INTERLUDIO II
Occido lumen: la historia del libro
El agente, de piel oscura y abrigado con una chaqueta de terciopelo negro estilo Nehru, giró el anillo de ópalo azul en la base de su dedo meñique mientras caminaba a un lado del canal.
—Nunca he conocido a Mynheer Blaak, fíjese. Él lo prefiere así.
Setrakian caminaba al lado del intermediario. Viajaba con un pasaporte belga, bajo el nombre de Roald Pirk, y decía que su ocupación era «vendedor de libros antiguos». El documento era una falsificación perfecta. Corría el año de 1972. Setrakian tenía cuarenta y seis años de edad.
—Aunque puedo asegurarle que es muy rico —prosiguió el agente—. ¿Le gusta mucho el dinero, monsieur Pirk?
—Así es.
—Entonces simpatizará con Mynheer Blaak. Le pagará generosamente este volumen. Estoy autorizado para decir que él coincidirá con su precio, al que yo no vacilaría en calificar de agresivo. ¿Esto lo hace feliz?
—Sí.
—Tal como debe ser. Usted realmente tiene suerte al haber adquirido ese incunable. Estoy seguro de que no desconoce su procedencia. ¿Es usted un hombre supersticioso?
—Lo soy. Por mi oficio.
—Ah. ¿Y es por eso que ha decidido desprenderse de él? Me atrevería a decir que este volumen es el equivalente del objeto mágico de El diablo de la botella. ¿Está usted familiarizado con la historia?
—Stevenson, ¿no es cierto?
—Desde luego. Oh, espero que no esté pensando que estoy midiendo sus conocimientos de literatura con el fin de acreditar su buena fe. Cito a Stevenson sólo porque negocié hace poco la venta de una edición extraordinariamente rara de El señor de Ballantrae. Pero en El diablo de la botella, como seguramente usted recordará, la botella maldita debe venderse cada vez por un precio menor al que se compró. No sucede lo mismo con este volumen. No, no; todo lo contrario.
Los ojos del agente resplandecieron con interés frente a uno de los escaparates iluminados por los que paseaban. A diferencia de la mayoría de los que había a lo largo de De Wallen, el distrito rojo de Ámsterdam, la ocupante de ese escaparate en particular era una mujer núbil, y no una prostituta profesional.
El intermediario se acicaló el bigote y miró de nuevo hacia la calle adoquinada.
—En cualquier caso —continuó—, el libro ha dejado un legado enigmático. Yo no lo tendría en mis manos. Mynheer Blaak es un coleccionista ávido, un experto de primera línea. Sus gustos van de lo más selecto a lo más oscuro, y sus cheques siempre tienen respaldo sólido. Pero considero justo advertirle que en este caso en particular se han presentado algunos intentos de fraude.
—Comprendo.
—Naturalmente, no puedo aceptar ninguna responsabilidad por la suerte que corrieron esos vendedores deshonestos. Aunque debo decir que el interés de Mynheer Blaak por el volumen es muy notorio, pues ha pagado la mitad de mi comisión en cada una de las transacciones fallidas. A fin de poder continuar con mi búsqueda y mantener a raya a los potenciales candidatos, ya me comprende usted.
El agente sacó un par de guantes blancos de algodón fino y enfundó sus manos impecables en ellos.
—Usted sabrá disculparme —dijo Setrakian—, pero no he venido a Ámsterdam a recorrer sus hermosos canales. Como le dije, soy un hombre supersticioso, y me gustaría deshacerme, a la mayor brevedad posible, de la carga que supone un ejemplar tan valioso. Para serle franco, me preocupan más los ladrones que las maldiciones.
—Ya veo, sí. Es usted un hombre pragmático.
—¿Dónde y cuándo estará disponible Mynheer Blaak para realizar la transacción?
—Entonces, ¿tiene usted el libro?
—Está aquí —respondió Setrakian, asintiendo con la cabeza.
El agente señaló al grueso maletín de cuero negro y hebillas dobles que portaba Setrakian.
—¿Lo trae consigo?
—No, sería demasiado arriesgado. —Setrakian agarró el maletín con la otra mano, dando a entender que no lo llevaba allí—. Pero está aquí, en Ámsterdam. Muy cerca.
