14

Martes; ha refrescado bastante, el otoño parece al fin superar su timidez y comenzar a salir de su retiro.

Unos vaqueros ajustados, una camisa blanca entallada y mi chupa de piel favorita es la indumentaria que escojo para ir al trabajo en un día tan importante. Hoy se cumple el plazo que el señor Pérez concedió para que Juan y Alberto volvieran a las clases.

En la sala de profesores me encuentro con un taciturno Fuentes, que, sin saludarme, me observa con mirada de pocos amigos desde la distancia. Este hombre me va a volver loca; fue él quien me levantó la voz, debería ser yo la enojada.

En la coyuntura de mi aromático desayuno, y con cuidado de no ser descubierta, me recreo contemplándolo. Verdaderamente es un hombre guapísimo y misterioso al mismo tiempo. Su ceñida ropa deja entrever un cuerpo esculturalmente perfecto. Sus brazos son el mayor remedio de cualquier necesitado abrazo y la salvación del mejor insatisfecho cobijo. Sus ojos son la isla en la que anhelo naufragar, y su boca, la mayor pretensión de mi ansiada pasión.

«Debo reaccionar o mi hasta ahora estructurada vida se romperá en pedazos.»

Sin mediar media palabra, el desayuno acaba para dar paso a las primeras clases de la mañana, y éstas al descanso.

En la cafetería encuentro a mis compañeros en la mesa de costumbre, excepto a Fuentes, al que busco disimuladamente con la mirada. Con los primeros bocados del almuerzo, mi adonis se incorpora a nosotros.

—Ya queda menos para el partido —le dice un sonriente Ernesto a Fuentes, una vez hechos los saludos.

—¿A qué hora es?

—Los eventos comienzan a las seis de la tarde, y el partido contra los chicos está previsto para las siete.

—Haré lo posible por llegar al principio, y, para el partido, seguro que estoy.

Con todo lo que había pasado (mi morcillita, el Cangrejo, mi inquietud por Alberto, lo de su padre, el viaje a casa de mis padres, etcétera), había olvidado por completo las actividades de hoy. Todos los años el instituto programa actividades físicas para recaudar fondos con fines solidarios: carreras de atletismo, pachangas de fútbol y, lo más divertido y esperado por todos, el partido de baloncesto entre profesores y alumnos.

La idea de ver a Fuentes sudando la camiseta me produce de pronto un sofoco interno; sin duda va a ser todo un acontecimiento que no me perdería por nada del mundo.

—¿Vas a venir, Blanca? —pregunta Ernesto, haciendo que mi ceñudo crustáceo me mire por primera vez desde que entró por la puerta de la cafetería.

—Creo que sí, Ernesto.

—¿Crees? Sois mis chicas favoritas, no podéis faltar ninguna de las tres, ya sabéis lo importante que esto es para mí.

—Tiene razón —interviene María—, no debemos faltar, y no lo vamos a hacer… —Dándome un suave golpe en el brazo, añade—: ¿Verdad, Blanca?

Lo de esta mujer no tiene nombre; podría haberse ganado la vida de alcahueta y no le hubiera faltado para llegar a fin de mes.

Observada por todos, y por un inquietante Fuentes, asiento con la cabeza dejando escapar una picarona sonrisa.

A tercera hora me toca dar clase a mis alumnos; deseo con todas mis fuerzas que Alberto aparezca por la puerta, y así es. Mi organismo emite un suspiro al verlo. Sorprendentemente, está al día de toda la materia, lo cual indica que ha usado la web del centro, donde cada profesor actualiza diariamente el temario y los ejercicios que los alumnos deben realizar. Cosas como ésta hacen que mantenga mi fe en Alberto y en su gran capacidad para la formación.

Al finalizar la clase, los chicos se levantan para cambiar de aula y yo le pido a Alberto que se quede para poder hablar con él.

—¿Cómo estás? —le pregunto, una vez a solas.

—Mejor —responde sin mirarme a la cara.

—Me tenías muy preocupada. ¿Qué te ha pasado?, ¿por qué no has venido a clase?

—Tenía asuntos que resolver.

Su actitud está siendo cortante; agacha la cabeza para evitar el contacto visual y que yo lo mire. Así que, de forma apacible, le toco la barbilla para conseguir verle la cara. Lentamente logro mi objetivo y me quedo paralizada al observar su rostro. Tras el maquillaje puede adivinarse un espeluznante hematoma en su ojo izquierdo.

—¿Ha sido tu padre?

—Sí —responde apartando nuevamente la cara.

—Alberto, debes ir a la policía, ellos sabrán qué hacer.

—¡No! —me contradice alzándome la voz.

—Está bien —intento tranquilizarlo—; veremos qué podemos hacer.

—¡Usted no va a hacer nada, esto no le incumbe!

