CAPÍTULO VIII

ELVAS. — EXTRAORDINARIA LONGEVIDAD. — LA NACIÓN INGLESA. — INGRATITUD PORTUGUESA. — RUINDAD. — FORTIFICACIONES. — UN MENDIGO ESPAÑOL. — BADAJOZ — ADUANAS.

Al llegar a las puertas de Elvas salió un funcionario de una especie de garita y después de hacerme algunas preguntas me hizo acompañar por un soldado hasta la oficina de la policía para que me visasen el pasaporte, ya que en la frontera observan más formalidades que en otras partes. Una vez solucionado este requisito, entré en una hostería próxima que me había sido recomendada por mi anfitrión de Vendas Novas. Era la mejor de la ciudad, pero, comparada con un figón de Inglaterra, quedaba en plano muy inferior. Aún sentía frío y me alegró refugiarme en una cocina interior, la cual, cuando la puerta estaba cerrada, sólo quedaba iluminada por el fuego algo apagado ya de la chimenea. Una mujer anciana estaba sentada en su silla junto al fuego, pasando cuentas: había algo peculiar y extraordinario en su aspecto por lo que pude distinguir a la luz débil de la estancia. Le formulé algunas preguntas intrascendentes a las que ella contestó, aunque parecía tener cierta dificultad en hablar. Su cabello era algo gris, y le dije que me parecía mayor que yo, aunque no tenía el pelo tan blanco como el mío.

—¿Qué edad tiene usted, caballero? —preguntó ella, atribuyéndome este título que generalmente se emplea en España para significar gran respeto hacia alguien. Le respondí que apenas contaba treinta años.

—Entonces —replicó ella—, tenía razón al suponer que soy mayor que usted. Soy mayor que su madre y la madre de su madre. Hace ya más de cien años desde que era muchacha y jugaba con las amigas en la falda de la montaña.

—En ese caso —dije yo—, sin duda recordará usted el terremoto.

—Sí —replicó—. Si algún suceso recuerdo de mi vida es éste: estaba yo en la iglesia de Elvas en aquel momento, oyendo la misa del rey, y el sacerdote cayó al suelo, dejando caer de sus manos la Hostia Sagrada. Nunca olvidaré cómo tembló la tierra. Todos nos mareamos. Y las casas y las paredes se bamboleaban como borrachos. Desde que sucedió aquello he visto pasar ochenta años, aun cuando entonces era mayor que usted lo es ahora.

Miré con admiración a tan sorprendente mujer, y me costaba creer sus palabras. Me aseguraron, sin embargo, que realmente contaba más de ciento diez años y que se la consideraba la persona más anciana de Portugal. Estaba en pleno uso de sus facultades, como la mayoría de las personas que cuentan la mitad de sus años. Era pariente de la gente de la casa.

A medida que cerraba la noche fue entrando gente que acudía a disfrutar del calor y de conversación, porque la posada era una especie de gabinete de lectura donde el principal orador lo constituía el anfitrión, hombre de cierta sagacidad y experiencia, que había sido soldado en las filas británicas. Entre otros había el oficial jefe de las puertas de la ciudad. Después de hacer ciertas observaciones, el caballero, que era un apuesto joven de unos veinticinco años de edad, empezó a despotricar contra la nación y el Gobierno inglés, a los que acusó de egoísmo y doblez, añadiendo que su presente actitud con respecto a España era realmente infamante, porque aun pudiendo poner fin a la guerra inmediatamente mandando un ejército, prefería destacar a un puñado de hombres para prolongarla, pues redundaba en su provecho. Después de agradecerle irónicamente su cortesía y delicadeza, le pregunté si estimaba que entre las acciones egoístas del Gobierno inglés figuraba la de haber invertido cientos de miles de libras y vertido mares de preciosa sangre en la lucha al lado de España y Portugal contra Napoleón. «Seguramente —añadí— el fuerte de Elvas que se eleva sobre nosotros y aun el castillo de Badajoz, dicen mucho respecto al egoísmo inglés, y cada vez que los contempla debe usted afirmarse más en la opinión que acaba de exponer. Y en lo concerniente a la actual guerra en España, la gratitud que ese país ha expresado a Inglaterra después de que los franceses fueran expulsados gracias a nuestros ejércitos —gratitud traducida en un perjuicio al comercio de Inglaterra en todo momento y los ofrecimientos de misas en acción de gracias cuando los herejes ingleses abandonaron las costas españolas—, no puede inducir a Inglaterra a arruinarse para hacer salir a don Carlos de sus montañas. En deferencia a su elevado juicio —proseguí, dirigiéndome al oficial— intentaré creer que redundaría en beneficio de Inglaterra la indefinida prolongación de esta guerra; no obstante, me hará usted particular favor si puede explicarme por cuál proceso químico puede volver la sangre derramada en España al tesoro inglés bajo forma de oro.»

