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A las seis en punto suena la alarma de mi móvil; es lunes, y me duele la cabeza. La celebración de la noticia del año duró hasta bien entrada la madrugada. Tras reponernos del susto que nos dio Clara, todo se transformó en júbilo y risas. John y Clara llevan nueve años intentando ser padres, tiempo en el que han pasado por diferentes pruebas médicas, visitado a numerosos especialistas y vivido algunos altibajos en su relación. No había en el mundo nada que Clara deseara más que un bebé. Sin duda estaba feliz, y no era para menos.
Con la cabeza a punto de explotarme por el champán y las pocas horas de sueño, me dirijo a tientas hacia el baño. Mis párpados habían echado el cierre y no tenían intención de abrir al público.
Al pasar junto al lavabo, tropiezo con el taburete de madera que ayer, con las prisas, no coloqué en su sitio. El grito que sale de mi garganta supera los decibelios permitidos por la OMS (Organización Mundial de la Salud), pero francamente no me importa, el dolor que tengo en el dedo meñique del pie supera toda normativa vigente.
Dando saltos sobre una pierna, consigo llegar hasta el interruptor de la luz; necesito comprobar lo que ese taburete me ha hecho. Mis párpados ya están en horario comercial, y poco a poco consigo ver el desastre: tengo el dedo completamente morado, tirando a negro. Como puedo, llego hasta la mesilla del dormitorio para coger el móvil, tengo que llamar a Ave.
—¿Qué pasa, Blanca? —pregunta directamente al contestar. Ave es médico en el Hospital General y está acostumbrada a llamadas intempestivas por su trabajo.
—Ave, me he dado un golpe tremendo en un dedo del pie. Está negro y me duele mucho.
—¿Cómo ha sido?
—Al entrar en el baño, el taburete se cruzó en mi camino.
—Seguramente te lo habrás roto. —Mi cara es un poema en ese momento —. ¿Puedes venir a mi casa para que pueda examinártelo?
—Creo que sí —digo, intentando pensar cómo lo haré—. Una ducha rápida y voy.
—Vale, dame un toque si no puedes conducir.
—Gracias, Ave.
—Tranquila. Ciao —dice antes de colgar.
Tengo el dedo cada vez más hinchado, así que opto por unas sandalias Stonefly, unos vaqueros elásticos, camisa y chaqueta vintage. Hoy no tengo el cuerpo para farolillos, un fondo de armario simple me basta.
Sobre las siete y media me planto en casa de Ave; no está lejos de mi piso, así que, pese al dolor, llego triunfante hasta el portal y toco el timbre.
Ave me acompaña hasta su despacho; por suerte no se ha puesto la bata blanca que tanto me asusta.
—Vamos a ver qué te has hecho, alma de cántaro —dice señalándome la camilla para que me siente.
—Me duele mucho —murmuro haciéndole caso y subiendo la pierna derecha.
—Y no es para menos. Voy a examinarte, dime si te hago daño, ¿vale?
—Vale. ¡Ay! —grito con tan sólo rozarme el dedo.
—Debes hacerte una placa de rayos X; puede que tengas una fractura, o quizá sólo sea un pequeño esguince.
—¿Ahora tengo que ir al hospital? —pregunto poniéndole morritos.
—Me temo que sí, Blanca.
—Está claro que hoy no es mi día —mascullo resignada tras un profundo suspiro.
—Llamaré al hospital para ver quién está de guardia y le diré que vas de mi parte —me indica mientras se dirige a su mesa de despacho.
—Gracias, Ave.
—Para eso estamos las amigas. ¿Hola, María? Soy la doctora Alcázar…
Al cabo de unos minutos, y tras llamar al director del instituto, el señor Pérez, para avisarlo de que llegaré tarde, entro por la puerta de urgencias del Hospital General. Sigo las instrucciones de Ave, y en breve estoy en el box 3 enseñando nuevamente mi dedo/morcilla. Una vez examinadas las radiografías, el doctor me informa de que tan sólo tengo un pequeño esguince. Resultado final: dedos entablillados e ibuprofeno para el dolor.
Ya son cerca de las nueve cuando llego al aparcamiento del instituto.
