CAPÍTULO LIV
DE NUEVO A BORDO. — UN ROSTRO EXTRAÑO. — EL HAJI. — LARGAR VELAS. — LOS DOS JUDÍOS. — UN BARCO AMERICANO. — TÁNGER. — ADUN OULEM. — LA RIÑA. — LO PROHIBIDO.
El jueves 8 de agosto estaba de nuevo a bordo del barco genovés a la misma hora temprana que el día anterior. Sin embargo, después de transcurridas dos o tres horas sin que se efectuase preparativo ninguno para zarpar, y cuando ya me disponía a volver a tierra firme, el piloto genovés me aconsejó que me quedara, asegurándome que no tenía ninguna duda de que partiríamos enseguida pues toda la tripulación estaba a bordo y nada había que nos retuviese allí. Estaba descansando en mi cabina cuando oí el chocar de una barca contra el costado del buque, y cómo subían a bordo algunas personas. En ese momento asomó por el portillo un rostro extraño y feroz. Estaba medio dormido y al principio creí que estaba soñando pues la cara más parecía pertenecer a un chivo o a un ogro que a un ser humano. Su larga barba casi me rozaba el rostro, pues me hallaba tendido sobre una especie de litera. Sin embargo, al incorporarme reconocí al singular judío a quien había visto en compañía de Judas Lib. También él me reconoció, y moviendo la cabeza distendió sus enormes facciones en una sonrisa. Me levanté y me dirigí a cubierta, donde lo encontré en compañía de otro judío, un joven ataviado al estilo de Berbería. Acababan de llegar en el bote. Pregunté a mi amigo el barbudo quién era, de dónde venía y adónde se dirigía. Me respondió en mal portugués que regresaba de Lisboa, donde había acudido por negocios, a Mogador, de donde era oriundo. Entonces me miró a los ojos y sonrió, y sacando de su bolsillo un libro en caracteres hebraicos empezó a leerlo, ante lo cual un marinero español observó que con semejante barba y libro, necesariamente había de ser un sabio. Su compañero era de Mequínez y sólo hablaba árabe.
Se acercaba una barcaza, cuya popa estaba llena de moros. Habría unos doce, y en su mayoría eran personas de distinción pues iban ataviados con toda la pompa y suntuosidad de Oriente: turbantes níveos, jabadores de seda verde o escarlata, y bedeyas adornadas ricamente con oro. Algunos de ellos eran muy gallardos y había dos jóvenes extremadamente atractivos, y lejos de revelar la tez oscura de los moros en general, sus rostros eran sonrosados. El personaje principal, a quien todos los demás mostraban un gran respeto, era un hombre alto y fuerte de unos cuarenta años. Llevaba un justillo de algodón blanco y kandrissa blanca, en tanto que, graciosamente envuelto alrededor de su cuerpo y fajando la parte superior de su cabeza, llevaba el haik o capa de franela blanca, siempre muy estimada por los moros desde el primer período de su historia. Llevaba las piernas desnudas y se protegía los pies sólo con unas zapatillas amarillas. No se adornaba más que con un pendiente de oro, del que colgaba una perla, evidentemente de gran valor. Una noble barba negra le llegaba hasta su tórax musculoso. Tenía las facciones regulares, a excepción de los ojos, que eran algo pequeños. Su expresión empero era malvada, el mirar sombrío, y en cada rasgo de su rostro, nunca dulcificado por una sonrisa, se adivinaba la maldad. El marinero español, a quien me he referido anteriormente, me informó por lo bajo que era un santón y que regresaba de la Meca; agregó que era un comerciante fabulosamente rico. Resultó que los demás moros habían acudido a bordo únicamente con el fin de decirle adiós, a excepción de dos negros que eran sus servidores. Observé que estos negros, cuando los moros extendían su mano para despedirse, invariablemente trataban de llevárselas a los labios, esfuerzo que era frustrado en cada ocasión por un hábil y rápido movimiento de los moros, llevando su mano, encerrada en las de los negros, apretándola contra su propio corazón como significando: «Aunque seas negro y esclavo eres musulmán, y por consiguiente eres nuestro hermano. Alá no sabe de distinciones.» El barquero se dirigió ahora al haji, pidiendo que se le pagara, y declarando al mismo tiempo que había tenido que hacer tres viajes a bordo para trasladar su equipaje. La suma que pidió le pareció exorbitante al haji, que olvidándose de que era un santo recién venido de la Meca, se encolerizó sobremanera y en español chapurrado le llamó ladrón. Si existe algún reproche que duela más a un español (y el barquero lo era) es el de ladrón. Cuando el sujeto oyó el insulto, los ojos le llamearon de rabia y dio un puñetazo a la nariz del haji y le devolvió su ignominioso epíteto con otros diez igualmente malignos o peores. Acaso habría llegado más violencia de no haber sido apartado por los moros, que supongo le dieron o dijeron algo para apaciguarlo, porque seguidamente se metió en su barca y regresó con ellos a tierra. En ese momento llegó el capitán con su secretario judío, y se dieron las órdenes para hacerse a la vela.
