CAPÍTULO LII

UN JOVIAL HOSTELERO. — ASPIRANTES A LA GLORIA. — UN RETRATO. — HAMÁLES. — SALOMÓN. — UNA EXPEDICIÓN. — EL SOLDADO ALABARDERO. — LAS EXCAVACIONES. — EL ESTIRÓN DE LA CHAQUETA. — JUDAS Y SU PADRE. — EL PEREGRINAJE DE JUDAS. — LA BARBA POBLADA. — LOS FALSOS MOROS. — JUDAS Y EL HIJO DEL REY. — PREMATURA VEJEZ.

Acaso habría sido imposible haber elegido un lugar más conveniente para estudiar a mis anchas a Gibraltar y sus habitantes que aquel en el que me hallé a las diez de la mañana siguiente. Sentado en un banco, justamente enfrente del mostrador, junto a la puerta, en el zaguán de la hostería donde me hallaba alojado temporalmente, abarcaba con la vista la plaza de la Bolsa y todo cuanto sucedía allí, y sólo con alzar los ojos podía contemplar a placer la colosal colina que surge por encima de la ciudad, a una altura de varios centenares de pies. También podía observar a cualquier persona que entrara o saliera de la casa, muy concurrida por estar enclavada en el lugar más frecuentado del principal barrio de la ciudad. Prestaba atención con los ojos y los oídos. Junto a mí estaba mi excelente amigo, Griffiths, el jovial hostelero, de quien aprovecho esta oportunidad para decir algunas palabras, aunque supongo que ya ha sido descrito antes y por mejores plumas que la mía. Quienes no le conozcan, supónganle un hombre de unos cincuenta años, de gran estatura y de unas diez arrobas de peso, rostro rubicundo y hermosas facciones, ojos llenos de vida y sagacidad, pero a la vez rebosantes de bondad. Lleva pantalones blancos, chaqueta blanca y sombrero también blanco; en realidad va blanco de pies a cabeza, con la sola excepción de sus relucientes botas y su rostro colorado. Debajo del brazo lleva un látigo, lo cual ayuda sobremanera a la identificación de su aspecto, más parecido al de un caballero que regenta una posada en el camino de Newmarket, «simplemente por amor de los viajeros y el dinero que llevan consigo», que al de un nativo de Gibraltar. Sin embargo, él mismo os dirá que es un lagarto del Peñón y poca duda os cabrá de ello cuando además de su inglés, que es extenso y vernáculo, le oigáis hablar español, y genovés si es preciso, y no es juego de niños hablar este último idioma, que nunca he podido dominar. Es buen conocedor de caballos y a veces vende un «bocado de casta» o un corcel berberisco a un novato, aunque no tiene inconveniente alguno en tratar con un veterano, porque no existe un judío de Fez, flaco, de rostro cadavérico y ojos de lince que pueda engañarle ni estafarle una sola libra de las cincuenta mil que posee, y no obstante tened bien presente que es un sujeto honorable para quienes están dispuestos a tratar con él honradamente, y sabed también que si sois caballeros os prestará el dinero que preciséis, pero considerad asimismo que si se niega a hacerlo será porque algo hay en vosotros no del todo bueno, pues Griffiths conoce «su mundo» y no está dispuesto a dejarse tomar el pelo.