Como le pillé desprevenido para replicar, tomé una bandeja de fruta de encima de la mesa que estaba junto a mí y dije:

—¿Cómo se llaman estas frutas?

—Granadas y bolotas —respondió.

—Bien —proseguí yo—. Un inglés nativo no habría podido darme esta respuesta. Sin embargo, él entiende tanto de granadas y bolotas como su señoría pueda entender respecto de la línea de conducta que corresponde seguir a Inglaterra en su política interior y exterior.

Mis palabras, debo confesarlo, no fueron las de un cristiano y me demostraron cuánto quedaba en mí del antiguo hombre. Permítaseme añadir que ninguna otra provocación podría haberme hecho replicar con tanta ira. Pero no pude dominarme cuando oí hablar de mi país en forma tan indigna. ¿Por quién? ¡Por un portugués! El hijo de un país que ha sido liberado en dos ocasiones del yugo tirano gracias a la ayuda de los ingleses. A no ser por Wellington y sus héroes, Portugal sería francés a estas horas, y a no ser por Napier y sus marineros, Miguel estaría ahora gobernando en Lisboa. Sin embargo, y volviendo al oficial, todos se rieron de él y hubo de marcharse.

Al día siguiente trabé conocimiento con un respetable comerciante llamado Almeida, hombre inteligente, aunque de maneras algo bruscas. Tan pronto supo que yo había traído conmigo cierto número de Testamentos que deseaba dejar para su venta en Elvas, expresó gran interés por ocuparse de tal menester, diciendo que haría todo cuanto estuviese en su mano para procurar venderlos entre sus numerosos clientes. Al enseñarle un ejemplar, le dije: «Su apellido figura en la portada.» Efectivamente, la versión portuguesa de las Sagradas Escrituras distribuidas por la Sociedad Bíblica, había sido realizada por un hombre apellidado Almeida, y fue publicada por vez primera en 1712. Sonrió el comerciante, diciendo que estimaba un honor estar relacionado, en nombre cuando menos, con semejante hombre. Rechazó la idea de recibir remuneración alguna y me aseguró que el saberse con facultad para cooperar en una causa tan sagrada y provechosa como era la de distribuir las Escrituras, ya lo consideraba suficiente compensación.

Terminado este asunto, me dispuse a visitar los alrededores del lugar y di un paseo por la colina hasta subir al fortín enclavado en el lado norte de la ciudad. La parte inferior de la montaña consiste en planteles de encinas que le dan un aire pintoresco, y en el fondo corre un riachuelo que yo crucé sobre unas piedras. Cuando llegué a la entrada del fuerte, el centinela me detuvo, diciéndome cortésmente que si hacía pasar mi tarjeta al oficial jefe, él no tendría objeción alguna en que yo visitase el interior. Así lo hice, entregándosela a un oficial que pasaba por allí y me senté a aguardar su regreso encima de una piedra. Al cabo de un rato apareció de nuevo y preguntó si yo era inglés. Al responderle afirmativamente, agregó:

—En ese caso, señor, no puede usted entrar. En realidad no es costumbre dejar que visite el fortín ningún extranjero.

