LOS PIES MATERNOS
1
Empecé a ver a Lazare con menos frecuencia.
Mi existencia había adoptado un curso cada vez más tortuoso. Bebía copas aquí o allá, caminaba sin meta precisa y, por último, tomaba un taxi para volver a mi casa; entonces, en el fondo del taxi pensaba en Dirty perdida y sollozaba. Ya ni siquiera sufría, ya no padecía la menor angustia, sólo sentía en mi cabeza una definitiva estupidez, como un infantilismo que nunca hubiera de acabar. Consideraba con asombro las mil extravagancias en las que había podido soñar —pensaba en la ironía y en el valor de que había hecho gala— cuando quería provocar a mi suerte: de todo aquello no me quedaba más que la impresión de ser como una especie de idiota, posiblemente conmovedor, ridículo en cualquier caso.
Aún pensaba en Lazare y, cada vez, me acometía como un sobrecogimiento: merced a mi fatiga había tomado un significado análogo al de la banderola negra que tanto me asustara en Viena. Después de las palabras desagradables que tuvimos sobre la guerra, no sólo veía en tan siniestros presagios una amenaza que se cernía sobre mi existencia, sino también una amenaza más general, gravitando por encima del mundo… Ciertamente no había nada real que pudiera justificar una asociación entre la probable guerra y Lazare que, por el contrario, pretendía sentir horror por cuanto se refiriese a la muerte: sin embargo, todo en ella, su entre cortada y sonambúlica manera de andar, el tono de su voz, aquella facultad suya de proyectar a su alrededor una especie de silencio y su avidez de sacrificio, contribuían a la impresión que producía de haber pactado con la muerte. Yo sentía que una existencia como aquella no podía tener sentido más que para unos hombres y un mundo igualmente abocados a la desgracia. Un día se hizo como una luz en mi cabeza y al punto me resolví a deshacerme de las preocupaciones que compartía con ella. Aquella liquidación inesperada tenía la misma vertiente ridícula que el resto de mi vida.
Al punto de tomar dicha decisión, presa de hilaridad, salí andando de mi casa.
Llegué, tras una larga caminata, a la terraza del café de Flore. Me senté a la mesa de una gente apenas conocida. Tenía la impresión de resultar inoportuno, pero no me iba.
Los demás hablaban, con la mayor seriedad, de cada una de las cosas que habían sucedido y de las que resultaba útil estar informado: todos ellos me parecían compartir una precaria realidad y una idéntica vaciedad de cráneo. Les escuché durante una hora sin proferir más que algunas palabras. Me fui luego al bulevar de Montparnasse, a un restaurante a mano derecha de la estación; una vez allí, en la terraza, comí las mejores cosas que pude pedir y empecé a beber vino tinto, demasiado. Al final de la comida, era muy tarde, pero aún llegó una pareja formada por una madre y su hijo. La madre no era mayor, antes bien esbelta y atractiva aún, daba pruebas de una encantadora desenvoltura: aquello carecía de interés pero, como estaba pensando en Lazare, me pareció tanto más agradable su vista cuanto que parecía rica. Su hijo estaba delante de ella, muy joven, prácticamente mudo, vestido con un suntuoso traje de franela gris. Pedí café y empecé a fumar. Me quedé desconcertado al oír un violento alarido de dolor, prolongado como un estertor: un gato acababa de arrojarse al cuello de otro, al pie del seto que bordeaba la terraza y precisamente debajo de la mesa de los dos comensales en que me estaba fijando. La joven madre, en pie, profirió un grito agudo: empalideció. Pronto reparó en que se trataba de gatos y no de seres humanos, se echó a reír (no resultaba ridícula sino sencilla). El propietario y las camareras acudieron a la terraza. Se reían explicando que se trataba de un gato conocido por su agresividad para con los otros. Yo mismo me reí con ellos.
Luego me fui del restaurante, creyéndome de buen humor, pero, tras caminar por una calle desierta, sin saber adónde ir, empecé a sollozar. No podía dejar de sollozar: caminé durante tanto tiempo que llegué muy lejos, a la calle donde vivo. En aquel momento lloraba aún. Delante de mí, tres chicas jóvenes y dos muchachos bulliciosos se reían a carcajadas: las chicas no eran guapas, pero, sin lugar a dudas, sí que eran ligeras y estaban excitadas. Dejé de llorar y les seguí despacio hasta mi portal: el tumulto me excitó hasta tal punto que, en lugar de entrar en mi casa, desandé deliberadamente el camino. Paré un taxi e hice que me condujera al Tabarin.
En el momento en que entré, había en la pista gran cantidad de bailarinas prácticamente desnudas: bastantes de ellas eran bonitas y saludables. Había hecho que me colocasen al borde de la pista (me había negado a ocupar cualquier otra localidad), pero la sala estaba completamente llena y el suelo, en el lugar que ocupaba mi asiento, estaba más alto: resultaba así que la silla carecía de base suficiente: tenía la sensación de que, de un momento a otro, podía perder el equilibrio y aterrizar en medio de las chicas desnudas que estaban bailando. Estaba congestionado, hacía mucho calor, tenía que enjugar el sudor de mi cara con un pañuelo que ya estaba empapado y me resultaba difícil desplazar mi vaso de alcohol desde la mesa a la boca. En tan ridícula situación, mi existencia, en equilibrio inestable sobre una silla, se tornaba en la personificación de la desgracia: por el contrario, las bailarinas sobre la pista inundada de luz eran la imagen de una felicidad inaccesible.
Una de las bailarinas era más esbelta y más bella que las demás: aparecía con una sonrisa de diosa, vestida con un traje de noche que le confería un aire majestuoso. Al final de la danza se quedaba completamente desnuda, pero, en aquel momento, era de una delicadeza y elegancia casi increíbles: la luminosidad malva de los proyectores convertía su largo cuerpo nacarado en una maravilla de palidez espectral. Yo contemplaba su trasero desnudo con el embeleso de un niño: como si, en toda mi vida, no hubiese visto nada tan puro, tan poco real, tal era su belleza. En la segunda ocasión en que se produjo el juego del vestido desabrochado, éste me cortó el aliento hasta tal punto que me así a la silla, vacío. Me fui de la sala. Vagué de un café a una calle, de una calle a un autobús nocturno; sin intención de hacerlo, me bajé del autobús y entré en el Sphynx. Deseé sucesivamente a todas las muchachas que en aquella sala se ofrecían a quien acudía; no tenía la intención de subir a una habitación: una luz irreal no dejaba de desorientarme. Tras ello fui al Dome y cada vez estaba más y más hundido. Comí una salchicha asada y bebí champán dulce. Era reconfortante, pero bastante malo. A aquella hora tardía, en aquel lugar envilecedor, quedaba poca gente, hombres moralmente burdos, mujeres mayores y feas. Entré luego en un bar en el que una mujer vulgar, ligeramente agraciada, estaba sentada en un taburete cuchicheando con el barman en tono ronco. Paré un taxi y, esta vez, hice que me condujese a mi casa. Eran más de las cuatro de la mañana, pero, en lugar de acostarme y dormir, me puse a escribir un informe a máquina con todas las puertas abiertas.
Mi suegra, instalada en mi casa por hacerme un favor (se ocupaba de la casa durante la ausencia de mi mujer), se despertó. Me llamó desde la cama y gritó a través de su puerta en dirección a la otra punta del piso:
—Henri… Edith ha telefoneado desde Brighton a las once; ha de saber que ha sentido mucho no encontrarle.
Efectivamente, yo llevaba en el bolsillo, desde el día anterior, una carta de Edith.