Durante la hora que permanecí sentado en el banco de aquella hostelería del Peñón se consumió una gran cantidad de cerveza. Delante del mostrador se agolpaban los oficiales, quienes entraban a tomar algún refresco preciso, o cuando menos tentador, para combatir el bochornoso calor reinante, y no pocos llegaban a caballo hasta la puerta, montados en jacas berberiscas, que abundan mucho en Gibraltar. Todos parecían muy amigos del hostelero, con quien ocasionalmente discutían los méritos de ciertos corceles y cuyas bromas acogían invariablemente con ilimitada aprobación. El aspecto de estos muchachos, porque en su mayor parte eran muy jóvenes, era altamente interesante y grato. Creo que el aspecto personal y las cuidadas maneras de los oficiales ingleses se llevan la palma entre todos los de su situación en todo el mundo. Es cierto que los oficiales de la Guardia Real de Rusia, en especial de los tres regimientos llamados Priberjensky, Simeonsky y Finlansky, podrían competir sin miedo en casi todos los sentidos con la flor del Ejército británico, pero conviene recordar que los oficiales de estos regimientos están elegidos entre la nobleza eslavonia, jóvenes escogidos precisamente por su gallardía y la superioridad de sus dotes morales, mientras que entre todos los anglosajones de cabello rubio que vi reunidos cerca de mí, no había uno solo que procediera de noble familia, ni de orgulloso y encumbrado apellido. Y ciertamente, lejos de ser elegidos para halagar el orgullo y añadir pompa a un déspota, habían sido tomados sin distinción de una masa de vehementes aspirantes a la gloria militar, y enviados a una pobre y remota colonia para servir a su país. No obstante, su tierra podía sentirse orgullosa de ellos por su gallardía y belleza, el valor pintado en su semblante y la inteligencia que reflejaban sus ojos azules.

¿Quién se detiene ante la puerta sin entrar y dirigir una pregunta al hostelero, que se adelanta al recién llegado con un respetuoso saludo? No es un hombre vulgar, o cuando menos no lo revela así su porte. Va ataviado muy sencillamente: un sombrero español de alto pico y anchos bordes —el verdadero sombrero—, pantalones y casaca azul de húsar. ¡Qué bien le cae ese atavío a uno de los hombres de más noble apostura que he visto nunca! Le contemplaba con respeto y admiración, mientras él permanecía sonriendo y bromeando bondadosamente en un español excelente con un bribón del lugar, que llevaba en la mano un enorme bogavante que estaba dispuesto a venderle a toda costa. Era un hombre gigantesco, y le pasaba unas tres pulgadas al voluminoso dueño de la posada, pero él era atlético y recto como un pino de Dovrefeld. Frisaría los cincuenta y cinco años, que conferían un aire de madura dignidad a su rostro, que parecía cincelado por algún escultor griego, y sin embargo tenía el cabello negro como ala de cuervo noruego, y negro tenía también el bigote enroscado encima de su bien formada boca. En Grecia y en el campo ante Troya le habría tomado por Agamenón.

—¿Es un general este caballero? —pregunté a un personaje bajo y de extraño aspecto que estaba sentado a mi lado, absorto en la lectura de un periódico.

—Ese caballero —susurró con acento sibilante— es el gobernador de Gibraltar, señor.