Su adusto talante me está dificultando la situación; necesito pensar en una salida, en la forma más adecuada e idónea de ayudarlo. Estoy ante un menor que ha sufrido maltrato a manos de su padre, y mi obligación es denunciarlo a la policía y dar parte de la lesión. Pero el terror que sus ojos emanan me lo impide. Yo misma pude comprobar en mis propias carnes el temor que provoca su progenitor; no quiero ni imaginar el infierno por el que él está pasando.

—¿Vendrás a las actividades de esta tarde? —pregunto con la intención de suavizarlo.

—Sí, me apunté al partido de baloncesto.

—Te vendrá bien desfogarte, y ya de paso tener la oportunidad de machacar a algunos profes —murmuro sonriendo, y añado—: Deportivamente hablando, claro está.

—No tienen nada que hacer contra nosotros.

—Allí te veré —le digo al ver cómo se marcha de la clase—, aunque no puedo prometerte que animaré a tu equipo.

Por fin he conseguido sacarle una pequeña sonrisa, últimamente no se le veía sonreír mucho.

—Por cierto, ¡Alberto! —lo llamo justo antes de verlo salir por la puerta—, toma esto.

Él se acerca de nuevo a mi mesa y, cuando encuentro en mi bolso lo que estoy buscando, se lo doy.

—¿Qué es?

—Maquillaje waterproof, resistente al agua y al sudor. Para el partido.

Tras unos segundos, y con los ojos húmedos, Alberto coge el botecito y me dice antes de marcharse:

—Gracias por todo.

Al acabar las clases, me marcho a casa de Clara; había quedado con ella tras mi encuentro con Alberto. Necesitaba hablar con alguien del tema, y pensé que ella y John podrían ayudarme.

—Debes elegir entre lo que quieres y lo que debes hacer —me indica Clara mientras comemos. Ha preparado un manjar de verduras a la plancha con unas patatas cocidas de guarnición, ante el que no puedo resistirme.

—Debo y quiero ayudarlo —respondo convencida.

—La ley y la ética te obligan a dar parte, Blanca.

—Lo sé —digo resignada—, pero no sabéis el miedo que da ese hombre.

—¿Se puede saber de qué estás hablando? —pregunta Clara indignada. Ella me conoce muy bien, y sabe que no suelo hablar por hablar.

Ante mis asombrados amigos, cuento el episodio vivido en la puerta de casa de Alberto con su padre y el gigante. Sé lo que se me viene encima, pero realmente estoy en un aprieto y necesito ser del todo sincera con ellos. Clara no puede creer lo que escucha salir de mi boca; he conseguido enervarla hasta el punto de preocuparme por el estado del bebé.

—Cálmate, Clara, no lo volveré a hacer.

—¡Por supuesto que no! —grita exaltada—. ¡Ya me encargaré yo de eso! ¡Si tengo que amarrarte a una silla, créeme que lo haré!

Pienso en preguntarle que si lo haría con las esposas de su marido y me taparía los ojos con un pañuelo mientras me azotaba el pandero, pero me contengo. Cuando me encuentro en situaciones así, suelo recurrir al humor como vía de escape.

—No volveré a ir a su casa, os doy mi palabra —digo en tono pausado, intentando tranquilizarla.

—Espero realmente que cumplas tu promesa, Blanca —interviene John—; ese hombre es más peligroso de lo que crees.

—Por eso he acudido a vosotros —replico—. Esto se me escapa de las manos, y ese pobre chico necesita ayuda.

—Estás directamente implicada, Blanca —continúa—. Tu denuncia por maltrato se vería enfrentada a la que su padre podría ponerte por acoso.

Dios mío, no había caído en la cuenta de eso. Sabía que había metido la pata yendo allí, pero realmente no sabía cuánto.

—Entonces, ¿qué debo hacer? — pregunto implorando una sabia respuesta.

—Mantente totalmente al margen, como te dije —contesta Clara—; limítate a darle clase, y trata de verlo como a un alumno más.

—De momento no hagas nada —añade John—. Estudiaré el caso y veré qué podemos hacer al respecto.

—Gracias, chicos.

Esta vez voy a hacerle caso a mi amiga, seguiré su consejo y el de su marido. La ayuda que ambos me están prestando es de vital importancia para mí. Y sé que John buscará la mejor forma de favorecer tanto a Alberto como a mí. Yo sola he conseguido meterme en este embrollo, y la mejor manera de afrontarlo es dejarme guiar por mis amigos. Por mucho que me duela, y por mucha pena que me dé, el futuro de Alberto no está sólo en mis manos.

