XII

UN PASADO LEGENDARIO

Caminaban, el uno al lado del otro, hacia la oquedad cuadrada que había al fondo de la plaza. La noche era intensamente oscura, y solamente las desvaídas luminarias de la ciudad, rodeadas de un halo circular, como un pequeño arcoiris, alumbraban la solitaria plaza. Sergio se había cubierto con una capa azul de oficial de Infantería, y un casco cromado, con airoso plumero. Por otra parte, la capa no le estorbaba; en la Ciudad, hacía frío, un frío casi helado que no sabía si salía de los mismos edificios, de la gélida noche, o de su propio interior.

—Cuando tenía diez años —dijo Sergio— mi padre me contó algo de lo que sucedió durante el jubileo… Pero en cuanto a la visita a la cripta, aparte de que le molestaba profundamente hablar de ello, sólo dijo que dentro no había más que viejas banderas desgarradas… ¿Te acuerdas del ritual, Alberto?

—Perfectamente. El vehículo, el camino, y la entrada… Me dijeron, como a ti, que todo es fácil, y que no hay ninguna dificultad…

—Sin embargo, no te gusta ir, ¿no es así?

—No. Tienes razón; no sé por qué, pero no me gusta. ¿Tú sientes lo mismo?

—No tanto… Siento solamente curiosidad… pero es que yo… no sé si esto tendrá que ver… no temo al pasado. Parece como sí la muerte de mis padres fuera un túnel abierto hacia atrás por el que puedo seguir mirando… o quizás es algo distinto. Ahí está; entremos. Es grande, ¿eh?

La inmensa oquedad cuadrada se levantaba sobre ellos como un gigante vacío dentro de la inclinada muralla negra. Más tarde, las silenciosas estructuras del palacio relucían lóbregamente, entre nieblas, con su luz de color naranja apagada y mortecina. Alguna patrulla de vigilancia, diminuta como un cortejo de hormigas, pasaba a lo lejos, sobre la plaza. Durante un instante, Sergio se esforzó en penetrar la intensa negrura de la noche, tratando de distinguir el punto rojo de la hoguera que seguramente habrían encendido sus amigos… No vio nada; solamente una oscuridad profunda, subrayada por un silencio casi insoportable.

—Vamos dentro.

Alberto conectó una potente linterna eléctrica, mostrando un suelo oscuro, cubierto de polvo. La luz no llegaba a iluminar el fondo de la caverna, ni el techo, ni siquiera hubiese alcanzado las paredes de no ser porque caminaban muy próximos a una de ellas. Durante un buen rato continuaron hacia adelante, resonando huecamente en las profundidades las botas ferradas de Alberto de Belloc…

La entrada se perdió a lo lejos, mientras continuaban su camino, con la potente luz oscilando variablemente sobre la pared más próxima y el suelo. De vez en cuando alguno de ellos se volvía hacia atrás, con objeto de observar el acceso a la cripta, y solamente tras una pertinaz observación, lograban distinguir un cuadrado más claro que la extensa tiniebla que les rodeaba. El pavimento, del mismo tono que las paredes, continuaba hallándose cubierto de polvo y detritus, como si hiciera decenas de años que nadie hubiera entrado allí.

—Hay algo —dijo Alberto, tratando de alcanzarlo con el foco del fanal.

Se acercaron. Era un vehículo anticuado, con cuatro grandes ruedas de caucho macizo, colocado sobre dos depresiones paralelas en el suelo de la caverna. Había dos hileras de asientos, sumando en total seis plazas; tres y tres. Sergio hizo un expresivo gesto; había que subir al vehículo; era preciso; para esto habían venido hasta aquí.

Se colocaron en la primera hilera de asientos, después de sacudir el polvo de siglos que cubría los duros tableros de metal. Durante unos segundos, no sucedió nada. Después, con un chirrido de maquinaria en mal estado, el vehículo dio un empujón hacia adelante; se detuvo un segundo y volvió a caminar… Simultáneamente, dos faros escasamente brillantes, de luz rojiza, se encendieron en la parte delantera… Alberto no apagó su fanal, mucho más potente que estas desgastadas luces…

El vehículo, chirriando y exhalando quejidos de maquinaria cubierta de óxido, continuó su lenta marcha hacia adelante. De cuando en cuando, la linterna de Alberto giraba, tratando de iluminar algo distinto de las hoscas paredes negras, el polvo y las dos guías paralelas sobre las que corría lentamente el estropeado armatoste.

—Parece que esto se estrecha —dijo, con un ligero nerviosismo.

Era ciertamente así. Las paredes se habían acercado un poco, al igual que el techo, hasta el punto de que la luz del fanal trazaba sobre ellos unos lúgubres círculos apenas visibles. No se oía un solo rumor; solamente percibían un intenso olor a enmohecido que anegaba sus olfatos, casi impidiéndoles respirar.

—Esperemos que esto no dure mucho —dijo Sergio. Su primo no le contestó. Frente a la simple curiosidad de Sergio, se le veía preocupado, tenso. Era evidente que resistía con dificultad, por alguna razón, esta lenta penetración en los abismos de la Columna Real. Miraba con frecuencia hacia atrás, hacia la ya invisible entrada, y respiraba con cierta rapidez.

