11
Cuando terminó la comida, me despedí de las chicas; había puente y me marchaba al pueblo a visitar a mi familia. Antes de llegar a casa, pasé por el centro comercial y les compré unos juguetes a mis sobrinos. Son adorables: David es el más revoltoso, es todo un tormento; en cambio, José Luis es más apacible e introvertido. Siempre que los visito les llevo un pequeño detalle; como suelo decirles a mi hermano David y a mi cuñada Elena, los padres están para criar, y los titos, para malcriar.
Con mis principales enseres en la maleta, y tras un relajante baño, me acuesto e intento dormir para estar descansada en el viaje de mañana. El repaso del día es inapelable, y el rostro de Fuentes es mi última imagen antes de entregarme a los brazos de Morfeo.
El sábado amanece totalmente despejado; al correr la cortina y abrir la ventana, me encuentro con un sol radiante reverenciándome. Asomo la cabeza, cierro los ojos y dejo que nuestra mayor estrella tiente mi cara; adoro la sensación de luz y calor que me proporciona. El leve sonido del escaso tráfico y de unos pocos viandantes llega hasta mis oídos. Me crie en las afueras de un pequeño pueblo del interior, rodeada de naturaleza, y al llegar aquí elegí una zona tranquila de la ciudad, pues el bullicio del centro hubiera sido un cambio demasiado drástico para mí.
Sobre las dos del mediodía llego a casa de mis padres; siempre tengo por costumbre parar el coche a unos metros de la parcela y observar toda la propiedad: la blanca fachada del hogar, los altos árboles y el amplio terreno donde de niña corría y jugaba con mi hermano. El columpio sigue estando en el mismo sitio, mi padre lo pinta cada pocos años; como él suele decir, «las cosas buenas perduran para siempre con un poco de mimo y cuidado».
Al entrar por la puerta, el olor familiar me impregna el cerebro; es asombroso cómo cada hogar mantiene su particular y único aroma. Una multitud de recuerdos se agolpan en mi mente en tan sólo unos segundos.
Toda la familia está en la enorme cocina; sus cálidos abrazos y su alegría acaban por confirmármelo: ya estoy en casa.
Tras el reencuentro, nos sentamos alrededor de la mesa del comedor. Estos momentos íntimos siempre quedan grabados en mi memoria. Mis padres están como de costumbre, apenas un poco más envejecidos, pero con el joven espíritu que los caracteriza. Físicamente he heredado las facciones de mi padre, pero, en lo que a la forma de ser se refiere, soy un calco de mi madre. Mi hermano David, en cambio, es justo lo contrario.
Mi cuñada Elena está sentada junto a mí; es una mujer de mediana estatura, morena de pelo y de trato agradable. A causa de mi traslado, no he tenido mucha relación con ella; mi hermano y ella se hicieron novios al poco tiempo de marcharme de casa, aunque siempre nos hemos llevado muy bien.
Al otro lado, entre mi hermano y mi cuñada, están los pequeñajos. Ya tienen cuatro años, y su desparpajo y vocabulario nos llenan de alegría.
—¿Cómo va todo por allí, Blanca?
—Como siempre, mamá —contesto mientras degustamos la exquisita comida que nos ha preparado; mi madre es una gran cocinera.
—¿Los chicos se portan bien? —inquiere mi padre.
—Todo lo bien que se puede esperar; están en plena adolescencia.
—¿Qué es la adolescencia? —pregunta de pronto el pequeño David. Dudosa de la posible respuesta que puedo darle a mi sobrino, mi raudo hermano le contesta.
—Es una etapa de la vida en la que te estás haciendo mayor, pero en verdad aún no lo eres.
—Entonces yo estoy ahí en esa cosa.
—A ver que te mire… —le dice mi hermano observándole la frente—… No, no estás en esa etapa, aún no tienes granos.
—¿Cuándo tenga granos seré mayor? —vuelve a preguntar mi sobrino.
—Más o menos —le responde, para acto seguido buscar con la mirada a mi cuñada para implorarle ayuda y lograr salir del atolladero.
—Pues la tita no tiene granos —suelta el travieso de mi sobrino.
—¡Por supuesto que no! —contesto; ya tengo suficiente con los rebeldes que me afloran en los días delicados del mes alrededor de la boca.