Con el convencimiento de no extralimitarme en mis funciones, llego a un abarrotado pabellón deportivo cerca de las siete de la tarde cargada con una gran bolsa. Al salir de la casa de mis queridos amigos, he pasado por el centro comercial a comprar algunas cosas para el partido. Tengo por costumbre abastecerme de refrescos y frutos secos para ir a este tipo de eventos, como de un buen cuenco de palomitas a la entrada del cine.

El pabellón está situado en la zaga del recinto, tras el edificio principal. Está dotado de numerosas instalaciones, repartidas en tres alas. En el ala izquierda se encuentra el gimnasio, con pesas, bicicletas estáticas, bancos, colchonetas y demás maquinaria; en el ala del centro, tras el vestíbulo, se ubican los vestuarios y las duchas, y en el ala derecha está la pista principal, preparada para todo tipo de deportes de sala, como fútbol, baloncesto, bádminton, etcétera.

Entre el gentío puedo divisar a María y Reme, que me aguardan en las gradas móviles, con un asiento reservado para mí. Sorteando alumnos, escalones y pasillos, consigo llegar hasta ellas.

—Por fin estás aquí —dice Reme—, ya creíamos que las pipas no llegaban.

—Por el interés te quiero Andrés —respondo sonriendo y acercándoles la bolsa para que se autoabastezcan.

—El partido está a punto de empezar, has llegado justo a tiempo — indica María guiñándome un ojo.

Con la premura de llegar y localizarlas, aún no me he parado a buscar a Fuentes. Ya sentada y con una Coca-Cola que Reme acaba de darme, miro hacia la pista.

Los chicos, con equipación blanca, están en el lado izquierdo calentando y lanzando balones a canasta; entre los que distingo a un relajado Alberto.

A la derecha, y de azul marino, están mis compañeros, incluido el director, el señor Pérez… aunque, más que calentar, lo que hacen es hablar entre lanzamiento y lanzamiento. Y allí, en medio de todos ellos, está él, mi adonis particular, con sus logrados brazos, su cuello largo, sus musculosas piernas perfectamente depiladas y, ¡oh!, su perfecto y redondeado culo pegado a un corto pantalón ciento por ciento poliéster.

En ese momento me acuerdo de las chicas y, sin demorarme, saco mi móvil del bolso y, con el zoom al máximo, capturo la imagen de un atlético Fuentes en pleno mate. Embobada con la foto, le doy al icono de compartir, pero mi teléfono no responde. Es entonces cuando recuerdo que en el pabellón no hay cobertura, y el símbolo en la parte superior de la pantalla así me lo confirma. «Se la enviaré más tarde», pienso mientras suena la bocina que da la señal de inicio del partido.

Los cinco jugadores titulares de ambos equipos se quedan en pista, mientras el resto la abandona para ir a sus bancos correspondientes. El griterío se hace oír en todo el pabellón y los alumnos hacen sonar sus trompetas de colores, o vuvuzelas, como ellos las llaman, para animar a sus compañeros. Todos los años ocurre lo mismo: el número de seguidores del equipo de profesores es mucho menor; en realidad, mis colegas y yo animamos tanto a unos como a otros.

El partido comienza y la pelota se pone en movimiento, aunque yo no puedo evitar dejar de seguir con la mirada a uno de los jugadores. En cada salto, lanzamiento o jugada en general, se puede observar la flexión de sus músculos y su gran preparación física. Verlo en acción es, sin duda, un placer para los sentidos.

A mitad de partido los chicos van ganando por doce puntos; la incorporación al equipo docente de Fuentes ha supuesto, sin lugar a dudas, una enorme diferencia en comparación con años anteriores, pues la ventaja era mucho más exorbitante a favor de los alumnos.

En la pista hay otra persona que también reclama mi atención: es Alberto. Se le ve feliz y totalmente concentrado en el juego, lo que me hace sentir una añorada tranquilidad.

A falta de veinte segundos para el final del encuentro, el marcador indica 53-50 a favor de los alumnos. Nunca antes habíamos vivido un partido igual. Los ánimos están candentes en el buen sentido de la palabra, y el ímpetu del graderío se hace notar incansablemente, con gritos, trompetas y el continuo retumbar de la grada cada vez que alguien se levanta a animar.

La pelota está en manos del equipo blanco, y la posibilidad de anotar el tanto de la victoria está muy cerca. Pero mis compañeros no se van a dejar amilanar, este año no; así que, en una magistral jugada, Ernesto consigue robar el balón y, con un juego perfecto de fintas, logra pasarlo a un atlético Fuentes, quien, con un lanzamiento desde la línea de seis setenta y cinco metros, consigue anotar tres puntos a favor de su equipo. Mis compañeras y yo estamos emocionadas, jamás hemos vivido un partido similar, y nuestros gritos y alabanzas se entremezclaban con las del resto de los espectadores.

