CAPITULO IV

del tomo 6


Este es, señor de Voltaire -le dije- el momento más hermoso de mi vida. Hace veinte años que soy su discípulo, y me siento feliz por lo que significa ver a mi maestro.

–Caballero, hónreme aun durante veinte años y prométame traer, al cabo de ellos, mis honorarios.

–Con mucho gusto, con tal de que me prometa esperarme.

Esta salida, de su escuela, hizo soltar la risa a todos los concurrentes; esto era lo que correspondía, porque los burlones se han hecho para burlarse de unos a costa de otros; y el que los tiene de su parte está siempre seguro de ganar. Esta es la cábala de la buena sociedad.

Además, no me sentí sorprendido; me esperaba alguna cosa así y me cobré mi revancha.

En aquel momento vinieron a presentarle dos ingleses recientemente llegados. "¿Estos señores son ingleses?, dijo Voltaire, bien quisiera serlo yo". Encontré el cumplimiento falso y fuera de lugar, porque era obligar a aquellos señores a que, por cortesía, le dijeran que ellos desearían ser franceses, y si no tenían ganas de mentir se sentirían muy confusos para decir la verdad. Yo creo que, en caso de elección, es lícito al hombre de honor poner a su nación en el primer lugar.

Un momento después, Voltaire me dirigió de nuevo la palabra, diciéndome que, puesto que yo era veneciano, debía conocer al conde Algarotti.

–Lo conozco, no como veneciano, porque las siete octavas partes de mis compatriotas ignoran que tal conde exista.

–Yo debía haber dicho como literato.

–Lo conozco por haber pasado con él dos meses en Padua, hace ya siete años, y lo que llamó mi atención fue la admiración que tenía por el señor Voltaire.

–Esto es halagüeño para mí, pero no hay necesidad de ser admirador de nadie para merecer la estimación de todos.

–Si no hubiera empezado por admirar, Algarotti jamás hubiera alcanzado la condición de pedagogo. Admirador de Newton, ha conseguido que las señoras hablen de la luz.

–¿Lo ha logrado?

–No tan bien como el señor de Fontenelle en su Pluralidad de mundos; pero a pesar de esto se puede decir que lo ha conseguido.

–Es verdad. Si le ve en Bolonia, le ruego le diga que espero sus cartas sobre Rusia. Puede dirigírmelas a Milán, a casa de mi banquero Bianchi, quien me las enviará.

–Si le veo, no dejaré de decírselo.

–Me ha dicho que los italianos no están contentos de su escritura.

–Lo creo; en todo lo que ha escrito, abundan los galicismos. Su estilo es lastimoso.

–¿Pero es que los giros franceses no hacen más hermosa esa lengua?

–La hacen irresistible como lo sería la francesa acribillada de palabras alemanas o italianas, aun cuando fuera el señor de Voltaire quien la escribiese.

–Tiene razón; es preciso escribir con pureza cualquier lengua. Se ha criticado a Tito Livio diciendo que su latín parecía paduano.

–Cuando yo empezaba a aprender esa lengua, el abate Lazzarini me dijo que prefería Tito Livio a Salustio.

–¿El abate Lazzarini, autor de la tragedia Ulises el joven? Debía ser bien joven entonces, y yo hubiera querido conocerlo. En cambio he conocido mucho al abate Conti, que había sido amigo de Newton y cuyas tragedias recorren toda la historia romana.

–Yo también le he conocido y admirado. Yo era joven, pero me alegraba cuando era admitido en la sociedad de estos grandes hombres. Me parece que es ayer, aunque hace ya bastantes años, y ahora, ante usted, mi inferioridad no me humilla; yo quisiera ser el segundo de todo el género humano.

–Sería sin duda más dichoso que siendo el primero. ¿Acaso puedo preguntarle cuál es su literatura predilecta?

–Ninguna; pero esto vendrá quizá. Entretanto, leo cuanto puedo y me gratifico en estudiar al hombre viajando.

–Este es el medio para conocerle; pero el libro es muy grande. Se llega más fácilmente a un buen resultado leyendo la historia.

–Sí, si no mintiera. No se está seguro de los hechos, fatiga, y el estudio práctico del mundo divierte. Horacio, que me sé de memoria, es mi itinerario y lo encuentro en todas partes.

–También Algarotti conoce a Horacio al dedillo. ¿Le gusta la poesía?

–Es mi pasión.

–¿Ha escrito muchos sonetos?

–Diez o doce, que acepto, y dos o tres mil que no he vuelto a leer.

–Italia tiene pasión por los sonetos.

–Sí, si se puede llamar pasión la inclinación a dar a un pensamiento una medida que pueda hacerle resaltar. El soneto es difícil, porque no es lícito alargar ni acortar la idea que ha de adaptarse a los catorce versos.

–Este es el lecho de Procusto, y por eso es que tienen tan pocos buenos. En cuanto a nosotros, no tenemos uno solo bueno, pero es defecto de la lengua.

