CAPITULO X


del tomo 9


Los polacos, aunque suelen ser todavía hoy muy corteses, conservan mucho de su antigua naturaleza. Todavía son bárbaros, sármatas o dacios en la mesa, en la guerra y en el sentimiento de lo que llaman la amistad, cuando con frecuencia no es más que una horrible tiranía.

Yo necesitaba una reparación completa, y pensaba en el modo de obtenerla; pero quería salvar mi honor sin sacrificar mis intereses.

El rey no pudo ir a cenar aquella noche a casa del palatino, y lo sentí porque estaba dispuesto a contarle el episodio para que obligase a su favorito a darme una satisfacción.

Estábamos en la mesa, cuando el príncipe Gaspar Lubomirski, teniente general al servicio de la Rusia, vino a colocarse en frente de mí. Al verme, me dijo en alta voz que sentía lo que acababa de ocurrir.

–Lo compadezco -me dijo- pero Branicki estaba borracho, y ningún hombre de honor se siente ofendido por lo que le diga un borracho.

–¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?

Esta pregunta dio la vuelta a la mesa.

Yo me callé, y respetaron mi silencio. A pedido del palatino, después de cenar le conté todo el lance. Suspiró y me compadeció.

–No sé si me atrevo a pedir un consejo a Su Excelencia.

–No los doy en semejantes casos, en que hay que hacer mucho o nada…

Estas palabras preciosas eran un consejo explícito.

Me dormí con la idea de hacer mucho, y me desperté con la resolución de batirme a muerte con el coronel, o de matarlo si no quería batirse, aun corriendo el riesgo posterior de perder luego la cabeza.

Decidido a esto, le escribí el siguiente billete:


Varsovia, 5 de marzo 1776, a las 5 de mañana.

"Caballero,

"Anoche, en el teatro, Su Excelencia me insultó sin motivo ni derecho. Supongo que me aborrece y que, por tanto, desea sacarme de este mundo de los vivos. Puedo y quiero contentarlo. Sírvase recogerme en uno de sus coches y llevarme a un sitio donde mi derrota no pueda hacerlo caer bajo el rigor de las leyes de Polonia, y donde yo asimismo goce de igual ventaja, si Dios me ayuda a matar a Su Excelencia. No haría semejante proposición si no lo considerase un alma noble.

"Tengo el honor de ser, etc.


Media hora después recibí esta contestación:


"Caballero,

"Acepto su proposición, pero le ruego que me avise cuándo tendré el honor de verlo.

"Suyo, tengo el gusto, etc.


Le contesté al momento diciéndole que estaría en su casa al día siguiente a las seis de la mañana.

Un momento después, recibí otra nota, en que el coronel me decía que yo podía elegir sitio y armas, pero que era necesario que nuestro asunto se efectuara aquel mismo día.

Después de haberle enviado las dimensiones de mi espada, treinta y dos pulgadas, advirtiéndole que el sitio sería el que él eligiera fuera del alcance de la ley, me dirigió esta esquela, que fue la última:


"Caballero,

Le ruego venga en seguida, con lo cual habrá de complacerme en extremo. Le envío mi coche.

"Tengo el honor, etc."

Suyo, etc., etc.

"Branicki"


Entonces yo le contesté que, teniendo ocupaciones para todo el día, no saldría, y que estando resuelto a no ir a su casa sino para batirnos en seguida, le suplicaba que no tomase a mal que yo le devolviese el coche.

Una hora después, Branicki vino en persona, dejando a sus padrinos a la puerta; entró, hizo salir a las tres o cuatro personas que habían venido a hablarme, cerró la puerta bajo llave, y vino a sentarse sobre mi cama. No sabiendo qué significaba aquello, agarré mis pistolas.

–No se moleste, – dijo- no he venido a asesinarlo sino para decirle que acepto sus proposiciones y que, cuando se trata de batirse, nunca aplazo el encuentro para el otro día. Nos batiremos, pues, hoy o nunca.

–Hoy no puedo. Necesito dar término a algo que debo enviar al rey, y siendo precisamente día de correo, tengo mucho que escribir.

–Lo hará después. Probablemente no ha de sucumbir, y si deja la vida, estoy seguro de que el rey lo perdonará.

–Necesito hacer un testamento.