—Entonces, por favor, disculpe mi atrevimiento, pero si usted realmente está en posesión del Lumen, supongo que estará familiarizado con su contenido. Es su raison d’être, ¿verdad?
Setrakian se detuvo. Advirtió que se habían ido alejando de las calles más concurridas y que ahora entraban en un callejón desierto y angosto. El agente cruzó los brazos como si estuviera sosteniendo una conversación informal.
—Sí —contestó Setrakian—. Pero sería una tontería por mi parte divulgar su contenido.
—Así es —comentó el intermediario—. Y no esperamos que lo haga, pero ¿podría resumirme sus impresiones? Unas pocas palabras, si así lo prefiere.
Setrakian percibió un destello metálico a la espalda del agente; ¿o fue acaso una de las manos enguantadas del hombre? De todos modos, no sintió miedo. Se había preparado para eso.
—Mal’akh Elohim. Los mensajeros de Dios: ángeles y arcángeles. Ángeles caídos en este caso, y su linaje corrupto sobre la Tierra.
Los ojos del agente se avivaron brevemente.
—Maravilloso. Bueno, Mynheer Blaak está muy interesado en conocerlo, y muy pronto se pondrá en contacto con usted.
El agente le ofreció a Setrakian su mano enguantada de blanco. Setrakian la estrechó con sus guantes negros; el intermediario debió de notar sus dedos retorcidos, pero no evidenció ninguna reacción distinta a su rigidez flemática.
—¿Quiere que le dé la dirección de mi local? —le preguntó Setrakian.
El intermediario agitó su mano enguantada con brusquedad.
—No debo saber nada, monsieur. Le deseo muchos éxitos.
Comenzó a alejarse por la misma dirección por la que habían venido.
—Pero ¿cómo se pondrá en contacto conmigo? —preguntó Setrakian, dándole alcance.
—Sólo sé que lo hará —respondió el agente por encima del hombro de su chaqueta forrada en terciopelo—. Muy buenas noches para usted, monsieur Pirk.
Setrakian observó a aquel hombre tan compuesto dirigirse al escaparate por el que habían pasado antes y tocar en él con discreción. Abraham se subió el cuello de su abrigo y caminó hacia el oeste, lejos del agua entintada de los canales, hacia la Dam Platz.
Ámsterdam, la ciudad de los mil canales, era una residencia inusual para el strigoi, a quien su naturaleza le impedía cruzar aguas en movimiento. Y ahora, tantos años dedicados a la búsqueda del doctor Werner Dreverhaven, el médico nazi del campamento de Treblinka, habían conducido a Setrakian a una red de libreros anticuarios y clandestinos. Lo cual lo había encaminado a su vez al objeto de la obsesión de Dreverhaven, una traducción latina extraordinariamente rara de un oscuro texto mesopotámico.
De Wallen era más conocido por su abigarrada mezcla de drogas, bares, clubes de sexo, burdeles y chicos de ambos sexos exhibiéndose en las ventanas. Pero los estrechos callejones y canales de este sector de la ciudad portuaria también eran el hogar de un pequeño pero muy influyente grupo de comerciantes de libros antiguos que negociaban manuscritos en los cinco continentes.
Setrakian se había enterado de que Dreverhaven —bajo la apariencia de un bibliófilo llamado Jan-Piet Blaak— había huido a los Países Bajos en los años posteriores a la guerra, escondiéndose en Bélgica hasta comienzos de la década de 1950, cuando pasó a Holanda para establecerse en Ámsterdam en 1955. Dreverhaven podía moverse libremente durante la noche y por los senderos proscritos por los canales, y ocultarse sin ser detectado durante el día en De Wallen. No obstante, los canales lo disuadían de permanecer mucho tiempo allí, pero al parecer, el atractivo ofrecido por el oficio de los bibliófilos —y por el Occido lumen en particular— era demasiado seductor. Había establecido una guarida allí, e hizo de la ciudad su hogar permanente.
El centro de la ciudad se extendía desde Dam Platz como una isla parcialmente rodeada —aunque no dividida— por los canales. Setrakian deambuló por edificios con tejados a dos aguas que tenían trescientos años, con el olor del hachís saliendo por las ventanas acompañado de acordes de música folk americana. Una mujer joven pasó apresurada rumbo a sus labores nocturnas; cojeaba, pues uno de sus zapatos tenía el tacón roto, sus piernas con liguero y medias de red asomaban bajo el dobladillo de un abrigo de visón falso.
