La alcantarilla

Cuando recobró la conciencia, Vasiliy se halló sumergido a medias en el agua sucia. A su alrededor, las tuberías rotas vomitaban litros de aguas negras en el charco que crecía debajo de él. Fet intentó levantarse, pero se apoyó en su brazo fracturado y gimió. Recordó lo que había sucedido: la explosión, el strigoi. El aire estaba cargado con un olor inquietante a carne cocida, mezclado con gases tóxicos. En algún lugar lejano —¿por encima o por debajo de él?— oyó las sirenas y las interferencias de las radios de la policía. Más allá, el débil resplandor del fuego revelaba la boca de una lejana alcantarilla.

Sumergida en el agua turbia, su pierna lesionada le sangraba. Sus oídos todavía le zumbaban. En realidad, era uno sólo. Se llevó la mano a la cara, y una costra de sangre se alojó en sus dedos. Sospechó que le había reventado el tímpano.

No sabía dónde estaba, ni cómo podía salir de allí, pero la explosión debió de lanzarlo lejos, y en ese momento encontró un poco de espacio libre a su alrededor. Se dio la vuelta y vio a su lado una rejilla suelta. Era de acero oxidado, asegurada con unos tornillos podridos, que se sacudieron al tocarlos. Logró aflojarlos y sintió una ráfaga de aire fresco. Estaba muy cerca de la libertad, pero sus dedos no tenían fuerzas suficientes para abrir la reja.

Buscó algo que pudiera utilizar como palanca. Encontró una varilla de acero retorcida, y luego, tendido boca abajo, el cuerpo carbonizado de un strigoi.

El pánico se apoderó momentáneamente de Fet al ver los restos calcinados. ¡Los gusanos de sangre! ¿Y si hubieran salido de su anfitrión y buscado ciegamente otro cuerpo en ese agujero húmedo? En ese caso… ¿estarían ya en su interior? ¿Experimentaría una sensación diferente en su pierna herida si estuviera infectada?

El cuerpo se movió.

Se estremeció.

Muy levemente.

Aún tenía actividad. Todavía estaba con vida, tan vivo como puede estarlo un vampiro. Ésa era la razón por la que no habían salido los gusanos.

La criatura se sacudió y abandonó el charco de agua. Estaba carbonizada por detrás, pero no por delante. Fet no tardó en advertir que ya no podía ver. Se movió con torpeza; muchos de sus huesos estaban dislocados, pero su musculatura se encontraba intacta. Destrozada por la explosión, su mandíbula ya no estaba en su lugar, y su apéndice —su aguijón— colgaba precariamente como un tentáculo en el aire.

Se estiró con gesto agresivo. Era un depredador ciego, aunque preparado para atacar. Fet se quedó pasmado al contemplar el aguijón expuesto. Era la primera vez que lo veía por completo. Se unía en dos puntos, tanto en la base de la garganta como en la parte posterior del paladar. La raíz estaba henchida de sangre y tenía una estructura ondular y musculosa. Y en la parte posterior de la garganta, un agujero semejante a un esfínter se abría en busca de alimento. Vasiliy pensó que había visto una estructura similar, pero ¿dónde?

Buscó a tientas su pistola de clavos en medio de la lóbrega luz. La criatura giró su cabeza hacia el lugar del cual provenía el sonido del agua, intentando orientarse. Fet ya iba a darse por vencido cuando descubrió su pistola, completamente sumergida en el agua. Maldita sea, pensó, esforzándose por controlar su ira.

Pero la cosa había conseguido acorralarlo, y arremetió contra él. Fet se movió tan rápido como pudo, pero la criatura, adaptada ya a las dimensiones del conducto y a sus miembros maltrechos, se equilibró de manera instintiva, moviéndose con una coordinación asombrosa.

Fet levantó el arma y esperó contar con suerte. Apretó el gatillo dos veces y descubrió que estaba sin munición. Había vaciado toda la carga antes de la explosión, y lo único que tenía ahora era una herramienta inútil en sus manos.

La criatura estuvo encima de él en cuestión de segundos, forcejeando e intentando derribarlo. Fet tenía todo su peso encima. Lo que quedaba de su boca temblaba mientras el aguijón se replegaba, listo para dispararse.

Vasiliy agarró instintivamente el apéndice como lo haría con una rata rabiosa. Tiró de él, retorciéndolo en la base de la garganta abierta. Presa de la desesperación, el engendro gritó y se agitó con los brazos dislocados, incapaces de desprenderse de Fet. El aguijón era como una serpiente musculosa y viscosa, y se retorcía, tratando de soltarse. Pero Vasiliy ya estaba enfadado. La criatura tiraba con más fuerza hacia atrás, pero Fet la empujaba con mayor energía hacia delante. No quiso renunciar a su férreo dominio, y la arrastró con todas sus fuerzas con su brazo sano.

Fet tenía una fuerza descomunal.

En un tirón final, Vasiliy sometió al strigoi, arrancándole el aguijón y parte de la estructura glandular y de la tráquea, desprendiéndolas del cuello de la criatura.

El aguijón se retorció en su mano, moviéndose como un animal autónomo, mientras el cuerpo donde había estado se contraía espasmódicamente, retrocediendo hasta caer finalmente al suelo.

Un voluminoso gusano de sangre emergió de la inmundicia, trepando rápidamente al puño de Fet. Se deslizó por la muñeca y comenzó a perforarle el brazo. Iba en busca de las venas del antebrazo, y Fet sacudió el aguijón, al ver que el parásito invadía su extremidad. Estaba a punto de perforarle el brazo, pero Vasiliy lo cogió del extremo posterior, que se retorcía con avidez, y se lo arrancó, gritando de dolor y de asco. Una vez más, tuvo una enorme rapidez de reflejos y cortó en dos el parásito repugnante.

En sus manos, y ante sus ojos, las dos mitades se regeneraron —como por arte de magia—, en dos parásitos completos.

Fet los arrojó lejos. Vio salir del cuerpo del vampiro a docenas de gusanos que rezumaban un líquido blanquecino, deslizándose hacia él a través del agua fétida.

La barra de acero había desaparecido y Fet dijo: «Mierda», con la adrenalina disparada, al tiempo que desprendía la rejilla, abriéndola y agarrando su pistola de clavos vacía mientras salía del conducto y se precipitaba hacia la libertad.

El Ángel de Plata

VIVÍA SOLO EN UN EDIFICIO de apartamentos en Jersey City, a dos manzanas de la plaza Journal. Era uno de los pocos barrios que no se habían aburguesado, mientras que muchos yuppies habían invadido los aledaños; ¿de dónde habían salido tantos? ¿Sería una migración interminable?

Subió las escalas hacia su apartamento del cuarto piso, con su rodilla derecha crujiendo a cada paso; un chirrido doloroso que sacudía su cuerpo una y otra vez.

Su nombre era Ángel Guzmán Hurtado, y había sido grande. Todavía lo era físicamente, pero tenía sesenta y cinco años y su rodilla tantas veces operada le molestaba todo el tiempo. Adicionalmente, su grasa —que su médico llamaba «índice de masa corporal», pero que cualquier mexicano llamaría «panza»— se había apoderado de su constitución anteriormente fuerte. Estaba encorvado, cuando antes era esbelto; y rígido, cuando había sido flexible. Pero ¿grande? Ángel siempre lo había sido. Como hombre y como estrella, o al menos lo parecía en su vida pasada. Ángel había sido un luchador: el Luchador, en Ciudad de México. El Ángel de Plata. Había comenzado su carrera como luchador «rudo» en la década de 1960 —uno de los «chicos malos»—, pero pronto fue aceptado y acogido por el público, que lo adoraba con su peculiar máscara de plata, y entonces modificó su estilo y alteró su personalidad, convirtiéndose en un «técnico», en uno de los «buenos». Con el paso de los años se transformó en toda una industria: cómics, fotonovelas cursis que narraban sus hazañas bizarras, y a menudo ridículas, películas y anuncios de televisión. Abrió dos gimnasios y compró media docena de casas de apartamentos en Ciudad de México, convirtiéndose en una especie de superhéroe por derecho propio. Sus películas abarcaban todos los géneros: vaqueros, terror, ciencia ficción, espionaje, casi siempre con variaciones mínimas. Incluían criaturas anfibias, así como espías soviéticos y flemáticos en escenas mal concebidas, llenas de efectos de sonido pregrabados, que concluían siempre con su característico golpe noqueador, conocido como el «beso del Ángel».

Pero fue con los vampiros cuando descubrió su verdadero nicho. El enmascarado de plata luchaba contra vampiros de todo tipo: hombres, mujeres, delgados, gordos e incluso desnudos, ocasionalmente, para versiones alternativas proyectadas sólo en el extranjero.

Pero la caída final fue proporcional al pináculo de su ascenso. Cuanto más creció el imperio de su marca, con menos frecuencia entrenó, y la lucha se convirtió en una molestia a la cual debía resignarse. Cuando sus películas eran éxitos de taquilla y su popularidad seguía siendo alta, hacía exhibiciones de lucha libre sólo una o dos veces al año. Su película Ángel contra el retorno de los vampiros (un título que no tenía sentido sintáctico y que, no obstante, sintetizaba perfectamente toda su obra cinematográfica) encontró una nueva vida en las reposiciones en la televisión, y tras el ocaso de su fama, Ángel se sintió obligado a filmar una revancha cinematográfica con aquellos seres de capa y colmillos que tantas cosas le habían dado en la vida.

Y así, sucedió que una mañana se encontró cara a cara con un grupo de luchadores jóvenes disfrazados de vampiros, con maquillaje barato y colmillos de caucho. Ángel se acercó a ellos durante un cambio en la coreografía del combate en el que había participado tres horas antes, pero su interés no estaba tanto en la mencionada película como en disfrutar de un martini seco en el hotel Intercontinental al final de la tarde.

En la escena, uno de los vampiros casi lograba desenmascararlo, pero Ángel se liberaba milagrosamente gracias a un golpe con la mano abierta, su característico «beso del Ángel».

Pero a medida que avanzaba la escena, filmada en un escenario asfixiante en los Estudios Churubusco, en medio de técnicos sudorosos, la actriz más joven, que hacía de vampiro, quizá extasiada por la gloria de su debut cinematográfico, se empleó con mayor fuerza de la necesaria, y derribó al luchador de mediana edad. Mientras caían, la vampira aterrizó, torpe y trágicamente, en la pierna del protagonista.

Ángel se rompió la rodilla, con un chasquido fuerte y sordo, doblándose en una «L» casi perfecta. El grito angustiado del luchador fue sofocado por su máscara de plata casi hecha jirones.

Despertó horas después en una habitación privada de uno de los mejores hospitales de México, rodeado de flores y con una serenata de admiradores coreando desde la calle.

Pero su pierna quedó destrozada irremediablemente.

El médico, un hombre con el que Ángel había compartido algunas tardes de dados en el club de campo cercano a los estudios de cine, le explicó su situación con total franqueza.

En los meses y años que siguieron, Ángel gastó una parte considerable de su fortuna tratando de reconstruir su articulación con la esperanza de rehacer su carrera y recuperar su técnica, pero su piel estaba completamente endurecida a causa de las múltiples cicatrices que le atravesaban la rodilla, y sus huesos se negaban a sanar debidamente.

Como última humillación, un periódico reveló su identidad y, ya sin la ambigüedad y el misterio que le confería su máscara de plata, Ángel, el hombre de carne y hueso, se hizo demasiado digno de lástima como para seguir siendo venerado por el público.

El resto sucedió con rapidez. A medida que sus inversiones fracasaban, trabajó como entrenador, luego como guardaespaldas y después como gorila. Pero mantuvo su orgullo, y pronto terminó convertido en un viejo corpulento que ya no asustaba a nadie. Hacía quince años había viajado a Nueva York detrás de una mujer, y un buen día su visado de turista expiró. Y al igual que la mayoría de las personas que terminan en bloques de apartamentos, no tuvo una idea clara de cómo había ido a parar a aquella ciudad, salvo por su condición de inquilino en un edificio muy similar a uno de los seis que alguna vez habían sido suyos.

Pero pensar en el pasado resultaba peligroso y doloroso. Trabajaba durante las noches lavando platos en el Palacio del Tandoori, justo debajo de su casa. Resistía varias horas de pie en las noches agitadas, envolviendo cinta adhesiva alrededor de las dos férulas que tenía en la rodilla. Y las noches agitadas eran muchas. De vez en cuando limpiaba los baños y barría las aceras, dándole a Gupta motivos suficientes para conservarlo como empleado. Había caído tan bajo en ese sistema de castas que ahora su posesión más valiosa era el anonimato. Nadie tenía por qué saber quién había sido. En cierto modo, llevaba una máscara de nuevo.

El Palacio del Tandoori llevaba ya dos noches cerrado, al igual que la tienda de al lado, la otra mitad del emporio neobengalí propiedad de los Gupta. Ni una palabra de ellos ni la menor señal de su presencia; su teléfono repicaba sin respuesta. Ángel empezó a preocuparse, no por ellos, es cierto, sino por sus ingresos. La radio hablaba de una cuarentena, lo cual era bueno para su salud pero muy malo para sus ingresos. ¿Habrían huido los Gupta de la ciudad? ¿Se habrían visto atrapados en alguno de los actos de violencia que habían estallado en las calles? ¿Cómo saber si habían sido ajusticiados en medio de semejante caos?

Tres meses antes, le pidieron que sacara duplicados de las llaves de los dos locales. Sin saber muy bien por qué, encargó otra copia adicional, no por un oscuro impulso de su parte, sino por una lección que había aprendido en la vida: estar siempre preparado para cualquier eventualidad.

Esa noche, Ángel decidió echar un vistazo. Necesitaba saber qué había pasado con los Gupta. Y justo antes del anochecer entró en la tienda. La calle estaba desierta, salvo por un perro, un siberiano negro que no había visto en el barrio. Le ladraba desde la otra acera, aunque algo le impedía cruzar la calle.

La tienda de los Gupta había sido llamada alguna vez Taj Mahal, pero ahora, después de varias décadas de limpiar grafitis y carteles, el logo se había desvanecido hasta tal punto que sólo permanecía visible la ilustración en color rosa de la deslumbrante atracción india. Era extraño que tuviera tantos minaretes.

Alguien había borrado un poco más el logotipo, pintando un diseño hermético de líneas y puntos de color naranja fluorescente con aerosol. El diseño críptico aún estaba fresco. La pintura seguía brillando, y algunos hilos chorreaban ligeramente por los bordes.

Vándalos. En su vecindario.

Sin embargo, los candados estaban en su sitio, y la puerta en buen estado.

Ángel giró la llave. Los dos cerrojos se abrieron y el ex luchador entró renqueando.

Todo estaba en silencio. No había electricidad, el frigorífico estaba apagado, y todas las carnes y pescados se habían descompuesto. La luz del último estertor del atardecer se filtraba entre las persianas de acero de las ventanas como una niebla dorada y naranja. El interior de la tienda estaba oscuro. Ángel había traído dos teléfonos móviles. Estaban en mal estado y la opción de llamadas no estaba activada; pero ambos tenían batería y las pantallas todavía se iluminaban. Gracias a una fotografía que había tomado de día, vio que las pantallas funcionaban muy bien como linternas, colgadas de su cinturón, o atadas a su cabeza para así poder trabajar en la oscuridad.

La tienda estaba en un desorden absoluto. El suelo estaba cubierto de arroz y lentejas que se habían derramado de varios recipientes que ya no tenían sus tapas. Los Gupta nunca habrían permitido algo así.

Ángel comprendió que algo iba mal.

El olor a amoniaco destacaba por encima de todo. No se trataba del limpiador que usaba para los baños, que tenía un olor que le hacía llorar, sino de algo más fétido. No tenía la pureza de un producto químico, sino un aroma orgánico y turbio. Su teléfono iluminó varios senderos de un líquido anaranjado en el suelo húmedo y pegajoso: conducían a la puerta del sótano.

El sótano de la tienda se comunicaba con el restaurante, y también con los pisos inferiores del edificio donde vivía Ángel.

Abrió la puerta de la oficina de los Gupta empujándola con el hombro. Sabía que ellos guardaban una vieja pistola en el escritorio. La encontró; el arma era pesada y estaba grasienta, muy diferente de las armas relucientes que él había utilizado alguna vez. Se enfundó uno de los teléfonos en su cinturón y regresó a la puerta del sótano.

La pierna le dolía más que nunca, pero el veterano luchador comenzó a bajar las escaleras resbaladizas. Al fondo había una puerta. Ángel notó que estaba rota del lado de fuera. Alguien había entrado en la tienda desde el sótano.

Más allá de la bodega, Ángel escuchó una especie de silbido sostenido y prolongado. Entró con el arma en una mano y el teléfono en la otra.

Otro dibujo se destacaba en la pared. Se parecía a una flor de seis pétalos, o tal vez a una mancha de tinta: el centro era dorado, los pétalos pintados de negro. La pintura brillaba todavía, y Ángel la iluminó con el teléfono antes de escurrirse por la puerta a la habitación contigua: quizá era un insecto y no una flor.

El techo era bajo, reforzado con vigas de madera.

Ángel conocía bien aquel sitio. Un pasadizo conducía a una escalera estrecha que daba a la acera, donde recibían las cajas de víveres tres veces por semana.

El otro pasadizo conducía a su edificio. Caminó hacia allá y golpeó algo con la punta del zapato.

Alumbró el suelo con el teléfono. Tardó en comprender lo que veía. Una persona dormida. Luego otra. Y dos más cerca de las sillas amontonadas.

No estaban dormidas, pues no escuchó ronquidos ni respiraciones profundas, y sin embargo, no estaban muertas, porque no tenían el olor de los cadáveres.

En ese mismo instante, el último rayo solar desapareció del firmamento de la costa este. La noche cayó sobre la ciudad; los recién convertidos respondían de manera muy literal al edicto cósmico del alba y del crepúsculo solar.

