CAPÍTULO I

LA guerra había terminado en Atolón. Haciendo sentir la aplastante superioridad de sus escuadras siderales, el autoplaneta Valera había arrojado todos sus efectivos sobre los Hombres Grises, desarbolándoles tras dos meses de violentos combates. Barridos del espacio, forzadas y conquistadas sus ciudades subterráneas, aniquilado su potencial industrial y mermado en número, los Hombres Grises levantaron bandera blanca y fueron a sentarse a la mesa de negociaciones con sus enemigos.

En la segunda semana de tregua, Marek Aznar recibía una invitación personal del Almirante Aznar para visitar el autoplaneta. Con ello se realizaba una de las más caras ilusiones de Marek.

Desmaterializados en el interior de una máquina Traslator en Maquetania, Marek y Bora, y el hijo de ambos, fueron restituidos en otra Traslator idéntica en los sótanos del edificio del Ayuntamiento de Nuevo Madrid, capital del planetillo Valera. Un salto limpio de más de ochenta millones de kilómetros que empezaba y terminaba en la brevedad de un fugaz relámpago.

Valera, un planetillo hueco de dimensiones aproximadamente iguales a las de la Luna, era como una gigantesca burbuja de metal solidificado. Poco acogedor en su aspecto exterior, donde no existía atmósfera, era interiormente un mundo de ensueño; íntimo, acogedor y bello.

Refiriéndose a sus dimensiones internas, la longitud de la línea del Ecuador era de 9.500 kilómetros, extendiéndose a uno y otro lado de ella una zona de unos 2.000 kilómetros donde la fuerza de gravedad alcanzaba sus valores máximos y se encontraban las tierras más densamente pobladas.

No andaban escasos de espacio los valeranos. La superficie total interior era de 28.300.000 kilómetros cuadrados, de los que unos dos millones estaban ocupados por las aguas de lagos y mares. Los bosques de coníferas cubrían la mayor parte del territorio valerano, sucediendo a éstos las praderas, que alcanzaban casi hasta los casquetes polares. A los bosques, y en general a las plantas verdes, estaba encomendada la importante misión de regenerar la atmósfera.

Los valeranos disfrutaban, entre otras ventajas, la de poder determinar a voluntad las condiciones climáticas de su mundo-concha, tanto en lo referente a la alternancia de las estaciones como a la duración del día. La máquina que regulaba el calor y la luz en el interior era una enorme esfera de 25 kilómetros de diámetro suspendida en el centro geométrico del espacio hueco, donde las fuerzas de atracción tiraban por igual en todos sentidos, anulándose unas a otras. Esta lámpara solar, emitiendo rayos infrarrojos y ultravioleta, era alimentada por dos reactores nucleares que funcionaban ininterrumpidamente en su interior.

El día valerano tenía una duración de catorce horas, y la noche de doce horas. Durante las horas de insolación, el calor producía grandes cantidades de vapor de agua. Al llegar la noche y apagarse la lámpara solar, la atmósfera se enfriaba gradualmente y el vapor se condensaba en forma de lluvia, la cual iba a limpiar las calles de las ciudades y regaba abundantemente los bosques. Debajo de la tierra vegetal que sustentaba árboles y plantas, estaba la dura corteza metálica del planetillo, que era impermeable. El agua filtrada hasta el subsuelo escurría hacia las partes bajas y volvía a la superficie formando fuentes y manantiales. Arroyos y ríos iban a desembocar en los mares, renovando un ciclo que no se interrumpía nunca.

Valera había sido descubierto hacia la mitad del siglo XXV por los terrícolas que llegaron al planeta Redención huyendo de los Hombres Grises que acababan de invadir la Tierra. Para transformarlo en un mundo habitable se necesitaron dos siglos, en los cuales se sucedieron varias generaciones de incansables trabajadores auxiliados con los medios tecnológicos y científicos más avanzados en su época. En este dilatado período de tiempo se fabricaron, molécula a molécula, un millón de kilómetros cúbicos de agua, más doscientos millones de kilómetros cúbicos de oxígeno y nitrógeno para formar una atmósfera respirable. Además se acarrearon desde Redención setenta y cinco billones de metros cúbicos de tierra vegetal, con la cual se cubrieron alrededor de quince millones de kilómetros cuadrados para asentar en ella los bosques y las plantas.

