PARTE I
El Amo
Las extremidades del hombre se contrajeron por última vez, el aroma de su último aliento escapó de su boca, y el estertor de la muerte señaló el final del banquete del Amo. El cuerpo desnudo e inerte del hombre liberado por la sombra imponente se desplomó a los pies de Sardu, junto a las cuatro víctimas restantes.
Todos tenían la misma marca del aguijón en la carne blanda de la parte interior del muslo, justo en la arteria femoral. La extendida imagen del vampiro que chupa la sangre del cuello no es del todo incorrecta, pero los vampiros más poderosos prefieren la arteria femoral de la pierna derecha. La presión y la oxigenación son perfectas, y el sabor es más intenso, casi absoluto. La sangre de la yugular, por el contrario, es más impura. De todos modos, el acto de alimentarse había perdido —desde mucho tiempo atrás— emotividad para el Amo. Con frecuencia, el antiquísimo vampiro se alimentaba sin siquiera mirar a su víctima a los ojos, aunque el aumento de la adrenalina generada por el miedo de la presa le confería un hormigueo exótico al sabor metálico de la sangre.
Durante siglos, el dolor humano había conservado para él un ímpetu vigorizante. Sus diversas manifestaciones divertían al Amo, y la delicada sinfonía de jadeos, gritos y exhalaciones de las víctimas seguía despertando el interés de la criatura. Pero ahora, especialmente cuando se alimentaba así, masivamente, buscaba un silencio absoluto. Desde su interior, el Amo invocó a su voz primitiva —a su voz original, la voz de su verdadero yo—, llevando a todos los huéspedes al interior de su cuerpo y de su voluntad. Emitió su murmullo: un pulso, un estruendo psicosedante emanado de su interior, un latigazo cerebral que paralizaba a la presa durante el tiempo necesario para que el Amo pudiera alimentarse en paz.
Pero en definitiva, el «murmullo» debía utilizarse con prudencia, ya que exponía la verdadera voz del Amo. Su verdadero ser.
Fue necesario un tiempo y un esfuerzo considerables para aplacar todas las voces que lo habitaban y descubrir la suya de nuevo. Esto era peligroso, ya que estas voces le servían de dispositivo mimético. Las voces —incluida la de Sardu, el joven cazador cuyo cuerpo habitaba el Amo— ocultaban la presencia, posición y pensamientos del Amo ante los otros Ancianos. Lo encubrían.
Había utilizado el murmullo a su llegada en el interior del vuelo de Regis Air, y contuvo su pulso sonoro para lograr un silencio absoluto y poner sus pensamientos en orden. El Amo podía hacerlo allí a cientos de metros bajo tierra, en la bóveda de hormigón en el centro del osario semiabandonado. La recámara del Amo se hallaba en el centro de un laberinto compuesto de subterráneos y túneles de servicio debajo del matadero de novillos que estaba encima. Hubo un tiempo en que la sangre y los residuos confluían allí, pero ahora, después de una limpieza a fondo, los aposentos del Amo se asemejaban más a una pequeña capilla industrial.
El corte palpitante que tenía en la espalda había comenzado a curar de manera instantánea. Nunca temió que la herida le causara un daño permanente —él no le temía a nada—, aunque el tajo habría de dejarle una cicatriz, desfigurando su cuerpo como una afrenta. Aquel viejo estúpido y sus acompañantes se iban a arrepentir del día en que atacaron al Amo.
El eco más débil de la ira, de una indignación profunda, retumbó entre sus muchas voces y voluntades. El Amo se sintió vejado, lo cual era una sensación refrescante y revitalizadora para él. La indignación no era un sentimiento que experimentara a menudo y, por ende, el Amo permitió —incluso le dio la bienvenida— esa emoción novedosa.
La risa plácida retumbó en su cuerpo lastimado. El Amo llevaba mucha ventaja en el juego, y todos sus peones se comportaban como él esperaba. Bolívar, el más enérgico lugarteniente de sus huestes, estaba resultando muy apto para propagar la sed, y había reunido incluso a algunos siervos que podrían adelantar las tareas solares. La arrogancia de Palmer aumentaba con cada avance táctico, aunque continuaba bajo el control total, sometido a la voluntad del Amo. El ocultamiento había determinado el tiempo para cumplir el plan. La ineluctable y exquisita geometría había sido trazada, y ahora —muy pronto— la Tierra arderá…
En el suelo, uno de los «bocados» gimió, aferrándose desesperadamente a la vida. El Amo lo observó, reanimado y satisfecho. El coro de voces cantó de nuevo en su mente. Miró al hombre que yacía a sus pies, presa del dolor y del miedo, lo cual suponía un placer inesperado.
Esta vez, el Amo se deleitó, saboreando el postre. Bajo la bóveda del osario, el Amo levantó su cuerpo, posando cuidadosamente su mano sobre el pecho de la víctima, justo encima de su corazón, y sofocó ávidamente el latido interior.
Zona Cero
LA PLATAFORMA estaba vacía cuando Eph saltó a la vía, mientras seguía a Fet por el túnel del metro que conducía a la «bañera» de la excavación del proyecto «Zona Cero».
Nunca imaginó que regresaría allí, a ese lugar. Después de todo lo que habían visto y presenciado, él no podía imaginar que existiera una fuerza lo suficientemente poderosa como para obligarlo a regresar a ese laberinto subterráneo que era la morada del Amo.
Pero hay callos que tardan sólo un día en aparecer. El whisky le había ayudado, y tal vez demasiado.
Una vez más, caminó sobre las piedras negras extendidas a lo largo de la vía en desuso. Las ratas no habían regresado. Pasó por la manguera de drenaje abandonada por los obreros, que habían desaparecido igualmente.
Fet llevaba su barra de acero reforzado. A pesar de las otras armas que traían consigo, más impactantes y efectivas —lámparas ultravioleta, espadas de plata, una pistola de clavos cargada con puntas de plata pura—, Fet seguía utilizando el bastón para ratas, aunque ambos sabían que allí ya no había roedores. Los vampiros habían invadido ahora el territorio subterráneo de las ratas.
A Fet también le gustaba la pistola de clavos. Las pistolas neumáticas requerían de tubos y de agua. Las pistolas eléctricas no eran muy contundentes y su trayectoria era errática. Ninguna de las dos era realmente fácil de transportar. La pistola de Fet —un arma proveniente del arsenal de rarezas antiguas y modernas de Setrakian— funcionaba con una carga de pólvora de escopeta. Cincuenta clavos de plata por carga que se introducían por la parte inferior como el tambor de un UZI. Las balas de plomo abrían agujeros en los cuerpos de los vampiros, al igual que en los seres humanos, pero el dolor físico es inocuo cuando ya no se cuenta con un sistema nervioso, y los proyectiles recubiertos de cobre resultaban ser simples artefactos contundentes.
Las escopetas podían neutralizar, pero las ráfagas de perdigones tampoco los mataban, a menos que los decapitaras. Pero la plata, si tenía la forma de una punta de unos cuatro centímetros, acababa con ellos de manera infalible. Las balas de plomo los enfurecían, pero los clavos de plata les causaban heridas a un nivel genético, por decirlo de algún modo. Y, al menos para Eph, había otro aspecto casi igual de relevante: la plata los asustaba, así como la luz ultravioleta UVC de gama pura y onda corta. La plata y la luz del sol eran el equivalente vampírico de la barra de Fet, el exterminador de ratas.
Fet supo de su existencia cuando fue contratado por un funcionario del gobierno para saber por qué las ratas estaban saliendo de la tierra. Ya había visto algunos vampiros en sus recorridos subterráneos, y sus habilidades —un asesino consagrado de todo tipo de bichos y roedores, y experto además en los movimientos de la ciudad bajo tierra— se prestaban perfectamente para la caza de estos seres. Fue él quien condujo inicialmente a Eph y a Setrakian allí abajo, en busca de la guarida del Amo.
El olor de la masacre seguía adherido a las vías del metro. El hedor a carne chamuscada de vampiro y la penetrante hediondez a amoniaco de sus excrementos. Eph se vio rezagado y aceleró el paso, inspeccionando el túnel con su linterna, hasta alcanzar a Fet.
El exterminador mordisqueaba un cigarro Toro sin encender, que solía mantener en la boca mientras hablaba.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Por supuesto —respondió Eph—. No podría estar mejor.
—Él está confundido, Eph. Yo también lo estaba a esa edad, y mi madre no era…, ya sabes.
—Lo sé. Necesita tiempo. Pero ésa es una de las cosas que no le puedo dar en estos momentos.
—Es un buen chico. Normalmente no me gustan los niños, pero el tuyo sí.
Eph asintió, agradecido por el gesto de Fet.
—A mí también.
—Me preocupa el viejo.
Eph avanzó con cuidado sobre las piedras sueltas.
—Ha sufrido mucho.
—Físicamente, sí. Pero hay más.
—El fracaso…
—Sí, claro. Estar tan cerca, después de perseguir durante tantos años a estas criaturas, sólo para ver al Amo resistir y sobrevivir al disparo más certero. Y algo más. Hay cosas que el viejo no nos dice. O que no nos ha dicho todavía. Estoy seguro de ello.
Eph recordó al rey vampiro echando su capa hacia atrás en un gesto triunfal, su piel cerúlea ardiendo bajo la luz mientras le aullaba desafiante al sol, para luego desaparecer por el borde de la azotea.
—Él pensó que la luz del sol mataría al Amo.
—Por lo menos lo ha herido —dijo Fet, mordisqueando su cigarro—. Quién sabe cuánto tiempo habría podido resistir a la exposición solar. Y tú… le propinaste un corte. Con la espada de plata.
Eph había tenido suerte al abrirle al Amo un tajo en la espalda, que no tardó en quedar convertido en una cicatriz negra debido a su exposición al sol.
—Si puede ser herido, creo que también puede ser destruido, ¿no?
—Pero ¿acaso los animales heridos no son más peligrosos?
—Al igual que los seres humanos, los animales también están motivados por el dolor y el miedo. Y en cuanto a esta criatura, ella vive de esto. No necesita de ninguna otra cosa.
—Para exterminarnos a todos.
—He estado pensando mucho en eso. ¿Querrá acabar con toda la humanidad? Es decir, somos su alimento. Su desayuno, almuerzo y cena. Si nos convierten a todos en vampiros, el suministro de alimentos llegaría a su fin. Cuando matas todas las gallinas, no quedan más huevos.
Eph quedó impresionado por el razonamiento de Fet, por la lógica contundente del exterminador.
—Tienen que mantener un equilibrio, ¿verdad? Si conviertes a demasiadas personas en vampiros, crearás una demanda excesiva de alimento humano. Es la economía de la sangre.
—A menos que el futuro nos depare otro destino. Simplemente espero que el anciano tenga las respuestas. De lo contrario…
—Nadie las tendrá.
