III
Pisando suavemente las tablas del piso, lo condujo hasta el centro de su habitación; la cama de hierro estaba debajo del mosquitero grisáceo; el sillón de respaldo movible, la cómoda cubierta de revistas viejas. Wilson se sintió nuevamente disgustado, al comprobar que una habitación podía ser aun más triste que la suya.
—Cambiaremos de cuarto; una noche el mío y otra el tuyo, viejo.
—¿Qué arma emplearé?
—Puedo prestarte una de mis zapatillas.
Una tabla crujió bajo los pies de Wilson y Harris se volvió admonitoriamente.
—Tienen más oído que las ratas —dijo.
—Estoy un poco cansado. ¿No crees que sería mejor, por hoy...?
—Cinco minutos solamente, viejo. No podría dormirme sin cazar.
Mira, allí hay una; sobre la cómoda. Te cedo el primer golpe —pero cuando la sombra de la zapatilla cayó sobre la pared enyesada, el insecto huyó como un disparo.
—Así no se sirve, viejo. Mírame a mí.
Harris acechó su presa; la cucaracha estaba a mitad de camino por la pared, y Harris, mientras se acercaba de puntillas sobre el piso crujiente, empezó a mover su linterna para atrás y para adelante, sobre la cucaracha. De pronto, golpeó, y dejó una mancha de sangre.
—Una-dijo—. Hay que mesmerizarlas.
Silenciosamente, iban y venían por el cuarto, cruzando sus luces, blandiendo sus zapatos, perdiendo a veces la cabeza hasta perseguirlas locamente por los rincones. El placer de la caza se había apoderado de la imaginación de Wilson. Al principio, se trataban de una manera "deportiva"; se gritaban: "Buen golpe" o "Mala suerte"; pero una vez se encontraron junto al zócalo, persiguiendo la misma cucaracha, en un momento en que los tantos eran iguales, y los ánimos se caldearon.
—Es absurdo que persigamos el mismo pájaro, viejo — dijo Harris.
—Yo la descubrí.
—Perdiste la tuya, viejo. Ésta era mía.
—Era la misma. Dio una vuelta y vino aquí.
—¡Oh, no!
—De todos modos, no veo por qué no puedo perseguir la misma. Tú la hiciste venir hacia mí. Fue un error tuyo.
—No está permitido en el reglamento— dijo secamente Harris.
—Tal vez en el tuyo.
—Caramba— dijo Harris—, yo inventé el juego.
Encima del trozo oscuro del jabón del lavabo había una cucaracha. Wilson la espió, y lanzó su zapato desde seis pies de distancia. El zapato pegó exactamente sobre el jabón, y la cucaracha cayó dentro de la pileta; Harris abrió la canilla, y el agua la arrastró.
—Buen tiro, viejo— dijo, aplacatoriamente —. Una D.A.
—Nada de D.A.-dijo Wilson—. Ya estaba muerta cuando abriste la canilla.
—No puedes estar seguro. Quizá estaba inconsciente; caso de conclusión. Es una D.A., de acuerdo con el reglamento.
—¡Otra vez tu reglamento!
—Mi reglamento es el único aceptado en esta ciudad.
—No lo será por mucho tiempo —amenazó Wilson, y salió pegando un portazo; las paredes de su cuarto vibraban en torno de él, como consecuencia del golpe. Su corazón latía de rabia y de calor; el sudor chorreaba de sus axilas. Pero cuando estuvo junto a la cama, y vio en torno de él una réplica del cuarto de Harris, el lavabo, la mesa, el mosquitero gris, hasta la cucaracha en la pared, la cólera lo abandonó, y la soledad ocupó su lugar. Se había peleado con su propia imagen en el espejo.
—He sido un loco —pensó—. ¿Por qué habré huido así? He perdido a un amigo.
Esa noche tardó mucho tiempo en dormirse; cuando por fin se durmió, soñó que había cometido un crimen; se despertó abrumado aún por la sensación de culpabilidad. Al ir a tomar el desayuno, se detuvo frente a la puerta de Harris. Golpeó, pero no obtuvo respuesta. Abrió un poco la puerta y vio, oscuramente, a través del mosquitero gris, la húmeda cama de Harris.
