CAPÍTULO XXXIX
LOS DOS EVANGELIOS. — EL ALGUACIL. — LA ORDEN DE PRISIÓN. — MARÍA LA BUENA. — EL ARRESTO. — ENCARCELAMIENTO. — REFLEXIONES. — LA RECEPCIÓN. — LA CELDA. — SOLICITUD DE DESAGRAVIO.
Por fin estuvo listo el Evangelio de San Lucas en caló. Así que deposité cierto número de ejemplares en el despacho y anuncié su venta. El Evangelio en vasco, que por aquellos días también estuvo terminado, también lo anuncié. Hubo poca demanda de esta última obra. No así el de Lucas en caló, cuya edición completa habría podido despachar en menos de quince días. Pero mucho antes de que finalizase este período, el clero se levantó en armas.
—¡Brujería! —dijo el obispo.
—Aquí hay más de lo que a simple vista parece —exclamó un segundo.
—Va a convertir a todos los españoles mediante la lengua gitana —dijo un tercero.
Y luego se sucedió el coro usual en semejantes ocasiones:
—¡Qué infamia! ¡Qué picardía!
Finalmente, después de consultar entre sí, acudieron presurosos a su instrumento, el corregidor, o según la expresión moderna, el jefe político de Madrid. He olvidado el nombre del personaje, a quien tampoco conocía personalmente. A juzgar por sus acciones y por la opinión general, se trataba de un ser obtuso y estúpido, y salvaje además: una mezcla de borrico, mula y lobo. Como sentía una gran aversión hacia todos los extranjeros, acogió gustoso la queja de mis acusadores y seguidamente dio orden de secuestrar todos los ejemplares del Evangelio en caló que pudieran encontrarse en el despacho. Un nutrido cuerpo de alguaciles se encaminaron a la calle del Príncipe e incautaron unos treinta ejemplares del libro y otros tantos de san Lucas en vasco. Los alguaciles regresaron triunfalmente con el botín a la jefatura política, donde se repartieron los ejemplares del volumen gitano, vendiendo después el resto a elevado precio, pues el libro era muy solicitado, convirtiéndose de este modo, involuntariamente, en agentes de la Sociedad. Pero cada uno debe vivir según su conveniencia, dice esta gente, y no pierden oportunidad de seguir sus palabras, vendiendo con el máximo provecho cualquier botín que cae en sus manos. Como nadie estaba interesado en el Evangelio en vascuence, fue arrinconado, con otras presas invendibles, en los almacenes de la jefatura.
Se habían apoderado de los Evangelios en gitano, cuando menos de los que había en venta en la tienda. Pero el corregidor y sus amigos sustentaban la opinión de que se podían obtener muchos más mediante una pequeña maniobra. Así que todos los días se presentaban en la tienda ganchos de la policía bajo toda suerte de disfraces, preguntando con gran interés por «libros gitanos», y ofreciendo una buena cantidad por los ejemplares. Sin embargo volvieron junto a sus patronos con las manos vacías. Mi gallego estaba en guardia y a todos los que preguntaban les decía que por el momento no se vendían libros de esa clase en el establecimiento. Lo cual en este caso era bien cierto, pues yo le di órdenes estrictas de no vender ninguno bajo ningún pretexto.
Sin embargo, mi franco proceder no merecía crédito. El corregidor y sus aliados estaban seguros de que por medios misteriosos yo vendía diariamente centenares de esos libros gitanos que iban a revolucionar el país y a destruir el poder del obispo de Roma. Así que trazaron un plan mediante el cual esperaban tener la oportunidad de ponerme en una situación que me incapacitara temporalmente para tomar ninguna medida activa de distribuir las Escrituras, en gitano o en cualquier otro idioma.
El 1 de mayo por la mañana, si mal no recuerdo, apareció en mis habitaciones un sujeto cuando yo me disponía a desayunar. Era un individuo vulgar, de mediana estatura, con expresión de rufián. La posadera le hizo entrar y se retiró. No me agradaron las trazas de mi visitante, pero asumiendo cierta cortesía le rogué que tomara asiento y le pregunté qué deseaba.
—Vengo de parte de su excelencia el jefe político de Madrid —respondió—, y mi misión es informar a usted de que su excelencia está perfectamente al corriente de sus actividades y en cualquier instante puede demostrar que usted vende todavía, en secreto, estos libros diabólicos que se le ha prohibido despachar.
—¿De veras? —respondí—. Pues que lo haga, aunque no entiendo qué necesidad tiene de advertírmelo.