Llegaron al cruce del túnel oscuro. Eph levantó la lámpara Luma y los rayos UVC alumbraron las salvajes manchas de los desechos vampíricos: su orina y excrementos, cuya masa biológica mostraba su fluorescencia con el rango de luz baja. Las manchas ya no tenían los colores chillones que Eph recordaba. Se estaban desvaneciendo. Eso significaba que los vampiros no habían visitado aquel lugar recientemente. Tal vez habían sido advertidos gracias a su telepatía aparente por los cientos de criaturas aniquiladas por Eph, Fet y Setrakian.
Fet utilizó su vara de acero para hurgar en el montículo de teléfonos móviles desechados, apilados como piedras. Un monumento inconexo a la futilidad humana, como si los vampiros hubieran chupado la vida de las personas y lo único que hubiera quedado de ellas fueran sus aparatos.
—He estado pensando en algo que dijo él —susurró Fet—. En los mitos de diferentes culturas y épocas que revelan los mismos temores humanos esenciales. Los símbolos universales.
—Los arquetipos…
—Ésa es la palabra. Terrores comunes a todas las tribus y países, profundamente arraigados en la psique humana: enfermedades y plagas, la guerra, la codicia. El asunto es: ¿acaso no eran más que simples supersticiones? ¿Y qué pasaría si estuvieran directamente relacionadas entre sí? ¿Es probable que nuestro inconsciente no relacione aquellos temores que están separados inicialmente? ¿Qué tal si tienen raíces reales en nuestro pasado? En otras palabras, ¿qué pasaría si éstos no son mitos comunes? ¿Y si son verdades comunes universales?
Eph tuvo dificultades para reflexionar sobre esa teoría en las entrañas de la ciudad sitiada.
—¿Estás diciendo que él sostiene que tal vez siempre hayamos sabido que…?
—Sí, siempre lo hemos temido. Que esta amenaza, este clan de vampiros que subsisten de la sangre humana, y cuya enfermedad posee a los cuerpos humanos, existía y era conocida. Pero a medida que pasaron a la clandestinidad, o como quieras llamarlo, y se refugiaron en las sombras, la verdad se transformó en mito. La realidad se convirtió en folclore. Pero este germen del miedo circula tan profundamente en todos los pueblos y culturas que no ha desaparecido nunca.
Eph asintió con interés, pero distraído al mismo tiempo. Fet podía distanciarse un poco y tener una perspectiva general, mientras que la situación de Eph era su antítesis. Su esposa —su ex esposa— había sido transformada y convertida. Y ahora estaba empeñada en convertir a su sangre, a su amado, al hijo de sus entrañas. Esta plaga demoniaca lo había afectado a nivel personal, y él estaba teniendo dificultades para concentrarse en cualquier otra cosa, especialmente en las teorías a gran escala, aunque, paradójicamente, ésa fuera su formación como epidemiólogo. Pero cuando algo tan insidioso se filtra en tu vida personal, todo pensamiento superior escapa por la ventana.
Eph se obsesionó cada vez más con Eldritch Palmer, la cabeza del Grupo Stoneheart, uno de los tres hombres más ricos del mundo y a quien había identificado como co-conspirador del Amo. A medida que aumentaban los ataques, duplicándose después de cada noche, y la cepa del virus se propagaba exponencialmente, las noticias insistían en reducirlos a simples «disturbios». Equivalía a decir que una revolución era una protesta aislada. Ellos sabían que no era así, y, a pesar de todo, alguien —tenía que ser Palmer, un hombre con un gran interés en desinformar a la opinión pública estadounidense y al mundo en general— estaba influyendo en los medios de comunicación y en el control del CDC. Sólo su Grupo Stoneheart podía financiar y ejecutar una campaña masiva de desinformación pública sobre el ocultamiento. Eph había decidido en privado que si no podían destruir fácilmente al Amo, ciertamente podrían destruir a Palmer, que no sólo era un anciano enfermo, sino también bastante débil.
Cualquier otro hombre habría fallecido diez años antes, pero la gran fortuna de Palmer y sus recursos ilimitados lo mantuvieron con vida, como un vehículo antiguo que requiere de mantenimiento continuo para seguir funcionando. La vida, conjeturó Eph —el médico—, se había convertido para Palmer en algo parecido a un fetiche. ¿Cuánto tiempo podría seguir viviendo?
La furia que sentía Eph por el Amo —por convertir a Kelly, por trastocar todos sus conocimientos sobre la ciencia y la medicina—, aunque justificada, era impotente, así como también lo sería lanzarle puñetazos a la muerte. Pero el acto de condenar a Palmer —el más cercano colaborador del Amo y su asesor— le daba a Eph una dirección y un propósito muy firmes. Mejor aún, legitimaba su deseo de venganza personal.
Aquel anciano había destrozado la vida de su hijo y le había partido el corazón.
Llegaron a la espaciosa cámara, que era su lugar de destino. Fet preparó su pistola de clavos y Eph empuñó su espada antes de doblar la esquina.
En el otro extremo de la cámara se encontraba el montículo de tierra y desperdicios. El altar hediondo sobre el cual había reposado el ataúd, el armario laboriosamente tallado que había atravesado el Atlántico en el interior del vientre frío del vuelo 753 de Regis Air, dentro del cual estuvo enterrado el Amo en la marga fría y esponjosa.
El ataúd no estaba allí. Había desaparecido de nuevo, tal como lo había hecho en el hangar vigilado del aeropuerto de La Guardia. La cúspide aplanada y terrosa del altar aún conservaba su impronta.
Alguien —o más probablemente algo— había regresado a buscarlo antes de que Eph y Fet pudieran destruir el lugar de descanso del Amo.
—Ha estado aquí —dijo Fet, mirando a su alrededor.
Eph sufrió una gran decepción. Quería despedazar el pesado armario, descargar su ira destruyendo algún objeto físico y trastornar el hábitat del monstruo de un modo contundente. Hacerle saber que no se había dado por vencido, y que no se rendiría nunca.
—Aquí —señaló Fet—. Mira esto.
Un remolino salpicado de colores en la base de la pared lateral, iluminado por los rayos de la lámpara de Fet, reveló un charco de orina fresca. A continuación, Fet iluminó toda la pared con una linterna convencional.
Un mural de grafitis de diseños delirantes y dispuestos al azar cubría todo el muro de piedra. Eph se acercó y observó que la gran mayoría de las figuras eran variaciones de una que tenía seis puntas, las cuales iban de lo rupestre a lo abstracto y a lo sencillamente desconcertante. Había algo en ellos que parecía una estrella; algo que se asemejaba más a una ameba. Los grafitis estaban diseminados por el extenso muro como algo que se replica a sí mismo, llenando la fachada de piedra desde abajo hasta arriba. De cerca, la pintura tenía un olor fresco.
—Esto —dijo Fet, dando un paso atrás para verlo bien— es reciente.
Eph se acercó para observar un glifo en el centro de una de las estrellas más elaboradas. Parecía ser un gancho, una garra o…
—Una luna creciente.
Eph pasó su lámpara de luz negra a través del intrincado dibujo. Invisibles a simple vista, dos formas idénticas se ocultaban en los vectores de la decoración. Y una flecha apuntaba en dirección a los túneles que estaban más allá.
—Podrían estar emigrando —dijo Fet—, señalando el camino…
Eph asintió con la cabeza, y siguió la mirada de Fet.
—La dirección que indica es el sureste.
—Mi padre solía hablarme de estas marcas —dijo Fet—. Jerga de vagabundos, de la época en que llegó a este país después de la guerra. Los dibujos muestran las casas hospitalarias y las que son hostiles: dónde puedes recibir alimento, encontrar una cama, y advertirles a otros sobre el dueño de una casa hostil. A lo largo de los años, he visto numerosos avisos como éste en bodegas, túneles, sótanos…
—¿Qué significa eso?
—No conozco el idioma. —Miró a su alrededor—. Pero parece señalar ese camino. Veamos si uno de esos teléfonos tiene la batería cargada. Uno que tenga cámara.
Eph escarbó en la parte superior de la pila, encendiendo teléfonos y descartando los malos. Un Nokia rosado con un Hello Kitty que brillaba en la oscuridad vibró en su mano. Eph se lo lanzó a Fet.
Fet le echó un vistazo.
—Nunca he entendido este gato de mierda. Su cabeza es demasiado grande. ¿Cómo puede ser un gato? Míralo. ¿Está enfermo…? Tiene agua por dentro.
—¿Hidrocefalia, quieres decir? —replicó Eph, preguntándose por qué Fet había dicho eso.
Fet desprendió el gato y lo arrojó a la basura.
—Es un mal de ojo. Maldito gato. No me gusta ese gato de mierda.
Sacó una foto del glifo de la luna creciente, iluminado por la luz índigo, y luego grabó en vídeo el fresco delirante, abrumado por la visión que ofrecía al interior de aquella cámara lúgubre, atormentado por la naturaleza de su transgresión y desconcertado por su significado.
Ya era de día cuando salieron. Eph llevaba su espada y el resto del equipo dentro de una bolsa de béisbol que colgaba de su hombro; Fet ocultaba sus armas en el pequeño maletín rodante que utilizaba para guardar los instrumentos de exterminio y los venenos. Iban vestidos como obreros, sucios por el polvo de los túneles debajo de la Zona Cero.
Con sus aceras semivacías, Wall Street parecía extrañamente tranquila. Las sirenas ululaban en la distancia, como implorando una respuesta que no llegaría. El humo negro se estaba convirtiendo en un elemento permanente en el cielo de la ciudad.
Los pocos transeúntes que pasaron junto a ellos avanzaron con rapidez, y apenas les devolvieron el saludo. Algunos llevaban mascarillas, otros tenían la nariz y la boca cubierta con bufandas: estaban desinformados sobre ese «virus» misterioso. La mayoría de las tiendas y locales comerciales estaban saqueados y vacíos, o sin electricidad. Pasaron junto al único supermercado iluminado, pero no se veía a ningún empleado.
En el interior, varias personas sacaban las frutas estropeadas de los puestos delanteros, o los productos enlatados de los estantes casi vacíos de atrás. Cualquier cosa que fuera comestible. La nevera de las bebidas ya había sido vaciada, al igual que la sección de alimentos refrigerados. La caja registradora también estaba desocupada, como un recordatorio de los viejos hábitos que tardan en morir: el dinero no era tan valioso como pronto lo serían el agua y los alimentos.
—Absurdo —murmuró Eph.
—Por lo menos algunas personas aún tienen energía —dijo Fet—. Espera que sus teléfonos y ordenadores portátiles se descarguen, y descubran que no pueden recargarlos. Entonces comenzarán a gritar.
El semáforo cambió de la mano roja a la figura blanca caminando, pero no había aglomeraciones de transeúntes dispuestos a cruzar. Manhattan sin peatones no era Manhattan. Eph oía el eco de las bocinas de los automóviles en las principales avenidas, pero las calles secundarias sólo eran recorridas por algún que otro taxi. Los conductores estaban recostados en los volantes, y los pasajeros esperaban ansiosamente atrás.