A ambos lados de la puerta exterior, sentados en el suelo o indolentemente apoyados contra la pared, había unos seis hombres de muy singular porte. Su principal atavío consistía en una especie de ropón azul, algo parecido a la blusa usada por los campesinos del norte de Francia, pero más corto. Lo llevaban ceñido a la cintura con un cinturón de cuero y colgaba hasta media cadera. Llevaban las piernas desnudas, de modo que tuve oportunidad de observar sus pantorrillas, que eran extraordinariamente largas. Tocábanse la cabeza con birretes de lana negra. Pregunté al más fornido de esos hombres, un individuo de rostro moreno, quiénes eran. Respondió: Hamáles. Sabía que esta palabra era árabe, y que en esta lengua significaba porteador y, efectivamente, al poco rato vi a un tipo parecido a ellos, atravesando la plaza, bamboleándose bajo un enorme peso, suficiente para romper el lomo de un camello. Me dirigí de nuevo a mi moreno amigo y le pregunté de dónde procedía. Él me respondió que había nacido en Mogador, en Berbería, pero que había pasado casi toda su vida en Gibraltar. Agregó que él era el capataz de los hamáles que estaban en la puerta. Le hablé entonces en árabe levantino, con escasa esperanza de ser comprendido, sobre todo porque llevaba mucho tiempo en el Peñón. Sin embargo me contestó muy atinadamente; sus labios vibraban de avidez y los ojos relucían de alegría, aunque era fácil comprender que el árabe, o mejor dicho el marroquí, no era el lenguaje en que estaba acostumbrado a pensar ni a hablar. Sus compañeros se congregaron alrededor nuestro y escuchaban atentamente, y cuando se decía algo que ellos aprobaban, exclamaban: Wakhud rajil shereef hada, minbeled del scharki. Finalmente saqué el siclo que invariablemente llevaba conmigo y le pregunté al capataz si había visto alguna vez una moneda como aquella. Contempló el incensario y la rama de olivo durante un buen rato, con muestras evidentes de no saber lo que era. Finalmente comenzó a examinar los caracteres de ambas caras de la moneda y exclamó, dirigiéndose a los demás hamáles: «Hermanos, éstas son las letras de Salomón. Esta plata está bendita. Besemos esta moneda.» La puso seguidamente encima de su cabeza, la apretó contra sus labios y finalmente la besó vehementemente, como hicieron después todos sus hermanos. Luego me la devolvió, haciendo una profunda reverencia. Griffiths me explicó después que aquel sujeto se negó a trabajar durante el resto del día y no hizo más que sonreír, reír y hablar consigo mismo.

—Permítame ofrecerle un aperitivo, señor —dijo el singular personaje que ya he mencionado.

Era un hombre corpulento, muy bajo y de piernas extremadamente cortas. Su atavío consistía en una mugrienta chaqueta de color tabaco, sucios pantalones blancos y medias todavía más sucias. En la cabeza llevaba un sombrero de seda, cuyas alas tendían a levantarse por delante y por detrás. Observé que durante mi conversación con los hamáles había alzado los ojos repetidas veces del periódico, y cuando saqué la moneda había hecho una mueca muy significativa y la había examinado cuando el capataz la tenía en la mano.

—Permítame ofrecerle un aperitivo —dijo—. Adiviné que era usted uno de los nuestros antes incluso de que hablara con los hamáles. Señor, mi corazón se regocija al ver que un caballero de su clase no desdeña conversar con sus pobres hermanos. Es lo que yo hago también muy a menudo, y ojalá Dios confunda mi nombre, que es el de Salomón, si les desprecio alguna vez. No sé mucho árabe, pero le comprendí bastante bien y me gustó mucho su plática. Debe usted tener mucho shillam eidri, pero no obstante me sobresaltó cuando preguntó al hamále si había leído el Torah; naturalmente usted querría decir con los meforshim. Aun siendo pobre, no le creo bastante becoresh para leer el Torah sin comentarios. Creo que es usted un judío salmantino. Tengo entendido que todavía quedan antiguas familias aquí. ¿Ha estado alguna vez en Tudela, señor? Creo que no está muy lejos de Salamanca. Un pariente mío vivió allí; era un gran viajero como usted, señor. Fue por todo el mundo buscando a los judíos... fue hasta la cumbre del Sinaí. ¿Puedo hacer algo por usted en Gibraltar, señor? ¿Algún encargo? Lo llevaría a cabo con tanta diligencia como cualquier otro. Me llamo Salomón. En Gibraltar soy bastante conocido. Y en Crooked Friars, y en la Neuen Stein Steg de Hamburgo. Sáqueme de una duda, señor. Creo que vi su cara en la feria de Bremen. ¿Habla alemán, señor? Yo sí lo hablo. Permítame ofrecerle un aperitivo. Me agradaría que fuese mayim hayim, por usted, realmente, señor, me agradaría que fuesen aguas vivas. Ahora déme usted su opinión con respecto a esto —dijo bajando la voz y agitando el periódico—. ¿No cree que es lamentable que un yudken traicionara a otro? Cuando pongo mi secreto en beyad peluni, ¿me comprende, señor? Cuando confío mi secreto a un individuo y este individuo es un judío, un yudken, señor, no quiero ni espero ser traicionado. En una palabra, ¿qué opina usted del robo del polvo de oro, y qué les harán a estos infelices que, según veo, están acusados de haberlo cometido?