–Es defecto del genio francés; porque se cree que un pensamiento dilatado ha de perder toda su fuerza y todo su brillo.

–¿Y no comparte esa opinión?

–Perdón. No se trata más que de examinar el pensamiento. Una buena palabra, por ejemplo, no basta a un soneto; esto es, en italiano como en francés, del dominio del epigrama.

–¿Cuál es el poeta italiano que prefiere?

–Ariosto; pero no puedo decir que prefiera a los otros porque es el único que me gusta.

–Sin embargo, conoce los otros.

–Creo haberlos leído todos, pero todos desmerecen ante Ariosto. Cuando hace quince años, leí todo lo malo que de él usted dijo, pensé que se retractaría cuando lo hubiera leído.

–Le doy gracias por haber creído que no lo había leído. Lo había leído, pero yo era joven, poseía superficialmente su lengua y con un criterio influido por italianos que adoraban al Tasso, tuve la desdicha de publicar un juicio que creía el mío, mientras no era sino el de la prevención irreflexiva de los que me habían influido. Adoro a Ariosto.

–¡Ah! Señor Voltaire, respiro. Pero, por favor, deje de lado a la obra en que ha ridiculizado a tan grande hombre.

–¿Para qué? Mis libros están todos excomulgados, pero le voy a dar una buena prueba de mi cambio de parecer.

Quedé absorto. Aquel grande hombre se puso a recitar los dos más largos trozos de los cantos treinta y cuatro y treinta y cinco, donde el divino poeta habla de la conversación de Astolfo con el Apóstol San Juan, y lo hizo sin omitir un solo verso, sin cometer la menor falta contra la prosodia. En seguida señaló las bellezas con toda la sagacidad que le era natural, y con toda la precisión de un grande hombre. Hubiera sido injusto esperar nada mejor de los comentaristas más hábiles de la Italia. Yo le escuchaba con toda la atención posible, respirando apenas, y deseando encontrarle un error en un solo punto, pero perdí el tiempo. Me volví hacia donde estaba la gente exclamando que estaba sorprendido, y que informaría a toda Italia de mi admiración. "Y yo, caballero, repuso Voltaire, informaré a toda Europa de la reparación que debo al mayor genio que ha producido".

Insaciable de elogios, que por tantos títulos él merecía, Voltaire me dio al día siguiente la traducción que había hecho del Ariosto que comienza por este verso:

Quindi avvien che tra principi e signori* [* Sucede luego que entre príncipes y señores.]

Al terminar el recitado, que le valió los aplausos de todos los asistentes, aunque algunos de ellos no comprendiesen el italiano, la señora Denis, su sobrina, me preguntó si yo creía que el trozo que su tío acababa de recitar era uno de los mejores del gran poeta.

–Divino, señora; pero no es el más hermoso.

–¿Lo han santificado? No lo sabía -dijo Voltaire.

A estas palabras, todo el mundo se echó a reir, excepto yo, que me quedé callado. Voltaire, picado porque yo no me reía como los otros, me preguntó el motivo.

–¿Piensa -me dijo-, que es por un trozo más que humano por lo que se le ha dado el calificativo de divino?

–Seguramente.

–¿Y cuál es ese trozo?

–Son las treinta y seis últimos versos del canto vigésimo tercero, en el que el poeta describe cómo Rolando se volvió loco. Desde que el mundo existe, nadie ha sabido cómo se adquiere la locura, si no es Ariosto, que lo estuvo a fines de su vida. Estos versos dan horror, señor Voltaire, y estoy seguro de que lo han hecho temblar.

–Sí, los recuerdo; pintan espantoso el amor. Desearía volver a leerlos.

–¿No nos complacería recitándolos? – me dijo la señora Denis, dirigiendo a su tío una mirada disimulada.

–Con mucho gusto, señora, si tiene la bondad de escucharme.

–¿Acaso se ha tomado el trabajo de aprenderlas de memoria? – me dijo Voltaire.

–Diga el placer, porque no me ha costado ningún trabajo. Desde la edad de dieciséis años no he dejado pasar uno sin leer a Ariosto dos o tres veces: es mi pasión y quedó grabado en mi memoria sin que yo me haya tomado el menor trabajo. Lo sé todo, a excepción de sus largas genealogías y sus largas tiradas históricas, que cansan la imaginación pero no conmueven. Y además de aquellos los versos de Horacio que están grabados en mi mente, a pesar de la construcción algunas veces demasiado ligera de sus epístolas, que están muy lejos de las de Boileau.

–Boileau es algunas veces muy lisonjero, señor Casanova; acepto a Horacio, que también hace mis delicias; pero para Ariosto, cuarenta grandes cantos es demasiado.

–Son cincuenta y uno, señor Voltaire. El gran hombre quedó mudo, pero allí estaba la señora Denis.