Eph y Fet se detuvieron en la acera uno junto al otro, por simple costumbre, cuando el semáforo se puso en rojo.
—¿Por qué crees que está ocurriendo esto ahora? —preguntó Eph—. Si han estado aquí desde hace tanto tiempo, durante siglos, ¿qué ha ocasionado esta situación?
—Nuestros horizontes de tiempo no son los mismos —dijo Fet—. Calculamos nuestra vida en días y años, con un calendario. Pero él es una criatura nocturna. El cielo es lo único que le preocupa.
—¡El eclipse! —señaló Eph—. Él lo estaba esperando.
—Tal vez signifique algo —dijo Fet—. Representa algo para él…
Un policía de la Autoridad de Tránsito que salía de una estación los observó detenidamente, especialmente a Eph.
—Mierda. —Eph desvió la mirada, pero no con la rapidez ni la espontaneidad adecuada. Aunque las fuerzas policiales se estaban desmoronando, el rostro de Eph había aparecido muchas veces en la televisión, y los ciudadanos la seguían viendo en busca de sugerencias y recomendaciones.
Siguieron caminando y el policía les dio la espalda.
«Sólo es paranoia mía», pensó Eph.
Al otro lado de la esquina, y siguiendo instrucciones precisas, el policía hizo una llamada telefónica.
El blog de Fet
HOLA, MUNDO.
(O lo que queda de él…).
Yo solía pensar que no hay nada más inútil que escribir un blog.
No podía imaginar una pérdida de tiempo más grande que ésta.
Pues ¿a quién le importa lo que tienes que decir?
Así que no sé de qué se trata realmente.
Pero debo saberlo.
Supongo que tengo dos razones.
La primera es organizar mis pensamientos. Sacarlos de la pantalla de este ordenador donde pueda verlos y tener quizá una idea de todo lo que está sucediendo. Porque lo que he experimentado en los últimos días es algo que me ha transformado —literalmente— y debo tratar de descifrar quién soy en este momento.
¿La segunda razón?
Simple: descubrir la verdad. La verdad de lo que está sucediendo.
¿Quién soy yo? Un exterminador de oficio. Así que si vives en uno de los cinco distritos de Nueva York, ves una rata en la bañera y llamas al Control de Plagas…
Sí. Soy el tipo que aparece dos semanas después.
Acostumbrabas a dejarme ese trabajo sucio a mí. Librarte de las plagas. Erradicar los bichos.
Pero ya no.
Una nueva plaga se está extendiendo por toda la ciudad, por todo el mundo. Un nuevo tipo de intrusos. Una viruela espantosa se cierne sobre la raza humana.
Estas criaturas están anidando en tu sótano.
En tu ático.
En las paredes.
Ahora, aquí viene lo bueno.
La mejor forma de erradicar una plaga —de ratas, ratones o cucarachas— es eliminando la fuente de alimento.
De acuerdo.
¿El verdadero problema consiste en la fuente de alimentos de esta nueva cepa?
Así es.
Somos nosotros.
Tú y yo.
Mira, en caso de que no te hayas dado cuenta todavía, tenemos mogollón de problemas aquí.
Condado de Fairfield, Connecticut
EL PEQUEÑO EDIFICIO era uno de los doce que había al final de la carretera derruida, un complejo de oficinas que se había ido a pique incluso antes de ser golpeado por la recesión. Conservaba el cartel del inquilino anterior —Industrias R. L.—, un agente de furgones blindados, y como era de esperar, estaba rodeado por una gruesa valla metálica de tres metros de altura. Se entraba con una tarjeta a través de una puerta electrónica.
El Jaguar de color crema del doctor y una flota de vehículos negros dignos de la comitiva de un mandatario ocupaban la mitad del garaje. La parte que correspondía a la oficina había sido habilitada como un pequeño quirófano, dedicado al servicio de un solo paciente.
Eldritch Palmer estaba en la sala de reanimación, despertando de las habituales molestias postoperatorias. Se despertó lentamente pero con decisión, pues a fin de cuentas ya estaba habituado al oscuro tránsito de la recuperación de la consciencia. Su equipo médico conocía bien la combinación adecuada de sedantes y anestesia. Ya no lo sedaban mucho, pues era demasiado arriesgado a su avanzada edad. Y Palmer se recuperaba con mayor rapidez cuanta menos anestesia le aplicaran.
Permanecía conectado a unas máquinas que monitoreaban la eficacia de su nuevo hígado. El donante había sido un prófugo salvadoreño, a quien le habían hecho pruebas para cerciorarse de que no sufría enfermedades, drogadicción ni alcoholismo. Se trataba de un órgano rosado-marrón sano y joven, con forma triangular, y su tamaño era similar al de un balón de fútbol americano. Había llegado recientemente en un avión a reacción, menos de catorce horas después de su extracción, y ese trasplante era, según las cuentas del propio Palmer, su séptimo hígado. Su cuerpo los rechazaba del mismo modo que las máquinas de café lo hacían con los filtros.
El hígado, el órgano interno y la glándula más grande del cuerpo humano, tiene muchas funciones vitales, incluyendo el metabolismo, el almacenamiento de glucógeno, la síntesis de plasma, la producción de hormonas y la desintoxicación. En la actualidad, no existen recursos médicos para compensar su ausencia en el cuerpo, que había sido bastante desafortunada para el reacio donante salvadoreño.
El señor Fitzwilliam, enfermero, guardaespaldas y compañero constante de Palmer, permanecía en un rincón, siempre vigilante, como acostumbraban a hacerlo casi todos los ex marines. El cirujano entró sin quitarse su mascarilla y se puso un nuevo par de guantes. El médico era exigente, ambicioso, e incluso, para los estándares de la mayoría de los cirujanos, increíblemente rico.
Retiró la sábana. La sutura reciente era la reapertura de la cicatriz de un antiguo trasplante. Si exteriormente el pecho de Palmer era un cuadro abigarrado de cicatrices desfiguradas, su caja torácica era una cesta endurecida de órganos defectuosos.
—Me temo que su organismo ya no tolera más los tejidos y órganos trasplantados, señor Palmer —dijo el cirujano—. Éste es el fin.
Palmer sonrió. Su cuerpo era un hervidero de órganos de otras personas, y en ese sentido no era muy diferente al del Amo, la personificación de un enjambre de almas que no habían muerto.
—Gracias, doctor. Comprendo. —La voz de Palmer se escuchaba ronca a través del tubo respiratorio—. De hecho, sugiero que me practique esta operación. Sé que a usted le preocupa que la AMA descubra nuestras técnicas de extracción de órganos, y por lo tanto, lo eximo de cualquier responsabilidad. Le garantizo que, además, ésta será la última tarifa que cobrará por este procedimiento. No volveré a necesitar intervenciones médicas… nunca más.
El cirujano lo seguía mirando con perplejidad. Eldritch Palmer, un hombre enfermo desde la infancia, poseía una extraordinaria voluntad de vivir: un feroz instinto de supervivencia como nunca antes había visto el cirujano. ¿Acaso estaba el anciano sucumbiendo finalmente al destino de todos los mortales?
No tenía importancia. El cirujano se sintió aliviado y agradecido. Llevaba planeando su retiro desde hacía algún tiempo, y todo estaba arreglado. Era una bendición verse libre de todas sus obligaciones en tiempos tan tumultuosos como ésos. Sólo esperaba que su vuelo a Honduras aún siguiera en pie. Y que el incendio de ese edificio no despertara demasiadas sospechas ni investigaciones a raíz de los muchos disturbios civiles.
El médico pensó en todo esto mientras se retiraba con una sonrisa amable, bajo la mirada glacial del señor Fitzwilliam.
Palmer cerró los ojos. Dejó que su mente volviera de nuevo a la exposición solar del Amo, perpetrada por Setrakian, aquel viejo loco. Palmer evaluó este caso bajo los únicos términos que entendía: ¿qué significado tiene esto para mí? Sólo aceleraba la línea de tiempo, que a su vez apresuraba su inminente liberación. Finalmente, su día estaba a punto de llegar.
Setrakian. ¿La derrota realmente tenía un sabor amargo? ¿O era como tener un montón de cenizas en el paladar?
Palmer no conocía el rostro de la derrota. Nunca lo conocería. ¿Cuántos podrían decir algo parecido?
Setrakian era como las piedras en medio de los ríos caudalosos. Orgullosamente necio, creía que podía interrumpir la corriente, cuando, a decir verdad, y de manera predecible, el río estaba fluyendo a toda velocidad a su alrededor.
La futilidad de los seres humanos. Todo comienza con semejante promesa, ¿verdad? Y, no obstante, todo termina siempre de un modo predecible.
Concentró sus pensamientos en la Fundación Palmer. Era lo usual entre los multimillonarios: bautizar una organización caritativa con su nombre. Ésta, su única fundación filantrópica, había destinado una fracción de sus cuantiosos recursos al traslado y posterior tratamiento de una decena de niños afectados por la ocultación reciente de la Tierra. Habían perdido la visión durante el raro fenómeno celeste, ya sea por observar el eclipse sin la protección óptica adecuada, o bien debido a un desafortunado defecto en las gafas de seguridad para niños que procedía de una planta en China, cuyo rastro terminaba en un solar vacío de Taipei…
A través de su fundación, Palmer prometió que no escatimaría ningún gasto para la rehabilitación y reeducación de esas pobres criaturas. Y, en efecto, Palmer lo había dicho en serio.
El Amo lo había exigido así.
Calle Pearl
EPH SENTÍA QUE los estaban siguiendo mientras cruzaban la calle. Mientras tanto, Fet seguía concentrado en las ratas. Los roedores desplazados huían de puerta en puerta y a lo largo de la alcantarilla soleada, en un evidente estado de pánico, completamente desconcertados.
—Mira allí —dijo Fet.
Lo que Eph tomó por palomas posadas en las cornisas en realidad eran ratas. Estaban mirando hacia abajo, observando a Eph y a Fet como si esperaran a ver qué hacían. Su presencia fue tan reveladora como un termómetro que medía el grado de infestación de vampiros que se propagaban bajo tierra y expulsaban a las ratas de sus nidos. Hubo un registro de algo relacionado con las vibraciones animales de strigoi, o, en su defecto, de su presencia manifiestamente diabólica, que rechazaba otras formas de vida.
—Debe de haber un nido cercano —dijo Fet.
Pasaron junto a un bar, y Eph tenía tanta sed que sintió un tirón en la parte posterior de su garganta. Retrocedió y trató de abrir la puerta, que estaba sin seguro.
Un bar antiguo, fundado hacía más de ciento cincuenta años, presumía el cartel; el más antiguo en funcionamiento en Nueva York, pero no había clientes ni barman. La única interrupción del silencio era el murmullo apagado de un televisor que había en un rincón, transmitiendo las noticias.
