Préstamos y curiosidades Knickerbocker, Calle 118, Harlem Latino

Setrakian entró en la casa de empeños después de abrir la puerta de seguridad. Fet, que esperaba fuera como un cliente ocasional, imaginó al anciano repitiendo esa misma rutina durante treinta y cinco años. Y cuando el dueño de la tienda salió a la calle para recibir la luz del sol, por un momento todo pareció haber vuelto a la normalidad. Un anciano entornando sus ojos bajo el sol en una calle plácida de Nueva York. Esa escena, lejos de reconfortarlo, le produjo nostalgia a Fet. No le parecía que quedaran ya muchos momentos «normales».

Setrakian, con un chaleco de tweed sin chaqueta y los puños de la camisa blanca remangados, miraba el letrero en un lateral de la furgoneta: «Departamento de Obras Públicas de Manhattan».

—La he pedido prestada —le dijo Fet.

El viejo profesor parecía estar complacido.

—Me pregunto si podrías conseguir otra.

—¿Para qué? ¿Adónde vamos?

—No podemos permanecer más tiempo aquí.

Eph se sentó en la camilla de una de las máquinas de ejercicios que Setrakian había habilitado en aquella bodega de almacenamiento de ángulos extraños que estaba en la planta superior de su casa. Zack se sentó a su lado con una pierna doblada, la rodilla a la altura de su mejilla, abrazándose los muslos. Tenía un aspecto andrajoso, como un niño que hubiera regresado cambiado de un campamento pavoroso, y no en un sentido agradable precisamente. Varios espejos de plata los rodeaban, y Eph sintió que eran observados por una multitud de ojos antiguos. El marco de la ventana rodeado de barrotes había sido tapiado deprisa, un vendaje más feo que la herida que cubría.

Eph escrutó el rostro de su hijo, intentando descifrarlo. Le preocupaba la salud mental del niño, y también la suya. Se frotó la boca antes de hablar, y sintió una aspereza en las comisuras de los labios y en el mentón, señal de que no se había afeitado en varios días.

—He repasado el manual de educación infantil —comenzó—. Desgraciadamente, no hay ningún capítulo sobre vampiros.

Intentó sonreír, pero no tenía la certeza de que eso funcionara. Ya no estaba seguro de que su sonrisa fuera persuasiva. Y tampoco de que alguien debiera sonreír en ese momento.

—Está bien, sé que esto te sonará algo disparatado. Pero déjame decírtelo. Ya sabes que tu madre te amaba, Z. Mucho más de lo que puedes alcanzar a imaginarte, tanto como una madre puede amar a un hijo. Por esa razón, ella y yo pasamos por todo lo que vivimos —y a veces todo parecía un forcejeo eterno—, porque ninguno de los dos soportaba estar lejos de ti. Porque tú lo eras todo para nosotros, Zack. Sé que algunas veces los niños se culpan a sí mismos por la separación de sus padres. Pero en este caso tú eras lo único que nos mantenía juntos. Y lo que nos hizo pelear como locos por ti.

—Papá, no tienes que…

—Lo sé, lo sé. Quieres que deje de hablar, ¿verdad? Pero no. Necesitas oír esto, y es mejor que sea ahora mismo. Tal vez yo también necesite oírlo, ¿de acuerdo? Necesitamos entendernos con claridad. Poner esto delante de nosotros. El amor de una madre… es como una fuerza. Está más allá del afecto. Es algo tan profundo como el alma. El amor de un padre —mi amor por ti, Zack— es lo más grande que hay en mi vida, de veras lo es. Pero esto me ha hecho comprender que el amor maternal tiene una particularidad, y es que seguramente sea el vínculo espiritual más fuerte que existe entre los seres humanos.

Quiso saber cómo se lo estaba tomando Zack, pero su rostro permanecía impasible.

—Y ahora esta plaga, esta cosa horrible…, se ha apoderado de lo que era tu madre, y ha acabado con todo lo bueno que había en ella. Con todo lo noble y verdadero, tal como lo entendemos nosotros, los seres humanos. Tu madre… era hermosa, se preocupaba por ti… en demasía; y también era algo alocada, tal como lo son todas las madres dedicadas. Pero tú eras su gran regalo. Era así como ella te veía. Y aún lo sigues siendo, Zack. Esa parte de ella sigue viva. Pero tu madre se ha transformado. Ya no es Kelly Goodweather. Ya no es mamá, y ambos tenemos dificultades para aceptarlo. Por lo que puedo decir, lo único que queda de ella es el vínculo contigo. Ese vínculo es sagrado y no muere nunca. Eso que denominamos amor en las tarjetas de felicitación cursis es un sentimiento mucho más intenso de lo que somos capaces de imaginar los seres humanos. Su amor hacia ti parece haber cambiado…, se ha transformado en otro tipo de deseo, en una necesidad imperiosa. ¿Dónde está ella ahora? En algún lugar, ansiando estar a tu lado; ella no cree que sea algo malo o peligroso, no. Sólo quiere que estés a su lado. Y lo que tú necesitas saber es que todo esto ha ocurrido porque tu madre te amó incondicionalmente.

Zack asintió con la cabeza. No pudo hablar, o no quería hacerlo.

—Ahora, una vez dicho esto, tenemos que mantenerte a salvo de ella. Su aspecto ya no es el mismo, ¿verdad? Ahora es distinta, esencialmente diferente, y esto no es fácil de aceptar; no puedo conseguir que eso, protegerte de ella, de lo que se ha convertido, te agrade, pero ésa es la nueva responsabilidad que tengo ahora como padre, como tu padre. Si piensas en tu madre como era originalmente, y en lo que habría hecho para protegerte…, bueno, dime…: ¿qué piensas que habría hecho ella?

—Me habría escondido —respondió Zack sin vacilar.

—Exactamente. Te alejaría de la amenaza, te llevaría muy lejos, para que estuvieras en un lugar seguro. —Eph escuchaba lo que le decía a su hijo—. Simplemente te recogería y… saldría corriendo. Estoy en lo cierto, ¿no es así?

—Tienes razón —dijo Zack.

—Muy bien, así que ¿hay que ser una madre sobreprotectora? Ésa es mi misión ahora.

Brooklyn

ERIC JACKSON FOTOGRAFIÓ la ventana en llamas desde tres ángulos diferentes. Siempre llevaba una pequeña cámara digital Canon cuando estaba de servicio, junto con su pistola y su placa.

El grabado con ácido era el último grito de la moda. Aguafuertes, generalmente mezclados con betún, estampados en vidrio o en plexiglás. No se veían de inmediato, y sólo ardían en el cristal al cabo de varias horas. Cuanto más tiempo permaneciera el tag grabado con ácido, más permanente se hacía.

Retrocedió un poco para evaluar el tamaño. Seis apéndices negros salían de una masa roja que había en el centro. Miró las fotos que tenía en la memoria de su cámara. Una, con poca definición, tomada el día anterior en Bay Ridge y otra, en Canarsie, más parecida a un asterisco de gran tamaño, pero con la misma precisión en el trazo.

Jackson reconocía fácilmente un grafiti de Phade. Es cierto que éste era diferente a su obra habitual —parecía un trabajo de aficionados en comparación con los otros—, pero los exquisitos arcos y el equilibrio perfecto de las proporciones eran inconfundibles.

Todo indicaba que el tipo recorría toda la ciudad, a veces en una sola noche. ¿Cómo podía hacerlo?

Eric Jackson era miembro del Grupo Antivandalismo del Departamento de Policía de Nueva York. Él creía ciegamente en el evangelio de la policía de Nueva York en lo referente a las inscripciones o dibujos hechos en las paredes. Incluso los vertiginosos grafitis con más bello colorido y detalles más logrados representaban una afrenta al orden público. Una invitación a que otros se apropiaran del espacio urbano e hicieran lo que les diera la gana con él. La libertad de expresión siempre era la coartada que aducían los sinvergüenzas. Arrojar basura a la calle también era un libre acto de expresión, pero podían detenerte por eso. El orden era algo frágil de por sí, y el caos siempre estaba al acecho, a la vuelta de la esquina.

En ese momento, la ciudad era testigo de primera mano.

Los disturbios habían estallado en varias manzanas del sur del Bronx. Las noches eran de lo peor. Jackson estuvo esperando en vano la llamada del capitán para salir a la calle con su uniforme. Tampoco oyó demasiadas conversaciones en la frecuencia de radio cuando la conectó en el coche patrulla. Así que decidió continuar haciendo su trabajo.

El gobernador había ignorado las llamadas de la Guardia Nacional, puesto que era un hombre que sólo sopesaba su futuro político en Albany. Aparentemente, la Guardia estaba diezmada y tenía pocas unidades disponibles —pues tenía muchas desplegadas en Irak y Afganistán—, pero al ver las columnas de humo negro elevándose en el firmamento, Jackson habría aceptado cualquier ayuda con satisfacción.

El agente de policía lidiaba con vándalos de los cinco distritos, aunque no había nadie tan prolífico como Phade. El tipo estaba en todas partes. Debía de dormir durante el día y pintar durante toda la noche. Tenía unos quince o dieciséis años, y estaba en activo desde los doce. Ésa era la edad de iniciación de casi todos los grafiteros, quienes practicaban en paredes de escuelas, en quioscos de periódicos, en fin. En las imágenes captadas por la cámara de seguridad, el rostro de Phade aparecía siempre cubierto por la capucha de una sudadera de los Yankees —sobre la que se ponía otra de cuello de tortuga—, y a veces llevaba también una mascarilla de protección contra los vapores del aerosol. Se vestía con el atuendo típico de los grafiteros: pantalones estilo carpintero con muchos bolsillos, una mochila para su Krylon y zapatillas de baloncesto.

La mayoría de los vándalos trabajan en equipo, pero Phade no. Era una leyenda juvenil que se movía impunemente entre los diferentes distritos.

Se decía que siempre llevaba consigo un juego de llaves de tráfico robadas, incluyendo una llave de esqueleto para abrir vagones del metro. Sus dibujos le habían hecho ganar una cierta reputación. A diferencia del típico grafitero joven con una autoestima baja, un ansia de ser reconocido por sus pares y una visión distorsionada de la fama, Phade no firmaba con un tag —con un apodo o un motivo repetitivo—, ya que su estilo era único. Sus grafitis no se limitaban únicamente al espacio de las paredes. Jackson sospechaba —algo que había dejado de ser una simple corazonada para convertirse en una certeza absoluta con el tiempo— que Phade debía de ser un sujeto obsesivo-compulsivo, tal vez con síntomas de síndrome de Asperger o incluso autista.

Jackson comprendía esto, entre otras cosas, porque él también era obsesivo. Por ejemplo, tenía un cuaderno Cachet de tapa negra con bocetos de las obras de Phade, muy similar en su apariencia a los libros que cargaban los grafiteros. Jackson era uno de los cinco agentes asignados a la unidad GHOST del Grupo Antivandalismo —el Grupo de Represión de Delincuentes Habituales de Grafitis— y era el responsable de la base de datos de los grafiteros y de sus zonas de acción. Las personas que consideran que los grafitis son una especie de «arte callejero» piensan exclusivamente en globos de chicle de estilo delirante y colores psicodélicos pintados en los muros de las construcciones y en los vagones del metro. No creen que los grafiteros dibujan también en las fachadas de las tiendas y compiten por conseguir un puesto destacado y —lo que resulta más peligroso— para que los persigan. O con mucha más frecuencia, que estén demarcando los límites territoriales de las pandillas, buscando el reconocimiento o simplemente intimidando.

Los otros cuatro policías del GHOST no habían ido a trabajar. Algunos informes policiales señalaban que muchos agentes del Departamento de Policía de Nueva York estaban abandonando la ciudad como lo habían hecho sus homólogos de Nueva Orleans tras el huracán Katrina, pero Jackson no podía creerlo. Tenía que estar ocurriendo otra cosa, algo más allá de esa enfermedad que se propagaba por los cinco distritos.