Esta obra faraónica habría carecido de objeto si los valeranos no hubiesen obtenido más beneficio que el de hacer habitable un pequeño y desértico planetillo. La cualidad más sorprendente de Valera era que estaba hecho enteramente de un metal superdenso llamado “dedona”. Este metal, verdadera rareza en la Naturaleza, tenía la propiedad de crear un campo de fuerza antigravitacional cuando se hacía pasar a través de él una corriente eléctrica. Esta propiedad de la “dedona” sería utilizada más tarde para arrancar el planetillo de su órbita. Impulsado por poderosos motores fónicos, Valera se convertiría así en el mayor autoplaneta conocido; es decir, un planetillo autopropulsado que podía dirigirse y volar a cualquier distancia en el espacio sideral, llevando en su interior una tripulación de millones de valeranos perfectamente acomodados en ciudades tan firmes como si se encontraran enclavadas en la misma Tierra.

Estas originalidades, que eran la normalidad para el valerano habituado a ellas, despertaban la admiración de Marek Aznar el día que iba a visitar el planetillo por primera vez.

Saliendo de la Estación de Emigración, a medida que el forastero ascendía por las enormes escalinatas de mármol, iba descubriendo una perspectiva cada vez más amplia de la Plaza de España.

Lo primero que veía en la distancia era el blanco friso sostenido por enormes columnas del Museo de Arte Universal encaramado sobre una chata y verde colina. A su derecha y en extraño contraste de estilo, se levantaba la torre modernista de Radio y Televisión Nacional. A la izquierda, las tres cúpulas blancas del Parlamento brillando al sol por sus múltiples vidrieras, y a la derecha próximos, los rascacielos gemelos del Almirantazgo y el Generalato. Igualmente próximo, pero al lado contrario, el suntuoso edificio neoclásico de la Biblioteca Nacional. Detrás del viajero que llegaba por la Estación de Emigración estaba el edificio funcional del Ayuntamiento, de una pureza de líneas extraordinaria.

La Plaza de España, de planta circular, tenía cinco kilómetros de diámetro. Salvo una calzada de un kilómetro de ancho en todo su perímetro, el resto estaba ocupado por un parque en cuyo centro se levantaba un gigantesco obelisco de mármol de una sola pieza.

Entre los edificios públicos antes citados, venían a desembocar en la Plaza de España seis grandes avenidas de un kilómetro de ancho y veinticinco kilómetros de longitud. En otro tiempo estas avenidas estuvieron flanqueadas de altos rascacielos, pero la concepción urbanística había cambiado desde entonces, siendo el actual Nuevo Madrid una ciudad de proyección horizontal, donde privaban las casas unifamiliares, los parques y los amplios espacios dedicados a actividades deportivas.

Con el niño a horcajadas sobre los hombros, Marek Aznar se detuvo al final de la escalinata y miró a su alrededor como fascinado.

—Mira, Bora. Esto es Valera, ¿no es maravilloso?

El público que salía de la Estación de Emigración, y los que bajaban llevando alguna bolsa de viaje en la mano, les miraban sonriendo.

—Marek, no seas cursi —rezongó Bora—. ¡Claro que sé que es Valera! Pero no es para ponerse a gritar en medio de la calle. Van a tomarnos por pueblerinos…

—Aunque yo no naciera aquí, un Aznar nunca será un extraño en Valera. Este autoplaneta es más nuestro que de otro cualquiera —dijo Marek. Y a continuación propuso ir hasta el obelisco—: Allí veréis grabados los nombres de mis antepasados, de todos los que fueron comandantes de Valera.