Los vampiros dormidos comenzaron a moverse. Ángel había tropezado sin darse cuenta con una madriguera de muertos vivientes. No necesitaba verles las caras para saber que aquello —un tumulto levantándose del suelo de un sótano oscuro— no era algo de lo que quisiera formar parte, y mucho menos presenciar.

Avanzó por el espacio angosto junto a la pared hacia el pasadizo que conducía a su edificio —del que había visto sus dos extremos, pero que jamás había tenido la oportunidad de recorrer—, y vio más figuras levantarse y bloquearle el camino. Ángel no les gritó ni les hizo ninguna señal de advertencia. Disparó, pero no estaba preparado para la intensidad de la luz y del sonido en el interior de un espacio tan reducido.

Tampoco lo estaban sus objetivos, que parecieron más afectados por la detonación y el destello brillante de la llama que por las balas de plomo que traspasaron sus cuerpos. Disparó tres veces más con el mismo resultado, y luego otras dos, por detrás, al sentir que se aproximaban a él.

El cargador de la pistola quedó vacío.

Ángel arrojó el arma al suelo. Sólo tenía una opción. Una vieja puerta que no había abierto nunca porque no había podido; no tenía pomo, y estaba empotrada en un marco de madera compacta, rodeado por un muro de piedra.

Ángel creía que era una puerta accesoria. Se dijo a sí mismo que se trataba simplemente de una tabla débil, de balsa. Tenía que romperla. Agarró el teléfono, bajó su hombro y corrió hacia ella con todas sus fuerzas.

La madera se desprendió del marco, arrojando polvo y mugre, mientras la chapa cedía y se abría de golpe. Ángel cojeó, tropezando con lo que tomó por una banda de gamberros que estaban al otro lado.

Los exploradores sacaron sus pistolas y espadas de plata, asombrados por el tamaño de Ángel, listos para dispararle.

¡Madre santísima! —exclamó Ángel.

Gus, que lideraba el grupo, estaba a punto de liquidar a aquel vampiro hijo de puta cuando lo oyó hablar, y en español. Las palabras lo detuvieron a él —y a los Zafiros cazavampiros que estaban detrás— justo a tiempo.

—Me lleva la chingada, ¿qué haces tú acá, muchachón? —dijo Gus.

Ángel no respondió, dejando que su expresión facial hablara por él mientras se daba la vuelta y señalaba hacia atrás.

—Más chupasangres —dijo Gus, captando el gesto—. Por eso estamos aquí.

Miró al hombretón. Había algo noble y familiar en él.

—¿Te conozco? —le preguntó Gus, a lo cual el luchador respondió con un breve encogimiento de hombros, pero sin musitar palabra.

Alfonso Creem cruzó la puerta, armado con unas pinzas de plata de empuñadura gruesa en forma de campana para protegerse de los gusanos de sangre. Este accesorio no preservaba su otra mano, que estaba descubierta, a excepción de una manopla de plata que tenía inscrito el apellido C-R-E-E-M en diamantes falsos.

Atacó a los vampiros, repartiendo tajos furiosos y golpes brutales a diestra y siniestra. Gus venía detrás, con una lámpara de rayos UV en una mano y una espada de plata en la otra. El resto de los Zafiros los seguían de cerca.

Nunca pelees en un sótano es un axioma de las peleas callejeras —y de la guerra— que pierde validez en una cacería de vampiros. Gus habría preferido lanzar una bomba incendiaria allí, si eso garantizara plena mortandad. Pero esos vampiros parecían tener siempre otra salida.

Había más vampiros de los que esperaban, así como ríos de sangre blanca, semejante a leche agria y espesa. Aun así, no dejaron títere con cabeza, y cuando terminaron de hacerlo, regresaron junto a Ángel, que estaba de pie al otro lado de la puerta despedazada.

Lo encontraron en estado de shock. Había reconocido a los Gupta entre las víctimas de Creem, y no podía sobreponerse al espectáculo de sus caras de zombis ni a los aullidos que emitían las criaturas cuando el colombiano les cercenó la garganta, de las que emanaba esa sangre blanca llena de gusanos.

Eran la clase de vándalos a los que él golpeaba en las películas.

—¿Qué chingados pasa? ¿Qué es todo esto? —preguntó Ángel.

—El fin del mundo —le contestó Gus—. ¿Tú quién eres?

—Yo soy… nadie… Yo ya no soy nadie —dijo Ángel, sobreponiéndose—. Trabajaba aquí. —Señaló en cierta dirección—. Vivo allá.

—Todo tu edificio está infestado.

—¿Infestado? ¿Realmente son…?

—¿Vampiros? A güevo que sí.

Ángel se sintió desorientado; no podía estar sucediendo algo semejante. Un torbellino de sensaciones se apoderó de él, y Ángel reconoció una que lo había abandonado hacía mucho tiempo: la emoción.

Creem apretó su manopla de plata.

—Deja a este viejo… Esas cosas están despertando en toda la bodega, y a mí todavía me sobran ganas.

—¿Qué dices? —preguntó Gus, dirigiéndose a su compatriota—. Aquí ya no hay nada para ti.

—Mira esa rodilla —dijo Creem—. Nos va a detener. Y yo no quiero convertirme en uno de esos bichos.

Gus sacó una pequeña espada de la bolsa de los Zafiros y se la entregó a Ángel.

—Éste es su edificio, compadre. Vamos a ver si puede ganarse el pan.

Los vampiros que vivían en el edificio de Ángel se aprestaron para la batalla, como si hubiera sonado algún tipo de alarma psíquica. Los muertos vivientes salieron de todas las puertas, sorteando sin dificultad los pasillos y alcanzando las escaleras.

Ángel vio a una vecina suya, de setenta y tres años, que antes no podía moverse sin un andador, apoyándose en la barandilla para saltar por el hueco de la escalera. Al igual que los demás, ella se movía con la gracia sorprendente de los primates.

En sus películas, los enemigos se anunciaban siempre con el ceño fruncido, dándole protagonismo al héroe tras avanzar lentamente antes de ser asesinados. Ángel no se «ganó» precisamente «su sustento», aunque su fuerza bruta le dio ciertas ventajas. A pesar de sus limitaciones físicas, su conocimiento de la lucha libre acudió de nuevo a él en los combates cuerpo a cuerpo. Y una vez más se sintió como un héroe en acción.

Al igual que los espíritus malignos, los muertos vivientes seguían apareciendo como si hubieran sido convocados desde los edificios circundantes. Era una oleada tras otra de criaturas pálidas, pululando desde los pisos inferiores con sus apéndices sanguinolentos. Las paredes del edificio residencial se habían vuelto blancas. Los Zafiros peleaban de la misma forma que los bomberos combaten incendios, retrocediendo, sofocando estallidos y atacando los puntos álgidos. Funcionaban como un pelotón de ejecución implacable, y Ángel se sorprendería posteriormente de haber sobrevivido a su asalto nocturno iniciático. Dos de los colombianos fueron aguijoneados, sucumbiendo ante el flagelo, y no obstante, cuando terminaron, los Zafiros sólo parecían querer más.

Comparado con esto, dijeron, la caza diurna era una brisa.

Una vez contuvieron la marea, uno de los colombianos encontró un paquete de cigarrillos y todos empezaron a fumar. Ángel llevaba años sin hacerlo, pero el sabor y el olor del tabaco sofocaban el hedor de las criaturas muertas. Gus vio el humo disiparse y pronunció una oración silenciosa por las almas de los difuntos.

—Hay un hombre —dijo Gus—. Un viejo prestamista en Manhattan. Él fue quien me dio las primeras pistas sobre estos vampiros. Él me salvó el alma.

—No tiene sentido —objetó Creem—. ¿Para qué ir al otro lado del río cuando estamos matando a montones aquí?

—Lo entenderás cuando lo conozcas.

—¿Y cómo sabes que todavía está vivo?

—Está vivo. Cruzaremos el puente con la primera luz.

Ángel decidió ir a su apartamento para echarle un último vistazo. La rodilla le dolía mientras permanecía de pie mirando a su alrededor: la ropa sin lavar amontonada en un rincón, los platos sucios en el fregadero, la sordidez de todo el lugar. Nunca se había sentido orgulloso de la vida que llevaba, y ahora sintió vergüenza. Tal vez, pensó él, todo el tiempo supo que estaba destinado para algo muy grande, algo que nunca podría haber previsto, a la espera de una simple llamada.

Echó algunas prendas en una bolsa de plástico, incluyendo las férulas de la rodilla y, por último —casi avergonzado, porque tomarla entre sus manos equivalía a reconocer que era su posesión más querida, el único vestigio de lo que alguna vez fue—, agarró la máscara de plata.

La dobló en el bolsillo de su chaqueta y, con ella apretada contra su corazón, advirtió, por primera vez en varias décadas, que se sentía bien consigo mismo.

Flatlands

EPH TERMINÓ DE CURAR las lesiones de Vasiliy, prestándole particular atención al orificio que le había perforado el gusano en su antebrazo. El exterminador de ratas había sufrido varias lesiones de consideración, pero ninguna permanente, a excepción de una cierta disminución auditiva y un zumbido en el oído derecho. El fragmento metálico aún asomaba en su pierna, haciéndole cojear, pero Fet no se quejaba. Todavía seguía en pie. Eph se admiró de ello, y se sintió como un niño mimado, como un universitario privilegiado de la Ivy League. A pesar de su educación y de todos sus logros académicos, Eph se sentía infinitamente menos útil a la causa que Fet.

Pero eso no tardaría en cambiar.

El exterminador abrió el armario donde guardaba los venenos y le mostró a Setrakian sus paquetes de cebos y trampas, sus botellas de halotano y de sulfato de aluminio tóxico. Las ratas, explicó, carecían del mecanismo biológico que inducía al vómito. La función principal de la emesis era purgar al cuerpo de sustancias tóxicas, razón por la cual las ratas eran particularmente susceptibles a la intoxicación, habiendo evolucionado y desarrollado otras características para compensar esto. Una de ellas era que podían ingerir casi cualquier cosa, incluyendo sustancias no comestibles como la arcilla o el hormigón, lo que ayudaba a diluir el efecto tóxico en el cuerpo hasta que la rata pudiera expulsar el veneno en sus excrementos.

La otra era la inteligencia de estos roedores, sus complejas estrategias para evitar ciertos alimentos, algo que contribuía a su supervivencia.

—Lo curioso —dijo Fet— fue cuando le arranqué esa cosa a la criatura y pude verla con claridad.

—¿Sí? —preguntó Setrakian.

—La forma en que me miró: apostaría que tampoco pueden vomitar.

Setrakian meditó en eso y asintió.

—Creo que estás en lo cierto —señaló—. ¿Puedo preguntarte cuál es la composición química de estos raticidas?

—Depende —dijo Fet—. Estos de aquí contienen sulfato de talio, una sal metálica muy densa que ataca el hígado, el cerebro y los músculos. Es inodoro, incoloro y altamente tóxico. Esos venenos contienen un disolvente sanguíneo muy común en los mamíferos.

—¿Disolvente? ¿Cuál es? ¿Algo parecido al Coumadin?

—Parecido no, exactamente igual.

Setrakian miró la botella.

—Así que yo mismo he estado tomando veneno para ratas desde hace años.

—Sí. Tú y millones de personas más.

—¿Y qué efecto tiene?

—El mismo que si tomaras una cantidad excesiva. El anticoagulante produce una hemorragia interna: las ratas se desangran. No es nada agradable.

Setrakian tomó la botella para examinar la etiqueta y notó algo en la parte posterior del estante.

—No quiero alarmarte, Vasiliy, pero ¿no son éstos excrementos de ratón?

Fet avanzó para mirar de cerca.

—¡Hijos de puta! —exclamó—. ¿Cómo puede ser?

—Una infestación menor, estoy seguro —dijo Setrakian.

—Menor, mayor, ¿qué importa? ¡Se supone que este es un lugar tan inexpugnable como el Fuerte Knox!

Fet apartó algunas botellas para ver mejor.

—Es como si los vampiros irrumpieran en una mina de plata.

Mientras Fet inspeccionaba obsesivamente la parte posterior del armario en busca de más evidencias, Eph observó que Setrakian se guardaba una de las botellas en el bolsillo de su chaqueta.

Eph lo siguió y cuando estuvieron a solas le preguntó:

—¿Qué vas a hacer con eso?

Setrakian no mostró ninguna vergüenza por haber sido descubierto. El viejo tenía las mejillas hundidas, y su carne era una pálida sombra de gris.

—Fet dijo que era un diluyente sanguíneo. Y como todas las farmacias están siendo saqueadas, no me gustaría que se agotara.

Eph escrutó el rostro del anciano, procurando comprobar si mentía.

—¿Nora y Zack están listos para viajar a Vermont? —le preguntó Setrakian.

—Casi. Pero no a Vermont. Nora reparó en un detalle importante: es la casa de los padres de Kelly, y ella podría sentirse atraída a ese lugar. Nora conoce un campamento de niñas en Filadelfia, estuvo allí durante su infancia. En estos momentos está fuera de temporada. Hay tres cabañas en una pequeña isla en medio de un lago.

—Bien —dijo Setrakian—. El agua los mantendrá a salvo. ¿Cuándo irán a la estación del tren?

—Pronto —respondió Eph, mirando su reloj—. Todavía tenemos un poco de tiempo.

—Podrían ir en coche. ¿Te das cuenta de que ya estamos fuera del epicentro? Este barrio, que no tiene acceso directo al metro y cuenta con pocos edificios de apartamentos, no es muy propicio para una infestación rápida, y todavía no ha sido totalmente colonizado. No estamos en un mal sitio.

Eph negó con la cabeza.

—El tren es la forma más rápida y segura de eludir esta plaga.

Setrakian dijo:

—Fet me habló de los policías fuera de servicio que fueron hasta la casa de empeños. Se han organizado en patrullas de vigilancia después de poner a sus familias a salvo fuera de la ciudad. Tienes algo similar en mente, supongo.

Eph se quedó atónito. ¿El anciano había intuido su plan?

Estaba a punto de confesárselo cuando Nora entró con una caja abierta.

—¿Para qué es esto? —preguntó, dejando la caja cerca de las jaulas para mapaches. En su interior había toda clase de cubetas y productos químicos—. ¿Vais a instalar un cuarto oscuro?

Setrakian la miró.

—Hay ciertas emulsiones de plata que quiero probar con los gusanos de sangre. Tengo esperanzas de que una fina capa de plata, si consigo derivarla, sintetizarla y manipularla, pueda ser una arma eficaz para el exterminio masivo de esas criaturas.

—¿Cómo vas a comprobarlo? ¿Dónde vas a conseguir un gusano de sangre? —preguntó Nora.

Setrakian levantó la tapa de una cubitera de poliestireno, revelando un frasco que contenía el corazón de un vampiro que palpitaba con lentitud.

—Voy a extraer el gusano que alimenta a este órgano.

—¿No es peligroso? —preguntó Eph.

—Sólo si me equivoco. Ya he segmentado a estos parásitos en el pasado. Cada sección se regenera y se transforma en un gusano con funciones completas.

—Sí —dijo Fet, regresando del armario—. Lo he comprobado.

Nora sacó el frasco y observó el corazón que el anciano había alimentado durante más de treinta años, manteniéndolo vivo con su propia sangre.

—¡Guau! —exclamó—. Es como un símbolo, ¿no?

Setrakian la miró con gran interés.

—¿Qué quieres decir?

—Este corazón enfermo guardado en un frasco. No lo sé. Creo que representa aquello que terminará siendo la causa de nuestra perdición.

—¿A qué te refieres? —preguntó Eph.

Nora lo miró con una expresión de tristeza y simpatía.

—Al amor —dijo.

—Ah —exclamó Setrakian, confirmando el comentario de Nora.

—Los insepultos regresando a por sus seres queridos —complementó Nora.

—El amor humano corrompido por la necesidad vampírica.

—Puede ser, de hecho, el mal más alevoso de esta plaga. Y por eso tienes que destruir a Kelly —indicó Setrakian.

Nora estuvo de acuerdo con esta observación.

—Tienes que liberarla de las garras del Amo. Tienes que liberar a Zack. Y, por extensión, a todos nosotros.

Eph se sobresaltó, pero sabía muy bien que ella tenía razón.

—Lo sé —señaló.

—Pero no basta con saber cuál es el camino adecuado —dijo Setrakian—. Estás siendo llamado a realizar un acto que va en contra de todo instinto humano. Y en el acto de liberar a un ser querido… saborearás el significado de la conversión. Ir en contra de todo lo que eres. Ese acto lo cambia a uno para siempre.

Las palabras de Setrakian estaban llenas de sentido, y todos permanecieron en silencio. Y Zack, evidentemente aburrido del juego de vídeo que Eph le había encontrado, o tal vez porque la batería ya se había agotado, regresó de la furgoneta y los vio reunidos.

—¿Qué pasa?

—Nada, joven. Hablamos de estrategias —contestó Setrakian, sentándose en una de las cajas, y descansando sus piernas—. Vasiliy y yo tenemos una cita en Manhattan, así que, con el permiso de tu padre, te llevaremos de paseo al otro lado del puente.

—¿Qué tipo de cita? —preguntó Eph.

—En Sotheby’s. Un adelanto de la próxima subasta.

—Pensé que no ofrecían un adelanto para ese artículo.

—Así es —dijo Setrakian—. Pero tenemos que intentarlo. Es nuestra última oportunidad. Cuando menos, Vasiliy podrá observar las medidas de seguridad.

Zack miró a su padre y le preguntó:

—¿No podemos hacer lo mismo que hace James Bond para protegerse, en lugar de subir a un tren?

—No temas, pequeño ninja. Debes irte de aquí —respondió Eph.

—¿Y cómo estaréis en contacto y os comunicaréis? —preguntó Nora, sacando su teléfono—. En todos los distritos están derribando las torres de telefonía móvil. Al mío sólo le funciona la cámara.

—En el peor de los casos, podremos reunirnos aquí. Tal vez deberías utilizar la línea telefónica convencional para hablar con tu madre y decirle que estamos de camino —comentó Setrakian.

