EL DÍA DE DIFUNTOS

1

Dorothea había llegado el día 5. El 6 de octubre, a las diez de la noche, yo estaba sentado a su lado: ella me contaba lo que había hecho en Viena después de haberme dejado.

Había entrado en una iglesia.

No había nadie y, primero, se arrodilló sobre las losas; luego, se había tendido sobre el vientre, había puesto los brazos en cruz. Aquello no tenía sentido alguno para ella. No había rezado. No comprendía por qué lo había hecho; pero, después de un tiempo, varios truenos la habían sobresaltado. Se había incorporado y, una vez fuera de la iglesia, había salido corriendo bajo la lluvia torrencial.

Se metió bajo un porche. Iba sin sombrero y mojada. Debajo del porche había un mozalbete con una gorra, un chico muy joven. Había querido reírse un rato con ella.

Estaba desesperada y no podía reírse: ella se había acercado a él y le había besado.

Le había tocado. Él, a modo de contestación, la había tocado a ella. Estaba fuera de sí, le había infundido terror.

Al hablarme estaba sosegada. Me dijo:

—Era como un hermano pequeño, olía a humedad, yo también, pero yo estaba en tal estado que él, al gozar, temblaba de miedo.

En aquel momento, al oír hablar a Dorothea, me había olvidado de Barcelona.

Oímos un toque de clarín bastante próximo. Dorothea se detuvo bruscamente.

Prestaba atención con sorpresa. Volvió a hablar, pero esta vez se detuvo definitivamente. Se había oído una salva de disparos. Tras una pausa, el tiroteo empezó de nuevo. Fue como una brusca catarata, no demasiado lejos. Dorothea se había levantado: no tenía miedo, pero aquello era de una brutalidad trágica. Me acerqué a la ventana. Vi gente armada que gritaba y corría bajo de los árboles de las Ramblas, débilmente iluminadas aquella noche. Los disparos no venían de las Ramblas sino de las calles confluentes: una rama rota por una bala cayó al suelo.

Le dije a Dorothea:

—¡Esta vez me parece que la cosa se pone fea!

—¿Qué pasa?

—No sé. Seguramente es el Ejército regular atacando a los otros (los otros eran los catalanes y la Generalitat de Barcelona). Disparan en la calle Fernando. Aquí al lado.

Un violento tiroteo estremecía el aire.

Dorothea se fue a una de las ventanas. Me volví. Gritando, le dije:

—Estás loca. ¡Vuelve a la cama inmediatamente!

Llevaba un pijama de hombre. Descalza y con el pelo suelto tenía un rostro cruel.

Ella me apartó y miró por la ventana. Le enseñé la rama rota en el suelo.

Volvió hacia la cama y se quitó la chaqueta de su pijama. Con el pecho desnudo se puso a buscar algo a su alrededor: parecía una loca.

Le pregunté:

—¿Qué es lo que buscas? Debes volverte a acostar.

—Quiero vestirme. Quiero ir contigo a ver lo que pasa.

—¿Has perdido la cabeza?

—Escúchame, es algo más fuerte que yo. Voy a ir a ver.

Parecía desenfrenada. Estaba violenta, cerrada a todo, hablaba en un tono que no admitía réplica, estaba sublevada por una especie de furor.

En aquel momento golpearon la puerta, casi sacándola de sus goznes a fuerza de puñetazos. Dorothea tiró la chaqueta que acababa de quitarse.

Era Xénie. (Yo se lo había contado todo el día anterior, al dejarla con Michel). Xénie temblaba. Miré a Dorothea, me pareció provocativa. Muda, maligna, estaba de pie con los senos desnudos.

Le dije a Xénie brutalmente:

—Tienes que volver a tu habitación. No hay nada más que hacer.

Dorothea me interrumpió sin mirarla:

—No. Puede quedarse si quiere. Quédese con nosotros.

Xénie permanecía inmóvil en la puerta. Arreciaban los disparos. Dorothea me cogió por la manga. Me arrastró hasta la otra punta de la habitación y me dijo al oído:

—Tengo una idea horrible, ¿entiendes?

—¿Qué idea? Ya no entiendo. ¿Por qué invitar a esa chica a que se quede?

Dorothea retrocedió ante mí: tenía un aire taimado y, al mismo tiempo, resultaba evidente que ya no podía más. El fragor de los disparos de mosquetón le abría a uno la cabeza. También me dijo, en voz baja, en tono agresivo:

—¡Ya sabes que soy como un animal!

La otra podía oírla.