Poco después de las doce salíamos de la bahía de Gibraltar. El viento soplaba a favor pero no avanzábamos mucho pues estábamos casi encalmados al socaire de la colina, pero poco a poco empezamos a avanzar más rápidamente, y una hora después nos hallamos enfilando hacia Tarifa.
El secretario judío permanecía junto al timón y realmente parecía que era quien mandaba el buque y quien daba las órdenes precisas que eran ejecutadas bajo la supervisión del viejo piloto genovés. Le planteé algunas preguntas al haji, pero me miró hoscamente con sus ojillos malignos, hizo un mohín con los labios y guardó silencio, como diciendo: «No me hables; soy más santo que tú.» Sin embargo encontré mucho más sociables a los negros. Uno de ellos era viejo y feo, y el otro, de unos veinte años, tan atractivo como puede serlo un negro. Su piel tenía un color ébano, las facciones muy simétricas y finas, a excepción de los labios, demasiado gruesos. La forma de sus ojos era peculiar; eran más bien oblongos, como los de una estatua egipcia. Tenía una expresión meditabunda y serena. Difería de su compañero en todos sentidos, incluso en color (aunque ambos eran negros), y sin duda descendía de alguna raza superior poco conocida. Mientras permanecía sentado al pie del mástil, contemplando el mar, pensé que estaba fuera de su sitio natural, y que mejor habría parecido entre arenas infinitas y al pie de una palmera, donde habría podido pasar por un jin. Le pregunté de dónde procedía. Replicó que era oriundo de Fez, pero que nunca había conocido a sus padres. Agregó que le habían educado en la familia de su actual amo, a quien había acompañado en la mayoría de sus viajes, y con quien había visitado tres veces la Meca. Le pregunté si le gustaba ser esclavo, a lo que replicó que ya no lo era, pues hacía algún tiempo que se le había concedido la libertad como recompensa a su leal comportamiento, y lo mismo ocurría con su compañero. Me habría contado muchas más cosas, pero el haji le llamó y le dio algún encargo, probablemente para evitar que se contaminara conmigo.
