Extracto del diario de Ephraim Goodweather

Domingo, 28 de noviembre

Con todas las ciudades y provincias alrededor del mundo alarmadas ya por los primeros informes procedentes de Nueva York, y azotadas por oleadas de desapariciones inexplicables cada vez más crecientes…

Ante rumores y relatos macabros —desaparecidos que regresaban a sus hogares después del anochecer, poseídos por deseos inhumanos— propagándose a un ritmo más vertiginoso que el de la propia pandemia…

Con términos como «vampirismo» y «plaga» pronunciados finalmente por todos los hombres de estado…

Y con la economía, los medios de comunicación y los sistemas de transporte derrumbándose en todo el mundo…

… el mundo ya estaba al límite, tambaleándose en medio del pánico generalizado.

Y entonces estallaron las conflagraciones de las plantas nucleares. Una tras otra.

Ningún registro oficial de los hechos o de la secuencia temporal puede verificarse —ni nunca se podrá—, debido a la destrucción masiva y a la devastación subsiguiente. Lo que sigue es la hipótesis más aceptada, aunque hay que reconocer que es «la mejor conjetura», basada principalmente en la disposición de las fichas antes de que cayera la primera del dominó. Después de China, el fallo en el reactor de la planta nuclear construida por el Grupo Stoneheart en Hadera, en las costas de Israel, desencadenó una segunda fusión nuclear. Una nube de vapor radiactivo se levantó, propagando grandes partículas de radioisótopos, así como de cesio y telurio en forma de aerosol. Las cálidas corrientes de viento del Mediterráneo llevaron la contaminación hacia el noroeste, a Siria y a Turquía, así como al mar Negro en Rusia, y también hacia el oriente, a Irak y al norte de Irán.

Se sospechaba que la causa había sido un sabotaje terrorista, y todo parecía indicar que provenía de Pakistán. Este país negó estar involucrado, pero el gabinete israelí fue convocado después de una reunión de emergencia en la Knéset, lo cual fue calificado de inmediato como un consejo de guerra. Mientras tanto, Siria y Chipre exigieron una condena internacional a Israel, y cuantiosas reparaciones económicas, e Irán declaró que la maldición de los vampiros era de origen judío.

El presidente y primer ministro de Pakistán, interpretando que la fusión del reactor era una excusa de Israel para lanzar un ataque contra los países musulmanes, logró que el Parlamento aprobara un ataque nuclear preventivo de seis cabezas nucleares. Israel respondió de inmediato con un segundo ataque.

Irán bombardeó Israel y se adjudicó la victoria. India lanzó cabezas nucleares de quince kilotones en represalia contra Pakistán e Irán.

Corea del Norte, impulsada por el temor a la peste, y al de una hambruna a gran escala, atacó a Corea del Sur y desplegó sus tropas a lo largo del paralelo 38.

China se dejó arrastrar al conflicto, en un intento por distraer a la comunidad internacional tras los fallos catastróficos de su reactor nuclear.

Las explosiones nucleares desencadenaron terremotos y erupciones volcánicas. Varias toneladas de cenizas y de ácido sulfúrico fueron arrojadas a la estratosfera, así como cantidades de dióxido de carbono, multiplicando por mil el efecto invernadero.

Las ciudades ardieron y los pozos petrolíferos estallaron en llamas, consumiendo varios millones de barriles diarios de petróleo, que no pudieron ser sofocadas por el hombre.

Estas chimeneas lo oscurecieron todo, llenando de humo la estratosfera ya saturada de ceniza volcánica, circulando por todo el planeta y absorbiendo la luz solar a niveles que alcanzaron el ochenta y el noventa por ciento.

El hollín frío se esparció como un revestimiento sobre la Tierra y cubrió con su manto funesto todos los asentamientos humanos, generando un caos mayor y la inminencia del Rapto o Arrebatamiento. Las ciudades degeneraron en prisiones tóxicas, y las autopistas se convirtieron en depósitos de chatarra inoperantes. Las fronteras con México y Canadá fueron cerradas, y los ciudadanos ilegales que cruzaban el río Grande fueron recibidos con el poder de las armas. De todas formas, las fronteras no tardaron en desaparecer.