Si estás enfermo, no vas a trabajar. Alguien te reemplaza para que un compañero no tenga que hacer el doble del trabajo por ti. Estas manifestaciones de deserción y cobardía lo ofendían tanto como las firmas de pacotilla hechas con aerosol sobre una pared recién pintada. Jackson creería en esa basura de los vampiros de la que hablaba la gente antes que aceptar que sus colegas estaban huyendo a Nueva Jersey. Subió a su vehículo camuflado y avanzó por una calle tranquila hacia Coney Island. Había hecho esto rutinariamente durante tres días a la semana por lo menos. Fue su lugar favorito en la infancia, pero sus padres no lo llevaron allí con la asiduidad que él hubiera querido. Aunque había abandonado su promesa de ir todos los días cuando fuera adulto, almorzó allí con la suficiente frecuencia como para no incumplirla. El malecón estaba vacío, tal como esperaba. El día de otoño era lo bastante cálido, pero con aquella epidemia rondando, en lo último que pensaba la gente era en divertirse. Llegó a Nathan’s Famous; aunque el lugar seguía abierto, estaba completamente desierto. No se veía ni un alma. Había trabajado en ese local de perritos calientes después de terminar la secundaria, así que entró por detrás del mostrador hacia la cocina. Ahuyentó dos ratas y limpió el fogón. A continuación, sacó dos salchichas de carne de ternera del refrigerador, abrió la bolsa de los panes y una lata de cebolla roja cubierta con papel de celofán. Le gustaba la cebolla, sobre todo la forma en que los vándalos se estremecían cuando su aliento los sorprendía después del almuerzo. No tardó en preparar el par de perritos calientes, y fue a comérselos fuera. El Ciclón y La Rueda de la Fortuna estaban apagados e inmóviles, y las gaviotas se posaban tranquilamente en la barandilla de la cúspide. Otra gaviota intentó acercarse, pero levantó el vuelo súbitamente. Jackson miró con más detenimiento y advirtió que las criaturas que estaban arriba no eran aves.

Eran ratas. Centenares de ellas, apiñadas en el borde superior de la estructura, acechando a las aves. ¿Qué diablos era eso?

Recorrió el paseo marítimo, pasando por Dispare al Monstruo, una de las atracciones más representativas de Coney Island. Desde la pequeña elevación donde terminaban los rieles miró hacia la zona de lanzamiento, salpicada de vallas, barriles, cabezas de maniquíes y varios bolos colocados sobre soportes oxidados para el tiro al blanco. Seis rifles de paintball estaban encadenados a una mesa, dispuestos a lo largo de una barandilla. «Blanco humano con vida», rezaba el cartel, que también contenía los precios de las tiradas.

Las paredes laterales de ladrillo estaban decoradas con grafitis, lo que le imprimía aún más carácter al lugar. Jackson descubrió otro diseño de Phade entre los falsos grafitis de Krylon blanco y manchas tenues. Era otra figura de seis extremidades, esta vez en colores negro y naranja. Y, cerca de ella, con los mismos colores, había un dibujo de puntos y líneas similar al código que había visto diseminado por toda la ciudad.

Entonces vio a un friki, ataviado con un atuendo negro similar a un traje antidisturbios que le cubría todo el cuerpo. Un casco y una máscara con gafas de protección le tapaban la cara. El escudo de color naranja para neutralizar los proyectiles de paintball estaba apoyado contra una valla de alambre.

El personaje estaba en el otro extremo de la zona de tiro con una lata de aerosol en la mano enguantada, pintando la pared.

—¡Oye! —le gritó Jackson.

El tipo no respondió y continuó pintando.

—¡Oye! —insistió Jackson, con voz más alta—. ¡Policía de Nueva York! ¡Quiero hablar contigo!

No hubo ninguna señal de respuesta.

Jackson agarró los seis rifles de paintball —semejantes a carabinas— para ver si tenían municiones. Encontró un puñado de bolas anaranjadas dentro de uno de los cargadores de plástico opaco. Se llevó el rifle al hombro e hizo un disparo bajo, el arma se sacudió y la bola explotó en la bota de la silueta humana.

El tipo no se inmutó. Terminó su grafiti, arrojó al suelo la lata de Krylon vacía y se dirigió hacia la parte inferior de la barandilla, donde estaba Jackson.

—Oye, cabrón, te dije que quería hablar contigo.

El tipejo continuó imperturbable. Jackson le descargó tres disparos que estallaron en su pecho, con una explosión carmesí. El hombre se escabulló debajo del ángulo de tiro de Jackson, en dirección a él.

El agente trepó a la barandilla y permaneció un momento en suspenso antes de bajar. Entonces pudo apreciar mejor la obra de aquel extraño personaje.

Era Phade. Jackson no lo dudó un instante. El ritmo cardiaco se le aceleró, y se dirigió hacia la única puerta que había allí.

Dentro había un pequeño vestidor y el suelo estaba salpicado de pintura.

Más allá se adivinaba un pasillo estrecho, y Jackson vio el casco, los guantes, las gafas, el traje antidisturbios y los demás utensilios desparramados por el suelo. Comprendió que estaba en lo cierto: Phade no sólo era un oportunista que se valía de los disturbios para cubrir la ciudad con sus grafitis, sino que estaba vinculado de algún modo a los desórdenes. Sus grafitis e inscripciones lo confirmaban: él formaba parte de eso.

Entró en la pequeña oficina de la administración, donde no había más que un mostrador y un teléfono, varias cajas de huevos con bolas de paintball y unos rifles estropeados.

Sobre la silla giratoria había una mochila abierta con latas de Krylon y varios rotuladores: se trataba del equipo de Phade.

Escuchó un ruido detrás y se dio media vuelta. Allí estaba él, con la mascarilla protectora, su capucha manchada de pintura y una gorra negra y plateada de los Yankees. Su estatura era menor de la que Jackson había calculado.

—Oye —lo interpeló Jackson. Fue lo único que acertó a decirle inicialmente. Lo había perseguido durante tanto tiempo que no esperaba encontrárselo de un modo tan repentino—. Quiero hablar contigo.

Phade permaneció en silencio. Se limitó a mirarlo con sus ojos oscuros y mezquinos bajo la sombra de la visera. Jackson le cerró el paso, por si acaso Phade estuviera pensando en coger su mochila y escapar.

—Eres un personaje bastante esquivo —prosiguió Jackson, con su cámara a punto en el bolsillo de la chaqueta, como siempre—. En primer lugar, quítate la mascarilla y la gorra. Quiero que le sonrías al pajarito.

Phade se movió con mucha lentitud. Al principio permaneció inmóvil, pero luego alzó sus manos manchadas de pintura, se quitó la capucha y la gorra, y su mascarilla protectora.

Jackson mantuvo la cámara frente a él, pero no alcanzó a oprimir el botón. Lo que vio a través del lente lo dejó frío.

No era Phade. No podía serlo. Era una chica puertorriqueña. Tenía pintura roja alrededor de la boca, como si hubiera estado aspirándola para drogarse. Sin embargo, oler pintura dejaba una capa fina y uniforme alrededor de la boca. Y ella tenía gotas gruesas —algunas secas— debajo de la barbilla. Abrió la mandíbula, el aguijón atacó, la vampira artista saltó sobre el pecho y los hombros de Jackson, arrinconándolo contra el mostrador, y lo chupó hasta dejarlo seco.

Flatlands

FLATLANDS ERA UN BARRIO cercano al extremo sur de Brooklyn, entre Canarsie y Marine Park. Al igual que los demás barrios de la ciudad de Nueva York, había sufrido muchos cambios significativos a nivel demográfico durante el siglo XX. La biblioteca pública tenía libros en francés y créole para los residentes haitianos y los inmigrantes de otras naciones del Caribe, así como programas de lectura en coordinación con las yeshivas locales para los niños de familias judías ortodoxas.

La pequeña tienda de Fet estaba ubicada en un modesto centro comercial en la esquina de la avenida Flatlands. A pesar de que no había electricidad, el teléfono de Fet aún daba tono de marcado. La parte frontal de la tienda era utilizada principalmente para almacenamiento, y no para atender a los clientes; de hecho, el letrero de la puerta —con una rata dibujada— estaba diseñado específicamente para persuadir a los compradores callejeros. El taller y el garaje estaban atrás; era allí adonde habían llevado las piezas más esenciales del sótano-armería de Setrakian: libros, armas y otros enseres.

La similitud entre el sótano de Setrakian y el taller de Fet no le pasó desapercibida a Eph. Los enemigos naturales del exterminador eran los insectos y roedores, razón por la cual el lugar estaba lleno de jaulas, jeringas telescópicas, lámparas Luma y cascos de minero para la caza nocturna. También había pinzas para agarrar serpientes, varillas, eliminadores de olores, pistolas de dardos y hasta redes. Los guantes, las mezclas y demás preparados de laboratorio estaban sobre un pequeño lavabo, al lado de instrumentos rudimentarios para la extracción de muestras a los animales capturados.

Lo único que llamaba la atención era una pila de revistas de Bienes Raíces al lado de una mullida silla reclinable La-Z-Boy. Donde otros podrían esconder un alijo de pornografía, Fet tenía, por el contrario, aquellas revistas en su taller.

—Me gustan las fotos —decía—. Las casas con sus luces cálidas y el atardecer azul al fondo, tan hermosas. Me gusta imaginar la vida de las personas que viven en esos espacios. Gente feliz.

Nora entró para descansar un poco. Bebió un vaso de agua del grifo, con la mano derecha en jarras. Fet le entregó un llavero a Eph.

—Tres candados en la puerta de entrada y tres en la puerta de atrás. —Hizo una demostración, para indicarle el orden de las llaves a lo largo del llavero—. Los armarios, de izquierda a derecha.

—¿Adónde vas? —preguntó Eph cuando Fet se dirigía a la puerta.

—El viejo me ha encargado un trabajito.

—Tráenos algo de comer cuando vuelvas —le dijo Nora.

—Ésos eran otros tiempos —comentó Fet, antes de subir a la segunda furgoneta.

Setrakian apareció con algo que había traído en su regazo desde Manhattan. Era un pequeño bulto de trapo, con un objeto envuelto en su interior. Se lo entregó a Fet.

—Te internarás de nuevo abajo —le dijo Setrakian—. Debes encontrar los conductos que conectan con la superficie continental. Clausúralos.

Fet no pudo menos que asentir; la orden del viejo era terminante.

—¿Por qué solo?

—Conoces esos túneles mejor que nadie. Y Eph tiene que acompañar a Zachary.

Fet volvió a asentir.

—¿Cómo está el niño?

Setrakian suspiró.

—Para él, en primer lugar está el horror abyecto de las circunstancias, el terror que le produce esta nueva realidad. Y en segundo lugar, el Unheimlich, lo siniestro. Hablo de su madre. De cómo se entremezclan lo familiar y lo extraño, y la sensación de ansiedad que le produce. Atrayéndolo y rechazándolo a un mismo tiempo.

—También podrías estar refiriéndote a su padre.

—Desde luego. Ahora, en lo que al trabajo se refiere, debe ser realizado con rapidez —dijo, señalando el paquete—. El temporizador te dará tres minutos. Sólo tres.

Fet miró lo que había dentro de los trapos manchados de aceite: tres cartuchos de dinamita y un pequeño temporizador mecánico.

—Cielos, ¡parece un reloj de arena!

—Así es. Analógico, de los años cincuenta. Los relojes analógicos minimizan el error. Gíralo todo lo que puedas a la derecha, y luego échate a correr. El fusible que hay debajo generará la chispa necesaria para detonar la carga. Son tres minutos: igual que un huevo pasado por agua. ¿Crees que podrás encontrar un lugar donde camuflarlo con rapidez?