Al ver que los musulmanes me esquivaban me dirigí a los judíos, a quienes en modo alguno hallé reacios a intimar. El erudito de la luenga barba me contó su historia, que en varios sentidos me recordó a la de Judas Lib, puesto que desde hacía dos años había abandonado Mogador para ir en busca de su hijo, que se había dirigido a Portugal. Sin embargo, cuando el padre llegó a Lisboa descubrió que el fugitivo había embarcado unos días antes para Brasil. Al contrario que Judas, él se había cansado ya y abandonaba la persecución. El judío más joven de Mequínez era muy jovial y se alegró mucho cuando vio que podía comprenderle, y me hizo sonreír cuando me relató la vida cristiana en Gibraltar, donde había permanecido durante un mes. Habló después de Mequínez que, según dijo, era un Jennut o paraíso comparado con el cual Gibraltar era simplemente una pocilga. Tan grande, tan universal es el amor a la patria. Pronto vi que los dos me suponían de su raza. En realidad el más joven, que era mucho más comunicativo que su compañero, me atribuyó este origen y me hizo ver la ignominia de negar mi propia sangre. Poco antes de nuestra llegada a Tarifa el hambre parecía haberse adueñado de todos nosotros. El haji y sus negros sacaron su reserva y se deleitaron con sus pollos asados, los judíos comieron uvas y pan, yo comí pan y queso, mientras que la tripulación se preparó gran cantidad de anchoas. Dos marineros me ofrecieron fraternalmente una buena ración. No vacilé en aceptar su ofrecimiento, y me parecieron deliciosas las anchoas. Mientras estaba sentado entre los judíos les invité a que tomaran algunas, pero volvieron la cabeza con repugnancia exclamando, haloof [carne de cerdo], pero al mismo tiempo me estrecharon la mano y sin que yo les invitara tomaron un poco de mi pan. Llevaba una botella de coñac que había tomado como preventivo contra el mareo y se la ofrecí, pero también la rechazaron, exclamando: Haram [está prohibido]. No dije nada.
Nos acercábamos al faro de Tarifa y, enfilando hacia el oeste, dirigimos la proa hacia la costa de África. El viento soplaba frío ahora y como lo teníamos casi por completo de popa, avanzábamos muy velozmente y las enormes velas latinas amenazaban a cada momento con hundirnos bajo las olas que la corriente contraria levantaba contra nosotros. Mientras avanzábamos de esta guisa pasamos muy cerca de la popa de un gran barco que enarbolaba la bandera americana. Iba a tomar el estrecho y se abría camino lentamente contra las arremetidas del viento de Levante. Cuando pasamos más cerca de él observé que la popa estaba atestada de gente que nos miraba atentamente. En realidad debimos ofrecer un singular espectáculo a los que iban a bordo que como mi joven amigo americano de Gibraltar, visitaban el Viejo Continente por vez primera. En el timón estaba el judío, envuelto de pies a cabeza en un impermeable, cuyo capuchón, levantado por encima de su cabeza, le confería un aire casi de espectro envuelto en un sudario. En cubierta, entremezclados con europeos de abigarrados atavíos, todos ellos pintorescos, con excepción del mío, estaban los moros tocados con sus turbantes, y el haik del haji flotando al viento. Pero la visión que tuvieron de nosotros debió ser muy fugaz, pues les pasamos con la velocidad de un caballo de carreras, de forma que en cosa de una hora apenas si distábamos una milla del promontorio en que se levanta la fortaleza de Alminar, y que constituye el punto limítrofe de la bahía de Tánger en su parte oriental. En este punto amainó el viento, y nuestro avance se hizo lento de nuevo.
Hacía ya mucho rato que habíamos avistado Tánger. Poco después de salir de Tarifa ya lo distinguimos a lo lejos, semejante a una blanca paloma cobijada en su nido. El sol ya se ocultaba tras de la ciudad cuando anclamos en el puerto, entre una media docena de barcas y faluchos, los únicos barcos que vimos allí. Ante nosotros se levantaba Tánger, una ciudad pintoresca que ocupaba las laderas y la cima de dos colinas, una de ellas desnuda e inhóspita que se introduce en el mar donde la costa describe un giro abrupto e imprevisto. Sus foscos muros estaban almenados, perchados en la cumbre de rocas escarpadas, cuya base la bañaban las olas del mar, o surgiendo entre la angosta playa que separa la colina del océano.
