INTRODUCCIÓN

En un tugurio de barrio londinense, en un lugar heteróclito de lo más sucio, en el sótano, Dirty estaba ebria. Lo estaba hasta el último grado, yo estaba cerca de ella (mi mano aún llevaba un vendaje, consecuencia de la herida que me produjera un vaso roto). Aquel día, Dirty llevaba un suntuoso traje de noche (pero yo estaba mal afeitado, alborotado el pelo). Ella estiraba sus largas piernas, iniciando una violenta convulsión.

El tugurio estaba abarrotado de hombres cuyos ojos se volvían muy siniestros.

Aquellos ojos de hombres torvos recordaban puros apagados. Dirty estrechaba con ambas manos sus muslos desnudos. Gemía, mordisqueando una cortina mugrienta.

Estaba tan borracha como hermosa: revolvía unos ojos redondos y furibundos mirando fijamente la luz de gas.

—¿Qué pasa? —gritó.

Al mismo tiempo, se sobresaltó, como un cañón que disparase en una nube de polvo. Sus ojos, desorbitados como los de un espantapájaros, se anegaron de lágrimas.

—¡Troppmann! —volvió a gritar.

Me miraba con unos ojos que se agrandaban más y más. Con sus largas manos sucias acarició mi cabeza de herido. Mi frente estaba humedecida por la fiebre.

Ella lloraba como se vomita, como en una loca súplica. De tanto llorar, su cabello se empapó de lágrimas.

La escena que precedió a aquella orgía repugnante —a continuación de la cual, las ratas merodearían alrededor de dos cuerpos abandonados en el suelo— fue de todo punto digna de Dostoïevski…

La embriaguez nos había lanzado a la deriva, a la búsqueda de una respuesta siniestra a la más siniestra de las obsesiones.

Antes de que la bebida nos tocase hasta el límite, habíamos sabido encontrarnos en una habitación del Savoy. Dirty había comentado que el ascensorista era muy feo (a pesar de su bonito uniforme, habría pasado por un sepulturero).

Me lo dijo riendo vagamente. Hablaba ya con dificultad, como habla una mujer borracha:

—¿Sabes? —se detenía a cada momento, estremecida por el hipo— yo era una cría… me acuerdo… vine aquí con mi madre… aquí… hace unos diez años… debía tener yo entonces doce años… Mi madre era una gran vieja pasada, del estilo de la reina de Inglaterra… y resulta que, precisamente al salir del ascensor, el ascensorista… ése…

—¿Cuál?… ¿ése?

—Sí. El mismo que hoy. No ajustó bien la caja… la caja subió demasiado… ella se cayó todo lo larga que era… hizo pluf… mi madre…

Dirty estalló de risa y, como una loca, era incapaz de parar: Buscando penosamente las palabras, le dije:

—No te rías más. Nunca llegarás a acabar tu historia.

Dejó entonces de reírse y empezó a gritar:

—¡Ah! ¡Ah! Me estoy volviendo idiota… voy… No, no, voy a acabar mi historia… mi madre no se movía… se le habían subido las faldas… sus grandes faldas… como una muerta… ya no se movía… la cogieron para meterla en la cama… se puso a devolver… estaba requeteborracha… pero, un momento antes, no se podía ver… aquella mujer… parecía un dogo… daba miedo…

Vergonzosamente, le dije a Dirty:

—Me gustaría derrumbarme como ella delante de ti…

—¿Vomitarías? —me preguntó Dirty sin reírse. Me besó en la boca.

—Tal vez.

Entré en el cuarto de baño. Estaba muy pálido y sin razón alguna, me contemplé largamente en un espejo: estaba desastrosamente despeinado, casi vulgar, abotargados los rasgos, ni siquiera desagradables, con el aire fétido de un hombre al levantarse de la cama.

Dirty estaba sola en la habitación, una habitación amplia, iluminada por una gran cantidad de lámparas en el techo. Se paseaba caminando en línea recta, como si no fuera a detenerse nunca: parecía literalmente loca.

Su escote rayaba la indecencia. Su pelo rubio tenía, bajo las luces, un reflejo que me resultaba insoportable.

No obstante, me inspiraba un sentimiento de pureza; había en ella, incluso cuando se entregaba a sus peores excesos, tal candor que, a veces, yo hubiera deseado arrojarme a sus pies: lo temía. Veía que ya no podía más. Estaba a punto de caerse. Se puso a respirar mal, a respirar como lo hace un animal: se ahogaba. Su mirada maligna, acorralada, me habría hecho perder la cabeza. Se detuvo: debía estar retorciéndose las piernas debajo del vestido. Seguramente iba a delirar.