–Veamos, veamos -dijo ella- estas treinta y seis estancias que hacen estremecer, y que han merecido a su autor el título de divino.

Comencé a recitarlas, con tono seguro, pero no declamándolas con la monotonía adoptada por los italianos, y que los franceses nos reprochaban justificadamente. Los franceses serían los mejores declamadores, si no se lo impidiera la rima, porque son, de todos los pueblos, los que más justamente sienten lo que dicen. No tienen ni el tono apasionado y monótono de mis compatriotas, ni el tono sentimental y exagerado de los alemanes, ni la manera fatigosa de los ingleses: dan a cada período el sentido y la modulación de voz que más conviene a la naturaleza del sentimiento que quieren expresar; pero la cadencia obligada les hace perder parte de estas ventajas. Yo dije los bellos versos de Ariosto como una hermosa prosa cadenciosa que animaba con el sonido de la voz, con el movimento de los ojos, y modulé mis entonaciones según el sentimiento que quería inspirar en los otros. Se veía, se conocía el esfuerzo que hacía para contener mis lágrimas, que de todos los ojos corrían pero cuando estuve en esta estrofa:

Poichè allargare il freno al dolor poute,

Che resta sola senz 'altrui rispetto,

Giü dagli occhi rigando per le gote.

Sparge un fiume di lacrime sul petto.

mis lágrimas escaparon con tanta abundancia que todos mis oyentes empezaron a lagrimear. Voltaire y su sobrina se aproximaron, pero sus palabras no pudieron interrumpirme, porque Rolando, para volverse loco, tenía necesidad de demostrar que estaba en el mismo lecho donde poco antes Angélica se había encontrado en los brazos del demasiado feliz Medozo, y era preciso que yo llegase al siguiente pasaje. A mi voz quejumbrosa y lúgubre hice suceder la del terror que nace naturalmente del furor con que su fuerza le hizo cometer estragos semejantes a los que podría ocasionar una horrible tempestad o un volcán acompañados de un terremoto.

Cuando acabé, recibí las felicitaciones de toda la reunión. Voltaire exclamó:

–Yo lo he dicho siempre; el secreto de hacer llorar es llorar uno mismo; pero son precisas lágrimas verdaderas, y para derramarlas hace falta que el alma esté profundamente conmovida.

"Le doy las gracias -añadió abrazándome- y le prometo recitar mañana las mismas estrofas, y llorar como usted”.

Lo cumplió.

–Es extraño -dijo la señora Denis- que Roma, tan intolerante, no haya puesto en el índice el canto de Rolando.

–Bien lejos de esto -dijo Voltaire- León X ha tomado la delantera excomulgando a quien quisiera condenarlo. Las dos grandes familias de Este y de Médicis estaban interesadas en sostenerle. Sin esta protección es probable que el solo verso de la donación de Roma hecha por Constantino a Silvestre, donde el poeta dice puzza forte, hubiera bastado para prohibir todo el poema.

–Yo creo -dije- que el verso que más escándalo ha levantado, es aquel en que Ariosto duda acerca de la resurrección del género humano, y el fin del mundo. Ariosto -añadí- hablando del ermitaño que quería impedir a Rodomonte apoderarse de Isabel, viuda de Zerbino, pinta al africano que, molestado por sus sermones, se apodera de él, y lo lanza tan lejos que va a estrellarse contra una roca, de manera che al novissimo di forse fia desto. Este forse, que quizá el poeta no colocó allí más que como una flor o una retórica, o como una cuña para completar el verso, hizo gritar mucho y sin duda esto hubiera hecho reir, también mucho, al poeta, si le hubiera dado tiempo.

–Lástima, – dijo la señora Denis- que Ariosto no haya sido más sobrio en esas hipérboles.

–Calla, sobrina; están llenas de ingenio y de gracia. Son apenas lunares que el mejor gusto ha derramado en toda la obra.

Hablamos después de mil cosas, en literatura, y por fin surgió el tema de La Escocesa, que habíamos representado en Soleure, hecho que era conocido en Ginebra.

El señor de Voltaire me dijo que si quería representarla en su casa, escribiría al señor de Chavigny para comprometer a mi Lindana a venir a ayudarme, y que él haría el papel de Monrose. Me excusé diciendo que la señora de… estaba en Basilea, y que yo estaba obligado a partir al día siguiente. A estas palabras, Voltaire puso el grito en el cielo y acabó por decirme que mi visita sería insultante para él si no le hacía el sacrificio de quedarme por lo menos una semana entera.

–Señor -le dije- no he venido a Ginebra sino para tener el honor de verlo, ahora que ya he tenido este honor no tengo nada más que hacer.

–¿Pero ha venido aquí para hablarme o para que yo le hable?

–Para hablarle sin duda, pero más aun para que me hable.