Le respondí que me era totalmente indiferente visitarlo o no. Después de contemplar Badajoz desde la parte oriental de la montaña, me volví por el camino por donde había subido.

Éste es uno de los resultados obtenidos al proteger a una nación y malgastar sangre y dinero en su defensa. Los ingleses, que nunca han estado en guerra con Portugal, que han luchado en tierra y mar por su independencia, y siempre con éxito, y se han obligado mediante un tratado comercial a beber sus asquerosos vinos, que ninguna otra nación quiere saborear, son la gente más impopular de cuanta visita Portugal. Los franceses han asolado el país, derramando la sangre de sus hijos como el agua. Los franceses no adquieren sus frutos y desprecian sus vinos; sin embargo, los portugueses no sienten antagonismo alguno contra ellos. Esto no constituye un enigma. No es sólo característico de los portugueses, sino también del hombre corrompido y degenerado, aborrecer a sus benefactores que por ampararle mortifican del modo más generoso su mísera vanidad.

No hay país en donde los ingleses sean tan populares como en Francia. Sin embargo, aunque con frecuencia los franceses han sido tratados desconsideradamente por los ingleses y han visto su capital ocupada por sus tropas, nunca se han visto obligados a la supuesta ignominia de recibir ayuda de ellos:

Las fortificaciones de Elvas son modelos en su género, y a primera vista podría parecer que si la ciudad estuviese bien guarnecida podría desafiar cualquier ataque hostil. Pero tiene su punto débil: el lado occidental está dominado por una colina, a media milla de distancia, desde la cual un general experto podría cañonearla y probablemente con éxito. Es la última ciudad de esta parte de Portugal y la separan de la frontera española dos leguas escasas. Evidentemente, fue construida para rivalizar con Badajoz, a la que mira desde gran altura, sobre una arenosa llanura y sobre las aguas sombrías del Guadiana. Pero aunque sea una ciudad fuerte, apenas puede considerársela defensa fronteriza, ya que es asequible por todos los puntos, de tal modo que no habría la menor necesidad para un ejército invasor de acercarse a doce leguas de sus muros si quisiera evitarlos. Sus fortificaciones son tan extensas que se requerirían, cuando menos, diez mil hombres para guarnecerlas, que en caso de invasión serían de más utilidad enfrentándose al enemigo en campo abierto. Durante su ocupación en Portugal, los franceses retuvieron una reducida fuerza en este lugar, la cual, ante la llegada de los británicos, se replegó en el fortín, donde no tardó en rendirse.

No habiendo nada más que me retuviera en Elvas, me dispuse a cruzar la frontera para entrar en España. Mi guía imbécil ya estaba de camino de vuelta hacia Aldea Gallega, y el día 5 de enero, montado sobre una triste mula, sin bridas ni estribos, a la que conducía mediante una especie de ronzal y seguido por un muchacho que tomé a mi servicio, montado en otra mula, descendí la montaña de Elvas me dirigí a la llanura, impaciente por llegar a la vieja y romántica España. Sin embargo, no tardé en descubrir que no me era preciso azuzar a la bestia que me transportaba, ya que ésta, aunque cubierta de llagas, afecta de glaucoma y con un ligero cojear en su andar, corría como el viento.

En menos de media hora llegamos a un riachuelo cuyas aguas corrían impetuosas entre márgenes desiguales. Un hombre que estaba en la orilla me señaló el vado en el chirriante dialecto portugués. Pero mientras estaba aún chapoteando en el agua, desde la orilla opuesta me llamó una voz en el magnífico idioma español, en estos términos: «¡Oh, señor caballero, déme usted una limosna por amor de Dios, una limosnita para comprarme un traguillo de vino tinto!»