Fet asintió.

—No veo por qué no. ¿Hace mucho que lo ensamblaste?

—Hace algún tiempo —respondió Setrakian—. Funcionará.

—¿Tenías esto en tu sótano?

—Escondí los explosivos en la parte posterior de la bodega. En una bóveda pequeña y sellada, con paredes de hormigón y asbesto, para que no los vieran los inspectores de la ciudad, ni los exterminadores entrometidos…

Fet hizo un gesto de aquiescencia, envolviendo cuidadosamente el explosivo y acomodando el paquete bajo el brazo. Se acercó a Setrakian para hablarle al oído:

—Ponte en mi lugar, profesor…, quiero decir, ¿qué estamos haciendo? A menos que me esté perdiendo algo, no veo cómo vamos a poder detener esto. Tal vez un poco, pero destruir a todos los vampiros uno a uno sería como tratar de exterminar con las manos a todas las ratas de la ciudad. Se trata de una peste que se propaga con demasiada rapidez.

—Es cierto —dijo Setrakian—. Necesitamos una forma de destrucción más eficaz. Aunque, por esa misma razón, no creo que el Amo quede satisfecho con una exposición exponencial.

Fet meditó en esas palabras y le dio la razón.

—Porque ciertas epidemias desaparecen. Eso es lo que dijo el doctor. Se quedan sin anfitriones.

—En efecto —observó Setrakian, con gesto cansado—. Hay un plan mucho más ambicioso en juego. ¿Cuál podría ser? Espero que nunca tengamos que descubrirlo.

—Independientemente de cuál sea ese plan —señaló Fet, palpando los trapos—, podéis contar conmigo.

Setrakian vio a Fet subir a la camioneta y marcharse. El ruso le caía bien, aunque sospechaba que éste disfrutaba mucho con los asesinatos. Hay hombres que despuntan en medio del caos. Puedes llamarlos héroes o villanos, dependiendo del bando ganador, pero hasta el momento de la batalla, sólo son hombres normales y corrientes en busca de acción que anhelan una oportunidad para deshacerse de la rutina de sus vidas como si se tratara de un capullo, y reencontrarse consigo mismos. Sienten que existe un destino más grande que ellos, pero sólo se convierten en guerreros cuando todo se derrumba a su alrededor.

Fet era uno de ellos. A diferencia de Ephraim, el exterminador no dudaba de su vocación ni de sus actos. No es que fuera estúpido o indiferente. Al contrario. Tenía una inteligencia aguda e instintiva y era un estratega natural. Y cuando se proponía algo, no vacilaba nunca.

Era un gran aliado con el cual contar para la llamada final en contra del Amo.

Setrakian entró de nuevo en la tienda y abrió una pequeña caja llena de periódicos amarillentos. Sacó del fondo unos recipientes químicos de cristal con mucho cuidado; parecían más los utensilios de un alquimista que el instrumental de un laboratorio científico. Zack se hallaba cerca, masticando la última de sus barras de Granola. Descubrió una espada de plata y la sopesó, manipulándola cuidadosamente. La encontró sorprendentemente pesada. Luego tocó el borde de un pectoral elaborado con piel gruesa de animal, crin de caballo y savia.

—Es del siglo XIV —le dijo Setrakian—. Data de comienzos del Imperio Otomano, de la época de la peste negra. ¿Ves la parte del cuello? —Señaló la parte superior del revestimiento, a la altura de la barbilla—. Pertenecía a un cazador del siglo XIV cuyo nombre se ha perdido para la historia. Es una pieza de museo que no tiene un uso práctico para nosotros. Pero no podía desecharla.

—¿Tiene siete siglos? —preguntó Zack, tocando la frágil superficie con las yemas de sus dedos—. ¿Tan antigua es? Si los vampiros han existido durante tanto tiempo y tienen tanto poder, ¿por qué han permanecido ocultos?

—El poder revelado que equivale al poder sacrificado —respondió sibilinamente Setrakian—. Los verdaderamente poderosos ejercen su influencia de forma sutil e imperceptible. Algunos dirán que lo visible es también vulnerable.

Zack examinó la cruz grabada a un costado del pectoral.

—¿Son demonios?

Setrakian no supo qué responderle.

—¿Tú qué crees?

—Supongo que depende…

—¿De qué?

—De si crees en Dios.

Setrakian asintió con la cabeza.

—Creo que es una buena manera de verlo.

—Bueno —dijo Zack—, ¿y tú? ¿Crees en Dios?

Setrakian hizo una mueca de dolor, que trató de ocultarle al muchacho.

—Las creencias de un anciano tienen poca importancia. Yo soy el pasado. Tú, el futuro. ¿Cuáles son las tuyas?

Zack se acercó a un espejo de mano revestido de plata.

—Mi madre me dijo que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Y que lo ha creado todo.

Setrakian asintió, captando la pregunta implícita en la respuesta del chico.

—Eso se llama una paradoja: cuando dos premisas válidas parecen ser contradictorias. Por lo general, esto significa que una de ellas es incorrecta.

—Pero ¿por qué habría de crearnos para que… podamos convertirnos en ellos?

—Deberías preguntárselo a Él.

—Tendré que hacerlo —dijo Zack en voz baja.

Setrakian hizo un gesto de aprobación con la cabeza mientras le daba una palmadita en el hombro.

—A mí nunca me respondió. A veces tenemos que descubrir las respuestas por nuestros propios medios. Pero no siempre lo conseguimos.

La situación era incómoda, y sin embargo, Zack llamó la atención de Setrakian.

El niño tenía una curiosidad brillante y una seriedad que reflejaba bien a su generación.

—Me han dicho que a los chicos de tu edad les gustan los cuchillos —dijo Setrakian, localizando uno y entregándoselo. Era una navaja plegable de diez centímetros de largo, con hoja de plata y mango de hueso marrón.

—¡Guau! —Zack accionó el mecanismo para cerrarla, y luego la volvió a abrir—. Seguramente tendré que preguntarle a papá si me permite quedármela.

—Creo que te cabe perfectamente en el bolsillo. ¿Ves?

Vio a Zack plegar la hoja y guardarla en el bolsillo de sus pantalones.

—Bien. Todo niño debe tener un cuchillo. Dale un nombre y será tuyo para siempre.

—¿Un nombre? —preguntó Zack.

—Uno siempre debe darle un nombre a las armas. No puedes confiar en algo que no puedas llamar por su nombre.

Zack se tocó el bolsillo, con la mirada perdida en la distancia.

—Tendré que pensarlo un poco.

Eph vio a Zack acompañado por Setrakian. Intuyó que había sucedido algo personal entre ellos y decidió acercarse.

El muchacho hundió la mano en el bolsillo donde había guardado el cuchillo, pero no dijo nada.

—En el asiento delantero de la camioneta hay una bolsa con un sándwich —dijo Setrakian—. Cómelo. Tienes que estar fuerte.

—No quiero más mortadela —dijo Zack.

—Mis disculpas —dijo Setrakian—, pero estaba de oferta la última vez que fui al supermercado. Es el último que queda. Le he puesto una mostaza deliciosa. También hay dos bollos en la bolsa. Tal vez quieras comerte uno y traerme el otro.

Zack asintió con la cabeza, y su padre le acarició el pelo mientras se dirigía a la puerta de atrás.

—Cierra las puertas de la furgoneta con llave, ¿de acuerdo?

—Lo sé…

Eph lo vio alejarse y subir al asiento del pasajero de la furgoneta aparcada fuera.

—¿Estás bien? —le preguntó Eph a Setrakian.

—Creo que sí. Mira, tengo algo para ti.

Eph cogió un estuche de madera barnizada. Abrió la tapa, y vio una Glock en perfectas condiciones, sólo que el número de serie estaba borrado. El estuche de espuma gris contenía cinco cartuchos con municiones.

—Esto parece altamente ilegal —señaló Eph.

—Y de gran utilidad. Son balas de plata, fíjate; especiales.

Eph sacó el arma de la caja, dándose la vuelta para que Zack no pudiera verlo.

—Me siento como el Llanero Solitario.

—Su idea era muy acertada, ¿no? Pero no sabía cómo transmitir su mensaje. Estas balas estallan en el interior del cuerpo, destrozándolo. Un disparo en el torso del strigoi debería surtir efecto, sin importar el lugar del impacto.

La presentación tuvo visos de ceremonia.

—¿Fet tiene una de éstas? —preguntó Eph.

—A Vasiliy le gusta la pistola de clavos. Se inclina más por lo manual.

—Y a ti te gusta la espada.

—En tiempos difíciles como éstos, es preferible quedarse con aquello a lo que uno está acostumbrado.

Nora se acercó, atraída por el espectáculo inusual que ofrecía la pistola.

—Tengo otra daga de plata mediana. Creo que le vendrá a la perfección, doctora Martínez.

Ella asintió con la cabeza; tenía las dos manos en los bolsillos.

—Es el único tipo de joyas que me interesa en este momento.

Eph guardó la pistola en la caja y cerró la tapa. La pregunta era más fácil en presencia de Nora.

—¿Qué crees que pasó en la azotea? —le preguntó a Setrakian—. El Amo sobrevivió a la exposición solar. ¿Significa eso que es diferente del resto?

—Sin duda alguna. Es su progenitor.

—Entiendo. Y por eso sabemos, dolorosamente bien, cómo se reproducen las generaciones de vampiros: por medio de la infección transmitida por el aguijón, y todo lo demás. Pero ¿quién creó al primero? ¿Y cómo? —preguntó Nora.

—Precisamente —anotó Eph—. ¿Cómo puede la gallina existir antes que el huevo?

—En efecto —apuntó Setrakian, sacando su bastón con cabeza de lobo y apoyándose en él—. Creo que el secreto de todo esto reposa en la creación del Amo.

—¿Qué secreto? —preguntó Nora.

—La clave de su perdición.

Permanecieron un momento en silencio, pensando en eso.

—Entonces, sabes algo —dijo Eph.

—Tengo una teoría que ha sido demostrada al menos parcialmente, a partir de lo que vimos en la azotea. Pero no quisiera equivocarme porque perderíamos la pista, y como todos sabemos, el tiempo se ha convertido en arena; pero el reloj ya no es manipulado por manos humanas —destacó Setrakian.

—Si la luz del sol no lo destruyó, entonces probablemente la plata tampoco lo hará —agregó Nora.

—Su cuerpo anfitrión puede ser mutilado e incluso asesinado —resaltó Setrakian.

—Ephraim logró hacerle una herida. Pero no, estás en lo cierto. No podemos suponer que bastará únicamente con la plata.

—Ya nos hablaste de los demás. De los siete Ancianos Originales, del Amo y de los otros seis, tres del Viejo Mundo y tres del Nuevo Mundo. ¿Cuál es su papel en todo esto? —inquirió Eph.

—Eso es algo que yo también me he preguntado.

—¿Sabemos si están con él? Supongo que sí.

—Al contrario —dijo Setrakian—. Están en su contra, y con toda su alma. De eso no me cabe la menor duda.

—¿Y qué hay de su creación? ¿Estos seres aparecieron al mismo tiempo, o del mismo modo?

—Sí; no se me ocurre otra respuesta.

—¿Qué dice la tradición sobre los primeros vampiros? —intervino Nora.

—Realmente muy poco. Algunos han tratado de involucrar a Judas, o a Lilith, pero ésa es una ficción revisionista de carácter popular. Sin embargo… hay un libro. Una fuente —respondió Setrakian, mirando a su alrededor.

—Dime cuál es y lo conseguiré —le dijo Eph.

—Se trata de un libro que no tengo todavía. He pasado una buena parte de mi vida tratando de conseguirlo.