–Quédese, pues, tres días por lo menos; venga a comer en mi casa todos ellos, y nos hablaremos. La invitación era tan halagüeña, que hubiera sido imposible rehusar. Acepté, pues, y en seguida me retiré para escribir.

No hacía un cuarto de hora que estaba en mi casa, cuando un síndico de la ciudad, hombre amable, a quien no nombraré, y a quien había visto en casa de Voltaire, vino a invitarme a cenar. "He asistido, me dijo, a su conversación con el grande hombre, y no he abierto la boca, pero deseo pasar una hora con usted". Por toda respuesta lo abracé, pidiéndole perdón por encontrarme vestido de entre casa, y le dije que aceptaba con gusto que pasara conmigo toda la velada.

Aquel amable hombre pasó conmigo dos horas sin hablar un instante de literatura; pero no lo necesitaba para agradarme, porque siendo discípulo de Epicuro y de Sócrates, se pasó el tiempo contando historietas, hablando de toda clase de placeres que podían obtenerse en Ginebra. Antes de dejarme, me pidió que cenara con él al día siguiente.

–Lo espero para que cene conmigo -le dije.

–Bien, pero no hable a nadie de ello.

Yo se lo prometí. A la mañana siguiente vino el joven Fox a verme con los dos ingleses que habían estado en casa de Voltaire. Me propusieron una partida de cartas, acepté, y después de haber perdido unos cincuenta luises, pagué, y nos fuimos a recorrer la ciudad hasta la hora de comer.

Encontramos en Las Delicias al duque de Villars, que acababa de llegar para consultar al doctor Tronchin que, desde hacía diez años, le hacía vivir artificialmente.

Durante la comida permanecí silencioso, pero a los postres el señor de Voltaire, sabiendo que yo no tenía motivos para estar contento del gobierno de Venecia, procuró que hablara sobre esto; yo lo evité, porque traté de demostrar que no hay país en el mundo donde se pueda gozar de más completa libertad. "Sí, me dijo él, con tal que se resigne uno al papel de mudo", y viendo que la conversación no me gustaba, me tomó por el brazo y me llevó a su jardín, del que me dijo era el arquitecto. La gran avenida conducía a una hermosa corriente de agua.

–Este es -me dijo- el Ródano, que yo envío a Francia.

–Es un envío que hace a poca costa.

Sonrió agradablemente, después me enseñó la hermosa calle de Ginebra y el Monte Blanco, que es el pico más elevado de los Alpes.

Haciendo recaer después la conversación sobre la literatura italiana, comenzó a razonar con ingenio y mucha erudición, pero terminaba siempre por un falso juicio. Yo le dejaba decir. Me habló de Hornero, de Dante, de Petrarca, y todo el mundo sabe lo que él pensaba de estos grandes genios; de hecho, se ha perjudicado escribiendo lo que pensaba. Me contenté con decirle que si estos grandes hombres no merecían la consideración de todos los que los estudian, hace mucho que habrían caído del pedestal donde la aprobación les ha colocado.

El duque de Villars y el famoso médico Tronchin vinieron a reunírsenos. El doctor, alto y grueso, bien formado, apuesto, atento, elocuente sin ser hablador, físico, hombre de talento, discípulo de Boerhaave, que le quería, no teniendo ni la jerga, ni el charlatanismo, ni la pretensión de suficiencia de los de la facultad, me encantó. Su medicina estaba basada en el régimen y para hacerlo tenía necesidad además de ser filósofo. Se me ha asegurado, aunque me cuesta trabajo creerlo, que curó a un tuberculoso por medio de la leche de burras, a las que había sometido a fuertes fricciones de mercurio dadas por cuatro peones de carga.

En cuanto a Villars, llamó también mi atención, pero de una manera opuesta a Tronchin. Al examinar su cara y su aspecto, creí ver una mujer septuagenaria vestida de hombre, delgada, descarnada y con pretensiones de haber sido hermosa en su juventud. Tenía las mejillas como enyesadas, los labios retocados de carmín, las cejas teñidas de negro, los dientes postizos, una enorme peluca de donde se desprendía un fuerte olor a ámbar y en el ojal un manojo de flores que le subía hasta la barba. Se esforzaba en ser gracioso en sus gestos y hablaba con una voz tenue, que muchas veces impedía entenderle. Por lo demás, era muy cortés, afable y amanerado según los gustos del tiempo de la Regencia. Era, en todo, un ser soberanamente ridículo. Se me dijo que en su juventud gustaba del bello sexo, pero que cuando ya no servía para nada, tomó el modesto partido de hacerse mujer y mantenía cuatro hermosos barbilindos que por turno tenían el deplorable encargo de dar calor durante la noche a su viejo esqueleto.

Villars era gobernador de Provenza, y tenía la espalda comida por un cáncer. Según la naturaleza, debía haber sido enterrado hacía diez años pero, a fuerza de régimen, Tronchin lo hacía vivir, alimentándolo con lonjas de ternera. Sin este alimento, el cáncer lo hubiera aniquilado. He aquí lo que puede llamarse vivir artificialmente.