Eph se acercó a la barra del fondo, tan oscura como desolada. En las mesas había jarras de cerveza a medio consumir, y unas cuantas sillas con abrigos colgados de los respaldos. Era evidente que la fiesta había concluido de manera abrupta y para siempre.
Eph inspeccionó los baños —de los hombres, con urinarios grandes y antiguos que daban a un desagüe con forma de cubeta—, y los encontró vacíos, como era de prever.
Regresó, y las suelas de sus botas dejaron huellas en el suelo cubierto de serrín.
Fet tenía el maletín a un lado y descansaba sus piernas sobre una silla. Eph se aventuró detrás de la barra. No había botellas de licores, licuadoras ni cubetas de hielo: sólo las espitas de los barriles de cerveza, con las jarras de cristal de un tercio esperando a ser llenadas. Aquel bar sólo vendía cerveza. No tenía licor alguno, que era lo que Eph buscaba. Sólo vio cerveza con la marca del bar, disponible en versión rubia o negra. Las espitas antiguas eran de adorno, pero las nuevas funcionaban sin problema. Eph sirvió dos cervezas negras.
—¿Por quién brindamos?
Fet se acercó a la barra, agarrando una de las jarras.
—Por la aniquilación de los malditos chupasangres.
Eph vació la mitad de su jarra.
—Parece que los clientes salieron huyendo de aquí a toda prisa.
—¡Última llamada! —exclamó Fet, lamiéndose el bigote de espuma en su grueso labio superior.
«Última llamada a toda la ciudad». Una voz proveniente del televisor captó su atención, y fueron a escuchar. Un periodista estaba haciendo una toma en directo de un pueblo cercano a Bronxville, la ciudad natal de uno de los cuatro supervivientes del vuelo 753. El humo oscurecía el cielo detrás de él, y el titular de la noticia decía: «Siguen los disturbios en Brownsville».
Fet cambió de canal. Wall Street se tambaleaba debido al pánico financiero, a la amenaza de un brote mayor que el de la gripe H1N1 y a una serie de desapariciones recientes de sus agentes.
Los corredores de bolsa estaban sentados y casi petrificados en sus puestos mientras veían cómo se desplomaban los mercados bursátiles.
En el canal NY1, el tema principal era el tráfico. Todas las salidas de Manhattan estaban atestadas de ciudadanos que huían de la isla antes de que fuera declarada la supuesta cuarentena.
En los aeropuertos y estaciones de tren había overbooking y estaban produciéndose escenas totalmente caóticas.
Eph escuchó el vuelo de un helicóptero. Posiblemente fuera la única forma de entrar o salir de Manhattan en aquel momento. Si es que tenías tu propio helipuerto, como Eldritch Palmer.
Encontró un teléfono antiguo detrás de la barra.
Escuchó un áspero tono de marcado y utilizó con paciencia el dial para llamar a Setrakian.
El teléfono repiqueteó y Nora contestó.
—¿Cómo está Zack? —le preguntó Eph antes de que ella pudiera hablar.
—Mejor. Realmente estaba conmocionado.
—¿Ella no ha regresado?
—No. Setrakian la echó de la azotea.
—¿De la azotea? ¡Santo Dios! —Eph se sintió indispuesto. Sacó otra jarra y se sirvió otra cerveza con rapidez—. ¿Dónde está Z?
—Arriba. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
—No. Será mejor que hable cara a cara con él cuando regrese.
—Creo que tienes razón. ¿Habéis destruido el ataúd?
—No —dijo Eph—. Ha desaparecido.
—¿Qué dices? —preguntó ella.
—Parece que no está herido de gravedad. Realmente no salió tan mal parado. Y vimos algo raro en las paredes. Unos dibujos extraños, pintados con aerosol.
—¿Quieres decir que alguien pintó unos grafitis?
Eph se palpó el bolsillo, y se tranquilizó al cerciorarse de que el Nokia rosa seguía allí.
—Logré filmar algo, y realmente no sé qué pensar. —Apartó brevemente el teléfono para tomar otro trago de cerveza—. Sin embargo, te diré algo: la ciudad tiene un aspecto espeluznante. El silencio es total.
—Aquí no —dijo Nora—. Hay un poco de calma ahora que está amaneciendo, pero no durará. El sol ya no parece asustarlos tanto. Se están volviendo cada vez más osados.
—Exactamente —replicó Eph—. Están aprendiendo, se están haciendo más inteligentes. Tendremos que irnos. Hoy mismo.
—Setrakian dijo lo mismo. Por lo de Kelly.
—¿Porque ella sabe dónde estamos ahora?
—Sí. Y eso significa que el Amo también lo sabe.
Eph se llevó la mano a los párpados, intentando mitigar su dolor de cabeza.
—Estamos de acuerdo.
—¿Dónde estás ahora?
—En el distrito financiero, cerca de la estación de Ferry Loop. —No le dijo que estaba en un bar—. Fet le ha echado el ojo a un coche más grande. Iremos a por él y regresaremos pronto.
—Simplemente… regresad sanos y salvos, por favor.
—Ése es el plan que tenemos.
Colgó el teléfono y se agachó debajo de la barra. Estaba buscando un recipiente que no fuera de cristal para servir más cerveza; lo necesitaba para internarse bajo la superficie terrestre. Encontró una vieja licorera forrada de cuero, y tras retirar el polvo de la tapa de latón, descubrió una botella de brandy de buena calidad, completamente limpia. Seguramente el barman rompía con ella la monotonía de las rondas de cerveza. Lavó la copa, la llenó con cuidado sobre un pequeño fregadero, y escuchó un golpe en la puerta.
Corrió a buscar su espada, y recordó que los vampiros no tenían la costumbre de llamar a las puertas. Pasó a un lado de Fet, avanzando con cautela en dirección a la entrada, miró por la ventana y vio al doctor Everett Barnes, el director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades.
El médico, entrado en años y aspecto de campesino, no llevaba su uniforme de almirante —el CDC había sido creado originalmente por la Marina de los Estados Unidos—, sino un traje marfil y blanco, y la camisa desabotonada. Parecía como si hubiera salido deprisa, sin terminar su desayuno.
Eph pudo ver la calle a sus espaldas, y todo parecía indicar que Barnes estaba solo, al menos en ese instante. Retiró el cerrojo de la puerta y la abrió.
—Ephraim —dijo Barnes.
Eph lo agarró de la solapa y lo obligó a entrar, cerrando la puerta de inmediato.
—Tú —le dijo, echando un vistazo a la calle—. ¿Dónde están los demás?
El director Barnes se soltó y se colocó bien la chaqueta.
—Han recibido órdenes de mantenerse alejados. Pero pronto estarán aquí; de eso no tengas dudas. Insistí en que necesitaba unos pocos minutos para hablar a solas contigo.
—¡Jesús! —exclamó Eph al observar los tejados de enfrente, antes de retirarse de la ventana—. ¿Cómo han llegado tan rápido?
—Es una prioridad de la cual quiero hablarte. Nadie quiere hacerte daño, Ephraim. Todo esto se ha hecho a petición mía.
Eph se apartó de él y se dirigió a la barra.
—Tal vez seas el único en creer eso.
—Necesitamos que vengas con nosotros —dijo Barnes, siguiéndolo—. Te necesito, Ephraim. Ahora lo sé.
—Mira —replicó Eph, acercándose a la barra y dándose la vuelta—. Tal vez entiendas lo que está sucediendo o tal vez no. No sé si formas parte de todo esto. Es probable que ni siquiera lo sepas. Pero hay alguien detrás de este asunto, alguien muy poderoso, y si me voy con vosotros ahora, sin duda alguna terminaré incapacitado o muerto. O tal vez peor que eso.
—Estoy ansioso por oírte, Ephraim; escucharé con atención lo que tengas que decir. Reconozco que cometí un error. Sé que ahora estamos en las garras de algo totalmente devastador y de consecuencias insospechadas, algo que no pertenece a este mundo.
—No es de otro mundo, sino de éste. —Eph tapó la licorera.
Fet estaba detrás de Barnes.
—¿Cuánto tiempo falta para que entren? —preguntó.
—No mucho —dijo Barnes, sin saber quién era aquel exterminador de porte imponente y con el mono sucio. Barnes concentró su atención en Eph y en la copa—. ¿Te parece que es un buen momento para beber?
—Ahora más que nunca —dijo Eph—. Sírvete si quieres. Te recomiendo la cerveza negra.
—Mira, sé que has pasado por muchas situaciones difíciles últimamente.
—Everett, realmente no me importa lo que pueda pasarme. No se trata de mí, y será infructuoso que apeles a mi ego. Lo que realmente me preocupa son estas verdades a medias o, mejor dicho, las patrañas que se publican bajo los auspicios del CDC. ¿Ya no eres un servidor del pueblo, Everett? ¿Sólo del gobierno?
El director Barnes hizo una mueca.
—De los dos, necesariamente.
—Débil —replicó Eph—, un inepto, eso es lo que eres. Incluso un criminal, en las circunstancias actuales.
—Por eso necesito que me acompañes, Ephraim. Necesito tu testimonio de primera mano, tu experiencia.
—¡Es demasiado tarde! ¿Ni siquiera te das cuenta de eso?
Barnes retrocedió un poco, con sus ojos puestos en Fet.
—Tenías razón sobre Bronxville. Lo hemos sellado.
—¿Sellado? —preguntó Fet—. ¿Cómo?
—Con una valla de alambre.
Eph se echó a reír con amargura.
—¿Con una valla de alambre? ¡Por Dios, Everett! Eso es exactamente a lo que me refiero. Estás anticipándote a la percepción pública frente al virus, pero no a la amenaza en sí. ¿Vas a ofrecerles seguridad con lemas publicitarios? ¿Con vallas o símbolos? Ellos no tardarán en hacerlos añicos.
—Entonces dime qué debo hacer. ¿Qué me recomiendas?
—Empieza por destruir los cadáveres. Es el paso número uno.
—¿Destruir los…? Sabes que no puedo hacer eso.
—Entonces nada de lo que hagas surtirá efecto. Tienes que enviar un contingente militar a que recorra el lugar y elimine a todos y a cada uno de los portadores. Luego debes ampliar la operación al sur, aquí en la ciudad, y en todo Brooklyn y el Bronx…
—Estás hablando de asesinatos en masa. Piensa en las imágenes…
—Eres tú quien tiene que pensar en los hechos, Everett. Yo también soy médico. Nos estamos enfrentando a una realidad completamente distinta.
Fet se acercó de nuevo a la puerta, para cerciorarse de que no hubiera movimientos extraños en la calle.
—Ellos no te han enviado para que os ayude. Lo que quieren es que te acompañe para poder neutralizarnos a mí y a las personas que me rodean. Esto —dijo, sacando la espada de plata del arsenal portátil de su bolsa— es mi bisturí ahora. La única forma de curar a estas criaturas es liberándolas, y sí, eso significa una verdadera masacre. Los tratamientos médicos son inútiles. ¿Realmente quieres ayudar? Entonces ve y divúlgalo por la televisión. Cuéntales la verdad.