Hay allí dos o tres ringleras de baterías, con grandes cañones, que dominan el puerto. Sobre ellas se ven los terrados de la ciudad, elevándose en sucesión, como peldaños dispuestos para gigantes. Pero todo es blanco, inmaculadamente blanco, de modo que el conjunto parece esculpido en una inmensa roca de tiza, aunque es cierto que aquí y allá emergen de la blancura general algunos árboles altos y verdes. Acaso pertenecen a jardines moros, y pudiera ser que a su pie estuvieran reclinadas varias Leila de oscuros ojos, como huríes. Enfrente mismo hay una alta torre o minarete, no blanco, pintado de forma singular, que pertenece a la mezquita de Tánger. En lo alto flamea una bandera negra, porque es la fiesta de Ashor. Una hermosa playa de blanca arena bordea la bahía, desde la ciudad hasta el cabo de Alminar. Hacia el este se alzan colosales montañas y colinas. Son el Gibil Muza y su cadena, y aquello tan alto es el pico de Tetuán. Las nieblas grises del atardecer están envolviendo sus laderas. Así era Tánger, así sus contornos, según pude apreciar mientras lo contemplaba desde el barco genovés.
En este momento estaba descendiendo un bote del barco, en el que el capitán, que estaba encargado del correo de Gibraltar, el secretario judío y el haji y sus servidores negros se dirigieron a tierra firme. Me habría ido con ellos, pero me dijeron que no podía desembarcar aquella noche, pues antes de que examinaran mi pasaporte y certificado sanitario cerrarían las puertas de la ciudad. Así que permanecí a bordo, con la tripulación y los dos judíos. Los marineros prepararon la cena, que consistió simplemente en tomates adobados, pues habían consumido las demás provisiones. El viejo genovés me trajo una porción, disculpándose al mismo tiempo por la sencillez de la comida. Lo acepté agradecido y le dije que había un millón de hombres mejores que yo que tenían una cena mucho peor. Jamás comí con tanto apetito. A medida que avanzaba la noche, los judíos entonaron himnos hebreos. Cuando hubieron concluido me preguntaron por qué guardaba silencio, y entonces elevé el rostro y canté Adun Oulem:
Reinaba el Dueño del universo, antes de que nacieran las cosas terrenas;
cuando a su mandato se creó todo, recibió el nombre de Caudillo;
y sólo Él quedará gobernando, cuando todo haya desaparecido.
No tiene igual, ningún consorte; Él solo y aislado,
no tiene principio ni fin. Suyos son el cetro, el poder y el trono.
Él es mi Dios y viviente Salvador, roca a la que en la necesidad acudo.
Él es mi estandarte y mi refugio, fuente de consuelo cuando pido.
En su mano dejo mi alma al anochecer y al despuntar el alba
y también mi cuerpo. Dios es mi Dios. No temo a nadie.
Reinaban ya las tinieblas en el mar y en la tierra. Sólo se oía de vez en cuando el distante ladrido de un perro en la playa, o la cantinela quejumbrosa que surgía de una barca próxima. La ciudad parecía sumida en el silencio y la melancolía; no se distinguía ninguna luz, ni siquiera la de una antorcha. No obstante, al volver nuestros ojos hacia España percibimos un colosal incendio que evidentemente invadía la ladera y cima de una de las elevadas montañas al norte de Tarifa. El resplandor se reflejaba en las aguas del estrecho; o bien la maleza estaba ardiendo, o bien los carboneros estaban desempeñando su pesada tarea. Los judíos se quejaron de cansancio, y el más joven, desenvolviendo un pequeño colchón, lo tendió en cubierta y buscó reposo. El sabio bajó a la camareta, pero apenas tuvo tiempo de echarse, pues el viejo piloto le siguió hasta abajo precipitadamente y le sacó por los pies, pues la cámara estaba muy poco profunda y sólo había que bajar dos o tres escalones. Seguidamente le lanzó un montón de improperios y le amenazó con darle un puntapié, mientras estaba echado en el suelo sobre cubierta.
—¿Crees que un perro judío como tú —le dijo—, que paga como un perro judío, va a poder dormir en la cámara? Desengáñate, bestia: en esa cámara sólo dormirá esta noche ese caballero cristiano.
