II
—¿Qué quería? —dijo Scobie.
—Quería cortejarme.
—¿Está enamorado de ti?
—El cree que sí. No se puede pedir mucho más que eso, ¿no?
—Parece que le has pegado demasiado fuerte-dijo Scobie—; ¿le pegaste en la nariz?
—Consiguió enojarme. Te llamó Ticki. Te espía, querido.
—Ya lo sé.
—¿Es peligroso?
—Podría serlo, en ciertas circunstancias. Pero entonces sería culpa mía.
—¿Nunca te enfureces con nadie, Henry? ¿No te importa que me corteje?
—Si me enojara por eso sería un hipócrita él—. Es una de esas cosas que ocurren a todo el mundo. Hasta personas muy agradables y normales se enamoran.
—¿Te has enamorado al una vez?
—¡ Oh, sí, sí!
Él la observó atentamente, mientras esbozaba una sonrisa.
—Ya sabes que sí —agregó.
—Dime, Henry, ¿te sentías realmente mal esta mañana?
—Sí.
—¿No era una simple excusa?
—No.
—Entonces, querido, vayamos a comulgar juntos mañana por la mañana.
—Si así lo deseas... —dijo él.
Él sabía que ese momento debía llegar alguna vez. Como una bravata, para demostrar que su mano no temblaba, tomó un vaso.
—¿Quieres beber algo?
—Es demasiado temprano, querido-dijo Luisa.
Él tenía conciencia de que ella lo observaba muy atentamente; como todos. Dejó el vaso y dijo:
—Tengo que ir corriendo hasta el destacamento a buscar unos papeles. Cuando vuelva, ya será hora de tomar algo.
Conducía su coche sin mayor seguridad, con los ojos nublados por el asco. "¡Oh, Dios —pensaba—, a qué decisiones obligas a los mortales, repentinamente, sin darles tiempo para reflexionar! Estoy demasiado cansado para pensar; esto debería ser resuelto sobre un papel, como un problema matemático, y la solución debería ser obtenida sin sufrimiento. " Pero el sufrimiento lo hacía sentirse mal físicamente, y lo arqueaba sobre el volante. "Lo terrible es que ya conozco todas las soluciones —pensaba—; nosotros, los católicos, nos condenamos porque sabemos. No tengo que pensar ninguna solución; sólo hay una: arrodillarme en el confesonario y decir: "desde mi última confesión he caído en adulterio tantas veces et cetera et cetera"; escuchar al padre Rank que me aconseja que evite las ocasiones: no ver nunca a esa mujer a solas (son esos terribles términos abstractos: esa mujer, la ocasión; y ya no será la criatura sorprendida con su álbum de estampillas, que oye los aullidos de Bagster detrás de la puerta; y ese momento de paz y tinieblas y piedad, se llamará adulterio"). Y yo, que pronuncio el acto de contrición, la promesa de "no pecar más"; y mañana la comunión: recibir a Dios en mi boca, en ese estado que llaman de Gracia. Esa es la solución correcta; no hay otra; salvar mi alma, abandonar a Helen a su desesperación y a los brazos de Bagster. Uno debe ser razonable y reconocer que la desesperación no dura siempre (¿será verdad?), que el amor tampoco (pero ¿no es justamente por eso que dura la desesperación?), que en unas semanas o unos meses ella será feliz nuevamente. Si ha sobrevivido después de cuarenta días de intemperie en un bote, y después de la muerte de su marido, ¿no podrá sobrevivir después de la mera muerte del amor? Así como puedo yo, como bien sé que puedo."
Llegó frente a la iglesia, y permaneció, sin esperanzas, apoyado en el volante. La muerte nunca llega cuando uno más la desea. "Por supuesto —pensaba—, está la habitual solución equivocada: abandonar a Luisa, olvidar ese juramento privado, renunciar a mi empleo. ¿Abandonar Helen a Bagster, o Luisa a qué? Estoy en una trampa", se dijo, advirtiendo en el espejito del coche el rostro inexpresivo de un desconocido; "en una trampa". Sin embargo, descendió y entró en la iglesia. Mientras esperaba que el padre Rank se dirigiera al confesonario, se arrodilló y rezó: la única plegaria que consiguió enunciar. Hasta las palabras del padrenuestro y del avemaría lo eludían. Rogó para que sucediese un milagro; "¡Oh, Dios, convénceme; ayúdame, convénceme! Hazme sentir que soy más importante que esa criatura".
