CAPITULO XI


del tomo 9


Alquilé el primer piso de la casa en que vivía mi madre, y pasé en Dresde algún tiempo, llevando una vida sana y tranquila. Jugué de vez en cuando, con extrema prudencia, y me encontré con una ganancia de unos cuantos centenares de ducados, cuando fui a pasar una temporada en Leipzig, donde recobré mis fuerzas perdidas y hasta engordé de nuevo a fuerza de comer alondras que son allí abundantes y exquisitas.

Una vez restablecido, regresé a Dresde; mas no tardé en emprender un viaje para Praga y Viena.

En esta última ciudad alquilé un piso, y muy pronto conocía varias notabilidades, utilizando cartas de recomendación de que iba provisto.

Allí volví a ver a Casalbigi el mayor, que trabajaba para el ministerio, bajo las órdenes del príncipe Kaunitz.

Con frecuencia iba a casa de Metastasio, al teatro, cada día en que bailaba Vestris, llamado de París por el emperador.

Encontré al conde de La Perouse, que solicitaba de la emperatriz el reembolso de medio millón de florines que Carlos VI debía a su padre. Por su conducta conocí a Las Casas, español en extremo inteligente y -cosa rara- muy despreocupado.

Yo vivía en Viena muy tranquilo, bien de salud, y pensando siempre en mi proyectado viaje a Portugal para la próxima primavera.

De Viena pasé a Augsburgo, donde me divertí en los bailes de máscaras y en pequeñas bancas de faraón. Pasé allí cuatro meses entregado a todos los placeres imaginables.

Deseando ir a Spa con un poco de dinero, escribí al príncipe Carlos de Courlande, que se encontraba en Venecia, admirablemente recibido por gran cantidad de personas notables a quienes había entregado cartas mías de recomendación. Le dije que me enviase un centenar de ducados, y para que me los mandase en seguida, incluí en la carta un procedimiento infalible para hacer la piedra filosofal. Le aconsejé que quemase mi carta, asegurándole que me había quedado con la copia. Pero no siguió mi consejo, y le fue encontrada en París, con sus demás papeles, cuando le encerraron en la Bastilla.

Cuando esta fortaleza fue destruida, se encontró mi carta y se imprimió juntamente con otros documentos curiosos, que luego fueron traducidos al alemán y el inglés.

Al verme con bastante oro en el bolsillo, salí de Augsburgo. Era el 14 de junio de 1767. Me encontraba en Ulm, cuando un correo del duque de Wurtemberg pasó para ir a Luisburgo, a avisar que Su Alteza Serenísima iba a llegar de Venecia dentro de cinco o seis días. Aquel correo traía una carta para mí, del príncipe Carlos de Courlande. Un oficial que se hallaba presente me dijo que se encontraba en Stuttgart cuando aquel episodio de la cuestión de juego, y que los tres oficiales que quisieron explotarme y hacerme arrestar, habían sido finalmente individualizados.

Leyendo la carta, que sólo se refería a asuntos generales, se me ocurrió decir que Su Alteza Serenísima me nombraba secretario particular con mil doscientos escudos de sueldo.

Después de haber pasado una excelente noche, me desperté con la idea deliciosa de ir a Luisburgo, no para batirme con los tres oficiales, que se encontraban allí, sino para intimidarlos y vengarme de ellos con mis burlas.

Cuando llegué a Luisburgo, todo el mundo me felicitó por mi nombramiento. Gracias al correo y al oficial que se encontraba presente cuando aquel me entregó la carta, la noticia de mi nuevo cargo circuló rápidamente por la población. No es posible imaginarse la consternación de mis enemigos. Allí encontré a Balleti, que me presentó a Vestris, el célebre bailarín. El lector recordará que Balleti, cuya amistad me fue constante, tomó parte muy activa en mi huida de Stuttgart.

Después de ocho días de fiestas, en que me divertí en extremo, el correo que precedía al duque llegó a las diez de la mañana, anunciando que Su Alteza Serenísima llegaría a las cuatro.