Aquel mismo día me puse a buscar los medios para trasladarme a Tánger pues no tenía deseos de prolongar mi estancia en Gibraltar, donde, pese a ser un lugar muy interesante para un viajero observador, no había allí nada que me retuviera ya. Por la tarde me visitó un judío, hijo de Berbería, quien me informó que era secretario del patrón de un barco genovés que hacía la travesía entre Tánger y Gibraltar. Con su promesa de que el barco zarparía indiscutiblemente hacia aquel punto a la tarde siguiente, hice tratos para viajar con él. Dijo que, dado que el viento soplaba de levante, el viaje sería rápido. Deseoso de pasar lo mejor posible el poco tiempo que me quedaba de mi estancia en Gibraltar, decidí visitar las excavaciones que aún no conocía. Solicité el permiso necesario para ir allí a la mañana siguiente, y me lo concedieron fácilmente.

Cerca de las seis de la mañana del martes emprendí la expedición, acompañado por un muchacho judío muy inteligente y apuesto, uno de los dos hermanos que oficiaban de valets de place en la posada.

La mañana era sumamente bochornosa. Avanzamos por una calle empinada y seguimos adelante en dirección este. Poco después llegamos a las proximidades de lo que se conoce generalmente con el nombre de castillo Moro, una gran torre tan desmoronada por los cañonazos que recibió durante el famoso sitio que actualmente no es sino un montón de ruinas. En sus muros pueden verse centenares de agujeros en los que, según se dice, aún están incrustadas las balas. Allí, en una suerte de choza, se nos reunió un sargento de artillería, quien había de guiamos. Después de saludarnos, inició la marcha hacia una enorme roca donde abrió una puerta que daba entrada a un oscuro pasadizo abovedado, al final del cual nos encontramos en un sendero escarpado; o mejor escalera, con muros a ambos lados.

Seguimos avanzando muy lentamente, porque de poco nos habría servido ir aprisa pues enseguida habríamos perdido el aliento. El soldado, muy conocedor del lugar, avanzaba cautelosamente, con los ojos fijos en el suelo.

Observé tanto a ese hombre como al extraño lugar donde nos encontrábamos y que iba haciéndose cada vez más extraño. Era un ejemplo del campesino convertido en soldado. En realidad el cuerpo al que pertenecía estaba formado casi enteramente en soldados de esa clase. Avanza, alto, fuerte, rubicundo y de cabello cobrizo, un inglés de pies a cabeza. Marcha silencioso, grave y cortés, como un genuino soldado inglés. Admiro al obstinado escocés. Amo al impetuoso y osado irlandés. Admiro a todas las diversas razas que constituyen la población de las Islas Británicas, pero debo confesar que, en conjunto, ninguno está tan capacitado para la penosa tarea del soldado como los hijos campesinos de Inglaterra, tan robustos, tan fríos y al propio tiempo animados de un fuego oculto. Considerad la historia de Inglaterra y enseguida veréis de lo que son capaces estos hombres. Incluso en la batalla de Hastings, en aquellos días grises, bajo toda suerte de desventajas, debilitados por una terrible y reciente contienda sin disciplina, comparativamente hablando, e inferiores en armamento, vencieron a toda la caballería normanda. Seguid sus pasos en Francia, que conquistaron por dos veces, y seguidlos incluso hasta España, donde alzaron el hacha de guerra y dejaron tras de sí un nombre glorioso en Inglés Mendi, un nombre que perdurará hasta que el fuego consuma los montes cantábricos. Y en tiempos modernos, seguid los pasos de estos hombres gallardos por todo el mundo, y especialmente en Francia y España, y admiradlos, como yo admiré a ese sobrio, silencioso y marcial hombre que me mostraba las maravillas de una fortaleza extranjera, arrebatada por sus compatriotas a una nación poderosa y altiva, hacía más de un siglo y de la que él era a la sazón un eficiente guardián.