En ella me decía que telefonearía esa noche después de las diez y yo debía ser un cobarde para haberlo olvidado de esa forma. Incluso me había vuelto a ir después de haber llegado hasta el portal. No podía imaginarme nada más odioso. Mi mujer, de quien me había olvidado vergonzosamente, me telefoneaba desde Inglaterra, inquieta; durante ese tiempo, olvidándola, iba arrastrando mi hundimiento embrutecido por lugares detestables. Todo era falso, incluso mi sufrimiento. Volví a llorar cuanto pude: mis sollozos no tenían ni pies ni cabeza.
El vacío continuaba. Un idiota que se alcoholiza y llora, eso era en lo que grotescamente me estaba convirtiendo. Para escapar al sentimiento de no ser sino un olvidado desecho, el único remedio era beber un trago tras otro. Tenía la esperanza de acabar con mi salud, tal vez incluso con una vida que carecía de razón de ser. Imaginé que el alcohol me mataría, pero no tenía una idea exacta. Quizá siguiese bebiendo y entonces moriría, o bien dejaría de beber… De momento, todo carecía de importancia.
2
Salí medianamente borracho de un taxi delante de Francis. Sin decir ni una palabra, fui a sentarme a una mesa, al lado de algunos amigos que había venido a ver. La compañía me convenía, la compañía me alejaba de la megalomanía. No era el único que había bebido. Fuimos a cenar a un restaurante de taxistas: sólo había tres mujeres. En seguida la mesa quedó cubierta con gran cantidad de botellas de vino tinto vacías o medio vacías.
Mi vecina se llamaba Xénie. Hacia el final de la comida me dijo que acababa de volver del campo y que, en la casa donde había pasado la noche, había visto en el retrete un orinal lleno de un líquido blancuzco en medio del cual se estaba ahogando una mosca: se refería a ello so pretexto de que yo estaba comiendo un coeur el la creme y de que el color de la leche le daba asco. Ella comía embutido y se bebía todo el vino tinto que yo le iba sirviendo. Engullía los trozos de morcilla como una moza de granja, pero era pura afectación. No era más que una muchacha ociosa y excesivamente rica. Vi delante de su plato una revista vanguardista de portada verde que llevaba con ella. La abrí y encontré una frase en la que un cura de pueblo extraía del estiércol un corazón en el extremo de una horca. Yo estaba cada vez más borracho y la imagen de la mosca ahogada en un orinal se asociaba con el rostro de Xénie. Xénie estaba pálida, tenía en el cuello desagradables mechones de pelo, patas de mosca. Sus guantes de piel blanca estaban inmaculados, encima del mantel de papel, al lado de las migas de pan y de las manchas de vino tinto. La mesa entera hablaba a voces. Escondí un tenedor en mi mano derecha, alargué suavemente esa mano sobre el muslo de Xénie.
Por entonces yo tenía una convulsiva voz de borracho, pero era en parte una comedia. Le dije:
—Tienes el corazón fresco…
De pronto me eché a reír. Acababa de ocurrírseme (como si ello pudiera tener algo de cómico): un corazón a la crema… Empezaba a sentir ganas de vomitar.
Al parecer, ella estaba deprimida, pero me contestó sin mal humor, conciliadora:
—Probablemente le decepcione, pero es cierto: aún no he bebido mucho y no es mi intención mentirle para que se divierta.
—Entonces… —dije.
Hundí brutalmente, a través del vestido, los dientes del tenedor en el muslo. Ella gritó y, en el desordenado ademán que hizo para escapar de mí, tiró dos vasos de vino tinto. Apartó su silla y hubo de levantarse el vestido para ver la herida. La ropa interior era bonita, la desnudez de los muslos fue de mi agrado; uno de los dientes, más afilado, había atravesado la piel y corría la sangre, pero se trataba de una herida insignificante.
Yo me abalancé: no tuvo tiempo de impedirme que pegase ambos labios al muslo y bebiese la pequeña cantidad de sangre que acababa de hacer brotar. Los otros miraban un poco sorprendidos, con una risa un poco envarada… Pero vieron que Xénie, con toda su palidez, lloraba con moderación. Estaba más bebida de lo que ella había supuesto: siguió llorando, pero sobre mi brazo. Entonces llené su caído vaso de vino tinto y le hice beber.
Pagó uno de nosotros; luego se dividió el total, pero yo exigí pagar por Xénie (como si se tratara de tomar posesión de ella); se habló de ir al Fred Payne. Todo el mundo se amontonó en dos coches. El calor que hacía en la pequeña sala era asfixiante; bailé una vez con Xénie y luego con mujeres que nunca había visto. Me iba a tomar el aire a la puerta, arrastrando a uno o a otro —una vez incluso fue Xénie— a beber whiskies en las tascas vecinas. De vez en cuando volvía a la sala; por último, me instalé, adosado a la pared, delante de la puerta. Estaba ebrio. Miraba a los transeúntes. No sé por qué, uno de mis amigos se había quitado el cinturón y lo tenía en la mano. Se lo pedí. Lo doblé y me dediqué a blandirlo ante las mujeres, como si me dispusiera a golpearlas. Estaba oscuro, ya no veía nada y había dejado de comprender; si las mujeres pasaban con hombres afectaban no ver nada. Llegaron dos jóvenes y una de ellas, ante aquel cinturón alzado como una amenaza me plantó cara, insultándome, escupiéndome su desprecio a la cara: era verdaderamente bonita, rubia, duro y estilizado el rostro. Me volvió la espalda con desprecio y franqueó el umbral de Fred Payne. Yo la seguí por entre los bebedores aglomerados alrededor del bar.
—¿Por qué se enfada conmigo? —le dije, al tiempo que le mostraba el cinturón, sólo quería bromear. Tómese algo conmigo, ahora reía, mirándome de hito en hito.
—Bueno —me dijo.
Como si no quisiera ser menos que aquel individuo borracho que le mostraba estúpidamente un cinturón, añadió:
—Tenga.
Tenía en la mano una mujer desnuda de cera blanda; la parte baja de la muñeca estaba rodeada con un papel; con dedicación conseguía imprimir al busto un movimiento sutil: no se podía ver nada más indecente. Era, seguramente, alemana, muy descolorida, con un aire altivo y provocador: bailé con ella y le conté no sé ya qué tonterías. Sin razón aparente, se detuvo en medio de una pieza, adoptó un aire grave y me miró fijamente. Estaba cargada de insolencia.
—Mire —me dijo.
Y se levantó el vestido por encima de las medias: la pierna, las floridas ligas, las medias, la ropa interior, todo era lujoso; con su dedo señalaba la carne desnuda.
Siguió bailando conmigo y me di cuenta de que había seguido llevando en la mano aquella mísera muñeca de cera: tales baratijas se suelen vender a la entrada de los music-halls mientras el vendedor canturrea una retahíla de fórmulas, tales como: «formidable al tacto»… La cera estaba suave: tenía toda la flexibilidad y la frescura de la carne verdadera. La blandió una vez más tras dejarme y, al tiempo que bailaba sola una rumba delante del pianista negro, le imprimía una incitante ondulación, análoga a la de su danza: el negro la acompañaba al piano riéndose a carcajadas; bailaba bien y la gente en corro alrededor de ella, se había puesto a dar palmadas. Entonces sacó la muñeca del cucurucho de papel y la arrojó sobre el piano con grandes risas: el objeto cayó sobre la madera del piano con un ínfimo ruido de cuerpo que se desploma; efectivamente, se habían desplomado sus piernas, pero sus pies estaban cortados.
Las pequeñas pantorrillas rosadas y mutiladas, las piernas abiertas, eran irritantes, pero atractivas al mismo tiempo. Encontré un cuchillo en una mesa y corté una rebanada de pantorrilla rosada. Mi compañera provisional se apoderó del trozo y me lo metió en la boca: tenía un horrible sabor a vela amarga. Lo escupí sobre el suelo, asqueado. No estaba totalmente ebrio; reparé en lo que podía ocurrir si seguía a aquella muchacha a una habitación de hotel (me quedaba muy poco dinero, saldría, sin duda, con los bolsillos vacíos y aun tendría que dejarme insultar, abrumar de desprecio).