Accionó el timbre para llamar a la camarera.

Unos instantes más tarde entró una sirvienta bastante bonita, pelirroja, de tez lozana: pareció sofocada por un olor insólito en tan lujoso lugar: un olor de burdel de baja estofa. Dirty ya no podía mantenerse en pie como no fuera apoyándose en la pared: parecía sufrir horriblemente. Aquel mismo día, no sé ya dónde, se había rociado con perfumes baratos, pero, en su increíble estado, desprendía además un olor ácido de nalga y de sobaco que, mezclado con el de los perfumes, recordaba el hedor farmacéutico. Además olía a whisky, eructaba una y otra vez…

La joven inglesa estaba atónita.

—Eh, usted, la necesito —le dijo Dirty—, pero antes vaya a buscar al ascensorista: tengo algo que decirle.

La sirvienta desapareció y Dirty, vacilante esta vez, fue a sentarse en una silla. A duras penas consiguió poner en el suelo, a su lado, una botella y un vaso. Sus ojos se volvían más pesados.

Me buscó con la mirada y yo ya no estaba allí. Se asustó. Llamó con voz desesperada:

—¡Troppmann!

Nadie contestó.

Se levantó y estuvo varias veces a punto de caer. Alcanzó la entrada del cuarto de baño: allí me vio derrumbado en un asiento, lívido y desencajado; en mi obcecación, acababa de abrirme la herida de mi mano derecha: la sangre, que intentaba cortar con una toalla, goteaba rápidamente sobre el suelo. Dirty, frente a mí, me observaba con ojos de animal. Me limpié la cara; con ello me manché de sangre la frente y la nariz. La luz eléctrica se hacía cegadora. Era insoportable: aquella luz agotaba los ojos.

Llamaron a la puerta y volvió a entrar la camarera, seguida por el ascensorista.

Dirty se desplomó sobre la silla. Al cabo de un tiempo que me pareció muy largo, sin ver nada y con la cabeza baja, preguntó al ascensorista:

—¿Estaba usted aquí en 1924?

El ascensorista repuso que sí.

—Quisiera preguntarle: aquella señorona de edad…, la que salió del ascensor y, cayéndose, vomitó por el suelo… ¿Se acuerda usted?

Dirty iba pronunciando sin ver nada, como si tuviera los labios muertos.

Los dos sirvientes, horriblemente violentados, se lanzaban miradas oblicuas para inquirirse y observarse mutuamente.

—Lo recuerdo, es verdad —admitió el ascensorista.

(Aquel hombre de unos cuarenta años tenía cara de sepulturero canallesco, pero aquella cara parecía haber estado inmersa en aceite, tal era su untuosidad).

—¿Un vaso de whisky? —preguntó Dirty.

Nadie contestó, ambos personajes permanecían en pie con deferencia, esperando lastimosamente.

Dirty pidió su bolso. Sus movimientos eran tan lentos que pasó un largo minuto hasta que consiguió introducir una mano hasta el fondo del bolso. Cuando hubo hallado lo que buscaba, arrojó un fajo de billetes al suelo, diciendo simplemente:

—Repártanselo…

El sepulturero encontró algo que hacer. Recogió aquel paquete precioso y fue contando las libras en voz alta. Había veinte. Entregó diez a la camarera.

—¿Podemos retirarnos? —preguntó pasado un tiempo.

—No, no, todavía no, se lo ruego, siéntense.

Parecía estar ahogándose, la sangre se le subía a la cara. Los dos sirvientes habían permanecido en pie, observando una gran deferencia, pero se pusieron igualmente rojos y angustiados, en parte por la pasmosa magnitud de la propina y en parte por la propia situación inverosímil e incomprensible.

Dirty, muda, permanecía en la silla. Pasó un largo instante: habrían podido oírse los corazones dentro de los cuerpos. Avancé hacia la puerta, manchado el rostro de sangre, pálido y enfermo, tenía hipo, a punto de vomitar. Los criados aterrados vieron cómo corría un hilillo de agua por la silla y las piernas de su bella interlocutora: la orina formó un charco que se fue agrandando en la alfombra mientras que un ruido de entrañas que se relajaban iba produciéndose pesadamente bajo el vestido de la joven, revuelta, escarlata y contorsionada en su asiento como un puerco bajo un cuchillo…

La camarera, asqueada y trémula, hubo de lavar a Dirty, que ahora parecía tranquila y feliz. Se dejaba limpiar y enjabonar. El ascensorista ventiló la habitación hasta que el olor hubo desaparecido por completo.

Acto seguido, me hizo un vendaje para cortar la sangre que manaba de mi herida.

