CAPÍTULO IV
MOLESTAS DEMORAS. — EL COCHERO BEODO. — LA MULA ASESINADA. — LA LAMENTACIÓN. — AVENTURA EN EL ERIAL. — MIEDO A LA OSCURIDAD. — UN FIDALGO PORTUGUÉS. — LA ESCOLTA. — REGRESO A LISBOA.
Me levanté a las cuatro y después de tomar un ligero refrigerio, bajé y encontré al extraño hombre y a su mujer dormidos en un rincón, junto al fuego de la chimenea, que aún ardía. No tardaron en despertarse y empezaron a preparar su desayuno, que consistía en sardinas saladas asadas en las ascuas. Entretanto, la mujer cantaba trozos del hermoso himno, muy corriente en España, que comienza así:
En el portal de Belén
hacen lumbre los pastores
para calentar al niño
que ha nacido entre las flores.
Al saber que estaba a punto de marcharme, me dijo: «Le voy a dar un poco de romero de mi marido, que servirá para preservarle a usted de peligro o desgracia.» Fui lo bastante necio para permitir que pusiese un poco en mi sombrero. Cuando hubo llegado el hombre con sus mulas, me despedí de mis afectuosas mesoneras y monté en la calesa con mi criado.
Observé entonces que las mulas que tiraban de la misma eran las más hermosas que nunca había visto. En su pésimo francés me dijo el hombre que las quería más que a su mujer y a sus hijos. Doblamos el recodo del convento y seguimos adelante por la calle que conduce a la puerta suroeste. En ese momento, el conductor se detuvo ante la puerta de una casona y después de descender dijo que todavía era temprano y que no se atrevía a avanzar ya que era muy probable que le robasen y hasta que le asesinasen, pues los salteadores de la ciudad temerían que pudiera delatarlos. Que los moradores de aquella casa iban también a Lisboa y dentro de un cuarto de hora estarían dispuestos, y entonces podríamos contar con una escolta de soldados que ellos llevarían consigo, y en su compañía no correríamos peligro alguno. Le dije que yo no sentía miedo y le ordené que siguiese adelante, pero se negó, desapareciendo y dejándonos solos en la calle. Pasó una hora antes no llegaron frente a la casa dos carruajes, pero al parecer la familia aún no estaba a punto, ante lo cual el cochero también bajó y se fue. Al cabo de media hora salió la familia y una vez instalado su equipaje, llamaron al cochero al que no pudieron hallar por parte alguna. Se inició su búsqueda, pero en vano, y pasó una hora más antes no pudieron procurarse otro cochero. Pero la escolta todavía no había dado señales de vida y fue preciso mandar dos veces a un sirviente al cuartel para que acudieran. Por fin estuvo todo dispuesto y emprendieron la marcha.
Durante todo ese tiempo no vi rastro de mi cochero y ya estaba convencido de que me había abandonado cuando a los pocos instantes le vi avanzando por la calle en un estado agudo de embriaguez, intentando cantar La Marsellesa. No le dije palabra, limitándome a observarle. Permaneció algunos minutos contemplando a sus mulas y pronunciando incoherentes estupideces en francés. Finalmente, dijo:
—No estoy tan borracho que no pueda conducir—y seguidamente llevó las mulas hacia la puerta. Cuando hubimos dejado atrás la ciudad, ensayó, infructuosamente, subirse a la mula más pequeña que llevaba silla. Lo consiguió por fin, después de lo cual emprendió una loca carrera camino adelante. Llegamos a un punto del camino desde el que partía un angosto y pedregoso sendero, que nos habría ahorrado un gran rodeo junto al muro de la ciudad, imprescindible para alcanzar la carretera para Lisboa que está al nordeste. Dijo él entonces:
—Voy a tomar ese sendero porque de ese modo alcanzaremos a la familia en poco tiempo.
Así que allí fuimos. Tenía la anchura precisa para pasar la calesa, pero era muy escarpado e irregular. Seguimos subiendo y bajando; las ruedas chirriaban y el movimiento era tan violento que corríamos el peligro de salir disparados como por una honda. Vi que si continuábamos en el carruaje, éste saltaría en pedazos a causa de nuestro peso. Le dije en portugués que se detuviera, pero él fustigó más a los animales. Mi criado me rogó por el amor de Dios que le hablase en francés, porque si algo podía apaciguarlo era esto sin duda. Así lo hice, conminándole a que nos dejase descender y andar hasta que hubiésemos salvado aquel difícil camino. El resultado confirmó las previsiones de Antonio. Instantáneamente se detuvo y dijo:
—Señor, usted es quien manda, sólo tiene que ordenar para que yo obedezca.