–¡También un testamento! ¡Diablos! Mucho teme morir. Nada tema. Hará su testamento dentro de cincuenta años.

–¿Qué inconveniente puede tener Su Excelencia en esperar a mañana?

–No quiero ser apresado.

–No tema, que yo no haré denuncia alguna.

–Lo creo, pero antes de que anochezca nos atraparán a los dos, por orden del rey.

–No es posible, a menos que usted informe del caso.

–Me hace reir. Conozco la trampa. No en vano me ha desafiado. Quiero darle satisfacción, pero hoy o nunca.

–Está bien. Venga a buscarme después de comer, porque necesito todas mis fuerzas.

–Con mucho gusto. En cuanto a mí, prefiero comer bien después de haberme batido bien antes.

–Eso va en gustos.

–Es verdad. ¿Pero a qué viene el haberme mandado las dimensiones de su espada? Quiero batirme a pistola, porque no me bato a espada con personas que no conozco.

–¿Qué quiere decir por personas desconocidas? No quiero ofensas en mi casa. Puedo presentarle veinte testigos en Varsovia, que le dirán que no soy ningún maestro de armas. No quiero batirme a pistola, y no podrá obligarme a ello, porque me ha dado a elegir las armas; tengo su carta.

–De hecho, tiene razón, pero es demasiado caballero para no batirse a pistola, si le aseguro que me hará un favor. Es la mejor concesión que puede hacerme, porque a menudo se falla el primer tiro; y si fallo y usted también, le prometo batirme a espada cuando guste. ¿Quiere acceder a mi pedido?

–Concedido, aunque me repugna, porque el duelo a pistola me parece bárbaro. Vendrá con dos pistolas que haré cargar delante de mí, y yo elegiré. Si fallamos el primer tiro, nos batiremos a espada, a primera sangre, o a muerte, si quiere. Vendrá a buscarme a las tres, e iremos donde sea un refugio para la ley.

–De acuerdo; muy amable, permítame que lo abrace. Hasta las tres.

Cuando aquel insolente se hubo marchado, puse en un sobre todos los papeles que estaban destinados al rey y mandé a buscar al bailarín Campioni, en quien tenía completa confianza.

–He aquí -le dije- un pliego que entregará al rey, si muero. Puede suponer de qué se trata pero no debo decírselo.

–Lo comprendo. Cuente con mi discreción, y deseo que salga salvo y honroso del lance. Pero le doy un consejo de amigo: no tenga compasión del adversario, aunque sea el mismo rey, porque su bondad le podría costar la vida. Lo sé por experiencia.

–No olvidaré sus palabras. Adiós.

A la hora indicada, Branicki llegó en un coche de seis caballos, precedido de dos palafreneros a caballo, que conducían de la brida dos caballos de montar; además venían con él dos oficiales, sus ayudantes de campo, y dos húsares, sin contar cuatro criados que iban detrás del coche. Bajé a mi puerta y vi a mi adversario acompañado de un teniente general y de un oficial de cazadores sentados delante. Abrieron la portezuela, el general me cedió su puesto, al entrar en el coche, ordené a mis criados que no me siguieran y que esperasen mis órdenes en casa.

–Puede necesitarlos -me dijo Branicki- y debería dejarlos venir.

–Si tuviese tantos como usted, me los llevaría, pero no tengo más que estos pocos, y en todo caso supongo que Su Excelencia me hará servir por los suyos.

Tendiéndome la mano en señal de asentimiento, me dijo que me haría cuidar antes que a sí mismo.

Me senté y partimos.

Conversamos sobre tonterías.

Habíamos andado escasamente media hora, cuando el coche se detuvo a la puerta de un hermoso jardín.

Bajamos y nos dirigimos a una suerte de invernadero, en cuya mesa de piedra colocaron dos pistolas de pie y medio de largo, con una medida de pólvora y unas balanzas. El oficial las cargó por igual y las puso en cruz sobre la mesa.

Entonces Branicki me dijo con ademán intrépido:

–Señor, elija su arma.

El general le preguntó entonces con voz no exenta de cierta energía militar:

–¿Es eso un duelo?

–Sí.

–No pueden batirse aquí; no lo permiten las leyes.

–No importa.

–Importa mucho; no puedo ser testigo. Estoy de guardia en palacio; me ha engañado usted.