¡Lo que me faltaba! Mi día mejora por momentos: algún idiota ha dejado su moto aparcada en mi plaza y no puedo estacionar mi coche. Debo tocar el tema en el siguiente claustro; últimamente los alumnos están invadiendo las plazas del profesorado y no lo puedo permitir, y menos ahora que soy una tullida.
Después de dar varias vueltas, consigo aparcar mi crossover Opel Mokka blanco en la otra punta del parking.
El trayecto hasta la entrada del edificio se me hace eterno, me parece el Camino de Santiago, y en realidad eso parezco: una peregrina coja que va a hacer su petición al apóstol.
Cuando por fin consigo llegar, y nada más traspasar la puerta, suena el timbre que anuncia el cambio de clase y los pasillos se llenan rápidamente de chavales gritando y corriendo. En ese momento sólo puedo pensar en preservar y proteger mi morcillita. Así que agacho la cabeza y me dirijo hacia mi clase, mirando al suelo, cojeando y apartando a todo aquel que se cruza en mi camino.
De pronto, un enorme alumno que viene hacia mí andando diligentemente de espaldas se me echa encima y, sin poder evitarlo, me pisa el pie accidentado. Todo sucede muy rápido, apenas unos segundos, en los que sólo me da tiempo a ver cómo unas enormes botas negras Milwaukee, moteras y de doble hebilla, aplastan literalmente mis dedos.
—¡¡¡La madre que me parió!!! —grito a pleno pulmón; el dolor me nubla la mente—. ¡¡¿Tú de qué vas?!! —sigo vociferando mientras no dejo de observar mi pobre pie—. ¡¡¿No sabes andar hacia adelante como la gente normal?!! ¡¡¿Tienes complejo de cangrejo o qué?!!
Todo el mundo me mira; lo veo por el rabillo del ojo, pues no he dejado de observar mi morcillita. Pero no he podido reprimirme, las palabras han salido disparadas de mi boca, sin que yo haya podido frenarlas.
En unos segundos el raciocinio me alcanza y me doy cuenta del revuelo que se acababa de formar en el pasillo; así que, ávida por llegar a mi clase, me encamino hacia ella sin mirar a nadie, muy digna y con una descomunal cojera.
El resto de la mañana transcurre sin más problemas, y logro impartir con normalidad mis clases a pesar del dolor y del incidente, el cual se ha convertido, sin lugar a dudas, en la comidilla del día.
Al terminar la jornada, recibo una llamada del señor Pérez, en la que me indica que quiere hablar conmigo y que me pase a verlo antes de irme. Obedeciendo su orden, recojo mis cosas, agarro mi cartera y me dirijo hacia el despacho del director. He esperado a que la mayoría de los alumnos se marchen, no me apetece escuchar más cuchicheos a mi costa.
«La que me va a caer», pienso de camino, al acordarme de los improperios que le he soltado al alumno en el pasillo. El arrepentimiento y la vergüenza comienzan a apoderarse de mí. No tendré más remedio que acatar lo que me diga el director, pues jamás se debe faltar al respeto a un alumno, y nunca antes lo había hecho. No sé qué me ha pasado hoy para perder los nervios de esa forma. Pero, igualmente, y como mujer que soy, afrontaré lo que me venga, y me excusaré ante el alumno y su familia, llegado el caso.
La puerta del despacho está entreabierta; tomo aire, que exhalo en forma de suspiro, y doy dos toques con los nudillos antes de entrar.
—Adelante, señorita Sánchez.
—Buenas tardes, señor Pérez.
—¿Cómo se encuentra? —pregunta al tiempo que me señala la silla que hay frente a su mesa.
—Con el efecto de las pastillas, un poco mejor —contesto mientras tomo asiento—, pero no deja de ser un esguince.
—Últimamente no ganamos para sustos en este instituto. La he mandado llamar para informarle de que la señora Pereira ha sufrido un accidente y le va a ser imposible impartir sus clases… al menos, durante un tiempo.
—¿Es grave? —inquiero sin salir del asombro.
—No lo sabemos todavía. En estos momentos se encuentra en observación en el Hospital La Paz, de Madrid, donde van a realizarle unas pruebas. Fue a pasar el fin de semana con la familia y un coche se les cruzó al cambiar de carril en plena M-30.
—¡Dios mío! —Me echo las manos a la cara; no puedo ni imaginar por lo que habrá pasado. Debo llamarla esta misma tarde.