Acompañé a Voltaire a su cuarto, donde cambió de peluca y se puso otro gorro, porque siempre llevaba uno para precaverse de los resfríos a que era muy propenso. Vi sobre una mesa la Summa de Santo Tomás, y entre varios poetas italianos, la Secchia rapita de Tassoni.

–Este es -me dijo Voltaire- el único poema trágico-cómico que Italia posee. Tassoni fue monje, gran talento y un sabio tanto como un poeta.

–En calidad de poeta, pase, pero no en calidad de sabio; porque burlándose del sistema de Copérnico, dijo que siguiéndole no podría darse la teoría de las lunaciones ni la de los eclipses.

–¿Dónde ha dicho esa tontería?

–En sus discursos académicos.

–No los tengo, pero procuraré conseguirlos. Tomó una pluma para escribir una nota sobre esto y me dijo:

–Pero Tassoni ha criticado al Petrarca con mucho ingenio.

–Sí, pero por ello ha deshonrado su gusto y su literatura, así como Muratori.

–Aquí están. Admita que su erudición es inmensa.

Et ubi peccat*. [* Este es su pecado.]

Voltaire abrió una puerta y me dijo mostrándome un centenar de gruesos paquetes:

–Esta es mi correspondencia. Aquí hay aproximadamente cincuenta mil cartas a las que he contestado.

–¿Tiene la copia de las respuestas?

–De una buena parte. Esto es trabajo de un muchacho que no tiene otra cosa que hacer.

–Conozco muchos libreros que darían mucho dinero por ser dueños de ese tesoro.

–Sí, pero evite los libreros cuando dé algo al público, si no ha empezado ya; son piratas más terribles que los de Marruecos.

–No tendré tratos con ellos sino cuando sea viejo.

–Entonces serán la plaga de su vejez.

Ante esto le recité un verso macarrónico de Merlin Cocci.

–¿Qué es eso? – preguntó.

–Es un verso de un poema célebre en ochenta cantos.

–¿Célebre?

–Sí, y lo que es más, digno de serlo; pero para apreciarle es preciso conocer el dialecto de Mantua.

–Yo lo entenderé si puede traérmelo.

–Tendré el honor de ofrecérselo mañana.

–Me obliga en extremo.

Vinieron a sacarnos de allí y pasamos, entre los demás invitados, dos horas en conversación. Voltaire desplegó todos los recursos de su talento brillante y fértil y sedujo a todos, a pesar de sus rasgos cáusticos, que no perdonaban ni aun a las personas presentes. Pero tenía un arte inimitable para lanzar el sarcasmo sin herir. Cuando el gran hombre acompañaba sus palabras con una sonrisa llena de gracia, jamás le faltaban las risas de los oyentes.

Tenía su casa dispuesta lo más noblemente posible, y en casa del poeta se hacían buenas comidas, circunstancia muy rara entre sus colegas, que son raramente, como él, los favorecidos de Plutón. Tenía entonces sesenta y seis años y ciento veinte mil libras de renta. Se ha dicho maliciosamente que este gran hombre se había enriquecido engañando a sus libreros; la verdad es que no ha sido, desde este punto de vista, más favorecido que el último de los autores y que lejos de haber engañado a sus libreros, él ha sido muchas veces el engañado por ellos. Es preciso exceptuar a los Cramer, cuya fortuna ha hecho. Voltaire había sabido enriquecerse por otro medio que su pluma, y como avaro por reputación, ha dado muchas veces sus obras, con la única condición de ser impresas y distribuidas. Durante el tiempo que pasé junto a él, fui testigo de una de estas generosidades; regaló la Princesa de Babilonia, cuento encantador que escribió en tres días.

Al día siguiente me levanté inspirado y me puse a escribir al señor de Voltaire una carta en versos libres, que me costó cuatro veces más trabajo que si la hubiera rimado. Se la envié con el poema de Teófilo Falengue, pero hice mal, porque podía haber previsto que no gustaría el poema, porque no puede apreciarse bien lo que no se comprende bien. Al mediodía me dirigí a casa de Voltaire, que no estaba visible, aunque sí, la señora Denis. Tenía esta ingenio, y gusto, erudición sin pretensión y mucho odio al rey de Prusia, a quien llamaba villano. Me dio noticias de nuestra amiga común, mi bella ama de llaves, y me felicitó por haberla casado con un hombre honrado. Aunque hoy día reconozco que tenía muchísima razón, yo estaba lejos entonces de compartir su opinión porque la impresión era muy reciente y muy viva. La señora Denis me pidió le contara mi evasión de los Plomos, pero como el relato era un poco largo, le prometí hacerlo en otra ocasión.

Voltaire no comió con nosotros; no apareció hasta las cinco y lo hizo con un libro en la mano.