Llegamos junto al magnífico precipicio que se alza abruptamente por encima del llamado terreno neutral, mirando horriblemente hacia España y acto seguido penetramos en las excavaciones. Consisten en galerías abiertas en la roca viva, a unos doce pies del exterior, que recorren toda la anchura de la colina. En estas galerías existen a intervalos rústicas aberturas hechas por la mano del hombre, donde está emplazado el cañón sobre pequeños promontorios de piedra de pedernal, cada uno con su pirámide de balas a un lado, y una caja en el opuesto donde el artillero guarda lo que necesita para el desempeño de su trabajo. Todo estaba en su sitio, en el más grato orden inglés, todo a punto para rechazar y dominar en pocos momentos a las más orgullosas y potentes huestes que pudieran aparecer enfilando belicosamente hacia tan singular fortaleza.

No hay mucha variedad en estos lugares, pues cada caverna y cada arma se parecen. En cuanto al armamento no es de largo calibre, y en realidad tampoco se necesita que lo sea en esa posición, donde una piedra caída desde tan gran altura provocaría la muerte. Sin embargo, al descender observé en una caverna de importancia especial dos enormes carronadas dispuestas con peculiar y maligno propósito contra una roca que acaso, no sin gran dificultad, podía ser escalada. El simple rebufo producido por una de aquellas armas bastaría para derribar a un millar de hombres. ¡Qué sensaciones de miedo y horror deben despertarse en el pecho de un enemigo cuando esta roca, en días de sitio, emite su llamarada, humo y viento atronador desde mil agujeros rugientes; horror no inferior al sentido por el campesino de las cercanías cuando Mongibello vomita por todos sus orificios su fuego sulfúreo!

Cuando salimos de las excavaciones seguimos viendo algunas baterías. Le pregunté al sargento si sus compañías y él eran hábiles en el manejo de las armas. Replicó que los cañones eran para ellos lo que la carabina para el cazador, que los manejaban fácilmente y con gran precisión, pues rara vez o casi nunca dejaban de acertar a un objetivo al alcance de tiro. El hombre no hablaba nunca a menos que se le interpelara, y entonces sus respuestas eran de lo más sensato y estaban magníficamente expresadas. Después de nuestra excursión, que duró por lo menos dos horas, le hice un pequeño presente, y me despedí con un cordial apretón de manos.

Por la tarde me preparé para subir a bordo del barco con destino a Tánger, confiando en lo que el secretario judío me había dicho con respecto al embarque. Sin embargo me lo encontré por azar en la calle y me informó que no saldríamos hasta la siguiente mañana, y que estuviera a bordo a hora temprana. Estuve deambulando por las calles hasta que empezó a anochecer. Me sentía cansado y me disponía a retirarme a la posada, cuando noté que tiraban débilmente del faldón de mi chaqueta. Estaba entre una muchedumbre de gente formando corro alrededor de algunos soldados irlandeses que estaban discutiendo y no presté atención, pero volvieron a tirar de mi chaqueta y con más fuerza, al tiempo que me interpelaban en una lengua que tenía casi olvidada y que no esperaba volver a oír nunca. Miré en torno mío, y allí estaba una alta figura que me miraba con ojos ávidos e inquisitivos. En la cabeza llevaba el kauk o gorro de piel de Jerusalén; de sus hombros, colgaba una amplia capa azul, casi arrastrando por el suelo, y cubría sus piernas unos kandrisa o pantalones turcos. Le miré tan fijamente como él a mí. Al principio sus rasgos me parecieron totalmente desconocidos y me disponía ya a decirle «No lo conozco a usted», cuando algo vi en su fisonomía que me hizo exclamar, no sin cierta vacilación: «Aseguraría que es Judas Lib.»