—Me avisaron ayer por la mañana, así que he tenido el tiempo justo para encontrar un sustituto digno de este centro. El señor Fuentes es el nuevo tutor de 2.º B, la clase de Pereira. A primera hora de la mañana hemos hecho las debidas presentaciones, menos con usted, obviamente.
—Ya sabe dónde me encontraba… —aclaro señalando mi pie.
—Lo sé, por eso la he avisado, para que esté informada del cambio, aunque me temo que tendremos que esperar a mañana para que conozca al señor Fuentes, pues se acaba de marchar.
—Vaya —comento simulando interés. Realmente aprecio a Pereira, es la mejor compañera que tengo en el instituto, y dudo de que el nuevo pueda reemplazarla.
—Eso es todo, señorita Sánchez, puede irse.
—En realidad, quería saber cuándo es el próximo claustro.
—La semana que viene. ¿Ocurre algo?
—Pues sí, necesito abordar el tema del aparcamiento; los alumnos están ocupando nuestras plazas, hoy sin ir más lejos han ocupado la mía.
—Lo tendré en cuenta. ¿Desea algo más?
—No, nada más. Gracias por su tiempo —digo mientras me levanto y me marcho antes de que el tema del pasillo salga a relucir. En realidad me sorprende mucho que no haya dicho nada al respecto; viniendo de él, miedo me da.
Mi cartera, mi cojera y yo salimos del edificio para coger el coche. A mitad de camino, observo que el okupa de mi plaza está en ella, subido a su moto. Sin pensar, me acerco hasta él dispuesta a decirle cuatro cosas bien dichas. Conforme me voy aproximando, mis ojos se centran en la moto; es una BMW F 800 GS negra metalizada, el último modelo de trail que ha sacado la casa.
«Vaya, un caradura con gusto», pienso mientras acelero el paso como buenamente puedo para alcanzarlo.
El chico arranca la moto; lleva un casco Bell M4R carbón con visor polarizado negro y no puedo ver su cara, pero no me importa, he llegado justo a tiempo de plantarme junto a él e impedir que se largue.
—¡Un momento, chico! —Tomo aire, la carrera me ha dejado exhausta—. ¿No has visto que ésta es zona de aparcamiento para profesores? Los alumnos tenéis la vuestra a partir de ese cartel —digo señalándolo. Él no responde nada, así que me envalentono y continúo—. Que sea la última vez que lo haces, aparca en tu área, por favor.
En ese instante, miro hacia abajo y reconozco las botas que me aplastaron el pie. La sangre me sube a la cabeza y siento una punzada en mi morcillita al recordarlo. Enardecida, le grito:
—¡Has sido tú! ¡Tú me has pisado en el pasillo! —El chico sigue sin decir ni mu, en realidad no le dejo hablar—. ¿No te basta con quitarme la plaza, sino que además tienes que pisarme mi esguince? Esto no va a quedar así, mañana a primera hora hablaré con el director —remato y me marcho cojeando hacia mi coche.
Mientras me alejo, oigo cómo el alumno, que no ha podido articular palabra, gira el puño de la moto, dando un enorme acelerón, justo antes de marcharse.
La rabia que siento aumenta el dolor de mi dedo; la vuelta a casa va a ser aún más dura que la ida.
Al llegar a mi piso, veo la cantidad de mensajes que me han dejado las chicas en el grupo. Ave les ha contado lo sucedido, y están preocupadas. Mientras me tomo un plato de guiso que he comprado por el camino en el local de la esquina, contesto a mis amigas. Me apasiona la cocina; sin embargo, en días como hoy, me permito el lujo de mimarme.
Pam comenta que quieren venir a visitarme, pero estoy muy cansada y finalmente consigo convencerlas de dejarlo para mañana. Necesito una gran siesta para reponer fuerzas y olvidarme de todo. Sin duda este día no figurará entre mis favoritos.
Me tomo el ibuprofeno y me acuesto en mi enorme cama. He cerrado todas las cortinas, apenas entra luz en mi dormitorio. Me acurruco bajo las sábanas, cierro los ojos y, tras ver pasar imágenes de morcillas, botas negras y plazas de aparcamiento, finalmente consigo dormirme.