–Calle. De todo respondo. Debo una satisfacción a ese caballero, y quiero dársela aquí.

–Señor Casanova -me dijo el general- no puede batirse aquí.

–General, ¿por qué entonces me han traído? Yo me defiendo donde soy atacado.

–Expliquen al rey; yo respondo de su consentimiento.

–No tengo inconveniente alguno, general, si Su Excelencia consiente en decir ante usted qué pasó entre nosotros.

A estas palabras, Branicki, mirándome con altivez, me dijo con rabia que había venido a batirse y no a parlamentar.

–General, – dije yo entonces- usted será el mejor testimonio que en cuanto dependió de mí, procuré evitar el duelo.

El general se retiró entonces, agarrándose la cabeza con ambas manos.

Echando al suelo mi abrigo, agarré a instancias de Branicki, la primera pistola, de las dos que estaban colocadas sobre la mesa.

Branicki, agarrando la otra, me dijo que me garantizaba, bajo palabra de honor, el arma que yo había escogido.

–Voy a probarla contra su cabeza -le dije.

A esta respuesta, palideció, tiró su espada a uno de sus servidores y me enseñó el pecho desnudo. A mi pesar me vi obligado a imitarle, pues mi espada era mi única arma después de la pistola. Le enseñé igualmente mi pecho y retrocedí cinco o seis pasos. El coronel hizo otro tanto, y no podíamos retroceder más.

Viéndole firme como yo, con la pistola hacia el suelo, me quité el sombrero con la mano izquierda, y después de haberle pedido que fuera él quien tirara primero, volví a cubrirme.

El coronel, en vez de dirigir de pronto su pistola sobre mí y disparar, perdió dos o tres segundos en tenderse, apuntar y ocultar su cabeza detrás del arma. Yo no estaba dispuesto a tolerar tantas ventajas. Levanté súbitamente mi pistola, disparé sobre él en el instante mismo en que él tiró sobre mí. Y ello fue tan evidente, que los concurrentes convinieron todos en que no se había oído sino una detonación. Sintiéndome herido en la mano derecha, me la metí en el bolsillo, y viendo caer a mi adversario, corrí hacia él, arrojando mi pistola.

Cuál no sería mi sorpresa, al ver brillar de pronto tres espadas desenvainadas sobre mi cabeza. Tres nobles asesinos se disponían a acribillarme sobre el cuerpo de su amo, junto al cual yo me había arrodillado. Branicki, que afortunadamente no había perdido los sentidos ni la fuerza, les gritó con voz de trueno.

–¡Canallas, respeten a ese caballero!

Esta voz pareció detenerlos. Agarré luego al coronel por debajo de un brazo y un oficial lo tomó por debajo del otro. Así lo llevamos hasta una posada, a cien pasos del jardín. Branicki andaba muy encorvado y examinándome con atención, sin comprender de donde procedía la sangre que corría a lo largo de mi calzón y mi media.

Una vez en la posada, Branicki se echó en una gran butaca. Lo desabrocharon y él mismo se vio herido de gravedad en el pecho. Mi bala había penetrado por la séptima costilla de la derecha y salido por la última falsa de la izquierda. Las dos aberturas de la herida estaban a diez pulgadas de distancia; el aspecto era alarmante;se consideraban perforados los intestinos y perdido el hombre. Branicki me dijo con debilitada voz:

–Me ha matado; huya, porque corre peligro de perder la cabeza en el cadalso. Yo soy gran oficial de la corona y gran cordón del Águila Blanca. No pierda tiempo, huya, y si no tiene dinero bastante tome de mi bolsillo.

Su repleta bolsa cayó al suelo, la recogí y metiéndosela en el bolsillo, le di las gracias, diciéndole que me era inútil; porque si yo era culpable, perdería la cabeza, pues iba a ponerla en seguida al pie del trono.

–Espero que su herida no sea mortal -añadí- y siento mucho que me haya puesto en la necesidad de herirlo.

Lo besé en la frente, y saliendo de la posada, no vi caballos, ni coche, ni criados. Todos habían ido en busca de un médico, un cirujano y un cura, y de los parientes y amigos del herido.

Me vi solo y sin espada en medio de un campo cubierto de nieve, herido y sin saber qué camino tomar para volver a Varsovia. Empecé a caminar, y a cierta distancia encontré un campesino con un trineo vacío.