—Déjame adivinar —dijo Eph—: La guía de cazadores de vampiros para salvar el mundo.

—Casi. Se llama el Occido lumen. Estrictamente traducido, significa Muerte de la luz, o, por extensión, La luz derrotada. —Setrakian sacó el catálogo de subasta de Sotheby’s, y lo abrió por una página doblada.

El libro estaba catalogado, pero en lugar de la imagen había un dibujo que decía: «Imagen no disponible».

—¿De qué trata? —preguntó Eph.

—Es difícil de explicar. Y aún más difícil de aceptar. Durante mi estancia en Viena, me familiaricé, por necesidad, con muchos métodos ocultistas: el tarot, la cábala, la magia enoquiana… y con todo aquello que me ayudara a responder las preguntas fundamentales a las que me enfrentaba. Estas materias no encajan muy bien en un plan de estudios, pero, por razones que no revelaré, la universidad recaudó una suma considerable para mi investigación. Fue durante esos años cuando me enteré por primera vez de la existencia del Lumen. Un librero de Leipzig me trajo una recopilación de fotografías en blanco y negro, no muy nítidas, de algunas páginas del libro. Sus peticiones eran escandalosas. Yo le había comprado varios grimoires a ese vendedor —y me había pedido una suma considerable por algunos de ellos—, pero aquello… simplemente era ridículo. Investigué y descubrí que, incluso entre los expertos, el libro era considerado como un mito, una estafa, un engaño. Era el equivalente literario de una leyenda urbana. Se decía que el volumen compendiaba la naturaleza y el origen de todos los strigoi. Y lo que era más importante aún: los nombres de los siete Ancianos Originales… Tres semanas después fui a la librería de aquel hombre, una tienda modesta en la calle Nalewski. Estaba cerrada. Nunca volví a saber de él.

—¿Los siete nombres… incluyen a Sardu? —preguntó Nora.

—Exactamente —contestó Setrakian—. Y saber su nombre, su verdadero nombre, nos daría cierto poder sobre él.

—¿Me estás diciendo básicamente que estamos buscando las Páginas Amarillas más caras del mundo? —preguntó Eph.

Setrakian sonrió con amabilidad y le pasó el catálogo.

—Entiendo tu escepticismo. De veras. Para un hombre moderno, un hombre de ciencia, alguien que ha visto tantas cosas como tú, el conocimiento antiguo puede parecer arcaico. Obsoleto. Una simple curiosidad. Pero debes saber algo: los nombres contienen la esencia de la cosa, incluso los nombres que figuran en una guía de teléfonos. Los nombres, las letras y los números, si se estudian en profundidad, tienen un poder enorme. Todo en nuestro universo está cifrado, y conocer esa cifra equivale a conocer la cosa; lo cual implica dominarla. Una vez conocí a un hombre muy sabio que podía producir la muerte instantánea tras pronunciar una palabra de seis sílabas. Una palabra, Eph, pero muy pocos hombres la conocen. Ahora, imagina lo que contiene el libro…

Nora leyó el catálogo por encima del hombro de Eph.

—¿Y será subastado en dos días?

—Es una coincidencia increíble, ¿no te parece? —expresó Setrakian.

—Lo dudo —dijo Eph, mirándolo de soslayo.

—Exacto. Creo que todo esto forma parte de un rompecabezas. Este libro tiene una procedencia muy compleja y oscura. Cuando os digo que se considera que el libro está maldito, no me refiero a que alguien haya enfermado después de leerlo. Me refiero a sucesos terribles que rodean su aparición siempre que sale a la luz. Dos casas de subastas que lo habían catalogado quedaron reducidas a cenizas antes de iniciarse la puja. Una tercera lo retiró y cerró sus puertas definitivamente. El ejemplar se cotiza ahora entre los quince y los veinticinco millones de dólares.

—Entre quince y veinticinco millones… —dijo Nora, con un resoplido—. ¿Estamos hablando de un libro?

—No de un libro cualquiera —aclaró Setrakian, tomando nuevamente el catálogo—. Tenemos que comprarlo. No hay otra alternativa.

—¿Aceptan cheques personales? —preguntó Nora con sorna.

—Ése es el problema. Con semejante precio, hay muy pocas posibilidades de que podamos adquirirlo por medios legales.

La expresión de Eph se hizo lúgubre.

—Es dinero de Eldritch Palmer —acotó.

—Probablemente —coincidió Setrakian, con un ligero gesto de su cabeza—. Y a través de él, Sardu, el Amo.

El blog de Fet

OTRA VEZ AQUÍ. Tratando de descifrar esto.

Considero que el problema es que la gente está paralizada por la incredulidad.

Un vampiro es un tipo vestido con una capa de satén. Corte de pelo clásico peinado hacia atrás, maquillaje blanco y acento raro. Dos agujeros en el cuello, luego se convierte en un murciélago y ¡zas!, sale volando.

He visto esa película, ¿de acuerdo? La que sea.

Está bien. Ahora os invito a que miréis a Sacculina.

¡Qué diablos!, de todos modos ya figura en Internet.

Hacedlo. Yo lo hice.

¿Ya lo habéis hecho? Bien.

Ahora ya sabéis que ese Sacculina es un género de percebes parasitarios que atacan a los cangrejos.

Y a quién le importa, ¿verdad? ¿Por qué os hago perder el tiempo?

Lo que hace la Sacculina hembra después de mudar su larva es introducirse en el cuerpo del cangrejo a través de una articulación muy frágil que tiene en su caparazón. Una vez allí, empieza a producir unos apéndices que se propagan como raíces por todo el cuerpo del cangrejo, incluso en torno a sus pedúnculos.

Y cuando el cuerpo del cangrejo es colonizado, la hembra emerge en forma de saco. El macho se une a ella, y ¡adivinad qué! Es tiempo de aparearse. Los huevos se incuban y maduran en el interior del cangrejo anfitrión, el cual es obligado a emplear todas sus energías al cuidado de esta familia de parásitos que lo dominan.

El cangrejo es un anfitrión. Un zángano. Poseído completamente por esta especie diferente a la suya, y no obstante obligado a cuidar los huevos del invasor como si fueran suyos.

A quién le importan unos percebes huéspedes y unos cangrejos anfitriones, ¿no es cierto?

Mi opinión es que en la naturaleza abundan los ejemplos de este tipo. Criaturas que invaden los cuerpos de especies totalmente diferentes a las suyas, alterando su función principal.

Está comprobado. Es un hecho evidente.

Y, pese a todo, nosotros creemos que estamos por encima. Somos seres humanos, ¿no?

Estamos en la cúspide de la cadena alimenticia. Comemos, no somos comidos. Cazamos, no somos cazados.

Se dice que Copérnico (no puedo ser el único en creer que fue Galileo) afirmó que la Tierra no era el centro del universo.

Y Darwin sostuvo que los seres humanos no eran el centro del mundo vivo. Entonces, ¿por qué seguimos insistiendo en creer que somos superiores a los animales?

Mirémonos. Somos básicamente una colección de células coordinadas por señales químicas.

¿Qué pasaría si algún organismo asumiera el control de estas señales, si comenzara a invadirnos uno por uno? ¿Si empezara a reescribir nuestra naturaleza, convirtiéndonos en medios para sus propios fines?

¿Os parece imposible?

¿Por qué? ¿Acaso creéis que la raza humana es «demasiado grande para fracasar»?

Allá vosotros. Deberíais dejar de leer mis palabras en este preciso instante. Dejad de navegar por Internet en busca de respuestas. Salid, conseguid un poco de dinero y alzaos en contra de estas criaturas antes de que sea demasiado tarde.

Instalación de Soluciones Selva Negra

GABRIEL BOLÍVAR, uno de los cuatro «supervivientes» originales del vuelo 753 de Regis Air, se encontraba en un lugar con paredes de tierra situado en la planta debajo de las tuberías de drenaje del Matadero 3, dos pisos más abajo de la Instalación de Soluciones Selva Negra, donde funcionaba la empacadora de carne.

El gigantesco ataúd del Amo descansaba sobre un soporte de roca y tierra, en la oscuridad absoluta de la cámara subterránea, y sin embargo, el calor que emanaba era tan fuerte y peculiar que el féretro parecía brillar ante los ojos de Bolívar como si estuviera iluminado desde el interior. Lo suficiente para que Gabriel pudiera percibir los detalles de los bordes tallados de las dos puertas con bisagras dobles. Tal era la intensidad de la temperatura corporal del Amo, irradiando su gloria.

Bolívar estaba ya en la segunda fase de la transformación vampírica. El dolor de la mutación había desaparecido casi por completo, atenuado en gran parte por su dieta de sangre, que nutría su cuerpo de la misma forma que las proteínas y el agua contribuyen a la creación de músculos en los seres humanos.

Su nuevo sistema circulatorio ya se había desarrollado, y sus arterias alimentaban las cavidades de su caja torácica. Su sistema digestivo se había simplificado; ahora los desechos —mínimos— salían de su cuerpo por un solo orificio. Su piel estaba desprovista de vello y era tan tersa como el cristal. Sus dedos medios eran gruesos como garras, y al abrirse enseñaban una uña dura como la roca; las demás habían desaparecido, pues eran tan innecesarias en su estado actual como el cabello o los genitales.

Sus ojos eran ahora básicamente pupilas, y el anillo rojo del iris había eclipsado la esclerótica del globo ocular humano. Percibía el calor en una escala de grises, y su función auditiva —un órgano interior muy diferente del cartílago inútil que tenía a ambos lados del cráneo— se había agudizado mucho: podía oír incluso a los insectos trepar por las paredes de tierra.

Ahora confiaba más en los instintos animales que en sus limitados sentidos humanos.

Todavía era consciente del ciclo solar, a pesar de estar a varios metros debajo de la superficie terrestre. Sabía que allá arriba ya comenzaba a anochecer. Su temperatura corporal era de unos 323º Kelvin —50º C o 120º F—. Sentía claustrofobia en la superficie, y en cambio, una gran empatía con la oscuridad y la humedad, así como una afinidad por los espacios estrechos y cerrados. Sólo se sentía cómodo y seguro bajo tierra, abrigándose durante el día con la tierra fría como lo haría un ser humano con una manta tibia.

Además, experimentaba un nivel de comunión con el Amo mucho más fuerte que el vínculo psíquico normal del que gozaban los demás hijos del Amo. Bolívar sentía que estaba siendo preparado para un propósito más grande dentro del grupo en expansión. Por ejemplo, sólo él conocía la ubicación exacta de la guarida del Amo. Sabía que su conciencia era más amplia que la de los demás. Esto lo entendía sin tener que elaborar una respuesta emocional ni una opinión independiente al respecto.

Simplemente era así.

Era uno de los llamados a estar junto al Amo en el momento del levantamiento final.

Las puertas del armario superior se abrían hacia fuera. Primero aparecían las manos inmensas, con los dedos agarrando uno a uno los laterales del ataúd, con la misma coordinación sinuosa de las patas de una araña. El Amo se erguía recto hasta la cintura, y los terrones caían de su espalda gigantesca al lecho de tierra.

Sus ojos estaban abiertos. El Amo ya estaba al tanto de los acontecimientos, allende los confines de ese hueco oscuro y subterráneo.