—Tal vez cree usted que su señoría no tiene testigos, pero sepa que los tiene, y además muchos y respetables.
—Sin duda —repliqué—, y a juzgar por el porte respetable de usted, quizá también sea uno de ellos. Pero está usted haciéndome perder el tiempo. Márchese y diga a quienquiera que le haya mandado que no tengo buena opinión de su talento.
—Me iré cuando guste—replicó el sujeto—. ¿Sabe con quién está hablando? ¿Sabe que si lo creo conveniente puedo registrar sus habitaciones, e incluso mirar debajo de su cama? ¿Qué hay aquí? —prosiguió mientras empezaba a hurgar con su bastón en un montón de papeles que había sobre una silla—. ¿Qué hay aquí? ¿También son papeles de los gitanos?
Inmediatamente decidí no tolerar por más tiempo su conducta y agarrándole por el brazo lo saqué de la estancia, y sin soltarle le conduje desde el tercer piso donde yo vivía hasta la calle, mirándole fijamente a la cara todo el tiempo.
El sujeto se había dejado el sombrero encima de la mesa, y se lo devolví por mi patrona, quien se lo entregó mientras él permanecía en la calle, contemplando con ojos llenos de asombro mi balcón.
—Le han tendido a usted una trampa, don Jorge —dijo María Díaz, cuando subió de la calle—. Ese corchete vino aquí con la sola intención de tener una disputa, y de cada palabra dicha por usted hará una extensa historia, como suele hacer esta gentuza. En realidad, cuando le entregué el sombrero, dijo que antes de veinticuatro horas vería usted el interior de la prisión de Madrid.
Efectivamente, durante el resto de la mañana fui informado de que habían librado un mandamiento de prisión contra mí. No obstante, la perspectiva de verme encarcelado no me atemorizó demasiado. Mi vida azarosa y mis arraigados hábitos de deambular me habían familiarizado hacía tiempo con situaciones de toda índole, haciendo que me sintiera tan a gusto en una prisión como en las cámaras doradas de los palacios. Más aún puesto que en aquel lugar siempre pude obtener alguna información útil, mientras que en ese último con frecuencia me asalta el aburrimiento. Además, hacía ya algún tiempo que venía pensando en hacer una visita a la prisión, en parte con la esperanza de poder dirigir algunas palabras de instrucción cristiana a los criminales, y en parte con vistas a hacer ciertas averiguaciones con respecto al lenguaje de los ladrones, un asunto por el que hacía tiempo sentía gran curiosidad; en realidad, ya había realizado algunos trámites para ser admitido en la Cárcel de la Corte, pero encontré que en el asunto concurrían innúmeras dificultades, como habría dicho mi amigo Ofalia. Me regocijé entonces ante esta oportunidad de penetrar en la cárcel, no en calidad de visitante por una hora sino como un mártir sufriendo por la santa causa de la religión. Sin embargo resolví defraudar a mis adversarios cuando menos por aquel día, y burlar aquella amenaza del alguacil de que me encarcelaría en el espacio de veinticuatro horas. Con tal fin me instalé durante el resto de la jornada en una famosa taberna francesa situada en la calle del Caballero de Gracia, que por tratarse de una de las más concurridas y elegantes de Madrid, deduje que lógicamente sería de las últimas en donde se le ocurriría buscarme al corregidor.
Cerca de las diez de la noche, María Díaz, a quien había informado de mi lugar de refugio, llegó en compañía de su hijo, Juan López.
—¡Oh, señor! —dijo la mujer en cuanto me vio—. Lo andan buscando. El alcalde de barrio y una gran comitiva de alguaciles y gente de esa clase han estado hace poco en casa con un mandamiento de prisión contra usted, extendido por el corregidor. Registraron toda la casa y se quedaron muy decepcionados al no hallarlo. ¡Pobre de mí! ¿Qué harán cuando lo encuentren?
—No tema, buena María —dije—, olvida usted que soy inglés y al parecer también se olvida de ello el corregidor. Si me captura, puede estar segura de que se dará por más que satisfecho de soltarme. Por el momento, empero, le dejaremos que siga adelante, porque parece que se haya apoderado de él el espíritu de la locura.