Setrakian vio dos palomas en los adoquines y no parecieron inmutarse ante su cercanía. Se detuvo para ver qué había captado el interés de las aves.
Las palomas estaban examinando una rata de alcantarilla.
—¿Es usted el portador del Lumen?
Setrakian se quedó paralizado. La presencia era muy próxima. De hecho, parecía estar justo detrás de él. Pero la voz provenía del interior de su cabeza. Setrakian se dio media vuelta, asustado.
—¿Mynheer Blaak?
Se había equivocado. No había nadie detrás de él.
—Monsieur Pirk, supongo.
Setrakian miró a su derecha. En la entrada de un oscuro callejón había una figura corpulenta, vestida con un abrigo largo y un sombrero alto, apoyada en un bastón delgado con punta metálica.
Setrakian tragó toda su adrenalina, su expectación, su miedo.
—¿Cómo ha podido encontrarme, señor?
—El libro. Eso es lo único que importa. ¿Está en su poder, Pirk?
—Yo… lo tengo cerca.
—¿Dónde está su hotel?
—Tengo un apartamento cerca de la estación. Me encantaría que realizáramos nuestra transacción allí, si usted lo desea, claro.
—Me temo que no puedo ir tan lejos; mi gota es muy delicada y me lo impide.
Setrakian se dio la vuelta para ver de lleno al ser sumergido en la sombra. Había unas cuantas personas en la plaza, así que se atrevió a dar un paso hacia Dreverhaven, tal como lo haría un transeúnte desprevenido. No percibió el habitual almizcle terroso del strigoi, aunque el humo del hachís imponía su fragancia en la noche.
—¿Qué sugiere, entonces? Me gustaría mucho poder finiquitar la venta esta tarde. Pero tendría usted que regresar primero a su apartamento.
—Sí. Supongo que sí.
El personaje dio un paso adelante, golpeando un adoquín con la punta metálica de su bastón. Las palomas agitaron sus alas y emprendieron el vuelo a espaldas de Setrakian.
—Me pregunto por qué un hombre que viaja a una ciudad desconocida confiaría un artículo tan valioso a la dudosa seguridad de su apartamento, en lugar de llevarlo consigo —observó Blaak.
Setrakian agarró su maletín con la otra mano.
—¿Qué quiere decir?
—No creo que un verdadero coleccionista esté dispuesto a correr el riesgo de dejar un objeto tan valioso fuera de su vista. O de su control.
—Hay ladrones cerca —dijo Setrakian.
—Y dentro. Si realmente desea librarse del peso de ese objeto maldito a un precio excelente, entonces sígame, Pirk. Mi residencia está a unos cuantos pasos en esa dirección.
Dreverhaven se dio la vuelta y se adentró en el callejón, apoyándose en el bastón pero sin depender exclusivamente de él. Setrakian se detuvo un momento, se lamió los labios y sintió los pelos de su barba postiza antes de seguir al criminal de guerra y muerto viviente por el callejón de piedra.
La única vez que Setrakian obtuvo un permiso para cruzar la alambrada de púas de Treblinka fue para trabajar en la biblioteca de Dreverhaven.
Herr Doktor tenía una casa a pocos minutos del campamento, y los trabajadores eran llevados allí por separado, custodiados por un escuadrón de tres guardias ucranianos fuertemente armados a bordo de un coche. Setrakian tenía poco contacto con Dreverhaven en su casa, y ninguno en la sala de cirugía del campamento, lo cual era una gran fortuna, pues Dreverhaven intentaba satisfacer su curiosidad médica y científica del mismo modo que un niño solitario se deleita cortando gusanos y quemándole las alas a una mariposa.
Dreverhaven ya era un bibliófilo en aquel entonces, y utilizaba los botines de guerra y del genocidio —el oro y los diamantes robados a los muertos en vida— invirtiendo sumas escandalosas en textos raros procedentes de Polonia, Francia, Gran Bretaña e Italia, todos de dudosa procedencia debido al estado caótico del mercado negro durante el conflicto bélico. Setrakian había recibido la orden de construir una biblioteca de roble en dos habitaciones con una escalera de hierro móvil y una vidriera con la vara de Esculapio. A menudo confundida con el caduceo, la imagen de Esculapio —una serpiente o gusano largo enroscado sobre un bastón— es el símbolo de la medicina y los médicos. Pero la imagen encargada por Dreverhaven tenía una calavera adicional; el símbolo de las SS nazis.