Me precipité hacia Xénie, implorándole:

—Vete inmediatamente.

Xénie también me imploró. Yo repliqué:

—¿Te das cuenta de lo que va a pasar si te quedas?

Dorothea se reía cínicamente al tiempo que la miraba. Empujé a Xénie hacia el pasillo: Xénie, resistiéndose, me insultaba sordamente. Desde un principio estaba asustada y, estoy persuadido, sexualmente enloquecida. Yo la empujé, pero ella se resistió. Se puso a gritar como un diablo. Había en el aire una violencia tal; la empujé con todas mis fuerzas. Xénie cayó con todo su peso, atravesada en el pasillo. Cerré la puerta y corrí el pestillo. Había perdido la cabeza. Yo también era como un animal, pero, al mismo tiempo, había temblado. Me había imaginado a Dorothea aprovechando el momento en que yo forcejeaba con Xénie para matarse arrojándose por la ventana.

2

Dorothea estaba agotada: se dejó llevar sin decir ni una palabra. La acosté: ella se dejó hacer, inerte en mis brazos, con los senos desnudos. Volví a la ventana. Cerré los postigos. Asustado, vi como Xénie salía del hotel. Atravesó las Ramblas corriendo.

No podía hacer nada: no podía dejar sola a Dorothea ni un instante. Vi cómo Xénie se dirigía no en dirección al tiroteo, sino hacia la calle en que vivía Michel. Desapareció.

Toda la noche fue turbulenta. No era posible dormir. Poco a poco, el combate fue aumentando de intensidad. Primero, las ametralladoras; luego, los cañones empezaron a hacer fuego. Oído desde la habitación del hotel en la cual Dorothea y yo permanecíamos encerrados, aquello podía tener algo de grandioso, pero resultaba sobre todo ininteligible. Pasé parte del tiempo paseando de arriba abajo por aquella habitación.

A mitad de la noche, durante una pausa, yo estaba sentado al borde de la cama.

Le hablé a Dorothea:

—No comprendo que hayas entrado en una iglesia.

Callábamos desde hacía rato. Ella se sobresaltó, pero no contestó.

Le pregunté por qué no decía nada.

Estaba soñando, me contestó.

—¿Pero en qué sueñas?

—No lo sé.

Un poco después, dijo:

—Puedo postrarme ante él si creo que no existe.

—¿Por qué entraste en la iglesia?

Ella, en su cama, me volvió la espalda. También dijo:

—Deberías irte. Ahora sería mejor que me dejases sola.

—Si lo prefieres, puedo salir.

—Quieres ir a que te maten…

—¿Por qué? Los fusiles no matan a mucha gente. Escucha: no paran de tirar. Eso es la prueba evidente de que hasta los obuses dejan muchos supervivientes.

Ella seguía el hilo de su pensamiento:

—Sería menos falso.

En aquel momento se volvió hacia mí. Me miraba con una expresión irónica.

—¡Si al menos pudieras perder la cabeza!

Ni siquiera parpadeé.

3

Durante la tarde del día siguiente, los combates callejeros, que habían disminuido de intensidad, volvían a iniciarse severamente de vez en cuando. Durante una tregua Xénie telefoneó desde la recepción del hotel. Gritó por el aparato. En aquel momento, Dorothea dormía. Bajé al hall. Lazare estaba allí, tratando de sujetar a Xénie. Xénie, con el pelo suelto, estaba sucia, parecía una loca. Lazare no estaba ni menos decidida ni menos fúnebre que de costumbre.

Xénie, zafándose de Lazare, se abalanzó sobre mí. Como si quisiera saltarme a la garganta.

Gritaba:

—¿Qué has hecho?

Tenía en la frente una herida ancha que sangraba por debajo de la costra medio levantada.

Yo la cogí por las muñecas y, torciéndoselas, le obligué a callarse. Tenía fiebre, temblaba.

Sin soltar las muñecas de Xénie le pregunté a Lazare qué ocurría.

Ella me dijo:

—Acaban de matar a Michel y Xénie está convencida de que ha sido por culpa de ella.

Tenía que hacer un gran esfuerzo para sujetar a Xénie: al oír hablar a Lazare, se puso a forcejear. Intentaba salvajemente morderme las manos.

Lazare me ayudó a sujetarla: le sostuvo la cabeza. Yo también temblaba.

Al cabo de cierto tiempo, Xénie se quedó tranquila.

Ante nosotros parecía asustada.