La inmensa nube radiactiva permaneció suspendida sobre Manhattan, y el cielo se vistió de rojo hasta que el manto de ceniza atmosférica sustituyó al sol. Era una noche perpetua y artificial, pues los relojes aún marcaban el día, y sin embargo, todo era demasiado real.

En el litoral, el océano adquirió una pátina negra y plateada, duplicando la oscuridad de la atmósfera.

Luego se desató una lluvia de cenizas. La precipitación contribuyó a que todo se hiciera más y más negro.

Las alarmas no tardaron en silenciarse y las hordas de vampiros salieron de sus sótanos… para reclamar su reino.

Túnel del North River

FET VIO A NORA sentada en la vía, allí en las entrañas del túnel bajo el río Hudson. La señora Martínez dormía con la cabeza apoyada en el regazo de su hija, que le acariciaba el pelo gris.

—Nora —dijo Fet, sentándose a su lado—, ven, déjame ayudarte con tu madre…

—Mariela —dijo Nora—. Su nombre es Mariela.

Y entonces se desmoronó, rompió a llorar y su cuerpo se estremeció a causa del llanto profundo, primitivo, mientras hundía su rostro en el pecho de Fet.

Eph no tardó en regresar de la tubería que iba hacia el este, donde había buscado infructuosamente a Zack. Nora lo observó, agotada y vacía, casi intentando levantarse, con la esperanza y el dolor reflejados en su rostro.

Eph apartó el visor nocturno de sus ojos y negó con la cabeza. Nada.

Fet sintió la tensión entre Eph y Nora. Ambos estaban emocionalmente devastados, y parecían no encontrar las palabras. Sabía que Eph no culpaba a Nora, que él no dudaba un solo instante de que ella había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvar a Zack, dadas las circunstancias. Pero también sintió que al perder a Zack, también había perdido a Eph.

Fet le contó que Setrakian se había marchado a Locust Valley en compañía de Gus.

—Me dijo que viniera hasta aquí. —Fet miró a Eph—. A buscarte.

Eph sacó de su bolsillo la botella que había encontrado en la cabina del remolcador. Bebió un gran sorbo y miró hacia el túnel con evidente expresión de disgusto.

—Así que aquí estamos —se limitó a decir.

Fet sintió a Nora erizarse a su lado. A continuación, un rugido lejano comenzó a llenar el túnel. Fet no lo oyó al principio, porque el sonido se vio distorsionado por el incesante zumbido de su oído malo.

Era una máquina, un motor que venía hacia ellos, y el ruido sonó como un bisbiseo terrorífico en el interior del amplio túnel de piedra.

La luz se acercó. No podía ser un tren.

Dos luces. Unos faros delanteros. Era un automóvil.

Fet sacó su espada, dispuesto a todo. El vehículo se detuvo, el Hummer negro traqueteaba entre los raíles con los gruesos neumáticos destrozados por las vías del tren.

La parrilla delantera estaba completamente blanca con sangre de vampiros.

Gus se apeó, con un pañuelo azul atado en la cabeza. Fet se apresuró a la puerta de enfrente, en busca del anciano.

Pero no había nadie más en el Hummer.

Gus supo a quién buscaba Fet y negó con la cabeza.

—Dime… —suplicó Fet.

Gus le contó que había dejado a Setrakian en la planta nuclear.

—¿Lo abandonaste? —señaló Fet.

La sonrisa de Gus tenía un rictus de rabia.

—Me lo exigió. Lo mismo que hizo contigo.

Fet se contuvo. Se dio cuenta de que el chico tenía razón.

—¿Ha desaparecido? —preguntó Nora.

—Creo que sí. Estaba dispuesto a luchar hasta el final. Ángel también se quedó; estaba chiflado —explicó Gus—. Por otro lado, es imposible que el Amo haya escapado ileso. Sólo con la radiación…

—La fusión nuclear —corrigió Nora.

Gus asintió.