Tan pronto como supe esta noticia, me despedí de Balleti y partí con mi equipaje a Manheim, y de allí a Schwetzingen, donde estaba la corte del elector palatino. Pasé allí quince días deliciosos, y partí luego para Maguncia, donde fleté una barca que me llevó a Colonia con mi equipaje y mi coche. Era a fines de julio. Me apresuré a visitar a la señora del burgomaestre, que detestaba al general Kettler, y me había tratado tan bien hacía siete años. Pero encontré a la señora arrepentida de sus faltas, y viendo que se negaba a otorgarme los favores de otro tiempo, tomé el camino de Aix-la-Chapelle, población de baños conocida también por el nombre de Aquisgrán, donde encontré a una infinidad de amigos y amigas; pero todos se hallaban listos ya para partir a Spa, y no vacilé en seguirlos.

En Spa, punto de reunión de gente acaudalada y de aventureros, eran menos los que iban a tomar aguas que los que acudían a jugar o a buscar aventuras.

Yo jugé con prudencia y gané para pagar todos mis gastos y triplicar mi fortuna.

Allí encontré al barón Croce, quien después de haber perdido su dinero y el dinero obtenido de las alhajas de una joven belga, a quien había seducido, huyó a Polonia, dejando a la infeliz conmigo.

Como Croce le había contado varias veces la historia de la marsellesa que había abandonado en una posada de Milán, sin dejarle más que el consejo de acudir a mí, Carlota, que así se llamaba, tenía por buena la combinación que, por segunda vez, me hacía depositario de una joven que el desgraciado jugador abandonaba en una situación peor que la primera, puesto que se hallaba encinta de ocho meses.

Carlota veía claramente que yo la apreciaba, y me agradecía el respeto que por ella sentía.

Salimos de Spa sin criados, y cuando hubimos llegado a Lieja, tomamos el camino de las Arderías, a fin de evitar Bruselas, país de Carlota; en Luxemburgo tomamos un criado que me sirvió hasta París, donde nos hospedamos en la calle y hotel de Montmorency.

París me pareció un nuevo mundo, el viejo había desaparecido. La señora de Urfé había muerto; mis antiguos amigos habían cambiado de casa o de fortuna; encontré a pobres enriquecidos y a ricos arruinados; nuevos edificios, calles nuevas; no me parecía la misma ciudad. Todo estaba más caro.

Mi primera visita fue para la señora de Rumain, que se alegró muchísimo de verme. Le devolví el dinero que había tenido la gentileza de hacerme entregar en un momento de apuros.

Mi hermano vivía en el barrio de Saint-Antoine. El y su mujer se empeñaban en que fuese a vivir con ellos; yo le prometí aceptar su invitación cuando la señora que venía conmigo hubiese sido liberada de su estado de gravidez.

Después de haber cumplido con amigos y parientes, dediqué todo el tiempo a Carlota, que yo había instalado cómodamente en casa de Madame Lamarre, comadrona que vivía en la calle del barrio de Saint-Denis.

El 17 de octubre, dio felizmente a luz un niño, que fue bautizado con el nombre de Giacomo Cario de la Croce y depositado en el hospicio de Expósitos, con una bolsa adecuada para su educación.

El 26 del mismo mes, la infeliz Carlota murió atacada por una espantosa fiebre. Día de amarguísimo recuerdo para mí. La noche antes, mi hermano me había entregado varias cartas, las abrí, y la primera que leí era del señor Dándolo, que me anunciaba la muerte del señor Bragadino. Esto agotaba la capacidad de mi dolor. Yo perdía a un hombre que durante veintidós años me había servido de padre, viviendo económicamente y aun contrayendo deudas para atender a mis necesidades. Como su fortuna estaba vinculada a otros no pudo dejarme nada absolutamente. Sus acreedores se apoderaron de los muebles y la biblioteca. Sus dos amigos eran pobres y yo sólo podía disponer de su amistad. Esta terrible noticia iba acompañada de una letra de cambio de mil escudos que el difunto, previendo su fin inminente, me había enviado veinticuatro horas antes de morir.