Barnes miró a Fet.
—¿Y quién es este que te acompaña? Esperaba verte con la doctora Martínez.
A Eph le pareció extraña la forma en que Barnes pronunció el nombre de Nora. Pero no pudo darle vueltas al asunto. Fet se acercó a ellos. Estaba inquieto.
—Ahí vienen —les dijo.
Eph se dirigió a la puerta y vio unas furgonetas que se detenían para cerrar la calle en ambas direcciones. Fet pasó a su lado y agarró a Barnes del hombro; se lo llevó a una mesa de atrás y lo sentó en un rincón. Eph agarró la bolsa de béisbol y le entregó la maleta a Fet.
—Por favor —exclamó Barnes—. Os lo suplico… Puedo protegeros.
—Escucha —prorrumpió Fet—: acabas de convertirte oficialmente en un rehén, así que cierra el pico de una puñetera vez. —Miró a Eph, y le preguntó—: ¿Y ahora qué? ¿Cómo hacemos para evitar que entren? Los agentes del FBI son inmunes a la luz UVC.
Eph recorrió la cervecería con la mirada buscando alguna alternativa. Los cuadros colgaban de las paredes y atiborraban los estantes detrás de la barra. Retratos de Lincoln, Garfield, McKinley, y un busto de John F. Kennedy, todos ellos presidentes asesinados, como testigos del paso de un largo siglo. Muy cerca, entre otras curiosidades —un fusil de caza, una taza para la espuma de afeitar y algunas esquelas enmarcadas—, colgaba una daga de plata.
A su lado había un cartel: «Estábamos aquí antes de que vosotros nacierais».
Eph saltó detrás de la barra con rapidez. Retiró con una patada el serrín de la aldaba en forma de hocico de toro incrustada en el suelo desgastado de madera.
Fet se acercó y le ayudó a levantar la trampilla.
El olor les dijo lo que necesitaban saber: olía a amoniaco fresco y pungente.
—Ellos sólo vendrán a por vosotros —dijo el director Barnes, sentado todavía en el rincón.
—A juzgar por el olor, no se lo recomendaría —respondió Fet, bajando por la escalera subterránea.
—Everett —dijo Eph, encendiendo su lámpara Luma antes de iniciar el descenso—, en caso de que aún tengas dudas, permíteme que sea perfectamente claro ahora: dimito.
Eph siguió a Fet, iluminando los estantes inferiores con su lámpara, cuya luz tenía una tonalidad índigo y etérea. Fet se estiró para cerrar la portezuela.
—Deja eso —susurró Eph—. Si él es tan sucio como supongo, seguramente ya está corriendo hacia la puerta.
Fet desistió, y la trampilla permaneció abierta.
El techo era bajo, y los desechos de tantas décadas —toneles y barriles viejos, unas cuantas sillas desvencijadas, varios estantes repletos de vasos vacíos y un viejo lavaplatos industrial— reducían el espacio del pasillo. Fet sujetó unas bandas de goma gruesa alrededor de los tobillos y en los puños de su chaqueta, un truco de sus días de exterminador, cuando colocaba cebos en apartamentos infestados de cucarachas, y que había aprendido del modo más desagradable. Le pasó unas a Eph.
—Para los gusanos —le dijo, subiéndose el cierre de la chaqueta.
Eph avanzó por la superficie de piedra y empujó una puerta lateral que conducía a una vieja habitación que hacía las veces de bodega, ahora caliente y desierta. Luego vio una puerta de madera con un pomo ovalado y el polvo asentado en el suelo que ya no perturbaba el ventilador. Fet hizo un gesto con la cabeza y Eph la abrió de un golpe.
Eph había aprendido que no podía titubear ni pensar mucho antes de actuar. No podías darles tiempo a que se reunieran y tomaran la delantera, porque está en su naturaleza el sacrificarse para que los demás tengan una oportunidad contigo. Ante la posibilidad de enfrentarte a aguijones que pueden extenderse casi dos metros, y a su extraordinaria visión nocturna, nunca puedes dejar de moverte hasta que el último de los monstruos haya sido destruido.
El cuello era su punto débil, como la garganta de sus presas lo era para ellos. Cercénales la columna vertebral y destruirás su cuerpo y al ser que lo habita. Una pérdida significativa de sangre blanca tiene el mismo efecto, aunque el derramamiento de sangre es mucho más peligroso, pues los gusanos capilares que logran escapar vivos buscan nuevos cuerpos huéspedes para invadirlos. Por eso Fet se colocaba siempre bandas de goma en los puños.
Eph aniquiló a los dos primeros del modo que le había resultado más efectivo: utilizando la lámpara UVC como una antorcha para repeler a las bestias, arrinconándolas contra la pared para luego rematarlas con la espada y darles el golpe de gracia. Al herirlos, las armas de plata producían en los vampiros algo semejante al dolor humano y quemaduras de luz ultravioleta en su ADN, como si se tratara de un lanzallamas.
Fet utilizó la pistola neumática, descerrajándoles clavos de plata en sus rostros para cegarlos o desorientarlos y luego rebanarles sus cuellos distendidos. Los gusanos fugitivos se deslizaron por el suelo húmedo, Eph mató a algunos de ellos con su lámpara UVC, y otros encontraron su destino fatal bajo las suelas de las botas de Fet, quien tras pisotearlos recogió algunos en un pequeño frasco que tenía en su maletín.
—Para el viejo —dijo, antes de continuar con su labor de exterminio.
Oyeron una multitud de pasos y voces allá arriba, en el bar, cuando entraron a la habitación contigua.
Uno de ellos atacó a Eph desde un costado —todavía con su delantal de barman, y sus ojos desmesuradamente abiertos y hambrientos—. Eph le lanzó un mandoble de revés, haciendo retroceder a la criatura con la luz de su lámpara. Eph estaba aprendiendo a ignorar sus sentimientos misericordiosos. El vampiro chilló lastimosamente en un rincón mientras Eph lo acorralaba para rematarlo.
Otros dos, tal vez tres, huyeron por la puerta lateral tan pronto vieron la luz índigo. Un grupo se mantuvo agazapado bajo los estantes rotos con la intención de atacar.
Fet se acercó a Eph con su lámpara en la mano, agarrándolo firmemente del brazo cuando éste se disponía a atacar a los vampiros. Eph respiraba con dificultad, así que el exterminador procedió con profesionalidad, concentrado y sin el menor remordimiento.
—Espera —le dijo Fet—. ¡Déjaselo a los agentes del FBI que acompañan a Barnes!
Eph captó la idea de Fet y dio marcha atrás, enfocando los rayos de su lámpara hacia ellos.
—¿Y ahora qué?
—Los otros han huido. Debe de haber una salida…
Eph miró la puerta de al lado.
—Más te vale que estés en lo cierto.
Fet tomó la delantera, siguiendo el rastro de orina seca que resplandecía bajo la luz fluorescente de sus lámparas. Los cuartos de atrás daban paso a una serie de bodegas, conectadas por túneles antiguos excavados a mano. Los rastros de amoniaco estaban completamente desperdigados, Fet siguió uno y cambió de dirección en un cruce.
—Me gusta esto —dijo, golpeándose las botas para quitarse el barro—. Es como las ratas cuando cazan, que siguen el rastro. La luz ultravioleta lo hace posible.
—Pero ¿cómo conocen estas rutas?
—Ellos han estado explorando en busca de alimentos. ¿Nunca has oído hablar del reglamento Volstead?
—¿Volstead? ¿Te refieres a la ley Volstead de la Prohibición?
—Los restaurantes, bares y tabernas tuvieron que adecuar sus bodegas y pasar a la clandestinidad. Esta ciudad crece continuamente. Suma todas las antiguas bodegas y casas provistas de túneles a las redes de canalización de agua y alcantarillado… Hay quienes afirman que puedes pasar de cualquier punto a otro de la ciudad, de una manzana y de un barrio a otro, exclusivamente bajo tierra.
—La casa de Bolívar —insinuó Eph, recordando a la estrella del rock, uno de los cuatro supervivientes del vuelo 753—. Su residencia era una antigua casa de contrabandistas, con un sótano secreto donde se fabricaba ginebra, que estaba conectado con los túneles del metro que se extendían abajo.
—¿Cómo sabes hacia dónde se dirigen? —preguntó Eph, examinando uno de los túneles.
Fet señaló otra inscripción de vagabundos grabada en la piedra, probablemente hecha por la uña endurecida en forma de garra característica de las criaturas.
—Aquí hay algo. Es lo único que sé con certeza. Pero apuesto a que van a la estación Ferry Loop, que está a menos de una o dos manzanas de distancia.
Nazareth, Pensilvania
AUGUSTIN…
Augustin Elizalde se puso de pie. Permaneció sumergido en la oscuridad más absoluta. Era una negrura comparable a la de la tinta, sin el menor rastro de luz. Como el firmamento cuando no hay estrellas. Parpadeó para asegurarse de que sus ojos estaban abiertos y que aún los tenía en su sitio. Pero no vio cambio alguno.
¿Así era la muerte? Ningún lugar podía ser más oscuro.
Debía serlo. Estaba jodidamente muerto.
O tal vez lo habían convertido. ¿Era un vampiro ahora, incluido su cuerpo, sólo que una vieja parte de él estaba encerrada en la oscuridad de su mente, como un prisionero en un ático? Tal vez la frialdad que sentía y la dureza del suelo bajo sus pies eran sólo trucos compensatorios de su cerebro. Estaba encerrado para siempre dentro de su cabeza.
Se agachó un poco, tratando de comprobar su existencia mediante el movimiento y la impresión sensorial. Se sintió mareado debido a la ausencia de un punto focal, y apartó los pies. Estiró la mano y saltó, pero no logró tocar techo alguno. Una brisa ocasional y suave ondulaba su camisa. Olía a barro, a tierra. Estaba bajo tierra. Enterrado vivo.
Augustin…
Su madre lo llamaba una vez más como en un sueño.
—¿Mamá?
Su voz rebotó en un eco sorprendente. La recordaba a ella tal como la había dejado: sentada en el armario de su dormitorio, al lado de un montón de ropa. Mirándolo con la sed lasciva de una recién convertida.
—Vampiros —dijo un anciano.
Gus se dio la vuelta, intentando adivinar de dónde provenía la voz. Pero no tenía otra opción diferente a seguirla.
Se acercó a un muro de piedra, tanteando el camino por la pared lisa y ligeramente curva. Sus manos seguían lastimadas por las cortaduras de cristal que había sufrido. Las esquirlas que había recibido en el asesinato (no: en la «destrucción») de su hermano convertido en vampiro. Se detuvo para sentir sus muñecas, y se dio cuenta de que las esposas que tenía cuando escapó de la custodia policial —cuya cadena había sido rota por los cazadores— habían desaparecido.