Nora se dispuso a hacer eso, y Fet salió a poner en marcha la furgoneta. Eph pasó su brazo alrededor de su hijo, delante del anciano.

—Sabes, Zachary —dijo Setrakian—, en el campo de concentración del cual te hablé, las condiciones eran tan brutales que muchas veces sentí deseos de agarrar una piedra, un martillo y una pala, y golpear a uno o a dos guardias. Seguramente habría muerto con ellos, y sin embargo, en el calor ardiente del momento de la elección, habría logrado algo. Al menos mi vida, mi muerte, hubiera tenido un significado. —Setrakian miró al niño, aunque Eph sabía que esas palabras estaban dirigidas a él—. Era mi manera de pensar. Y cada día me despreciaba por no hacerlo. Cada momento de pasividad se siente como un acto de cobardía frente a la capacidad de la opresión inhumana. Con frecuencia, la supervivencia se siente como una forma de indignidad. Pero, y ésta es la lección, tal como lo veo ahora, a veces, la decisión más difícil es no martirizarte por alguien, sino vivir por ellos. A causa de ellos.

Sólo entonces miró a Eph.

—Espero que te lo tomes muy en serio.

Instalación de Soluciones Selva Negra

LA CAMIONETA seguida por la caravana de tres vehículos se detuvo frente a la entrada de la empacadora de carne Soluciones Selva Negra, ubicada al norte del estado de Nueva York. Los hombres que venían en las camionetas de delante y de detrás desplegaron sus enormes paraguas negros, mientras las puertas traseras de la camioneta se abrían para dar paso a una rampa automática.

Una silla de ruedas fue bajada hacia atrás, y su ocupante fue cubierto inmediatamente con los paraguas y conducido rápidamente hacia el interior. Los paraguas sólo bajaron cuando la silla accedió a la instalación sin ventanas situada entre los corrales de ganado. El ocupante de la silla de ruedas era una figura que vestía un hábito similar a un burka para resguardarse del sol.

Eldritch Palmer, que vigilaba la entrada desde un lateral, no se molestó en saludar al ocupante, y más bien esperó a que le retiraran el velo.

Se suponía que Palmer iba a reunirse con el Amo, y no con uno de sus sórdidos lacayos del Tercer Reich. Pero el Oscuro no se veía por ninguna parte. Palmer advirtió entonces que no había tenido una audiencia con el Amo desde su encuentro con Setrakian.

Una pequeña sonrisa descortés se esbozó en las comisuras de los labios de Palmer. ¿Se sentía complacido de que el profesor le hubiera propinado una herida al Amo? No exactamente. Palmer no sentía el menor afecto por las causas perdidas, como era el caso de Abraham Setrakian. Aun así, como hombre acostumbrado a la condición de presidente y consejero delegado, a Palmer no le importaba que el Amo hubiera demostrado algo parecido a la humildad.

Se reprendió a sí mismo para no permitir nunca que estos pensamientos acudieran a su mente en presencia del Oscuro.

El nazi se fue despojando de cada una de sus prendas. Thomas Eichhorst, el oficial nazi que había dirigido una vez el campo de exterminio de Treblinka, se levantó de la silla de ruedas, y las telas negras que le resguardaban del sol se apilaron a sus pies como capas de piel. Su rostro conservaba la arrogancia de un comandante de campo, aunque el tiempo había difuminado sus ángulos como una pátina de ácido corrosivo. Su piel era tan suave como una máscara de marfil. A diferencia de cualquier otro «Eterno» de los que Palmer había conocido, Eichhorst insistía en llevar traje y corbata, manteniendo el típico aspecto de un caballero muerto vivo.

La aversión que Palmer sentía por el nazi no tenía nada que ver con sus crímenes contra la humanidad, pues él mismo estaba a cargo de un verdadero genocidio. Más bien, su disgusto por Eichhorst procedía de la envidia. Le molestaba que el nazi estuviera bendecido con la eternidad —el gran don del Amo—, pues la anhelaba con todas sus ansias.

El millonario recordó entonces su primer encuentro con el Amo, una reunión facilitada por Eichhorst. A esto le habían seguido tres décadas de pesquisas e investigaciones, de explorar la fisura donde el mito y la leyenda se fundían con la realidad histórica. Palmer terminó por rastrear incluso a los propios Ancianos y logró concertar una reunión. Declinaron su solicitud para unirse a su clan Eterno, rechazándolo de plano, aunque Palmer sabía que ellos habían aceptado en su linaje a hombres cuyo valor neto era significativamente más bajo que el suyo. Su desprecio incondicional, después de tantos años de esperanza, era una humillación que Eldritch Palmer sencillamente no podía soportar. Era sinónimo de su mortalidad y de su renuncia a todo lo que había realizado en esta vida introductoria. «Polvo eres y en polvo te convertirás»: eso estaba bien para las masas, pero él sólo se conformaría con la inmortalidad. La corrupción de su cuerpo —que nunca había sido un amigo para él— no era más que un pequeño precio a pagar.

Y así comenzó otra década de pesquisas —pero esta vez en pos de la leyenda del Anciano descarriado, el séptimo inmortal, cuyo poder se decía que rivalizaba con el de cualquiera de los demás—. Este viaje condujo a Palmer hasta dar con el paradero del cobarde Eichhorst, quien organizó la cumbre.

Ocurrió dentro de la Zona de Exclusión que rodeaba la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania, unos diez años después de la catástrofe del reactor, acaecida en 1986. Palmer tuvo que entrar en la zona sin su caravana de apoyo habitual (su ambulancia sin distintivos ni mecanismos de seguridad), pues los vehículos en movimiento levantaban el polvo radiactivo, mezclado con cesio-137, de modo que nadie desearía recibir la estela tóxica que dejaban los coches. Así que el señor Fitzwilliam —el guardaespaldas y médico de Palmer— lo condujo a él solo, y con rapidez.

El encuentro tuvo lugar al caer la noche, por supuesto, en una de las llamadas aldeas negras que rodeaban la planta: asentamientos evacuados que salpicaban la zona de diez kilómetros cuadrados más atribulada del planeta.

Pripyat, el mayor de estos asentamientos, había sido fundado en 1970 para albergar a los trabajadores de la planta, y su población había aumentado a cincuenta mil en el momento del accidente y de la exposición a la radiación. La ciudad fue evacuada totalmente tres días después. Un parque de atracciones había sido construido en un extenso terreno del centro urbano, y su inauguración estaba prevista para la celebración del primero de mayo de 1986: cinco días después del desastre, y dos días antes de que la ciudad quedara vacía y desolada para siempre.

Palmer se reunió con el Amo a los pies de una noria que nunca se estrenó, sentada con la misma inmovilidad que un gigantesco reloj parado. Fue allí donde se selló el acuerdo, y el Plan Decenal fue puesto en marcha, con el ocultamiento de la Tierra como el momento señalado para la travesía.

Por su parte, a Palmer se le prometió la eternidad, y un asiento al lado derecho del Amo. No como uno de los acólitos que hacían recados, sino como un socio en el Apocalipsis, a la espera de que le fuera entregado el control de la raza humana, tal como había pactado.

Antes de finalizar la reunión, el Amo tomó a Palmer del brazo y subieron a la cima de la noria gigantesca. Una vez allí, Palmer, que se sentía aterrorizado, observó Chernóbil, la almenara roja del reactor 4 en la distancia, como un sarcófago plúmbeo y acerado que contuviera la pulsación de cien toneladas de uranio lábil.

Y ahora, allí estaba, diez años después, a un paso de entregar las pruebas de todo cuanto le había prometido al Amo en aquella noche oscura en una tierra enferma. La plaga se estaba propagando ahora con mayor rapidez a cada hora que pasaba, por todo el país y a lo largo y ancho del globo terráqueo, pero él aún estaba obligado a soportar la humillación de entrevistarse con este vampiro burócrata.

Eichhorst tenía mucha experiencia en el diseño y construcción de corrales, así como en la optimización de los mataderos para lograr una eficiencia absoluta. Palmer había financiado la «restauración» de decenas de plantas cárnicas en todo el país, todas ellas rediseñadas según las especificaciones de Eichhorst.

Confío en que todo esté en orden, señaló Eichhorst.

—Naturalmente —respondió Palmer, apenas capaz de disimular su disgusto por la criatura—. Lo que quiero saber es cuándo confirmará el Amo su parte del pacto.

A su debido tiempo. Todo a su debido tiempo.

—Mi tiempo ya se está acabando —dijo Palmer—. Usted conoce mis problemas de salud; sabe que he cumplido todas mis promesas, con todos los plazos, que he servido al Amo con fidelidad y a conciencia. Pero empieza a hacerse tarde. Merezco cierta consideración.

El Señor Oscuro todo lo ve y de nada se olvida.

—Le recordaré el asunto pendiente que él y usted tienen con Setrakian, su «mascota» y ex prisionero.

Su resistencia está condenada al fracaso.

—De acuerdo. Y sin embargo, sus operaciones y diligencia suponen una amenaza para algunos individuos. Por ejemplo, para usted mismo. Y para mí.

Eichhorst permaneció un momento en silencio, como si le concediera su aprobación.

El Amo arreglará sus asuntos con el Judenen cuestión de horas. Llevo un tiempo sin alimentarme, y me prometieron comida fresca

Palmer ocultó un gesto de disgusto. ¡Con cuánta rapidez su repugnancia se transformaría en hambre, en necesidad! ¡Qué pronto juzgaría su ingenuidad actual como un adulto considera retrospectivamente las necesidades de un niño!

—Todo ha sido arreglado.

Eichhorst le hizo una señal a uno de sus hombres, y éste se dirigió hacia uno de los corrales más grandes. Palmer escuchó un lloriqueo y miró su reloj, esperando que concluyera el encuentro.

El hombre regresó agarrando de la nuca a un niño de no más de once años de edad, como un granjero cargando a un cochinillo. El niño, temblando y con los ojos vendados, lanzaba puñetazos al aire, pateando y procurando ver por debajo de la venda que le cubría los ojos.

Eichhorst giró la cabeza tras oler a su víctima, estirando la barbilla en un gesto de agradecimiento.

Palmer observó al nazi y se preguntó para sus adentros qué se sentiría después del dolor de la conversión. ¿Qué significaría existir como una criatura que se alimenta de sangre humana?

Palmer se dio la vuelta y le hizo señas al señor Fitzwilliam para que pusiera en marcha el coche.

—Le dejaré para que coma en paz —dijo, y dejó al vampiro a solas con su alimento.

Estación Espacial Internacional

A DOSCIENTOS VEINTE kilómetros sobre la Tierra, los conceptos del día y de la noche tienen muy poco sentido. Orbitar el planeta una vez cada hora y media permitía divisar más amaneceres y atardeceres de los que una persona podría contemplar en su vida.

La astronauta Thalia Charles roncaba suavemente dentro de un saco de dormir anclado a la pared. La ingeniera de vuelo estadounidense completaba su día número 466 en la órbita terrestre baja, y sólo le faltaban seis más para entrar en el transbordador espacial de acoplamiento que la llevaría de regreso a casa.

La Misión de Control establecía sus horarios de sueño, y hoy iba a ser un día «ocupado», pues tendría que preparar la ISS para recibir al Endeavor y al módulo de instalaciones de investigación que transportaba. Oyó la voz que la llamaba, y disfrutó de unos segundos apacibles mientras pasaba del sueño a la vigilia. La sensación etérea de estar soñando despierta era una constante en la gravedad cero. Se preguntó cómo reaccionaría su cabeza a una almohada tras su regreso. Cómo sería estar una vez más bajo el yugo entrañable de la gravedad terrestre.

Se quitó el antifaz y la almohadilla del cuello, metiéndolos dentro del saco de dormir antes de aflojar las correas y bajar al suelo. Dejó su goma del pelo sobre la litera antes de salir, y sacudió su cabello negro y largo, alisándolo con sus dedos y meneando la cabeza para dejarlo en su sitio, y acto seguido se sujetó de nuevo la goma con un nudo doble.

La voz de la Misión de Control del Centro Espacial Johnson, localizado en Houston, le dijo que fuera al ordenador portátil en el módulo de la unidad para una teleconferencia. Esto era inusual, pero no un motivo de alarma.

La banda ancha tenía una gran demanda en el espacio, y se asignaba con mucho cuidado. Se preguntó si habría ocurrido otra colisión orbital de basura espacial, y si los restos habrían salido disparados por la órbita con la potencia propia de la detonación de una escopeta. Le desagradaba mucho tener que refugiarse como medida de precaución dentro del Soyuz TMA, la nave espacial adjunta. El Soyuz era su salida de emergencia de la ISS. Dos meses atrás, había ocurrido una amenaza similar, y entonces se había visto obligada a permanecer ocho días dentro del módulo de la tripulación, el cual tenía forma de campana. La basura espacial era la mayor amenaza para el funcionamiento de la ISS, y para el bienestar psicológico de la tripulación.

La noticia, tal como descubriría ella, resultó ser incluso peor.

—Hemos descartado el lanzamiento del Endeavor hasta nuevo aviso —le anunció Nicole Fairley, directora de la Misión de Control.

—¿Descartado? ¿Quieres decir que lo están aplazando? —preguntó Thalia, esforzándose por no evidenciar su profunda decepción.

—Indefinidamente. Están pasando muchas cosas aquí. Algunos acontecimientos preocupantes. Tendremos que esperar.

—¿Qué? ¿Los propulsores de nuevo?

—No, nada mecánico. El Endeavor está bien. No se trata de un problema técnico.

—Está bien…

—Para ser honesta, no sé cuál pueda ser la causa. Tal vez hayas notado que no has recibido ninguna actualización de noticias en estos últimos días.

No había acceso directo a Internet en el espacio. Los astronautas recibían información, vídeos y correos electrónicos a través de un enlace de datos en la banda Ku.

—¿Tenemos otro virus?

Todos los ordenadores portátiles de la ISS operaban con una intranet de red inalámbrica, generada por el ordenador central.

—No se trata de un virus informático, no.

Thalia se agarró para no moverse tanto.

—De acuerdo. Dejaré de hacer preguntas y me limitaré a escucharte.

—Estamos en medio de una pandemia mundial desconcertante. Todo parece indicar que comenzó en Manhattan, y se ha propagado desde entonces por numerosas ciudades. Al mismo tiempo, se ha detectado un gran número de desapariciones humanas, algo que está en relación directa con lo anterior. Estas desapariciones se atribuyeron inicialmente a personas enfermas que permanecían en casa por incapacidad laboral, y que necesitaban atención médica. Pero ahora se han presentado disturbios. Me refiero a calles enteras en la ciudad de Nueva York. La violencia se ha extendido a su vez a otros países. El primer informe de ataques en Londres llegó hace cuatro días, y luego en el aeropuerto de Narita en Tokio. Todos los países están controlando las fronteras y las relaciones internacionales, en un esfuerzo por evitar un colapso en los viajes y en el comercio, lo cual, según tengo entendido, es exactamente lo que cada país debería garantizar bajo las circunstancias actuales. La Organización Mundial de la Salud ofreció ayer una conferencia de prensa en Berlín. La mitad de sus miembros estuvieron ausentes. La pandemia pasó oficialmente de la fase de alerta cinco a la fase seis.

Thalia no podía creerlo.

—¿Es el eclipse? —preguntó.

—¿Qué dices?

—El ocultamiento. Cuando lo vi desde aquí arriba…, la gran mancha negra de la sombra lunar se extendía por el noreste de los Estados Unidos como un punto muerto… Supongo que tuve una especie de… premonición.

—Bueno, todo parece haber comenzado en esos momentos.

—Era así como se veía. Algo de muy mal agüero.

—Hemos tenido algunos incidentes serios aquí en Houston, y también en Austin y Dallas. La Misión de Control está funcionando con el setenta por ciento de los empleados, y el número disminuye dramáticamente cada día que pasa. Y puesto que los niveles de personal de la operación no son fiables, no tenemos más remedio que aplazar el lanzamiento.

—De acuerdo. Comprendo.

—La nave rusa que subió hace dos meses te llevó suficientes suministros de comida y baterías como para un año en caso de que sea necesario.

—¿Un año? —preguntó Thalia, con más énfasis de lo que hubiera querido.

—Sólo en el peor de los casos. Esperemos que las cosas estén de nuevo bajo control aquí, y que podamos traerte de vuelta en unas dos o tres semanas.

—Fantástico. Así que, mientras tanto, seguiré comiendo borscht liofilizado.

—Este mismo mensaje está siendo retransmitido al comandante Demidov y al ingeniero Maigny por sus respectivas agencias. Somos conscientes de tu situación, Thalia.

—Llevo varios días sin recibir ningún correo electrónico de mi marido. ¿Habéis retenido vosotros también esos correos?

—No, no. ¿Dices que varios días?

Thalia asintió con la cabeza. Se imaginó a Billy como siempre, en la cocina de su casa en West Hartford, con un trapo de cocina al hombro, preparando algún plato suculento y elaborado.

—¿Podrías ponerte en contacto con él? Supongo que querrá saber lo del aplazamiento.

—Intentamos hacerlo, pero no recibimos respuesta. Ni en tu casa ni en el restaurante.

Thalia tragó saliva. Se esforzó en recobrar la compostura.

«Él está bien —pensó—. Soy yo la que está orbitando el planeta en una nave espacial. Él está allá abajo, con los dos pies en la tierra. Se encuentra bien».

No manifestó otra cosa que no fuera fortaleza y confianza, pero nunca se había sentido tan lejos de su marido como en aquel instante.

Préstamos y curiosidades Knickerbocker, Calle 118, Harlem Latino

LA MANZANA YA ESTABA ardiendo cuando Gus llegó acompañado de Ángel y los Zafiros.

Vieron el humo desde el puente, denso y negro, elevándose en varios puntos al norte y al sur de la ciudad, en Harlem, en el Lower East Side y en sectores intermedios, como si la ciudad hubiera sufrido un ataque militar intensivo.

