CAPÍTULO 7
—Mi unicornio azul… ayer se me perdió… Pastando lo dejé… y desapareció… las flores que dejó… no me han querido hablar…
Esa canción… Se escuchaba mi voz, en la lejanía, como un eco tarareando la tonada, canturreando como si tuviera las palabras metidas en un vaso. Esa canción… la que escuchaba muchas veces en la plaza de Coyoacán donde los trovadores buscan la esquina concurrida, la que oía balbucear a los artistas trasnochados en el salón de casa, la que sonaba en los cafés donde los escritores husmean historias. Esa canción, que era mía, que era yo, que me pertenecía. Esa era ya mi única posesión.
—… no sé si se me fue… no sé si se extravió…
Abrí un poco los ojos. Pero solo los dejé ahí, recostados sobre la esquina del fondo donde mi mirada se quedó. A veces parpadeaba despacio, tan lentamente que en un parpadeo cabían acordes enteros de mi cabeza. Tenía la cara desprendida. Estaba. Respiraba. Y es que en la esquina a donde se fueron mis ojos se atravesaba el mundo. Se borraba el barro y del otro lado aparecía el bosque de ahuehuetes, cedros y encinos que yo amaba tanto. Anduve por las calles que lo recorren, bajo el cerro del chapulín. El sol era blanco y el aire ayudaba a las ramas a danzar enamoradas. Y llegué hasta él. Ahí estaba… ese árbol centenario, casi liberado del tiempo: El Centinela.
A lo lejos algún trovador toca la guitarra, canta mi canción. Miss Olga habla a los niños con la emoción que la transportaba, pero no me veía alejarme. Un vendedor de globos espera en la esquina a algún niño ilusionado, rodeado de burbujas de colores y haciendo ese ruido que hacen con su silbato extraño. Las ardillas se asoman desde las ramas. Hay un silencio hueco, inacabado.
El bosque entero está vivo, y yo vuelvo. Vuelvo a casa, donde él me protege y yo puedo sentarme bajo su sombra, recostarme sobre sus viejas carnes. Abrir mi Antología de Borges y leer hasta quedarme dormida, donde él me abrazara, donde se quedara mi alma, sepultada a sus pies. Suena la guitarra. A lo lejos, las cuerdas vibran con las notas de una canción cuyas palabras recuerdo. Vibran coordinadas con mis hilos aún vivos, mis tejidos, mis tendones rojos abiertos al aire, algunos rotos… cuerdas inservibles, mudas, impronunciables.
—Mi unicornio y yo hicimos amistad… un poco con amor… un poco con verdad…
La Verdad… ¿Dónde quedó La Verdad? La he perdido en algún sitio. ¿Cómo voy a saber si ya no siento nada? Si es que venimos a este mundo a destruirnos. Podré perdonar cien mil veces, y ¿eso en qué cambia las cosas? ¿Por qué tanto daño, siempre? ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué ese afán tan inagotable de destruir aquello que ama?
Estaba tumbada en el suelo, sobre unas mantas, boca abajo. Pero no tenía cuerpo, ni siquiera estaba ahí. No lo sentía. Sentía que me iba. Yo ya me iba. Volvía a México. El bosque huele a café, a eucalipto, a comal caliente, a nopal que sangra… Ya casi estoy ahí.
—Mi unicornio azul, se me ha perdido ayer… Se fue…
Qué placer el cerrar de los ojos…