Descendimos y seguimos avanzando a pie hasta llegar al camino principal, donde volvimos a subir a la calesa.
La familia nos llevaba una delantera de un cuarto de milla, y cuando estuvimos sentados, el cochero fustigó a las mulas, iniciando un furioso galope para poder darles alcance. La capa habíase deslizado de sus hombros y en su intento de reajustársela dejó caer el ramal de la mano con que guiaba a la mula mayor; la cuerda se enredó en las patas del pobre animal, que cayó pesadamente, se debatió unos momentos para acabar tendido sobre el camino con las varas sobre su cuerpo. Yo caí en el fango y el conductor beodo cayó sobre la mula asesinada.
Yo estaba muy furioso y exclamé:
—Renegado, borracho, que te avergüenzas de hablar tu propia lengua, has destruido tu medio de vida y ahora te morirás de hambre.
—Paciencia —dijo él, y acto seguido se puso a golpear la cabeza de la mula para obligarla a levantarse. Pero yo le aparté a un lado, y tomando el cuchillo que se le había caído de su bolsillo, corté las ligaduras que unían al animal al carruaje, pero ya estaba sin vida y el velo de la muerte comenzaba a cubrir sus ojos.
Aturdido por la embriaguez, de pronto el hombre pareció dispuesto a consolarse de su pérdida, diciendo:
—La mula ha muerto, era voluntad de Dios que así fuera, ¿qué más puede decirse? ¡Resignación!
Entretanto, yo mandé a Antonio a la ciudad para que alquilase mulas. Descargué mi equipaje de la calesa, y me senté a aguardar su regreso al borde del camino.
Los vapores del alcohol empezaron a desvanecerse del cerebro de aquel individuo. Unió las manos, exclamando:
—¡Virgen bendita! ¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo voy a poder vivir? ¿Dónde podré hallar otra mula? ¡Porque mi mula, la mejor, ha muerto, cayó sobre el camino y murió de repente! He estado en Francia y en otros países y he visto bestias de todas clases, pero mulas como ésta no he visto jamás; y ahora está muerta... mi mula está muerta... ¡Cayó sobre el camino y murió de repente!
Siguió en estos términos durante largo tiempo, y el estribillo de su lamentación era siempre: «Mi mula ha muerto, cayó sobre el camino y murió de repente.» Por fin sacó el collar del cuello del animal y lo puso en et del otro, al que dificultosamente emplazó entre las varas de la calesa.
Un apuesto muchacho de unos trece años llegó de la ciudad corriendo como una liebre. Se detuvo ante la mula muerta y estalló en sollozos. Era el hijo del cochero, que por Antonio había conocido el accidente. Aquello fue demasiado para el pobre infeliz. Se acercó apresuradamente a su hijo, diciéndole:
—¡No llores! Nos hemos quedado sin pan, pero ésta es la voluntad de Dios. ¡La mula se ha matado! —Después, echándose al suelo, empezó a proferir gritos lastimosos—. Habría soportado mi pérdida —dijo—, pero al ver llorar a mi hijo me he vuelto loco.
Le di dos o tres coronas, acompañando algunas palabras de consuelo y asegurándole que no me cabía duda de que si abandonaba la bebida, Dios Todopoderoso tendría compasión de él y le resarciría de su pérdida. Finalmente se tranquilizó. Colocamos mi equipaje en la calesa y regresamos a la ciudad, donde me aguardaban en la posada dos excelentes mulas. No vi a la mujer española para poder decirle la escasa eficacia del romero en aquel caso.
He conocido a varios borrachos entre los portugueses, pero, sin excepción, se trataba de individuos que habían estado en el extranjero, como aquel cochero, y regresaban llenos de desdén por su patria y corrompidos por los peores vicios arraigados en las tierras que habían visitado.
Aconsejo firmemente a todos mis compatriotas que lean estas líneas que, de llevarles su destino a España o Portugal, eviten relacionarse o tomar a su servicio a individuos de las clases inferiores que hablen otro idioma que no sea el suyo propio, porque lo más probable será que se trate de unos desalmados ladrones y borrachos. Esta gentuza invariablemente dice pestes de su propio país. Y yo soy de la opinión, basada en la experiencia, de que el individuo capaz de tal bajeza no vacilará en perpetrar cualquier villanía, porque después del amor a Dios, el amor a la patria es el mejor preventivo del crimen. Aquel que se siente orgulloso de su tierra tendrá buen cuidado de no hacer nada que redunde en su detrimento.