—A ver, David —interviene Elena—: Los granos suelen salir en esa época que te ha dicho papá, entre ser un niño y ser mayor. ¿Lo entiendes?
—Pues yo tengo uno aquí —dice José Luis señalándose el antebrazo izquierdo—. ¿Estoy en la cosa esa?
Todos reímos al escuchar la ocurrencia del pequeño. Mi hermano le remueve el cabello con cariño, mientras su madre lo mira y le dice:
—No, cariño, eso es una picadura, ha debido de picarte algún bicho.
—¡Vaya, hombre! —refunfuña cruzándose de brazos.
Es singular la prisa que tenemos todos de niños por crecer y hacernos mayores.
El resto de la velada la pasamos entre risas y poniéndonos al día unos a otros.
—Humm, mamá, por Dios… qué rica te ha salido —le digo aún con la boca llena. De postre ha preparado su famosa tarta de la abuela.
—Me alegro de que te guste, hija —me sonríe orgullosa. Y no es para menos, nadie hace esta tarta como ella. La receta la heredó de mi abuela materna, lleva siglos en la familia.
—Es que tu madre tiene unas manos… —la piropea mi padre mientras se le acerca y la besa con cariño. En sus ojos se puede ver la admiración y el amor que le profesa.
En mi interior siento el más profundo orgullo al verlos; pese a los años que llevan juntos, siguen queriéndose y respetándose, algo que, a pesar de parecer sencillo, sin duda alguna no lo es; hoy en día, pocos matrimonios duran tanto tiempo y de ese modo.
—¡Eh, que corra el aire! —interrumpe de pronto mi hermano.
—No seas pavo, déjalos que se mimen —le riño.
—Pero son mis padres.
—¿Y?
—Que siempre están igual, y a mí no me gusta ver tanto arrumaco.
—¿Y de dónde crees que hemos venido tú y yo, so pánfilo? ¿La cigüeña nos dejó en el porche?
Mi cuñada mira hacia abajo con una risilla, mientras que yo me enciendo por el comentario de mi hermano. ¿Cómo puede molestarle que nuestros padres sigan queriéndose y lo demuestren frente a su propia familia?
—Son cosas que deben hacerse en la intimidad —responde.
—¡Hombres! —digo suspirando y moviendo la cabeza.
—A vosotras, las mujeres, os gustan mucho las demostraciones de amor —suelta señalándonos a mi cuñada y a mí, haciendo aumentar mi cabreo.
—¡Pero si no sabéis estar sin nosotras!
—Ni con vosotras tampoco —se mofa.
Elena mira esta vez hacia arriba, en señal de imploro por que la fiesta acabe en paz. Cada vez que sale este tema en las comidas, la cosa no suele acabar muy bien.
—Cuñada, dile algo —le pido, dándole un suave toque en el brazo.
—¿Para qué? —dice—. Ya lo conoces, pierde la fuerza por la boca.
—Buenooooo, dos contra mí. Papá, échame un cable.
—No, David —responde mi padre—: Tú solito te has metido en este berenjenal, a mí no me metas.
—Pero la balanza no está equilibrada —se queja.
—Hijo, si algo he aprendido en todos estos años es que nunca debes discutir con una mujer, y mucho menos con dos; siempre saldrás perdiendo.
—Anda, tú arréglalo —dice mi madre dándole un leve codazo.
—Os daremos la razón como a las locas —suelta mi hermano. De tenerlo sentado al lado, no se hubiera librado de un buen pellizco.
—No se trata de eso —me defiendo—; si no ganáis un debate, es que no tenéis argumentos lo suficientemente convincentes.
—Dime una cosa —me exige—: ¿Por qué necesitáis que todo el mundo sepa que os queremos?
La pregunta me hace reflexionar durante unos segundos. Todos me miran esperando una respuesta, incluso los pequeños, que han estado observándonos atentamente, como si de un partido de tenis se tratase. Finalmente le planteo:
—Dime tú otra: ¿por qué os cuesta tanto demostrar en público el amor que sentís hacia una persona y, en cambio, no os importa que os vean miles de personas abrazando a un amigo, mientras celebráis un gol, por ejemplo?
Mi pregunta arranca los aplausos de mi madre y mi cuñada. Expectantes, miramos todos a mi hermano a la espera de su respuesta. La pelota está ahora sobre su tejado.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no? Se trata de una demostración pública de amor, aunque esta vez sea hacia tu equipo favorito de fútbol —le rebato.