¿Estás despierto? —le preguntó suavemente.
¿Que pasa, viejo?
Siento mucho lo de anoche, Harris.
La culpa es mía, viejo. Tengo un poco de fiebre. Por eso me sentía mal. Irritable.
—No, la culpa fue mía. Tenías razón, era D.A.
—Tiraremos una moneda al aire, viejo.
—Vendré esta noche, otra vez.
—Encantado.
Pero después del desayuno algo alejó a Harris de sus pensamientos. Había pasado por la oficina del Comisario, y al salir se encontró con Scobie.
—Hola-dijo Scobie—, ¿qué hace por aquí?
—Vine a ver al Comisario, por un pase. Se requieren tantos pases en este pueblo, señor. Necesitaba uno para el desembarcadero.
—¿Cuándo volverá a visitarnos, Wilson?
—Supongo que no ha de agradarles mucho la presencia de un extraño, señor.
—¡Qué disparate! A Luisa le gustaría otra conversación sobre literatura. Yo nunca leo nada, usted sabe, Wilson.
—Supongo que no tendrá mucho tiempo.
—¡Oh, sí!; en un lugar como éste-dijo Scobie— siempre sobra un montón de tiempo. Sólo que no me da por leer, nada más. Venga un momento hasta mi oficina, mientras llamo a Luisa por teléfono. Estará contenta de verlo. Me encantaría que usted fuera a casa y la sacara a caminar un poco. No hace bastante ejercicio.
—Me gustaría mucho —dijo Wilson, y se ruborizó apresuradamente en la sombra. Miró en torno de sí; ésta era la oficina de Scobie. La examinó como un general que examina un campo de batalla; sin embargo, era difícil considerar a Scobie como enemigo. Mientras éste se sentaba y discaba un número en el teléfono, las esposas tintinearon en la pared.
—¿Está libre esta tarde?
Volvió rápidamente a la realidad, consciente de que Scobie lo observaba; levemente protuberantes, levemente enrojecidos, los ojos de éste estaban fijos sobre él, en una especie de meditación.
—No me imagino por qué vino usted aquí —dijo Scobie—. No es hombre para un lugar como éste.
—Uno se deja llevar por los sucesos —mintió Wilson.
—Yo no-dijo Scobie—; siempre he sido un previsor. Ya ve, hasta proyecto paseos para los demás.
Comenzó a hablar por teléfono. Su timbre de voz cambió, como si estuviera desempeñando un papel, un papel que requería paciencia y ternura; un papel tantas veces desempeñado, que esos ojos que Wilson veía parecían totalmente inexpresivos. Colgó el receptor y dijo:
—Muy bien. Ya está todo arreglado, entonces.
—Me parece un plan espléndido —dijo Wilson.
—Mis planes siempre empiezan bien —dijo Scobie—. Ustedes dos salen a caminar, y cuando vuelvan tendré preparados unos cocktails. Quédese a comer —prosiguió, con un matiz de ansiedad—; nos alegrará mucho su compañía.
Cuando Wilson se hubo ido, Scobie fue a ver al Comisario.
—Venía a verlo, señor, pero me encontré con Wilson— dijo Scobie.
—¡Oh, sí, Wilson! —dijo el Comisario—. Vino un momento para hablarme de uno de sus lancheros.
Las persianas de la oficina estaban cerradas, para evitar el sol matutino. Un sargento pasó por allí, con una carpeta, y dejó tras de sí un soplo de zoológico. El día era pesado, ante la proximidad de la lluvia; a las ocho y media de la mañana, el cuerpo ya chorreaba de sudor.
—Me dijo que había venido por un pase— dijo Scobie.
—¡Oh, sí! — dijo el Comisario—. También por eso.
Puso una hoja de papel secante debajo de su muñeca, para absorber el sudor mientras escribía.
—Si, también hablamos de un pase, Scobie.