En 1834, si mal no recuerdo, me hallaba a bordo de un vapor en el Báltico. Caía una llovizna pertinaz y la mar estaba muy agitada. Observé a un joven de unos veintidós años apoyado en la borda, en actitud sumamente melancólica. Por su rostro le identifiqué como perteneciente a la raza hebrea, pero había algo en su porte, poco común entre ese pueblo, un indefinible aire de nobleza que me interesó sobremanera. Me acerqué a él y minutos después estábamos enzarzados en animada charla. Hablaba indistintamente polaco y judeo-alemán. La historia que me contó era muy extraordinaria, pero di crédito total a las palabras que salían de sus labios con una sinceridad a toda prueba. Además, no tenía motivo para mentirme. Una idea le obsesionaba por completo.

—Mi padre —dijo en un lenguaje que denunciaba a las claras su origen— era oriundo de Galatia, hijo de muy buena familia judía, hombre docto porque sabía el Zohar y también tenía conocimientos de medicina. Cuando yo contaba unos ocho años, dejó Galatia y llevando consigo a su esposa, que era mi madre, y a mí, se dirigió hacia el Este, hasta Jerusalén, donde se estableció como mercader, porque estaba familiarizado con el comercio y el arte de ganar dinero. Los judíos de Jerusalén le respetaban mucho porque era polaco y conocía mejor y el Zohar y más secretos que el más sabio de todos ellos. Viajaba con frecuencia y estaba ausente semanas enteras y hasta meses, pero nunca por más de seis lunas. Mi padre me quería, y en los momentos de ocio me enseñó parte de su saber. Le ayudaba en su negocio, pero nunca me llevó en sus viajes. Teníamos una tienda en Jerusalén, donde vendíamos las mercancías de los nazarenos, y mi madre y yo, así como una hermanita que nació a poco de que llegáramos a Jerusalén, ayudábamos a mi padre en el negocio. Finalmente llegó un día en que nos dijo que se iba de viaje, nos abrazó a todos y se marchó, dejándonos al frente del comercio en Jerusalén. Pasaron seis meses y no regresaba, lo cual nos llenó de preocupación. Y pasaron otros seis meses más y tampoco regresó ni tuvimos noticias suyas, y nuestros corazones estaban agobiados por el dolor y la angustia. Entonces, al cabo de dos años, dije a mi madre: «Iré a buscar a mi padre», y ella dijo: «Hazlo». Me dio su bendición, besé a mi hermanita y llegué hasta Egipto, donde me dijeron que mi padre había estado allí y en qué tiempo, agregando que de allí se había dirigido a la tierra de los turcos. Así que proseguí camino hasta la tierra de los turcos, a Constantinopla. Y cuando llegué allí supe también de mi padre, porque era muy conocido entre los judíos y me indicaron la época en que había estado allí, añadiendo que había especulado y prosperado, pero que no sabían adónde se había dirigido al salir de Constantinopla. Entonces reflexioné y me dije: «Tal vez habrá acudido a la tierra de sus padres, a Galatia para visitar a los suyos», así que decidí dirigirme allí. En cuanto llegué fui en busca de sus deudos, y me di a conocer: ellos se regocijaron al verme, pero cuando les pregunté por mi padre movieron la cabeza y no supieron darme razón de su paradero. Les habría gustado que me quedase con ellos, pero yo no quise, porque el pensamiento de mi padre me absorbía y no podía sosegar de impaciencia. Así que me marché y me dirigí a otro país, a Rusia, y entré hasta el interior de esa nación, hasta llegar a Kazán, y a todos los que hallaba, fuesen judíos, rusos o tártaros, les pregunté por mi padre, pero nadie le conocía ni había oído hablar de él. Así que decidí regresar, y aquí me ves. Y ahora me propongo atravesar toda Alemania y Francia, todo el mundo hasta que dé con mi padre, porque no puedo tener un minuto de sosiego en tanto no sepa lo qué ha sido de él; su pensamiento quema en mi cerebro como fuego, incluso como fuego de Jehinnim.