Pero Bora se opuso. La distancia entre la Estación de Emigración y el Obelisco era de dos kilómetros y medio; es decir, cinco kilómetros para llegar hasta él y regresar.

—Recuerda que tenemos una cita con el Almirante y se nos va a hacer tarde —dijo Bora.

Efectivamente, iban bastante ajustados de tiempo. Y por ninguna causa haría Marek esperar al Almirante. ¡Con tanto como deseaba este encuentro!

Marek sabía que durante esta entrevista iba a encontrarse también con su bisabuelo, Fidel Aznar. Pero aunque la fama de Fidel excedía casi a la de su hermano el Almirante, Marek no le consideraba a la misma altura. Eran personajes distintos, de hecho casi antepuestos uno al otro. Miguel Aznar, por antonomasia “el Almirante”, comandante del autoplaneta, era un soldado profesional, un hombre de acción, explorador y astronauta. Fidel Aznar, cuyo nombre bartpurano era Adler Ban Aldrik, era un científico y un pacifista. Hijo de terrícola y de una mujer bartpurana, su procreación había sido dirigida científicamente para reunir en él los rasgos hereditarios más notables de cada una de las razas.

El ser que nació de esta especie de alambique uterino fue Fidel Aznar, un superhombre dotado de facultades extraordinarias. Pero a juicio de Marek aquí había habido trampa: Fidel Aznar, producto elaborado por la Ciencia, no suscitaba en él las mismas simpatías que el espontáneo y natural Miguel Ángel Aznar, cuya madre había sido una muchacha terrícola completamente normal e igual a cualquiera otra.

Cruzando la avenida inmediata por un paso subterráneo de peatones, en cuyo interior se movía una cinta transportadora, los visitantes salieron de nuevo a la luz del día en la esquina del parque que rodeaba el complejo arquitectónico de las Fuerzas Armadas. Una alta verja separaba la calle del parque. La verja tenía una sola puerta de acceso guardada por astronautas de la Armada Sideral y soldados del Ejército valerano en uniforme de gala, en sendas y vistosas garitas frente a frente.

Siguiendo las indicaciones del sargento de guardia, los visitantes se adentraron en una larga alameda con calzada de doble sentido. Ambas calzadas seguían paralelas un largo trecho y en el lugar donde se bifurcaban se levantaba una estatua de bronce sobre un alto pedestal.

—Mi tatarabuelo —señaló Marek orgullosamente—. Fue uno de los hombres más grandes de todas las generaciones de Aznares que mandaron el autoplaneta.

—Sé quién es, me has hablado de él miles de veces —dijo Bora con aire aburrido.

Continuaron por la avenida hacia el edificio del Almirantazgo. Ante la entrada a éste tuvieron que identificarse nuevamente. Un oficial consultó una lista y entregó a cada uno de los visitantes una tarjeta de identificación con la advertencia de que debían llevarla en todo momento en lugar visible. A continuación, el oficial llamó a una guapa chica de uniforme para que les acompañara hasta los aposentos particulares del Almirante Mayor.

El espacioso ascensor tenía espejos y estaba totalmente recubierto de mármol. El lujo estaba presente en todos los detalles del edificio, aunque sin sobrepasarse. Sin embargo, por comparación con los lugares donde Marek y Bora habían vivido los años de su vida, podía considerarse algo fastuoso. La calidad de vida de los valeranos tenía un nivel que los “tapos” no conocieron jamás.

Salieron del ascensor en un amplio corredor igualmente cubierto de mármol en las paredes y pisos. Por una enorme puerta de madera tallada pasaron a un lujoso vestíbulo, donde la muchacha les puso en manos de un ayudante que ostentaba el grado de capitán de fragata. Aproximadamente de la misma edad que Marek, era un joven muy agradable, alto, de pelo negro y atractivos ojos verdes.