Esos cazadores habían resultado ser vampiros, apareciendo de improviso aquella mañana en esa calle de Morningside Heights, combatiendo contra sus congéneres como dos bandas rivales en una guerra de pandillas. Pero los cazadores estaban bien equipados. Tenían armas. Tenían automóviles. Y una buena coordinación. No eran simplemente unos zánganos sedientos de sangre como a los que Gus se había enfrentado y destruido.
Lo último que recordaba era que ellos lo habían subido a la parte posterior de una camioneta SUV. Pero ¿por qué a él?
Otra ráfaga de viento, como el último suspiro de la Madre Naturaleza, pasó por su cara, y él la siguió con la esperanza de estar yendo en la dirección correcta. El muro terminaba en un ángulo agudo. Palpó el otro lado, el izquierdo, y advirtió que también concluía en una esquina, con una brecha en medio, como si se tratara de un umbral. Gus avanzó, y el nuevo eco de sus pasos le indicó que transitaba por un espacio más ancho y alto que el anterior. Sintió un olor penetrante y de algún modo familiar. Procuró identificarlo.
Lo consiguió. Era el mismo olor del desinfectante que había utilizado en el calabozo para hacer labores de limpieza. Era amoniaco, aunque no alcanzó a quemarle.
Entonces sucedió algo. Pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada, pero luego se dio cuenta de que, efectivamente, la luz estaba entrando allí. La precariedad de la luz y la incertidumbre de la situación lo aterrorizaron. Cerca de las paredes lejanas, dos lámparas de trípode separadas una de la otra se aproximaron lentamente, diluyendo el grosor de la negrura.
Gus estiró sus brazos con la misma firmeza de los combatientes de artes marciales que había visto en Internet. Las luces siguieron brillando, aunque de manera tan gradual que su potencia apenas se hizo visible. Pero sus pupilas estaban tan dilatadas por la oscuridad, y sus retinas tan expuestas, que cualquier fuente de luz lo habría perjudicado.
Él no lo vio al principio. El ser estaba justo frente a él, a no más de diez o quince metros de distancia, pero su cabeza y extremidades eran tan pálidas, suaves e inmóviles que sus ojos las tomaron por fragmentos de muros rocosos.
Lo único que sobresalía era un par de agujeros simétricos y oscuros. No eran negros, pero casi.
Eran de un color rojo profundo. Del color de la sangre.
Si se trataba de un par de ojos, lo cierto era que no parpadeaban. Tampoco miraban fijamente. Se posaron sobre Gus con una notable ausencia de pasión. Eran tan indiferentes como dos piedras rojizas. Unos ojos empapados de sangre que lo habían visto todo.
Gus percibió el borde de una bata sobre el cuerpo del ser, fundiéndose en la oscuridad como una cavidad dentro de otra. El ser era alto, si es que Gus estaba viendo correctamente. Pero la inmovilidad de esa cosa era semejante a la muerte. Gus permaneció en su sitio.
—¿Qué es esto? —dijo, con un tono casi cómico que traicionaba su miedo—. ¿Crees que estás comiendo comida mexicana? Piénsalo bien. ¿Qué tal si vienes y te atragantas de esto, perra?
Irradiaba tanto silencio y quietud que Gus bien podría haber estado frente a una estatua vestida. Su cráneo, desprovisto de pelo y del cartílago de las orejas, era extremadamente suave. Ahora Gus se estaba percatando de algo, oyendo —o mejor, sintiendo— una vibración semejante a un zumbido.
—¿Y bien? —dijo, dirigiéndose a aquella masa inexpresiva—. ¿Qué estás esperando? ¿Te gusta jugar con tu comida antes de la cena? —Levantó los puños a la altura de su cara—. No esta maldita chalupa, zombi de mierda.
Algo más llamó su atención aparte del movimiento a su lado derecho, y vio que había otra criatura. Estática, como si formara parte del muro, una sombra más corta que la primera, con los ojos de forma distinta pero igualmente desprovistos de emociones.
Y luego, a la izquierda —desplazándose suavemente—, un tercero.
Gus, que no estaba familiarizado con las salas de los tribunales, se sintió como si estuviera compareciendo ante tres jueces extraños en una estancia de piedra. Estaba perdiendo la razón, pero siguió hablando y comportándose como un pandillero. Los jueces lo habrían denominado «desacato»; Gus lo consideró «hacerles frente», algo que siempre hacía cuando se sentía menospreciado y era tratado no como un ser humano digno, sino como un estorbo, como un obstáculo que se interponía en el camino de alguien.
Seremos breves.
Gus se llevó sus manos a las sienes, y no a los oídos. De algún modo, la voz estaba dentro de su cabeza. Venía del mismo lugar de su cerebro donde se había originado su propio monólogo interior, como si una emisora de radio pirata hubiera usurpado su señal.
Eres Augustin Elizalde.
Se llevó las manos a la cabeza, pero la voz proseguía impasible. Y no había botón alguno para apagarla.
—Sí, ya sé quién soy yo. ¿Quién chingados eres tú? ¿Qué chingados eres? ¿Y cómo te metiste adentro de mí…?
No estás aquí para servir de alimento. Tenemos un montón de ganado para la temporada de invierno.
—¿Ganado? ¿Personas?
Gus había oído gritos esporádicos, ecos de voces angustiadas en las cuevas, pero supuso que eran gemidos que escuchaba en sueños.
La cría de ganado de pastoreo ha satisfecho nuestras necesidades durante miles de años. Los estúpidos animales nos sirven de cuantioso alimento. Y ocasionalmente, alguno de ellos muestra un ingenio inusual.
Gus apenas entendió aquello, y quiso que fueran al grano.
—Así que… ¿estáis queriendo decirme que no intentaréis convertirme en… uno de vosotros?
Nuestra línea de sangre es prístina y privilegiada. Formar parte de nuestro linaje es un regalo. Es algo completamente único, y muy, muy caro.
Lo que ellos decían no tenía el menor sentido para Gus.
—Si no me van a chupar la sangre, entonces ¿qué chingados quieren?
Tenemos una propuesta que hacerte.
—¿Una propuesta? —Gus se golpeó un lado de la cabeza como si se tratara de un aparato defectuoso—. Bueno, entonces díganla ya.
Necesitamos un siervo durante el día. Un explorador. Somos una raza de seres nocturnos, y vosotros diurnos.
—¿Diurnos?
Tu ritmo circadiano y endógeno está regulado por el ciclo de luz y oscuridad al que vosotros llamáis un día de veinticuatro horas. La cronobiología consanguínea de tu especie está aclimatada al calendario celeste de este planeta, todo lo contrario de la nuestra. Eres una criatura solar.
—¿Criatura solar?
Necesitamos a alguien que pueda moverse libremente a la luz del día. Alguien que pueda soportar los rayos del sol y, de hecho, utilizar su poder, así como otras armas que pondremos a tu disposición para masacrar a los impuros.
—¿Masacrar a los impuros? Pero ustedes son vampiros, ¿no? ¿Quieren que yo mate a otros de su propia especie?
Esta cepa impura se está propagando de una manera muy promiscua a través de tu gente: se trata de un flagelo. Y está totalmente fuera de control.
—¿Y qué esperaban?
No hemos tenido parte en esto. Estás frente a seres de gran discreción y honorabilidad. Este contagio representa la violación de una tregua, de un equilibrio que ha durado varios siglos. Ésta es una afrenta directa.
Gus retrocedió unos milímetros. Advirtió que ya estaba empezando a entender: «Alguien está tratando de robarte la esquina…».
No nos reproducimos de la misma forma desordenada y anárquica que tu especie. El nuestro es un proceso de una atención cuidadosa.
—Son finísimas personas.
Comemos lo que queremos. El alimento es el alimento. Disponemos de él cuando estamos saciados.
Una risa afloró en el pecho de Gus, y por poco lo asfixia. Ellos se referían a las personas como si las vendieran a tres por un dólar en el mercado de la esquina.
¿Te parece gracioso?
—No. Al contrario. Por eso me río.
Cuando has terminado de comer una manzana, ¿eliminas el corazón? ¿O conservas las semillas para sembrar más árboles?
—Supongo que lo tiro a la basura.
¿En un recipiente de plástico? ¿Después de vaciar su contenido?
—Ya, bueno, entiendo. Ustedes beben la sangre y luego tiran el envase: ¡una botella humana! Quiero saber algo. ¿Por qué yo?
Porque pareces ser capaz.
—¿Cómo lo saben?
Por tu historial criminal, por ejemplo. Llamaste nuestra atención cuando fuiste arrestado por asesinato en Manhattan.
Aquel tipo gordo, caminando desnudo por Times Square. Había atacado a una familia, y en ese instante Gus pensó: «No en mi ciudad, pervertido». Obviamente, en estos momentos habría deseado no haber hecho nada al respecto, como el resto de los transeúntes.
Luego escapaste de la vigilancia policial y mataste a otros impuros.
Gus frunció el ceño.
—Mi compadre era uno de «esos impuros». ¿Cómo saben tantas cosas viviendo en este agujero de mierda?
Ten la seguridad de que estamos conectados con el mundo humano en sus más altos niveles. Pero para conservar el equilibrio, no podemos correr el riesgo de exponernos, que es precisamente la actual amenaza de esta cepa impura. Y es aquí donde tú entras en juego.
—Una guerra de pandillas. Eso lo entiendo. Pero se les olvida algo importante: ¿por qué chingados debería ayudarlos?
Por tres razones.
—Adelante. Estoy contando. Que sean buenas.
La primera es que saldrás con vida de esta habitación.
—Ésa es buena.
La segunda es que tu éxito en esta empresa te enriquecerá más allá de lo que jamás hubieras imaginado.
—Mmmm. No sé. Puedo contar hasta cifras muy altas.
La tercera… está justo detrás de ti.
Gus se dio la vuelta. Inicialmente vio a un cazador, uno de aquellos vampiros con aires de suficiencia que lo habían raptado en la calle. Tenía la cabeza cubierta por una capucha negra, y sus ojos rojos refulgían en la penumbra.
A su lado estaba una criatura con esa mirada distante que ya le era familiar a Gus. Era redonda y baja, de cabello negro y enmarañado, vestida con una bata rota, su tráquea palpitando con la estructura interior del aguijón vampírico.
Llevaba un crucifijo muy estilizado de color rojo y negro en la base de la costura en «V» del cuello de su bata, un tatuaje de su juventud del que ella decía arrepentirse, pero que en aquella época debió de tener un aspecto bastante majestuoso, y que siempre había impresionado a Gus desde su más tierna edad, a despecho de lo que su madre dijera.
La criatura era su madre. Tenía los ojos vendados con un trapo oscuro. Gus pudo ver el latido de su garganta, el ansia de su aguijón.
Ella te siente. Pero sus ojos deben permanecer tapados. En su interior reside la voluntad de nuestro enemigo. Él ve a través de ella. Escucha a través de ella. No podemos mantenerla mucho tiempo en esta recámara.