En una ocasión, Dreverhaven inspeccionó personalmente el trabajo de Setrakian. Sus ojos azules eran fríos como el cristal de roca, y deslizó sus dedos cuidadosamente sobre la superficie inferior de los estantes en busca de asperezas. Satisfecho, hizo un gesto de aprobación con la cabeza a modo de elogio y despidió al joven judío sin más.
Volvieron a verse cuando Setrakian se enfrentó al «foso en llamas», y el médico supervisó la masacre con los mismos ojos azules y fríos. No reconoció a Setrakian: eran demasiados rostros, todos ellos indistinguibles para él. Además, el médico estaba ocupado en sus «experimentos», y un asistente cronometraba el intervalo entre el momento en que el disparo entraba por la parte posterior de la cabeza y el temblor agónico y final de la víctima.
Los conocimientos de Setrakian sobre el folclore y la historia oculta de los vampiros se habían sumado a sus pesquisas en los archivos de los campos de concentración nazis hasta dar con el paradero del antiguo texto conocido como Occido lumen.
Setrakian le dio a Blaak un margen prudencial de movimiento, siguiéndolo a tres pasos de distancia, justo fuera del alcance de su aguijón. Dreverhaven caminaba con su bastón, despreocupado al parecer por la vulnerabilidad que suponía tener a un extraño a sus espaldas. Tal vez se había habituado a depositar su confianza en los transeúntes que merodeaban por De Wallen durante la noche, confiando en que su presencia desalentaría cualquier posible ataque. O tal vez quería dar simplemente una impresión de inocencia.
En otras palabras, quizá el gato estaba actuando como un ratón.
Dreverhaven giró la llave en la cerradura de la puerta flanqueada por dos pequeñas ventanas con luces rojas, y Setrakian lo siguió por la alfombra igualmente roja de las escaleras. El nazi ocupaba los dos últimos pisos, lujosamente decorados, aunque no vivía allí. La potencia de las bombillas era mínima, y las lámparas inclinadas brillaban débilmente en las mullidas alfombras. Las ventanas de la fachada daban hacia el este, y no tenían cortinas gruesas. No había ventanas traseras, y tras evaluar el tamaño de las habitaciones, Setrakian concluyó que eran estrechas. Recordó que ya había albergado la misma sospecha cuando estuvo en la casa de Dreverhaven en Treblinka, sospecha alimentada por los rumores del campo de concentración en torno a una sala de cirugía oculta.
Dreverhaven apoyó su bastón en una mesa iluminada. Setrakian reconoció en la bandeja de porcelana los documentos que le había entregado al intermediario: registros de origen sumamente costosos que establecían un vínculo plausible con la subasta de Marsella de 1911, todos ellos fraudulentos.
Dreverhaven se quitó el sombrero y lo dejó sobre una mesa.
—¿Le gustaría tomar un aperitivo? —preguntó sin darse la vuelta.
—Lamentablemente no —respondió Setrakian, abriendo las dos hebillas de su maletín, y dejando cerrado el broche superior—. Los viajes me trastornan el sistema digestivo.
—Ah, eso… El mío es a prueba de todo.
—Por favor, no deje de hacerlo aunque no lo acompañe.
Dreverhaven se giró, lentamente, en la penumbra.
—No podría, monsieur Pirk. Nunca acostumbro beber solo.
En lugar de un strigoi envejecido por el tiempo —tal como esperaba Setrakian—, se sorprendió —aunque se esforzó en ocultarlo— al ver que Dreverhaven tenía exactamente el mismo aspecto de unas décadas atrás. Los mismos ojos gélidos, el cabello negro y abundante sobre el cuello. Setrakian sintió una punzada de angustia, pero tenía pocas razones para temer: Dreverhaven no lo había reconocido en el «foso», y seguramente no lo reconocería ahora, más de un cuarto de siglo después.
—Bueno —dijo Dreverhaven—, consumemos entonces nuestra feliz transacción.