—¿Marek Aznar? —inquirió el capitán después de consultar una libreta de notas. Sonrió y tendió su mano a Marek—. Soy Tuanko Aznar, tío suyo si no me equivoco.

Marek tenía una remota idea de este tío, del que alguna vez había oído hablar a su hermano. Tuanko Aznar era hijo de Alejandro y de mujer “tapo”, por lo tanto poseería también las cualidades comunes a la raza.

—Pasad, os están esperando —indicó Tuanko.

Marek puso al niño en brazos de Bora y siguió a su joven tío. Un cosquilleo de emoción le recorría la espalda al cruzar las altas puertas. Ignoraba que iba a encontrarse con dos de sus hermanos, César y Romano, con su cuñada Tula y sus sobrinos Aníbal y Jara, hijos de César. Al parecer, el Almirante había querido reunir a todos sus miembros supervivientes de la gran familia, los que regresaban a bordo del autoplaneta, y los que se quedaron en Atolón esperando la vuelta de Valera.

Había mucha más gente en el salón, pero Marek se fue derecho a abrazar a sus hermanos, especialmente a César, que le había acogido de niño y fue para él como un padre. Desde el ataque “thorbod” a Electra, en que la ciudad fue destruida, Marek ignoraba el paradero de su familia.

—Sé que te portaste como un héroe —dijo César emocionado—. Pero ya hablaremos de eso después. Marek, saluda al Almirante.

Marek se sintió repentinamente cohibido ante el Almirante. ¡Le admiraba tanto! Obviamente Miguel Ángel Aznar había transmigrado recientemente a su naturaleza anterior, de modo que no representaba más de veinticinco años. Marek se vio ante un joven alto, esbelto, de cabellos y ojos negros, nariz aquilina y firme mentón. Pese a su juventud, había algo que trascendía de este hombre, como un aura vigorosa, indicadora de una excelente salud y un aplomo impropios de su edad. Lógico, ya que pese a su juventud su edad mental y psíquica era de un hombre de un siglo, pues había transmigrado a los 98, y no habían transcurrido muchos desde entonces.

—¿Cómo estás, Marek? —saludó llanamente el Almirante tendiéndole la mano.

Marek no supo qué decir. Se limitó a estrechar con fuerza aquella mano y mirarle a los ojos.

—Aquí hay quien ha estado esperando con mucha emoción este momento —señaló el Almirante—. Tu bisabuelo.

Marek le vio, y casi en el mismo instante sintió el impacto de una personalidad poderosa, algo totalmente fuera de lo común, que irradiaba de aquel hombre como la fuerza invisible de un imán. ¡Adler Ban Aldrik, el último bartpurano, su bisabuelo!

Era un joven gigante, de dos metros o algo más de estatura, un verdadero atleta, con anchos hombros, grandes manos y una cabeza anormalmente voluminosa. En su condición de monje “bundo” Fidel Aznar llevaba el cráneo completamente rapado, no afeitado, como realmente era costumbre en su secta. Aunque era el tamaño de su cráneo lo que primero llamaba la atención, uno lo olvidaba al instante para quedar prendado de la luz de sus ojos, así como de la admirable proporción de un rostro bellísimo, de una belleza ultraterrena, casi angelical, en el que estaban impresos la honradez, la nobleza, la temperancia, y una serenidad que daba la impresión de envolverle como un halo.

Marek comprendió enseguida que estaba ante un ser extraordinario, dotado de poderes paragnósticos misteriosos, de una profundidad humana que trascendía lo puramente físico y se elevaba a enorme altura hacia conceptos metafísicos que nadie en el mundo sería capaz de comprender jamás. Ante aquellos ojos azules, que a veces parecían grises y otras verdes, Marek se sintió con el alma desnuda. Comprendió que Fidel le investigaba, y sólo acertó a permanecer inerme mientras el “bundo” penetraba hasta el fondo de su psique y regresaba, al parecer satisfecho.

—Te pareces mucho a mi hijo —dijo Fidel Aznar—. ¿No es cierto, Miguel Ángel?