La muchacha me vio hablar con Xénie y con otros; pensaría, sin duda, que tendría que quedarme con ellos y que no me podría acostar con ella: bruscamente me dijo adiós y desapareció. Poco después, mis amigos se fueron de Fred Payne y yo los seguí: fuimos a beber y comer a Graff. Yo me quedaba en mi sitio sin decir nada, sin pensar en nada, empezaba a ponerme malo. Fui al lavabo con el pretexto de que tenía las manos sucias y estaba despeinado. No sé lo que hice: poco más tarde, dormitaba a medias cuando oí llamar «Troppmann». Estaba con los pantalones bajados, sentado en la taza. Me abroché el pantalón, salí y el amigo que me había llamado me dijo que había desaparecido durante tres cuartos de hora. Fui a sentarme a la mesa de los demás, pero, poco después, me sugirieron que volviese a los servicios: estaba muy pálido. Volví, pasé bastante tiempo vomitando. Luego, todo el mundo se puso a decir que había que irse (eran las cuatro ya). Me llevaron a casa en el spider de un coche.
Al día siguiente (era domingo), aún me sentía enfermo y el día se me pasó en un odioso letargo, como si no quedasen ya otros recursos susceptibles de ser utilizados para seguir viviendo: me vestí hacia las tres con la idea de ir a ver a ciertas personas e intenté, infructuosamente, parecerme a un hombre en estado normal. Volví temprano a acostarme: tenía fiebre y me dolía el interior de la nariz como suele ocurrir tras prolongados vómitos; además, la ropa se me había empapado de lluvia y había cogido frío.
3
Me hundí en un sueño enfermizo. Durante toda la noche fueron sucediéndose pesadillas o sueños penosos que acabaron de agotarme. Me desperté más enfermo que nunca. Aún podía recordar lo que acababa de soñar: me encontraba en una antesala, delante de una cama de baldaquín y columnas, una especie de carroza fúnebre sin ruedas: aquella cama, o aquel coche de muerto, estaba rodeado por cierto número de hombres y mujeres, los mismos, al parecer, que fueran mi compañía de la noche anterior. El gran salón era seguramente un escenario de teatro, aquellos hombres y mujeres eran actores, los directores escénicos, tal vez, de un espectáculo tan extraordinario que su sola espera me producía angustia… En cuanto a mí, estaba apartado y cobijado al mismo tiempo, en una especie de pasillo desnudo y destartalado, situado, respecto a la salita de la cama, como lo están las butacas de platea de los espectadores respecto a las tablas. La atracción esperada debía ser turbadora y cargada de un humor exagerado: esperábamos la aparición de un cadáver auténtico. En ese momento reparé en un féretro dispuesto en medio de la cama de baldaquín: la parte superior del féretro desaparecía en un silencioso desplazamiento, como un telón de teatro o como la tapa de un juego de ajedrez, pero lo que apareció no era horrible. El cadáver era un objeto de forma difícil de explicar, una cera rosácea de brillante frescura; aquella cera recordaba la muñeca de pies mutilados de la chica rubia, nada más atractivo; aquello respondía al sarcástico estado de ánimo, silenciosamente embelesado, de los asistentes; acababa de ser gastada una broma cruel y divertida, cuya víctima era aún desconocida. Poco después, el objeto rosa, inquietante e incitante a la vez, fue agrandándose hasta cobrar proporciones considerables: tomó el aspecto de un cadáver gigante esculpido en alabastro blanco veteado de rosa o de ocre amarillo. La cabeza de aquel cadáver era un inmenso cráneo de yegua; su cuerpo, una espina de pescado o una enorme mandíbula inferior medio desdentada, estirada en línea recta; sus piernas prolongaban aquella espina dorsal en el mismo sentido que las de un hombre; no tenían pies, eran los trozos largos y nudosos de las patas de un caballo. El conjunto, hilarante y repulsivo, tenía el aspecto de una estatua de mármol griega, el cráneo estaba cubierto con un casco militar plantado en la punta de la misma forma que un sombrero de paja en la cabeza de un caballo. Yo, por mi parte, no sabía si tenía que sumirme en la angustia o reírme, y se me hizo cada vez más claro que, si me reía, aquella estatua, aquella especie de cadáver, era una broma flagrante. Pero, si llegaba a temblar, ella se abalanzaría sobre mí para hacerme pedazos. No pude darme cuenta de nada: el cadáver tendido se convirtió en una Minerva, vestida, acorazada, erguida y desafiante bajo su casco: aquella Minerva era de mármol, pero se agitaba como una loca. Continuaba en tono violento aquella broma que me maravillaba, que, no obstante, me dejaba anonadado.
Había, en el fondo de la sala, como una hilaridad extremada, pero nadie reía. La Minerva se puso a hacer molinetes con una cimitarra de mármol: todo en ella era cadavérico: la forma árabe de su arma designaba el lugar en donde transcurrían los hechos: un cementerio de monumentos de mármol blanco, de mármol lívido. Era de talla gigantesca. Imposible averiguar si tenía que tomarla en serio o no: se tornó aún más equívoca. En aquel momento ya no era cuestión de que, desde la sala en la que se agitaba, descendiera al pasillo en el que me había instalado temerosamente. Por entonces ya me había empequeñecido y cuando me vio, se dio cuenta de que tenía miedo. Y mi miedo le atraía: hacía movimientos de una demencia ridícula. De pronto, bajó y se abalanzó sobre mí con un ímpetu cada vez más loco, haciendo molinetes con su arma macabra. Estaba a punto de conseguirlo: yo estaba paralizado por el pánico.
No tardé en comprender que, en aquel sueño, Dirty, súbitamente enloquecida, muerta al mismo tiempo, había adoptado el traje y el aspecto de la estatua del Comendador y que, bajo esta forma irreconocible, se abalanzaba sobre mí para aniquilarme.
4
Antes de hundirme por completo en la enfermedad, mi vida era, de un extremo al otro, una morbosa alucinación. Yo estaba despierto, pero todas las cosas desfilaban ante mis ojos con excesiva rapidez, como en un mal sueño. Tras la noche pasada en Fred Payne, por la tarde, salí con la esperanza de encontrar a algún amigo que me pudiese ayudar a reintegrarme en la vida normal. Se me ocurrió la idea de ir a ver a Lazare a su casa. Me sentía muy mal. Pero, en lugar de lo que había ido buscando, aquel encuentro fue como una pesadilla, más deprimente incluso que ese sueño que iba a tener durante la noche siguiente.
Era una tarde de domingo. Aquel día hacía calor y no corría el aire. Encontré a Lazare en el apartamento que ocupa en la rue de Turenne, en compañía de un personaje tal que, al verle, se me pasó por la cabeza la cómica idea de que tendría que conjurar la mala suerte… Era un hombre muy alto que lucía la más lamentable semejanza con la imagen popular de Landrú. Tenía los pies grandes, una chaqueta gris clara, demasiado amplia para su endeble cuerpo. El paño de aquella chaqueta estaba pasado y chamuscado por algunos sitios; su viejo pantalón brillante, más oscuro que la chaqueta, iba bajando hasta el suelo como un sacacorchos. Era de una corrección exquisita. Como Landrú, lucía una hermosa barba de color castaño sucio y su cráneo era calvo. Se explicaba con rapidez usando palabras bien escogidas.
En el momento en que entré en la habitación, su silueta se recortaba sobre el fondo de cielo nublado: estaba en pie, delante de la ventana. Era un ser inmenso.
Lazare me presentó y, al dar su nombre, me señaló que era su padrastro (no era, como Lazare, de raza judía; debía haberse casado con la madre en segundas nupcias). Se llamaba Antoine Melou. Era profesor de filosofía en un liceo de provincias.
