III

Wilson estaba en su sofocante cuartito en la oficina de la U.A.C. Algunos de los diarios mayores de la compañía, forrados en cuero de cerdo, formaban una barrera entre él y la puerta. Subrepticiamente, como un escolar cuando copia, Wilson se ocupaba detrás de esa barrera, con sus códigos secretos, en traducir un telegrama. Un calendario comercial indicaba una fecha, atrasada en un mes —junio 20—, y un proverbio: "La honestidad y la actividad son las mejores inversiones. William P. Cornforth". Un empleado llamó a la puerta y dijo:

—Un negro lo busca, Wilson, con una nota.

—¿De parte de quién?

—De parte de Brown.

—Hágalo esperar un par de minutos, si me hace el favor, y luego déjelo pasar.

Dobló el telegrama y lo metió en el código; luego guardó el código en la caja de hierro y cerró la puerta. Mientras llenaba un vaso de agua, miró hacia la calle; las negras pasaban con las cabezas envueltas en brillantes pañuelos de algodón, bajo sus paraguas de colores. Sus vestidos informes descendían hasta el tobillo; uno tenía un diseño de cajas de fósforos, otro de lámparas de kerosene; el tercero —recién llegado de Manchester— llevaba un diseño de encendedores malvas sobre un fondo amarillo. Desnuda hasta la cintura, una muchacha pasó, resplandeciente, a través de la lluvia, y Wilson la siguió hasta que se perdió de vista, con melancólico deseo. Tragó, y se dio vuelta, mientras la puerta se abría.

—Cierra.

El muchacho obedeció. Evidentemente, se había puesto sus mejores ropas para esta visita matutina: una camisa blanca de algodón caía fuera de sus "shorts" blancos. Sus zapatillas de gimnasia estaban inmaculadas, a pesar de la lluvia; pero sus dedos gordos asomaban por sendos agujeros.

—¿Eres criadito en casa de Yusef?

—Si señó.

—Recibiste un mensaje —dijo Wilson— de mi criadito. Te dijo lo que yo quería, ¿no? El es tu hermanito menor, ¿no?

—Sí, señó.

—¿Mismo padre?

—Sí, señó.

—Dice que eres buen muchacho y honesto. Quieres ser criado principal, ¿no?

—Sí, señó.

—¿Sabes leer?

—No, señó.

—¿Escribir?

—No, señó.

—Tienes ojos? ¿Tienes buenos oídos? ¿Ves todo? ¿Oyes todo?

El muchacho sonrió; un tajo blanco en el cuero de elefante lustroso y gris de su cara; tenía una mirada de astuta inteligencia. La inteligencia, para Wilson, tenía más valor que la honestidad. La honestidad era un arma de doble filo, pero la inteligencia buscaba siempre lo mejor. La inteligencia comprendía que un sirio podía algún día volverse a su patria, pero que el inglés se quedaba. La inteligencia sabía que era bueno trabajar para el gobierno, cualquiera que fuera el gobierno.

—¿Cuánto ganas como criado?

—Diez chelines.

—Te pagaré cinco chelines más. Si Yusef te echa, te pago diez chelines. Si te quedas un año con Yusef, y me das buena información, verdadera información, no mentiras, te consigo empleo como primer criado en casa de hombre blanco. ¿Comprendes?

—Sí, señó.

—Si me dices mentiras, entonces vas a la cárcel. Tal vez te fusilen.

No sé. No me importa. ¿Comprendes?

—Sí, señó.

—Todos los días te encontrarás con tu hermano en el mercado de carne. Le dirás quién va a casa de Yusef. Adónde va Yusef. Si algún criado de otro va a la casa de Yusef. No dirás mentiras, sino la verdad. Nada de engaños. Si nadie va a casa de Yusef, dirás "nadie". No dirás una gran mentira. Si dices mentira, yo lo sé y vas derecho a la cárcel.

La cansadora letanía continuó. Nunca podía saber hasta qué punto lo comprendía. El sudor caía de la frente de Wilson; la cara gris, serena y fresca del muchacho lo irritaba como una acusación que no podía contestar.