–¿Conoce -me dijo- al marqués Albergati Capacelli, senador boloñés, y al conde Paradisi?

–No conozco a Paradisi, pero sí de vista a Albergati, que no es senador sino uno de los cuarenta, y en Bolonia los cuarenta son cincuenta.

–¡Misericordia! He aquí un enigma difícil de adivinar.

–¿Lo conoce usted?

–No pero me ha enviado el Teatro de Goldoni, salchi: chones de Bolonia, la traducción de mi Tancredo, y vendrá a verme.

–No vendrá; no es bastante necio.

–¿Cómo necio? ¿Es necesario serlo para venir a verme?

–No; no por usted seguramente, pero por él, sin duda.

–¿Por qué?

–El sabe que perdería mucho, porque se deleita con la idea que parece tiene usted de él, y si viniera, vería su nulidad, y adiós ilusión. Es un buen hombre que posee seis mil cequíes de renta y tiene la manía del teatro. Es bastante buen actor, y ha escrito algunas comedias en prosa que no resisten ni la lectura, ni la representación.

–Es esta una descripción, a fe mía, que no lo favorece.

–Puedo asegurarle que no lo rebajo.

–Pero, dígame, ¿cómo se explica eso de cuarenta y cincuenta?

De la misma manera que en Basilea es mediodía a las once.

–Comprendo, así como el Consejo de los Diez es de diecisiete.

–Precisamente; pero los malditos cuarenta de Bolonia son otra cosa.

–¿Y por qué son malditos?

–Porque no están sometidos al fisco, y por este privilegio cometen todos los crímenes que quieren con completa impunidad; no pagan como si vivieran fuera del Estado pero viven allí a su gusto y de su renta.

–Esto es una bendición y no una maldición; pero sigamos. ¿El marqués Albergati es sin duda un literato?

–Escribe bien su lengua; pero se escucha, es prolijo y no encierra gran cosa su cabeza.

–¿Ha dicho que es actor?

–Y muy bueno, sobre todo en sus propias comedias, cuando hace el papel de enamorado.

–¿Es buen mozo?

–Sí, sobre la escena, pero no en otra parte, porque su cara no tiene expresión.

–¿Pero agradan sus obras?

–No a los conocedores, porque silbarían si se comprendieran.

–¿Y de Goldoni, qué me dice?

–Todo lo que puede decirse. Goldoni es el Molière de Italia.

–¿Por qué se titula poeta del duque de Parma?

–Sin duda para probar que un hombre de talento, a su lado, queda señalado como un necio; probablemente el duque no lo sabe. También se titula abogado, aunque no lo sea más que en su imaginación. Goldoni es un buen autor de comedias y nada más. Toda Venecia me conoce como amigo suyo, y puedo hablar con conocimiento de causa. No brilla en sociedad, a pesar de que el sarcasmo está presente tan finamente en sus escritos; es un hombre de un carácter extremadamente dulce.

–Esto es lo que me han dicho. Es pobre y me han asegurado que quiere abandonar Venecia. Esto disgustará a los empresarios de los teatros donde se presentan sus obras.

–Se ha hablado de asegurarle una pensión, pero el proyecto fracasó porque se ha creído que en cuanto tuviera la pensión, dejaría en absoluto de escribir.

–Cuma rehusó una pensión a Homero, porque tuvo miedo de que todos los ciegos pidieran otra.

Pasamos el día muy agradablemente y me dio gracias con efusión cordial por Macaronicon, que me prometió leer. Me presentó un jesuíta que tenía a sueldo y que se llamaba Adán, añadiendo después de su nombre: "Este no es Adán, el primero de los hombres". Me dijeron después que se divertía en jugar con él al chaquete y que cuando perdía le tiraba a las narices los dados y el cubilete. Si en todas partes se tratara a los jesuítas con tan poca consideración, se acabaría quizá por no tener más que jesuítas inofensivos; pero estamos todavía lejos de ese tiempo feliz.

Como de costumbre, fui también al día siguiente a casa de Voltaire, pero aquel día me sentí defraudado, porque se le ocurrió al grande hombre estar criticón, burlón y cáustico. Sabía que yo debía marcharme al otro día. Empezó por decirme en la mesa que me daba las gracias por el regalo que le había hecho de Merlin Cocci.

–Me lo ha ofrecido seguramente con buena intención -dijo- pero no le doy gracias por el elogio que me ha hecho del poema; es usted el culpable de que haya perdido cuatro horas leyendo simplezas.

Me sentí desagradado, pero me mantuve dueño de mí mismo y le respondí con calma que quizá se vería obligado otra vez a hacer un elogio mejor que el mío. Le cité muchos ejemplos de lo insuficiente que puede ser una primera lectura.

–Es verdad -dijo- pero en cuanto a su Merlin, lo abandono. Lo he puesto al lado de La Doncella de Chapelain.