Pasé tres días en casa de mi hermano sin salir. Mi viaje a Madrid estaba resuelto y pedí a la princesa Lubomirska una carta de recomendación. Esta princesa, que había escrito a su primo el rey de Polonia para decirle que en cuanto a mi persona había escuchado calumnias, me dio una carta para el conde de Aranda. El marqués de Caraccioli me dio tres, una para el príncipe de la Católica, ministro de Nápoles en Madrid, una para el duque de Losada, gran mayordomo y favorito del rey y otra para el marqués de Mora Pignatelli.

El día 4 de noviembre, hallándome en un concierto, oí pronunciar mi nombre. Era un joven, sentado entre dos viejos, que dijo entre otras cosas:

–Me cuesta al menos un millón que robó a mi pobre tía, la marquesa de Urfé.

–No es usted más que un desvergonzado -dije yo-. Si nos encontrásemos fuera, le daría un puntapié en el trasero para enseñarle a hablar.

Dicho esto salí a la calle donde aguardé un rato, a ver si el joven salía.

Dos días después, hallándome en casa de mi hermano, recibí por escrito una orden del rey para que saliese de París en el término de veinticuatro horas.El caballero de San Luis, que me entregó esta orden, me dijo que lo de las veinticuatro horas era pura fórmula, que podía salir cuando hubiese hecho todos mis preparativos, pero que le prometiese no ir al teatro ni a los paseos públicos. También me dijo que el motivo de aquella orden era mi amenaza de un puntapié en el trasero del locuaz e impertinente joven del concierto que era par de Francia.

La orden era del 6 de noviembre y no salí de París hasta el 20. Mi pasaporte del duque de Choiseul, para servirme de caballos de posta, es del día 19 de noviembre, y todavía lo conservo.

Partí solo, sin criado, muy triste, con cien luises en el bolsillo y una letra de cambio de ocho mil francos sobre Burdeos.

La muerte me había aislado; me encontraba entrado en años, sin recursos, y con pocas esperanzas de seguir conquistando el corazón de las mujeres.

Después de haberme detenido a comer y descansar en Poitiers y en Angulema, llegué a Burdeos, espléndida ciudad; la primera de Francia después de París, pese a Lyon, que no vale tanto como ella. Pasé ocho días allí, dándome buena vida, pues se vive en Burdeos mejor que en ninguna otra parte.

Después de haber hecho el traspaso de mis ocho mil francos sobre Madrid, crucé las Landas, Mont-de-Marson, Bayona y San Juan de Luz, donde vendí mi silla de posta que había comprado en París al vender mi hermoso coche. De allí pasé a Pamplona atravesando los Pirineos, montado en un mulo, con otro que llevaba mi equipaje. Estas montañas me parecieron mucho más imponentes que los Alpes. Son más agradables, más variadas, más pintorescas y más verdes que estas.

En Pamplona, el cochero Andrés Capello se encargó de mí y de mi equipaje, y partimos para Madrid. Las primeras veinte leguas no me cansaron, porque la carretera era tan buena como en Francia; pero después, no puedo decir que la encontré mala, sino que no encontré carretera alguna. Subidas y bajadas, rápidas, empinadas, sin ninguna huella de que hubiese pasado por allí coche alguno.

No cabe imaginar que haya viajeros amantes de las comodidades que elijan aquel camino para ir a Madrid. Por esto no me sorprendió encontrar sino lamentables posadas, buenas para arrieros que conviven con sus muías. Eso sí, los precios eran casi inexistentes.

Dormí la segunda noche en Agreda, aquella villa fea y triste donde sor María de Agreda enloqueció hasta el punto de escribir la vida de la Virgen dictada por la madre del Salvador. Me dieron su obra a leer hallándome encerrado en los Plomos, y el lector recordará tal vez que las elucubraciones de esta visionaria casi me hicieron perder el juicio o la sensatez.

Andábamos diez leguas de España por día. Una mañana, creí que íbamos precedidos de una docena de capuchinos; al llegar cerca de ellos, vi que eran mujeres de todas edades.

–¿Qué es eso? – le dije al señor Andrés- ¿Se han vuelto locas esas mujeres?

–No señor: llevan el hábito de capuchino por devoción, y estoy seguro de que ninguna lleva camisa.

Llevar hábito de capuchino para agradar más al Creador me pareció cosa muy extraña.