El Amo se había oscurecido física y mentalmente tras la exposición solar, y durante su enfrentamiento con el grupo conformado por Setrakian —el cazador de vampiros—, el médico Goodweather y el exterminador Fet. Su carne, otrora diáfana y cristalina, lucía ahora gruesa y cuarteada. Su piel agrietada se le desprendía al moverse. Recogía los pedazos de su cuerpo como si estuviera mudando plumas negras. Había perdido más de un cuarenta por ciento de su masa muscular, lo cual le daba la apariencia de un espectro horrible saliendo de un molde de yeso negro y resquebrajado. Su carne ya no se regeneraba; la epidermis dejaba al descubierto otra piel, más cruda, profunda y vascular: la dermis, y en algunos puntos debajo de la subcutánea exteriorizaba la fascia superficial. Su color variaba del rojo sanguinolento a un amarillo seboso, como si fuera una pasta de flan y remolacha brillante. Los gusanos capilares del Amo sobresalían sobre todo lo demás, especialmente en su cara, suspendidos debajo de la superficie de su dermis expuesta, deslizándose y arrastrándose a través del gigantesco cuerpo.

El Amo sintió la proximidad de su esbirro. Levantó sus enormes piernas agrietadas sobre las paredes laterales del antiguo armario, asentándolas en la tierra apisonada. A medida que avanzaba, los terrones adheridos a su cuerpo se confundían con los pedazos de carne que caían al suelo. Normalmente, un vampiro de piel tersa se levanta tan limpio de la tierra como un humano al salir de una bañera de agua.

El Amo retiró unos pedazos grandes de carne de su torso. Percibió que no podría moverse con agilidad sin que se le cayera una parte de su exterior miserable: ese cuerpo no le duraría. Bolívar, que esperaba solícito cerca de la guarida interior que hacía las veces de puerta de salida, era una opción disponible y un candidato aceptable a corto plazo para ese gran honor. No tenía seres queridos a quienes aferrarse, lo cual era un prerrequisito para ser un anfitrión. Pero Bolívar apenas había comenzado la segunda fase de transformación. Todavía no había evolucionado completamente. Podía esperar. Lo haría. Mientras tanto, el Amo tenía mucho que hacer. Avanzó, agachándose y retorciendo sus garras para salir de la cámara, gateando con rapidez por los túneles bajos y serpenteantes, seguido por Bolívar. Entró en una cámara más grande, cerca de la superficie; el suelo era un lecho blando de tierra húmeda, como la de un jardín chino. El techo era suficientemente alto, incluso para que el Amo se mantuviera erguido.

A medida que el sol se ocultaba fuera, la oscuridad daba inicio a su imperio nocturno, y el suelo comenzó a agitarse alrededor del Amo. Lentamente fueron apareciendo algunas extremidades, una pequeña mano aquí, una pierna delgada allá, como brotes de vegetación germinando del suelo. Cabezas jóvenes, todavía cubiertas de pelo, emergían con lentitud. Algunos de ellos tenían el rostro inexpresivo, y otros se crispaban por el dolor de la resurrección nocturna.

Eran los niños invidentes del autobús, hambrientos como larvas recién nacidas. Doblemente maldecidos por el sol, cegados inicialmente por el eclipse y ahora desterrados de la luz por el espectro mortal de sus rayos ultravioleta. Iban a convertirse en «exploradores», en la milicia expandida del Amo: seres bendecidos con una percepción más desarrollada que la del resto del clan. Su agudeza especial los hacía indispensables como cazadores, y asesinos.

Mira esto.

Ésa fue la orden que el Amo le dio a Bolívar, llevando a la mente del ex cantante la imagen de Kelly Goodweather enfrentándose al viejo profesor en una azotea del Harlem Latino, unos días atrás.

La impronta de calor del anciano irradiaba un brillo gris y fresco, mientras que la espada en su mano resplandecía con tanta intensidad que los párpados nictitantes de Bolívar se cerraron en un estrabismo defensivo.

Kelly había huido por los tejados, y Bolívar compartió su campo visual desde que saltó para escapar hasta que comenzó a descender por el lateral de un edificio.

Entonces, el Amo dotó a Bolívar de una percepción equivalente a la de un animal, y la antigua estrella del rock pudo ver la ubicación exacta del edificio en el intrincado atlas de tránsito subterráneo del clan.

El anciano. Es tuyo.

Curva interior, estación South Ferry IRT

FET LLEGÓ AL CAMPAMENTO de vagabundos antes de que oscureciera. Traía los explosivos con el reloj analógico y su pistola de clavos en una bolsa de lona. Se internó por la estación Bowling Green, abriéndose paso a lo largo de las vías hacia el campamento de South Ferry.

Una vez allí, tuvo dificultades para encontrar a Cray-Z. Sólo quedaban unos cuantos vestigios: fragmentos de madera de algunos de sus palés y la cara sonriente del alcalde Koch. Sin embargo, vio una pista en todo aquello. Se dio la vuelta y avanzó hacia el túnel central de los conductos.

Oyó una conmoción en el túnel. Fuertes golpes metálicos, así como un rumor de voces lejanas.

Sacó su pistola de clavos y se dirigió hacia la curva.

Encontró a Cray-Z sacudiendo sus trenzas desiguales mientras plegaba un sofá raído, con su ropa interior sucia y su piel morena brillando por el efecto de las filtraciones del túnel y el sudor. Al lado de su casucha, un montón de escombros procedentes de los desechos de la colonia de vagabundos obstaculizaba las vías. El montículo de basura tenía un metro y medio de altura, y él había arrojado allí pedazos sobrantes de las vías del tren.

—¡Oye, hermano! —le dijo Fet—. ¿Qué demonios haces?

Cray-Z se dio la vuelta, de pie sobre su montón de chatarra como un artista al borde de la locura. Tenía un tubo de acero en la mano.

—¡Ha llegado la hora! —gritó, como si estuviera en la cima de una montaña—. ¡Alguien tenía que hacer algo!

Fet tardó un momento en reconocer su voz.

—¡Vas a hacer descarrilar el maldito tren!

—¡Ya sé que vienes a ejecutar tu maldito plan! —afirmó Cray-Z.

Algunos de los «topos humanos» se acercaron para asistir al espectáculo de Cray-Z.

—¿Qué has hecho? —le preguntó uno. Le llamaban Carl el Cavernoso. Había trabajado en las vías del metro y después de jubilarse descubrió que no era capaz de abandonar los túneles, así que regresó a ellos como un marinero que vuelve a los mares. Carl llevaba una lámpara en la cabeza, y el rayo temblaba debido al movimiento de ésta.

Cray-Z, molesto por el haz de luz, dejó escapar un grito de combate desde la cima de su barricada.

—¡Soy un loco de Dios, y no dejaré que me lleven tan pronto!

Carl el Cavernoso se encaminó hacia allí en compañía de otros hombres, para derribar el montículo.

—Si uno de los trenes llega a chocar, ¡nos sacarán de aquí para siempre!

Cray-Z bajó del montículo de un salto, y aterrizó al lado de Fet, que extendió los brazos en un intento de calmar la situación; deseó que esas personas estuvieran en sintonía con él.

—Esperad, por favor…

Cray-Z no estaba de humor para hablar. Le lanzó un golpe con el tubo de acero, y el exterminador lo amortiguó con el antebrazo izquierdo. El tubo le fracturó el hueso. Fet aulló de dolor y le propinó un golpe en la sien a Cray-Z con la culata de la pistola de clavos. El loco se tambaleó, pero volvió al ataque. Fet lo golpeó en las costillas y luego le dio una patada tan fuerte en la pantorrilla derecha que le dislocó el fémur a la altura de la rótula, derribándolo finalmente.

—¡Escuchad! —gritó Carl el Cavernoso.

Fet permaneció inmóvil. El sonido inconfundible… Se dio la vuelta y vio el polvoriento halo de luz contra la pared del túnel, a lo largo de la curvatura de la vía.

El tren 5 se disponía a dar el giro de 180°.

Los «topos» intentaron desbaratar el montículo, infructuosamente. Cray-Z se apoyó en el tubo para saltar sobre su pierna izquierda.

—¡Malditos pecadores! —gritó—. ¡Todos vosotros estáis ciegos! ¡Allá vienen! Y ahora no os queda más remedio que luchar contra ellos. ¡Defended vuestras vidas!

El tren se abalanzó sobre ellos y Fet retrocedió ante la catástrofe inminente; los faros iluminaban la coreografía y la danza excéntrica de Cray-Z. Fet alcanzó a ver la cara de la conductora antes de que el tren pasara junto a él, rozándolo. Ella le lanzó una mirada inexpresiva y directa. Tenía que haber visto los escombros. Aun así, no accionó el freno.

Era evidente que tenía la mirada propia de un vampiro recién convertido.

¡BAM! El tren chocó contra el obstáculo y las ruedas patinaron con un chirrido ensordecedor. El primer vagón se hundió en la montaña de escombros, dispersándolos en mil pedazos y arrastrando los objetos más pesados a unos diez metros antes de salirse de la vía. Los vagones se tambalearon hacia la derecha, golpeando el borde de la plataforma en el centro de la curva, mientras seguía patinando tras una estela de chispas. La locomotora se tambaleó hacia el otro lado al igual que los vagones, y el tren se inclinó sobre el margen derecho de la vía.

El estridente chirrido, áspero y metálico, era casi humano en su dolor e indignación. Teniendo en cuenta la cavidad de los túneles y su tendencia al eco, tan similares al producido por una garganta, los vagones se detuvieron mucho antes de que el estruendo se apagara.

Muchos pasajeros venían aferrados a los laterales del tren. Algunos fallecieron en el acto, y quedaron aplastados y esparcidos en los bordes de la plataforma. Los demás siguieron a bordo hasta el final del aparatoso accidente. Cuando los vagones se detuvieron finalmente, se desprendieron del tren como sanguijuelas separándose de la carne, cayendo al suelo y reincorporándose rápidamente.

Luego se dieron la vuelta y miraron con sorpresa a los «topos» humanos. Los pasajeros salieron indemnes de entre el polvo y el humo funesto, salvo por su modo de andar, sigiloso y extraño. Sus articulaciones emitían una especie de crujido suave a medida que avanzaban.

Fet hurgó rápidamente en su bolsa de lona para sacar la bomba artesanal que le había entregado Setrakian. Sintió un ardor intenso en la pantorrilla derecha: una varilla larga y afilada como una aguja se la había atravesado de un lado al otro. Si se la arrancaba, sangraría profusamente, y en ese momento la sangre era lo último que él quería oler. La dejó incrustada en su masa muscular, a pesar del intenso dolor.

Cray-Z se acercó a la vía. «¿Cómo pueden haber sobrevivido tantos?», se preguntó asombrado.

Los supervivientes se acercaron, y hasta alguien tan obtuso como Cray-Z pudo advertir que les faltaba algo. Vio destellos de humanidad en sus rostros, pero sólo eran eso: destellos, de la misma forma que se detecta la chispa de una codiciosa inteligencia humanoide en los ojos de un perro hambriento.

Reconoció a varios compañeros «topos», hombres y mujeres, a excepción de una figura. Una criatura pálida y desgarbada, con el torso desnudo, parecida a una estatuilla de marfil. Unos mechones ralos enmarcaban un rostro anguloso y atractivo y, no obstante, totalmente poseído.

Era Gabriel Bolívar. Su música nunca se había escuchado entre los pobladores de la ciudad subterránea, pero todas las miradas recayeron sobre él. Sobresalía entre los demás, y el artista que había sido en vida ahora llevaba a cuestas su condición de muerto-vivo. Llevaba unos pantalones de cuero negro y botas de vaquero. Cada vena, músculo y tendón de su torso desnudo eran visibles bajo su piel delicada y translúcida.

Dos mujeres desfiguradas lo acompañaban. Una de ellas tenía una herida profunda que le atravesaba los músculos y el hueso del brazo, casi al punto de la mutilación. El tajo no le sangraba; más bien rezumaba, pero no sangre roja, sino una sustancia blanca más viscosa que la leche, aunque de una consistencia menos densa que la nata.

Carl el Cavernoso empezó a rezar. Su voz suave y quebrada era tan aguda y denotaba tanto miedo que podía haberse confundido con la de un niño.