Dormí en la posada, y al día siguiente, antes del mediodía, me dirigí a la embajada donde sostuve una entrevista con sir George, a quien expuse todo el asunto. Dijo que le costaba trabajo creer que el corregidor abrigase serias intenciones de prenderme: en primer lugar, porque yo no había cometido nada malo, y en segundo, porque yo no estaba bajo la jurisdicción de aquel funcionario sino bajo la del capitán general, el único autorizado para decidir en asuntos que concernían a los extranjeros, y ante quien yo debía comparecer en la presencia del cónsul de mi nación.
—Sin embargo —añadió—, ignoramos hasta qué punto llegarán esos chupatintas. Le aconsejo por tanto, si teme usted algo, que permanezca en la embajada algunos días, como huésped mío, porque aquí estará a salvo.
Le aseguré que no temía nada en absoluto, pues ya estaba muy acostumbrado a aventuras de esta índole. Desde el apartamento de sir George me encaminé al del primer secretario de embajada, mister Southern, con quien entablé conversación. Apenas llevaba allí un minuto cuando irrumpió mi sirviente jadeando y muy excitado, exclamando en vasco:
—Niri jauna, los alguaciles y los corchetoac, y los demás lapurrac están de nuevo en la casa. Parecen enloquecidos y como no pueden dar con usted, están revolviendo sus papeles, pensando, supongo, que le hallarán escondido entre ellos.
En este punto mister Southern interrumpió para preguntarme qué significaba todo aquello. Se lo conté, y añadí que tenía intención de dirigirme enseguida a mi alojamiento.
—Pero tal vez le arresten estos sujetos —dijo mister Southern—, antes de que podamos intervenir nosotros.
—Debo arriesgarme a ello —respondí, y seguidamente me marché.
Pero antes de llegar al centro de la calle de Alcalá, se me acercaron dos individuos, que me dijeron que me diese por prisionero y me ordenaron seguirles al despacho del corregidor. Eran dos alguaciles que se habían apostado cerca de la embajada, sospechando que yo pudiera entrar o salir del edificio. Inmediatamente me volví a Francisco y le dije en vasco que regresara a la embajada y contase al secretario lo que acababa de ocurrir. El pobre hombre marchó como el rayo, no sin antes volverse para amenazar con el puño y lanzar una maldición vasca a los lapurrac, como él llamaba a los alguaciles.
Me condujeron a la jefatura o despacho del corregidor, donde me hicieron entrar en una gran estancia y me ordenaron que me sentara en un banco de madera. Acto seguido se situaron uno a cada lado. En la habitación, además de nosotros, había por lo menos veinte personas, funcionarios públicos a juzgar por su apariencia. Iban todos muy bien vestidos, en su mayoría a la moda francesa, con sombreros redondos, chaquetas y pantalones, y sin embargo parecían lo que eran en realidad, alguaciles españoles, espías e informadores, y si Gil Blas hubiera podido despertar de su sueño de dos siglos, a pesar del cambio de la moda, no habría tenido dificultad en reconocerlos. Me echaban ojeadas mientras iban de un lado a otro de la habitación; luego se reunieron en círculo y comenzaron a hablar en murmullos. 01 que uno de ellos decía:
—Entiende los siete dialectos gitanos.
Luego, otro, andaluz sin duda por su acento, dijo:
—Es muy diestro, y sabe montar tan bien a caballo y lanzar el cuchillo como si procediese de mi tierra.
Seguidamente se volvieron y me miraron con un interés y un respeto que seguramente no me habrían dedicado si hubiesen supuesto que yo era simplemente un hombre honrado que iba a testificar en una causa justa.
Aguardé pacientemente en el banco durante una hora aproximadamente, esperando a cada momento ser requerido a presencia de mi señor el corregidor. Supongo sin embargo que no se me consideró digno de ver a personaje tan eminente, porque al término de ese tiempo un hombre anciano, evidentemente del género alguacil, entró en la estancia y se me acercó.
—De pie —dijo. Obedecí.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
Se lo dije.
—Entonces —respondió, mostrando un documento que sostenía en la mano—, es la voluntad de su excelencia el corregidor que sea usted encarcelado inmediatamente.
Me miraba fijamente al hablar, esperando quizá que yo cayera al suelo ante la terrible palabra de la cárcel. Pero me limité a sonreír. Entonces entregó a uno de mis apresadores el documento, que supongo era el mandamiento de prisión, y obedeciendo a un signo que me hicieron eché a andar tras ellos.