Entonces dijo con voz ronca:

—¿Por qué has hecho eso conmigo?… Me has tirado al suelo… como un animal…

Yo le había cogido la mano y se la estrechaba con fuerza.

Lazare fue a pedir una toalla húmeda. Xénie siguió hablando:

—… con Michel… estuve horrible… Como tú conmigo… es culpa tuya… él sí me quería… He hecho con él… lo que tú conmigo… perdió la cabeza… se fue a que le matasen… y ahora… Michel está muerto… es horrible.

Lazare le puso la toalla sobre la frente.

La sujetamos cada uno de un lado para llevarla a su habitación. Ella se iba arrastrando. Yo lloraba. Vi cómo también Lazare empezaba a llorar. Las lágrimas corrían por sus mejillas: no por ello era menos dueña de sí misma, ni menos fúnebre, y era monstruoso ver cómo corrían sus lágrimas. Tendimos a Xénie en su habitación, sobre su cama.

Yo le dije a Lazare:

—Está aquí Dirty. No puedo dejarla sola.

Lazare me miró y, en aquel momento, vi que ya no tenía valor suficiente para despreciarme. Se limitó a decir:

—Me quedaré con Xénie.

Estreché la mano de Lazare. Llegué incluso a dejar mi mano dentro de la suya, pero pensaba ya que era Michel, que no era yo, quien había muerto. Luego estreché a Xénie en mis brazos: hubiera deseado besarla de verdad, pero sentí que me volvía hipócrita y, al punto, me fui. Cuando ella vio que me iba, se puso a sollozar sin moverse. Entré en el pasillo. Yo también lloré, por contagio.

4

Permanecí en España, con Dorothea, hasta finales del mes de octubre. Xénie volvió a Francia con Lazare. Dorothea iba mejorando cada día que pasaba: salía al sol de la primera hora de la tarde conmigo (habíamos ido a instalarnos a un pueblo de pescadores).

A finales de octubre ya no nos quedaba dinero. A ninguno de los dos. Dorothea tenía que volver a Alemania. Yo tenía que acompañarla hasta Frankfurt.

Llegamos a Tréveris un domingo por la mañana (el día primero de noviembre).

Teníamos que esperar a que abriesen los bancos, al día siguiente. Por la tarde, el tiempo era lluvioso, pero no podíamos encerrarnos en el hotel. Paseamos por el campo hasta llegar a un altozano que domina el valle del Mosela. Hacía frío, empezaba a caer la lluvia. Dorothea llevaba un abrigo de viaje de paño gris. Su cabello estaba alborotado por el viento, estaba húmeda de lluvia. A la salida de la ciudad le pedimos a un burgués bajito, de grandes mostachos, con sombrero hongo, que nos indicase el camino. Con una desconcertante amabilidad cogió a Dorothea de la mano.

Nos llevó al cruce en el que podríamos orientarnos. Se alejó para volver a sonreírnos al darse la vuelta, Dorothea le miró con una sonrisa de desencanto. Por no haber escuchado lo que nos decía el hombrecito, un poco más lejos nos perdimos. Tuvimos que andar mucho tiempo, lejos del Mosela, por valles adyacentes. La tierra, los guijarros de las sendas y hasta las rocas desnudas eran de un rojo vivo: había muchos bosques, tierras de labor y prados. Pasamos por un valle amarillento. Empezó a nevar.

Nos cruzamos con un grupo de Hitlerjugend, niños de entre diez y quince años, vestidos con calzón corto y camisola de pana negra. Andaban de prisa, no miraban a nadie y hablaban con una voz restallante. Nada había que no fuera triste, desoladoramente: un amplio cielo gris que se iba tornando suavemente en nieve que caía. Andábamos de prisa. Tuvimos que atravesar una meseta de tierra labrada. Los surcos, recién abiertos, se iban multiplicando; por encima de nosotros, interminablemente, la nieve era arrastrada por el viento. A nuestro alrededor era la inmensidad. Dorothea y yo, apretando el paso por una senda, azotada la cara por el frío, habíamos perdido el sentimiento de existir.

Llegamos a un restaurante coronado por una torre: en el interior hacía calor, pero también había una luz sucia de noviembre, había allí muchas familias acomodadas sentadas a las mesas. Dorothea, con los labios demudados, enrojecida la cara por el frío, no decía nada: estaba comiendo un pastel que le gustaba mucho.