Bolívar señaló a los hombres que los observaban, y los pasajeros se abalanzaron de inmediato sobre ellos.

Una de las muertas vivientes corrió en dirección a Carl el Cavernoso, lo derribó y se sentó sobre su pecho, sujetándolo contra el suelo. La criatura olía a cáscaras de naranja podridas y a carne rancia. Carl intentó apartarla, pero ella le retorció el brazo a la altura del codo, rompiéndoselo de manera instantánea.

Le empujó la barbilla hacia atrás con la fuerza descomunal de su mano hirviente. Las vértebras cervicales de Carl llegaron al punto máximo de estiramiento, a un paso de romperse, con el cuello extendido y totalmente expuesto. Desde su perspectiva invertida, a la luz de su casco de minero, sólo alcanzó a ver piernas, zapatos desatados y pies descalzos que corrían. Una horda de criaturas de refuerzo irrumpió en los túneles, una invasión masiva que arrasó el campamento, agrupándose en torno a los cuerpos que se convulsionaban en el suelo.

Una criatura se unió a la mujer que estaba sobre Carl, desgarrándole su camisa con furia. El Cavernoso sintió un fuerte mordisco en el cuello. No fue una mordedura propinada con los dientes, sino un pinchazo, seguido de algo semejante a una succión. La otra criatura femenina escarbó en la entrepierna, desgarrándole los pantalones a la altura de la ingle y apretándose contra la parte interior de su muslo. Sintió dolor, un ardor agudo y penetrante. Y luego… un entumecimiento, una sensación semejante a un pistón golpeando contra sus músculos.

Carl estaba siendo drenado. Intentó gritar, pero su boca abierta no encontró voz alguna, sino cuatro dedos largos y calientes. La criatura le agarró la parte interior de la mejilla y le rasgó la encía hasta el hueso de la mandíbula con la garra de su dedo medio. Su carne era salada y amarga, y pronto se vio ahogado por el sabor cobrizo de su propia sangre.

Fet se había retirado inmediatamente después del accidente, pues sabía muy bien cuándo una batalla estaba perdida. Los gritos eran casi insoportables, pero él tenía una misión que cumplir, y no podía desviarse de su objetivo.

Trepó a uno de los conductos y vio que escasamente tenía espacio para acomodarse. Una de las ventajas del miedo era el torrente de adrenalina que circulaba por su sangre: le dilató las pupilas y descubrió que podía ver a su alrededor con una gran claridad.

Desenvolvió el temporizador y le dio una vuelta.

Tres minutos; ciento ochenta segundos. Un huevo pasado por agua

Maldijo su suerte al advertir que, como la batalla sería en el túnel, tendría que internarse en las vías utilizadas por los vampiros para atravesar el río. Y tendría que hacerlo moviéndose hacia atrás, ayudándose con su brazo ileso. Pero lo cierto es que tenía una contusión severa en el otro brazo y de su pierna derecha manaba sangre.

Antes de activar el temporizador, Fet vio a los «topos» retorciéndose en el suelo mientras eran consumidos por la horda de vampiros.

Ya estaban infectados, todos ellos perdidos de manera irremisible a excepción de Cray-Z, que permanecía cerca de un pilar de hormigón, mirando como un tonto alucinado.

A pesar de todo, se mantuvo al margen de aquellos seres oscuros sin ser atacado, mientras arrasaban la colonia a su paso.

Un momento después, Fet vio la figura desgarbada de Gabriel Bolívar acercándose a Cray-Z, quien cayó de rodillas ante el cantante, en medio del humo y la luz polvorienta, como dos personajes de una imagen bíblica.

Bolívar posó su mano en la cabeza de Cray-Z, y el loco se inclinó en una profunda reverencia. Le besó la mano y elevó una plegaria.

Fet había visto suficiente. Introdujo el dispositivo en un agujero, lo activó y apartó la mano del dial…, uno…, dos…, tres…, midiendo el tiempo con el tictac del reloj analógico mientras se alejaba con su bolsa.

Siguió deslizándose hacia atrás, sintiendo que su cuerpo avanzaba con mayor facilidad al cabo de un tiempo, arrastrándose sobre su propia sangre…, cuarenta…, cuarenta y uno…, cuarenta y dos

Un grupo de criaturas se acercó a la entrada del conducto, atraído por el olor de la ambrosía rociada por Fet. El exterminador los vio asomarse por la pequeña abertura y sintió que todo estaba perdido…, setenta y tres…, setenta y cuatro…, setenta y cinco

Se abrió paso tan rápido como pudo y rebuscó en la bolsa para sacar su pistola neumática. Disparó los clavos de plata mientras se arrastraba hacia atrás, gritando como un soldado tras vaciar su ametralladora en una trinchera enemiga.

Los proyectiles de plata se incrustaron profundamente en el pómulo y en la frente del primer vampiro, un elegante hombre de unos sesenta años. Fet disparó de nuevo, sacándole los ojos y llenándole de puntas argénteas las carnes blandas de la garganta.

La criatura chilló y retrocedió. Otras pasaron por encima del camarada caído, serpenteando ágilmente por la abertura del conducto. Fet vio a una que se acercaba peligrosamente: era una mujer delgada vestida con una sudadera, con los hombros lacerados, el hueso de su clavícula al descubierto rozando las paredes…, ciento cincuenta…, ciento cincuenta y uno…, ciento cincuenta y dos

Fet le disparó. Siguió arrastrándose hacia él, aunque su cara ya estaba atiborrada de clavos de plata. Su aguijón maldito salió disparado de su cara convertida en un enorme alfiler, hasta su extensión máxima, lo que obligó a Fet a trepar con más fuerza, resbalando en medio de su sangre y errando el siguiente disparo; el clavo rebotó detrás del vampiro y se incrustó en la garganta de la criatura que venía a su espalda.

¿A qué distancia se encontraba? ¿A cincuenta metros de la explosión? ¿A unos treinta metros?

No era suficiente.

Tres cartuchos —y tres minutos— de dinamita después, Fet lo sabría.

Recordó las fotos de las casas con sus ventanas iluminadas mientras seguía disparando y vociferando. Casas hermosas que nunca requerían los servicios de los exterminadores. Si había alguna forma de sobrevivir a esto, Fet se prometió que iluminaría todas las ventanas de su apartamento y que saldría a la calle únicamente para contemplarlas…, uno-setenta y seis…, uno-setenta y siete…, uno-setenta y

A medida que la onda expansiva se elevaba detrás de la criatura, y la conflagración lo sacudía, Vasiliy sintió que su cuerpo era empujado por el pistón ardiente del aire desplazado, y un cuerpo —el de un vampiro chamuscado— lo golpeó de lleno, haciéndole perder el conocimiento.

Mientras se desvanecía en un vacío plácido, una palabra en lo más profundo de su mente sustituyó la cadencia del recuento mental: CRO…, CRO…, CROATOAN.

Arlington Park, Jersey City

DIEZ Y MEDIA de la noche.

Alfonso Creem llevaba ya una hora en el parque, escogiendo un punto estratégico.

Era exigente en eso.

Lo único que no le gustó fue la ubicación de la luz de seguridad allá arriba, que despedía un brillo anaranjado. Le dijo a su lugarteniente Royal —simplemente Royal— que rompiera la base del candado y forzara la cerradura con una ganzúa. Problema resuelto. La luz se apagó, y Creem asintió con la cabeza. Volvió a su sitio bajo la sombra. Sus brazos musculosos colgaban a ambos costados, demasiado gruesos para cruzarlos sobre su pecho. Su cintura era amplia, casi cuadrada. El jefe de los Zafiros era negro y colombiano, hijo de padre británico y madre colombiana. Los Zafiros de Jersey controlaban todas las calles que rodeaban Arlington Park. Podrían hacer lo mismo con el parque si quisieran, pero no valía la pena. El parque era un bazar de criminales durante la noche, y la labor de limpieza les correspondía a los policías y a los ciudadanos de bien, no a los Zafiros. En realidad, era una ventaja para Creem tener esa zona muerta ahí, en el centro de Jersey City: un baño público que atraía a los cabronazos.

Creem había tomado todas y cada una de las esquinas por la fuerza. Patrullaba como un tanque Sherman y sometía a las bandas rivales a una obediencia total. Cada vez que tomaba otra esquina, se hacía forrar un diente en plata a manera de celebración. Creem tenía una sonrisa radiante e intimidante. Sus dedos también estaban cubiertos con adornos de plata. Tenía cadenas, pero esa noche las había dejado en su casa; es lo primero que asegura una persona cuando sabe que va a ser asesinada. Royal estaba cerca de Creem, sudando dentro de una gruesa chaqueta forrada de piel y un gorro de lana negro con un as de espadas cosido en la parte frontal.

—¿No dijo acaso que nos reuniéramos a solas?

—Tal vez quería «apostar» —respondió Creem.

—Huuh. Entonces, ¿cuál es el plan?

—¿Su plan? Ni puta idea. ¿El mío? Una puta cicatriz agradable.

Creem utilizó su grueso pulgar para describir un corte profundo de navaja en la cara de Royal.

—Realmente odio a los mexicanos, pero sobre todo a ése.

—Me pregunto por qué nos citó en el parque.

Los asesinatos cometidos en los parques nunca se esclarecían porque casi nadie los denunciaba. Si eras lo suficientemente valiente para ir de noche al parque A, es porque en realidad eras lo suficientemente tonto para morir. Por si acaso, Creem se había cubierto las huellas dactilares con Crazy Glue, y había lubricado su navaja con vaselina y lejía —tal como lo hacía con la empuñadura de una pistola— para no dejar rastros de ADN.

Un vehículo largo y negro pasó por la calle. No era exactamente una limusina, pero sí más ostentoso que un Cadillac tuneado. Aminoró la marcha y se detuvo a un lado de la acera. Las ventanas oscuras estaban cerradas. El conductor no se apeó.

Royal y Creem se miraron.

La puerta trasera se abrió al borde de la acera. El ocupante salió, vestido con una camisa a cuadros desabotonada sobre una camiseta blanca, pantalones anchos y botas nuevas completamente negras como sus gafas de sol. Se quitó el sombrero, dejando al descubierto un pañuelo rojo y apretado. Arrojó el sombrero al asiento del coche.

—¿Qué carajo es esto? —preguntó Royal en voz baja.

El puto cruzó la acera, entrando por la abertura de la valla. Su camiseta blanca resplandeció bajo el menguado brillo de la noche mientras avanzaba entre la hierba y la basura.

Creem no creyó al principio en lo que veían sus ojos hasta que el tipo estuvo tan cerca que pudo verle la clavícula al descubierto.

Soy como soy[2].

—¿Se supone que deberías impresionarme? —preguntó Creem.

Gus Elizalde, de la pandilla La Mugre del Harlem Latino, sonrió, pero no dijo nada.

El coche seguía en su sitio.

—¿Qué? ¿Has venido desde tan lejos para decirme que te ha tocado la maldita lotería? —preguntó Creem.

—Algo parecido.

Creem lo examinó mirándolo de arriba abajo.

—De hecho, estoy aquí para ofrecerte un porcentaje del billete ganador —señaló Gus.

Creem gruñó, tratando de descifrar el juego del mexicano.

—¿Qué estás pensando, chico? ¿Crees que vas a intimidarme andando en esa cosa por mi territorio?

—Esto es un insulto para ti, Creem —anotó Gus—. ¿Por qué no sales nunca de Jersey City?

—Estás hablando con el rey de Jersey City en persona. ¿Quién más viene contigo en ese trineo?

—Es curioso que lo preguntes.

Gus miró hacia atrás, hizo un leve gesto con la barbilla, y la puerta del conductor se abrió. No era un chófer uniformado, sino un tipo enorme que llevaba una sudadera con capucha, su cara oculta bajo la sombra. Se dio la vuelta y permaneció a un lado de la rueda delantera, con la cabeza gacha, esperando.