Tal era el personaje al que veía ahora de nuevo, después de un lapso de cinco años, en la calle de Gibraltar, a la caída de la tarde.

—Sí —replicó—. Soy Judas, apodado el Lib. Tú no me reconociste, pero yo te conocí enseguida. Te habría distinguido entre un millón, y han pasado muchos días desde que te vi por última vez, pero he pensado en ti.

Me disponía a contestarle, pero me sacó de entre la muchedumbre, conduciéndome al interior de una tienda donde había seis o siete judíos sentados en el suelo, cortando cuero. Les dijo algo que no comprendí, y entonces ellos inclinaron sus cabezas y prosiguieron su labor, sin ocuparse más de nosotros. Nos había seguido hasta la puerta una figura singular. Era un hombre ataviado con ropa europea muy andrajosa, que sin embargo revelaba su anterior calidad. Aparentaba unos cincuenta años. Su cara, muy ancha, tenía un intenso bronceado. Los rasgos muy avejentados pero sumamente varoniles no mostraban señales de astucia, pese a que eran los de un judío, sino una gran sencillez y bondad. Sobrepasaba la mediana estatura y tenía un cuerpo atlético; los brazos y espalda eran literalmente los de un Hércules, oprimidos en un sobretodo moderno. Cubría la parte inferior de su rostro una poblada barba que le llegaba al pecho. Permaneció en la puerta con los ojos fijos en mí y en Judas.

—¿Ha tenido noticias de su padre? —le pregunté.

