9

La comida termina y, tras las despedidas, me encamino hacia mi casa; las chicas vienen esta noche y debo ordenarla un poco. Una amiga de la familia viene a limpiarla una vez por semana, así que, con sólo quitar unos pocos enredos y mantenerla, es suficiente para que esté en buen estado. No me gusta limpiar, y admiro a las personas que se ganan la vida dignamente haciéndolo.

Ya en mi piso, me pongo cómoda con una fina sudadera de Harley Davidson y unos leggins. Enciendo el iPad y selecciono la carpeta de Queen. La primera en sonar es I want to break free;[8] la imagen de Freddie Mercury con la aspiradora me acompaña mientras ordeno.

La parte de la canción donde habla de estar enamorado hace que Fuentes vuelva a mi mente. Mi compañero está consiguiendo ser el centro de mis pensamientos, y eso me disgusta bastante. Es increíble la cantidad de tiempo que empleamos las mujeres en pensar en un hombre cuando nos gusta. Y es evidente que Fuentes me gusta «un rato, y más», como diría una amiga mía.

Tengo claro que necesito una terapia de chicas: me estoy enamorando de un hombre con novia, y eso no es bueno para la salud.

Cuando termino con el salón y la cocina, me voy al cuarto de la plancha. Casi me caigo para atrás al ver la montaña de ropa. Asustada, cierro la puerta esperando que un hada madrina venga con su varita mágica y haga desaparecer el cesto; pero, para mi pesadumbre, al abrirla nuevamente, me encuentro con que la muy puñetera ni se ha inmutado.

—Podrías haberte planchado tú sola —le digo entretanto enciendo el centro de planchado.

Sin apenas darme cuenta, el reloj ha avanzado hasta marcar las nueve, instante en el que el timbre suena. Son las chicas, que, para mi sorpresa, vienen con la cena, con los ingredientes para los mojitos y con abundante chocolate, ese gran aliado de los bajones sentimentales.

—Pero ¿cómo se os ocurre traer semejante cantidad de cosas? —pregunto mientras las ayudo a llevar las bolsas a la cocina—. Podríamos haber encargado unas pizzas.

—¿Y perdernos estos manjares? —se mofa Lucía—. No, gracias.

—Estáis locas —digo mirándolas con todo el cariño que siento en ese instante.

—Por ti, nena, por ti —responde Pam, cogiéndome la cara con las dos manos, gesto seguido de un tierno abrazo.

—¿Cómo está tu dedo? —pregunta Ave.

—Mucho mejor.

—Déjame verlo —me pide.

Haciendo caso a mi amiga, ambas nos encaminamos hacia mi cuarto para que pueda examinar mi morcillita, mientras las chicas se quedan en la cocina sacando la cena y organizándolo todo.

Ya en mi dormitorio, y con mucho cuidado, Ave me quita el entablillado y me hace un reconocimiento. Me asombra ver que apenas me duele cuando ella me dobla con delicadeza los dedos.

—¿Me he curado? —pregunto ansiosa.

—Está mucho mejor de lo que me esperaba; es increíble lo rápida que ha sido la recuperación.

—¿Eso es un sí?

—Lo es —responde, pero al verme levantar los brazos en señal de victoria, añade—: Aunque debes tener cuidado y no sobrepasarte.

—Vaya, mañana los chicos tendrán que jugar el partido de fútbol sin mí —murmuro irónicamente.

—Qué bicho eres —dice riéndose.

De vuelta en el salón, las chicas están ya sentadas a la mesa, esperándonos. Si tuviera que definir la palabra amistad, esta imagen sería sin duda un claro ejemplo de su significado.

Entre entremeses varios y distintas ensaladas, les cuento a las chicas lo de mi ya difunta morcillita, y todo lo ocurrido con Fuentes.

—¿Que Fuentes es el Cangrejo? —interpela Ave.

—Así es.

—Me parece increíble; primero te quita la plaza, luego te pisa y después te calienta —dice Pam sacudiendo la cabeza, y añade—: Ahora entiendo lo de la venganza.

—Entonces, apruebo lo del plátano —continúa Ave—; eso es algo que sólo se debe usar en caso de emergencia.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —pregunta Clara.

—Nada —respondo bajando la mirada—. Tiene novia, y ya sabéis lo que eso significa para mí.

—Pues a otra cosa mariposa —interviene de pronto Lucía antes de dar un buen trago a su copa.

—¡Lucía! —la reprende Pam—. Está colada por Fuentes, no puede ni plantearse mirar otro campo.

—Los campos están para ser labrados —responde—, y tractor no nos falta.

—Uy, uy, uy, aquí pasa algo —comenta Clara mirando a Lucía con el ceño ligeramente fruncido.

Todas nos quedamos mirándola a la espera de una respuesta. Ninguna nos hemos percatado hasta ahora de que a Lucía le pasa algo. En realidad nuestra amiga es toda una actriz cuando se lo propone; de hecho, en más de una ocasión la hemos animado a que haga la carrera de interpretación.

Tras preguntarle qué le ocurre, Lucía nos confiesa que ha discutido con su Lobo, y que debe poner tierra de por medio. Ha decidido irse a París una temporada. La relación que viene manteniendo desde hace cuatro años es, para nosotras, ardua de entender. Ambos tienen vidas independientes; se relacionan y practican sexo con otras personas, pero cada cierto período de tiempo Lucía y su «no novio» vuelven a verse y se acuestan como si nada hubiera pasado. Hay algo que los une, algo que les hace reencontrarse asiduamente. En cierto modo, parecen estar hechos el uno para el otro, aunque la forma de ser de ambos les impide dar un paso más allá en su relación.