Todo había vuelto de nuevo al orden: la camarera estaba acabando de guardar ropa blanca. Dirty, más bella que nunca, lavada y perfumada, seguía bebiendo; se tendió en la cama. Hizo sentarse al ascensorista. Él se sentó cerca de ella en una butaca. En aquel momento, la embriaguez hizo que se abandonase como una criatura, como una niña pequeña.

Incluso cuando no decía nada, parecía abandonada.

A veces, se reía sola.

—Cuénteme —dijo por último al ascensorista—, en tantos años como lleva en el Savoy, debe haber visto bastantes cosas horribles.

—Oh, no han sido tantas —repuso, no sin terminar de apurar un whisky que pareció sacudirle y entonarle de nuevo—. Por lo general, aquí, los clientes son muy correctos.

—Oh, correctos ¿verdad? Es una forma de ser: como mi difunta madre que se partió la cara con el suelo delante de usted y le vomitó en las mangas…

Y Dirty se echó a reír de forma discordante, en el vacío, sin encontrar eco alguno.

Prosiguió:

—¿Y sabe por qué son todos tan correctos? Tienen pánico, comprende, les castañetean los dientes, por eso no se atreven a aparentar nada. Lo siento de esa forma porque yo también tengo pánico, claro que sí, compréndalo, muchacho… hasta de usted. Tengo un pánico mortal…

—¿No desea la señora un vaso de agua? —inquirió tímidamente la camarera.

—¡Mierda! —repuso brutalmente Dirty, sacándole la lengua—, a mí lo que me ocurre es que estoy enferma, compréndanlo de una vez, y además tengo algo en la cabeza, yo.

Y luego:

—Maldito lo que les importa, pero me pone enferma. ¿Se enteran?

Con un gesto, suavemente, conseguí interrumpirla.

Le di a beber otro trago de whisky, al tiempo que le decía al ascensorista:

—¡Reconozca que, si de usted dependiese, la estrangularía!

—Tienes razón —chilló Dirty—, mira esas patazas enormes, esas patas de gorila, son tan peludas como un par de cojones.

—Pero —protestó el ascensorista, aterrado, puesto en pie—, la señora sabe que estoy a su servicio.

—Que no, idiota, puedes creerme, no necesito para nada tus cojones. Estoy mareada.

Cloqueó en su eructo.

La camarera se levantó presurosa y trajo una palangana. Pareció la imagen misma del servilismo, perfectamente honrada. Yo estaba sentado inerte, demudado y bebía cada vez más.

—Y usted, chica decente —dijo Dirty, dirigiéndose en esta ocasión a la camarera—, se masturba. Y mira, las teteras en los escaparates para irse haciendo el ajuar; si yo tuviera un culo como el suyo se lo andaría enseñando a todo el mundo, porque, si no se muere una de vergüenza, un día descubre el agujero rascándose.

Asustado de pronto, le dije a la camarera:

—Échele unas gotas de agua por la cara…, ¿no ve usted que se está congestionando?

La camarera, inmediatamente, se puso en movimiento. Colocó sobre la frente de Dirty una toalla húmeda.

Penosamente, Dirty llegó hasta la ventana. Vio a sus pies el Támesis, y, al fondo, algunos de los edificios más monstruosos de Londres, agrandados por la oscuridad. Vomitó con rapidez al aire libre. Una vez aliviada me llamó y yo le sujeté la frente al tiempo que contemplaba la inmunda cloaca del paisaje, el río y los muelles.

En los alrededores del hotel surgían insolente mente algunos edificios lujosos e iluminados.

Yo casi lloraba al ver Londres, a fuerza de estar transido de angustia. Algunos recuerdos de la infancia, como el de las niñas que jugaban conmigo al diábolo o a pigeon vale, se asociaban, mientras respiraba el aire fresco, a la visión de las manos de gorila del ascensorista. Por otra parte, lo que estaba ocurriendo me pareció insignificante y vagamente cómico. Yo mismo estaba vacío. Apenas sí podía imaginarme que llenaba aquel vacío gracias a nuevos horrores. Me sentía impotente y envilecido. En aquel estado de obcecación e indiferencia, acompañé a Dirty hasta la calle. Dirty me arrastraba. Sin embargo, nunca habría podido imaginarme una criatura humana que tuviese más de despojo a la deriva.

La angustia, que no daba al cuerpo ni un momento de reposo, constituye por lo demás la única explicación de una maravillosa facilidad: conseguíamos transmitirnos cualquier apetito a despecho de los compartimentos establecidos, tanto en la alcoba del Savoy como en el tugurio, o donde podíamos.