La puerta del cuarto que me daban en todas las posadas se cerraba por fuera y no por dentro. No dije nada las dos primeras noches, pero la tercera dije a mi cochero que aquello no me agradaba.

–Hay que pasar por ello en España, señor don Giacomo, porque la Santa Inquisición ha de poder enviar a sus esbirros a ver qué hacen los extranjeros en sus cuartos, y por consiguiente, los viajeros no pueden cerrarse por dentro.

–¿Qué le importa a la Inquisición?

–Quiere saberlo todo: si come carne los días de abstinencia, si en el cuarto hay varias personas de ambos sexos, si las mujeres duermen solas o con hombres y en último caso si son esposos legítimos. La Santa Inquisición vigila a todas horas nuestra salvación eterna.

Empezando a conocer poco a poco la nación en que iba a vivir, llegué a Guadalajara, luego a Alcalá y por fin a Madrid.

La lengua española me pareció la más agradable, la más rica de las modernas. No hay duda que es una de las más sonoras, más enérgicas y majestuosas del mundo. Se pronuncia ore rotundo y es susceptible de la armonía más poética. Sería igual, superior quizá a la italiana para la música, si no tuviese tres letras guturales que estropean su dulzura. Al entrar por la puerta de Alcalá, me registraron el equipaje, y como los empleados fijaban su atención en los libros, les disgustó mucho no hallar más que la Ilíada en griego y Horacio en latín. Me los requisaron, pero me los devolvieron después, en el café donde me había hospedado, calle de la Cruz.

En la puerta de Alcalá, un empleado me pidió un polvo de rapé; abro mi caja y se la presento; pero en vez de tomar el polvo, se apodera de la caja diciendo:

–Señor, este tabaco es maldito en España.

Era rapé de París.

El insolente me devolvió la caja después de haber echado el rapé al suelo.

Bastante bien alojado, sólo sentí la falta de fuego, pues el frío era seco y más vivo que en París, a pesar de los cuarenta grados de latitud. Esto es a causa de que Madrid es la ciudad más elevada de Europa y está rodeada de altas montañas, como el Guadarrama, que con frecuencia se cubre de nieve. El aire de Madrid no es bueno para los extranjeros; ahoga a los físicos algo corpulentos; es bueno para los españoles que son, en general, secos y delgados.

Los hombres tienen el espíritu limitado por muchas preocupaciones, mientras que las mujeres, aunque ignorantes, son generalmente vivarachas y graciosas. Pero unos y otras se hallan animados de deseos, de pasiones, tan vivas como el aire que respiran, tan ardientes como el sol que ilumina aquellas regiones.

El español convierte en cuestión de honra el más mínimo desliz de la mujer que le pertenece. Las intrigas de amor son en extremo misteriosas y llenas, según me dijeron, de peligros.

Los hombres son más bien feos que buenos mozos, a pesar de numerosas excepciones, mientras que, en general, las mujeres son bonitas.

El amante más dispuesto a arrostrar los peligros, es el preferido siempre. En el paseo, en la iglesia, en el teatro, las españolas hablan con los ojos a quien quieren; poseen este seductor lenguaje a la perfección.

Mientras hacía instalar una estufa en mi cuarto, me dijeron que podía ir a calentarme a la puerta del Sol, ancha plaza donde el calentador universal prodiga sus riquezas. Allí vi a muchos hombres que se paseaban, ya solos y a prisa, ya lentamente, hablando con sus amigos. No me gustó este paseo.

Entregué todas mis cartas, empezando por la del príncipe Lubomirski al conde de Aranda. Este era el que, en un día, había librado a España de todos los jesuítas. Más poderoso en Madrid que el mismo rey, era presidente del consejo de Castilla, y no salía sino acompañado de una guardia real. Filósofo profundo, gran político, intrépido, determinado, inflexible, vividor disimulado, hacía en su casa todo lo que prohibía a los demás.

Este señor, bastante feo y bizco, me recibió con cierta frialdad. Cuando le hube dicho que no podía contar con apoyo del embajador de Venecia, me aconsejó que procurase divertirme sin esperar que el rey pudiese utilizar mis servicios.