Nos encaminábamos hacia Lisboa, y llegamos a Monte Moro cerca de las dos. Después de tomar el refrigerio que nos pudo ofrecer el lugar, proseguimos nuestro viaje hasta llegar a corta distancia de las cabañas que se levantan al borde del despoblado que anteriormente habíamos ya cruzado. En ese punto nos dio alcance un jinete. Se trataba de un recio hombre de mediana edad, montado en un noble caballo español. Portaba un sombrero de ala ancha en la mano y vestía jubón de tejido azul con grandes relieves de plata a guisa de botones, y corchetes del mismo metal, calzones de cuero amarillo y botas enormes. De su silla colgaba un gran trabuco. Me preguntó si tenía intención de pasar la noche en Vendas Novas, y al contestarle yo afirmativamente, dijo que tendría sumo placer en acompañarnos. Acto seguido miró el sol, cuyo disco se ocultaba ya en el horizonte, y observó que debíamos apresurar la marcha para aprovechar la luz ya que el páramo era mal sitio durante la noche. Se colocó en cabeza y emprendimos el trote, sin que el muchacho que nos seguía diese muestras del más ligero cansancio.
Penetramos en el erial y llevábamos ya recorrida cosa de una milla, cuando cayó la noche sobre nosotros. Estábamos en un agreste sendero, bordeado a ambos lados por maleza. Entonces dijo el jinete que él no quería enfrentarse con las tinieblas y me rogó que prosiguiera yo, que él ya me seguiría. Pude observar que temblaba. Pregunté el motivo de su temor, a lo que él replicó diciendo que hubo un tiempo en que tanto le daba la oscuridad como la luz del día, pero que en los últimos años temía la noche, especialmente en lugares solitarios. Accedí a su ruego, pero como desconocía el terreno y apenas podía distinguir ni mi mano, continuamente equivocaba el camino. Esto provocó la impaciencia del hombre, que se colocó de nuevo en cabeza. Seguimos así durante largo rato hasta que se detuvo otra vez diciendo que estaba demasiado oscuro. Su caballo parecía estar sobrecogido por igual pánico, porque le temblaban las patas. Le dije entonces al caballero que invocase el nombre de Nuestro Señor, que podía hacer de las tinieblas luz, pero él dio un grito terrible y blandiendo en alto su trabuco lo descargó en el aire. Su caballo dio un brinco y avanzó a toda velocidad. Mi mula, que era una de las más ligeras de su especie, se espantó y emprendió loca carrera tras el caballo. Antonio y el muchacho quedaron rezagados. Seguimos como un huracán. Los cascos de las bestias iluminaban el sendero con las chispas que arrancaban a las piedras. Yo ignoraba adónde íbamos, pero las bestias conocían el camino y pronto nos llevaron hasta Vendas Novas.
Yo pensaba que aquel hombre era un cobarde, pero fui injusto, ya que durante todo el día fue valiente como un león y nada temía. Hacía unos cinco años había corrido tras unos salteadores que le habían atacado en el páramo, y después de atarles las manos a la espalda, los entregó a la justicia. Por la noche, empero, el rumor de una hoja le llenaba de terror. He conocido casos similares en personas de extraordinario valor. En cuanto a mí, debo confesar que no soy excesivamente temerario, pero los riesgos de la noche no me arredran más que los del mediodía. El hombre en cuestión era un labrador de Évora y persona de excelente posición.
La posada de Vendas Novas estaba atestada de gente y me fue algo difícil hallar alojamiento. La ocupaba la familia de un rico fidalgo de Estremoz. Iba con destino a Lisboa, portando, según decían, una gran suma de dinero, probablemente las rentas de sus fincas. Iban escoltados por un cuerpo de guardia, compuesto por dos docenas de servidores, armados con trabucos. Se trataba de porquerizos, ovejeros, vaqueros y cazadores, acaudillados por dos jóvenes, su hijo y su sobrino, el último de los cuales iba de uniforme militar. Sin embargo, y a pesar del número de la tropa, el fidalgo abrigaba serios temores de ser atacado en el erial que se extiende entre Vendas Novas y Pegões, puesto que solicitó una guardia de cuatro soldados del oficial que mandaba un destacamento allí destinado. En la compañía de ese oficial había muchas mujeres que, según nos dijeron, eran sus hijas ilegítimas, ya que poseía muy malas cualidades morales y me lo describieron como acérrimo partidario de don Miguel. No hubo pasado mucho rato cuando se acercó a nosotros, que estábamos sentados junto al fuego. Era un hombre alto, de unos sesenta años de edad, pero bastante cargado de espaldas. Tenía un aire totalmente desagradable. Tenía la nariz larga y curvada, y los ojos pequeños y vivos, pero lo que más me desagradó en él fue una sonrisa perenne que, a mi juicio, es la evidencia de un corazón malvado y traidor. Me habló en español, idioma que hablaba con gran soltura por residir cerca de la frontera. Por mi parte, cosa desacostumbrada en mí, me mostré silencioso y reservado.
