I

Era casi la una de la madrugada cuando Scobie volvió a su casa. La luz de la cocina estaba apagada, y Alí dormitaba en el umbral de entrada; la luz de los faros lo despertó, al atravesar su rostro dormido.

Se levantó de un salto, y con su linterna alumbró el camino desde el garaje.

—Muy bien, Ali. Vete a la cama.

Entró a la casa vacía; ya había olvidado los profundos tonos del silencio. Muchas veces había vuelto tarde, cuando Luisa dormía, pero nunca había encontrado totalmente en el silencio esta cantidad de seguridad e inexpugnabilidad; sus oídos habían esperado, aun cuando no los percibiera, el leve susurro de la respiración de otra persona, el imperceptible movimiento. Ahora no había nada que escuchar. Subió la escalera y se encerró en el dormitorio. Todo había sido puesto en orden; no quedaba señales ni de la partida de Luisa, ni de su presencia. Ali había guardado todo; hasta la fotografía, que ahora estaba en un cajón. Scobie se sintió realmente solo. En el cuarto de baño se movió una rata, y en cierto momento el techo de cinc se estremeció

bajo el peso de un buitre retrasado que se acomodaba para dormir.

Scobie se sentó en la sala y apoyó los pies sobre una silla. Todavía no quería ir a acostarse, pero tenía sueño; el día había sido largo. Ahora que estaba solo podía permitirse los actos más irracionales: dormir en una silla en vez de la cama. La tristeza se descascaraba de su mente, dejando paso a la satisfacción. Había cumplido con su deber; Luisa era feliz. Cerró los ojos. El ruido de un coche que llegaba, la luz de los faros al pasar por la ventana, lo despertaron. Supuso que era un coche de la policía; esa noche era oficial responsable, y pensó que algún telegrama urgente y probablemente innecesario había llegado. Abrió la puerta y encontró a Yusef en el umbral.

—Perdóneme, mayor. Vi su luz encendida, al pasar, y pensé...

—Entre— dijo Scobie—. Tengo whisky; o si prefiere un poco de cerveza...

—Es muy amable de su parte, mayor — dijo Yusef, sorprendido.

—Si conozco a un hombre lo suficiente para pedirle dinero prestado, también puedo ser amable con él.

—Un poco de cerveza, entonces, mayor.

—¿No lo prohíbe el Profeta?

—El Profeta no tenía mayor conocimiento de la cerveza embotellada, o del whisky, mayor. Debemos interpretar sus palabras con un criterio moderno.

Observó a Scobie, que sacaba las botellas de la heladera.

—¿No tiene refrigerador eléctrico, mayor?

—No. El mío está esperando un repuesto. Seguirá esperando hasta que termine la guerra, supongo.

—No puedo permitirlo. Tengo varios refrigeradores sin usar. Permítame enviarle uno.

—¡Oh, me arreglo muy bien así, Yusef! Durante dos años nos hemos arreglado con esto. ¿Así que usted pasaba por aquí?

—Bueno, no exactamente, mayor. Es una manera de decir. Para decir verdad, esperé a que sus criados estuvieran dormidos, y pedí un coche prestado en un garaje. El mío es tan conocido... Y vine sin chófer. No quería molestarle, mayor.

—Le repito, Yusef, que nunca negaré que conozco a un hombre a quien he pedido dinero prestado.

—Siempre insiste en eso, mayor. Comprenda que sólo fue una transacción comercial. El cuatro por ciento es un buen interés. Pido más solamente cuando dudo de la garantía. Quisiera que usted me permitiese enviarle un refrigerador.

—¿Para qué quería verme?

—Primero, mayor, quería preguntar por la señora Scobie. ¿Tiene un camarote cómodo? ¿No necesita nada? El barco hace escala en Lagos, y yo podría hacerle mandar allí cualquier cosa que ella necesitara a bordo. Telegrafiaría a mi agente.

—Creo que tiene bastantes comodidades.

—Después, mayor, quería hablar unas palabras con usted, sobre unos diamantes.

Scobie puso dos botellas más de cerveza en el hielo.

—Yusef —dijo lenta y amablemente—, no quiero que usted piense que yo pertenezco a esa clase de hombres que un día piden dinero prestado y al día siguiente insultan a su acreedor para tranquilizar su ego.

—¿Ego?

—Sí. Su amor propio. Lo que usted quiera. No pretenderé negar que nosotros, en cierto sentido, nos hayamos vuelto colegas comerciales; pero mis obligaciones se reducen estrictamente a pagarle el cuatro por ciento.

—De acuerdo, mayor. Usted ya me ha dicho esto otras veces, y estoy de acuerdo. Vuelvo a decirle que ni sueño con que usted haga algo por mí. Prefiero más bien hacer algo por usted.

—¡Qué tipo raro es usted, Yusef! Realmente, creo que le he caído en gracia.

—Sí, usted me gusta mucho, mayor.