–¿Warszawa? – le grité, enseñándole un ducado.

Comprendió mi lenguaje; me cubrió con una estera cuando me hube instalado en el trineo, y partió a galope.

A los pocos minutos divisé a Bininski, el amigo íntimo de Branicki, que corría a escape sable en mano, montado en un caballo veloz. Era evidente que iba en mi persecución. Afortunadamente el miserable trineo en que yo iba no despertó sus sospechas.

Llegué a Varsovia y me hice llevar a casa del príncipe Adam Czartoryski, para pedirle asilo. No encontré a nadie. Sin perder tiempo, me resolví a buscar un refugio en el convento de Recoletos, que estaba cerca de allí, y despedí el trineo.

Llamé a la puerta del convento; un portero, fraile despiadado, me abre, y viéndome ensangrentado, adivina el motivo de mi visita y se apresura a cerrar la puerta. Pero más ágil que él, se lo impido; lo derribo de un puntapié y entro. A los gritos que da, llega un enjambre de frailes espantados; les grito que quiero asilo y los amenazo si me lo rehusan. Uno de ellos habla y me llevan a un pequeño cuarto que tenía aspecto de calabozo. No opuse resistencia, seguro de que cambiarían de pensamiento antes de poco. Pedí un hombre que fuese a llamar a mis criados, y cuando éstos se hubieron presentado, mandé por un cirujano y por Campioni.

Antes de que éstos volviesen, el palatino de Podlaquia se hizo anunciar. Nunca había tenido ocasión de hablarle; pero como había tenido un duelo en su juventud, tan pronto como supo las particularidades del mío, aprovechó la ocasión para venir a contarme las circunstancias del suyo. Un momento después vi llegar al palatino de Kalisch, al príncipe Yablowski, al príncipe Sanguska y al palatino de Wilna, los cuales empezaron por criticar la actitud de los frailes que me habían alojado como a un presidiario.

No tardé en ser trasladado al mejor alojamiento de la casa. Sufría mucho por la herida.

La bala había penetrado en la mano por el metacarpo, bajo el índice y había lastimado la primera falange, incrustándose en ella. Su fuerza había sido amortiguada por un botón de metal de mi chaqueta, y por mi vientre, que el proyectil había herido ligeramente. Se trataba de extraer aquella bala, que me hacía padecer verdaderamente. Un cirujano me practicó una abertura opuesta que duplicó mi herida. Mientras me hacía esta dolorosa operación, yo contaba el lance, disimulando el dolor que me causaba el cirujano.

Cuando éste se hubo marchado, llegó el cirujano del palatino de Rusia, que lamentó mi estado. En seguida vino el príncipe Lubomirski, esposo de la hija del palatino de Rusia, que nos sorprendió a todos, refiriéndonos lo que había sucedido inmediatamente después del duelo. Bininski llegó a Wola, y viendo la herida de su amigo y que yo me había marchado, montó a caballo y partió furioso, jurando matarme donde me encontrase. Sospechando que yo me hallaba en casa de Tomatis, fue a buscarme allí; encontró a mi amigo con su amante, el príncipe Lubomirski y el conde Mozczinski. No viéndome, preguntó dónde me encontraba, y tan pronto como Tomatis le hubo contestado que no lo sabía, le disparó un pistoletazo en la cabeza. En esto, el conde Mozczinski le agarró para echarlo por la ventana, pero el furioso Bininski se defendió a sablazos causando al otro una herida en la cara y haciéndole saltar tres dientes. Inmediatamente montó otra vez a caballo y huyó a escape.

–Mozczinski se ha ido a su casa, donde deberá permanecer algún tiempo en manos de un cirujano, y yo me volví a la mía, – continuó diciendo el príncipe Lubomirski, donde me enteré de la confusión que hay en la ciudad a causa de este duelo.

"El gran mariscal ha hecho cercar el convento por doscientos dragones, con el pretexto de apoderarse de su persona, pero en realidad para impedir un atropello.