Un momento después pisaba ya suelo español, puesto que el riachuelo llamado Acaia es el límite fronterizo de los dos reinos, y después de arrojar al mendigo una pequeña pieza de plata, exclamé extasiado: «¡Santiago y cierra España!», y reemprendí la marcha más velozmente que antes, como dice Gil Blas, sin atender al torrente de bendiciones que lanzaba el mendigo a mi espalda. Sin embargo, nunca fue peor aplicada la caridad, ya que, posteriormente, me informaron que el mendigo en cuestión era un impenitente borracho que se situaba cada mañana junto al vado, donde permanecía todo el día para sacar dinero de los viajeros, dinero que regularmente gastaba por la noche en las tabernas de Badajoz. A los que le daban dinero les pagaba con bendiciones, y a los que se lo negaban, con maldiciones, siendo igual ducho y desenvuelto en el uso de ambas.

Badajoz estaba ya a la vista, a poco menos de media legua. Pronto llegamos a un puente de muchas arcadas que cruzaba el Guadiana, el cual, aunque disfrute de tanto renombre en canciones y baladas, es una corriente muy poco pintoresca, de escaso fondo y aguas lentas, aunque bastante ancho. Sus márgenes aparecían cubiertas de ropa blanca que las lavanderas habían extendido en el suelo para que se secaran al sol, que brillaba esplendente. Oí su canto desde lejos y me pareció que eran alabanzas del río donde estaban lavando, porque a medida que iba avanzando distinguía «Guadiana, Guadiana», que resonaba pronunciado por las voces recias y claras de muchas jóvenes y matronas de tostadas mejillas. Me dije que había cierta semejanza entre su tarea y la mía: me disponía a oscurecer mi tez norteña exponiéndome al ardiente sol de España en la humilde confianza de ser capaz de borrar de las almas de aquellas criaturas, a quienes apenas conocía, las impuras manchas del papismo, mientras que ellas se estaban tostando a la orilla del río para blanquear la ropa de unos extraños. A mi mente acudieron con fuerza las palabras de un poeta oriental:

Día y noche me esforzaré con ardor

en ayudar a mis infelices hermanos,

como la lavandera se ennegrece la piel

para blanquear la ropa de unos extraños.

Después de cruzar el puente llegamos a la puerta Norte. Inesperadamente surgió del interior de una especie de garita un individuo tocado con un picudo sombrero andaluz, envuelto el cuerpo en una de esas inmensas capas tan conocidas a quienes han viajado por España y que sólo un español sabe llevar con tanta desenvoltura. Sin decir palabra agarró el ronzal de la mula y la condujo por una sucia calleja, hacinada de gente que usaba capas como la suya. Le pregunté qué se proponía, pero no se dignó contestarme. Sin embargo, el muchacho que me acompañaba dijo que aquel hombre era uno de los guardabarreras y que nos llevaba a la aduana, donde examinarían el equipaje. Llegados allí, seguía manteniendo obstinado silencio, y empezó a descargar la impedimenta de la cabalgadura y a abrir los baúles. Iba a echarle una severa reprimenda por su atrevimiento cuando, antes de poder abrir la boca, apareció en la puerta un recio personaje, de cierta edad, que luego supe era el oficial jefe. Me miró un momento y me preguntó en mi lengua si yo era inglés. Al responderle afirmativamente, preguntó al individuo aquel cómo tenía la insolencia de tocar el equipaje sin haber recibido órdenes a este respecto, mandándole severamente que cerrase de nuevo los baúles y los cargase sobre la mula, haciéndolo éste sin rechistar. Entonces el caballero preguntó qué contenían los baúles. Le dije que eran ropa y trajes. Pidió disculpa por la insolencia de su subordinado y le dijo que yo estaba en libertad de ir adonde quisiera. Le di las gracias por su extremada cortesía y, guiado por el muchacho, me encaminé hacia la posada de las Tres Naciones, que me había sido recomendada en Elvas.