—Yo diría que le tiene un parecido extraordinario —respondió el Almirante—. Dalia, ¿qué dices tú?

Dalia, la hija del Almirante, asintió con profundos movimientos de cabeza.

—Realmente extraordinario, es el vivo retrato de Fidel.

—¿Éste es tu hijo? —preguntó Fidel Aznar señalando al chiquillo que Bora tenía en brazos.

Se diversificó la conversación. Mientras unos iban a mirar al hijo de Marek, éste era presentado al profesor Alejandro, hijo del Almirante, mestizo de “tapo” y que poseía también las facultades propias de éstos. No dejaba de ser curiosa la circunstancia de que, de toda la familia, el único que carecía de facultades paragnósticas fuera el Almirante. Otra curiosa particularidad era que, a excepción del Almirante y su hermano, todos los demás descendían de una abuela común.

Banda, la abuela “tapo”, estuvo primero casada con Miguel Ángel Aznar y tuvo de éste dos hijos: Alejandro y Dalia. Posteriormente Banda se divorció de Miguel Ángel y se casó con Fidel, hijo de Adler Ban Aldrik. Los hijos de Fidel fueron Hector, padre de Marek, y Loanda, ambos desaparecidos en acción luchando en las guerrillas contra los Hombres Grises.

—Me he permitido invitaros a comer —dijo el Almirante tras intercambiarse los primeros saludos—. No se da con frecuencia la ocasión de tener reunida a toda la familia, y Dios sabe si volveremos a vernos en el futuro.

—¿Por qué no? —protestó Marek—. Yo pienso quedarme en Valera, si es que no se ha promulgado ninguna ley que lo prohíba.

—Nosotros nos quedaremos en Atolón —respondió César—. Yo y mi familia, y Romano también. La nación nos necesita, todo quedó destruido y hay que volverlo a construir.

Después de la alegría del encuentro, Marek experimentó el primer disgusto. Nadie pareció advertirlo, porque en este momento se ponían todos en marcha, en bullicioso grupo en dirección al comedor.

Los valeranos eran una gente desconcertante. Junto a las muestras del más avanzado modernismo, se permitían el lujo de tener un comedor amueblado con muebles de Luis XIV, tan delicados que parecía iban a romperse al menor movimiento brusco. El Almirante explicaría más tarde que este mobiliario había sido fabricado a mano por un aficionado a los estilos clásicos, y luego lo había regalado al patrimonio del Estado.

En un ambiente realmente fastuoso se desarrolló la comida que el Almirante Aznar ofrecía a sus parientes. Solamente faltaban los criados con pelucas empolvadas, cosa imposible en Valera, donde ni siquiera el Almirante Mayor ni el Presidente de la República tenían servidumbre.

Se habló mucho durante la comida, especialmente de los ausentes: Hector… Loanda… Nuño… Freda… Los descendientes de Fidel Aznar parecían marcados por la mano del destino. Primero su hijo y luego sus nietos murieron en circunstancias dramáticas, y muchos de sus bisnietos no alcanzaron a ver el regreso de Valera.

—¿Es cierto que os proponéis regresar inmediatamente a la Tierra? —preguntó Marek al Almirante.

—Tan pronto concluyan las negociaciones con los Thorbod, que por cierto ya están durando demasiado —respondió el Almirante Mayor.

—He oído rumores en el sentido de que han surgido dificultades en nuestras conversaciones con los Thorbod —dijo César Aznar—. ¿Por qué? Son un pueblo vencido, no están en condiciones de exigir más de lo que les queremos dar.

—Los políticos llevan la voz cantante en este asunto. Por mi parte soy mudo espectador de lo que se está tratando en la mesa de negociaciones. Pregúntale a tu abuelo.

Todas las miradas convergieron sobre Fidel Aznar, que tenía sobre una de sus rodillas al hijo de Marek.