La mayor prueba de firmeza para Setrakian consistió en disimular su asombro ante el discurso del vampiro. O, más exactamente, su juego al hablar. El vampiro se comunicaba en la forma telepática de costumbre, «hablándole» directamente a la mente de Setrakian, pero había aprendido a manipular sus labios inútiles esbozando una pantomima del habla. Setrakian entendió en aquel instante cómo se movía «Jan-Piet Blaak» de noche por Ámsterdam sin temor a ser descubierto.
Setrakian examinó la habitación en busca de otra puerta de salida. Necesitaba cerciorarse de que el strigoi se viera atrapado antes de abalanzarse sobre él. Había venido desde muy lejos como para permitir que Dreverhaven se le escapara de las manos.
—¿Debo entender, entonces, que no le preocupa el libro, habida cuenta de la desgracia que parece acompañar a sus poseedores? —le preguntó Setrakian.
Dreverhaven permaneció en silencio con las manos en la espalda.
—Soy un hombre que acoge lo maldito, monsieur Pirk. Y, además, todo parece indicar que no ha caído ninguna desgracia sobre usted.
—No…, todavía no —mintió Setrakian—. ¿Y por qué este libro en especial, si me permite preguntárselo?
—Podría decirse que por un interés académico. En cierto modo, yo mismo soy un intermediario. He emprendido esta búsqueda global para otra parte interesada. El libro es realmente raro, pues llevaba más de medio siglo sin aparecer. Muchos creen que la única edición existente fue destruida. Pero según sus documentos, tal vez ha sobrevivido. O bien hay una segunda edición. ¿Está usted dispuesto a mostrármelo ahora?
—Naturalmente. Aunque primero me gustaría ver el dinero.
—Ah, desde luego. Está en ese maletín, en la silla del rincón, detrás de usted.
Setrakian se movió en sentido lateral, con una naturalidad que realmente no sentía, buscó el cerrojo con el dedo y lo abrió. El maletín estaba lleno de florines apretujados en fajos.
—Muy bien —dijo Setrakian.
Quid pro quo, monsieur Pirk. Ahora, si tuviera la gentileza de corresponderme…
Setrakian se apartó del dinero y fue a por su maletín. Desabrochó el cierre sin quitarle el ojo de encima a Dreverhaven.
—¿Sabe que la encuadernación es bastante inusual?
—Sí, soy consciente de eso.
—Aunque estoy seguro de que sólo es parcialmente responsable de su escandaloso precio.
—Quisiera recordarle, señor, que es usted quien determina el precio. Y nunca juzgue un libro por su cubierta. Éste es un excelente consejo, a pesar de ser ignorado con tanta frecuencia, tal como sucede con la mayoría de los clichés.
Setrakian llevó el maletín a la mesa donde estaban los documentos que atestiguaban su procedencia. Abrió la parte superior bajo la tenue luz de la lámpara, y luego se apartó.
—Que sea como usted quiera, señor.
—Por favor —dijo el vampiro—, me gustaría que fuera usted quien lo sacara. Insisto.
—No se hable más —replicó Setrakian.
Introdujo su mano cubierta con el guante negro. Sacó el libro, que estaba encuadernado en plata, y cuya portada y contraportada tenían placas del mismo metal.
Se lo ofreció a Dreverhaven. Los ojos del vampiro se entrecerraron ante el resplandor del metal.
Setrakian dio un paso hacia él.
—¿Le gustaría examinarlo?
—Déjelo sobre esa mesa, monsieur.
—¿Sobre esa mesa? Pero la luz es mucho más favorable aquí.
—Tenga la amabilidad de dejarlo sobre la mesa.
Setrakian no respondió de inmediato a la petición. Permaneció inmóvil, con el libro de plata maciza en sus manos.
—Pero supongo que querrá examinarlo.
Los ojos de Dreverhaven pasaron de la cubierta de plata al rostro de Setrakian.
—La barba, monsieur Pirk, oscurece su cara. Le da un aire hebreo.
—¿De veras? Debo suponer que no le gustan los judíos.
—Soy yo quien no les gusto a ellos… Su olor, Pirk, me resulta familiar.
—¿Por qué no mira el libro más de cerca?
—No es necesario. Es evidente que se trata de una falsificación.
—Probablemente. Pero puedo asegurarle que la plata es genuina.