—Porque, cuando abrazo a un amigo, lo hago separándome de donde tú ya sabes —me dice señalando a los niños con la mirada.
Anonadada, pregunto:
—¿Cómo?
—Joder, que hay que decirlo to, pues que con vosotras la tienda de campaña se puede montar, y no es cuestión, ya me entiendes.
Su comentario despierta las carcajadas de todos, incluso de los peques, quienes, al vernos, nos imitan y ríen junto a nosotros. Si era cierto lo que mi hermano acababa de decirme, todo se reducía a un problema biológico cuyo epicentro residía en la adorada entrepierna. «Para mear y no echar gota. Y luego no quieren que pensemos que su cerebro reside ahí.»
A la hora de la siesta, todos se marchan a sus respectivos dormitorios. La casa dispone de cinco habitaciones; mis padres la ampliaron tras la boda de mi hermano para que todos pudiéramos pasar allí las vacaciones. Yo no tengo sueño, así que me quedo recogiendo en la cocina. Es una casa muy acogedora, de dos plantas, donde el salón, el comedor y la cocina son una misma estancia, y donde destaca su tamaño y practicidad.
Sobre el fregadero, hay una gran ventana que da al exterior, por donde puedo ver, mientras enjuago algunos cacharros, mi rincón favorito de pequeña. Atraída como un imán, salgo al jardín en su busca. Conforme me acerco, puedo ver que ha cambiado un poco: mi padre ha hecho algunos arreglos; el suelo está cubierto de caucho, las cadenas son nuevas y la pintura se ve reciente. Abstraída por los recuerdos, me dejo llevar y, bajo la sombra de unos enormes arces, comienzo a balancearme sobre mi columpio predilecto. Al cerrar los ojos y con la brisa campestre rozándome la cara, la imagen de Fuentes regresa a mi memoria. Ni siquiera la distancia ha mermado un ápice mis sentimientos por él.
—¿Cómo se llama?
La voz de mi madre me extrae de mi ensoñación, no la he oído llegar. Intentando disimular, le pregunto:
—¿Quién?
—El que te tiene así —responde al sentarse en el columpio contiguo, pero a la inversa para verme la cara. Dicen que las madres tienen un sexto sentido, aunque yo estoy segura de que la mía, directamente, tiene poderes.
—Fuentes, alias Nacho.
—¿Ignacio?
—Eso mismo pregunté yo, pero no, sólo Nacho, aunque yo lo llamo por su apellido, fue lo primero que supe de él.
—¿Y dónde lo conociste?
—Es un compañero de trabajo. Sustituye a Pereira.
—¿Cómo está, por cierto?
—Siguen haciéndole pruebas —respondo—. Quieren asegurarse de que todo va por buen camino. Si todo sale bien, la trasladarán en breve a su casa.
—Me alegro.
Un breve silencio se produce; entretanto, contemplo cómo mis pies hacen una leve presión sobre el pavimento de caucho para balancearme suavemente.
—¿Y por qué estás así? —pregunta de nuevo, retomando el tema.
—Porque soy tonta, mamá.
—No digas eso, Blanca.
—Pero es cierto.
Un nudo en la garganta me impide seguir hablando, y mi madre, que me conoce bien, me agarra la mano con ternura y me dice:
—Escucha bien lo que te voy a decir, y procura no olvidarlo nunca: jamás permitas que nadie te llame tonta, y mucho menos lo pienses de ti misma. Ninguno de mis hijos ni de mis nietos lo es, y no voy a consentir ni siquiera que lo penséis.
—Pero me he enamorado de él, y… —acierto finalmente a confesar—… tiene novia.
—¿Y eso es motivo para pensar que eres tonta?
—No debí permitir que pasara, mamá.
—Deja de castigarte de esa forma. Amar es una virtud muy hermosa, cariño.
—Cuando te corresponden.
—Siempre, cariño, siempre —sentencia totalmente convencida. Y cogiéndome la cara con las manos para que la mire, añade—: Blanca, tus virtudes como hija son mi éxito como madre.
Es en ese momento cuando mi nudo en la garganta se deshace, para dejar pasar un llanto ahogado que llevo mucho tiempo reprimiendo. Entre los cálidos brazos de mi madre, como cuando era niña, me dejo llevar, y las lágrimas brotan imparables de mis castaños ojos.