—Fidel se ha convertido en la mano derecha del presidente Da Hera —puntualizó el Almirante—. Prácticamente allí no se mueve un papel sin el consejo de mi querido hermano.

—El presidente me ha honrado con su confianza —admitió el inefable Fidel—. Y yo le correspondo con mi leal consejo.

—Yo diría que haces más que aconsejar —espetó el Almirante Mayor—. Estás utilizando tus artes de brujo para embaucarnos a todos y convencernos de que los Thorbod tienen derecho a la vida. Muy bien, que vivan. ¿Pero por qué aquí, en Atolón? Si les cedemos el planeta Veres, ¿quién se opondrá a que el día de mañana se extiendan por el resto de los planetas hasta conquistar todo Atolón?

—El circumplaneta es inmenso y en él cabemos todos, tapos, terrícolas, ghuros, thorbod e incluso “mantis”. Ha llegado el momento de admitir que, en tal que humanos, todos estamos asistidos de iguales derechos a la vida. Los thorbod no son lo que eran. Ha transcurrido algo más de un millón de años desde que fueron expulsados de la Tierra, y en ese largo tiempo ellos han evolucionado. He interrogado telepáticamente a más de un centenar de Hombres Grises de todas las clases sociales. El resultado ha sido sorprendente. Al thorbod de hoy día le importan un bledo los sueños imperialistas de algunos de sus jefes más significados. En el fondo el thorbod es un anarquista en el sentido más prístino. Su rebeldía al poder instituido y su amor a la libertad y la independencia superan con mucho al de los ghuros. Para dominar esta tendencia a la rebeldía, el Estado Thorbod ha tenido que ejercer su despótica autoridad durante milenios, rodeando todos los actos de la vida del pueblo de la más rígida disciplina. El thorbod ha llegado a perder la facultad de opinar por sí mismo. Toda su vida está reglamentada por una serie de leyes que son, sin género de dudas, las más inhumanas de cuantas existen en el Universo. Pero en el fondo de su alma el hombre gris sigue alentando secretamente la esperanza de liberarse de todas las majaderías que le encadenan a una política ya superada. La tecnología de los Hombres Grises se encuentra quizás a la cabeza de todo lo conocido, por delante incluso de la tecnología terrícola. Hoy día ya no es concebible que se tengan que librar continuas guerras de conquista para ensanchar un Imperio que nadie estima necesario. Con el descubrimiento de las máquinas Karendón quedaron cubiertas las necesidades económicas, desde lo elemental a lo superfluo, se eliminaron las diferencias entre naciones ricas y pobres. Las Karendón están llamadas a llevar a cabo la revolución más profunda de cuantas se han sucedido en el curso de la Historia. Una pequeña comunidad, inferior al millar de habitantes, puede declararse autosuficiente si posee una Karendón y una fuente de energía permanente. Las Karendón atacan en la base al concepto del Estado, hacen libre al hombre y le devuelven todo su tiempo para que pueda dedicarlo al cultivo del espíritu. Desgraciadamente, todavía quedan individuos apegados a la vieja tradición del Poder, gentes que no se resignan a perder la autoridad y que se empeñan en mantenerse en sus puestos de privilegio inventando pretextos para realizar nuevas conquistas, aunque supongan sacrificios estériles. En esa línea se encuentran los altos jefes de la nación thorbod. Destruyamos su jerarquía, y habremos devuelto a los Hombres Grises la alegría de vivir en paz con los demás y consigo mismos.

Los Aznar se miraron unos a otros con expresión de asombro.

—¿Entonces, está decidido? —preguntó César Aznar—. ¿Los thorbod van a disponer de un lugar para vivir en Atolón?

—No hay nada decidido. La decisión última corresponde tomarla al pueblo —contestó Fidel.

—¿A cuál pueblo? —preguntó entonces el Almirante—. Parece como si Atolón les perteneciera a los tapos. Pero somos los valeranos quienes hemos vencido a los thorbod. Al menos debiera oírse nuestra opinión.

—Se oirá.