El sol matinal ya había ascendido sobre la ciudad desierta. Se dirigieron a Riverside Drive, serpenteando entre las filas de vehículos abandonados. Ver el humo brotar de las manzanas de la ciudad era como ver a una persona sangrando. Gus se sentía desamparado y angustiado, todo se estaba yendo a la mierda a su alrededor, y el tiempo era esencial.

Creem y los Zafiros de Jersey veían arder Manhattan con una especie de satisfacción. Para ellos, era como ver una película de desastres. Para Gus, en cambio, esto equivalía a ver su territorio tristemente consumido por las llamas.

La calle a la que se dirigían era el epicentro del incendio más voraz del sector de Uptown. Todas las calles que rodeaban la casa de empeños habían sido cubiertas por un espeso velo de humo, transmutando el día en una noche de tormenta.

—Esos hijos de la chingada —dijo Gus— han bloqueado el sol.

Todo un lateral de la calle ardía en medio de las llamas, salvo la casa de empeños de la esquina. Las grandes ventanas de la fachada estaban destrozadas, las rejas de seguridad habían sido arrancadas y yacían despedazadas sobre la acera. El resto de la ciudad estaba más paralizado que una fría mañana de Navidad, pero esta manzana —la intersección de la calle 118— estaba, a esa oscura hora del día, atiborrada de vampiros que sitiaban la casa de empeños.

Iban a por el anciano.

Gabriel Bolívar pasaba de una habitación a otra en el apartamento que había en la parte superior de la tienda. En lugar de cuadros e imágenes, las paredes estaban cubiertas de espejos con marcos de plata, como si un extraño hechizo hubiera convertido las obras de arte en cristal. El reflejo difuso de la ex estrella del rock se movía de habitación en habitación mientras buscaba al anciano Setrakian y a sus cómplices.

Bolívar entró en la habitación que Kelly había visitado, cuya pared estaba cubierta por una jaula de hierro.

No había nadie.

Parecía como si se hubieran marchado. Bolívar deseó que la madre los hubiera acompañado. Su vínculo sanguíneo con el niño habría sido muy valioso. Pero el Amo había enviado a Bolívar, y se haría su voluntad.

La labor de sabuesos recayó en los exploradores, los niños que acababan de quedarse ciegos. Bolívar fue a la cocina y vio uno allí, un chico con los ojos completamente negros, agachado y a cuatro patas. Estaba «mirando» por la ventana hacia la calle, utilizando su percepción extrasensorial.

¿Y en el sótano? —inquirió Bolívar.

No hay nadie —le respondió el niño.

Pero Bolívar necesitaba cerciorarse y comprobarlo por sí mismo, y se dirigió a las escaleras. Descendió la espiral con sus manos y pies descalzos, a una planta situada debajo del nivel de la calle, mientras los otros exploradores se encaminaban hacia la tienda, y continuó descendiendo hasta llegar al sótano y a una puerta cerrada con llave.

Los esbirros de Bolívar ya estaban allí, en respuesta a su orden telepática. Rompieron la puerta con sus manos enormes y poderosas, escarbando con las garras de sus dedos medios en el marco de hierro atornillado, hasta que la estructura cedió, y luego unieron sus fuerzas para desprender la puerta.

Los primeros en entrar tropezaron con las lámparas ultravioletas que rodeaban el interior del pasillo. Los rayos eléctricos de color índigo achicharraron sus cuerpos rebosantes de virus, y los vampiros se dispersaron entre gritos y nubes de polvo. Los demás fueron repelidos por la luz contra la escalera de caracol, obligándolos a cubrirse los ojos e impidiéndoles ver más allá de la entrada.

Bolívar fue el primero en reaccionar, y trepó por la escalera en espiral en vista de la debacle. Era posible que el anciano todavía estuviera allí.

Bolívar tenía que hallar otra forma de entrar.

Vio a los exploradores rígidos en el suelo, frente a las ventanas rotas, como perros sabuesos azuzados por un olor. El primero de ellos —una niña de bragas sucias— gruñó y luego pasó entre los trozos irregulares de cristal para salir a la calle.

La niña atacó a Ángel, avanzando a cuatro patas con la gracia de un cervatillo. El veterano luchador corrió a la calle, pues no quería tener ningún contacto con ella, pero la niña estaba concentrada en su presa, decidida a derribarla. Saltó desde la calle, con sus ojos negros y la boca abierta, y Ángel reaccionó como el luchador que todavía llevaba dentro, neutralizándola como si fuera una rival que se abalanzara sobre él desde la parte superior del cuadrilátero. Le aplicó el «beso del Ángel», su golpe proverbial con la mano abierta, abofeteando fuertemente a la niña en medio del salto; su cuerpo pequeño y frágil voló a unos doce metros de distancia y se estrelló contra el pavimento.

Ángel retrocedió de inmediato. Una de las grandes desilusiones de su vida era no haber conocido a ninguno de los hijos que había engendrado. Ésta era una vampira, pero parecía tan humana —una niña, todavía— que el luchador se dirigió hacia ella con la mano extendida. La niña se dio la vuelta y siseó, sus ojos ciegos como los dos huevos de un pájaro negro, disparándole con su aguijón, que debía de tener casi un metro de largo, mucho más corto que el de un vampiro adulto. La punta se agitó ante sus ojos como la cola del diablo, y Ángel se quedó petrificado.

Gus intervino rápidamente, rematándola de un fuerte golpe de espada; la hoja soltó chispas al rozar el pavimento.

Su muerte hizo que los otros vampiros se lanzaran al ataque frenéticamente. Fue una batalla despiadada, y Gus y los Zafiros eran superados en número, inicialmente por tres a uno, y luego cuatro a uno. Los vampiros surgían de la casa de empeños y de los sótanos de los edificios adyacentes que ardían en llamas. Habían sido convocados psíquicamente a la batalla, o simplemente habían escuchado la campana que los llamaba a cenar. Destruye uno, y dos más se abalanzarán sobre ti.

A continuación, un disparo de escopeta estalló cerca de Gus y un vampiro que se encontraba allí fue seccionado en dos partes. Se dio la vuelta y vio al señor Quinlan, el cazador jefe de los Ancianos, derribando a los vampiros revoltosos con precisión milimétrica. Seguramente había salido de algún sótano al igual que los vampiros, a no ser que los hubiera seguido todo el tiempo a él y a los Zafiros desde la oscuridad de la tierra.

En ese momento Gus percibió —pues sus sentidos estaban exacerbados por la adrenalina de la batalla— que debajo de la piel translúcida de Quinlan no había gusanos de sangre. Todos los Ancianos, incluyendo a los demás cazadores, rebosaban de gusanos, pero la piel casi iridiscente de Quinlan era tan suave y tersa como la cubierta de un pudín.

Pero la batalla no daba tregua, y su percepción se difuminó en un instante. Las numerosas bajas ocasionadas por el señor Quinlan abrieron un flanco entre las huestes enemigas, y los Zafiros, que ya no corrían peligro de ser acorralados, trasladaron su frente de lucha de en medio de la calle a la casa de empeños. Los niños acechaban a cuatro patas, en los alrededores del combate principal, como lobeznos esperando a un ciervo enfermo para abalanzarse sobre él. Quinlan lanzó una descarga explosiva en su dirección, y las criaturas ciegas se desperdigaron lanzando un chillido agudo mientras él cargaba el arma de nuevo.

Ángel le destrozó el cuello a un vampiro con sus manos, y luego, con un movimiento rápido —poco común para un hombre de su edad y constitución—, se dio media vuelta y le rompió el cráneo a otro de un codazo, al golpearlo contra la pared. Gus aprovechó y corrió espada en ristre hacia el interior de la casa en busca del anciano. La tienda estaba vacía y subió corriendo las escaleras. Vio un apartamento antiguo, como antes de la guerra.

La profusión de espejos le advirtió que estaba en el lugar adecuado, pero el anciano no aparecía por ninguna parte.

Se encontró con dos vampiras mientras bajaba; les enseñó el tacón de su bota antes de pasarlas por el filo de su hoja de plata. Sus gritos lo llenaron de adrenalina. Saltó sobre sus cuerpos, evitando la sangre blanca que se escurría por los peldaños de las escaleras.

Los escalones seguían hacia abajo, pero él tenía que regresar al lado de sus compadres, para luchar por sus vidas y almas bajo el cielo cubierto de humo.

Antes de salir, cerca de las escaleras, vio la pared en ruinas con las viejas tuberías de cobre verticales al descubierto. Dejó la espada sobre una vitrina que exhibía broches y camafeos, y encontró un bate de béisbol Louisville Slugger autografiado por Chuck Knoblauch, que tenía el tique con el precio: 39,99 dólares. Rompió la laminilla de la pared hasta dar con la tubería de gas. Era un viejo conducto de hierro fundido. Le dio tres golpes fuertes con el bate y se desprendió sin producir chispas.

El olor del gas comenzó a invadir la habitación, escapando de la tubería rota, no con un silbido fresco sino con un rugido ronco.

Los exploradores se arremolinaron en torno a Bolívar, quien percibió su angustia de inmediato.

Aquel combatiente de la escopeta no era humano; era un vampiro.

Pero era diferente.

Los exploradores no podían detectarlo. Aunque fuera de otro clan —y obviamente lo era—, deberían haber informado a Bolívar sobre él, siempre y cuando perteneciera al de los gusanos. Bolívar estaba desconcertado por esa extraña presencia, y decidió atacar. Sin embargo, los exploradores se interpusieron en su camino en cuanto leyeron sus intenciones. Intentó apartarlos, pero su obstinación lo conminó a prestarles atención. Algo iba a suceder, y él necesitaba estar al tanto.

Gus enarboló su espada, avanzó derribando a otro vampiro vestido con una bata de médico y entró en el edificio de al lado. Arrancó una celosía de madera ardiente y se fue con ella rumbo a la batalla. La clavó en la espalda de un vampiro muerto con la punta afilada hacia abajo y el listón se irguió como una antorcha inflamada.

—¡Creem! —gritó, pues necesitaba que el verdugo engalanado de plata lo cubriera mientras sacaba la ballesta de la bolsa. Buscó un clavo de plata y lo encontró. Arrancó un jirón de la camisa del vampiro derribado, envolvió con él la cabeza del clavo, lo sujetó con fuerza y luego lo cargó en la cruz, sumergiendo el trapo en la llama y esgrimiendo la ballesta mientras se dirigía a la tienda.

Un vampiro con ropas deportivas y ensangrentadas se abalanzó salvajemente sobre Gus, pero Quinlan detuvo a la criatura con un golpe demoledor en la garganta. Gus avanzó hacia la acera, gritando:

—¡Atrás, cabrones!

Apuntó con la ballesta, la disparó y el clavo en llamas se coló entre la celosía destrozada, aterrizando en la pared posterior de la casa de empeños.

Gus ya estaba fuera cuando el edificio se desmoronó con un solo estallido. La fachada de ladrillos se vino abajo, esparciéndose en la calle, y el techo y las vigas de madera se desintegraron como la envoltura de papel de un petardo.

La onda expansiva lanzó a los vampiros desprevenidos a la calle. La absorción de oxígeno impuso un silencio extraño en la manzana después de la detonación, aguzado por el contraste del zumbido en sus oídos.

Gus se arrodilló y luego se puso de pie. El edificio de la esquina ya no existía, como si hubiera sido aplastado por el pie de un gigante. El polvo se elevó, y los vampiros supervivientes comenzaron a levantarse en torno a ellos. Sólo aquellos pocos que fueron golpeados por los ladrillos habían quedado sin vida. Los otros se recuperaron rápidamente de la explosión, y una vez más se dirigieron hambrientos en dirección a los Zafiros.

Con el rabillo del ojo, Gus vio a Quinlan correr al lado opuesto de la calle, bajando rápidamente por una escalera pequeña que conducía a un apartamento situado en un sótano. Gus sólo entendió por qué corría Quinlan después, cuando se volvió a ver la destrucción que había causado.

El golpe de la detonación que sacudió la atmósfera circundante había ascendido hasta la cúspide del hongo de humo, y la ráfaga de aire en movimiento generó una ruptura. Una brecha se abrió en medio de la oscuridad, permitiendo que la luz límpida y esplendorosa del sol lo inundara todo.

El humo se dispersó y los rayos solares destellaron desde el epicentro del impacto, propagándose en un cono amarillo brillante con un gran poder de irradiación, pero los aturdidos vampiros detectaron demasiado tarde el poder de sus rayos. Gus los vio diseminarse a su alrededor con gritos fantasmales. Sus cuerpos cayeron, reduciéndose instantáneamente a vapor y a ceniza. Los pocos que estaban a una distancia prudente de los rayos del sol corrieron a los edificios vecinos en busca de refugio. Sólo los exploradores reaccionaron con inteligencia: previendo la propagación de la luz, agarraron a Bolívar. Los más pequeños forcejearon justo a tiempo para alejarlo de las garras del sol asesino que ya se aproximaba, arrancando una rejilla de la ventilación en la acera y arrojándolo en las profundidades subterráneas.

De repente Ángel, los Zafiros y Gus se quedaron solos en una calle soleada. Iban armados, pero sin ningún enemigo enfrente.

Era sólo otro día soleado en el este de Harlem.

Gus se dirigió a la zona del desastre, a la casa de empeños arrasada hasta sus cimientos.

El sótano había quedado al descubierto, lleno de ladrillos humeantes y de polvo. Llamó a Ángel, que acudió cojeando para ayudarle a mover algunos de los pedazos más grandes de hormigón a fin de abrir una brecha. Gus se internó entre los múltiples escombros, escoltado por Ángel. Oyó un chisporroteo, pero se trataba simplemente de las conexiones eléctricas por las que aún circulaba energía. Apartó algunos trozos de ladrillo, escarbando en busca de cuerpos, preocupado aún por qué el anciano pudiera estar escondido allí.

No había cadáveres. Realmente no descubrió gran cosa, sólo una gran cantidad de estantes vacíos, como si el anciano se hubiera mudado recientemente. La puerta del sótano, sometida al resplandor de las lámparas ultravioleta, escupía ahora chispas de color naranja. Tal vez esto hubiera sido una especie de búnker, de refugio contra ataques de vampiros, una especie de cámara acorazada construida para evitar que entraran.

Gus permaneció allí más tiempo del prudencial —la cortina de humo se estaba desplegando una vez más, tapando de nuevo el sol—, mientras cavaba entre los escombros en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera serle útil a la causa.

Oculta debajo de una viga caída, Ángel descubrió una caja pequeña, una reliquia sellada y elaborada exclusivamente en plata. Era un descubrimiento hermoso y conmovedor. La alzó, mostrándosela a la pandilla, y a Gus en particular. Éste sostuvo la caja en sus manos.

—El viejo —dijo. Y sonrió.

Estación Pensilvania

CUANDO LA ANTIGUA ESTACIÓN Pensilvania se inauguró en 1910, fue considerada como un monumento al derroche. Un templo suntuoso del transporte masivo, y el mayor espacio interior en toda Nueva York, una ciudad que desde hacía un siglo ya estaba inclinada al exceso.

La demolición de la estación original, que comenzó en 1963, y su sustitución por el actual laberinto de túneles y pasillos fue vista en términos históricos como un catalizador para el movimiento de restauración arquitectónica, en el sentido en que fue quizá —y algunos dicen que lo sigue siendo— el mayor fracaso de la «reforma urbana». La estación Pensilvania continuó siendo el centro de transporte más activo de los Estados Unidos, sirviendo a 600 000 pasajeros al día, cuatro veces más que la estación Grand Central. Era utilizada por la Amtrak, la Autoridad Metropolitana del Transporte (MTA), y la de Tránsito de Nueva Jersey, y tenía una estación de la Autoridad Portuaria Trans-Hudson (PATH) a sólo una manzana de distancia, en aquel entonces accesible por un pasaje subterráneo clausurado desde hacía muchos años por razones de seguridad.

La moderna estación Pensilvania utilizaba los mismos andenes del metro que la estación original. Eph había reservado billetes para Zack, Nora y la madre de ésta en el Servicio Keystone, que atravesaba Filadelfia hasta Harrisburg, la capital del estado. Normalmente era un viaje de cuatro horas, aunque se esperaban retrasos significativos. Una vez allí, Nora estudiaría la situación y haría los preparativos para ir al campamento de las niñas.

Eph dejó la furgoneta a una manzana de distancia, en una parada de taxis que estaba vacía, y los condujo por las calles desoladas hacia la estación. Una nube oscura se cernía sobre la ciudad —en sentido literal y figurado—; el humo los rondaba amenazadoramente mientras pasaban frente a los escaparates vacíos. Las vitrinas estaban rotas, aunque no había rastro de los saqueadores, pues la mayoría se habían convertido en vampiros.

¿Hasta qué punto y con qué rapidez había sucumbido la ciudad?

Sólo al llegar a la entrada de la Séptima Avenida del Joe Louis Plaza, debajo del anuncio del Madison Square Garden, Eph reconoció un vestigio de la Nueva York de dos semanas o de un mes atrás. Policías y funcionarios de la Autoridad Portuaria provistos de chalecos de color naranja dirigían a la multitud apiñada, conservando el orden mientras entraban a la estación.

Los pasajeros bajaban hasta la explanada por las escaleras eléctricas fuera de servicio.

El incesante trasiego de personas hacía que la estación continuara siendo uno de los últimos bastiones de la civilización en una ciudad asediada por los vampiros, resistiendo a su colonización a pesar de su proximidad con el mundo subterráneo. Eph no ignoraba que la mayoría de los trenes —si no todos— iban con retraso, pero le bastaba saber que seguían funcionando. La afluencia de tantos ciudadanos agobiados por el miedo era suficiente evidencia para comprobarlo: si los trenes dejaban de funcionar, esto se habría convertido en un amotinamiento.

Muy pocas lámparas funcionaban en el techo. Ninguna de las tiendas estaba en servicio, los estantes se hallaban vacíos y en los cristales de los escaparates se leían letreros escritos a mano que decían «Cerrado hasta nuevo aviso».