"Los médicos dicen que el coronel está en gran peligro, si la bala ha lesionado los intestinos; pero responden de su vida, en caso contrario. Mañana se sabrá. Se ha hecho llevar a casa del gran chambelán, no atreviéndose a hacerse trasladar a su habitación de la corte. Sin embargo, el rey fue a verlo en seguida, y el general que había presenciado el duelo le ha dicho que lo que le ha salvado a usted la vida ha sido su amenaza de apuntarle a la cabeza. Para protegerse, Branicki se ha puesto en una actitud incómoda; le hubiera alrevesado el corazón, pues tira contra el corte de un cuchillo y siempre parte la bala en dos. También ha tenido usted mucha suerte en que Bininski no lo viese en el trineo.

–Monseñor, mi mayor suerte ha sido no haber muerto a Branicki en el terreno, pues iban a acribillarme sobre su cuerpo, en el momento en que yo volaba en su auxilio. Siento el disgusto de Su Alteza y la herida que ha recibido el conde Mozczinski; y si Tomatis no ha sido muerto por el furioso asesino, se debe sin duda a que la pistola sólo estaba cargada con pólvora.

–Así lo creo, pues no se oyó la bala.

En aquel momento entró un oficial del palatino de Rusia, y me entregó un billete en que este príncipe me decía:

"Vea lo que el rey me envía en este momento, y duerma tranquilo".

"Mi querido tío".

"Branicki está muy grave. Mis cirujanos no le dejan, atentos a cuidarlo con todos los conocimientos de su arte, pero no me he olvidado de Casanova. Puede asegurarle que será indultado, aun cuando Branicki muera".

Todos los circunsantes se enteraron de la decisión real y la aplaudieron. Luego me dejaron porque necesitaba descansar.Al día siguiente, tuve muchas visitas, y recibí bolsas llenas de oro, enviadas por los magnates del partido contrario a Branicki. Yo las rechacé, dando las más expresivas gracias a los que me daban tan generosas muestras de simpatía. Los regalos hubieran ascendido al menos a cuatro mil ducados. Mi decisión le parecía ridícula a Campioni, y tenía razón, pues me arrepentí más tarde. El único presente que acepté fue el de una buena mesa para cuatro personas que el príncipe Adam Czartoryski me envió con regularidad cada día.

Mi pequeña herida en el vientre iba bien, pero al cuarto día, los cirujanos dijeron que en mi mano iba a declararse la grangrena, y que no había más remedio que la amputación. Leí este resultado en la gaceta de la corte del día siguiente. Este periódico se imprimía durante la noche, después que el rey había firmado el manuscrito. Siendo yo de opinión contraria a la de mis carniceros, me reí mucho de su ignorancia.

A pesar de que se reunieron varios de ellos en consulta, y declararon que la gangrena comenzaba, decidiendo cortar la mano aquel mismo día en la tarde, me opuse terminantemente y tuve que echarles en cara su falta de ciencia y mandarlos a paseo.

Muchas personas me fastidiaron con sus consejos para que me dejara amputar la mano. Yo contesté que me dejaría amputar el brazo, si hacía falta, pero que por el momento la operación era innecesaria. Nadie quería convenir en que sobre una cosa tan sencilla pudiesen equivocarse los tres primeros cirujanos de Varsovia.

Al día siguiente, los cirujanos fueron cuatro; examinaron la herida y declararon que ya no era bastante la amputación de la mano, sino que se hacía necesaria la del brazo, lo más tarde a la mañana siguiente.

Yo estaba convencido de que deseaban hacer la operación para halagar y dar gusto a mi rival. Habiendo comunicado antes esta sospecha mía a Su Alteza el príncipe Lubomirski, quise demostrar y convencerme a mí mismo de que no me equivocaba.

Dije a los cirujanos que podían volver al día siguiente con sus instrumentos, pues me sometía a la operación. Satisfechos de su victoria, se apresuraron a salir para ir a publicar la noticia en la corte, contarles a Branicki, al príncipe palatino, a todo el mundo. Por mi parte di orden a los criados para que no les dejasen entrar.

Pero renuncio a contar los detalles de lo que ocurrió después.

El lector se contentará con saber que un cirujano francés, desafiando la enemistad de sus doctos colegas, y tratándome como yo deseaba, me curó en poco tiempo y conservé mi brazo y mi mano.

El día de Pascua fui a misa con mi brazo en cabestrillo, pero no pude servirme activamente de él hasta dieciocho meses después.

Todos los que me habían condenado, tuvieron que felicitarme por mi firmeza, y cada cual trató de imprudentes, si no de ignorantes, a los grandes cirujanos.