—Vamos, hermano, no bromees conmigo. Los tapos son trescientos millones, y los valeranos justo la mitad. Para que las fuerzas quedaran igualadas se debería conceder un voto por cada tapo, y dos votos por cada valerano. Pero entonces no lo estimarías justo.

—Yo no soy tapo, ni voy a quedarme en Atolón. Valera se marchará dentro de unas semanas, y los tapos quedarán abandonados a su suerte. Si son los tapos quienes han de convivir con los thorbod, es justo que sean ellos quienes decidan las condiciones en que habrán de compartir el circumplaneta con los Hombres Grises.

—Pero si los thorbod acaban conquistando el circumplaneta, todos los demás quedaremos comprometidos en el error de los tapos, ¿no es así? —replicó el Almirante.

—¿Por qué te preocupa eso? En el próximo viaje Valera invertirá uno o dos millones de años. Si alguna vez regresamos a este rincón del Universo, lo más probable es que se hayan extinguido las civilizaciones que hemos conocido: tapos, terrícolas y thorbods tal vez ni siquiera existan. O si sobreviven habrán evolucionado de tal forma que apenas les reconoceremos.

—Eso, al menos para mí, no supone ningún consuelo.

—Hay que aceptar las cosas como son. Cada pueblo tiene que vivir su destino, y los valeranos no podéis erigiros en gendarmes permanentes del Orbe. ¿O sería más tranquilizador para ti saber que los Hombres Grises han abandonado estos mundos, aunque ignorando dónde se fueron ni cuándo volverán?

—No lo sé —suspiró el Almirante—. El problema es que existen y no hay fuerza humana capaz de exterminar su maldita raza. Tal vez venga a cuenta aquel viejo refrán que decía: “Si no puedes vencerles, únete a ellos”. Sería curioso que al final llegáramos a ver a terrícolas y thorbods conviviendo pacíficamente.

—El hombre debe arrojar de sí los viejos fantasmas del miedo, base de todas las intolerancias y obstáculo para la comprensión —dijo Fidel Aznar—. El terrícola debe comprender de una vez que no es el único ser humano del Universo. La estatura, el número de brazos o de piernas y la disposición de los ojos no hacen la humanidad, sino la inteligencia y la existencia de un alma inmortal. Thorbods, ghuros y mantis difieren de nosotros en aspecto, pero todos coincidimos en lo esencial y permanente: somos inteligentes. Causa infinito asombro descubrir que siendo tan distintos en nuestra apariencia, metabolismo, composición de la sangre y disposición del cerebro, desarrollamos una función común. ¡Todos pensamos! La mecánica del pensamiento es distinta para cada uno, pero el resultado último es el mismo para todos. ¡Yo puedo entender el pensamiento de un ghuro, y el ghuro puede entender el mío y el del thorbod! O sea que la creación, valiéndose de mil formas distintas e ingeniosas, ha creado infinidad de razas y de pueblos, pero nos ha dado un lenguaje común en el que todos podamos entendernos; la inteligencia. Esto es maravilloso, y entiendo que su significado es claro. Todos estamos llamados a comprendemos en ese lenguaje universal, que es la función del pensamiento. ¿Humanos los thorbod? ¿Qué duda cabe de que lo son? Y como tales debemos intentar la aproximación a ellos hasta conseguir una perfecta convivencia. Esta convivencia la hemos experimentado con los ghuros, y hemos visto que es posible. ¿Por qué no con los thorbod? ¿Y por qué no también con el resto de los habitantes del infinito Universo?

El gran sorprendido de aquella reunión familiar, Marek Aznar, escuchaba atónito a su bisabuelo, y descubría en este hombre extraordinario valores mucho más convincentes que los del Almirante. La velada transcurrió como un sueño para Marek, que vio con pesar que llegaba a su fin. ¡Lo que uno podía aprender en sólo un par de horas de escuchar a estos hombres importantes, situados con justicia en el más alto estrato de la nación valerana!