–Que agrada a todos los inteligentes, no obstante su mala versificación, porque es un buen poema y Chapelain era poeta, aunque hacía malos versos. No puede discutirse su talento.

Mi franqueza debió chocarle y yo debía haberlo adivinado, puesto que me había dicho que pondría el Macaronicon al lado de La Doncella. Yo sabía también que un poema indecente del mismo nombre que corría por el mundo pasaba por ser suyo; pero sabía que él no aceptaba su autoría y contaba por ello que disimularía el fastidio que debía causarle mi explicación. No fue así, pues me replicó agriamente y yo hice lo mismo.

–Chapelain -le dije- ha tenido el mérito de hacer agradable su obra, sin solicitar la adhesión de sus lectores por medio de cosas que hieran el pudor o la piedad. Este es el parecer de mi maestro Crebillón.

–¡Crebillón! Me cita un gran juez. Pero le ruego me diga cómo puede ser Crebillón su maestro.

–Me ha enseñado, en menos de dos años, a hablar el francés, y para darle una prueba de mi reconocimiento, he traducido el Rhadamista en versos alejandrinos italianos. Soy el primer italiano que se haya atrevido a adaptar este metro a nuestra lengua.

–¿El primero? Le pido perdón, pero este honor pertenece a mi amigo Pietro Giacomo Martelli.

–Siento tener que decirle que está equivocado.

–¡Diantre!, tengo en mi cuarto sus obras impresas en Bolonia.

–No se lo discuto; no le discuto más que el metro empleado por Martelli. No puede haber leído de él más que versos de catorce sílabas sin rimas. Sin embargo, yo pienso que ha creído, neciamente, imitar a usted, sus alejandrinos, y su prefacio ha hecho reír. ¿No lo ha leído quizá?

–¿Que si no lo he leído? Tengo la manía de los prefacios. Martelli prueba que sus versos hacen al oído italiano, el efecto que los alejandrinos hacen al nuestro.

–Y eso es precisamente lo que tienen de risible. El buen hombre se ha engañado y no quiero otro juez que usted acerca de esta idea. Su verso masculino no tiene más que doce sílabas poéticas, y el femenino, trece. Todos los versos de Martelli tienen catorce, excepto los que terminan por vocal aguda, que al fin del verso vale siempre por dos. Observe que el primer hemistiquio de Martelli es constantemente de siete silabas, mientras que en francés jamás es de más de seis. O su amigo Pietro Giacomo era sordo, o tenía la oreja trabada.

–¿Luego usted sigue rigurosamente la teoría de nuestra versificación?

–Rigurosamente, a pesar de la dificultad; porque casi todas nuestras palabras acaban por una breve.

–¿Y qué efecto produjo su innovación?

–No ha agradado, porque nadie ha sabido recitar mis versos, pero espero que esto se modifique cuando los dé a conocer yo mismo en nuestros círculos literarios.

–¿Recuerda algún trozo del Rhadamista?

–Me acuerdo de todo él.

–Prodigiosa memoria; lo oiré con mucho gusto.

Me puse a decir la misma escena que había recitado a Crebillón diez años antes y me pareció que Voltaire me escuchaba con placer. "No se echa de ver, me dijo, la menor dificultad". Era lo más agradable que podía decirme. A su vez el gran hombre me recitó un trozo de su Tancredo que aún no había publicado, creo, y que la continuación fue considerada justamente un modelo.

Hubiéramos acabado bien, si hubiésemos acabado allí, pero habiendo citado un verso de Horacio para alabar una de sus piezas, me dijo que Horacio había sido un gran maestro en el teatro y que había dado preceptos que jamás envejecerían. A lo cual yo respondí que él no violaba más que uno solo, pero como grande hombre.

–¿Cuál?

–Usted no escribe contentos paucis lectoribus.

–Si Horacio hubiera tenido que combatir a la bestia de la superstición, habría, como yo, escrito para todo el mundo.

–Me parece que podría ahorrarse el combatir lo que no lograría destruir.

–Lo que yo no pueda acabar, otros lo acabarán y siempre tendré el privilegio de haber empezado.

–Está muy bien; pero, suponiendo que logre destruir la superstición, ¿con qué la reemplazará?

–¡Pues me gusta! Cuando libero al género humano de una bestia feroz que lo devora, ¿se me puede preguntar qué pondré en su lugar?

–No lo devora; es, por el contrario, necesaria a su existencia.

–¡Necesaria a su existencia! Blasfemia horrible. Amo al género humano y quisiera verlo como yo, libre y dichoso, y la superstición no sabría entonces combinarse con la libertad. ¿Dónde ve que la servidumbre pueda hacer la dicha de un pueblo?

–¿Luego aspira a la soberanía del pueblo?

–¡Dios me guarde! Es preciso un soberano para gobernar las masas.

–En ese caso, la superstición es necesaria, porque sin ella, el pueblo no obedecerá jamás a un hombre revestido del nombre de monarca.