A la mañana siguiente me levanté a las siete y supe que el grupo procedente de Estremoz había marchado hacía ya algunas horas. Desayuné en compañía de mi amigo de la noche anterior y nos dispusimos a emprender la marcha para concluir el viaje aquella misma jornada. Había salido el sol, y todos sus temores se habían desvanecido; respiraba desafío contra todos los ladrones del Alemtejo. Cuando llevábamos cosa de una legua de viaje, el muchacho dijo que veía entre la maleza las cabezas de algunos hombres. Nuestro caballero echó mano inmediatamente de su arma y, obligando a efectuar unas piruetas a su caballo, al que gobernaba con una sola mano, dirigió la boca del cañón en la dirección señalada, pero las cabezas no volvieron a dejarse ver. Probablemente se trató de una falsa alarma.
Reemprendimos la marcha y, como era de esperar, la conversación giró en torno de los salteadores. Mi compañero, que parecía conocer cada palmo del terreno que pisábamos, tenía una leyenda para cada cañada y cada pineda. Llegamos a un ligero promontorio en el que se levantaban tres pinos. A poca distancia había otro. Estas dos alturas dominaban totalmente el camino de Pegões y Vendas Novas, de modo que podía avistarse desde allí a toda persona por lejos que estuviera. Mi amigo me contó que aquellas cimas eran sitios frecuentados por los salteadores. Hacía cosa de unos dos años, una partida de bandidos a caballo permanecieron en aquel lugar durante tres días y saquearon a todo el que se acercó a los contornos. Sus monturas, embridadas y ensilladas, estaban estacadas al pie de los árboles, y dos observadores, uno en cada promontorio, permanecían alerta de continuo en las ramas más altas para avisar la proximidad de viajeros. Cuando aquéllos se hallaban lo bastante cerca, los bandidos que esperaban abajo saltaban sobre sus caballos y a todo galope se lanzaban sobre su presa, al grito de: «¡Ríndete, villano! ¡Ríndete, villano!» Sin embargo nosotros pasamos sin que nada ocurriera, y poco antes de llegar a Pegões, dimos alcance a la familia del fidalgo.
De haber sido portadores de los tesoros de la India, a través de los desiertos de Arabia, no habrían viajado con más precauciones. El sobrino, con el sable desenvainado, cabalgaba en cabeza, las pistolas enfundadas y el trabuco español pendiente de su silla de montar. Detrás de él marchaban a pie seis hombres en fila, con los mosquetes al hombro, llevando todos al cinto una hacheta que posiblemente tenía por objeto hacer pedazos a los ladrones que osaran acercarse demasiado. Habían seis vehículos, dos de ellos calesas, en las que viajaban el fidalgo y sus hijas. Los restantes eran carros con toldos y parecían ir cargados de muebles. Junto a cada uno de los carromatos iba un campesino armado. Y el hijo, un muchacho de unos dieciséis años, guardaba la retaguardia con un pelotón igual al que iba en vanguardia al mando de su primo. Los soldados, que afortunadamente pertenecían a la caballería ligera y eran admirables jinetes, iban a galope de un lado a otro, para descubrir al enemigo que pudiera estar emboscado.
Al tiempo que avanzaba no pude por menos que pensar en que aquella exhibición militar era de lo más imprudente, porque aunque sirviera para ahuyentar a los salteadores, a la vez les atraería porque daba a entender qué cruzaba sus territorios una preciada carga. Ignoro cómo habrían reaccionado los soldados y los campesinos en caso de haber sido atacados, pero me inclino a creer que si de detrás de las lomas hubiesen aparecido de improviso tres hombres como Dick Turpin, ni el número ni la resistencia presentada en tal caso les habría impedido arrebatarles el contenido de la caja fuerte que llevaban en las albardas.
A partir de aquel momento no ocurrió nada de interés hasta nuestra llegada a Aldea Gallega, donde pasamos noche, y a las tres de la mañana siguiente embarcamos en el barco de pasaje hacia Lisboa, adonde llegamos a las ocho. Y así concluye mi primer viaje por el Alemtejo.