El estruendo de un tren que efectuaba su entrada en el andén inferior tranquilizó a Eph, que llevaba la bolsa de Nora y la señora Martínez, mientras la doctora supervisaba que su madre no se cayera. La explanada estaba atestada de personas, pero Eph aceptó complacido la presión de la muchedumbre, pues había olvidado la sensación de ser una persona rodeada por una multitud humana.

Varios soldados de la Guardia Nacional aguardaban más adelante. Parecían retraídos y agotados. Aun así, observaban detenidamente a los pasajeros; todavía pesaba una orden de captura sobre Eph.

A esto se sumaba el hecho de que él llevaba, enfundada en la cintura, la pistola que le había dado Setrakian. Eph los acompañó únicamente hasta los altos pilares azules, señalándoles la puerta de la sala de espera de la Amtrak a la vuelta de la esquina.

Mariela Martínez parecía asustada, e incluso algo enfadada.

Las multitudes le desagradaban. A la madre de Nora, que había trabajado como enfermera domiciliaria, le habían diagnosticado hacía dos años un principio de alzhéimer precoz. A veces creía que Nora tenía dieciséis años, lo que ocasionaba serios problemas sobre quién estaba a cargo de quién. Hoy, sin embargo, estaba callada, abrumada y ansiosa por estar lejos de casa. No había discutido con su marido fallecido ni insistido en vestirse para una fiesta. Llevaba un impermeable largo sobre una bata de color azafrán, con su pelo abundante colgando en una trenza gruesa y gris. Ya se había encariñado con Zack, y lo tomó de la mano para subir al tren, lo cual le agradó a Eph al mismo tiempo que le partió el corazón.

Eph se arrodilló frente a su hijo. El chico miró hacia otro lado, como si no quisiera despedirse.

—Ayúdale a Nora con la señora Martínez, ¿quieres?

Zack asintió con la cabeza.

—¿Por qué tenemos que ir a un campamento de niñas?

—Porque Nora es una niña y ya lo conoce. Sólo estaréis vosotros tres allí.

—¿Y tú —preguntó Zack al vuelo— cuándo vendrás?

—Muy pronto, espero.

Eph tenía las manos sobre los hombros de Zack, que lo agarró de los antebrazos.

—¿Me lo prometes?

—Iré tan pronto como me sea posible.

—Eso no es una promesa.

Eph apretó los hombros de su hijo, intentando convencerlo.

—Te lo prometo.

Sabía que Zack no le creía. Podía sentir la mirada de Nora.

—Dame un abrazo —le dijo Eph.

—¿Por qué? —dijo Zack, retrocediendo un poco—. Te abrazaré cuando te vea… en Pensilvania.

Su padre esbozó una sonrisa.

—Espero que sea tan fuerte como para derribarme.

—Pero…

Eph lo abrazó, apretándolo con fuerza en medio de la multitud que se arremolinaba en torno a ellos. El muchacho forcejeó levemente; Eph lo besó en la mejilla y lo soltó.

Eph se puso de pie y Nora se acercó rápidamente, aunque se mantuvo a dos pasos de distancia. Sus ojos castaños centelleaban.

—Dime ahora qué es lo que estás planeando.

—Voy a despedirme de ti.

Ella se acercó un poco más, como una amante diciendo adiós, salvo que le presionó la parte inferior del esternón, retorciéndolo con sus nudillos como si apretara un tornillo.

—Quiero saber qué harás cuando nos hayamos ido.

Eph miró a Zack, que estaba junto a la madre de Nora, sosteniendo su mano con docilidad.

—Trataré de ponerle fin a este asunto. ¿Qué piensas tú? —dijo Eph.

—Creo que es demasiado tarde para eso, y tú lo sabes. Ven con nosotros. Si estás haciendo esto por el viejo, quiero decirte que siento la misma admiración hacia él. Pero todo está perdido, Eph, y ambos lo sabemos. Acompáñanos. Nos reagruparemos allá. Pensaremos en nuestro próximo paso. Setrakian lo entenderá.

Eph sintió que las palabras de Nora lo presionaban aún más que sus nudillos en el esternón.

—Todavía tenemos una oportunidad aquí —insistió él—. Eso creo.

—Nosotros… —Nora se cercioró de que él supiera que se estaba refiriendo a los dos— todavía tenemos una oportunidad, si nos vamos juntos ahora.

Eph descargó la bolsa y la puso en los hombros de Nora.

—Una bolsa con armas —le explicó—. Por si se presenta algún problema.

Lágrimas de rabia humedecieron los ojos de Nora.

—Debes saber que si terminas haciendo algo estúpido, estoy decidida a odiarte por siempre.

Eph asintió con un aire de docilidad.

Ella lo besó en los labios, rodeándolo con sus brazos. Rozó con su mano la pistola de Eph, y se le nublaron los ojos; entonces giró la cabeza para mirarlo fijamente a la cara. Por un momento, Eph pensó que le iba a arrebatar el arma, pero ella le habló al oído, con su mejilla húmeda de lágrimas.

—Ya te odio —le susurró.

Se alejó sin mirarlo, y condujo a Zack y a Mariela a la plataforma de salida.

Eph vio al niño darse la vuelta para mirar hacia atrás, buscándole. Lo saludó con la mano levantada, pero su hijo no lo vio. Y entonces sintió, súbitamente, todo el peso de la Glock enfundada en su cinturón.

Dentro de la antigua sede del proyecto Canary, en la Undécima Avenida con la calle 27, el doctor Everett Barnes, director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, dormía en la silla reclinable de la antigua oficina de Ephraim Goodweather. El repiqueteo del teléfono penetró en su consciencia, aunque no con suficiente fuerza para despertarlo, cosa que sí logró un agente especial del FBI al posar una mano en su hombro.

Barnes se incorporó, sacudiéndose el sueño y sintiéndose renovado.

—¿Washington? —preguntó.

El agente negó con la cabeza.

—Goodweather.

Barnes presionó el botón que titilaba en el teléfono del escritorio y levantó el auricular.

—¿Ephraim? ¿Dónde estás?

—En una cabina telefónica de la estación Pensilvania.

—¿Estás bien?

—Acabo de subir a mi hijo en un tren. Se ha ido de la ciudad.

—¿Sí?

—Estoy listo para incorporarme de nuevo.

Barnes miró al agente y asintió con la cabeza.

—Me alivia escuchar eso.

—Quisiera entrevistarme contigo.

—Quédate ahí, me pondré en camino.

Colgó el teléfono y el agente le entregó su abrigo. Barnes estaba vestido con su uniforme de la Marina. Salieron de la oficina principal hacia la calle, donde el doctor Barnes tenía aparcada su camioneta SUV negra.

Subió al asiento del pasajero y el agente encendió el motor.

El golpe fue tan repentino que Barnes no sabía qué estaba sucediendo.

Pero no lo recibió él, sino al agente del FBI, quien se desplomó hacia delante, y su barbilla hizo sonar la bocina al golpearla. Intentó levantar las manos pero recibió un segundo golpe, lanzado desde el asiento de atrás. Una mano empuñaba una pistola. El tercer golpe lo noqueó, dejándolo desmoronado contra la puerta.

El agresor bajó del asiento trasero y abrió la puerta del conductor. Sacó al agente inconsciente y lo dejó en la acera como si fuera una gran bolsa de ropa.

Ephraim Goodweather subió al asiento del conductor y cerró la puerta de un golpe. Barnes abrió la suya, pero Eph le impidió salir, colocándole la pistola en la parte interior del muslo, y no en la cabeza: sólo un médico —o tal vez un soldado— sabe que un hombre puede sobrevivir a una herida en la cabeza o en el cuello, pero que un disparo en la arteria femoral significa una muerte segura.

—Ciérrala —le ordenó Eph.

Barnes obedeció. Eph ya había puesto en marcha la camioneta y avanzó por la calle 27.

Barnes intentó apartar la pistola de su pierna.

—Por favor, Ephraim, hablemos.

—¡Bien! Empieza.

—¿Puedo ponerme el cinturón de seguridad?

—No —le respondió Eph, doblando la esquina a toda velocidad.

Barnes vio que Ephraim había arrojado algo en el portavasos: la placa del agente del FBI. Eph tenía el cañón contra su pierna y sujetaba firmemente el volante con la mano izquierda.

—Por favor, Ephraim, ten cuidado.

—Empieza a hablar, Everett. —Eph apretó el arma contra la pierna de Barnes—. ¿Por qué diablos sigues aquí, todavía en la ciudad? Querías un asiento de primera clase, ¿eh?

—No sé a qué te refieres, Ephraim. Es aquí donde están los enfermos.

—¡Los enfermos! —masculló Eph, despectivamente.

—Los infectados.

—Everett, sigue hablando así y esta arma se disparará.

—Has estado bebiendo.

—Y tú mintiendo. ¡Quiero saber por qué no hay una maldita cuarentena!

La furia de Eph tronó en el interior del coche. Giró bruscamente a la derecha para esquivar una furgoneta destartalada y desvalijada.

—No se ha hecho ningún esfuerzo decente en materia de contención —prosiguió—. ¿Por qué han permitido que esto siga ardiendo? ¡Respóndeme!

Barnes estaba arrinconado contra la ventanilla, lloriqueando como un niño.

—¡Es algo que se me ha ido completamente de las manos! —exclamó.

—Déjame adivinar: sólo estás cumpliendo órdenes.

—Yo… acepto mi papel, Ephraim. Llegó el momento en que había que tomar una decisión, y lo hice. Este mundo, el que nosotros creíamos conocer, está al borde del colapso.

—¡No me digas!

La voz de Barnes se volvió más fría:

—La apuesta inteligente es con ellos. Nunca apuestes con el corazón, Ephraim. Todas las instancias gubernamentales se han visto comprometidas, directa o indirectamente. Con esto quiero decir que han sido corrompidas o infiltradas. Es algo que está sucediendo incluso en las esferas más altas.

Eph asintió de manera enfática.

—Eldritch Palmer.

—¿Realmente importa en este momento?

—Para mí, sí.

—Cuando un paciente está desahuciado y a punto de morir, Ephraim, cuando ha desaparecido toda posibilidad de recuperación, ¿qué hace un buen médico?

—Sigue luchando.

—¿De veras? ¿Aunque el final esté próximo? Y cuando ya no se les puede salvar, ¿les ofreces los cuidados paliativos y prolongas algo que ya es inevitable? ¿O dejas que la naturaleza siga su curso?

—¡La naturaleza! ¡Por Dios, Everett!

—No sé de qué otra forma llamarlo.

—Yo lo llamo eutanasia. De toda la raza humana. Estás de nuevo con tu uniforme de la Marina viendo cómo muere sobre la mesa.

—Es obvio que quieres hacer de esto algo personal, Ephraim, cuando yo no soy el responsable de lo que está pasando. Échale la culpa a la enfermedad, no al médico. Hasta cierto punto, estoy tan horrorizado como tú. Pero soy realista y algunas cosas simplemente no pueden ignorarse. Hice lo que hice porque no tenía otra opción.

—Siempre hay una opción, Everett. Siempre. ¡Joder!… Yo lo sé, pero tú… eres un cobarde, un traidor; y peor aún: un jodido loco.

—Perderás esta guerra, Ephraim. A decir verdad, y no me equivoco, ya lo has hecho.

—Ya veremos —dijo Eph, que había atravesado ya la mitad de la ciudad—. Tú y yo lo veremos juntos…

Sotheby’s

FUNDADA EN 1744, la casa de subastas Sotheby’s comercia con obras de arte y diamantes y realiza ventas de bienes raíces en cuarenta países; los principales centros de ventas están situados en Londres, Hong Kong, París, Moscú y Nueva York. El Sotheby’s de esta ciudad ocupa toda la extensión de la avenida York entre las calles 71 y 72, a una manzana de la autopista FDR y del East River. Es un edificio de diez pisos y fachada de cristal, con apartamentos, galerías y salones para subastas especializadas, algunas de las cuales están abiertas para el público en general.

Aunque no este día. Un pelotón de escoltas privados tapados con mascarillas estaba apostado en la acera y detrás de las puertas giratorias. El Upper East Side procuraba mantener cierta apariencia de normalidad, aunque varios enclaves de la ciudad estuvieran hundiéndose en el caos.

Setrakian, acompañado de Fet, manifestó su deseo de registrarse como postor autorizado para la próxima subasta. Les proporcionaron mascarillas y los condujeron al interior. El vestíbulo principal del edificio estaba al aire libre, extendiéndose en diez niveles de balcones superpuestos, rematados con barandillas. Les asignaron un escolta, y fueron conducidos por las escaleras mecánicas a la oficina de una representante, situada en el quinto piso.

La empleada se puso la mascarilla de papel al verlos entrar y no se levantó de su escritorio. Estrecharles la mano era arriesgado. Setrakian reiteró su intención de participar en la subasta, y ella, sin más protocolo que un simple gesto de aprobación, sacó unos formularios.

—Necesito el nombre y número de su agente. Registre sus cuentas de valores, por favor, así como la prueba de intención de oferta, rellenando esta autorización por un millón de dólares, que es el depósito habitual para este nivel de subastas.

Setrakian miró a Fet, jugando con la pluma entre sus dedos torcidos.

—Supongo que estoy hablando con una empleada experimentada. Tengo algunas antigüedades interesantes. Me encantaría dejarlas como garantía.

—Lo siento mucho —dijo ella, disponiéndose a recoger los formularios y a devolverlos de nuevo a los cajones de su escritorio.

—Si me lo permite —dijo Setrakian devolviéndole la pluma, pero ella no hizo el menor movimiento para recibirla—, me gustaría ver el catálogo antes de tomar una decisión.

—Me temo que ése es un privilegio exclusivo para los postores. Nuestras medidas de seguridad son muy estrictas, como probablemente ya sabrá, debido a la naturaleza de algunos de los artículos ofrecidos…

—El Occido lumen.

Ella hizo un esfuerzo para no evidenciar su sorpresa.

—Precisamente, sí; hay mucho… misterio rodeando el tema, como ya se habrá dado cuenta, y naturalmente, debido al estado actual de la situación aquí en Manhattan… y al hecho de que ninguna casa de subastas haya ofertado con éxito el Occido lumen en los dos últimos siglos… Bueno, no hay que ser muy supersticioso para relacionar los dos aspectos.

—Estoy seguro de que el componente económico también es bastante significativo. Si no fuera así, ¿para qué continuar con la subasta? Evidentemente, Sotheby’s cree que su comisión por la venta supera los riesgos asociados a la subasta del Lumen.

—Bueno, yo no puedo hacer comentarios sobre los pormenores del negocio.

—Discúlpeme —dijo Setrakian, poniendo una mano en el borde superior del escritorio con la misma delicadeza con la que podría tomarla del brazo—. ¿Es posible que un anciano como yo pueda simplemente echarle una mirada?

Los ojos de la empleada permanecían inmóviles sobre su mascarilla protectora.

—No puedo.

Setrakian miró a Fet. El exterminador se levantó y se quitó la mascarilla. Mostró su placa oficial.

—Odio hacer esto, pero necesito ver al supervisor del edificio inmediatamente. Para ser más exactos, al encargado de esta propiedad.

El director de Sotheby’s en Norteamérica se levantó de su escritorio cuando el supervisor del edificio entró acompañado de Fet y Setrakian.

—¿Qué significa esto?

—Este caballero dice que tenemos que evacuar el edificio —indicó el supervisor a través de su mascarilla.

—Evacuar… ¿qué?

—Tiene autoridad para sellar el edificio durante setenta y dos horas mientras los funcionarios del Departamento de Sanidad lo inspeccionan.

—Setenta y dos…, pero ¿y qué pasará con la subasta?

—Será cancelada —declaró Fet, encogiéndose de hombros—. A menos que…

La expresión del director fue evidente detrás de su mascarilla, como si hubiera comprendido de repente.

—La ciudad se derrumba a nuestro alrededor ¿y usted decide venir justo en este momento en busca de un soborno?

—No es un soborno lo que busco —respondió Fet—. La verdad es que, y tal vez usted pueda comprobarlo sólo con mirarme, soy una especie de fanático del arte.

Se les permitió el acceso restringido al Occido lumen, que estaba en una cámara privada del noveno piso, protegido por los gruesos cristales de una voluminosa vitrina de exposición, custodiada por dos puertas con clave. La vitrina blindada fue abierta, y Fet observó a Setrakian prepararse para inspeccionar el tomo que había buscado durante tanto tiempo con sus manos deformes cubiertas con guantes blancos de algodón.

El viejo libro descansaba en un estante de roble blanco y ornamentado. Tenía 30 x 20 x 4,5 centímetros y 489 folios escritos a mano sobre pergamino, con 20 páginas iluminadas. Estaba encuadernado en piel, con láminas de plata pura en la portada y en la contraportada, al igual que en el lomo. Las páginas también tenían bordes del mismo metal.

En ese momento, Fet comprendió por qué el libro nunca había caído en manos de los Ancianos, y por qué el Amo no era capaz de apropiarse de él sin dilación.

La portada de plata: el libro estaba, literalmente, fuera de su alcance.

Dos cámaras gemelas instaladas en sendos soportes se elevaron sobre la mesa tomando imágenes de las páginas abiertas, las cuales fueron reproducidas en grandes pantallas de plasma que había en la pared de enfrente. La primera página iluminada contenía un dibujo detallado de una figura con seis apéndices, elaborado en hoja de plata fina y brillante. El estilo y los detalles de la caligrafía remitían a otra época y a otro mundo. A Fet le intrigó la reverencia que Setrakian mostraba por este libro. Le impactó la calidad de su factura, pero cuando se trataba del trabajo artístico en sí, Fet no tenía la menor idea de lo que veían sus ojos, así que esperó a que el anciano hiciera los respectivos comentarios. Lo único que Fet reconocía era la clara semejanza entre esta obra y las pinturas que él y Eph habían visto en el metro. Incluso las tres medias lunas estaban representadas en el texto.