Luego fui a la casa del embajador de Nápoles, que me habló en el mismo sentido; y no de otro modo me habló el marqués de Moras, con ser el más amable de todos los españoles. El duque de Losada, mayordomo mayor y favorito de Su Majestad Católica, sintiendo no poder hacer nada a pesar de sus buenos deseos, me aconsejó que procurase introducirme en casa del embajador de Venecia y captarme su apoyo, a pesar de mi situación con el consejo de los Diez, que él podía pasar por alto. Me dispuse a seguir los consejos de aquel prudente anciano, y para ello escribí una carta urgente al señor Dándolo, pidiendo una carta de recomendación que obligase al embajador a favorecerme en la corte, a pesar de mi causa pendiente con los Inquisidores de Estado.

Me presenté luego a Gaspar Soderini, secretario de la embajada de Venecia, hombre de talento, prudente y honrado, quien sin embargo, llegó a decirme que le extrañaba que yo hubiese tenido el atrevimiento de presentarme en la embajada.

Me defendí justificadamente y pareció aprobar mi conducta; tanto que me aconsejó escribiera al embajador repitiéndole lo que acababa de decirle.

Le escribí, efectivamente, y un día después me anunciaron al conde Manucci, joven de porte distinguido. De parte del embajador Moncenigo, me dijo que éste deseaba verme como particular, ya que no podía recibirme como representante de Venecia.

–Lo conoce y lo aprecia -añadió el conde.

El embajador me recibió muy bien, pero me dijo que no podía recibirme públicamente sin crearse enemigos.

A pesar de su reputación pederástica, Moncenigo era querido en Madrid. Me reí, en un baile, de un grande de España que me dijo con cierto misterio, al verme con Manucci, que este joven era la mujer del embajador. Yo sabía que, de hecho, lo que sucedía era lo contrario.

Hice varias visitas al pintor Mengs, quien hacía diez años que estaba al servicio bien pago de Su Majestad y me dio excelentes comidas con sus amigos. En su casa conocí al arquitecto Sabatini, que construyó las cloacas y dio salubridad a Madrid.

Para distraerme frecuentaba el teatro y los bailes de máscaras que el conde de Aranda había establecido en Madrid, en una sala construida para ello, llamada los Escaños del Peral. En un gran palco situado en frente del escenario permanecían los padres de la Inquisición para vigilar por las buenas costumbres y decencia del público y los actores.

Los españoles fundamentan toda su religión en la práctica aparente del culto exterior. No hay mujer libertina que, antes de entregarse a los deseos de su amante, no empiece por cubrir con un velo la imagen del crucifijo o de la Virgen que se halla en el cuarto.

En Madrid, todo hombre que come en una hostería con una mujer, en un cuarto reservado, ha de soportar que el camarero permanezca constantemente en la habitación, a fin de que pueda jurar, después de la comida, que aquel hombre y aquella mujer no han hecho más que comer y beber.

A pesar de todas estas precauciones, el libertinaje es extraordinario en Madrid, con la circunstancia agravante de la hipocresía.

Las mujeres son peligrosas por las enfermedades que muchas de ellas comunican a los que obtienen sus favores.

El baile de máscaras es sumamente divertido. A medianoche, al son de orquesta y palmoteos, se baila el famoso fandango, baile mucho más animado y más loco de lo que yo me había figurado. Cada pareja toma mil actitudes de extraordinaria lascivia. Allí se encuentra la expresión del amor, desde su nacimiento hasta su fin, desde el suspiro que desea hasta el éxtasis del goce. Me parecía imposible que después de semejante danza, la bailarina pudiese rehusar nada a su bailarín. Aquella bacanal me daba tanto gusto que yo lanzaba gritos de aprobación. Mas para formarse una verdadera idea del fandango, hay que verlo bailar por gitanas y gitanos. Un caballero, a quien conocí en los Escaños del Peral, me presentó a una señora de mediana edad que se llamaba la Pichona, cuya tertulia frecuenté.

Ante todo, quise aprender el fandango y me lo enseñó un actor y bailarín que también me dio lecciones de lengua castellana. En tres días supe bailar perfectamente aquella danza popular y di pruebas de ello en el baile de máscaras.