Tan sólo quedan diez segundos y, con el marcador igualado, el equipo de los alumnos pide tiempo muerto. Cada equipo se reúne para decidir la estrategia de su última jugada, y es en ese momento cuando Fuentes y yo cruzamos una larga mirada. Creía que no sabía que estaba allí, pues no lo había visto mirarme ni una sola vez; pero su mirada es clara y directa, sin titubeo y sin necesidad de buscarme entre la afición. Era conocedor de mi presencia, pero no me lo ha hecho saber hasta ese momento; un escalofrío recorre todo mi cuerpo.

El partido se reanuda, y la pelota vuelve a estar en manos del equipo de los alumnos. Si logran sortear la defensa y anotar, la victoria es suya.

Con el corazón acelerado, cogidas de la mano y totalmente concentradas, observamos expectantes los últimos segundos del encuentro.

Un juego rápido de pases y un fallido tiro provocan que Ernesto consiga hacerse con la pelota en el rebote. Y, a falta de dos segundos, logra escapar y hacer un extraordinario lanzamiento hacia la canasta del contrincante. Todo el pabellón enmudece al ver cómo el balón hace un perfecto arco en su trayectoria, hasta atravesar de forma impecable el aro del equipo blanco. Las trompetas, que suenan como muestra de desaprobación por el resultado final del partido, contrastan con los gritos que propinamos el personal docente. María, Reme y yo, llevadas por la emoción, nos levantamos de los asientos de un salto, elevando los brazos y dejándonos sin pudor la garganta y las manos en vítores y aplausos. En ese momento, y sin poder evitarlo, el bolso que tenía sobre mis rodillas se cae al suelo de la grada, junto a la bolsa que he traído con suministros, los cuales apenas hemos probado por la intensidad allí vivida.

En la pista, el contraste entre la rabia de unos y la alegría de otros se hace notar.

Los chicos, deportivamente, felicitan a sus profesores, antes de marcharse hacia las duchas. Mis compañeros, en cambio, se quedan un poco más de tiempo en la pista; es la primera vez que su equipo gana, y todos se abrazan y festejan el triunfo.

El pabellón se va quedando vacío, y María, Reme y yo bajamos a felicitarlos. Todos están muy contentos; Fuentes se ve guapísimo con su radiante sonrisa, y Ernesto está resplandeciente por su increíble hazaña.

—¿Dónde está el mejor capitán del mundo? —pregunta María a este último alzando los brazos.

—¡Aquí estoy!

—¡Enhorabuena, campeón! —lo felicita María. Pero viendo las intenciones de él, añade—: ¡Ni se te ocurra darme dos besos con lo sudado que vas!

A pesar de su advertencia, Ernesto no sólo le planta dos besos, sino que la abraza cariñosamente, haciéndonos reír a todos.

— ¡La madre que te parió! —le grita una risueña y encantadora María.

—Enhorabuena —murmuro a un orgulloso Fuentes al llegar hasta él.

—Gracias, preciosa —me contesta con su particular media sonrisa.

Mi estómago da un vuelco al escuchar esas palabras salir de su boca. La satisfacción que mi compañero Ernesto experimenta por el gran partido que ha hecho no tiene nada que envidiar a lo que yo siento en ese momento; sus palabras son verdadera música para mis oídos, y un orgullo para mi femineidad.

Tras la celebración y los agasajos hacia los compañeros, éstos se marchan a las duchas, mientras que mis colegas y yo salimos del pabellón comentando lo bonito que ha estado el evento. Ha sido una tarde preciosa, con una divertida emoción y un coqueto colofón.

Una vez en el aparcamiento, me despido de María y Reme y, cuando llego hasta mi coche, recuerdo la foto que le hice a Fuentes y que tenía pendiente de enviar a las chicas. Coloco el bolso encima del capó del vehículo y registro mi bolso en busca del móvil. Pero ni rastro de él. Durante unos segundos en los que mi nerviosismo va en aumento, trasteo desesperadamente entre las cosas que llevo en mi Louis Vuitton. «A mayor bolso, mayor cantidad de cachivaches», pienso mientras busco sin cesar. Como haría con cualquier cajón repleto, decido volcar sobre la carrocería todo el contenido para examinarlo bien de cerca. Uno a uno vuelvo a introducir en el bolso lo que he sacado; sin embargo, el móvil no aparece. Inquieta por su paradero, me apoyo de espaldas al coche y comienzo a intentar recordar lo que he hecho con él desde la última vez que lo tuve en la mano.

De pronto una imagen me viene a la mente: el bolso se me cayó al suelo de la grada al levantarme para celebrar el triunfo de mis compañeros, y el móvil tuvo que salir disparado. «¿Por qué todo me tiene que pasar a mí?», pienso al encaminarme nuevamente hacia el pabellón, en busca de mi querido y extraviado teléfono.