—¿Así que te has dado una vuelta por el aeropuerto, Machín? —le dijo Creem.

—Las viejas costumbres son cosa de antes, compadre Creem. Yo ya vi cómo acaba todo. Y acaba muy mal. ¿Batallas territoriales? Esta mierda de combate cuadra por cuadra tiene por lo menos dos mil años de atraso. No significa nada. La única batalla territorial que cuenta en estos momentos es lo siguiente: todo o nada. Nosotros o ellos.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

—Tu ya sabes qué está pasando. Y no sólo en la isla al otro lado del río.

—¿En la isla grande? Eso es problema de ustedes.

—Mira el parque. ¿Dónde están los drogadictos y las putas adictas al crack? ¿Dónde está la acción? Todo está muerto, güey, porque ellos se comen las plagas nocturnas primero. Las gentes perdidas. Los que nadie echa de menos.

Creem gruñó. No le gustaba que Gus dijera algo que tuviera sentido.

—Bueno, el negocio ya no es tan bueno como antes.

—El negocio ya no existe. Hay una nueva droga que está haciendo furor en las calles. Compruébalo tú mismo. Es la pinche sangre humana. Y es gratis si te gusta el sabor.

Loco —dijo Royal—, eres uno de esos que hablan de vampiros.

—Tienen a mi madre y a mi hermano. ¿Te acuerdas de Crispín?

Era el hermano drogadicto de Gus.

—Me acuerdo de él —señaló Creem.

—Bueno, creo que no volverás a verlo en este parque. Pero no guardo rencor, Creem. Ya no. Éste es un nuevo día. Tengo que dejar a un lado mis sentimientos personales. Porque ahora estoy consiguiendo el mejor equipo de pandilleros que pueda encontrar. Puro hijo de la chingada.

—Mira, si viniste aquí para hablar de un plan de mierda…, de asaltar un banco o algo así, «río revuelto, cosecha de pescadores» y cosas así…

—Eso es para aficionados —lo interrumpió Gus—. Yo te tengo un trabajo de verdad, con dinero de verdad, y todo está arreglado. Llama a tus muchachos para que puedan escuchar mi oferta.

—¿A qué muchachos?

—A los que tienes escondidos, Creem. Diles que salgan.

Creem miró fijamente a Gus. Comenzó a silbar. Creem era un as para silbar. La plata engastada en sus dientes hacía que sus silbidos tuvieran un sonido magistral.

Tres Zafiros salieron de entre los árboles, con las manos en los bolsillos.

Gus mantuvo las manos abiertas para que ellos pudieran verlas.

—De acuerdo —dijo Creem—. Habla rápido, mex.

—No. Voy a hablar bien despacito, y ustedes me van a oír muy tranquilos.

Gus les explicó todo: la batalla territorial entre los Ancianos y el Amo descarriado.

—Has estado fumando… —interpeló Creem.

Sin embargo, Gus alcanzó a ver una chispa incipiente en sus ojos. Un destello de excitación a punto de encenderse.

—Lo que les estoy ofreciendo es más dinero de lo que podrían ganar nunca vendiendo crack. Y la oportunidad de matar y mutilar hasta hartarse, sin preocuparse de acabar en la cárcel. Sin medida. Les estoy ofreciendo una oportunidad única de quedarse con todo en los cinco distritos. Y si hacemos bien el trabajo, quedaremos listos para toda la vida.

—¿Y si no lo hacemos bien?

—No, pos en ese caso el dinero no vale una mierda. Pero por lo menos se divierten. ¿Saben lo que quiero decir?

—Joder, demasiado bueno para ser cierto. Primero necesito ver alguna prueba —dijo Creem.

Gus rió entre dientes.

—Como prueba tengo tres colores. Plateado, verde y blanco.

Le hizo una seña con la mano al chófer encapuchado. Éste fue al maletero, lo abrió y sacó dos bolsas. Las pasó por la valla y las dejó al lado de ellos.

La primera era una bolsa grande de lona negra, la otra era de tamaño mediano, con dos asas de cuero.

—¿Quién es tu hombre? —preguntó Creem.

Además del suéter con la capucha, el corpulento chófer llevaba puestos unos vaqueros y unas botas Doc Martens macizas. Creem no podía verle el rostro, pero le pareció evidente que ese tipo tenía algo que no encajaba.

—Le llaman el señor Quinlan —respondió Gus.

Un grito se alzó en el otro extremo del parque; era el grito de un hombre, más escalofriante al oído que el de una mujer en peligro. Todos se dieron la vuelta.

—Deprisa. Primero la plata —ordenó Gus.

Se arrodilló y abrió la cremallera de la bolsa de lona. No había mucha luz. Sacó un arma larga y sintió a los Zafiros reaccionar sacando las suyas. Gus accionó el interruptor de la lámpara instalada en el cañón, creyendo que era un foco incandescente y convencional, aunque, obviamente, era de luz ultravioleta.

Usó la luz de un tinte púrpura para enseñarles el resto del arsenal. Una ballesta, con una carga de impacto cubierta de plata en la punta del clavo. Una hoja de plata afilada en forma de abanico con un mango curvo de madera. Una espada semejante a una cimitarra, con una hoja ancha, una curva generosa y una empuñadura gruesa y forrada en piel.

—Te gusta la plata, ¿no? —le preguntó Gus a Creem.

En efecto, el exótico armamento despertó el interés de Creem. Aunque seguía desconfiando de Quinlan, el conductor.

—Muy bien. ¿Y dónde están los verdes? —indagó.

Quinlan abrió la bolsa con asas de cuero. Estaba llena de fajos de billetes, y los sellos antifalsificación resplandecían bajo la luz índigo de la lámpara UV de Gus.

Creem metió una mano en la bolsa, pero se contuvo. Vio las manos de Quinlan sujetando las asas de cuero. La mayoría de sus uñas habían desaparecido, y tenía la piel completamente lisa. Pero lo más extraño de todo era su dedo medio. Era dos veces más largo que los demás y curvo en el extremo, de tal modo que la punta se enroscaba sobre la palma de su mano.

Otro grito desgarró la noche, seguido de un gruñido gutural. Quinlan cerró la bolsa y miró en dirección a los árboles. Le devolvió la bolsa con el dinero a Gus, y éste le pasó el arma acondicionada con la lámpara UV. Luego, con una potencia y una velocidad increíbles, echó a correr hacia los árboles.

—¿Qué…? —exclamó Creem.

Quinlan no avanzó por el sendero delimitado. Los pistoleros escucharon un crujir de ramas.

—Esto se va a poner bueno —dijo Gus, echándose al hombro la bolsa de las armas.

Era fácil seguir, por las ramas caídas, el camino dejado por Quinlan. Se apresuraron y le dieron alcance en un claro que estaba al otro lado. Lo encontraron de pie, con su arma contra el pecho.

Su capucha se había replegado. Creem notó el cráneo totalmente calvo y liso de Quinlan. En la oscuridad, parecía no tener orejas. Creem se dio la vuelta para verlo mejor, y percibió que aquel tanque temblaba como una pequeña flor en una tormenta.

La criatura que respondía al nombre de Quinlan no tenía orejas y sólo un asomo de nariz. Su garganta era gruesa. Su piel translúcida, casi iridiscente. Y sus ojos rojos como la sangre, los más brillantes que Creem había visto nunca, hundidos en lo más profundo de su cabeza pálida y lisa.

En ese momento, una figura saltó de las ramas más altas, y salió corriendo por el claro. Quinlan se apresuró a interceptarla como un puma persiguiendo a un venado. Chocaron, y Quinlan inclinó su hombro para embestirlo en campo abierto.

La figura cayó dando un chillido y rodó estrepitosamente antes de poder levantarse.

En un instante, Quinlan encendió la luz y alumbró a la figura, la cual silbó entre dientes y retrocedió despavorida; el dolor lacerante que se reflejaba en su cara era visible incluso desde esa distancia. Quinlan apretó el gatillo. La descarga de perdigones de plata le voló la cabeza a la figura.

Sólo que ésta no murió como mueren los seres humanos. Una sustancia blanca salió disparada desde la parte superior del tronco; la criatura apretó los brazos y se desplomó en el suelo.

Quinlan giró su cabeza con rapidez antes de que la próxima figura saltara desde los árboles. Era una mujer-cosa que trataba de esquivar a Quinlan para atacar al resto del grupo. Gus sacó la cimitarra de la bolsa. La criatura —harapienta como la prostituta y adicta al crack más inverosímil que pudiera imaginarse, y extremadamente ágil y con sus ojos despidiendo un intenso resplandor rojo— retrocedió al ver el arma, pero fue demasiado tarde. Gus le abrió un tajo entre los hombros y el cuello con un movimiento diestro, y la cabeza se desprendió hacia un lado y su cuerpo cayó al otro. Un líquido pastoso y blanco brotó de sus heridas.

—Ahí está el color blanco —indicó Gus.

Quinlan regresó junto a ellos, agitando su arma y volviendo a colocarse la capucha de grueso algodón sobre su cabeza.

—De acuerdo —dijo Creem, bailando de un lado a otro como un niño yendo al baño en la mañana de Navidad—. ¡Cuenta con nosotros!

Flatlands

EPH COMENZÓ A AFEITARSE la mejilla derecha con una navaja que había encontrado en la casa de empeños. Permaneció meditabundo, mirando el espejo que había sobre el lavabo de agua lechosa, con su mejilla cubierta de espuma.

Estaba pensando en el libro —en el Occido lumen— y que todo se confabulaba en su contra. Palmer y su fortuna bloquearían cualquier movimiento que ellos lograran hacer. ¿Qué sería de ellos —de Zack— si fracasaban?

Se hizo un pequeño corte con la navaja. Eph miró la mancha de sangre en la hoja de acero, y retrocedió once años, al nacimiento de Zack.

Después de haber sufrido un aborto espontáneo y la pérdida de un feto de veintinueve semanas, Kelly llevaba ahora dos meses en reposo antes de empezar las labores del parto con Zack. Tenía un plan concreto para el nacimiento: nada de anestesia epidural o de otro tipo, ni cesárea. Diez horas después empezó a dilatar ligeramente.

Su médico le sugirió oxitocina para acelerar el parto, pero Kelly se negó, fiel a su plan. Ocho horas más tarde tuvo que ceder, y el suministro de oxitocina comenzó. Dos horas después, tras padecer casi un día entero de dolorosas contracciones, por fin dio su consentimiento para la anestesia epidural. La dosis de oxitocina fue aumentada gradualmente y llegó a ser tan alta como lo permitía la frecuencia cardiaca del bebé.

Veintisiete horas después, su médico le ofreció la opción de una cesárea, pero Kelly se negó. Después de haber cedido en todo lo demás, ella se inclinaba por un parto natural. La ecografía mostró que el feto estaba en perfectas condiciones: el cuello uterino se había dilatado ocho centímetros, y Kelly se dedicó a empujar a su bebé para traerlo al mundo.

No obstante, cinco horas más tarde, y a pesar del vigoroso masaje de vientre que recibió de una enfermera veterana, el bebé seguía obstinadamente en posición lateral, y el cuello del útero de Kelly ya no se dilató más. Una vez más sintió el dolor de las contracciones, a pesar del efecto positivo de la anestesia. El médico acercó un taburete a su cama y volvió a recomendarle la cesárea. Esta vez, Kelly aceptó. Eph se puso la bata y acompañó a su mujer al reluciente e impecable quirófano tras cruzar las puertas dobles situadas en el extremo del pasillo. El monitor cardiaco fetal lo tranquilizó con su tictac continuo, similar a un metrónomo. La enfermera frotó el vientre hinchado de Kelly con un antiséptico amarillo-marrón, y el ginecólogo le hizo un corte en el abdomen, de izquierda a derecha, con un trazo firme y prolongado: la fascia se separó, seguida por los tendones de los músculos abdominales, y finalmente la membrana delgada del peritoneo, descubriendo la pared gruesa y redonda del útero. El cirujano le hizo una incisión final con las tijeras para vendajes a fin de minimizar el riesgo de dañar al feto.