La Pichona había sido actriz, como supe poco tiempo después de haberle sido presentado, y debía su fortuna a la protección del duque de Medinaceli. Este fue a visitarla un día de mucho frío y habiéndola encontrado sin fuego, por no tener con qué comprar carbón, le envió un brasero de plata, con cien mil duros en oro. Desde entonces, la Pichona vivía muy holgadamente y tenía una agradable tertulia.

Por aquellos días murió el duque, después de una enfermedad de cuarenta y ocho horas. Cuando la Pichona me anunció tan triste noticia, supe que era él quien me la había presentado en el baile, lo cual me sorprendió en extremo.

No tardé en proporcionarme una buena pareja para los bailes; la casualidad me hizo conocer a la hija de un zapatero remendón, muchacha muy linda, mezcla de devoción y lujuria, con la cual pasé muy buenos ratos.

Llegó el miércoles de Ceniza, día en que se pasa, sin transición, de la locura a la piedad, del paganismo con sus bacanales al cristianismo con sus misterios y su símbolo más ortodoxo.

Pocos días después, un hombre de mal aspecto se me acercó en la calle y me dijo que lo siguiera a un claustro donde me diría algo que me interesaba mucho. Lo seguí en silencio, y cuando estuvo seguro de que nadie nos veía, me dijo que el alcalde Mesa iba a hacer una requisa en mi casa, aquella misma noche con todos sus secuaces.

–Y yo soy uno de ellos -añadió- No ignora que tiene armas prohibidas, escondidas debajo de la estera, detrás de la estufa, y sabe, o cree saber, otras cosas que lo autorizan a llevarlo a la cárcel.

Alterado entonces por el aviso de aquel hombre, a causa de la circunstancia verdadera de las armas, le puse un doblón en la mano y me fui a mi casa, agarré mis armas bajo la capa y me refugié en casa de Mengs. Por pertenecer al rey, la casa en que vivía el célebre pintor era inviolable.

Al día siguiente, supe por mi patrón que el alcalde había hecho en mi cuarto la denunciada pesquisa con tres esbirros.

Mengs temía comprometerse dándome asilo; para tranquilizarlo me dispuse a partir. Mi coche me aguardaba a la puerta, cuando se me acercó un capitán que me dijo:

–Le ruego, caballero, que me siga sin violencia al cuerpo de guardia del Buen Retiro, donde permanecerá preso. Siendo real esta casa no puedo emplear la fuerza; pero le advierto que en menos de una hora el caballero Mengs recibirá la orden de hacerlo salir y entonces se lo detendrá por la fuerza.

–Voy a seguirlo pero antes me permitirá escribir cuatro cartas.

–No puedo esperar ni dejarlo escribir; podrá hacerlo cuando esté arrestado.

–Esto basta, y voy a obedecerle. Me acordaré de España cuando, en el resto de Europa, halle gentes libres que tengan tentación de viajar por esta tierra como yo.

El capitán me condujo al palacio del Buen Retiro, que la familia real había abandonado y que sólo servía de cárcel y cuartel. En este palacio se preparaba Felipe V, con la reina, para la celebración de las pascuas.

La sala en que me encerraron era muy grande y olía muy mal. En ella había unos treinta presos, diez de los cuales eran soldados. Vi diez o doce camas muy anchas y unos cuantos bancos, pero ni sillas ni mesa alguna.

Supliqué a un soldado que me proporcione papel, pluma y tintero, y le di un duro para ello. Tomó el duro riéndose, se fue y no volvió.

Me senté en una cama, pero al poco tiempo tuve que levantarme, viéndome lleno de chinches cuya plaga parece endémica en España.

Mis compañeros de miseria comieron una mala sopa de ajos y pan detestable, sin más que agua para beber. Dos curas y un individuo a quien daban el nombre de corregidor comieron de modo excelente.

A las cuatro, un criado de Mengs me trajo una comida abundante. A las cinco, pregunté al oficial de guardia si me estaba permitido escribir.

–Fue un abuso no haberlo permitido -me contestó.