Una vez se hubo cerrado a mis espaldas la puerta de la habitación y tras haber tomado asiento, exactamente igual que si hubiese caído en la trampa, delante de aquellos dos personajes, sentí una fatiga y una repugnancia más molestas que nunca: al mismo tiempo me imaginaba que, poco a poco, iba a perder la compostura. Lazare me había hablado varias veces de su padrastro, diciéndome que, desde un punto de vista estrictamente intelectual, era sin duda el hombre más sutil, el más inteligente que nunca hubiera conocido. Me sentía enormemente molesto por su presencia. Estaba enfermo, casi demente, no me hubiese sorprendido si, en lugar de hablar, hubiese abierto completamente la boca: me imaginaba que habría dejado que la baba le corriese por la barba sin decir una sola palabra…
Lazare estaba irritada por lo imprevisto de mi llegada, pero éste no era el caso del padrastro: una vez hechas las presentaciones (durante las cuales él permaneció inmóvil, sin expresión), sentado apenas en una butaca desvencijada, se puso a hablar:
—Señor, me interesa ponerle al corriente de una discusión que, lo confieso, me sitúa en un abismo de perplejidad…
Con su comedida voz de ausente, Lazare intentó detenerle:
—Pero ¿no cree usted, querido padre, que tal discusión no tiene solución, y que… no vale la pena cansar a Troppmann? Tiene todo el aspecto de estar agotado.
Yo seguía con la cabeza baja, fijos los ojos en el suelo, a mis pies. Dije:
—No importa. Explíqueme por lo menos de qué se trata, eso no obliga… —hablaba casi en voz baja, sin convicción.
—Ea —repuso el señor Melou—, mi hijastra acaba de exponerme el resultado de las arduas meditaciones que la han absorbido literalmente desde hace algunos meses.
Por lo demás, no me parece que la dificultad estribe en los muy hábiles y, a mi modesto entender, convincentes argumentos que utiliza con vistas a delimitar el callejón sin salida en el que los acontecimientos que se producen ante nuestros ojos precipitan a la historia…
La aflautada vocecilla se modulaba con una elegancia excesiva. Yo ni siquiera escuchaba: ya sabía lo que iba a decir. Me sentía abrumado por su barba, por el aspecto sucio de su piel, por sus labios, del color de las tripas, que tan bien articulaban mientras sus grandes manos se elevaban con objeto de acentuar las frases.
Comprendí que coincidía con Lazare en admitir el derrumbe de las esperanzas socialistas. Pensé: pues están listos, los dos pájaros éstos, derrumbadas las esperanzas socialistas… me encuentro muy enfermo…
El señor Melou proseguía, enunciando con su voz profesoral el «angustioso dilema» que se le planteaba al mundo intelectual en aquella época deplorable (según él, para todo depositario de la inteligencia era una verdadera desgracia el tener que vivir hoy precisamente). Articuló, arrugando la frente con esfuerzo:
—¿Acaso hemos de enterrarnos en silencio? ¿O, por el contrario, hemos de acordar nuestro apoyo a las últimas resistencias de los obreros abocándonos así a una muerte implacable y estéril?
Durante algunos instantes permaneció en silencio, fijando la mirada en la punta de su mano alzada.
—Louise —concluyó— se inclina por la solución heroica. Yo no sé, señor, cuál pueda ser su opinión personal sobre las posibilidades asignadas al movimiento de emancipación obrera. Permítame, pues, que plantee el problema… de forma provisional… —una vez pronunciadas estas palabras me miró con una ligera sonrisa; se detuvo un buen rato, daba la misma impresión que un sastre que, para juzgar mejor el efecto, se echa un poco para atrás— en el vacío, sí, ahí es donde precisamente conviene decirlo —tomó una de sus manos dentro de la otra y, muy despacio, se las frotó—, en el vacío… Como si nos encontráramos ante los datos de un problema arbitrario. Siempre nos es lícito imaginar, con independencia de un dato real, un rectángulo ABCD… Pasemos, si gusta, a enunciar en el presente caso: sea la clase obrera irremisiblemente destinada a perecer…
Yo escuchaba aquello: la clase obrera destinada a perecer… Yo flotaba en una vaguedad excesiva. Ni siquiera pensaba en levantarme, en irme dando un portazo.
Miraba a Lazare y me sentía anonadado. Lazare estaba sentada en otra butaca, con aire resignado y, sin embargo, atento, adelantada la cabeza, apoyado el mentón en la mano, el codo en la rodilla. Ella no era menos sórdida y sí más siniestra que su padrastro. No se movió y le interrumpió:
—Sin duda, quiere usted decir «destinada a sucumbir políticamente»…
El desmesurado fantoche prorrumpió en carcajadas. Cloqueaba. Concedió de buena gana:
—¡Es evidente! Yo no postulo que todos ellos vayan a perecer corporalmente…
No pude evitar decir:
—¿Y a mí qué me importa todo eso?
—Tal vez me haya expresado mal, señor… Y entonces Lazare, con un aire entendido:
—Sin duda, disculpará que no le llame camarada, pero mi padrastro se ha habituado a las discusiones filosóficas… con colegas…
El señor Melou permanecía imperturbable. Siguió.
Yo tenía ganas de mear (ya estaba moviendo las rodillas):
—Nos encontramos, no podemos menos que decirlo, frente a un problema menudo, exangüe, y tal que, a primera vista, parece participar de una sustancia que se nos escapa —adoptó un aire desolado, había una dificultad que le agotaba y que él solo podía ver, esbozó un gesto con las manos—, mas sus consecuencias modo alguno podrían escapársele a una mente tan cáustica, tan inquieta como la suya…
Me volví hacia Lazare y le dije:
—Le ruego que me disculpe, pero he de pedirle que me indique dónde está el retrete…
Tuvo un momento de vacilación, sin comprender, luego se levantó y me indicó la puerta. Meé largamente, me imaginé luego que podría vomitar y me agoté en una serie de esfuerzos inútiles, metiéndome dos dedos en la garganta y tosiendo con un ruido horrible. Sin embargo aquello me alivió un poco, volví a la habitación en la que se encontraban los otros dos. Permanecí en pie, más bien incómodo, e inmediatamente dije:
—He reflexionado sobre su problema, pero, antes que nada, me gustaría hacerles una pregunta.
Sus juegos fisionómicos me permitieron darme cuenta de que, por muy sorprendidos que estuviesen, «mis dos amigos» me escucharían con atención:
—Creo que tengo fiebre —tendí a Lazare mi mano ardiente.
—Sí —me dijo Lazare con cierto hastío—, debería usted volver a casa y meterse en la cama.
—No obstante, hay algo que querría saber: si la clase obrera se ha ido a la mierda, ¿por qué siguen ustedes siendo comunistas… o socialistas?… como prefieran…
Ellos me miraron fijamente. Luego, se miraron uno a otro. Por último Lazare respondió, apenas pude oírla:
—Pase lo que pase debemos estar al lado de los oprimidos.
Yo pensé: es cristiana. ¡Naturalmente!… y yo vengo aquí… Estaba fuera de mí, no podía más de vergüenza…
—¿En nombre de qué «debemos»? ¿Con qué objeto?
—Al menos siempre se podrá salvar su alma —dijo Lazare.
Dejó caer la frase sin moverse, sin levantar siquiera la mirada. Me infundió el sentimiento de una convicción inconmovible.
Yo me sentí palidecer; sentía de nuevo grandes náuseas… Insistí, no obstante:
—Pero ¿y usted, señor?
