I

El barco llegó un sábado por la tarde; desde la ventana del dormitorio, se podía ver su larga figura gris que se deslizaba junto al botalón, del otro lado de las palmeras. Lo contemplaban con espíritu deprimido; la felicidad nunca es tan bien recibida como la inmutabilidad; tomados de la mano, miraron cómo anclaba en la bahía su próxima separación.

—Bueno —dijo Scobie—, eso quiere decir que será mañana por la tarde.

—Cuando esta época haya pasado, querido-dijo ella—, volveré a ser buena contigo. No podía soportar más esta vida.

Oyeron ruidos en la planta baja; Ali, que también había estado mirando el mar; sacaba los baúles y los paquetes. Parecía que la casa se derrumbara en torno de ellos; los buitres huían del techo, arañando las chapas de cinc, como si ya sintieran el temblor de los muros.

—Mientras tú arreglas tus cosas, embalaré tus libros-dijo Scobie.

Parecía que durante las dos últimas semanas hubieran estado jugando a la infidelidad, y que ahora el proceso de separación se hubiese apoderado de ellos; la división de una vida en dos; la repartición del triste botín.

—¿Quieres que te deje esta fotografía, Ticki?

El miró rápidamente, de costado, el rostro de primera comunión, y dijo:

—No. Llévatela tú.

—Te dejaré ésta, donde estamos con los Bromley.

—Sí, déjame ésa.

La contempló un momento, mientras arreglaba sus vestidos, y luego bajó las escaleras. Uno por uno, tomó los libros y los limpió con un trapo: el Oxford Verse, los de Virginia Woolf, los poetas jóvenes. Al terminar, los estantes estaban casi vacíos; los libros de él ocupaban tan poco lugar...

Al día siguiente fueron temprano a misa. Arrodillados uno al lado del otro, frente a la baranda de los comulgantes, parecían afirmar que ésta no era una separación. "He rezado para obtener la paz —pensó él— y me ha sido concedida. Es terrible cómo se cumplen nuestras plegarias. Espero que sea para bien: he pagado un precio demasiado elevado”

Cuando volvían, preguntó ansiosamente:

—¿Eres feliz?

—Sí, Ticki; y tú?

—Yo soy feliz cuando tú lo eres.

—Me gustaría estar ya a bordo, y haberme instalado. Supongo que esta noche beberé un poco más que de costumbre. ¿Por qué no invitas a alguien para que te acompañe esta noche, Ticki?

—¡Oh!, prefiero estar solo.

—Escríbeme todas las semanas.

—Por supuesto.

—Y no serás perezoso para ir a misa, Ticki, ¿no? ¿Irás cuando yo no esté?

—Por supuesto.

Wilson apareció por el camino; su rostro brillaba de sudor y de ansiedad.

—¿Se va, realmente? Fui a su casa y Ali me dijo que usted se embarcaba esta tarde.

—Sí, se va-dijo Scobie.

—Nunca me había dicho que faltaba tan poco para su partida.

—Me olvidé— dijo Luisa—, tenía tanto que hacer...

—Nunca pensé que se iría. Si no me hubiera encontrado con Halifax en la agencia, no me habría enterado.

—Bueno— dijo Luisa—, espero que usted y Henry no dejen de verse.

—Es increíble —dijo Wilson, pateando el camino polvoriento.

Permanecía entre ellos y la casa, y no se movía para dejarlos pasar.

—No conozco a nadie más que ustedes— dijo—, y Harris, por supuesto.

—Tendrá que empezar a hacerse de amigos —dijo Luisa—. Y ahora deberá perdonarnos. Queda tanto que hacer...

Dieron vuelta en torno de él, porque no se movía; volviendo la cabeza, Scobie le hizo un ademán amable con la mano; parecía tan perdido, tan indefenso y fuera de lugar en medio de ese camino...

—Pobre Wilson —dijo Scobie—, creo que está enamorado de ti.

—Yo también.

—Será mejor para él que te vayas. En este clima, esas personas se vuelven una molestia. Trataré de ser amable con él, cuando tú no estés.

—Ticki-dijo ella—, yo en tu lugar no le vería muy a menudo. Desconfío de él. Tiene algo raro.

—Es joven y romántico.

—Es demasiado romántico. Dice mentiras. ¿Por qué dice que no conoce a nadie?

—No creo que conozca a mucha gente.

—Conoce al Comisario. La otra noche vi que iba a su casa, a la hora de comer.

—Es una manera de hablar, nada más.

Ninguno de ellos tenía apetito durante el almuerzo, pero el cocinero, que

quería estar a la altura de las circunstancias, presentó un enorme "curry", que llenaba una palangana en medio de la mesa; en torno de ella estaba distribuido el exceso de platitos que acompañaban al "curry": bananas fritas, pimientos rojos, "chutney", rodajas de naranja, "pawpaw". Estaban sentados a millas de distancia, separados por un desierto de platos. La comida se helaba en las fuentes, y parecía que no podía hablarse de otra cosa que no fuera: "No tengo hambre". "Haz la prueba de comer un poco de esto." "No puedo comer ni un bocado." "Tendrías que prepararte para el viaje con una buena comida." Una cháchara amistosa e interminable acerca de la comida. Ali entraba y salía para observarlos; semejaba una figura de un reloj, que señala las horas. Ahora deseaban que la separación se completara de una vez, aunque les pareciera horrible desearlo; cuando esta incómoda despedida terminara, podrían dedicarse a una vida diferente, que nuevamente excluiría todo cambio.