A Gus le brotaron lágrimas de ira. La tristeza le causaba dolor y éste se manifestaba en rabia. Desde los once años aproximadamente, no había hecho otra cosa que deshonrarla. Y ahora ella estaba delante de él: una bestia, un monstruo insepulto. Gus se volvió hacia ellos. La furia aumentó en él, pero su impotencia era total, y él lo sabía.
La tercera es que podrás liberarla.
Sus sollozos secos resonaron como eructos. A él le enfermaba esta situación, lo consternaba, y sin embargo…
Miró a su alrededor. Su madre estaba prácticamente secuestrada. Tomada como rehén por esa cepa «impura» de vampiros de la que hablaban ellos.
—Mamá —dijo él.
Ella lo escuchó, pero ninguna emoción animó su expresión. Matar a su hermano Crispín había sido fácil, debido a los resentimientos que había entre ellos desde hacía tanto tiempo. También porque Crispín era un adicto más fracasado aún que Gus. Liquidarlo cercenándole el cuello con un pedazo de cristal roto había sido el colmo de la eficacia: terapia familiar y eliminación de basura en un solo acto. La rabia acumulada durante décadas había desaparecido con cada tajo.
Pero rescatar a su madre[1] de esta maldición…, eso sería un acto de amor.
La madre de Gus fue retirada de la recámara, pero el cazador permaneció detrás. Gus los miró a los tres, pues ya los percibía con mayor claridad. Soberbios en su pavorosa quietud. Temibles.
Te daremos todo lo que necesites para cumplir con esta tarea. El suministro de capital no es un problema, pues hemos acumulado grandes fortunas de las arcas humanas.
A lo largo de los siglos, aquellos que habían recibido el don de la eternidad habían pagado fortunas inmensas por obtener tal privilegio. En sus bóvedas, los Ancianos guardaban artefactos mesopotámicos de plata, monedas bizantinas, lingotes de oro, marcos alemanes…
La moneda no tenía el menor valor para ellos. Eran simples baratijas para comerciar con los nativos.
—Entonces, quieren que trabaje para ustedes, ¿verdad?
El señor Quinlan te proporcionará todo lo que necesites. Lo que sea. Es nuestro mejor cazador. Eficiente y leal. Excepcional en muchos aspectos. Sólo hay una restricción: el secreto. El ocultamiento de nuestra existencia es de suma importancia. Dejamos a tu discreción el reclutamiento de los exploradores. Anónimos e invisibles, pero asesinos letales.
Gus se detuvo al sentir la fuerza de su madre detrás de él. Una salida para su ira. Tal vez fuese eso exactamente lo que necesitaba.
Frunció los labios en una sonrisa iracunda. Necesitaba mano de obra. Asesinos. Y él sabía exactamente dónde conseguirlos.
Curva interior, estación South Ferry, IRT
TRAS UN SOLO GIRO en falso, Fet los condujo a un túnel que conectaba con la estación abandonada de la curva interior de South Ferry. Decenas de estaciones fantasmales del metro salpicaban las líneas IRT, IND y BMT. Ya no figuraban en los mapas, aunque podían verse desde las ventanas de los vagones de servicio en las vías activas del metro, si sabías cuándo y dónde buscar.
El ambiente era más húmedo allí, una humedad a ras del suelo, y las paredes eran resbaladizas, como si estuvieran cubiertas de lágrimas.
El sendero resplandeciente de los desechos de los strigoi se hacía más escaso. Fet miró desconcertado a su alrededor. Sabía que la ruta de la calle Broadway formaba parte del proyecto original del metro, y que South Ferry había sido abierta a los viajeros en 1905. El túnel subacuático que conectaba con Brooklyn abrió tres años después.
El mosaico original de baldosines, con las iniciales SF de la estación, aún estaba en la pared, cerca de un aviso incongruente:
«Los trenes no paran aquí»
Como si a alguien se le pudiera ocurrir cometer ese error… Eph se dirigió a una pequeña isleta de mantenimiento y la exploró con su Luma.
Se escuchó una risa en medio de la oscuridad:
—¿Eres de la IRT?
Eph percibió al hombre con su olfato antes de verlo. Salió de un cuarto cercano, atestado de colchones sucios y rotos. Era un espantapájaros desdentado, un hombre vestido con varias capas de camisas, abrigos y pantalones. Su olor corporal, rancio y añejo, impregnaba todas sus prendas.
—No —dijo Fet, tomando el relevo—. No hemos venido a arrestar a nadie.
El hombre los miró con desdén, haciendo un juicio apresurado sobre su honradez.
—Me llaman Cray-Z —dijo—. ¿Venís de arriba?
—Claro —respondió Eph.
—¿Qué se siente? Soy uno de los últimos aquí.
—¿De los últimos? —inquirió Eph.
Entonces percibió por primera vez el miserable panorama que ofrecían las tiendas y casuchas de cartón. Un momento después aparecieron otras tantas figuras espectrales. La comunidad de los «topos», los habitantes del abismo urbano, los caídos, los indigentes, los marginados, las «ventanas rotas» de la era Giuliani. Allí habían encontrado finalmente su sitio, en la ciudad subterránea, donde siempre se estaba caliente, incluso en pleno invierno. Con suerte y experiencia, podías acampar hasta seis meses seguidos en un mismo sitio, o incluso más.
Lejos de las estaciones más concurridas, algunos individuos pasaban varios años sin ver a un solo equipo humano de mantenimiento.
Cray-Z giró la cabeza y miró a Eph con su ojo bueno. Tenía el otro cubierto con gránulos de cataratas.
—Así es. La mayoría de la colonia se ha ido, igual que las ratas. Sí, hombre. Se esfumaron, y dejaron sus objetos de valor.
Señaló varios montículos de basura: sacos de dormir rotos, zapatos llenos de barro, algunos abrigos. Fet sintió una punzada, pues sabía que esos artículos representaban la suma total de las posesiones mundanas de los recién fallecidos. Cray-Z esbozó una sonrisa desdentada.
—Es muy raro. Absolutamente espeluznante.
Fet recordó algo que había leído en National Geographic, o que tal vez vio una noche en el Canal de Historia: la historia de una colonia de pobladores en la época precolombina —probablemente en Roanote— que se esfumó misteriosamente. Más de un centenar de personas desaparecieron, abandonando todas sus pertenencias y sin dejar una sola pista de su partida repentina y misteriosa, salvo dos inscripciones crípticas: la palabra «croatoan» escrita en un poste de su fortaleza, y las siglas CRO talladas en la corteza de un árbol cercano.
Fet volvió a mirar el cartel, sobre el mosaico de baldosines con el nombre de la estación, en lo alto de la pared.
—Te conozco —dijo Eph, manteniéndose a una distancia prudente del vagabundo maloliente—. Te he visto. Quiero decir, allá arriba —dijo, señalando en dirección a la superficie—. Llevas uno de esos letreros que dicen: «Dios te está observando», o algo así.
Cray-Z esbozó una sonrisa desdentada y fue a por su cartel hecho a mano, orgulloso de su estatus de celebridad. «¡¡¡Dios te está observando!!!», escrito en rojo brillante, y con tres signos de exclamación a modo de énfasis. Cray-Z era un fanático que rayaba en el delirio. Allí abajo era un paria entre los parias. Había vivido quizá más tiempo bajo tierra que cualquier otro marginado. Afirmaba que podía ir a cualquier parte de la ciudad sin subir a la superficie, y sin embargo, parecía no tener la capacidad de orinar sin salpicarse la punta de sus zapatos.
Cray-Z caminó a lo largo de la vía, indicándoles a Eph y a Fet que lo siguieran. Entró a una carpa hecha de lona y madera, con viejos cables pelados colgando precariamente del techo, y conectados a una fuente oculta de electricidad en la rejilla de la gran ciudad.
Había comenzado a lloviznar ligeramente dentro del túnel. Las tuberías derramaban gotas de agua como si fueran lágrimas, humedeciendo la tierra y deslizándose por la lona de Cray-Z hasta depositarse en una botella de Gatorade vacía. El vagabundo salió con una antigua figura promocional en tamaño real de Ed Koch, el ex alcalde de Nueva York, sonriente y exhibiendo su lema «¿Qué tal lo hago?».
—Toma —dijo, pasándole el cartel a Eph—. Ten esto.
Cray-Z los condujo hasta el túnel más apartado y señaló las vías.
—Allá —dijo—. Todos fueron hacia allá.
—¿Quién? ¿La gente? —preguntó Eph, colocando al alcalde Koch a su lado—. ¿Entraron en el túnel?
Cray-Z se echó a reír.
—No. No sólo en el túnel, tonto. Allá abajo, donde las tuberías pasan bajo el East River, a través de Governor’s Island, y llegan a tierra firme, en Red Hook, Brooklyn. Fue allá adonde se los llevaron.
—¿Se los llevaron? —dijo Eph, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral—. ¿Quién se los llevó?
En ese momento se iluminó una señal en las vías del tren. Eph saltó hacia atrás.
—¿Esta vía sigue activa? —preguntó.
—El tren 5 todavía da la vuelta en la curva interior —dijo Fet.
Cray-Z escupió en la vía.
—Este hombre sabe de trenes.
La luz fue apareciendo a medida que el tren se acercaba, iluminando la vieja estación y confiriéndole una breve ilusión de vida. La figura del alcalde Koch se sacudió bajo la mano de Eph.
—Mirad bien de cerca —les dijo Cray-Z—. ¡Sin parpadear!
Se tapó el ojo bueno y sonrió, dejando al descubierto sus encías desdentadas.
El tren tronó a su paso, tomando la curva un poco más rápido de lo habitual. Los vagones estaban semivacíos, tal vez con una o dos personas visibles a través de las ventanas, y algún pasajero de pie. Eran ciudadanos de arriba que iban de paso.
Cray-Z agarró a Eph del antebrazo cuando estaba pasando el último vagón.
—Mira hacia allá…
Bajo la luz intermitente del tren, Fet y Eph vieron algo en la parte posterior del último vagón. Un grupo de figuras —de personas, de cuerpos— aferradas a la parte exterior del tren. Como rémoras adheridas a un tiburón gris.
—¿Habéis visto eso? —preguntó Cray-Z, emocionado—. ¿Los habéis visto a todos? ¿A la otra gente?
Eph se apartó de Cray-Z y del alcalde Koch, y caminó hacia delante, mientras el tren doblaba la curva y se adentraba en la oscuridad, la luz perdiéndose dentro del túnel como el agua por una cloaca.
Cray-Z se apresuró de nuevo a su casucha.
—Alguien tiene que hacer algo, ¿no? Vosotros lo habéis decidido por mí. Éstos son los ángeles oscuros del fin de los tiempos. Nos atraparán a todos si lo permitimos.
El tren se alejó. Fet dio unos pasos torpes, se detuvo. Eph estaba allí con él.
—Avancemos —señaló Fet—. Los túneles. Es la forma que utilizan para moverse. No pueden atravesar el agua en movimiento, ¿verdad? No sin ayuda.