—Oh… —dijo el señor Melou, perdidos los ojos en la contemplación de sus finos dedos—, comprendo harto bien esa perplejidad suya. Yo mismo estoy perplejo, te-rri-ble-men-te perplejo… Tanto más cuanto… acaba usted de esbozar en pocas palabras un aspecto imprevisto del problema… ¡Oh, oh! —sonrió en su luenga barba—, he aquí algo te-rri-ble-men-te interesante. Pues, en efecto, querida niña: ¿por qué somos aún socialistas… o comunistas?… Sí, ¿por qué?…
Pareció entonces abismarse en una meditación imprevista. Desde lo alto de su busto inmenso dejó caer, poco a poco, una cabecita largamente barbuda. Vi sus rodillas angulosas. Tras un silencio molesto abrió unos brazos interminables y, tristemente, los alzó:
—Así están las cosas, somos como un campesino que labrara su tierra para la tormenta que se avecina. Pasearía, sin duda, por sus campos con la cabeza baja…
Sabría que el pedrisco era inevitable
. . . . . . . . . . . .
—Entonces… cuando el momento se acerca… se coloca delante de su cosecha y, como yo mismo ahora —sin transición, el absurdo, el ridículo personaje se volvió sublime, de pronto su voz aflautada, su voz suave tenía algo helador— elevará en vano sus brazos al cielo… esperando que el rayo le aniquile… a él y a sus brazos.
Una vez pronunciadas estas palabras dejó caer sus propios brazos. Se había convertido en la imagen perfecta de una desesperación infinita.
Lo comprendí. Si no me iba volvería a llorar: yo mismo, como por contagio, tuve un gesto de desaliento, me fui, diciendo casi en voz baja:
—Hasta la vista, Lazare.
Luego, en mi voz se filtró una simpatía imposible:
—Hasta la vista, señor.
Llovía a cántaros, yo no tenía ni sombrero ni abrigo. Me figuré que el camino no sería largo. Anduve durante cerca de una hora, incapaz de detenerme, aterido por toda el agua que había empapado mi pelo y mi ropa.
5
Al día siguiente, aquella escapada a una realidad demente había huido ya de mi memoria. Me desperté sobrecogido. Estaba sobrecogido por el miedo que acababa de sentir en sueños, me sentía perdido, ardía de fiebre… No toqué siquiera el desayuno que mi suegra dejó en la cabecera. Persistían mis deseos de vomitar. Puede decirse que no habían cesado desde la antevíspera. Mandé comprar una botella de champán malo. Bebí un vaso helado: unos minutos más tarde me levanté para ir a vomitar. Tras el vómito volví a la cama, sentía un leve alivio, pero la náusea no tardó en reaparecer.
Era presa de temblores y de castañeteos de dientes: evidentemente estaba enfermo, sufría de mala manera. Volví a hundirme en una especie de somnolencia atroz: todas las cosas empezaron como a descolgarse, eran cosas oscuras, repulsivas, informes, que hubiera sido necesario de todo punto volver a fijar; no había modo alguno de hacerlo. Mi existencia se deshilachaba como una materia putrefacta… Vino el médico, me examinó de los pies a la cabeza. Por último decidió volver con otro; de su forma de hablar deduje que tal vez fuera a morir (sufría de forma atroz, notaba en mí algo bloqueado y sentía una violenta necesidad de que me fuera concedida una tregua: así que no tenía las mismas ansias de morir que los otros días). Tenía una gripe complicada con algunos síntomas pulmonares bastante graves: inconscientemente me había expuesto al frío la víspera, bajo la lluvia. Pasé tres días en un estado horrible. Con excepción de mi suegra, de la doncella y de los médicos, no vi a nadie. Al cuarto día estaba peor, no había bajado la fiebre. Sin saber que estaba enfermo, Xénie me telefoneó: le dije que no salía de la habitación y que podía venir a verme. Llegó un cuarto de hora más tarde. Era más sencilla de lo que me la había imaginado: era incluso muy sencilla. Después de los fantasmas entrevistos en la rue de Turenne, me parecía humana. Mandé traer una botella de vino blanco, explicándole a duras penas que me complacería mucho verla beber vino —dado mi gusto por ella y por el vino— yo no podía beber más que caldo de legumbres o zumo de naranja. Ella no tuvo reparo alguno en beber el vino. Le dije que la noche en que estaba ebrio había bebido porque me sentía muy desgraciado.
Ya se había dado cuenta, me decía.
—Bebía usted como si hubiese querido morir. Lo más rápido posible. Bien hubiera deseado… pero no me gusta impedir que se beba, y además, yo también había bebido.
Su parloteo me agotaba. Sin embargo, me obligó a salir un poco de la postración. Me asombraba que la pobre muchacha hubiera comprendido tan bien, pero, en lo concerniente a mí, nada podía hacer, incluso admitiendo que, más tarde, escapase a la enfermedad. Tomé su mano, la atraje hacia mí y la pasé lentamente por mi mejilla para que le picase la barba áspera que me había crecido durante los últimos cuatro días.
Le dije riendo:
—Imposible besar a un hombre tan mal afeitado.
Atrajo mi mano y la besó largamente. Me sorprendió. No supe qué decir. Intenté explicarle entre risas, hablaba muy bajo, como los que están muy enfermos: me dolía la garganta:
—¿Por qué me besas la mano? Lo sabes de sobra. En el fondo soy innoble.
Hubiera llorado ante la idea de que ella no podía hacer nada. Yo tampoco podía superar nada.
Ella, sencillamente, me respondió:
—Lo sé. Todo el mundo sabe que lleva usted una vida sexual anormal. Yo, lo que he pensado es que, sobre todo, debía ser usted muy desgraciado. Yo soy muy tonta, muy risueña. Sólo tengo bobadas en la cabeza, pero desde que le conozco y he oído hablar de sus costumbres, he empezado a pensar que las gentes que tienen costumbres innobles… como usted… probablemente sea que sufren.
La miré largamente. Ella lo hacía también sin decir nada. Vio que, a mi pesar, las lágrimas me saltaban de los ojos. No era muy bella, pero sí conmovedora y sencilla: nunca hubiera pensado que fuese tan verdaderamente sencilla. Le dije que la quería mucho, que para mí todo se volvía irreal: tal vez no fuese innoble —en definitiva—, pero sí era un hombre perdido. Mejor sería que entonces muriese como deseaba. Estaba tan agotado por la fiebre, y por un horror profundo, que apenas podía explicarle nada; por lo demás, yo mismo tampoco comprendía nada…
Entonces me dijo, con una brusquedad casi demente:
—No quiero que se muera. Yo le cuidaré. Me hubiera gustado tanto ayudarle a vivir.
Intenté hacerla atender a razones:
—No. Tú no puedes hacer nada por mí, nadie puede ya…
Se lo dije con tal sinceridad, con tan evidente desesperanza, que ambos permanecimos silenciosos. Ella misma no se atrevió ya a decir nada. En aquel momento, su presencia me resultaba desagradable.
Tras aquel largo silencio una idea comenzó a agitarme interiormente, una idea estúpida, cargada de odio, como si, de pronto, de ella dependiera mi vida, o, quizá, a la sazón, algo más que la vida. Entonces, consumido por la fiebre, le dije con una exasperación enloquecida:
—Escúchame, Xénie —comencé a perorar y, sin razón alguna, estaba fuera de mí— te has mezclado con la agitación literaria, has debido leer a Sade, has debido encontrar a Sade formidable, como los demás. Los que admiran a Sade son unos estafadores —¿me oyes?— unos estafadores…
Ella me miraba en silencio, no se atrevía a decir nada. Proseguí.
—Me excito, estoy rabioso, agotado, las frases se me escapan… ¿Pero, por qué han hecho eso con Sade?
Grité, casi:
—¿Habían comido ellos mierda, sí o no?