Posteriormente supe que el secretario de la legación, mister Southern, había salido por encargo de sir George en cuanto éste se informó de mi arresto, y estuvo aguardando en el despacho la mayor parte del tiempo que yo pasé allí. Pidió audiencia para ver al corregidor, en la que trataría de protestar y hacerle ver el riesgo que corría al dar ese paso insensato. El necio funcionario se negó sin embargo a recibirle, pensando acaso que atender a razones redundaría en detrimento de su dignidad. Con su conducta, empero, me sirvió del modo más efectivo, pues después de tan inmerecida insolencia nadie se sintió predispuesto a poner en duda la violencia e injusticia de que fui objeto.
Los alguaciles me condujeron a través de la plaza Mayor a la Cárcel de la Corte, que así se llama. Mientras la atravesábamos recordé que ésta era la plaza donde, en «los buenos tiempos pasados» la Inquisición española solía celebrar sus solemnes autos de fe, y eché una mirada al balcón del ayuntamiento donde, durante el más solemne de todos, estuvo sentado el último rey de España descendiente de los Austrias que, después de que hubieran sido quemados unos treinta herejes de ambos sexos, en grupos de cuatro y cinco, se enjugó el rostro, sucio de sudor y de humo negro, y preguntó con toda tranquilidad: «No hay más?», por cuya ejemplar muestra de paciencia fue muy aplaudido por sus clérigos y confesores, que más adelante lo habrían de envenenar.
«Y aquí estoy yo —me iba diciendo—, que he hecho más por derrotar al papismo que todos los pobres mártires cristianos torturados en esta maldita plaza, y sólo me envían a la cárcel, de donde con seguridad saldré dentro de pocos días con buena reputación y aplausos. Obispo de Roma, creo que tu maldad sigue siendo tan grande como siempre, pero tu poder ha decaído lastimosamente. Te estás quedando paralítico, bátiushka, y tu cayado se ha convertido en una muleta.»
Llegamos a la prisión, que se levanta en una calle angosta, poco distante de la plaza Mayor. Penetramos en un oscuro pasaje, al final del cual había un portillo. Llamaron los alguaciles, y una cara feroz se asomó por la mirilla; hubo un intercambio de palabras, y pocos instantes después me encontré dentro de la prisión de Madrid, en una especie de corredor que dominaba desde gran altura lo que parecía un patio, del que en ocasiones surgía una tremolina de voces y algunos gritos salvajes. En el corredor, que servía algo así como de despacho, estaban algunos hombres, uno de ellos sentado detrás de una mesa escritorio, y a él se encaminaron los alguaciles. Después de conversar los tres en voz baja, le entregaron la orden de arresto. La leyó atentamente, y acto seguido se levantó para dirigirse hacia mí. ¡Qué figura! Contaba unos cuarenta años, y su estatura habría alcanzado el metro ochenta de no haberse encorvado tan pronunciadamente, a la manera de una ese. Estaba tan seco que un soplo de aire parecía bastar para hacerle desaparecer. Su rostro bien podría considerarse agraciado de no ser por su extraordinaria delgadez. Su nariz era como un pico de águila, sus dientes blancos como el marfil, los ojos negrísimos y preñados de expresión extraña, el cutis moreno y el cabello negro como una ala de cuervo. Su rostro estaba animado por una continua sonrisa apacible pero cruel, que bien habría podido adornar el semblante de Nerón. «Mais en revanche, personne n'était plus honnête.»
—Caballero —dijo—, permita que me presente: soy el alcaide de la prisión. Por este documento veo que tendré el honor de tenerle a usted con nosotros por algún tiempo, corto sin duda. Espero que deseche de su mente cualquier temor. Estoy encargado de tratarle con todo el respeto debido a la ilustre nación a la que pertenece, y que caballero de tan elevada condición como la suya está en su derecho de esperar. Cuidado innecesario, bien cierto es, porque de propia voluntad me habría sentido sumamente contento de poder tener con usted toda suerte de atenciones y comodidades. Caballero, considérese aquí más como huésped que como prisionero. Se le permitirá deambular por todo este recinto siempre que guste. Descubrirá que aquí las cosas no están por entero desprovistas de interés para un espíritu filosófico. Sírvase dar cuantas órdenes crea conveniente a los funcionarios y llaveros, exactamente como si fuesen sus servidores. Ahora tendré el honor de conducirle a su departamento, el único que está desocupado. Invariablemente lo reservamos para caballeros de alcurnia. Me complace decirle que las órdenes recibidas están en consonancia también con mi inclinación personal. Por él no se le cobrará a usted nada, aunque generalmente la renta por el mismo es de una onza de oro. Por consiguiente, le ruego se sirva seguirme, caballero, y me considere como el más devoto y obediente de sus servidores.