Seguía siendo muy bella, sin embargo su cara se perdía en aquella luz, se perdía en el gris del cielo. Para volver a bajar, tomamos sin dificultad el buen camino, muy corto, que serpenteaba a través de los bosques. Ya no nevaba, o no nevaba casi. La nieve no había dejado rastro. Andábamos de prisa, resbalábamos o tropezábamos de vez en cuando y la noche iba cayendo. Más abajo, en la penumbra, apareció la ciudad de Tréveris. Se extendía por la otra orilla del Mosela, dominada por grandes campanarios cuadrados. Poco a poco, de noche, dejamos de distinguir los campanarios. Al pasar por un lindero, vimos una casa baja, pero amplia, abrigada por plantas trepadoras.

Dorothea me habló de comprar aquella casa y de vivir allí conmigo. Entre nosotros ya no había más que un desencanto hostil. Lo sentíamos, éramos poca cosa el uno para el otro, al menos, desde el momento en que no nos encontrábamos sumidos en la angustia. Nos apresurábamos hacia una habitación de hotel, en una ciudad que no conocíamos la víspera. A veces, en la sombra, nos buscábamos. Nos mirábamos a los ojos: no sin temor. Estábamos ligados el uno al otro, pero carecíamos ya de la más ínfima esperanza. En una revuelta del camino se abrió un vacío por debajo de nosotros. Extrañamente, aquel vacío no era menos ilimitado, allí a nuestros pies, que un firmamento estrellado sobre nuestras cabezas. Un sin fin de lucecillas, balanceadas por el viento, celebraban en la noche una fiesta silenciosa, incomprensible.

Aquellas estrellas, aquellas velas, se encontraban a centenares, en llamas, por el suelo: el suelo en el que se alineaba la multitud de tumbas iluminadas. Cogí a Dorothea del brazo. Estábamos fascinados por aquel abismo de fúnebres estrellas.

Dorothea se pegó a mí. Me besó largamente en la boca. Me abrazó, estrechándome violentamente: era, desde hacía mucho tiempo, la primera vez que se arrebataba.

Presurosamente, salimos del camino y, en la tierra labrada, dimos los diez pasos que suelen dar los amantes. Seguíamos estando sobre las tumbas. Dorothea se abrió, yo la desnudé hasta el sexo. Ella misma me desnudó a mí. Caímos sobre la tierra blanda y yo me hundí en su cuerpo húmedo como un arado bien manipulado se hunde en la tierra. Debajo de aquel cuerpo la tierra se abría como una tumba, su vientre desnudo se abrió a mí como una tumba reciente. Estábamos anonadados, haciendo el amor sobre un cementerio estrellado. Cada una de las lucecillas anunciaba un esqueleto en una tumba, formaban así un cielo vacilante, tan turbio como los movimientos de nuestros cuerpos entremezclados. Hacía frío, mis manos se hundían en la tierra: desabroché a Dorothea, ensucié su ropa y su pecho con la tierra fresca que se había quedado adherida a mis dedos. Sus senos, surgidos de la ropa, eran de una blancura lunar. De vez en cuando nos abandonábamos, permitiéndonos temblar de frío: nuestros cuerpos temblaban como pueden hacerlo dos filas de dientes castañeteando una con otra.

El viento hizo en los árboles un ruido salvaje. Yo le dije tartamudeando a Dorothea, yo tartamudeaba, hablaba como un salvaje:

—… mi esqueleto… estás temblando de frío… los dientes te castañetean…

Me había parado, pesaba sobre ella sin moverme, jadeaba como un perro. De pronto estreché sus riñones desnudos. Me dejé caer con todo mi peso. Ella profirió un grito terrible. Apreté los dientes con todas mis fuerzas. En aquel mismo momento resbalamos por un pequeño talud.

Más abajo había un trozo de roca que surgía sobre el vacío. Si no hubiese detenido aquel deslizamiento de una patada, habríamos caído en la noche, y yo bien pudiera haber creído, maravillado, que caíamos en el vacío del cielo.

Tuve, como pude, que subirme el pantalón. Me había puesto de pie. Dirty aún estaba con el trasero desnudo, apoyado sobre el suelo. Se incorporó penosamente, asió una de mis manos. Besó mi vientre desnudo: la tierra se había pegado a mis piernas cubiertas de vello: la rascó para limpiarme de ella. Se aferraba a mí. Jugaba con movimientos taimados, con movimientos de loca indecencia. Primero me hizo caer. Conseguí levantarme dificultosamente, la ayudé a incorporarse. La ayudé a volverse a poner la ropa, pero resultaba difícil, porque nuestros cuerpos y ropas se habían vuelto terrosos. Nos excitaba igualmente la tierra y la desnudez de la carne; apenas quedó cubierto el sexo de Dirty debajo de su ropa, yo me apresuré a ponerlo a desnudo de nuevo.