Setrakian se acercó a Dreverhaven esgrimiendo el libro. El vampiro retrocedió y luego se detuvo.
—Sus manos —dijo— están paralizadas.
Dreverhaven observó de nuevo el rostro de Setrakian.
—El ebanista… Así que es usted.
Setrakian sacó una espada de plata del lado izquierdo de su abrigo.
—Se ha convertido en todo un pusilánime, Herr Doktor.
Dreverhaven arremetió con su aguijón. No con decisión, sino a medias; el vampiro, abotagado, saltó hacia atrás, contra la pared, y tomó impulso para atacar de nuevo.
Setrakian se anticipó a la maniobra. De hecho, el médico nazi era bastante menos ágil que muchos a los que se había enfrentado. El profesor se mantuvo firme, de espaldas a las ventanas, la única vía de escape que tenía el vampiro.
—Es usted demasiado lento, doctor —le dijo Setrakian—. Ha resultado demasiado fácil darle caza aquí.
Dreverhaven bufó. La preocupación se reflejó en los ojos de la bestia a medida que el calor producto del cansancio empezó a derretir su maquillaje facial.
Miró hacia la puerta, pero Setrakian mantuvo la guardia en alto. Estas criaturas siempre construían una salida de emergencia; incluso una garrapata hinchada como Dreverhaven.
Setrakian simuló un ataque, haciendo que el strigoi perdiera el equilibrio, obligándolo a reaccionar. Dreverhaven intentó sacar el aguijón, pero su impulso fue neutralizado. Setrakian respondió con un movimiento rápido de su hoja, y por poco se lo corta de un tajo.
Dreverhaven emprendió la huida, corriendo en sentido lateral por los estantes de la parte posterior de su biblioteca, pero Setrakian reaccionó con presteza. Aún tenía el libro en una mano y se lo arrojó al vampiro; la criatura retrocedió ante el resplandor mortal de la plata. Setrakian se abalanzó sobre él.
Mantuvo la punta de su espada contra la base de la mandíbula de Dreverhaven. El vampiro tenía la cabeza inclinada hacia atrás, la coronilla apoyada en los lomos de sus preciosos libros, su mirada fija en Setrakian.
La plata lo debilitó, y su aguijón quedó neutralizado. Setrakian buscó en el más profundo de sus bolsillos —que estaba forrado en plomo— y sacó un juego de abalorios de plata envueltos en una fina malla de acero, sujetos por una banda del mismo metal. Los ojos del vampiro se abrieron con una expresión feroz, pero fue incapaz de moverse mientras Setrakian le pasaba el collar por la cabeza, hasta acomodarlo en los hombros de la criatura.
El lastre del collar de plata en el pecho del strigoi le pesó como una cadena de piedras de cincuenta kilos. Setrakian acercó una silla justo a tiempo para que Dreverhaven se desplomara sobre ella, evitando que el vampiro cayera al suelo. La cabeza de la criatura se desplomó hacia un lado, sus manos temblando, impotentes sobre su regazo.
Setrakian recogió el libro —que era en realidad la sexta edición de una copia del Origen de las especies de Darwin, forrado y encuadernado en plata de Britania—, y lo introdujo de nuevo en su maletín. Regresó a los estantes de la biblioteca esgrimiendo su espada, al lugar donde Dreverhaven había intentado refugiarse en medio de su desesperación.
Tras buscar exhaustivamente, y alerta ante posibles trampas, Setrakian encontró el libro detrás del cual estaba oculta la cerradura. Oyó un clic, sintió la estantería ceder, y luego empujó la pared, que giró sobre su eje de rotación.
Lo primero que notó fue el olor. Las estancias de la parte de atrás de Dreverhaven carecían de ventilación; eran un nido de libros desechados, de basura y trapos fétidos. Pero el hedor no provenía de allí, sino del último piso, al que se accedía a través de una escalera manchada de sangre.
Un quirófano, una mesa de acero inoxidable empotrada en los azulejos negros y aparentemente cubierta de coágulos de sangre. Varias décadas de inmundicia y porquería cubrían todas las superficies, y las moscas revoloteaban furiosamente alrededor del refrigerador, empotrado en un rincón y manchado de sangre.