–En tal caso, ¿le está permitido a un soldado a quien encargan que compre papel y tinta, tomar un duro y no volver?

–¿Quién es ese soldado?

Habían relevado la guardia y nadie supo decir quién era.

–Le prometo -dijo el oficial- que haré que le devuelvan el dinero y mandaré castigar al soldado; mientras tanto, va a tener de inmediato todo lo necesario para escribir, una mesa y luz.

Me saqué del bolsillo tres duros, diciendo a aquellos miserables que los daba a quien me nombrase al soldado desleal. Inmediatamente hubo un individuo que lo nombró, y otros tres repitieron el nombre. El oficial lo apuntó en su cartera.

Entre mil impertinencias de los presos, escribí varias cartas, llenas de indignación.

Decía a Moncenigo que su deber le imponía defender a un súbdito de su príncipe cuando los subordinados de una potencia bárbara lo asesinaban para apoderarse de sus bienes.

Escribí a D. Manuel de Roda, ministro de gracia y justicia, apelando a él para que se me levantase una prisión injusta. Al duque de Losada le supliqué que pusiese en conocimiento del rey que había quien asesinaba en su nombre a un veneciano que no había cometido delito ni contravención.

Pero la más vigorosa de las cuatro cartas que escribí fue la que dirigí al conde de Aranda. Según costumbre mía, me quedé con copia de las cartas y las mandé por un criado que me envió Manucci.

Pasé una de las noches más horribles que pudo imaginar Dante para tormento de sus condenados. Todas las camas estaban ocupadas, y aún sin ser así, no me hubiera acostado en ninguna. Diez veces pedí un poco de paja; pero aunque me la hubiesen traído, no hubiera sabido dónde colocarla, porque todo el piso estaba inundado; para tanta gente no había más que dos o tres orinales, y cada cual hacía donde mejor le parecía.

Pasé la noche sobre un estrecho banco, con mi brazo por almohada.

El día siguiente, a las siete de la mañana, vino Manucci y me hizo descender al cuerpo de guardia, donde tomamos chocolate con el oficial. Quedaron horripilados de oir mis tormentos nocturnos.

Más tarde vinieron a verme una muchacha con quien yo había contraído relaciones, y su padre, un pobre zapatero de alma noble y generosa que me puso con disimulo un cartucho de doce onzas de oro en la mano, diciéndome que se las devolvería cuando pudiese. Le estreché la mano afectuosamente, le dije que yo llevaba cincuenta en el bolsillo y que no se las enseñaba por temor de que las vieran los pillos que me rodeaban. El buen hombre se guardó su dinero llorando. Esta especie de caracteres no son raros en España, donde la exaltación heroica es general; pero los extremos se tocan.

El criado de Mengs me trajo la comida a las doce.

A la una me llevaron a un cuarto donde vi mi carabina y mis pistolas. El alcalde Mesa, sentado a una mesa llena de expedientes, con dos esbirros al lado me dijo que me sentara y me ordenó que contestase con precisión a sus preguntas, advirtiéndome que mis respuestas serían registradas.

–Apenas entiendo el español, – le dije- y no contestaré sino por escrito a cualquiera que me interrogue en italiano, en francés o en latín.

Esta contestación, dicha con firmeza y aplomo, lo sorprendió. Me habló durante una hora; yo lo comprendía todo, pero no hacía más que contestarle:

–No entiendo lo que dice. Busque un juez que sepa una de las lenguas que yo sé, y entonces contestaré; pero no dictaré, sino que escribiré mis respuestas.

El alcalde se enfureció, pero yo ignoraba sus iras.