Al volver, pasado el cementerio, las calles de la pequeña ciudad estaban desiertas. Estábamos atravesando un barrio formado de viviendas bajas, de casas viejas entre jardines. Pasó un niño: miró a Dirty con asombro. Ella me hizo pensar en los soldados que hacían la guerra en trincheras llenas de barro, pero me urgía encontrarme con ella en una habitación caliente y quitarle la ropa a la luz. El niño se detuvo para vernos mejor. La alta Dirty estiró la cabeza y le hizo una mueca horrible.

El niño, bien vestido y feo, desapareció corriendo.

Yo pensé en el pequeño Karl Marx y en la barba que más tarde había de crecerle: en la actualidad se encontraba bajo tierra, cerca de Londres. Sin duda, Marx debía haber corrido también por las desiertas calles de Tréveris, cuando era niño.

5

Al día siguiente, teníamos que ir a Coblenza. De Coblenza, tomamos un tren a Frankfurt, donde yo había de dejar a Dorothea. Mientras remontábamos el valle del Rin, iba cayendo una lluvia fina. Las orillas del Rin estaban grises, pero desnudas y salvajes. De vez en cuando el tren pasaba al lado de un cementerio, cuyas tumbas habían desaparecido debajo de enormes ramos de flores blancas. A la caída de la tarde, vimos velas prendidas sobre las cruces de las tumbas. Íbamos a separarnos unas horas más tarde. A las ocho, Dorothea tenía en Frankfurt un tren hacia el Sur; pocos minutos después yo tomaría el tren de París. Se hizo de noche después de Bingerbrück.

Estábamos solos en un compartimento. Dorothea se acercó a mí para hablarme.

Adoptó una voz casi infantil. Me apretó fuertemente el brazo, me dijo:

—Pronto habrá una guerra, ¿no?

Yo —suavemente— respondí:

—No sé.

—Me gustaría saber. Sabes lo que pienso a veces: pienso que llega la guerra.

Entonces he de anunciarle a un hombre: la guerra ha comenzado. Voy a verle, pero él, sin duda, no debe esperarlo: palidece.

—¿Y qué más?

—Eso es todo.

Yo le pregunté:

—¿Por qué piensas en la guerra?

—No sé. ¿Tendrás miedo, tú, si hay guerra?

—No.

Se acercó todavía más a mí, apoyando sobre mi cuello una frente que ardía:

—Escucha, Henri… sé que soy un monstruo, pero algunas veces, me gustaría que hubiese guerra…

—¿Por qué no?

—¿Tú también querrías? ¿Te matarían, verdad?

—¿Por qué piensas en la guerra? ¿Por lo de ayer?

—Sí, por las tumbas.

Dorothea permaneció mucho tiempo acurrucada contra mí. La noche anterior me había dejado agotado. Empezaba a dormirme.

Como me estaba durmiendo, Dorothea, para despertarme, me acarició sin moverse casi, con astucia. Seguía hablando suavemente:

—¿Sabes? El hombre al que anuncio que hay guerra…

—Sí.

—Se parece al hombrecito bigotudo que me cogió la mano bajo la lluvia: un hombre perfectamente amable, con muchos niños.

—¿Y los niños?

—Mueren todos.

—¿Les matan?

—Sí. Cada vez voy a ver al hombrecito. Es absurdo, ¿no?

—¿Tú eres la que le anuncia la muerte de sus hijos?

—Sí. Cada vez que me ve, palidece. Aparezco con un vestido negro y, sabes, cuando me voy…

—Dime.

—Queda un charco de sangre donde tenía las piernas.

—¿Y tú?

Espiró como un quejido, como si de pronto estuviese suplicando.

—Te quiero…

Pegó su boca fresca a la mía. Me encontré en un estado de dicha intolerable.

Cuando su lengua rozó la mía fue algo tan bello que hubiera deseado no vivir ni un instante más.