—Sabes que te quiero, y que te respeto —dice Ave—, pero no entiendo por qué, en lugar de afianzar lo vuestro, decides marcharte.

—No hay nada que afianzar —masculla Lucía—. Además, no es sólo por él, necesito aire nuevo, y mi galería también.

—¿Y tiene que ser en París? —pregunto.

—Conocéis mi pasión por Montmartre —responde—, y no será por mucho tiempo, sólo hasta que encuentre lo que necesito.

—Un buen hombre que te haga feliz —aclara Clara.

—Con una buena brocha —añade Ave, haciéndonos reír a todas.

—¿Cuándo te vas? —pregunta Pam.

—En unas semanas, en cuanto deje resueltos unos cuantos asuntos que tengo pendientes.

Alzando mi copa, propongo un brindis, que es rápidamente secundado.

—¡Porque cada una de nosotras encuentre lo que busca!

—¡Amén! —responden todas al unísono.

Una vez recogida la mesa, y con los maravillosos mojitos que Ave nos ha preparado, y un refresco para Clara, nos sentamos en los sofás para continuar la conversación. La música que sale de mi iPad nos acompaña, y una luz más tenue nos cobija.

—¿Os dais cuenta de lo importante que es el amor para el ser humano? —pregunta de pronto Clara.

La frase hace que nos quedemos pensativas un instante; Clara es única para dejarnos literalmente sin palabras.

—Mucho —responde finalmente Ave—, aunque a veces creo que sólo lo es para nosotras, las mujeres.

—Te doy toda la razón —añade Pam.

—Llamadme romanticona —digo convencida—, pero yo creo que lo es para todos.

—Ave y Pam tienen razón —rebate Lucía—, los hombres no creen en el amor, son fríos.

—Detrás de una persona fría, hay un corazón roto —afirma Clara.

—Entonces, ¿sólo las mujeres tenemos la capacidad de sanarnos el corazón? —pregunta Lucía.

—La mujer tiene la capacidad de sanar el suyo propio, y el de ellos. Al hombre, simplemente, le cuesta más hacerlo —apostilla Clara.

—Lo que me faltaba, hacer de enfermera —masculla Lucía con gesto de desaprobación.

—Míralo de este modo —explica Clara—: Diferentes estudios han demostrado que las mujeres sentimos la necesidad de comunicarnos, de contar nuestras vivencias como forma de desahogo, lo que conlleva sanarnos antes. Y una persona sana puede ayudar a sanar a otra. Es un gran poder el que poseemos.

—Pues yo conozco un poder mucho más fuerte que ése —responde Lucía.

—¿Cuál? —pregunta Ave levantando las cejas.

—¡El de mandar a alguien a la mierda!

Las carcajadas llenan la estancia.

Sabemos que ambas tienen razón, si bien es difícil pensar en ayudar a otra persona cuando es uno mismo el que necesita la ayuda. Y mis amigas lo están haciendo conmigo esta noche; con su presencia y su apoyo, me están dando la mejor medicina que se me podría prescribir.

—Lo que está claro es que los hombres son unos grandes desconocidos para nosotras —continúa Ave—. Fijaos en mí: estuve casada doce años, llevo cuatro divorciada y sigo sin entender qué quieren ellos realmente.

—Follar.

—¡Lucía! —la recriminamos todas al unísono.

—Lucía, ¿qué? —replica mientras nos rellena los vasos del cóctel cubano—. ¿Acaso no es cierto? Ellos buscan sexo, y nosotras, amor.

—Entonces, según tú, ¿no buscan amor? —pregunto.

—No lo buscan —responde— porque ya lo tienen: ellos aman a sus madres, su trabajo, a los amigos, los deportes y la consola.

—En cierto modo debo darte la razón —digo mientras dibujo con un dedo en mi vaso escarchado.

—¿Estáis tontas u os habéis caído de la cama esta mañana? —nos reprende Clara—. A un hombre le cuesta volver a enamorarse después de una mala experiencia y, a diferencia de nosotras, sabe preservar su corazoncito a base de escudos. Su forma de amar es distinta a la nuestra… En un hombre, darte un consejo, traer la nómina a casa o arreglarte la puerta del baño son un síntoma de amor.

—¡Dios mío, mi carpintero me ama! —suelta Ave, haciéndonos reír a todas nuevamente.

—En serio, chicas —continúa Clara—. Los hombres son mucho más simples que las mujeres; ellos no se comunican como nosotras, no demuestran el amor como nosotras, lo hacen a su manera.

—Entonces la clave es —comenta Pam— saber cuál es su forma de querer.

—Así es —sentencia Clara.

—Pero cada persona es distinta —añado.

—Por supuesto —responde mi embarazada amiga—, aunque se podría resumir en algo muy sencillo: si realmente le importas a un hombre, ten por seguro que lo sabrás. Su instinto de protección saldrá a la luz.

El replanteamiento de Clara de nuevo produce un breve silencio. Tras beber de su copa, continúa.

—Chicas, lo importante de todo esto es quererse a uno mismo; si no nos queremos a nosotras, nadie nos querrá.

Con las sabias palabras de nuestra amiga, Pam se levanta, alza su vaso y propone un brindis.

—¡Por las mujeres!

—¡Por las mujeres! —contestamos todas a la vez.