Era tan loca mi rabia, de pronto, que pude incorporarme y, con mi voz rota, me desgañité entre toses:
—Los hombres son ayudas de cámara… Si hay uno que tiene aspecto, de señor, hay muchos más que revientan de vanidad… pero… aquellos a los que nada doblega están en las cárceles o bajo tierra… y la cárcel o la muerte para unos… significa la esclavitud para todos los demás…
Xénie apoyó suavemente su mano sobre mi frente:
—Henri, te lo suplico —se convertía entonces, inclinada sobre mí, en una especie de hada doliente y la insólita pasión de su voz, casi baja, me quemaba— deja de hablar… estás demasiado febril aún para hablar…
Extrañamente, mi mórbida excitación dejó paso a un relajamiento: el sonido extraño de su voz que me embargaba me había colmado de un torpor casi dichoso.
Miré a Xénie durante bastante tiempo, sin decir nada, sonriendo: vi que llevaba un vestido de seda azul marino con un cuello blanco, medias claras y zapatos blancos; su cuerpo era esbelto y parecía bonito bajo aquel vestido; su rostro era fresco debajo de los cabellos negros y bien peinados. Sentía estar enfermo.
Le dije sin hipocresía:
—Me gustas mucho hoy. Te encuentro guapa, Xénie. Cuando me has llamado Henri, hablándome de tú, me ha parecido excelente.
Ella pareció feliz, loca de alegría y sin embargo, loca de inquietud. En su turbación se puso de rodillas cerca de mi cama y me besó en la frente; yo introduje mi mano entre sus piernas por debajo de la falda… No me sentía menos agotado, pero ya no sufría. Llamaron a la puerta y la vieja sirvienta entró sin esperar respuesta: Xénie se puso en pie lo más de prisa que pudo. Fingió mirar un cuadro, tenía el aspecto de una loca, de una idiota, incluso. La sirvienta también pareció una idiota: traía el termómetro y una taza de caldo. Yo me sentía deprimido por la estupidez de la vieja, sumido de nuevo en la postración. Durante el instante anterior, los muslos desnudos de Xénie eran un frescor en mi mano; ahora todo vacilaba. Hasta mi memoria vacilaba: la realidad estaba rota en pedazos. Nada me quedaba salvo la fiebre, en mí la fiebre consumía la vida. Yo mismo introduje el termómetro, sin tener el valor de pedirle a Xénie que se volviese. La vieja se había ido. Estúpidamente Xénie me vio hurgar debajo de las mantas, hasta el momento en que el termómetro entró. Yo creo que la desdichada tuvo ganas de reír al mirarme, pero las ganas de reír acabaron de torturarla. Adoptó un aire de desconcierto: permanecía frente a mí, de pie, descompuesta, despeinada, completamente roja; la turbación sexual también se leía en su rostro.
Me había subido la fiebre desde el día anterior. Me daba igual. Sonreía, pero, visiblemente, mi sonrisa era malévola. Era tan penoso incluso de ver, que la otra, cerca de mí, ya no sabía qué cara poner. A su vez, acudió mi suegra para saber qué fiebre tenía: le conté sin responder que Xénie, a la que conocía desde hacía tiempo, se quedaría allí para cuidar de mí. Podía acostarse en la habitación de Edith si así lo deseaba. Lo dije con asco y al punto me puse de nuevo a sonreír malignamente, mirando a las dos mujeres.
Mi suegra me odiaba por todo el daño que había hecho a su hija; por añadidura, solía sufrir considerablemente siempre que se faltaba a las formas. Preguntó:
—¿No quiere que telegrafíe a Edith diciéndole que venga?
Yo respondí, con la voz enronquecida, desde lo alto de toda la indiferencia de un hombre que domina tanto más la situación cuanto peor está:
—No. No quiero. Xénie puede dormir ahí si lo desea.
Xénie, en pie, casi temblaba. Apretó fuertemente su labio inferior entre los dientes para no llorar. Mi suegra estaba ridícula. Tenía cara de circunstancias. Sus ojos perdidos se agitaban de indignación y ello armonizaba muy poco con su apática forma de caminar. Por último, Xénie balbuceó que iba a buscar sus cosas: se fue de la habitación sin decir una palabra, sin dirigirme siquiera una mirada, pero comprendí que trataba de reprimir sus sollozos.
Le dije riendo a mi suegra:
—Que se vaya al diablo si quiere.
Mi suegra se precipitó a acompañar a Xénie a la puerta. Yo no sabía si Xénie me habría oído o no.
Yo era el detritus que todos pisoteaban y a mi propia maldad venía a sumarse la de la suerte. Había atraído la desgracia sobre mi cabeza y allí reventaba; estaba solo, era cobarde. Había prohibido que se avisase a Edith. Al punto sentí abrirse en mí un negro agujero, comprendiendo perfectamente que nunca más podría apretarla contra mi pecho. Llamaba a mis niños con toda la ternura de la que era capaz: no vendrían.
Mi suegra y la vieja ama estaban allí, cerca de mí: ciertamente tenían toda la pinta, la una y la otra, de lavar un cadáver, y atarle la boca para impedir su cómica apertura.
Estaba cada vez más irritable; mi suegra me puso una inyección de aceite alcanforado, pero la aguja estaba vieja y aquella inyección me hizo mucho daño: no era nada, pero tampoco había nada que yo pudiese esperar aparte de aquellos infames pequeños horrores. Luego, todo se iría, incluso el dolor, y el dolor era entonces en mí lo que aún quedaba de una vida tumultuosa… Yo presentía algo vacío, algo negro, algo hostil, gigantesco…, pero ya no era yo… Llegaron los médicos, no salí de la postración. Podían escuchar o palpar lo que quisiesen. Sólo me restaba soportar el sufrimiento, el asco, la abyección, soportar hasta mucho más lejos de cuanto podía esperar. No dijeron prácticamente nada; ni siquiera trataron de arrancarme palabras baldías. Al día siguiente por la mañana, volverían, pero yo tenía que disponer lo necesario. Debía telegrafiar a mi mujer. No me encontraba ya en situación de negarme.
6
El sol entraba en mi habitación, iluminaba directamente la colcha rojo vivo de mi cama, abierta la ventana de par en par. Aquella mañana, una actriz de opereta cantaba en su casa, con las ventanas abiertas, a plena voz. Reconocí, a pesar de la postración en que me hallaba, el aria de Offenbach de La Vie parisienne. Las frases musicales rodaban y estallaban de felicidad en su joven garganta. Era:
En el estado en que me encontraba, creía estar oyendo la irónica respuesta a un interrogante que se precipitaba en mi cabeza, abocada a la catástrofe. La bella demente (alguna vez la había visto, la había incluso deseado) seguía con su canto, aparentemente sublevada por una viva exultación:
En la saison derniere,
Quelqu’un, sur ma priere,
Dans un gran bal a vous me présenta!
le vous aimai, moi, cela va sans dire!
M’aimates-vous?, je n’en crus jamais rien[3].
Al escribirlo hoy, una punzante alegría me ha subido la sangre a la cabeza, tan loca que a mí también me gustaría cantar.
Aquel día, Xénie, que en la desesperación en que mi actitud la había sumido, había resuelto venir a pasar al menos la noche a mi lado, iba a entrar de un momento a otro en aquella habitación inundada de sol. Yo oía el ruido de agua que ella hacía en el cuarto de baño. La joven tal vez no había comprendido mis últimas palabras. No me importaba en absoluto. La prefería a mi suegra, al menos, podía, por un instante, distraerme a su costa… Me paralizó la idea de que tal vez hubiera de pedirle el orinal: me importaba un bledo producirle asco, pero mi situación me avergonzaba; verme reducido a hacer aquello en mi cama gracias a los buenos oficios de una mujer atractiva, y el hedor, desfallecía (en aquel momento, la muerte llegaba a asquearme hasta el pavor; y, sin embargo, tendría que haberme apetecido). La noche anterior Xénie había vuelto con una maleta, yo había hecho una mueca, había gruñido sin despegar los dientes. Había fingido estar extenuado hasta el punto de no poder articular ni una sola palabra. En mi exasperación había terminado incluso por contestarle, poniendo en mis gestos menos cuidado. Ella no lo había notado. De un momento a otro iba a entrar: ¡se figuraba que para salvarme se necesitaban los cuidados de una enamorada! Cuando llamó a la puerta, yo había conseguido sentarme (me parecía que, al menos provisionalmente, ya no estaba tan mal). Respondí:
¡Adelante!, con una voz casi normal, incluso con una voz casi solemne, como si estuviese interpretando un papel.