Y diciendo esto se quitó el sombrero y se inclinó profundamente.
Éste fue el discurso del alcaide de la prisión de Madrid, un discurso pronunciado en puro y sonoro castellano, con serenidad, calma y casi con decoro, un discurso que habría hecho honor a un caballero de noble cuna, a monsieur Bassompierre recibiendo en la Bastilla a un príncipe italiano, o al gobernador de la Torre de Londres saludando a un duque acusado de alta traición. Pero ¿quién era este alcaide? Uno de los mayores bribones de toda España. Un sujeto tan avaricioso que en más de una ocasión por mermar más aún las miserables raciones de los prisioneros, había provocado insurrecciones en el patio de abajo, sofocadas con derramamiento de sangre y recurriendo a la ayuda militar; un individuo de baja estofa que hacía tan sólo cinco años era tambor de una banda de voluntarios carlistas. Pero España es un país de tipos extraordinarios.
Seguí al alcaide hasta el final del corredor, donde había una gran puerta maciza, a ambos lados de la cual estaban sentados dos cancerberos de lúgubre aspecto. Abrieron la puerta y, doblando a la derecha, recorrimos otro corredor donde paseaban muchas personas que, según supe después, eran prisioneros políticos. Al extremo de este corredor, que ocupaba toda la extensión del patio, entramos en otro, y el primer departamento de este último fue el que me destinaron. Era espacioso y de alto techo, pero totalmente desprovisto de cualquier clase de mobiliario, con la excepción de una enorme cuba de madera destinada a contener mi cotidiana ración de agua.
—Caballero —dijo el alcaide—, el departamento no tiene muebles, como puede ver. Ya son las tres de la tarde y por consiguiente le aconsejo que no se demore en mandar recado a su posada para que le traigan una cama y cuanto necesite; este llavero cumplirá su encargo. Caballero, adieu, hasta que volvamos a vernos.
Seguí su consejo. Escribí a lápiz una nota dirigida a María Díaz, la despaché por medio del llavero y luego, sentándome en la cuba, me sumí en un ensueño que duró largo rato.
Llegó la noche y con ella María Díaz, acompañada por dos criados y Francisco, cargados de muebles. Encendieron una vela, echaron carbón en el brasero, lo prendieron, y la lobreguez de la prisión se desvaneció en parte.
Me levanté de mi asiento para sentarme en una silla y entonces comencé a dar cuenta de algunas viandas y del vino que mi buena patrona no había olvidado traerse consigo. De súbito entró mister Southern, que se rió cordialmente al verme de la forma que acabo de describir.
—Borrow —dijo—, es usted el hombre indicado para dar la vuelta al mundo, pues se toma las cosas fríamente, con naturalidad. Lo que más me sorprende, sin embargo, es que cuente usted con tantos amigos; aquí está, en prisión, rodeado de personas que le procuran toda suerte de comodidades. Su propio criado es amigo suyo en lugar de ser su enemigo, como ocurre generalmente. Ese vasco es noble persona. Nunca olvidaré la forma en que habló de usted cuando llegó corriendo a la embajada para informarnos de su arresto. Nos interesó vivamente a sir George y a mí: si llegara el caso en que fuera usted a prescindir de sus servicios, espero que me lo comunique. Pero vayamos a otros asuntos.
Seguidamente me comunicó que sir George había dirigido ya una nota oficial a Ofalia, exigiendo desagravio por tan inexcusable ultraje en la persona de un súbdito británico.
—Esta noche debe usted permanecer aquí —dijo—, pero no le quepa la menor duda de que mañana podrá salir triunfalmente, si lo desea.
—No tengo la menor intención de hacerlo —respondí—. Me han encarcelado por su gusto y yo quiero permanecer aquí por el mío.
—Si el encierro no le resulta molesto —dijo mister Southern—, creo que realmente esto sería lo más conveniente. El Gobierno se ha portado muy mal con usted y, para hablar con sinceridad, le diré que no lo lamentamos en absoluto. En más de una ocasión nos han tratado muy altivamente y ahora, si continúa usted firme, tenemos una excelente oportunidad para humillar su insolencia. Voy a dar cuenta inmediata de su decisión a sir George, y mañana a primera hora tendrá usted noticias nuestras.
Seguidamente se despidió. Me arrojé sobre la cama y no tardé en caer profundamente dormido en la prisión de Madrid.