Setrakian centró su interés en dos páginas; una de ellas sólo contenía textos, mientras que la otra estaba ricamente iluminada. Más allá de la evidente calidad artística de la página, Fet no atinaba a comprender qué podía tener esa imagen que cautivaba al anciano hasta las lágrimas.

Permanecieron allí más de los quince minutos asignados, y Setrakian se apresuró a copiar unos veintiocho símbolos. Aunque Fet no pudo verlos en las pantallas. Guardó silencio mientras esperaba a que el profesor —frustrado obviamente por la torpeza de sus dedos encorvados— llenara dos hojas de papel con dichos símbolos.

El anciano permaneció en silencio mientras bajaban en el ascensor. No articuló palabra hasta que cruzaron el vestíbulo y estuvieron lejos de los guardias de seguridad.

—Las páginas tienen marcas de agua. Sólo un ojo entrenado puede percibirlas. Los míos pueden hacerlo —señaló Setrakian.

—¿Marcas de agua? ¿Quieres decir como los billetes?

Setrakian asintió con la cabeza.

—Todas las páginas del libro. Era una práctica común en algunos grimorios y tratados de alquimia, incluso en los primeros juegos de cartas del tarot. ¿Me entiendes? Hay un texto impreso en las páginas, pero debajo hay una segunda capa, marcada al agua directamente sobre el papel al momento de prensarlo. Se trata del verdadero conocimiento. Del Sigilo. Del símbolo oculto, la clave que he estado buscando.

—Los símbolos que copiaste…

Setrakian se tocó el bolsillo, tranquilizándose al constatar que traía los bocetos. Se detuvo, pues algo llamó su atención. Fet cruzó la calle con él, hacia el edificio que estaba frente a la fachada de cristal de Sotheby’s. El Hogar Mary Manning Walsh era un asilo de ancianos administrado por las hermanas carmelitas de la archidiócesis de Nueva York.

Setrakian se dirigió al lado izquierdo de la fachada de ladrillo, junto al toldo de la entrada. Había un grafiti anaranjado y negro. Fet tardó un momento en comprender que se trataba de una versión muy estilizada, si bien un poco más burda, de la figura iluminada que adornaba la portada de aquel libro guardado en la planta superior de Sotheby’s, un libro que nadie había visto en décadas.

—¿Qué demonios? —exclamó Fet.

—Es él…, su nombre —dijo Setrakian—. Su verdadero nombre. Está marcando toda la ciudad con él. Declarando que es suya.

Setrakian retrocedió, contemplando el humo negro que se elevaba en el firmamento y ocultaba el sol.

—Tenemos que encontrar la forma de conseguir ese libro —señaló.

Extracto del diario de Ephraim Goodweather

Queridísimo Zack:

Lo que debes saber es que tuve que hacer esto no por arrogancia (no soy ningún héroe, hijo), sino por convicción. El dolor que siento en este momento es más grande que la tristeza que sentí después de haberte dejado en la estación de tren. Y quiero decirte que no he escogido al género humano en lugar de a ti. Lo que voy a hacer ahora lo hago pensando únicamente en tu futuro y no por ninguna otra razón. Si el resto de la humanidad puede beneficiarse, es para mí una cuestión secundaria. Esto es simplemente para que nunca, cuando seas mayor, te veas obligado a escoger entre tu hijo y tu deber, como acabo de hacer yo.

Desde el primer momento en que te tuve entre mis brazos, supe que ibas a ser el único amor verdadero de mi vida. Un ser humano a quien yo podría darle todo sin esperar nada a cambio. Por favor, Z, comprende que no puedo confiar en nadie más al emprender lo que estoy a punto de hacer. La mayor parte de la historia del siglo anterior fue escrita con un arma en la mano. Lo hicieron hombres impulsados a asesinar por sus convicciones o por sus demonios. Yo poseo ambas cosas. La locura es real, hijo, es la existencia actual. Ya no es un trastorno de la mente, sino una realidad externa. Tal vez yo pueda remediar esta situación.

Seguramente seré catalogado como un criminal, o tal vez dirán que enloquecí, pero mi esperanza es que, con el tiempo, la verdad reivindique mi nombre, y que tú, Zack, me lleves una vez más en tu corazón.

No habrá palabras que puedan expresar lo que siento por ti, ni el alivio que siento ahora que estás a salvo con Nora. Por eso te ruego que pienses en tu padre no como un hombre que te abandonó, que no te cumplió una promesa, sino como un hombre que quería asegurarse de que sobrevivieras a este asalto a nuestra especie. Y como un hombre que tuvo que tomar decisiones difíciles, de la misma forma que tú lo harás algún día.

Finalmente, te ruego que pienses también en tu madre tal como era. Nuestro amor por ti nunca morirá mientras vivas. Al concebirte, le dimos un gran regalo al mundo, y de eso no tengo la más mínima duda.

Tu viejo,

Papá

Oficina de Atención de Emergencias, Brooklyn

LA SEDE DE LA OEM (Oficina de Atención de Emergencias) estaba situada en una calle oscura de Brooklyn. El edificio, construido hacía cuatro años y valorado en cincuenta millones de dólares, albergaba las ciento treinta agencias del Centro de Operaciones de Emergencias de Nueva York, equipadas con sistemas audiovisuales e informáticos de última generación, así como con potentes generadores de respaldo. El nuevo emplazamiento había venido a sustituir a las antiguas instalaciones de la agencia, localizadas en el World Trade Center 7, derribado el 11 de septiembre. Fue construido para fomentar la coordinación de recursos entre los organismos públicos en caso de un desastre a gran escala. Los diversos sistemas electromecánicos garantizaban el suministro eléctrico durante un apagón.

El Centro de Operaciones estaba operativo las veinticuatro horas del día, y funcionaba normalmente. El problema era que muchas de las agencias que debía coordinar —locales, estatales, federales o sin ánimo de lucro— estaban sin conexión, sin personal suficiente o aparentemente abandonadas.

La cabeza de la red de emergencias de la ciudad seguía casi incólume, pero muy poca de su preciosa sangre informativa estaba llegando a las extremidades, como si la ciudad hubiera sufrido un severo accidente cerebrovascular.

Eph temía perder esta oportunidad. Tardó en cruzar el puente mucho más tiempo del que había previsto. La mayoría de las personas que podían y estaban dispuestas a salir de Manhattan ya lo habían hecho, pero los coches y los escombros abandonados en las vías impedían el paso. Una inmensa lona amarilla, atada a uno de los cables de soporte del puente, ondeaba como una vieja bandera marítima de cuarentena que se hubiera desprendido del mástil de un buque fantasma.

El director Barnes permaneció sentado y en silencio, aferrado a la manecilla de la ventana. Concluyó que Eph no iba a decirle adónde se dirigían.

El tráfico en la Long Island Expressway era mucho más fluido, y Eph observó la ciudad mientras la atravesaban, viendo desde los viaductos la desolación de las calles, las gasolineras desiertas, los aparcamientos vacíos de los centros comerciales.

Su plan era peligroso, y lo sabía. Era más desesperado que bien concebido. Muy similar al de un psicópata. Pero él no veía ningún problema en eso. Al fin y al cabo, el caos reinaba a su alrededor. Y algunas veces la suerte hacía que los preparativos acabaran teniendo éxito.

Llegó justo a tiempo para sintonizar el comienzo del discurso de Palmer en la radio. Aparcó cerca de una estación de tren, apagó el motor y se dirigió a Barnes.

—Saca tu identificación. Entraremos juntos al edificio de la OEM. Llevaré la pistola debajo de mi chaqueta. No le dirás nada a nadie ni tratarás de alertar al personal de seguridad. Le dispararé a cualquier persona con la que hables, y luego haré lo propio contigo. ¿Me crees?

Barnes miró a Eph a los ojos y asintió.

—Caminemos ahora, y rápido.

Llegaron al edificio de la OEM, situado en la calle 15. Los vehículos oficiales estaban aparcados a ambos lados. El exterior de ladrillo marrón se asemejaba al de una escuela primaria recién construida, casi con una manzana de extensión y dos pisos de altura. Detrás había una torre de transmisiones, rodeada por una alambrada. Varios miembros de la Guardia Nacional estaban destacados a intervalos de unos diez metros a lo largo del corto césped, custodiando el edificio.

Eph vio el portón del aparcamiento, y en el interior lo que debía de ser la comitiva de Palmer. La limusina tenía un aspecto casi presidencial, y seguramente estaba blindada.

Eph sabía que tenía que abordar a Palmer antes de subir al coche.

—Camina erguido —le dijo a Barnes, sujetándolo del codo, mientras recorrían la acera frente a los soldados en dirección a la entrada.

Un grupo de manifestantes estaba al otro lado de la calle, exhibiendo carteles sobre la ira de Dios. Proclamaban que estaba abandonando a los Estados Unidos porque el país había perdido la fe. Un predicador con un traje raído estaba subido en una tarima improvisada, leyendo versículos del Apocalipsis.

Quienes lo rodeaban tenían las palmas abiertas, en dirección a la OEM, en un gesto de bendición, rezando por el futuro de la agencia.

Una pancarta con un Jesucristo abatido y dibujado a mano sangraba a causa de la corona de espinas, con colmillos de vampiro y ojos enrojecidos y centelleantes.

—¿Quién nos librará ahora? —decía con voz lastimera el monje andrajoso.

Eph sintió que su pecho se llenaba de sudor y le empapaba la pistola enfundada en su cinturón.

Palmer Eldritch estaba sentado en el Centro de Operaciones de Emergencias frente a un micrófono instalado sobre una mesa, con una jarra de agua. Miraba en dirección a una pantalla de vídeo con el emblema del Congreso de los Estados Unidos. Acompañado únicamente por su ayudante de confianza, el señor Fitzwilliam, Palmer llevaba su habitual traje oscuro, y se veía un poco más encogido y pálido que de costumbre en la silla. Sus manos arrugadas descansaban inmóviles sobre la mesa, como a la espera de algo.

La conexión vía satélite estaba a punto de transmitir una sesión conjunta de emergencia dentro del periodo de sesiones del Congreso de los Estados Unidos. Este insólito discurso también sería transmitido en directo por Internet a través de las cadenas de radio y televisión que aún se encontraban funcionando.

El señor Fitzwilliam estaba fuera de la vista de la cámara, con las manos en jarras, observando las instalaciones. La mayoría de las ciento treinta terminales de trabajo estaban ocupadas, y sin embargo nadie trabajaba. Todas las miradas estaban puestas en los monitores.

Después de unas breves palabras introductorias frente a la imagen de la cámara del Capitolio con sólo la mitad de su aforo ocupada, en un vídeo proyectado en la pared de enfrente, Palmer leyó el discurso que aparecía en letras grandes en un teleprompter detrás de la cámara.

—Quiero hacer frente a esta emergencia de salud pública en unos términos en los que mi Fundación Stoneheart y yo estamos en disposición de intervenir, responder y dar un parte de tranquilidad. Lo que estoy en condiciones de presentarles es un plan de acción de tres puntos para los Estados Unidos de América, y para el resto del mundo.

»En primer lugar, ofrezco un préstamo inmediato de tres mil millones de dólares a la ciudad de Nueva York, con el fin de mantener los servicios de la ciudad en funcionamiento y de financiar una cuarentena en toda la ciudad.

»En segundo lugar, como presidente y consejero delegado de Industrias Stoneheart, quiero extender mi garantía personal en lo que a la capacidad y seguridad del sistema de suministro de alimentos de este país se refiere, tanto a través de nuestras compañías de transporte como de nuestros frigoríficos.

»En tercer lugar, recomiendo asimismo que la Comisión Reguladora Nuclear sea suspendida para que la planta de energía nuclear Locust Valley pueda entrar en funcionamiento de inmediato, como una solución directa a los catastróficos problemas en la red eléctrica de la ciudad de Nueva York.

Eph había ido un par de veces al edificio de la OEM cuando era jefe del proyecto Canary en Nueva York. Estaba familiarizado con los procedimientos de seguridad para el acceso, regulados por guardias profesionales acostumbrados a tratar con otros funcionarios que también portaban armas. Así, mientras que la identificación de Barnes fue inspeccionada minuciosamente, Eph simplemente dejó su placa y la pistola en una cesta y pasó rápidamente a través del detector de metales.

—¿Quiere una escolta, director Barnes? —le preguntó el guardia de seguridad.

Eph tomó sus pertenencias y agarró del brazo a Barnes.

—Conocemos el camino —dijo sin más.

Una comisión compuesta por tres congresistas demócratas y dos republicanos interrogó a Palmer. El escrutinio más estricto fue el de Nicholas Frone, el miembro de mayor jerarquía dentro del Departamento de Seguridad Nacional, representante por el Tercer Distrito Electoral de Nueva York y miembro del Comité Financiero de la cámara. Se decía que los electores no confiaban mucho en los candidatos calvos o con barba, pero Frone había invalidado dicha tendencia de forma categórica al ser elegido durante tres mandatos consecutivos.

—En cuanto a esta cuarentena, señor Palmer, ¿acaso el caballo no ha salido ya del establo?

Palmer tenía una hoja en sus manos.

—Me gustan sus refranes campechanos, congresista Frone. Pero al haber crecido en un ambiente privilegiado, es probable que usted no se dé cuenta de que sí es posible que un granjero laborioso ensille y cabalgue en otro caballo para atrapar al que ha escapado. Los granjeros de los Estados Unidos nunca renunciarían a un buen caballo. Y yo creo que nosotros tampoco deberíamos hacerlo.

—También me parece interesante que usted haya incluido en su propuesta este reactor nuclear, su proyecto favorito, que ha tratado por todos los medios de saltarse todos los procedimientos reguladores. No estoy convencido en absoluto de que éste sea el momento apropiado para acelerar el funcionamiento de una planta de este tipo. Y me gustaría saber exactamente cómo nos ayudará, cuando el problema, tal como lo entiendo, no es el déficit de energía, sino las interrupciones en el suministro eléctrico.

Palmer meditó unos segundos antes de responder.

—Congresista Frone, dos importantísimas plantas de energía que abastecen al estado de Nueva York están actualmente fuera de servicio debido a la falta de energía eléctrica ocasionada por la proliferación de oscilaciones de voltaje en el sistema. Esto genera una reacción en cadena de efectos adversos. Disminuye el suministro de agua a causa de la falta de presión en las redes, lo que terminará por contaminarla si esto no se soluciona de inmediato. Ha tenido un impacto negativo en el transporte ferroviario a lo largo de la ruta noreste, en el registro de los pasajeros por vía aérea, e incluso por carretera, pues los surtidores eléctricos de gasolina no están funcionando. Ha afectado a las comunicaciones de la telefonía móvil, lo que repercute en todos los servicios estatales de emergencia, como, por ejemplo, en la línea 911, poniendo en peligro a los ciudadanos.

»Y por lo que respecta a la energía nuclear —prosiguió Palmer—, la planta, localizada en su distrito, está lista para entrar en funcionamiento. Ha cumplido todas las regulaciones preliminares sin que haya sido detectado ningún fallo, y sin embargo, los procedimientos burocráticos han ocasionado un periodo de espera innecesario. Ustedes tienen una planta de energía de gran capacidad —a la que usted mismo hizo una campaña negativa— que podría suministrar gran parte de la energía que necesita la ciudad si fuera activada. Ciento cuatro plantas de energía de este tipo suministran el veinte por ciento de la electricidad del país, pero ésta es la primera central nuclear comisionada en los Estados Unidos desde el incidente de Three Mile Island, acaecido en el año de 1978. La palabra “nuclear” tiene connotaciones negativas, pero realmente es una fuente de energía sostenible que ayuda a reducir las emisiones de carbono. Es nuestra única alternativa honesta a gran escala en contraposición a los combustibles fósiles —concluyó Palmer.

—Permítame interrumpir su mensaje comercial, señor Palmer —replicó el congresista Frone—. Con el debido respeto, ¿no será que esta crisis no es más que una venta de liquidación para multimillonarios como usted? ¿Acaso es más que una simple «doctrina de impacto»? Por mi parte, tengo mucha curiosidad por saber qué piensa hacer con Nueva York cuando sea suya.

—Como he aclarado con anterioridad, esto no tendría, por supuesto, intereses; sería una línea continua de crédito a veinte años —respondió Palmer.

Eph arrojó las credenciales del FBI a una papelera y siguió recorriendo con Barnes el Centro de Operaciones de Emergencias, que era el corazón de las instalaciones. La atención de todos los presentes se centraba en Palmer, que aparecía en la miríada de monitores disponibles.

Eph vio a los hombres de Stoneheart con trajes oscuros, agrupados junto a un pasillo que conducía a un par de puertas de cristal. El cartel con la flecha decía: «Sala de conferencias segura».

Un escalofrío se apoderó de Eph al advertir que con toda probabilidad moriría allí. Si lo lograba, obviamente. A decir verdad, su mayor temor era ser eliminado sin conseguir asesinar a Eldritch Palmer.

Eph adivinó dónde estaba la salida al aparcamiento. Se volvió hacia Barnes y le susurró:

—Finge que estás enfermo.

—¿Qué?

—Finge que estás enfermo. No debería resultarte tan difícil.

Eph atravesó la sala de conferencias junto a él, hacia la parte posterior. Un hombre de Stoneheart estaba apostado al lado de dos puertas. Había un cartel brillante señalando el baño de los hombres.

—Aquí está, señor —dijo Eph, abriéndole la puerta a Barnes.

El director entró agarrándose el vientre con una mano y la garganta con la otra. Eph miró furtivamente al hombre de Stoneheart, cuya expresión facial no había cambiado en absoluto.

Estaban solos en el baño. Las palabras de Palmer se escuchaban en los altavoces. Eph sacó la pistola. Llevó a Barnes al inodoro del fondo y lo sentó sobre la tapa.

—Ponte cómodo —le dijo.

—Ephraim…, seguramente te matarán —susurró Barnes.

—Ya lo sé —dijo Eph, golpeando a Barnes con la pistola antes de cerrar la puerta—. A eso he venido.