Al verla añadí, en voz menos alta, con el tragicómico tono de la decepción:
—No, no es la muerte… sólo la pobre Xénie…
La encantadora muchacha miró entonces a su supuesto amante con los ojos como platos. Sin saber qué hacer, cayó de rodillas ante mi cama…
Protestó suavemente:
—¿Por qué eres tan cruel? Me hubiera gustado tanto ayudarte a sanar.
—Pues a mí me gustaría —le repuse con una amabilidad convencional—, que, de momento, me ayudases sencillamente a afeitarme.
—Tal vez te fatigues. ¿No puedes quedarte así?
—No. Un muerto mal afeitado no es presentable.
—¿Por qué quieres hacerme daño? Tú no vas a morir, no. No puedes morir…
—Imagínate lo mal que lo paso mientras tanto…
»Si cada cual lo pensase antes… Pero cuando esté muerto, Xénie, podrás besarme como quieras, ya no sufriré más, ya no seré odioso. Seré tuyo por entero…».
—¡Henri! Me haces un daño tan atroz que ya no sé cuál de nosotros dos es el que está enfermo… Sabes, no serás tú el que muera, estoy segura, seré yo, me has metido la muerte en la cabeza, como si nunca más fuese a salir de allí.
Pasó un poco de tiempo. Yo me iba quedando vagamente ausente.
—Tenías razón. Estoy demasiado agotado para poderme afeitar solo, aunque me ayuden. Habrá que telefonear al barbero. No tienes que enfadarte, Xénie, cuando digo que podrás besarme… Es como si me hablase a mí mismo. Sabes que siento una viciosa afición por los cadáveres…
Xénie se había quedado de rodillas, todavía a un paso de mi lecho, con aire desamparado y así era como me veía sonreír.
Por fin, bajó la cabeza y me preguntó en voz baja:
—¿Qué quieres decir? Te lo suplico, ahora debes decírmelo todo, porque tengo miedo, mucho miedo…
Yo me reía. Iba a contarle lo mismo que a Lazare. Pero aquel día era más extraño. De pronto, pensé en mi sueño: en un destello, surgía cuanto había amado a lo largo de mi vida, como un cementerio de tumbas blancas bajo una luminosidad lunar, bajo una luminosidad espectral; en el fondo, aquel cementerio no era más que un burdel; el mármol funerario estaba vivo, en algunos sitios era peludo…
Miré a Xénie. Pensé con terror infantil: ¡maternal! Xénie daba visibles muestras de sufrimiento. Dijo:
—Habla… Ahora… Habla… Tengo miedo, me estoy volviendo loca…
Quería hablar y no podía. Me esforcé:
—Entonces sería necesario que te contase toda mi vida.
—No, habla…, dime sencillamente algo… pero no me mires más sin decir nada…
—Cuando murió mi madre…
(Ya no tenía fuerza para hablar. Bruscamente lo recordaba: a Lazare había temido decirle «mi madre»; en mi vergüenza, le había dicho: «una mujer de edad»).
—¿Tu madre?… Habla…
—Había muerto aquel día. Dormí en su casa con Edith.
—¿Tu mujer?
—Mi mujer. Lloré interminablemente, a gritos. Yo… Por la noche, estaba acostado al lado de Edith, que dormía…
Una vez más me faltaban las fuerzas para hablar. Me compadecía a mí mismo, si hubiera podido me habría tirado al suelo, habría chillado, habría gritado pidiendo socorro, sobre la almohada tenía tan poco aliento como un moribundo… primero se lo había contado a Dirty, luego a Lazare… a Xénie, habría tenido que implorar compasión, habría tenido que arrojarme a sus pies… No podía hacerlo, pero la despreciaba con todo mi corazón. De forma estúpida ella seguía gimiendo y suspirando.
—Habla… Ten compasión de mí… Háblame…
—… Estaba descalzo, andaba por el pasillo temblando… Estaba tembloroso de miedo y de excitación delante del cadáver, en el paroxismo… Estaba en trance… Me quité el pijama… Me… Ya sabes…
Tan enfermo como estaba, sonreía. Con los nervios destrozados, ante mí, Xénie bajaba la cabeza. Apenas se movió…, y convulsivamente, pasaron unos segundos inacabables; por fin, cedió, se dejó caer y su cuerpo inerte se extendió por el suelo.
Yo deliraba y pensaba: es odiosa, se acerca el momento, llegaré hasta el final.
Me deslicé penosamente hasta el borde de la cama. Tuve que realizar un largo esfuerzo. Saqué un brazo, cogí el borde de su falda y se la subí. Ella profirió un grito terrible, pero sin moverse: se estremeció. Emitía un estertor, la mejilla sobre la alfombra, abierta la boca.
Yo estaba enloquecido. Le dije:
—Estás aquí para hacer de mi muerte algo más sucio. Ahora desnúdate: será como si reventase en un burdel.
Xénie se irguió, apoyándose en las manos; recuperó su voz ardiente y grave:
—Si sigues con esta comedia —me dijo— ya sabes cómo acabará.
Se levantó y, lentamente, fue a sentarse sobre el alféizar de la ventana: me miraba, sin temblar.
—Ya lo ves, voy a dejarme caer… hacia atrás.
Y comenzó, efectivamente, el movimiento que, de llegar a su fin, la habría proyectado al vacío.
Por muy odioso que yo pueda ser, aquel movimiento me hizo daño y sumó el vértigo a todo lo que ya se iba hundiendo en mi interior. Me erguí. Me sentía oprimido; le dije:
—Vuelve. Bien lo sabes. Si no te amase, nunca habría sido tan cruel. Tal vez haya querido sufrir un poco más.
Ella se bajó sin prisa. Parecía ausente, marchitado el rostro por el cansancio.
Yo pensé: voy a contarle la historia de Krakatoa. Por entonces había una fuga en mi cabeza, todo lo que pensaba huía de mí. Quería decir una cosa y, de inmediato, ya nada tenía que decir… La vieja criada entró llevando en una bandeja el desayuno de Xénie. Lo depositó sobre un pequeño velador. Al mismo tiempo me traía un vaso grande de zumo de naranja, pero yo tenía las encías y la lengua hinchadas, tenía más miedo que ganas de beber. Xénie se sirvió la leche y el café. Yo tenía el vaso en la mano, queriendo beber, no podía decidirme. Ella vio que me impacientaba. Tenía un vaso en la mano y no bebía. Era un absurdo evidente. Xénie, al verlo, quiso al punto ayudarme. Se precipitó, pero lo hizo con tanta torpeza que, al levantarse, tiró el velador y la bandeja: todo se vino abajo con un estruendo de vajilla que se rompe. Si en aquel momento la pobre muchacha hubiese sido capaz de la menor reacción, podía haber saltado fácilmente por la ventana. Su presencia a mi cabecera se volvía más absurda a cada momento que pasaba. Ella sentía que tal presencia era injustificable.
Se inclinó, recogió los trozos dispersos y los dispuso sobre la bandeja: de aquella forma podía disimular su rostro y yo no veía (pero adivinaba) la angustia que la descomponía. Por último, enjugó la alfombra, inundada de café con leche, utilizando para ello una toalla. Yo le dije que llamase a la criada, que le traería otro desayuno.