Las manos enfundadas en guantes de látex se hundieron para recibir a un nuevo ser humano que llegaba al mundo, pero Zack no había nacido aún. Estaba «en la membrana» —como se dice popularmente—, es decir, que todavía estaba en la placenta, fuliginosa e inflada como una burbuja, cuya membrana opaca envolvía al feto como un huevo de nailon. Zack permaneció inmóvil, recibiendo el alimento y el oxígeno a través del cordón umbilical que aún lo unía a Kelly. El tocólogo y las enfermeras se esforzaron para conservar el aplomo, pero Kelly y Eph notaron su preocupación frente a la evolución del proceso de parto.

Eph supo después que los bebés mesentéricos representan menos del uno por ciento de los nacimientos, y menos del 0,1 si el bebé no es prematuro.

El fenómeno se prolongó, con el bebé nonato todavía unido a su madre extenuada, parido pero aún sin nacer. Luego, la membrana se rompió espontáneamente, y la cabeza de Zack asomó revelando su rostro resplandeciente. Otro lapso de tiempo suspendido… y finalmente se oyó el llanto del bebé, y fue colocado sobre el pecho de Kelly, aún empapado por el líquido amniótico.

En el quirófano se vivió una mezcla de tensión y alegría indescriptible. Kelly miró los pies y las manos del recién nacido para cerciorarse de que tuviera todos los dedos. Lo examinó a fondo en busca de signos de deformidad, pero sólo encontró motivos de alegría.

El bebé pesó tres kilos y medio, y era tan calvo y pálido como una bola de harina. Sacó ocho puntos en el Test de Apgar después de dos minutos, y cinco al cabo de nueve.

Era un bebé saludable.

Pero Kelly experimentó una gran desilusión después del parto. Nada que fuera tan extenuante e intenso como una depresión, pero sí un estado sombrío. El parto fue tan difícil que prácticamente no le salía leche, lo que, sumado a la frustración de sus planes, la hizo sentirse como una fracasada. En algún momento, Kelly le insinuó a Eph que sentía haberlo decepcionado, dejándolo estupefacto. Dijo que se sentía corrompida en su interior. Todo en la vida les había llegado con tanta facilidad a los dos, antes de eso…

Cuando se sintió mejor, abrazó el regalo del cielo que era su hijo recién nacido, y no quiso soltarlo. Se obsesionó con el parto mesentérico y comenzó a investigar su significado. Algunas fuentes distinguían esta particularidad como un presagio de buena suerte, augurándole incluso grandeza. Otras señalaban que los portadores de la membrana, como se les conocía, eran clarividentes, nunca se ahogaban y, según referían esas mismas leyendas, habían sido marcados por los ángeles con almas protectoras. Buscó el sentido de este fenómeno en la literatura, y encontró a varios personajes ficticios nacidos «con manto», como David Copperfield y el niño de la película El resplandor. Y personajes históricos como Sigmund Freud, Lord Byron y Napoleón Bonaparte. Con el tiempo, descartó todas las asociaciones negativas (de hecho, en algunos países europeos se decía que un niño nacido con manto podría estar maldito) para compensar cualquier sentimiento de ineptitud con la firme determinación de que su hijo, esta creación suya, era excepcional.

Fueron estos impulsos los que terminaron por deteriorar su relación con Eph, conduciendo a un divorcio que él no quiso nunca, y a la batalla posterior por la custodia: enfrentamiento legal que se transformó desde el comienzo en una guerra despiadada. Kelly había decidido que si no podía ser perfecta para un hombre tan exigente, entonces ella no sería nada para él. Por tal motivo, el alcoholismo de Eph y su paulatino desmoronamiento personal era algo que la emocionaba en su fuero interno, al mismo tiempo que la aterrorizaba. El deseo de Kelly se había hecho realidad: demostró que ni siquiera el mismísimo Ephraim Goodweather podía estar a la altura de sus propios parámetros.

Eph sonrió burlonamente para sus adentros al verse en el espejo con la cara afeitada a medias. Agarró su botella de schnapps de albaricoque, brindó por su perfección de mierda, y bebió dos tragos dulces y fuertes.

—No necesitas hacer eso.

Nora había entrado, cerrando la puerta del baño tras ella. Estaba descalza; llevaba vaqueros limpios y una camiseta suelta y fresca; tenía el pelo —muy negro— recogido a la altura del cuello.

Eph le habló a la imagen reflejada en el espejo.

—Hemos pasado de moda, Nora. Nuestra época ha quedado atrás. El siglo XX fue de los virus. ¿Y el XXI? De los vampiros. —Bebió otro trago, como demostrando que no veía nada de malo en ello, y que ningún argumento racional podía disuadirlo—. No entiendo por qué no bebes. Para esto se hizo la bebida, precisamente. La única manera de asimilar esta nueva realidad es enfrentándola con algo placentero. —Bebió otro trago y le echó un vistazo a la etiqueta—. Si sólo tuviera algo placentero…

—No me agrada tu afición.

—Soy lo que los expertos denominan un «alcohólico altamente funcional». Pero si lo prefieres, puedo seguir ocultándolo.

Ella se cruzó de brazos, recostándose contra la pared, con la certeza de que no estaba logrando su objetivo.

—Es sólo cuestión de tiempo, lo sabes; antes de que la Kelly ávida de sangre regrese a por Zack. Y esto significa el Amo a través de ella. Conduciéndolo directamente a Setrakian.

Si la botella hubiera estado vacía, Eph la habría roto contra la pared.

—Es una locura de mierda, pero es real. Nunca había tenido una pesadilla que pudiera compararse con esto.

—Me parece que necesitas llevarte a Zack lejos de aquí.

Eph asintió con la cabeza, sujetando el borde del lavabo con las dos manos.

—Lo sé. Lentamente voy acercándome a esa decisión.

—Y creo que tendrás que irte con él.

Eph lo pensó un momento, realmente lo hizo, antes de darse la vuelta para mirarla a la cara.

—¿Así es como el teniente le informa al capitán de que no es apto para el servicio?

—Es como cuando alguien se preocupa lo suficiente por ti y teme que puedas hacerte daño. Reconócelo, Eph. Es lo mejor para él y lo mejor para ti —replicó Nora.

Eso lo desarmó.

—No puedo dejarte aquí en mi lugar, Nora. Los dos sabemos que la ciudad se está desmoronando. Nueva York se viene abajo. Y prefiero que caiga sobre mí que sobre ti.

—Pareces un borracho desvariando en un bar.

—Tienes razón en una cosa: no puedo comprometerme de lleno en esta lucha si Zack se queda aquí. Él tiene que marcharse. Necesito saber que está a salvo, lejos de esto. Hay un lugar en Vermont…

—Olvídalo, no me iré de aquí.

Eph suspiró.

—Sólo escúchame.

—No me iré, Eph. Crees que estás haciendo algo caballeroso conmigo, cuando en realidad me estás insultando. Esta ciudad es más mía que tuya. Zack es un gran muchacho, es cierto, pero yo no estoy aquí para hacer un trabajo de niñera ni para organizarte la ropa. Soy médica y científica como tú.

—Lo sé, Nora, créeme. También lo decía por tu madre…

Eso la detuvo en seco. Abrió los labios dispuesta a replicar, pero las palabras de Eph le robaron el aliento de la boca.

—Sé que ella no está bien —añadió—. Se encuentra en la fase inicial de la demencia, y sé que esto es algo que ocupa la mayor parte de tus pensamientos, al igual que Zack lo hace con los míos. Es tu oportunidad de sacarla también de aquí. Estoy tratando de decirte que la familia de Kelly tiene un sitio en las montañas de Vermont.

—Puedo ser más útil si me quedo aquí.

—¿Puedes? Quiero decir, ¿puedo yo? No estoy muy seguro. ¿Qué es lo más importante ahora? Yo diría que sobrevivir. Creo, sin duda alguna, que es lo mejor que podemos hacer. Al menos así, uno de nosotros estará a salvo. Y tengo perfectamente claro qué es lo que no quieres. Y sé que sería pedirte demasiado. Tienes razón. Si ésta fuera una pandemia vírica, tú y yo seríamos las personas más necesarias en esta ciudad. Quisiéramos estar al frente de esto por las razones correctas. Pero actualmente, esta cepa ha rebasado totalmente nuestra experiencia y conocimientos. El mundo ya no nos necesita, Nora. No necesita médicos ni científicos. Necesita exorcistas. Necesita a Abraham Setrakian. —Eph se aproximó a ella—. Sé lo suficiente para tener la certeza de que estamos frente a algo muy peligroso. Y por lo tanto, yo también debo serlo.

Eso la sacó de su ensimismamiento.

—¿Qué se supone que significa eso exactamente?

—Que soy prescindible. O, al menos, tanto como cualquier otro hombre. A no ser que ese hombre sea un prestamista de edad avanzada y con problemas cardiacos. ¡Diablos! Fet está contribuyendo mucho más a esta guerra que yo. Es más valioso para el viejo que yo.

—No me gusta la forma en que estás hablando.

Eph esperaba con impaciencia que ella aceptara la realidad tal como él la entendía. Hacer que ella comprendiera.

—Quiero luchar. Darlo todo de mí. Pero no puedo hacerlo si Kelly persigue a las personas más importantes para mí. Necesito saber que mis seres queridos están a salvo. Y eso os incluye a Zack y a ti.

Él le tomó la mano. Sus dedos se entrelazaron. La sensación fue intensa, y a Eph se le ocurrió algo: ¿cuántos días habían pasado desde que había tenido un simple contacto físico con otra persona?

—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó Nora.

Entrelazó los dedos con más firmeza en los de ella, palpando su entrelazamiento mientras ratificaba el plan que estaba concibiendo en su mente. Era peligroso y desesperado, pero eficaz. Y tal vez podría cambiarlo todo.

—Simplemente ser útil —respondió Eph.

Se dio la vuelta para buscar la botella en el borde del lavabo, pero Nora lo sujetó del brazo y lo atrajo hacia ella.

—Déjala ahí —le dijo—, por favor. —Sus ojos castaños irradiaban una hermosa tristeza—. No necesitas eso.

—Pero lo quiero. Y eso me quiere a mí.

Eph quiso girarse, pero ella lo sujetó con fuerza.

—¿Kelly no pudo lograr que dejaras de beber?

Eph pensó en ello.

—¿Sabes qué? No estoy seguro de que lo haya intentado realmente.

Nora alzó la mano y tocó su mejilla hirsuta, sin afeitar, y luego la otra, acariciándolo suavemente con el dorso de sus dedos. El contacto los derritió a ambos.

—Yo podría hacer que dejaras de beber —le dijo ella, muy cerca del oído.

Le besó la mejilla áspera. Entonces él rozó sus labios y sintió que su esperanza y su pasión se encendían, y fue como si se hubieran abrazado por primera vez. Todos los pormenores de los dos encuentros sexuales que habían tenido acudieron de nuevo a él de un modo vehemente y expectante; un contacto humano que reclamaba terriblemente reciprocidad. Aquello que había faltado anteriormente era lo que ahora se anhelaba con más fuerza.

Agotados, poseídos e hipnotizados, y sin estar preparados en absoluto, se fundieron en un solo ser mientras Eph sostenía a Nora contra la pared de azulejos, y sus manos acariciaban los muslos de ella. Ante el terror y la deshumanización, la pasión humana era en sí misma un acto de desafío.