CAPÍTULO 2
La observación de un tagete[83] me podía ocupar horas. La manera en la que sus pétalos parecían caóticos, pero que en realidad correspondían a una simetría conjunta muy compleja, se asemeja a los dos países que más he amado. ¿Cómo una misma flor puede ser tan significativa para culturas tan lejanas y con simbolismos completamente distintos, pero sorprendentemente complementarios?
En México se le dio el nombre de cempazúchitl, flor de «veinte flores», precisamente por esta sensación de tumulto y caos. Pero en realidad se la conoce más como «la flor de los muertos». Los altares y las tumbas que homenajean a los difuntos son atiborrados de flores, comida, bebida y decorados. El país entero arma una fiesta para celebrar a aquellos que han partido. Las calles están llenas de mariachis que se dirigen a los panteones y de gente cargada del delicioso «pan de muertos», chocolate y botellas de tequila o mezcal.
En cambio en la India, el marygold, la «hierba del sol», es símbolo de pasión y creatividad. Se utiliza como amuleto de felicidad y amor decorando los pies de los altares de los dioses y las celebraciones más importantes, sobre todo las bodas.
—Jyoti, mañana, por favor, dile al jardinero que quiero que ponga algunas marygolds en esta parte del jardín. Quiero que se vea completamente cubierto todo este lado de flores, ¿si?
—Thika[84], madam —respondió.
—Son mi pequeña parcelita donde le doy vida a México en la India —agregaba siempre con nostalgia.
Jyoti llevaba trabajando conmigo desde que llegué hace ya casi seis años. Es católica, como mucha gente en Kerala, y su hermana, arrastrada por una oleada de jovencitas, se había ido hace años ya para ser monja de las Misioneras de la Caridad. Catalina y yo la habíamos visto ya varias veces, cuando nos instalábamos en Calcuta durante temporadas a colaborar en Nirmal Hriday, la casa que tienen las monjas en el barrio de Kalighat para atender a las personas de la calle que necesitan un sitio digno para morir.
Yo no era una mujer muy practicante cuando llegué aquí. Cuando Rohan y yo pensábamos en casarnos, yo tenía clara mi conversión al hinduismo, lo cual nunca supuso un conflicto para mi. Fue la Madre Teresa la que cambió todo. Cuando me topé con ese libro en el que se publican sus cartas descubrí a una mujer al mismo tiempo atormentada y bendecida por un amor insoportablemente sagrado. El amor tan desgarrador y tan trascendente que tenía por Jesucristo me recordaba al amor que yo había encontrado en Rohan. Probablemente eso que yo sentía capaz de hacer por él era lo que ella había conseguido realizar por Jesús.
A través de ella encontré la forma de conciliar mi particular entendimiento del cosmos con mi religión, bastante arrumbada hasta entonces.
Madre Teresa llevaba como himno los textos del Evangelio de San Mateo que construyen la explicación de una frase filosóficamente potentísima: «Todo cuanto hagas al más pequeño de mis hermanos me lo estás haciendo a mí». La presencia de Cristo en todos y cada uno de los hombres y la expansión de su bondad a través del servicio en el amor es lo que transforma la energía que constituye la creación entera.
Encontré una paz en la práctica de ese amor, que desde que me separé de Rohan pensé inexistente. Lo que el hombre busca no es un nirvana en donde lo que exista sea la ausencia de todo. No hay individuo, ni amor, ni paz. No. Lo que busca es un estado de felicidad perpetua, pero que nuestra naturaleza humana nos impide. Estamos creados intrínsecamente con este hermoso dolor amante. Ahora sabía que en mi trabajo, en mi dedicación a los que más sufren, era capaz de amar y de vivir en el amor de Rohan y en el de Dios, como parte de mi propia esencia.
Los domingos bajábamos con los niños al peñasco en el que hay un pequeño altar abierto al cielo en donde un sacerdote imparte misa. Ese momento en el que cae el sol en el agua y las mujeres cantan en malabar[85] las plegarias es sobrecogedor. Los niños ya hablaban perfectamente hindi, pero el malabar solo lo chapurreaban. Kumar y Tehmina tenían ese mundo con ellos. Un mundo inaccesible para mí donde sus nostalgias serían el sabor del chapati[86], el olor a sal mojada, la madera dibujada contra la luna, los saris empapados de naftalina, los pies descalzos, los mercados flotantes de pescado en medio de la bahía, los bancos de arena, los canales custodiados por garzas y aguiluchos, el cantar de los grillos del jardín y el mar. Invisible, que se extiende por delante hasta el oceáno Arábigo y cae por la izquierda hasta la punta de una estalactita que pende de Asia.
Esa es nuestra historia. Los meses pasaban así. Entre flores de maraña, música clásica, libros, risas de niños, noches y noches frente al mar, y la hamaca que mecía la bóveda celestial en la que me refugiaba, y en la que en mis momentos más ocultos rescataba de la oscuridad su nombre, que se me escapaba y se dormía de nuevo entre el caprichoso estallar de las olas…
… ROHAN.