Ella no contestó, no levantó la cabeza. Yo veía que ella no podía pedirle nada a la criada, pero no podía quedarse sin tomar nada.
Le dije:
—Abre el armario. Verás una caja de hojalata en la que debe haber pastas. Debe haber una botella de champán casi llena. Estará caliente, pero si quieres…
Ella abrió el armario y, dándome la espalda, empezó a comer pastas; luego, como tenía sed, se sirvió un vaso de champán, bebiéndoselo rápidamente; volvió a comer algo a toda prisa y se sirvió un segundo vaso, luego cerró el armario. Acabó de ordenarlo todo. Estaba despavorida, sin saber ya qué hacer. Había que ponerme una inyección de aceite alcanforado; se lo dije. Fue a hacer los preparativos al cuarto de baño y a pedir lo necesario en la cocina. Unos minutos más tarde volvió con una jeringuilla llena. Dificultosamente conseguí apoyarme sobre el vientre y tras haber bajado el pantalón de mi pijama le ofrecí una nalga. No sabía lo que había que hacer, me dijo.
—Entonces —le dije—, me vas a hacer daño. Tal vez fuera mejor decírselo a mi suegra…
Sin esperar más, clavó resueltamente la aguja. Era imposible hacerlo mejor. La presencia de aquella mujer que me había hundido la aguja en la nalga me iba desconcertando cada vez más. Conseguí darme la vuelta, no sin dolor. No sentía el menor pudor; me ayudó a subirme el pantalón. Yo deseaba que siguiese bebiendo. Me sentía menos mal. Haría mejor —le dije— si cogía del armario la botella y un vaso, los ponía a su lado y bebía.
Ella se limitó a decirme:
—Como quieras.
Yo pensé: si sigue, si bebe, le diré acuéstate y se acostará, lame la mesa y la lamerá… Iba a tener una muerte bonita. No había nada que me fuera odioso: profundamente odioso.
Le pregunté a Xénie:
—¿Conoces una canción que empieza por: He soñado con una flor?
—Sí. ¿Por qué?
—Desearía que me la cantases. Te envidio por poder tragar incluso champán malo. Bebe un poco más. Hay que acabar la botella.
—Como quieras.
Y bebió a largos tragos.
Proseguí:
—¿Por qué no habrías de cantar?
—¿Por qué He soñado con una flor?…
—Porque…
—Entonces. Eso u otra cosa…
—¿Vas a cantar, verdad? Mira, te beso la mano. Eres muy buena.
Ella cantó, resignada. Estaba de pie, las manos vacías, tenía los ojos fijos en la alfombra:
Su voz grave se elevaba con mucha pasión y entrecortaba las últimas palabras, para acabar, con angustiosa languidez:
Pour quoi faut-il, hélas, que sur la Terre
Le bonheur et les fleurs soient toujours éphémeres[5]?
. . . . . . . . . . . . .
También le dije:
—Podrías hacer algo por mí.
—Haré lo que quieras.
—Hubiese sido bello que hubieras cantado desnuda delante de mí.
—¿Cantado desnuda?
—Vas a beber un poco más. Cerrarás la puerta con llave. Te haré sitio cerca de mí, en la cama. Ahora, desnúdate.
—Pero es una insensatez.
—Me lo has dicho. Harás lo que yo quiera. La miré sin decir nada más, como si la hubiera amado. Bebió una vez más, lentamente.
Me miraba. A continuación se quitó el vestido. Era de una sencillez casi loca. Se sacó la camisa sin vacilar. Yo le dije que cogiese en el fondo de la habitación, en el vestidor donde estaba colgada la ropa, una bata de mi mujer. Podría ponérsela rápidamente si llegaba el caso, si alguien acudía: conservaría sus medias y zapatos; habría de esconder el vestido y la camisa que se acababa de quitar.
También dije:
—Me hubiera gustado verte cantar una vez más. Luego te echarás a mi lado.
Al final estaba turbado, tanto más cuanto que tenía el cuerpo más fresco y bonito que la cara.
Se lo dije de nuevo, y esta vez en voz muy baja. Fue como una especie de súplica. Me incliné hacia ella. Simulé un amor ardoroso en mi voz trémula.
—Por compasión, canta de pie, canta a pleno pulmón…
—Si así lo quieres… —dijo.
La voz, se contraía en su garganta, debido a la turbación que le causaban el amor y la sensación de estar desnuda. Las frases de la canción fueron un arrullo en la habitación y todo su cuerpo pareció inflamarse. Un impulso, un delirio parecía perderla y bambolear aquella cabeza ebria que cantaba. ¡Oh, demencia! Lloraba al avanzar locamente desnuda hacia mi lecho —que yo creía un lecho de muerte—. Cayó de rodillas, cayó delante de mí para esconder sus lágrimas en las sábanas.
Yo le dije:
—Échate cerca de mí y no llores más… Ella respondió:
—Estoy borracha.
La botella estaba vacía sobre la mesa. Ella se acostó. Seguía llevando los zapatos. Se extendió con el trasero al aire, hundiendo la cabeza en el travesaño. Qué extraño era hablarle al oído, con una ardiente ternura que ordinariamente no suele encontrarse más que por la noche.
Le decía muy bajo:
—No llores más, pero necesitaba que te volvieses loca, lo necesitaba para no morir.
—¿No morirás, me dices la verdad?
—Ya no quiero morir. Quiero vivir contigo… Cuando te has subido al alféizar de la ventana, he tenido miedo de la muerte. Pienso en la ventana vacía… he tenido un miedo terrible… tú… y luego yo… dos muertos… y la habitación vacía.
—Espera, voy a cerrar la ventana si quieres.
—No. Es inútil. Quédate a mi lado, un poco más cerca… quiero sentir tu aliento.
Ella se acercó a mí, pero su boca olía a vino. Me dijo:
—Estás ardiendo.
—Me siento peor —repliqué—, tengo miedo de morir… He vivido en la obsesión del miedo a la muerte y ahora… no quiero volver a ver esa ventana abierta, da vértigo… eso es.
Xénie, al punto, se abalanzó.
—Puedes cerrarla, pero vuelve… vuelve en seguida…
Todo se enturbiaba. A veces, asimismo, un sueño irresistible vence. Inútil hablar.
Las frases están ya muertas, inertes, como en los sueños…
Yo balbuceé:
—No puede entrar…
—¿Entrar, quién?
—Tengo miedo…
—¿De quién tienes miedo?
—De Frascata…
—¿Frascata?
—Que no, soñaba. Hay otra persona…
—No será tu mujer…
—No. Edith no puede llegar… es demasiado temprano…
—¿Pero quién más, Henri, de quién me hablabas? Tienes que decírmelo… me asusto… sabes que he bebido demasiado…
Tras un penoso silencio, pronuncié: ¡Nadie llega!
De pronto, una sombra atormentada cayó del cielo luminoso. Se agitó restallando en el hueco de la ventana. Contraído, me replegué sobre mí mismo temblando. Era una alfombra larga lanzada desde el piso superior: por un breve instante había temblado. En mi torpor había llegado a creerlo: aquel a quien yo llamaba el «Comendador» había entrado. Acudía cuantas veces le invitase. La propia Xénie había tenido miedo. Como yo, sentía aprensión por una ventana sobre la que acababa de sentarse con la idea de arrojarse desde ella. En el momento de la irrupción de la alfombra no había gritado… se había hecho un ovillo contra mí, estaba pálida, su mirada era la de una loca.
Yo perdía pie.
—Está demasiado oscuro…
… Xénie, tumbada junto a mí, se estiró… tuvo entonces la apariencia de una muerta… estaba desnuda… tenía pálidos senos de prostituta… una nube de hollín ennegrecía el cielo… ocultaba en mí el cielo y la luz… un cadáver a mi lado, ¿iría a morir?
… Hasta aquella misma comedia se me escapaba… era una comedia…