Setrakian contuvo la respiración y abrió la nevera. No tenía otra opción. Sólo contenía elementos de perversión; nada que le interesara particularmente. No había pistas que le sirvieran para adelantar su búsqueda; en su interior había únicamente carne humana. Setrakian advirtió que cada vez se estaba acostumbrando más a la depravación y a la carnicería.
Regresó al lado de la criatura que agonizaba en la silla. El rostro de Dreverhaven se había desvanecido, dejando al descubierto al strigoi. Setrakian se acercó a la ventana; el alba empezaba a anunciarse, y pronto campearía en el apartamento, librándolo de la oscuridad y de los vampiros.
—¡Cómo me aterraban los amaneceres en el campo de concentración! —dijo Setrakian—. El comienzo de otro día más en los barracones de la muerte. No le temía a la muerte, pero tampoco es que la hubiera elegido. Escogí la supervivencia. Y al hacerlo, elegí el temor.
Estoy feliz de morir.
Setrakian miró a Dreverhaven. El strigoi ya no se molestaba en mover los labios.
Todos mis deseos han sido saciados desde hace ya mucho tiempo. He ido tan lejos como se puede ir en esta vida, sin importar si fue en calidad de hombre o de bestia. Ya no deseo nada más. La repetición extingue el placer.
—El libro —comentó Setrakian, acercándose peligrosamente a Dreverhaven— ya no existe.
Sí existe. Pero sólo un tonto se atrevería a buscarlo. Perseguir el Occido lumen significa que estás persiguiendo al Amo. Tal vez puedas liquidar a un acólito ya cansado como yo, pero si te opones a él, las probabilidades estarán sin duda en tu contra. Al igual que lo estuvieron en el caso de tu querida esposa.
De modo que el vampiro aún tenía un poco de perversión en su interior. Todavía conservaba la capacidad, sin importar cuán pequeña y vana, del placer enfermizo. Los ojos del vampiro nunca se apartaron de Setrakian.
La mañana se impuso sobre ellos, y el sol brilló por un ángulo de las ventanas. Setrakian se puso de pie y agarró con rapidez el respaldo de la silla de Dreverhaven, volcándolo sobre sus patas traseras y arrastrándolo a través del estante hacia los habitáculos secretos del fondo, dejando dos marcas en el suelo de madera.
—La luz del sol —señaló Setrakian— es demasiado buena para usted, Herr Doktor.
El strigoi lo miró fijamente, con ojos expectantes. Aquí, y finalmente para él, estaba lo inesperado. Dreverhaven anhelaba participar en la perversión, sin importar el papel que pudiera desempeñar. Setrakian logró contener su ira.
—¿Dice que la inmortalidad no es amiga de los perversos? —Setrakian apoyó el hombro en la estantería para impedir la entrada del sol—. Entonces gozará de la inmortalidad.
Así es, carpintero. Eres apasionado. ¿Qué tienes en mente?
El plan le llevó tres días. Setrakian trabajó sin descanso durante setenta y dos horas, inmerso en un paroxismo vengativo. Descuartizar al strigoi en la mesa de operaciones de Dreverhaven y cauterizar los cuatro muñones fue lo más peligroso. Luego se concentró en la tarea de conseguir macetas con tulipanes de plomo, y los introdujo en el ataúd del strigoi —que quedó con menos tierra— para impedir así que el vampiro se comunicara con el Amo. Introdujo en el sarcófago a la abominación con sus miembros mutilados. Setrakian fletó un pequeño barco y pagó a seis marinos borrachos para que le ayudaran a subir el féretro. Zarpó hacia las aguas gélidas del mar del Norte, donde, no sin ciertas dificultades, arrojó el ataúd para que la criatura quedara atrapada entre las dos masas de tierra continental, resguardada del sol letal y, sin embargo, impotente por toda la eternidad.
Hasta que el cajón se hundió en el fondo del océano la voz burlona de Dreverhaven no salió de la mente de Setrakian, como una locura que hubiera encontrado remedio. El antiguo carpintero se miró sus dedos torcidos, amoratados y cubiertos de sangre; le ardían a causa del agua salada, y los apretó entre sus puños.
Y realmente, él iba camino a la locura. Comprendió que era el momento de pasar a la clandestinidad, emulando al strigoi. Para continuar con su trabajo en la sombra y esperar las circunstancias propicias.
Su oportunidad con el libro. Frente al Amo.
Había llegado el momento de viajar a América.