—¿Estás segura de que llevas todo?

Esta era otra variante, que les permitía seguir allí, no comiendo, sino eligiendo de vez en cuando algo fácil de tragar, y repasando cuáles eran las cosas que no debían olvidar.

—Suerte que no hay más que un dormitorio. Así no te obligarán a compartir la casa con otro.

—Pueden echarme para instalar a un matrimonio.

—¿Me escribirás una vez por semana?

—Por supuesto.

Ya había transcurrido el tiempo suficiente para convencerse de que habían almorzado.

—Si no puedes comer nada más, será mejor que te lleve hasta el muelle. El sargento se ha encargado de los cargadores.

Ya no podían decir nada que no fuera formal; la irrealidad vestía todos sus movimientos; aunque pudieran tocarse, parecía que toda la costa del continente ya se hubiera interpuesto entre ellos; sus palabras semejaban las frases altisonantes de un mal epistolario.

Realmente, era un alivio estar a bordo, y dejar de estar a solas.

Halifax, del departamento de Obras Públicas, burbujeaba de falsa bonhomie. Narraba cuentos picarescos y alentaba a las mujeres para que bebieran mucha ginebra.

—Es bueno para las tripas — decía—. Lo primero que anda mal a bordo son las tripas. Mucha ginebra de noche, y por la mañana, lo suficiente para cubrir una moneda.

Las mujeres tomaron posesión de su camarote; permanecían en la sombra del cuartito, como cavernícolas; hablaban en voz baja, para que los hombres no pudieran oír; ya no eran esposas; eran hermanas, y pertenecían a una raza especial y distinta.

—Aquí estorbamos, viejo —dijo Halifax—. Ya están acomodadas. Yo, a tierra.

—Bajaré con usted.

Todo había resultado irreal, pero esto, de repente, era un dolor verdadero, el momento de la muerte. Como un preso, no había creído en el juicio; sólo había sido un sueño; la condena había sido un sueño, y el viaje en camión también; y ahora, repentinamente, aquí estaba, de espaldas contra la pared desnuda, y todo era cierto. Uno debía volverse de piedra, para terminar valientemente. Scobie y su mujer fueron hasta el final del corredor, y dejaron a los Halifax en el camarote.

—Adiós, querida.

—Adiós, Ticki. Me escribirás todas...

—Sí, querida.

—Soy una horrible desertora.

—No, no. Este lugar no es para ti.

—Todo habría sido tan diferente si te hubieran nombrado comisario...

—Iré a verte cuando tenga la licencia. Escríbeme si necesitas dinero. Ya sabré arreglarme.

—Siempre has arreglado todo para mí, Ticki. Estarás contento de que no te hagan más escenas.

—¡Qué disparate!

—¿Me quieres, Ticki?

—¿Qué te parece?

—Dilo. A uno le gusta oírlo, aunque no sea cierto.

—Te quiero, Luisa. Por supuesto que es cierto.

—Si no puedo soportar que no estés conmigo, volveré, Ticki.

Se besaron, y subieron a la cubierta. Desde allí, el puerto siempre se veía hermoso; la delgada costra de casas rutilaba al sol como cuarzo, o yacía en la sombra de las grandes colinas verdes e hinchadas.

—Estás bien escoltada —dijo Scobie.

Los destructores y las corbetas estaban en torno del barco, como perros; las banderas de señales ondeaban, y un heliograma brilló al sol. Las barcas de pesca reposaban en la ancha bahía, debajo de sus velas pardas de mariposas.

—Cuídate, Ticki.

Halifax apareció ruidosamente detrás de ellos.

—¿Quién baja a tierra? ¿Trajo la lancha de la polícia, Scobie? Mary está abajo, en el camarote, señora Scobie. Está secándose las lágrimas, y poniéndose polvo para seducir a los pasajeros.

—Adiós, querido.

—Adiós.

Ese era el verdadero adiós, el apretón de manos, mientras Halifax los contemplaba y los pasajeros de Inglaterra los miraban con curiosidad. En cuanto la lancha se separó del barco, Luisa se tornó indiscernible; quizá había bajado al camarote para buscar a la señora Halifax. El sueño había terminado; los cambios también; la vida empezaba nuevamente.

—Odio estas despedidas —dijo Halifax—. Me alegra terminar de una vez con estas cosas. Creo que iré hasta el Bedford a tomar un vaso de cerveza. ¿Viene conmigo?

—Lo siento. Estoy de servicio.

—Ahora que estoy solo, no me desagradaría tener una negrita que me cuidara —dijo Halifax—. De todos modos, fiel y constante, ése soy yo —y, como Scobie bien sabía, así era.

A la sombra de una pila cubierta por una lona, estaba Wilson, mirando a través de la bahía. Scobie se detuvo. El rostro infantil, triste y regordete, lo conmovió.

—Qué lástima que no lo vimos —le dijo, y agregó una inofensiva mentira—: Luisa le manda cariños.

El revés de la trama
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