—Vas a la cárcel y te quedas en la cárcel mucho tiempo.

El oía su propia voz, cascada por el deseo de impresionarlo; se oía a si mismo, como una parodia de hombre blanco.

—¿Scobie? ¿Conoces al mayor Scobie?

—Sí, señó. El muy buen hombre, señó.

Eran las primeras palabras, aparte de sí y no, que el muchacho pronunciaba.

—¿Lo ves en casa de tu amo?

—Si señó.

—¿Cuántas veces?

—Una, dos, señó

—¿El y tu amo... son amigos?

—Mi amigo piensa que mayor Scobie es muy buen hombre, señó.

La repetición de la frase irritó a Wilson. Exclamó furiosamente:

—No quiero saber si es bueno o no. Quiero saber cuándo se encuentra con Yusef, ¿comprendes? ¿De qué hablan? ¿Alguna vez les llevas de beber, cuando el primer criado está ocupado? ¿Qué oyes decir?

—última vez tuvieron gran discusión-dijo el muchacho, para congraciarse, como si mostrara una punta de sus mercaderías.

—Ya me lo imagino. Quiero saber todo lo referente a esa discusión.

—Cuando el mayor Scobie se va, mi amo puso almohadón sobre la cara.

—¿Qué demonios quieres decir con eso?

El muchacho plegó sus brazos sobre los ojos, con un ademán de gran dignidad, y dijo:

—Sus ojos mojan el almohadón.

—¡Dios mío —dijo Wilson—, qué cosa más rara!

—Luego bebió mucho whisky y va a dormir; diez, doce horas. Luego va a su almacén de Bond Street y hace mucha pelea.

—¿Por qué?

—Dice que lo estafan.

—¿Qué tiene que ver eso con el mayor Scobie?

El muchacho se encogió de hombros. Como tanta veces le había ocurrido, Wilson tenía la sensación de que le habían cerrado una puerta en la cara; él siempre estaba del otro lado de la puerta.

Cuando el muchacho se fue, volvió a abrir la caja de hierro, girando el dial de la combinación primero hacia la izquierda, hasta 32 — su edad—, luego hacia la derecha hasta 10 —el año de su nacimiento—, luego nuevamente hasta la izquierda, hasta el 65 —número de su casa de Western Avenue, en Ponner—, y sacó los códigos. 32946 78532 97402. Hilera tras hilera de grupos de cifras pasaban ante sus ojos. El telegrama estaba encabezado por la advertencia "Importante"; si no, hubiera postergado su lectura hasta la noche. Él sabía qué poco importante era en realidad; el barco de costumbre, que había salido de Lobito con los sospechosos de costumbre a bordo; diamantes, mantes, diamantes, diamantes. Cuando terminara de descifrar el telegrama, debía entregarlo al paciente comisario, quien probablemente ya había recibido una información similar, o contradictoria, del M. 1. 5, o alguna de las otras organizaciones secretas que pululaban como mangles en la costa. Dejen tranquilo pero no registren P. Ferreira pasalero primera. Ferreira era probablemente un agente que su organización había mandado a bordo. Era muy probable que el comisario recibiera un mensaje simultáneo del coronel Wright: se sospechaba que P. Ferreira traía diamantes, y debía ser rigurosamente registrado. 72391 87052 92034. ¿Cómo se hacía para dejar tranquilo, no registrar, y registrar minuciosamente a P. Ferreira, todo al mismo tiempo? Eso, por suerte no le incumbía. Quizá, si hubiera algún dolor de cabeza, le tocara a Scobie.

Nuevamente se acercó a la ventana para tomar un vaso de agua; nuevamente vio pasar a la misma muchacha. 0 quizá no fuera la misma. Miró la lluvia que goteaba entre los dos finos y alados omóplatos. Pensó que en otra época no se hubiera fijado en una negra. Le pareció que hacía años, y no meses, que estaba en esta costa; todos los años que van de la pubertad a la madurez.

El revés de la trama
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