Dirty, que se había quitado el abrigo, llevaba, entre mis brazos, un vestido de seda de color rojo vivo, del mismo rojo que las banderas con la cruz gamada. Sentía que su cuerpo estaba desnudo bajo el vestido. Emanaba de ella un olor a tierra mojada. Me alejé de ella, en parte, bajo los efectos del nerviosismo (quería moverme) y, en parte, para ir al extremo del vagón. Por dos veces desplacé en el pasillo a un oficial de las S. A., muy guapo y muy alto. Tenía unos ojos como de porcelana azul que, incluso en el interior de un vagón iluminado, parecían estar perdidos en las nubes: como si hubiese escuchado dentro de sí mismo la llamada de las Walkirias, aunque, sin duda, su oído era más sensible a los toques cuarteleros. Me detuve a la entrada del compartimento. Dirty bajó la luz de la lámpara. Estaba de pie, inmóvil, bajo una débil luz: me dio miedo; detrás de ella, a pesar de la oscuridad, veía una llanura inmensa. Dirty me miraba, pero también ella estaba ausente, como perdida en un sueño horrible. Me acerqué a ella y vi que estaba llorando. La estreché entre mis brazos, ella no quiso darme sus labios. Le pregunté por qué lloraba.

Pensé:

—No puedo conocerla menos.

Ella contestó.

—Por nada.

Prorrumpió en sollozos.

La toqué abrazándola. Yo también habría sollozado. Hubiera deseado saber por qué lloraba, pero ya no habló. La veía tal como estaba cuando volví al compartimento: de pie, frente a mí, tenía toda la belleza de una aparición. De nuevo sentí miedo de ella. De pronto pensé, transido de angustia ante la idea de que había de abandonarme en pocas horas: es tan ávida que no puede vivir. No vivirá. Bajo mis pies sentía el ruido de las ruedas sobre los raíles, de esas ruedas que aplastan, en las carnes aplastadas que revientan.

6

Las últimas horas pasaron con rapidez. En Frankfurt, yo quería que nos fuésemos a una habitación. Ella se negó. Cenamos juntos: la única forma de soportarlo era ocuparse en algo. Los últimos minutos, en el andén, fueron intolerables.

Me faltó valor para irme. Tenía que volverla a ver algunos días más tarde, pero estaba obsesionado, pensaba que antes ella moriría. Desapareció con el tren.

Estaba solo en el andén. Fuera llovía a cántaros. Me fui llorando. Caminaba penosamente.

Aún llevaba en la boca el sabor de los labios de Dirty, algo ininteligible. Miré a un hombre de la compañía ferroviaria. Pasó: ante él sentí como una desazón. ¿Por qué no tenía nada en común con una mujer a la que hubiera podido besar? Él también tenía unos ojos, una boca, un trasero. Aquella boca me producía ansias de vómito.

Habría querido golpearla: tenía el aspecto de un burgués obeso. Le pregunté por los lavabos (tendría que haber corrido hacia allí lo más de prisa posible). Ni siquiera me había secado las lágrimas. Me indicó algo en alemán: era difícil de entender. Llegué a un extremo del hall: oí un ruido de música violenta, un ruido de una estridencia intolerable. Seguía llorando. Desde la puerta de la estación, distinguí, a lo lejos, al otro extremo de una plaza inmensa, un teatro bien iluminado y, sobre las escaleras del teatro, una parada de músicos uniformados: el ruido era espléndido, desgarraba los oídos, exultaba. Me quedé tan atónito que, al punto, dejé de llorar. Ya no tenía ganas de ir al retrete. Bajo la lluvia que arreciaba, atravesé la plaza vacía a la carrera. Me refugié bajo la marquesina del teatro.

Me encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban descubiertos: a la derecha, los flautines; a la izquierda, los tambores.

Tocaban con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche, ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo: delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado, con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para ladrar órdenes, era como un estertor), iba marcando el compás con un largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno, erguía el bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a un pene simiesco y desmesurado, ornado con trencillas de cordones de colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca, de la boca al vientre, entrecortado cada ir y venir por una ráfaga de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podía haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan sereno como ante un muro de piedra.

Cada estallido de la música, en la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba a lo lejos… un ejército de niños formado en orden de combate. No obstante, estaban inmóviles, pero en trance. Yo los veía, no lejos de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte.

Alucinados por los campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.

A aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas de las viejas. Acaso todas las cosas no quedaban abocadas a la incandescencia, llama y trueno mezclados, tan pálida como la del azufre ardiente que se agarra a la garganta. Una especie de hilaridad me mareaba: sentía, al descubrirme ante aquella catástrofe, como una negra ironía, la que acompaña a los espasmos en los momentos en que nadie se puede contener de gritar.

La música paró: había dejado de llover. Volví lentamente en dirección a la estación: el tren ya estaba formado. Anduve algún tiempo por el andén, antes de entrar en un compartimento; el tren no tardó en salir.

Mayo de 1935