—Sí —replicó—. Cuando nos separamos, yo seguí cruzando muchos países y allí donde fui pregunté a la gente por mi padre, pero todos me respondían moviendo la cabeza, hasta que por fin llegué a Túnez. Allí me dirigí al jefe rabino, quien me dijo que conocía bien a mi padre y que había estado en el país, y me indicó cuándo. Me dijo también que de allí había marchado hacia la tierra de Fez. Y habló mucho de mi padre y de su saber, y mencionó el Zohar, ese oscuro libro que mi padre quería tanto. Y aún se extendió más hablando de la riqueza de mi padre y de sus especulaciones, en las que parecía haber prosperado mucho. Así que embarqué para la tierra de Berbería. Cuando llegué a Fez obtuve información acerca de mi padre, información que tal vez era peor que la ignorancia, porque los judíos me dijeron que mi padre había estado en la ciudad, había especulado y prosperado, y que desde allí había partido hacia Tafilaltz, que es la tierra de la que es oriundo el emperador Muley Abderramán. Y allí seguía rico, y sus bienes de oro y plata eran inmensos; y deseaba ir a una ciudad no muy distante, y contrató a dos moros para acompañarle y defenderle a él y a sus tesoros. Los moros eran hombres fuertes, makhasniah, es decir, soldados. Hicieron un pacto con mi padre y le dieron la mano derecha, comprometiéndose a derramar su sangre para defender la de mi padre. Mi padre partió intrépido con los dos moros... con los dos moros falsos. Cuando llegaron a un lugar solitario golpearon a mi padre y le despojaron de cuanto tenía, de sus sedas y mercancías, y de todo el oro y la plata que había obtenido con sus especulaciones, y se fueron a su pueblo y allí se establecieron, compraron tierras y casas y alardearon de su hazaña diciendo: «Hemos matado a un infiel, un maldito judío», y todo esto se comentó en Fez. Y cuando llegó a mis oídos, mi corazón se entristeció y me eché a llorar como un chiquillo. Pero el fuego de jehinnim ya no ardía en mi cerebro, porque sabía lo que había sido de mi padre. Finalmente me consolé, diciéndome: «¿No sería prudente acudir al rey moro y pedirle venganza por la muerte de mi padre, y que sean despojados los que le han robado, y que el tesoro de mi padre les sea arrebatado y me lo entreguen a mí, que soy su hijo?» El rey de los moros no estaba entonces en Fez, sino que estaba en las guerras. Y yo fui en su busca, hasta Arbat, que es puerto de mar, pero cuando llegué allí no me encontré con él sino con su hijo, y algunos hombres me dijeron que hablar con el hijo era hablar con el rey, el mismísimo Muley Abderramán. Así, pues, acudí al hijo del rey y me postré ante él y alcé mi voz y le dije cuanto tenía que decirle. Él me miró con benevolencia y me dijo: «Realmente, tu historia es dolorosa, y me entristece. Lo que pides te será concedido, la muerte de tu padre vengada y los ladrones desposeídos; y escribiré una carta de mi propio puño y letra dirigida al pachá, al mismísimo pachá de Tafilaltz, y le pediré que indague en este asunto, y tú llevarás esa misiva para entregársela a él.» Y cuando escuché estas palabras, un miedo total invadió mi corazón y repliqué: «No, mi señor. Está bien que escribas una carta para el pachá, para el mismísimo pachá de Tafilaltz, pero yo no llevaré esta carta ni iré a Tafilaltz, porque en cuanto llegase y se conociera mi presencia, los moros se alzarían contra mí y me matarían, secreta o públicamente, porque ¿acaso no son moros los asesinos de mi padre, y no soy yo judío aunque sea polaco?» Él me miró con expresión benévola y dijo: «En verdad, hablas sabiamente. Escribiré la carta, pero no la llevarás tú, porque la mandaré por otros medios. Por consiguiente, tranquiliza tu corazón y no dudes de que, si tu historia es cierta, la muerte de tu padre será vengada y el tesoro, o su valor, será recuperado y te será devuelto. Dime por tanto dónde residirás hasta entonces.» Y yo le dije: «Mi señor, iré a la tierra de Suz y me quedaré allí.» Y él replicó: «Sea como dices, y muy pronto sabrás de mí.» Me levanté y me fui a país de Suz, hasta Swirah, que los nazarenos llaman Mogador. Y allí estuve aguardando con el corazón inquieto noticias de él, hace ya tres años de eso, desde que estuve en su presencia. Y me instalé en Mogador, me busqué mujer, una hija de nuestra nación y escribí a mi madre, en Jerusalén, y ella me mandó dinero, y con este dinero me establecí, como había hecho mi padre, y especulé pero sin éxito, y rápidamente perdí cuanto tenía. Y ahora he venido a Gibraltar para especular por cuenta de otro, un comerciante de Mogador, pero me desagrada mi ocupación, me ha engañado. Voy a regresar y de nuevo me presentaré ante el rey moro y le pediré que el tesoro de mi padre les sea arrebatado a los despojadores y me lo devuelvan a mí, su hijo.

Escuché con muda atención la historia singular de aquel hombre singular, y cuando hubo concluido permanecí un buen rato sin decir palabra. Por fin me preguntó qué me había traído a Gibraltar. Le dije que era sólo un viajero de paso, pues me dirigía a Tánger, para donde esperaba zarpar al día siguiente. Él observó entonces que dentro de una o dos semanas él también estaría allí y se encontraría conmigo, pues tenía muchas más cosas que contarme.

—Y tal vez pueda darme consejo provechoso —agregó— pues es usted persona de experiencia, versado en las costumbres de muchos pueblos, y cuando le miro al rostro, el cielo aparece abierto ante mí, porque me parece estar viendo el rostro de un amigo, incluso de un hermano.

Me dijo adiós y se marchó, seguido del extraño hombre barbudo que, en el curso de nuestra conversación había permanecido pacientemente en la puerta. Observé que había menos fiereza en su mirada que en nuestro anterior encuentro, pero a la vez más melancolía, y sus facciones estaban surcadas como las de un anciano, pese a que todavía estaba en la primera juventud.