–Nada de monarca, porque esta palabra expresa el despotismo que odio como la servidumbre.

–¿Qué quiere, entonces? Si quiere que un hombre gobierne solo, no puedo considerarle más que como monarca.

–Yo quiero que el soberano gobierne un pueblo libre, que sea jefe por medio de un pacto que los ligue recíprocamente y que le impida convertirse en un gobernante arbitrario.

–Addison dice que este soberano, este jefe no es posible que exista. Estoy con Hobbes. Entre dos males es preciso optar por el menor. Un pueblo sin superstición sería filósofo, y los filósofos no quieren obedecer. El pueblo no puede ser feliz mientras no sea aplastado, y encadenado.

–¡Esto es horrible, y usted es pueblo! Si me ha leído, ha de haber visto cómo demuestro que la superstición es la enemiga de los reyes.

–¿Que si lo he leído? Leído y releído, sobre todo cuando no comparto su opinión. A usted lo domina el amor a la humanidad. Et ubi pecas. Este amor lo ciega. Ame a la humanidad, pero tal como es. No está en condiciones de recibir los beneficios que quiere prodigarle usted y que la harán más desgraciada y más perversa. Deje que la bestia lo devore; esta bestia le es querida. Jamás ha reído tanto como viendo a Don Quijote trabajosamente defenderse de los galeotes a quienes, por grandeza de alma, acababa de dar libertad.

–Siento que tenga tan mala idea de sus semejantes. Pero, a propósito, dígame, ¿acaso son libres en Venecia?

–Tanto como se puede serlo bajo un gobierno aristocrático. La libertad de que gozamos no es tan grande como la que se goza en Inglaterra, pero estamos contentos.

–¿Y aun encerrados en los Plomos?

–Mi detención fue un acto de despotismo; pero como estaba convencido de que había abusado conscientemente de la libertad, vi que el gobierno estaba justificado en encerrarme sin las formalidades ordinarias.

–Sin embargo, se escapó.

–Usé de mi derecho como ellos habían usado del suyo.

–Admirable. Pero de esta manera nadie puede llamarse libre en Venecia.

–Puede ser; pero convengamos que para ser libre basta querer serlo.

–En esto es en lo que no convendré fácilmente. Usted y yo vemos la libertad desde un punto de vista muy diferente. Los aristócratas, aun los miembros del gobierno, no son libres en aquel país; porque, por ejemplo, no pueden ni viajar sin permiso.

–Es verdad, pero es una ley que se han impuesto voluntariamente para conservar su soberanía. ¿Diría que un berlinés no es libre porque está sometido a las leyes suntuarias, cuando es él mismo quien las hizo?

–Pues bien; que hagan todos los pueblos sus leyes.

Después de esta réplica y sin transición ninguna, me preguntó de dónde venía.

–Vengo de Roche -le dije- No me hubiera perdonado estar en Suiza sin haber visto al célebre Haller. En mis correrías me gusta acercarme a los sabios, mis contemporáneos.

–El señor Haller debe haberle agradado.

–He pasado en su casa tres de mis mejores días.

–Lo felicito. Es preciso inclinarse ante tan grande hombre.

–Comparto su opinión y me gusta oírle esta justicia; lo compadezco porque no es equitativo para con usted.

–Es posible que los dos nos engañemos.

A esta respuesta, cuyo mérito estuvo en la prontitud, todos los asistentes se echaron a reir y aplaudieron.

No se habló más de literatura y permanecí mudo hasta el momento en que Voltaire se retiró; yo me aproximé a la señora Denis para preguntarle si tenía algún encargo que hacerme para Roma. Salí después, contento por haber, como entonces tenía la simpleza de creerlo, enfrentado con bien a aquel gran atleta. Desgraciadamente me quedó contra este gran hombre un mal humor que me obligó, durante diez años seguidos, a criticar todo cuanto había salido de su inmortal pluma.

Hoy me arrepiento, aunque repasando aquellas acusaciones, veo que muchas veces estaban justificadas. Debiera haberme callado, respetarlo y dudar de mis juicios. Debiera haber reflexionado que sin sus ironías, que me hicieron odiarle al tercer día, lo hubiera encontrado sublime en todo. Esta sola reflexión debiera haberme impuesto silencio; pero un hombre encolerizado cree tener siempre razón. La posteridad que me lea me pondrá en el cuadro de los presumidos, y la humildísima reparación que hoy hago a este grande hombre no será leída quizás. Si nos volvemos a encontrar en los dominios de Plutón, librados quizá de lo que nuestra naturaleza ha tenido de mordaza durante nuestro tránsito por la tierra, nos encontraremos muy amistosamente; recibirá mis sinceras excusas y seremos, él mi amigo y yo su sincero admirador.

Pasé una parte de la noche y casi todo el día siguiente escribiendo mis conversaciones con Voltaire; hice casi un volumen del que no publico aquí sino un breve resumen.