Entretanto, el congresista Frone continuaba el debate.

—Antes de que todo esto comenzara, hubo informes en los medios de comunicación según los cuales usted y sus secuaces han realizado una incursión masiva en el mercado mundial de la plata, con el fin de acapararla. Francamente, han surgido muchas historias increíbles sobre esta epidemia. Algunas de ellas, sean ciertas o no, han tocado fibras sensibles. Son muchas las personas que les han dado crédito. ¿Está usted aprovechándose de los miedos y supersticiones de la gente? ¿O acaso se trata, como espero, del menor de dos males, de un simple caso de codicia?

Palmer tomó la hoja que estaba delante de él. La dobló a lo largo y a lo ancho, y se la guardó con cuidado en el bolsillo interior. Lo hizo lentamente, sin apartar sus ojos de la cámara que lo conectaba con Washington DC.

—Congresista Frone, creo que éste es exactamente el tipo de mezquindad y parálisis moral al que nos han conducido estos tiempos oscuros. Es de dominio público que he donado a su rival político en el distrito la máxima cantidad permitida por la ley en cada una de sus campañas anteriores, y es así como usted se está tomando este asunto…

—¡Ésa es una acusación indignante! —replicó Frone.

—Señores —dijo Palmer—, les habla un anciano. Un hombre frágil al que le queda muy poco tiempo en esta tierra. Un hombre que quiere retribuir a una nación que se lo ha dado todo en la vida. Ahora me encuentro en una posición única para hacerlo. Dentro de los límites de la ley, claro está, nunca por encima de ella. Nadie puede estar por encima de la ley, y por eso quería presentarles a ustedes un balance completo en el día de hoy. Por favor, permítanle a un patriota hacer un último acto noble. Eso es todo. Gracias.

El señor Fitzwilliam apartó su silla, y Palmer se puso de pie en medio del barullo y de los golpes de mazo que daba el presidente del Congreso para cerrar la sesión en el vídeo proyectado en la pared de enfrente.

Eph permaneció escuchando en la puerta. Había cierto movimiento, aunque no el bullicio suficiente. Sintió la tentación de abrir la puerta un poco, pero seguramente lo habrían visto, pues abría hacia dentro.

Agarró la empuñadura de la pistola que asomaba en su cintura. Un hombre pasó a su lado diciendo «trae el coche» como si estuviera hablando por radio.

Ésa fue la señal que estaba esperando. Respiró hondo, agarró el pomo de la puerta y salió del baño dispuesto a matar.

Dos hombres de Stoneheart se dirigían a las puertas de salida, al otro extremo de la sala. Eph miró al otro lado y vio a otros dos doblando la esquina; iban delante y lo vieron de inmediato.

El cálculo de tiempo de Eph no había sido precisamente perfecto. Se echó a un lado, como si estuviera dándoles paso a los hombres, fingiendo desinterés.

Eph vio las pequeñas ruedas delanteras. Una silla de ruedas rodaba cerca de la esquina. Dos zapatos relucientes se apoyaban en el reposapiés.

Era Eldritch Palmer, increíblemente pequeño y frágil. Sus manos, blancas como la harina, estaban dobladas en su regazo hundido, con sus ojos mirando hacia el frente, sin reparar en Eph.

Uno de los escoltas que iban delante se dio la vuelta en dirección a Eph, como para que no viera al multimillonario. Palmer estaba a menos de cinco metros de distancia. Eph no podía esperar más.

Su corazón se aceleró y sacó la pistola de la cintura. Todo sucedió a cámara lenta y de una sola vez.

Levantó el arma y corrió hacia la izquierda, para interrumpirle el paso al hombre de Stoneheart. La mano le temblaba, pero tenía el brazo firme, y su puntería era certera.

Apuntó al objetivo principal: al pecho del hombre sentado, y apretó el gatillo. Sin embargo, el guardaespaldas se abalanzó sobre Eph, en un acto de sacrificio más heroico que el de cualquier agente del Servicio Secreto protegiendo a un presidente de los Estados Unidos.

La bala impactó en el pecho del escolta, pero rebotó en el chaleco antibalas que llevaba debajo del traje. Eph reaccionó justo a tiempo, empujándolo antes de ser neutralizado.

Disparó de nuevo aunque su equilibrio era precario, y la bala de plata rebotó en el apoyabrazos de la silla de ruedas de Palmer.

Hizo un tercer disparo, pero los hombres de Stoneheart rodearon a Palmer. El proyectil se alojó en la pared. Un hombre especialmente grande con un corte estilo militar —el que llevaba la silla de Palmer— empujó a su benefactor a toda prisa. Los hombres de Stoneheart se lanzaron sobre Eph y lo derribaron.

Cayó de lado, con el brazo que sostenía la pistola apuntando hacia la puerta de salida. Disparó una vez más. Levantó el arma para dispararle a la silla desde atrás, a un lado del guardaespaldas grande, pero un zapato le pisó fuertemente el antebrazo, la bala cayó en la alfombra, y la pistola escapó de sus manos.

Eph se vio sepultado por un tumulto creciente, pues los asistentes acudían desde el salón principal. Gritos y alaridos. Notó manos que lo arañaban y tiraban de sus extremidades. Movió la cabeza y pudo ver, a través de los brazos y piernas de sus atacantes, la silla de ruedas siendo empujada por la puerta doble, saliendo a la luz del día.

Eph lanzó un grito de dolor. Su única oportunidad se había esfumado para siempre.

Había dejado escapar ese momento.

El anciano había salido ileso.

Ahora el mundo era casi suyo.

Instalación de Soluciones Selva Negra

EL AMO, completamente erguido dentro de la negrura absoluta de su cámara subterránea, tres niveles más abajo de la planta empacadora de carne, estaba eléctricamente alerta, con reflexiva concentración. Se había vuelto más decidido a medida que su carne calcinada por su exposición al sol seguía desprendiéndose de lo que alguna vez fue su cuerpo humano anfitrión, dejando al descubierto una dermis roja.

Giró la cabeza dos grados sobre su cuello grande y ancho, en dirección a la entrada, reparando en Bolívar. No tenía necesidad de informarle al Amo de lo que éste ya sabía y había visto a través de él mismo: la llegada de los cazadores humanos a la casa de empeños, evidentemente con la esperanza de ponerse en contacto con el anciano Setrakian, y la desastrosa batalla que había tenido lugar a continuación.

Detrás de Bolívar, los exploradores estaban a cuatro patas, como cangrejos ciegos. «Vieron» algo que les inquietó, tal como Bolívar estaba aprendiendo a deducir de su comportamiento.

Alguien se acercaba. La inquietud de los exploradores se vio compensada por la clara falta de preocupación por el intruso que mostró el Amo.

Los Ancianos han empleado mercenarios para cazar durante el día. Es otra señal de su desesperación. ¿Y el viejo profesor?, preguntó.

Se escabulló antes de nuestro ataque. Dentro de su domicilio, los exploradores percibieron que aún está vivo, respondió Bolívar.

Escondiéndose. Tramando. Intrigando.

… Con la misma desesperación de los Ancianos.

Los seres humanos sólo son peligrosos cuando no tienen nada que perder.

El zumbido de una silla de ruedas motorizada y el sonido irregular de sus ruedas sobre el suelo de tierra anunciaron que el visitante era Eldritch Palmer. Su escolta y enfermero iba detrás, sosteniendo barras luminosas de color azul para alumbrar los pasadizos. Los exploradores saltaron tras el avance de la silla de ruedas, treparon a la pared siseando, y quedaron fuera del radio de la luminiscencia química.

—Más criaturas —dijo Palmer en voz baja, incapaz de ocultar su disgusto al ver a los niños ciegos vampiros, y las miradas de sus ojos ennegrecidos. El millonario estaba furioso—. ¿Por qué en este agujero?

Me gusta.

Palmer vio, por vez primera, a la luz del suave brillo azul, la carne desollada del Amo. Varios trozos cubrían el suelo a sus pies, como mechones de pelo debajo de la silla de un barbero. Le perturbó ver los ojos llameantes bajo la tez agrietada del Amo, y habló rápidamente para que no le leyera la mente como un adivino frente a una bola de cristal.

—Mira, he esperado y hecho todo lo que me has pedido sin recibir nada a cambio. ¡Y acaban de atentar contra mi vida! ¡Quiero mi recompensa ahora! Mi paciencia ha llegado a su fin. Me darás lo que me prometiste o dejaré de financiarte, ¿comprendes? ¡Se acabó!

La piel del Amo se arrugó mientras inclinaba su cabeza hacia delante, rozando el techo. El monstruo era realmente intimidante, pero Palmer no se iba a echar atrás.

—Mi muerte prematura, si ocurriera, pondría en entredicho todo el plan. No tendrías más influencia sobre mi voluntad, ni podrías solicitar mis recursos.

Eichhorst, el perverso comandante nazi, a quien había llamado el Amo, entró detrás de Palmer envuelto en una bruma de luz azulada.

Harías bien en controlar tu lengua humana en presencia de Der Meister.

El Amo silenció a Eichhorst con un gesto de su inmensa mano. Sus ojos rojos se veían púrpuras bajo la luz azul, y se posaron en Palmer.

De acuerdo. Te concederé tu deseo de inmortalidad. En el lapso de un día.

Palmer balbuceó desconcertado. En primer lugar, debido a su sorpresa ante la capitulación repentina del Amo, después de tantos años de esfuerzo. Y luego, al reconocer el gran salto que se disponía a dar. A sumergirse en el abismo que es la muerte, y cruzar al otro lado…

El hombre de negocios que había en él quería más de una garantía. Pero el conspirador de su interior mantuvo la boca cerrada.

No se le imponen condiciones a un monstruo como el Amo. Al contrario, procuras ganarte su favor, y luego aceptas su generosidad con gratitud.

Un día más en calidad de mortal. Palmer pensó que podría incluso disfrutar de él.

Todos los planes están completamente en marcha. Mi progenie avanza a través del continente. Hemos copado todos los destinos críticos, y nuestro círculo está creciendo en las ciudades y provincias de todo el mundo.

—Y al mismo tiempo que el círculo crece, también se estrecha —objetó Palmer, olvidándose por un momento de sus expectativas. Hizo un gesto con sus manos entrelazando los dedos y apretando las palmas imitando un estragulamiento.

En efecto. Una última tarea antes del inicio del Devoramiento.

El libro, dijo Eichhorst, que parecía un enano al lado de su gigantesco Amo.

—Desde luego —señaló Palmer—. Será tuyo. Pero debo preguntarte si… ya conoces el contenido…

No es crucial que yo esté en posesión del libro. Lo importante es que no caiga en poder de los otros.

—Entonces ¿por qué no hacer explotar la casa de subastas y volar toda la manzana?

Las soluciones drásticas ya se han intentado en el pasado y han fracasado. Este libro ha tenido demasiadas vidas. Tengo que estar absolutamente seguro de su paradero. Para que pueda verlo arder.

El Amo se enderezó completamente, estirándose como sólo él podía hacerlo. Estaba viendo algo. Se encontraba físicamente en la cueva, pero psíquicamente estaba viendo a través de los ojos de otra persona: de un miembro de su camada.

El Amo pronunció dos palabras en la mente de Palmer:

El niño.

Palmer esperaba una explicación que nunca llegó. El Amo había regresado al presente, al ahora. Había regresado a ellos con una nueva certeza, como si hubiese vislumbrado el porvenir.

Mañana el mundo arderá, y el niño y el libro serán míos.

El blog de Fet

HE MATADO.

He asesinado.

Con las mismas manos con que escribo en este momento.

He apuñalado, degollado, golpeado, aplastado, desmembrado, decapitado.

He llevado su sangre blanca en mi ropa y en mis botas.

He destruido. Y me he alegrado por la destrucción.

Vosotros podréis decir que yo, como exterminador de oficio, me he estado entrenando toda mi vida para esto.

Comprendo el argumento. Pero simplemente no puedo respaldarlo.

Porque una cosa es que una rata corra por tu brazo llena de miedo.

Y otra muy distinta es enfrentarte a alguien con apariencia humana y liquidarlo.

Parecen personas. Se parecen mucho a ti y a mí.

Ya no soy un exterminador. Soy un cazador de vampiros.

Y hay algo más.

Algo que sólo declararé aquí porque no me atrevo a decírselo a nadie más.

Porque sé lo que estáis pensando.

Sé lo que sentiréis.

Sé lo que veréis cuando me miréis a los ojos.

Pero ¿qué pasa con toda esta matanza?

Me gusta.

Y soy bueno para eso.

Incluso se podría decir que soy magnífico.

La ciudad se está desintegrando, y probablemente el mundo también. El Apocalipsis es una palabra poderosa, una palabra fuerte, cuando comprendes que realmente te enfrentas a él. No puedo ser el único. Debe de haber otros como yo. Personas que han vivido toda su vida sintiendo que algo les falta, que nunca encajaron muy bien en el mundo, que nunca entendieron por qué estaban aquí ni para qué; que nunca respondieron a la llamada porque nunca la escucharon. Porque nadie les habló nunca.

Hasta ahora.

Estación Pensilvania

NORA MIRÓ HACIA OTRO LADO en lo que le pareció un instante solamente. Mientras observaba el gran panel a la espera del número de su tren, su mirada se hizo penetrante y se extravió por completo, totalmente agotada.

Por primera vez en varios días, no pensó en nada. Ni en vampiros, ni en miedos, ni en planes. Su concentración se disipó, y su mente se sumergió en una especie de somnolencia mientras sus ojos permanecían abiertos.

Cuando parpadeó de nuevo y volvió a la realidad, fue como despertar de una caída en pleno sueño. De un temblor, de un sobresalto, de un grito de asombro.

Se dio la vuelta y vio a Zack a su lado, escuchando el iPod.

Pero su madre había desaparecido.

Miró a su alrededor, pero no la vio. Le quitó los auriculares a Zack para preguntarle si sabía algo de ella, y salió a buscarla.

—Espera aquí —le dijo Nora, señalando las maletas—. ¡No te muevas!

Se abrió paso a través de la multitud que esperaba apretujada junto a los paneles de salida. Buscó un espacio en la multitud, algún rastro que pudiera haber dejado su madre en medio de su parsimonia, pero no vio nada.

—¡Mamá!

Las voces hicieron que Nora se girara. Avanzó a empellones entre el tumulto, hasta salir casi en un extremo de la explanada, junto a la puerta de una charcutería cerrada.

Allí estaba su madre, importunando a una desconcertada familia del sudeste asiático.

—¡Esme! —gritó la madre de Nora, invocando el nombre de su difunta hermana—. ¡Vigila la tetera, Esme! Está punto de hervir. ¡Puedo oírla!

Nora la tomó del brazo, balbuciendo una disculpa a los padres —que no hablaban inglés— y a sus dos pequeñas hijas.

—Ven, mamá.

—Ya lo ves, Esme —exclamó—. ¿Qué se está quemando?

—Vamos, mamá. —A Nora se le humedecieron los ojos.

—¡Estás quemando la casa!

Nora sujetó con fuerza a su madre y la ayudó a abrirse paso entre la multitud, haciendo caso omiso de los gruñidos e insultos. Zack estaba de puntillas. Nora no le dijo nada, pues no quería desmoronarse ante él. Pero esto era demasiado. Todo parecía derrumbarse a su alrededor. Nora se acercó para abrazarlo.

Qué orgullosa se había sentido Mariela cuando su hija había obtenido la licenciatura en Químicas en la Universidad de Fordham, y luego, cuando estudió en la Escuela de Medicina y se especializó en Bioquímica en la Universidad Johns Hopkins. Nora intuía que su madre era consciente de sus logros y que pensaba que ella sería una médica acaudalada. Pero Nora se había interesado por la salud pública, y no por la medicina interna ni la pediatría. Visto en retrospectiva, Nora pensaba que haber crecido a la sombra de Three Mile Island había moldeado su vida más de lo que había imaginado. Los Centros para el Control y Prevención pagaban salarios gubernamentales, muy distintos de los cuantiosos ingresos que recibían muchos de sus colegas. Pero todavía era joven: podía ser útil ahora y ganar dinero después.

Un día, su madre se perdió de camino a la tienda de comestibles. Ya no era capaz de atarse los cordones de los zapatos, y salía de casa dejando el horno encendido. También hablaba con los muertos. El diagnóstico del alzhéimer obligó a Nora a vender su apartamento para cuidarla. Había estado aplazando la búsqueda de un lugar adecuado para Mariela, sobre todo porque aún no sabía si podría pagarlo.

Zack percibió el malestar de Nora, pero la dejó a solas, pues intuía que ella no quería hablar, y se refugió de nuevo en sus auriculares.

En aquel momento, varias horas después de lo previsto, el número del tren apareció en el panel, anunciando su llegada. Se desató una carrera desenfrenada. Empujones y gritos, empellones e insultos. Nora recogió el equipaje, sujetó a su madre del brazo y le pidió a Zack que se apresurara.

Las cosas se hicieron más desagradables cuando el oficial de la Amtrak que estaba en la parte superior de la estrecha escalera que conducía al andén anunció que el tren aún no estaba listo. Nora se encontró al final de la multitud enardecida, pero tan atrás que no supo si lograrían subir al tren, aunque ya hubieran pagado sus billetes previamente.

Entonces hizo algo que se había prometido a sí misma no hacer nunca: utilizar su carné del CDC para abrirse camino y llegar adelante. Lo hizo sabiendo que no era por su propio beneficio, sino por el de su madre y Zack. Sin embargo, escuchó los insultos y sintió los dardos de las miradas de todos los pasajeros, que los dejaron avanzar de mala gana.

Pero parecía que todo había sido en vano. Cuando abrieron finalmente el acceso a la escalera mecánica para permitir que los pasajeros descendieran a la vía subterránea, Nora se encontró ante los raíles vacíos. El tren había sufrido un nuevo retraso, y nadie les dijo por qué, ni cuánto tendrían que esperar.