Mientras rezaba, no veía el rostro de Helen, sino el de la chica moribunda que lo llamaba "padre"; la cara de una fotografía que lo miraba desde un tocador; la cara de una negrita de doce años que un marinero había violado y asesinado, que lo miraba ciegamente bajo una luz amarilla de kerosene. "Haz que anteponga mi alma a toda otra cosa. Permíteme confiar en tu merced hacia aquella que abandonaré." Oyó al padre Rank que cerraba la puerta de su casillita, y el asco se enredó nuevamente a sus rodillas. "¡Oh, Dios —decía—, si en cambio debo abandonarte, castígame, pero haz que los demás sean un poco felices!" Entró al confesonario. "Todavía puede suceder un milagro", pensaba. Por una vez, el padre Rank podría encontrar la palabra adecuada—. Arrodillado en el breve espacio de un ataúd vertical, dijo:
—Desde mi última confesión he caído en adulterio.
—¿Cuántas veces?
—No sé, padre; muchas veces.
—¿Usted está casado?
—Sí.
Recordó aquella noche, cuando el padre Rank casi había sufrido una crisis nerviosa delante de él, al confesar su fracaso como consejero de almas... Allí, mientras trataba de conservar el anonimato del confesonario, ¿la recordaría también él? Anhelaba decirle: "Ayúdeme, padre. Convénzame de que haría bien en abandonarla en manos de Bagster. Hágarne creer en la merced de Dios". Pero permanecía silencioso, arrodillado, esperando; no tenía conciencia del más
leve estremecimiento e esperanza.
—¿Con una sola mujer? —dijo el padre.
—Sí.
—Debe tratar de no verla. ¿Es posible?
Scobie contestó que no con la cabeza.
—Si usted está obligado a verla, nunca esté a solas con ella. ¿Promete proceder así; no a mí, sino a Dios?
"¡Qué estúpido fui —pensó— al esperar la palabra mágica!" Esta es la fórmula que tantas veces fue empleada, con tantas otras personas.Probablemente la gente prometía, y se iba, y volvía, y se confesaba nuevamente. ¿Creerían en verdad que podían cumplir su promesa? "Debo pasarme cada día de mi vida —pensó— engañando a
otros seres humanos; no tengo por qué engañarme ahora a mí mismo, o a Dios."
—Sería inútil que lo prometiera, padre-contestó.
—Debe prometerlo. No puede desear el fin, sin desear los medios.
"¡Ah!, pero uno puede —pensó—, uno puede; puede desear la paz de la victoria, sin desear las ciudades devastadas."
—Seguramente no necesito decirle que no hay nada automático en la confesión o en la absolución. Su perdón depende de su estado de espíritu. Es inútil venir aqui, y arrodillarse, cuando uno no está preparado. Antes de venir aquí, usted debe saber qué mal ha cometido.
—Eso lo sé.
—Y debe tener verdaderamente la intención de corregirse. Nos dicen que perdonemos setenta veces siete a nuestro hermano, y no debemos temer que Dios tenga menos merced que nosotros; pero nadie puede empezar por perdonar a los que no se arrepienten.
Scobie podía ver la mano del sacerdote, alzada para secar el sudor que caía sobre sus ojos; parecía un gesto de fatiga. "¿Para qué pensó— obligarlo a esta incomodidad? Tiene razón, evidentemente, tiene razón. He sido un imbécil al imaginar que en esta casillita mal ventilada encontraría, de un modo o de otro, la convicción que me falta... "
—Creo que he hecho mal en venir, padre —dijo.
—No quiero negarle la absolución, pero creo que si usted se va y cavila un poco acerca de estas cosas, volverá en mejor disposición de espíritu.
—Si padre.
—Rogaré por usted.
Cuando salió del confesonario, Scobie pensó por primera vez que sus pasos lo habían alejado para siempre de toda esperanza. Hacia donde volviera los ojos, no encontraba ninguna esperanza; la imagen muerta de Cristo en la Cruz, la Virgen de yeso, las horribles Estaciones, que representaban una serie de acontecimientos sucedidos hacía tanto tiempo ya. Le parecía que sólo le quedaba por explorar el territorio de la desesperación.
Se dirigió hacia el destacamento, allí tomó un expediente y volvió a su casa.
—¡Cuánto tardaste! —dijo Luisa.
Él ni siquiera sabía qué mentira diría antes de que ésta brotara de sus labios.
—Volví a sentir ese dolor-dijo—; por eso me demoré un poco.
—Te parece que te hará bien tomar algo?
—Sí, hasta que alguien me ordene lo contrario.
—¿Irás a ver a un médico?