Las vidas de los otros. El origen de su renuncia, de sus cadenas. Las vidas de todos ellos, que habitan sus pequeñas casas junto a las carreteras, aisladas en el campo, atiborradas unas encima de otras en las interminables urbes, a los pies de las vías del tren… Abarcando el territorio entero. Gente tras gente, tras gente. Todos esparciéndose, apoderándose a su vez de las vidas de otros para extraerles el néctar como a nenúfares dispensables. Se abandonan unos a otros, como cachorros salvajes que se crían al aire libre y ahí mismo mueren, ajenos a cualquier mirada compasiva.
Las vidas de los otros, los que habitan estas chozas que va dejando atrás el coche que le conduce entre las palmeras, y cuyas vidas quizás cambió, quizás no. Talvez alguno de sus proyectos, de sus leyes, de sus acuerdos, de sus permisos les consiguió el techo, o el colegio, o la clínica médica… o quizás no. Era interminable el trabajo por hacer. Nunca acabará. Nunca acabará porque nos cortamos las alas los unos a los otros con tal de que nadie nos vuele por encima.
Ella consiguió darle sentido a todo esto, a las vidas de los otros. Ella lo entendía… la rueda del dharma[80], la participación divina, los tiempos cíclicos del alma, la mancuerna espiritual que les ataba… Él no. No lo entendió hasta ese momento, en el coche cuando las chozas y las casas se quedaban, y a él le nacían las ganas de odiarlas.
Se había permitido perderla. ¿Para qué? ¿Por esa absurda idea del cumplimiento de un destino totalmente indemostrable que marcaron los dioses y los ancestros? ¿Por un país que le había arrancado todo hasta dejarle el alma en harapos? ¿Por la enorme vanidad del héroe que acaba envenenado de sus sueños?
El coche avanzaba por este territorio extraño de horas y horas de árboles de coco. Los mares no son solo de agua. Las olas no son solo de espuma. Eso pensó. Recordó ese poema de Sabines que ella alguna vez le leyó, con esa frase sobre que el mar se mide por olas, y nosotros por lágrimas. Y para él, el mundo entero se medía por las olas de su cuerpo: las chozas, el viento, las hojas de las palmeras, su mano aferrada al libro, el tiempo. Todo. La medida de él no estaba en sus lágrimas, sino en la curvatura de aquellas eternas olas.