Acomodó las maletas para que su madre se sentara sobre ellas, allí, en primera fila, junto a la línea amarilla. Compartió con Zack el último donut Hostess que había en la bolsa, y sólo le dejó beber pequeños sorbos de agua de la botella a medio llenar que traía consigo.

La tarde los había abandonado. Estarían saliendo —cruzó los dedos— después del atardecer, y esto le preocupaba. Había planeado y esperaba estar muy lejos de la ciudad cuando cayera la noche. Se inclinaba de vez en cuando sobre el borde del andén para observar los túneles, apretando firmemente contra sí misma el bolso con las armas.

La corriente de aire que salió del túnel fue como un suspiro de alivio. La luz anunció que el tren se aproximaba, y todo el mundo se puso de pie. Un tipo que llevaba una mochila enorme y abultada golpeó inadvertidamente a Mariela, que por poco cae a las vías. El tren se deslizó por el andén, y todos forcejearon para entrar, mientras un par de puertas se detenían milagrosamente justo enfrente de Nora. Finalmente les estaba sucediendo algo bueno.

Las puertas se abrieron y entraron con el tropel vociferante. Nora consiguió asientos individuales para su madre y Zack, colocando su equipaje en el portaequipajes de la parte superior, salvo la mochila que Zack tenía en su regazo y la bolsa con las armas. Nora se sentó frente a los dos, sus rodillas contra las de ellos, sus manos aferradas a la barandilla.

El resto de los pasajeros se acomodaron como pudieron. Una vez a bordo, sabiendo que la etapa final de su éxodo estaba a punto de comenzar, los pasajeros, aliviados, mostraron un poco más de civismo. Nora vio que un hombre le cedía su asiento a una mujer con un niño. Varias personas ayudaron a otros pasajeros a colocar su equipaje. Hubo una sensación inmediata de comunidad entre los afortunados ocupantes de los vagones.

Nora sintió una repentina sensación de bienestar. Al menos estaba cerca de poder respirar con facilidad.

—¿Estás bien? —le preguntó a Zack.

—Nunca he estado mejor —dijo él, moviendo los ojos, desenredando los cables del iPod y ajustándose los auriculares en sus oídos.

Tal como ella temía, muchos pasajeros —algunos con billete, otros sin él— no pudieron subir al tren. Después de algunos problemas para cerrar las puertas, los pasajeros sin sitio comenzaron a golpear las ventanillas, mientras otros suplicaban a los empleados de la Amtrak que se encontraban en el andén, que también parecían querer subir al tren. Los pasajeros rechazados parecían refugiados asolados por la guerra. Nora elevó una breve oración por ellos con los ojos cerrados, y luego otra para sí misma, pidiendo perdón por favorecer a sus seres queridos en perjuicio de aquellos desconocidos.

El tren plateado comenzó a moverse hacia el oeste, en dirección a los túneles bajo el río Hudson, y el vagón atestado prorrumpió en aplausos. Nora observó las luces de la estación desvaneciéndose hasta desaparecer, y luego la oscuridad del inframundo al internarse en el túnel, como nadadores saliendo a la superficie para recobrar el aliento.

Se sentía bien en el interior del tren, que avanzaba en medio de la oscuridad como una espada penetrando en la carne de un vampiro. Miró el rostro arrugado de su madre, notando cómo parpadeaba. Un par de minutos después dormía profundamente.

Salieron de la vía subterránea en medio de la noche, asomando brevemente a la superficie y dejando atrás los túneles bajo el río Hudson. La lluvia salpicó las ventanas del tren, y Nora se quedó sin aliento ante lo que vio. Escenas totalmente caóticas: coches carbonizados, llamaradas en la distancia, ciudadanos peleando bajo jirones de lluvia negra. Figuras corriendo por las calles; ¿estaban siendo perseguidas? ¿Cazadas? ¿Eran seres humanos después de todo? Tal vez eran ellos quienes iban de cacería.

Observó a Zack concentrado en la pantalla de su iPod. Vio, en su ensimismamiento, al padre en el hijo. Nora amaba a Eph, y creía que podía amar a Zack, aunque supiera muy poco de él. Los dos se parecían en muchos aspectos, más allá de su fisonomía. Tendría mucho tiempo para conocerlo cuando llegaran al campamento aislado.

Siguió observando la noche, la oscuridad y los apagones brevemente interrumpidos por los faros de automóviles y por las explosiones esporádicas de los generadores de energía eléctrica. La luz equivalía a la esperanza. A ambos lados, el paisaje empezó a desaparecer y la ciudad comenzó a replegarse. Nora se apretó contra la ventana para evaluar el trayecto recorrido y calcular cuánto tiempo faltaría para entrar en el próximo túnel y salir finalmente de Nueva York.

Fue entonces cuando vio, encima de un muro no muy alto, la silueta de una figura contra un haz de luz que provenía desde abajo. Esa imagen hizo que se estremeciera: era como una premonición del mal. No podía apartar sus ojos de aquella imagen fantasmagórica que empezó a levantar un brazo.

Estaba señalando el tren. Pero no sólo al tren; también parecía estar señalando directamente a Nora.

El tren aminoró la marcha, o tal vez fue solamente una impresión; su sentido del tiempo y del movimiento parecían distorsionados por el terror.

Sonriendo, iluminada desde atrás bajo la lluvia, con el pelo liso y la boca sucia, los ojos rojos horriblemente dilatados y en llamas, Kelly Goodweather miraba a Nora Martínez.

Sus miradas se encontraron mientras el tren avanzaba.

El dedo de Kelly siguió a Nora.

Apoyó la frente contra el cristal, asqueada por el espectáculo que ofrecía la vampira, pero intuyendo lo que Kelly estaba a punto de hacer: saltó en el último instante con la gracia sobrenatural de los animales, desapareciendo de la vista de Nora mientras se agarraba al tren.

Flatlands

SETRAKIAN TRABAJÓ con rapidez, mientras oía a Fet llegar en su camioneta al garaje de la parte trasera de la tienda. Pasó frenéticamente las páginas del antiguo volumen sobre la mesa, el tercero de la edición francesa de la Collection des anciens alchimistes grecs, publicado en 1888 por Berthelot & Ruelle en París, mientras sus ojos inspeccionaban los grabados de las páginas y las hojas con los símbolos que había copiado del Lumen. Estudió un símbolo en particular. Por último, encontró el grabado, y sus manos y ojos se detuvieron por un momento.

Un ángel de seis alas, con una corona de espinas, y con un rostro sin boca y sin ojos —pero con múltiples bocas festoneando cada una de sus alas—. A sus pies había un símbolo familiar: una media luna acompañada por una palabra.

—Argentum —leyó Setrakian. Tomó la página amarillenta con reverencia, desprendió el grabado de la vieja encuadernación y la guardó entre las páginas de su cuaderno de notas, cuando Fet abrió la puerta.

Fet regresó antes del atardecer. Estaba seguro de que la camada de vampiros no lo había visto ni rastreado, algo que habría conducido al Amo directamente hasta Setrakian.

El anciano estaba trabajando sobre una mesa cerca de la radio, y cerraba uno de sus libros antiguos. Había sintonizado un programa de entrevistas, a bajo volumen; una de las pocas voces que aún se escuchaban en las ondas. Fet sentía una verdadera afinidad con Setrakian. Una parte se debía al vínculo que se crea entre los soldados en tiempos de guerra, la hermandad de la trinchera, que en este caso era la ciudad de Nueva York. Luego estaba el profundo respeto que Fet sentía por ese hombre anciano y debilitado que no dejaba de luchar. Le gustaba creer que había similitudes entre él y el profesor, en su dedicación vocacional y en el gran conocimiento de sus enemigos. La diferencia obvia radicaba simplemente en sus maneras de proceder, pues Fet combatía plagas y animales molestos, mientras que Setrakian se había comprometido, desde una edad temprana, a la erradicación de una raza inhumana y parasitaria.

En cierto sentido, Fet pensaba que Eph y él eran hijos putativos del profesor. Hermanos en las armas, aunque tan opuestos como cabría esperarse. Uno era un curandero y el otro un exterminador. Uno era un hombre de familia con formación universitaria de estatus alto y el otro un obrero autodidacta y solitario. Uno vivía en Manhattan y el otro en Brooklyn.

A pesar de todo, el médico y científico, que había estado originalmente al frente de la epidemia, había visto menguar su influencia desde los días oscuros en que se divulgó la causa del virus. Mientras que su homólogo, el empleado de la ciudad y propietario de un pequeño negocio en Flatlands —y con instintos asesinos—, ahora militaba al lado del anciano.

Había otra razón por la que Fet se sentía próximo a Setrakian. Era algo que no podía definir muy bien ni dilucidar enteramente. Sus padres habían emigrado desde Ucrania —no de Rusia, como solían decir, y como Fet seguía sosteniendo—, no sólo en busca de las oportunidades que anhelaban todos los inmigrantes, sino también para escapar de su pasado. El abuelo paterno de Fet —y esto era algo que no le habían dicho, porque nadie en su familia hablaba de ello, especialmente su padre, de carácter huraño— había sido un prisionero de guerra soviético, destinado a prestar servicios en uno de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Ya fuera en Treblinka, Sobibor o en cualquier otro lugar, lo cierto era que Fet no lo sabía. Era algo que no sentía el menor deseo de investigar. El papel de su abuelo en la Shoah fue descubierto dos décadas después de la guerra, y le había conducido a la cárcel. Alegó en su defensa que era una víctima de los nazis y que había sido obligado a servir como un simple guardia en el campo. Los ucranianos de origen alemán habían sido destinados a puestos de mando, mientras que el resto trabajaba a merced de los caprichos de los sádicos comandantes de turno. A pesar de todo, los fiscales presentaron pruebas de enriquecimiento ilícito en los años de la posguerra, como, por ejemplo, la procedencia del patrimonio con el que abrió su empresa de confección, que él no pudo explicar. Pero fue una fotografía borrosa con su uniforme negro, de pie contra una alambrada y sosteniendo una carabina con sus manos enguantadas —los labios fruncidos en un rictus que algunos consideraban una sonrisa desagradable y otros una mueca de mal gusto—, lo que terminó por hundirlo. El padre de Fet nunca habló de él mientras estuvo vivo. Lo poco que sabía Fet era gracias a su madre.

La vergüenza realmente puede perdurar en las generaciones futuras, y Fet llevaba esto como una carga terrible: una gran dosis de vergüenza aflorando en la boca del estómago. En términos objetivos, un hombre no puede ser responsable de las acciones de su abuelo, y sin embargo…

No obstante, uno hereda los pecados de sus antepasados del mismo modo en que se heredan los rasgos faciales. Uno lleva la sangre de ellos, y su honor o su ruina.

Fet nunca había sufrido tanto a causa de su parentesco como ahora, excepto tal vez en sueños. Una escena recurrente le alteraba el sueño una y otra vez. Fet regresaba al pueblo natal de su familia, un lugar que no conocía en la vida real. Todas las puertas y ventanas se cerraban ante él, mientras caminaba solitario por las calles y era observado. Y entonces, súbitamente, de un extremo de la calle, un furioso estallido de moscas agresivas y anaranjadas volaba hacia él con la cadencia propia de caballos galopando. Un semental —con su pelaje, crin y cola en llamas— arremete contra él. Está totalmente consumido por el fuego, y Fet, siempre en el último instante, se aparta de su camino, se da la vuelta y ve que el animal atraviesa el campo dejando una estela de humo oscuro tras de sí.

—¿Cómo va todo por allá?

Fet acomodó su cartera en el suelo.

—Silencioso. Amenazante.

Había ido a su apartamento. Sacó un frasco de mantequilla de cacahuete y unas galletas Ritz de los bolsillos de su chaqueta. Le ofreció a Setrakian.

—¿Sabemos algo?

—Nada —dijo el anciano, examinando el paquete de galletas como si fuera a declinar el ofrecimiento.

—Ephraim se está retrasando mucho.

—Los puentes… están obstruidos.

—Mmmm —murmuró Setrakian, retirando el papel de cera y husmeando el contenido antes de probar una galleta—. ¿Has conseguido los mapas?

Fet se palpó el bolsillo. Había ido a un almacén del Departamento de Obras Públicas en Gravesend a fin de obtener mapas del alcantarillado de Manhattan, y concretamente del sector del Upper East Side.

—Sí, los tengo en mi poder. La pregunta es: ¿llegaremos a utilizarlos?

—Lo haremos. Estoy seguro.

Fet sonrió. La fe del viejo nunca dejaba de entusiasmarle.

—¿Puedes decirme qué has descubierto en ese libro?

Setrakian dejó a un lado la caja de galletas y encendió su pipa.

—He visto… todo. La esperanza, sí. Pero también… he visto nuestro final. De todo.

Sacó una reproducción del dibujo de la luna creciente que habían visto en el metro, en el teléfono rosa que encontró Fet y en las páginas del Lumen. El anciano lo había copiado tres veces.

—¿Lo ves? Este símbolo, como el propio vampiro, tal como lo fue alguna vez, es un arquetipo. Es común a todos los hombres, tanto en Oriente como en Occidente, pero en su interior contiene una permutación diferente, ¿lo ves? Es algo oculto, pero revelado a tiempo, igual a cualquier profecía. Observa…

Tomó las tres hojas de papel y las extendió sobre una mesa de luz improvisada, superponiéndolas.

—Toda leyenda, criatura o símbolo que hayamos encontrado ya existe en una gran reserva cósmica donde aguardan los arquetipos. Las formas asoman fuera de nuestra caverna platónica. Como es natural, nos creemos sabios, inteligentes y muy avanzados, y creemos que nuestros antecesores eran muy ingenuos y simples…, cuando, en realidad, lo único que hacemos es reproducir el orden del universo, a medida que nos guía…

Las tres lunas giraban en el documento, y se acoplaban entre sí.

—Éstas no son tres lunas. No. Son ocultamientos. Tres eclipses solares, y cada uno ocurre en una latitud y una longitud exactas, marcando un periodo de tiempo descomunal y uniforme, señalando un acontecimiento, ahora completo. Revelando la geometría sagrada del augurio.

Fet vio con sorpresa que las tres figuras conformaban una señal rudimentaria de peligro biológico:

—Pero este símbolo… lo conozco por mi trabajo. Fue diseñado no hace mucho, en los años sesenta, me parece…

—Todos los símbolos son eternos. Existen incluso antes de que los soñemos.

—Entonces ¿cómo?…

—Oh, nosotros sabemos —dijo Setrakian—. Siempre lo sabemos. No descubrimos ni aprendemos nada. Simplemente recordamos las cosas que hemos olvidado…

Señaló el símbolo.

—Una advertencia. Latente en nuestra mente, despierta de nuevo ahora, mientras se acerca el fin de los tiempos.

Fet observó la mesa de trabajo de Setrakian. Estaba experimentando con equipos de fotografía, mientras hablaba de «probar una técnica metalúrgica de emulsión de plata» que Fet no alcanzaba a entender. Pero el anciano parecía saber lo que hacía.

—Plata —dijo Setrakian—. Argentum para los antiguos alquimistas, representada con este símbolo…

Setrakian le mostró de nuevo a Fet la imagen con la luna creciente.

—Y esto, a su vez… —indicó el anciano, sacando el grabado del arcángel—. Sariel. En algunos manuscritos de Enoc se le llama Arazyel, Asaradel. Nombres muy similares a Azrael y a Ozryel…

Colocó el grabado junto al signo de riesgos biológicos; el símbolo alquímico de la luna creciente les confería una atmósfera impactante a las imágenes. Una convergencia, una dirección, un objetivo.

Setrakian sintió una oleada de energía y emoción. Su mente estaba ávida de hallazgos.

—Ozryel es el ángel de la muerte —dijo—. Los musulmanes lo llaman «el de las cuatro caras, los muchos ojos y las múltiples bocas. El de los setenta mil pies y las cuatro mil alas». Y tiene tantos ojos y tantas lenguas como hombres hay en la Tierra. Pero ya ves, sólo habla de cómo puede multiplicarse, cómo puede propagarse…

Fet pensó en varias cosas. Lo que más le preocupaba era extraer de manera segura el gusano de sangre del corazón del vampiro que Setrakian guardaba en el frasco. El anciano había colocado lámparas UV de batería en la mesa con el fin de contener al gusano. Todo parecía estar a punto, el frasco estaba cerca, con el órgano palpitante del tamaño de un puño, aunque ahora que había llegado el momento, Setrakian era reacio a diseccionar el corazón siniestro.

El profesor se acercó al frasco con formol, y unos tentáculos salieron disparados, las ventosas que tenía en la punta a modo de bocas se adhirieron a la superficie de vidrio. Esos gusanos chupadores de sangre eran ciertamente repulsivos. Fet sabía que el anciano llevaba varias décadas alimentándolo con gotas de su propia sangre, cuidando a esa cosa horrible, y al hacerlo, había establecido un vínculo misterioso con ella. Esto era bastante natural. Pero la vacilación de Setrakian en ese momento tenía un componente emocional que iba más allá de la simple melancolía.

Era algo que se asemejaba más a un dolor profundo, casi a la desesperación. Fet comprendió algo. De vez en cuando, en medio de la noche, había visto al anciano hablar con el recipiente, mientras alimentaba a la cosa que había en su interior. La observaba solitario a la luz de las velas, le susurraba y acariciaba el frío cristal que contenía su carne impía. En una ocasión, Fet aseguraría que había oído cómo le cantaba. Dulcemente, no en armenio, sino en una lengua extraña, una canción de cuna…

Setrakian advirtió que Fet lo estaba observando.

—Perdóname, profesor —le dijo Fet—, pero… ¿de quién es ese corazón? La historia original que nos contaste…

Setrakian asintió con la cabeza, al ver que su secreto había sido descubierto.

—Sí…, ¿qué se lo extraje a una joven viuda en una aldea al norte de Albania? Tienes razón, esa historia no es totalmente cierta.

Las lágrimas brillaron en los ojos del anciano. Una gota resbaló en silencio, y cuando por fin habló, lo hizo en un susurro, tal como merecía la historia.