Por último me dio una pluma, y me dijo que escribiese en italiano mi nombre, mis antecedentes y lo que hacía en España. No pudiendo negarle esto, me limité a escribir lo siguiente:

"Soy Giacomo Casanova, ciudadano de la República de Venecia, literato, caballero de la Espuela de Oro. Soy bastante rico y viajo por gusto. Me conocen el embajador de Venecia, el conde de Aranda, el príncipe de la Católica, el marqués de Moras y el duque de Losada. En manera alguna he faltado a las leyes de Su Majestad Católica, y sin embargo me arrestan, me encierran con malhechores y ladrones, y esto lo hacen magistrados que merecerían ser tratados con mucha más dureza que yo. No habiendo hecho nada contrario a las leyes, Su Majestad Católica debe saber que no tiene más derecho sobre mí que el de ordenarme salir de sus Estados y obedeceré tan pronto como reciba esta orden. Mis armas, que veo aquí, viajan conmigo hace once años; no las llevo sino para defenderme de los ladrones en la ruta. En mi coche las vieron los oficiales de la puerta de Alcalá, y nadie me las confiscó, lo cual indica que ahora no son más que un pretexto para vejarme". El alcalde se hizo traducir por un individuo lo que el lector acaba de leer. Se levantó y exclamó mirándome furioso:

–¡Válgame Dios! Se arrepentirá de haber escrito estas líneas injustas e insolentes.

Al proferir esta amenaza de inquisidor, se fue furioso, ordenando que me llevaran al sitio de donde venía.

Mi segunda noche en la cárcel fue todavía más horrible que la primera.

Por la mañana volvió Manucci con un chocolate excelente que me reanimó un poco. Momentos después de haberlo tomado, se abrió la puerta y se presentó un oficial superior, acompañado de otros dos.

–¿El señor Casanova? – preguntó.

Yo me adelanté pronunciando mi nombre.

–Señor, – dijo el coronel- Su Excelencia el conde de Aranda se halla a la puerta y siente mucho lo que ha ocurrido. Nada ha sabido hasta que ha recibido su carta, y si le hubiese escrito antes, su detención hubiera sido menos larga…

–Tal era mi intención, coronel, pero un soldado…

Y le conté la mala jugada del soldado ladrón.

El coronel dio al capitán una dura reprimenda, le ordenó que me devolviese él mismo un duro que tomé riéndome, y que hiciese venir al soldado para castigarlo en mi presencia.

El emisario del conde de Aranda era el conde Reya, coronel del regimiento de guarnición en el Buen Retiro. Después de haber escuchado el relato de mi arbitrario encarcelamiento y de mis padecimientos, me aseguró que todo el mal procedía de la denuncia calumniadora de mi criado, pillastre que no volví a ver.

–Cuando invite al pintor Mengs, le ruego que lo acompañe a comer conmigo -añadió el coronel en el momento de marcharse.

A las tres de la tarde vino el alcalde Mesa a decirme que le siguiera, pues tenía orden de acompañarme a mi casa, donde contaba que yo hallaría todo lo que había dejado. Uno de sus agentes recibió el encargo de llevar mis armas a mi domicilio. El oficial de guardia me entregó mi espada.

Una vez en mi casa con el alcalde y sus secuaces, dije que lo hallaba todo en el orden en que lo había dejado.

Después de haberme lavado y vestido, la gratitud antes que el amor me hizo ir a casa del honrado y generoso zapatero. El buen hombre estaba tan orgulloso de haber adivinado que yo era víctima de un error, como contento de volverme a ver en libertad. Su hija Ignacia estaba loca de alegría, y mi amor por ella aumentó considerablemente.

Al salir de casa del honrado menestral, fui a ver a Mengs, a quien sorprendió mucho verme tan pronto en libertad. Lo encontré vestido de etiqueta para ir a hablar en favor mío a don Manuel de Roda; le di las gracias por sus buenos deseos y él me entregó una carta de Venecia que acababa de recibir. La abrí, era del señor Dándolo y contenía otra para el señor de Moncenigo. El señor Dándolo me decía que después de la lectura de aquella carta, el embajador no temería ya disgustar a los Inquisidores de Estado presentándome públicamente, pues la persona que la escribía me recomendaba a él de parte de los tres inquisidores.

Oyendo esto, Mengs me dijo que de mí dependía hacer mi fortuna en España mediante una buena conducta, principalmente en el momento en que todos los ministros se hallaban en la necesidad de hacerme olvidar el desagradable episodio que se me acababa de hacer padecer.

Llevé la carta al embajador quien, después de haberse enterado del contenido, me invitó a comer en compañía de Mengs y me dijo que iba a presentarme a la corte la semana siguiente.