—Oí la explosión y las sirenas. Una nube desagradable venía hacia acá. El anciano me ordenó que viniera a buscaros. Dijo que nos refugiáramos aquí. Para protegernos del desastre. —Señaló a Fet, echando un vistazo a su alrededor.

Se encontraban bajo tierra. Fet estaba acostumbrado a tener la ventaja en ese tipo de escenarios: era un exterminador que liquidaba a los bichos en sus madrigueras. Pensó qué harían las ratas, las supervivientes por excelencia, ante esta situación, y vio el tren descarrilado en la distancia, con sus ventanas manchadas de sangre reflejando los faros del Hummer.

—Limpiaremos los vagones del tren —dijo—. Podremos dormir allí por turnos. Cerraremos las puertas con seguro. Hay un vagón-restaurante donde podremos encontrar comida. Hay agua. Y baños.

—Tal vez nos sirva por unos días —dijo Nora.

—Durante todo el tiempo que podamos —acotó Fet. Sintió una oleada de emociones: orgullo, resolución, gratitud y dolor, golpeándolo como un puño. El anciano había desaparecido pero en cierto sentido seguía acompañándolos—. Lo suficiente para que pasen los peores efectos de la radiactividad.

—¿Y luego qué? —Nora estaba agotada y harta de todo. Aunque aún no se vislumbraba un final. No tenían ningún sitio adonde ir, sólo podían seguir adelante, a través de aquel nuevo infierno en la Tierra—. Setrakian se ha ido; tal vez haya muerto o le haya sucedido algo peor. Hay un verdadero holocausto sobre nosotros. Ellos han ganado. Los strigoi han prevalecido. Todo ha terminado. Se acabó.

Nadie dijo nada. El aire permaneció silencioso e inmóvil en el extenso túnel. Fet abrió la bolsa que llevaba al hombro, hurgó en su interior con sus manos sucias, y sacó el libro de plata.

—Tal vez —dijo—. O tal vez no…

Eph agarró una de las potentes linternas de Gus y se alejó, siguiendo el rastro de los desechos vampíricos.

Ninguno de ellos lo condujo a Zack. Pese a todo, continuó llamando a su hijo. Su voz producía un eco vacío a través del túnel y regresaba de nuevo a él como una burla. Vació la botella, arrojó el grueso recipiente de cristal contra la pared del túnel, y el sonido que produjo al romperse resonó como una blasfemia.

Encontró el inhalador de Zack.

Estaba a un lado de la vía, en un lugar casi imperceptible. Aún llevaba la etiqueta de identificación: «Zachary Goodweather, calle Kelton, Woodside, Nueva York».

De repente, cada una de esas palabras le habló de un montón de cosas perdidas: un nombre, una calle, un barrio.

Lo había perdido todo. Nada de eso tenía ya significado alguno.

Eph presionó el inhalador mientras permanecía de pie allí, en aquella cueva oscura y subterránea. Lo apretó con tanta fuerza que la carcasa de plástico comenzó a resquebrajarse.

Se detuvo. «Consérvalo», se dijo a sí mismo. Se lo llevó a su corazón y apagó la linterna. Permaneció inmóvil, temblando de rabia en medio de la oscuridad absoluta.

El mundo había perdido al sol. Eph había perdido a su hijo.

Comenzó a prepararse para lo peor.

Regresaría junto a sus aliados. Podría limpiar el tren descarrilado, vigilar con ellos, y esperar.

Pero mientras los demás aguardaban a que el aire de la atmósfera se descontaminara un poco, Eph estaría esperando otra cosa. Estaría anhelando que Zack regresara a él convertido en un vampiro.

Pero él había aprendido de su error. Y no podía mostrar la menor señal de condescendencia, tal como había hecho con Kelly.

Sería un privilegio y un regalo liberar a su único hijo.

Pero el peor escenario imaginado por Eph —que Zack regresara transformado en un vampiro en busca del alma de su padre— no resultó ser lo peor de todo.

No.

Lo peor fue que Zack nunca regresó.

Lo peor fue la comprensión gradual de que su vigilia no tendría fin. Que su dolor no encontraría la liberación.

La Noche Eterna había comenzado.