Yusef estaba sentado sobre el borde de la silla, que marcaba una profunda hendidura en sus grandes y expansivos muslos. En cualquier casa estaba incómodo, excepto en la suya.

—Y ahora, ¿puedo hablarle de diamantes, mayor?

—Desembuche, entonces.

—Yo creo que el Gobierno está loco por los diamantes. Le hacen perder tiempo a usted, y a toda la Policía de Seguridad. Mandan agentes especiales por toda la costa; hasta tenemos uno aqui; usted sabe quién es, aunque se supone que nadie sabe, excepto el comisario; se gasta el dinero en cualquier negro o sirio que le cuenta mentiras.

Luego las telegrafía a Inglaterra, y a toda la costa. Y después de todo

ese trabajo, ¿encuentran alguna vez algún diamante?

—Eso no nos concierne, Yusef.

—Quiero hablarle como a un amigo, mayor. Hay diamantes y diamantes, y sirios y sirios. Ustedes corren detrás de las personas que no interesan. Quieren impedir que los diamantes industriales pasen a Portugal y luego a Alemania, o crucen la frontera con los franceses de Vichy. Pero todo el tiempo están persiguiendo a personas que no tienen interés en diamantes industriales, personas que sólo quieren conseguir unas cuantas piedras de pura agua y meterlas en una caja

de hierro hasta que termine la guerra.

—¿En otras palabras, usted?

—Durante este mes, la policía ha venido seis veces a mis almacenes, y ha revuelto todo. De este modo nunca encontrarán diamantes industriales. Vea: por una caja de fósforos llena, no le dan ni doscientas libras. A ésos los llamo coleccionistas de pedregullo— dijo con desprecio.

—Yo estaba seguro, Yusef— dijo Scobie lentamente—, de que tarde o temprano usted me pediría algo. Pero no conseguirá más que el cuatro por ciento. Mañana elevaré al comisario un informe completo y confidencial de nuestro arreglo comercial. Por supuesto, Podría pedir mi renuncia, pero no creo que lo haga. Confía en mí.

Un recuerdo lo aguijoneó.

—Creo, por lo menos, que confía.

—¿Le parece prudente, mayor?

—Me parece muy prudente. Cualquier clase de secretos entre nosotros dos llegaría con el tiempo a traer consecuencias.

—Como usted quiera, mayor. Pero no le pediré nada, se lo aseguro. Quisiera más bien darle algo, alguna vez. Usted no acepta el refrigerador, pero quizá acepte mis consejos, mis informaciones.

—Lo escucho, Yusef.

—Tallit es muy poca cosa. Es cristiano. El padre Rank y otras personas lo visitan. Ellos dicen: "Si existe un sirio honesto en el mundo, es Tallit". Tallit no tiene mucho éxito, y confunden eso con la honestidad.

—Continúe.

—El primo de Tallit parte en el próximo barco portugués. Registrarán su equipaje, por supuesto, y no encontrarán nada. Llevará un loro en una jaula. Le aconsejo, mayor, que deje pasar al primo de Tallit, y se guarde el loro.

—¿Por qué debo dejar pasar al primo de Tallit?

—No debe mostrar todas sus cartas ante Tallit. Fácilmente puede decir que el loro está enfermo, y que debe quedarse. No se atreverá a hacer un escándalo.

—¿Usted insinúa que los diamantes están en el buche del pájaro?

—Sí.

—¿Alguna vez han empleado esa treta, con anterioridad, en un barco portugués?

—sí.

—Me parece que tendremos que comprar una pajarera.

—¿Procederá de acuerdo con mi información, mayor?

—Usted me informa, Yusef; no espere que yo haga lo mismo.

Yusef asintió con la cabeza y sonrió. Incorporando con cierto cuidado su voluminoso cuerpo, tocó rápida y tímidamente la manga de Scobie.

—Tiene razón, mayor. Créame, no quiero causarle ningún daño nunca. Tendré cuidado, y usted también tendrá cuidado, y todo andará bien.

Parecía que conspiraran juntos para que todo anduviera bien; hasta la inocencia adquiría un color dudoso en manos de Yusef.

—Si usted fuera amable de vez en cuando con Tallit, sería más prudente. El espía lo visita.

—No sé de ningún espía.

—Hace muy bien, mayor.

Yusef revoloteaba como un mariposón en el borde de la lámpara.

—Quizá, si uno de estos días escribe a la señora Scobie-dijo—, podría enviarle mis mejores deseos. ¡Oh, no, las cartas pasan por la censura! No puede hacer eso. Quizá pudiera decirle..., no, mejor que no. Basta con que usted sepa, mayor, que mis mejores deseos son para usted...

Tropezando en el estrecho sendero, se dirigió hacia su coche. Cuando hubo encendido las luces, aplicó la cara contra el vidrio; a la luz del tablero, parecía vasta, indigna de confianza, pastosa y sincera; ensayó un tímido ademán de salutación hacia Scobie, que permanecía solitario en la entrada de la casa tranquila y vacía.

El revés de la trama
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