Después de la misa de Pascua, fui a la corte, y el rey, al darme la mano a besar, me dejó hincar una rodilla en el suelo. Me preguntó por qué llevaba el brazo en cabestrillo (era cosa convenida) y yo le contesté que a causa de un reumatismo.

–Cuidado con agarrar otro -me dijo con una ligera sonrisa.

Después de haber visto al rey, me hice llevar a casa de Branicki, creyendo mi deber visitarlo. Durante mi enfermedad había hecho preguntar diariamente por mi salud, y me había enviado mi espada. Estaba obligado a permanecer todavía seis semanas en cama. El rey acababa de nombrarlo montero mayor de la corona.

Me hice anunciar y mi visita causó gran sorpresa. Encontré a Branicki recostado en la cama, pálido como un muerto. Me saludó quitándose el gorro.

Entre otras cosas, me dijo que Bininski había sido degradado y expulsado del cuerpo de la nobleza.

–Siéntese y seamos amigos -me dijo-. Que sirvan una taza de chocolate a este señor.

Luego me felicitó por haberme defendido contra los cirujanos, y añadió después:

–Razón tenía al decir que esas bestias creían darme gusto haciéndole manco.

A los cinco minutos, la habitación estuvo llena de damas y caballeros, que habiendo sabido que yo me hallaba en casa del coronel, tuvieron ganas de asistir a nuestra entrevista. Al vernos tan compinches, quedaron agradablemente sorprendidos.

Durante mi convalecencia, viajé, provisto de cartas de recomendación muy eficaces, por toda Podolia y Volhynia, las cuales, poco años después fueron llamadas Galizia y Lodomeria, pues no podían convertirse en dominio austríaco sin cambiar de nombre.

A mi vuelta a Varsovia, fui recibido con frialdad donde antes me habían agasajado hasta la exageración. Todo el mundo se extrañaba de que yo hubiese vuelto a la ciudad.

Haciendo esta observación al príncipe Augusto Sulkowsky, le hice admitir que aquel cambio procedía del carácter polaco, inconstante, inconsecuente, fingido y superficial.

Recibí un anónimo en que se me decía que habían oído decir al rey que me veía con disgusto en la corte, porque le habían asegurado que me habían ahorcado en efigie en París, por haberme escapado de allí con una gran cantidad de dinero que pertenecía a la caja de la lotería de la Escuela Militar, y que había ejercido en Italia la degradante profesión de actor ambulante.

¿Cómo destruir tales calumnias en un país remoto?

Yo hubiera partido inmediatamente de Polonia, a no haber tenido algunas deudas y falta de recursos. Había escrito a Venecia y a otras partes de donde podía venirme dinero, cuando el general que había presenciado mi duelo vino a decirme con aire afligido que el rey me intimaba a salir de la circunscripción de Varsovia en el término de ocho días.

Encolerizado, escribí al rey diciéndole que mi honor exigía que yo desobedeciese su orden, y le decía:

"Mis acreedores, señor, me perdonarán cuando sepan que si me he marchado de Polonia sin pagarles, ha sido porque Su Majestad me ha hecho salir por fuerza".

El día siguiente, el conde Mozczinski me trajo mil ducados, diciéndome que el rey ignoraba que yo tuviese necesidad de dinero y que Su Majestad me daba la orden de partir porque no podía garantizarme mi vida amenazada.

Este generoso conde me suplicó que aceptase, como recuerdo de amistad, un coche, puesto que yo no tenía.

Pagué mis deudas, que sumaban unos doscientos ducados y me dispuse a partir para Breslau con el conde Clary, cada uno en su coche. Llegamos sin detenernos y sin accidente alguno a la ciudad y al día siguiente continué mi camino hacia Dresde, donde llegué cuarenta y ocho horas después.

Mi madre estaba residiendo en las afueras; fui en seguida a verla, y recibió mi visita con gran placer. Vi luego a mi hermano Juan y a su mujer Teresa Roland, romana que yo había conocido antes que él y que me agasajó mucho. También vi a mi hermana, esposa de Pedro Augusto. En todas partes fui festejado y tuve que repetir hasta el infinito la historia de mi duelo.

Por la noche fui a la Opera Italiana, donde había banca de faraón. Jugué con mucha prudencia, porque toda mi riqueza consistía entonces en ochocientos ducados.