Eph estuvo de acuerdo.
—Pero sí debajo del agua. Nada les impide hacer eso.
—Es el progreso —dijo Fet—. Éstos son los problemas que tenemos por culpa del progreso. ¿Cómo se dice cuando puedes hacer algo para lo cual no existe una ley específica?
—Un vacío legal —respondió Eph.
—Exactamente. ¿Ves esto? —Fet abrió los brazos, señalando a su alrededor—. Acabamos de descubrir un enorme vacío legal…
El autobús
A COMIENZOS DE LA TARDE, el lujoso autobús partió desde el Hogar para Ciegos Santa Lucía, en Nueva Jersey, y se dirigió a una exclusiva academia en el norte del estado de Nueva York.
El conductor, con su repertorio de chistes, juegos de palabras e historias cursis, iba en compañía de unos sesenta niños inquietos, entre los siete y los doce años. Sus casos habían sido extraídos de informes de salas de emergencia en toda el área triestatal. Habían quedado ciegos accidentalmente a causa de la reciente ocultación lunar y, para muchos, éste era su primer viaje sin la presencia de sus padres.
Los fondos monetarios provenían en su totalidad de la Fundación Palmer, incluyendo esta excursión, una especie de campamento con fines de orientación que incluía técnicas de adaptación para quienes habían perdido la vista recientemente. Sus acompañantes —nueve adultos jóvenes graduados de Santa Lucía— eran legalmente ciegos, es decir, que su agudeza visual central era de 20/200 o menos, aunque algunos tenían percepción residual de la luz. Los niños a su cargo padecían NPL, o «no percepción de la luz», es decir, eran totalmente ciegos. El conductor era el único vidente a bordo.
El tráfico era lento en muchas avenidas debido a los atascos que había alrededor de la Gran Manzana, pero el conductor mantuvo entretenidos a los niños con bromas y adivinanzas. Les describía el trayecto, las cosas interesantes que veía a través de la ventana, o bien inventaba los detalles necesarios para hacer interesante lo más nimio. Era un antiguo empleado de Santa Lucía a quien no le importaba hacer el papel de payaso. Sabía que uno de los secretos para desarrollar el potencial de estos niños traumatizados y abrir sus corazones a los retos que tenían por delante era alimentando su imaginación, así como involucrarlos y comprometerlos.
—Toc-toc.
—¿Quién es?
—El disfraz.
—¿El disfraz de quién?
—Las bromas disfrazadas me están matando…
La parada en McDonald’s estuvo bien, dadas las circunstancias, salvo por el juguete de la «comida feliz» que sólo era un simple holograma. El conductor se sentó aparte, observando a los niños tantear con las manos en busca de sus patatas fritas. Todavía no habían aprendido a «organizar» sus comidas para facilitar su consumo. Al mismo tiempo, y a diferencia de la mayoría de los niños que han nacido con discapacidad visual, McDonald’s tenía un significado visual para ellos, y parecían encontrar consuelo en las sillas giratorias de plástico y en las pajitas para beber.
De vuelta en la carretera, el viaje de tres horas duró el doble. Los monitores les hicieron cantar a los niños por turnos, y luego pasaron algunos audiolibros por el sistema de vídeo. Algunos de los niños más pequeños dormían profundamente a consecuencia de una alteración de su reloj biológico producto de la ceguera.
Los acompañantes percibieron el cambio en la intensidad de la luz a través de las ventanas, conscientes de la oscuridad que se cernía fuera. El autobús avanzó con mayor velocidad al entrar en el estado de Nueva York, y en un momento dado frenó de manera tan brusca que los animales de peluche y las bebidas de los niños cayeron al suelo.
El conductor se detuvo a un lado de la carretera.
—¿Qué pasa? —preguntó Joni, la monitora jefe, una asistente de profesor de veinticuatro años que iba en el asiento de delante.
—No sé…, es algo extraño. Quédate sentada. Regresaré en un momento.
El conductor bajó del autobús, pero los acompañantes estaban demasiado ocupados para preocuparse, atendiendo a los niños que levantaban la mano para que los ayudaran a ir al baño de atrás.
El conductor regresó diez minutos después. Subió al autobús sin decir una sola palabra, mientras los acompañantes seguían supervisando los turnos para ir al baño. Joni le pidió al conductor que esperara unos cuantos minutos más, pero él ignoró su petición. Los niños fueron conducidos de nuevo a sus asientos y todo volvió a la normalidad.
El autobús avanzó en silencio. El programa de audio no fue activado de nuevo. Las bromas del conductor cesaron, y se negó a responder a todas las preguntas de Joni, quien estaba sentada detrás, en la primera fila. Ella se alarmó un poco, pero concluyó que no debería permitir que los demás notaran su preocupación. Se dijo a sí misma que el autobús aún se desplazaba sin novedades, que iban a una velocidad normal y que pronto llegarían a su destino.
Momentos después, el autobús entró en un camino de tierra y todos los pasajeros se despertaron. Avanzó por un terreno cada vez más irregular y las bebidas se derramaron sobre las piernas de los niños mientras el autobús traqueteaba. Continuaron así durante un minuto, hasta que el vehículo se detuvo repentinamente.
El conductor apagó el motor y todos escucharon el silbido neumático de la puerta plegable. Bajó sin decir palabra, con el eco de las llaves perdiéndose en la distancia.
Joni les dijo a los monitores que esperaran. Si habían llegado a la academia, como ella esperaba, en cualquier momento serían recibidos por el personal encargado. El silencio del chófer podría ser discutido cuando llegara el momento. A pesar de todo, cada vez fue más evidente que no era así, y que nadie iría a recibirlos.
Joni se agarró del respaldo de su asiento, se puso de pie, y se dirigió en dirección a la puerta abierta.
—¿Hola? —dijo en medio de la oscuridad.
Sólo escuchó el sonido del radiador y el aleteo de un ave de paso.
Se volvió hacia los jóvenes que tenía a su cuidado y percibió su cansancio y ansiedad. Un viaje tan largo, y este final incierto… Algunos niños estaban llorando atrás.
Joni convocó una reunión de monitores en la parte delantera. Susurraron entre ellos con nerviosismo, y nadie supo qué hacer.
«Sin señal», anunció una voz molesta y anodina por el teléfono móvil de Joni. Uno de los acompañantes buscó a tientas la radio del conductor en el salpicadero del autobús, pero no pudo encontrarla. No obstante, percibió que su asiento todavía estaba caliente.
Otro acompañante, un chico impetuoso de diecinueve años llamado Joel, desplegó su bastón y bajó del autobús.
—Es un campo cubierto de hierba —informó. Acto seguido, le gritó al conductor o a cualquier otra persona que pudiera estar al alcance de su oído—: ¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
—Creo que sucede algo malo —dijo Joni, sintiéndose tan impotente como los pequeños que tenía a su cuidado—. No entiendo qué sucede.
—Espera —le dijo Joel—. ¿Has oído eso?
Todos escucharon en silencio.
—Sí —dijo otro.
Joni no oyó nada, aparte de un búho ululando en la distancia.
—¿Qué es?
—No lo sé. Es un… zumbido.
—¿Un zumbido mecánico?
—Tal vez. No lo sé. Parece… casi un mantra de yoga. Ya sabes, una de esas sílabas sagradas. Un murmullo…
Siguió escuchando un momento más.
—No oigo nada, pero… tenemos dos opciones: cerrar la puerta y permanecer indefensos dentro, o bajar y buscar ayuda.
Nadie quería permanecer en el autobús. Llevaban mucho tiempo en su interior.
—¿Y qué pasa si se trata de algún tipo de prueba? —especuló Joel—. Es decir, alguna de las actividades programadas.
Un acompañante murmuró en señal de aprobación. Esto despertó algo en Joni.
—Bien —dijo ella—. Si se trata de una prueba, entonces la sortearemos como unos campeones.
Hicieron bajar a los niños por filas, formándolos en fila india, de modo que cada uno pudiera apoyar su mano en el hombro del que tenía delante. Algunos percibieron el «zumbido» y trataron de reproducirlo a quienes no lo habían escuchado. El zumbido pareció calmarlos, pues el lugar del cual provenía les dio la sensación de que habían llegado.
Tres monitores lideraron la marcha, tanteando el suelo con sus bastones. El terreno era abrupto, pero tenía muy pocas rocas u otros obstáculos traicioneros.
No tardaron en oír ruidos de animales en la distancia. Alguien dijo que se trataba de burros, pero la mayoría concluyó que no. Más bien parecían cerdos.
¿Era una granja? ¿Sería el zumbido de una máquina de gran tamaño, una especie de trituradora de alimentos funcionando en la noche?
Aceleraron la marcha hasta encontrar un obstáculo: una valla de ferrocarril, de madera y de poca altura. Dos de los tres líderes se dividieron a derecha e izquierda. Localizaron otra cerca, el grupo fue conducido hasta ella, y todos la cruzaron. La hierba cedió el paso a la tierra bajo sus zapatos, y los gruñidos se volvieron más cercanos. Estaban en una especie de camino ancho, y los monitores formaron a los niños en filas más compactas, avanzando hasta llegar a una edificación. El camino conducía directamente a una puerta grande y abierta. Llamaron después de entrar, pero no recibieron respuesta.
Estaban dentro de un gran salón donde se escuchaban varios ruidos diferentes.
Los cerdos reaccionaron a su presencia con unos gruñidos de curiosidad que asustaron a los niños. Los animales parecieron tropezar contra los corrales y arañar el suelo de paja con sus pezuñas. Joni percibió que había establos a ambos lados. Olía a excrementos animales, pero también… a algo más putrefacto. Algo así como un osario.
Habían encontrado la sección porcina de un matadero, aunque ninguno de ellos la habría denominado así.
A algunos niños les pareció que el rumor se había convertido en una voz y sintieron la necesidad de dispersarse, al parecer como respuesta a algo familiar que había en la voz, y los monitores tuvieron que reunirlos de nuevo, recurriendo incluso a la fuerza. Hicieron un recuento para cerciorarse de que todos estaban juntos.
Joni escuchó la voz durante el recuento. Le pareció que era la suya; era una sensación completamente extraña, pues aquella voz parecía llamarla como en un sueño. Acudieron a aquella llamada y bajaron por una rampa ancha que daba a un área común con un fuerte olor a huesos humanos.
—¿Hola? —inquirió Joni, con voz temblorosa, esperando que el conductor del autobús le respondiera—. ¿Podrías ayudarnos?
Un ser los esperaba. Una sombra semejante a un eclipse. Los invidentes sintieron su calor y su inmensidad. El murmullo insistente se hizo más fuerte, ocupando sus mentes de una forma inevitable, nublándoles el sentido más agudo que les quedaba —el reconocimiento aural— y dejándolos en un estado de animación casi suspendido. Ninguno de ellos escuchó el chirrido suave de la carne chamuscada del Amo mientras éste se acercaba.