El sabio se puso en pie, pasándose la mano por la barba y sin replicar, en tanto que el viejo genovés proseguía su filípica. El judío habría podido estrangular al ofensor en un momento si hubiera querido, o matarlo entre sus brazos musculosos, pues jamás he visto figura tan corpulenta y fuerte. Pero evidentemente era sufrido y poco dado a encolerizarse. De sus labios no se escapó una palabra de reproche y sus facciones conservaron su acostumbrada serenidad.
Le aseguré al piloto que no tenía la más ligera objeción a que el judío compartiese la cámara conmigo, más bien lo deseaba pues había sitio para ambos y aún para más personas.
—Excúseme, señor —replicó el genovés—, pero no pienso permitir semejante cosa. Es usted joven y no conoce a este canalla como yo, que llevo veinte años recorriendo esta costa. Si esta bestia tiene frío, que duerma abajo, en el sollado, como yo y todos los demás, pero en esa cámara no pondrá los pies.
Al ver su testarudez me retiré, y pocos minutos después caí en un sueño profundo que duró hasta el amanecer. En dos o tres ocasiones me pareció advertir que arriba tenía lugar una pelea, pero estaba tan cansado, tan «borracho de sueño», como dicen los alemanes, que me fue imposible incorporarme para comprobar qué sucedía. Lo que ocurrió fue que durante la noche, sintiéndose incómodo junto a su compañero, al aire libre, el sabio entró en el camarote tres veces, y otras tantas fue arrastrado fuera por su incansable enemigo quien, recelando de sus intenciones, le vigiló estrechamente en el transcurso de la noche.
Me levanté a eso de las cinco de la mañana. El sol brillaba magnífico y glorioso sobre la ciudad, la bahía y la montaña. La tripulación estaba ya trajinando en cubierta, reparando una vela que había sido desgarrada por el viento el día anterior. Los judíos, sentados en popa, se quejaban desconsolados del frío que habían sufrido en aquel sitio tan expuesto. Sobre el ojo izquierdo del sabio advertí un corte que, según me dijo, le había ocasionado el viejo genovés la última vez que le sacó fuera de la cámara. Saqué entonces la botella de coñac y rogué a la tripulación que se sirvieran como modesta compensación por su hospitalidad. Me dieron las gracias, y la botella pasó de mano en mano. Llegó por fin a las de un viejo piloto quien, después de mirar unos instantes al sabio judío, se la llevó a los labios, donde la mantuvo más tiempo que ninguno de sus camaradas, después de lo cual me la devolvió con una profunda reverencia. El sabio preguntó entonces qué contenía la botella. Le dije que era coñac, o aguardiente, y me rogó entonces que le dejase echar un trago.
—¿Es posible? —dije—. Ayer me dijo que era una cosa prohibida, una abominación.
—Ayer —dijo— no sabía que fuese aguardiente. Creí que era vino, que desde luego sí es una cosa prohibida, una abominación.
—¿Lo prohíbe el Torah? —pregunté—. ¿Lo prohíbe la ley divina?
—No lo sé —dijo—, pero una cosa sí sé, que los sabios lo han prohibido.
—Sabios como usted —exclamé irritado—, de luengas barbas y corto entendimiento. El uso de ambas bebidas está permitido, pero en esa botella hay más peligro que en un barril de vino. Bien dijo mi señor, el Nazareno; «Os apartáis de un mosquito y os tragáis un camello», pero puesto que tiene frío y está temblando, tome la botella y reavive su cuerpo con un poco de su contenido.
Puso sus labios en la boca de la botella, pero no cayó una sola gota. El viejo genovés hizo una mueca.
—Bestia —dijo—. Ya adiviné por tus miradas que querías echar un trago y me dije que, aunque me ahogara, no dejaría que el caballero cristiano malgastase ni una gota en un judío como tú. ¡Mal rayo te parta! Ahora, señor caballero —prosiguió—, puede usted ir a tierra. Estos dos marineros le llevarán remando hasta el muelle y trasladarán su equipaje adonde tenga por conveniente. La Virgen le bendiga por donde vaya.