje. Tú no puedes saberlo porque ocurrió después que nos despedimos en este mismo lugar. Regresaste a Maquetania y buscaste a Bora y al niño, pero no pudiste encontrarlos antes de la partida de Valera. Bora temía que secuestraras al niño huyendo con él, y se escondió.

—¿Cómo supiste todo eso? —interrogó Marek angustiado.

—Porque tú mismo me lo dijiste. Me llamaste por radio faltando una hora para que Valera zarpara y dijiste: “Destruye mi “vetatom”, porque nunca podré reunirme con vosotros”. Pero yo te contesté que no iba a destruir tu “vetatom”, por si algún día cambiabas de opinión y decidías venir a Valera. ¡Y has venido! Lo cual quiere decir que en los ochenta años que transcurrieron en Atolón, por una causa u otra, cambiaste de parecer.

—¡Pero nunca sabré lo que ocurrió en esos ochenta años ni qué fue lo que me impulsó a venir a reunirme con Valera!

—No, nunca lo sabrás. ¿Y eso qué importa? Piensa que, puesto estás aquí, es porque nada importante te ataba a lo de allá.

Mientras hablaban había brillado el fogonazo que desmaterializaba el cadáver de César Aznar, y de nuevo acababa de producirse otro relámpago. El altavoz anunció: “Ya puede abandonar la cámara, la operación ha terminado.”

Una figura se movió entre la pantalla de porcelana y el borde de la cámara de restitución. Era Jara, hija de César Aznar, y por consiguiente sobrina de Marek. En un día de decepciones, la presencia de Jara iba a ser un tonificante para Marek. Ellos dos fueron los únicos de la familia en efectuar el prodigioso salto desde Atolón al autoplaneta Valera.

Algo mayor que Marek, Jara tenía alrededor de veintiocho años en la fecha que realizaron su excursión al planetillo. No era una chica de extraordinaria belleza, no obstante lo cual poseía cierto encanto que le daba un atractivo singular.

Jara, como Marek, no sabía por qué se encontraba allí. Le impresionó saber que tanto su padre, como su hermano y su madre habían aparecido cadáveres. Ello no significaba que hubiesen muerto, simplemente no utilizaron la reserva de pasaje para Valera que hicieron durante su visita al planetillo. Respecto de sí misma, Jara sólo pudo decir que le había seducido el autoplaneta desde el punto y momento que lo pisó. ¿Por qué decidió abandonar Atolón y venir? No lo sabía, ni lo sabría jamás.

Los intentos de restitución que se hicieron con el resto del grupo resultaron infructuosos. Los cuerpos de todos ellos aparecieron en la Karendón, en efecto, pero ninguno tenía vida.