El valetudinario vehículo caminó pausadamente durante unos veinte minutos más. Después, tan bruscamente como había empezado a caminar, se detuvo, con un crujir de mal agüero en su maquinaria. Pasó un minuto entero y otro más… Continuaba el silencio más absoluto… o por mejor decir, pensó Sergio, no era así… Se escuchaba algo como el muy lento girar de unas ruedas que estuvieran en movimiento, rozando unos contra otros los arcaicos piñones… Se encendió una luz sobre ellos, tan roja y moribunda como las del desvencijado carromato. Se hallaban ante una pared cerrada, que cortaba definitivamente el camino que habían seguido hasta entonces.

—La entrada —dijo Sergio, bajando del carromato—. El agujero debe estar ahí; eso me dijo mi padre, y su abuelo se lo contó a él también… Vamos, Alberto.

Con renuencia, su primo descendió a su vez del viejo vehículo, situándose junto a él. El olor a moho y a basuras era más intenso aún… causando una penosa impresión en el ánimo; hubiérase dicho que tras aquellos muros polvorientos yacía un pasado olvidado y quizá innecesario.

Caminaron hacia el muro del fondo, y pronto la luz de la linterna descubrió lo que buscaban. Era una especie de hornacina en la negra pared, a la altura del hombro de un hombre, del tamaño suficiente para introducir un brazo… Ambos se acercaron a ella sabiendo perfectamente lo que había que hacer… aunque ninguno de los dos parecía decidido a hacerlo. Por fin, con un ligero suspiro, Sergio introdujo su brazo en la hornacina, procurando que llegase lo más profundo que le fue posible. Sintió un pinchazo en la palma de la mano; aunque lo esperaba, no por eso fue menor el sobresalto. Mantuvo el brazo introducido en el hueco, y en vista de que no sucedía nada más, lo retiró.

El ruido de ruedas dentadas y de mecanismos en funcionamiento se había incrementado; ahora era perfectamente audible. Hubo un par de chasquidos, y después una amplia sección de la pared comenzó a levantarse hacia arriba, corriendo sobre guías metálicas que mostraban manchas de óxido en diversos lugares… Al mismo tiempo una luz se encendió, y después otra, y otra… Vieron ante sus ojos una sala bastante grande, con una pantalla transparente al fondo; entraron en ella. A sus espaldas, la sección de la pared descendió, trompicando, hasta recobrar su situación original.

Las luces tenían escasa fuerza, y alguna de ellas temblaba visiblemente, como si fuera a apagarse. Incluso se veían en el techo algunos focos completamente mates, lo que demostraba que hacía tiempo que habían dejado de funcionar. Sergio y su primo examinaron con curiosidad la sala; había al fondo algo como un gran bloque de plástico transparente, situado sobre aisladores de porcelana, conectados con cables a una compleja y arcaica maquinaria. Ante la pantalla o bloque transparente se hallaban seis sillones de piel, que al igual que el resto de los enseres, estaban cubiertos de polvo… La caverna era más grande que el pasadizo por el que acababan de entrar, y sus profundidades más lejanas, carentes de iluminación, no se distinguían… Al lado del gigante bloque transparente había un cuadro de mandos esmaltado en gris, con diversas palancas y mandos que observaron sólo ligeramente…

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Alberto, ceñudamente.

—Creo que debíamos sentamos en los sillones… deben ser para eso.

Sergio no se molestó en quitar el polvo, cosa que sí hizo su primo, levantando espesas nubes blancas que se expandieron lentamente en la atmósfera enmohecida de la cripta. Permanecieron el uno al lado del otro, contemplando cómo las luces vibraban suavemente, y escuchando el girar trabajoso de escondidas maquinarias. Hubo un momentáneo crujir; las luces destellaron con violencia, lanzando una oleada de intensa luminosidad blanca que alumbró hasta los más profundos rincones de la cripta… Algo como una masa roja, como una nube, se formó lentamente en el interior del gran bloque de cristal… Las luces volvieron a disminuir mientras la nube roja iba perdiendo intensidad, volviéndose sonrosada primero, pálida después… Sergio, con los nervios tensos, respiraba con cierta dificultad; se dio cuenta de que tenía las manos engarfiadas en los brazos del sucio sillón. Miró a su primo; tenía los rasgos sumamente pálidos y desencajados…

La nube sonrosada fue cubriéndose de manchas oscuras, y de otros tonos más claros… poco a poco, fue dibujándose el rostro de un anciano, de un tamaño formidable, pues ocupaba la totalidad del bloque transparente que había ante ellos… Los rasgos se aclararon más, mostrando una cabeza cana, con calva incipiente, la frente y las mejillas cubiertas de arrugas, los ojos azules, con cercos blanquecinos en las pupilas; los labios, delgados y curvados en un rictus de amargura…

Hubo unos carraspeos en algún altavoz escondido; luego se escuchó una voz aparentemente joven, discrepante con el rostro de anciano que parecía observarles, cuyos labios se movían siguiendo las palabras.

—Es evidente que ante mí hay sentado por lo menos uno de los descendientes de Jorge de Belloc, el tercer oficial de la nave Athelstane. Prometí, antes de morir, que dejaría esta grabación por si alguien sentía algún día curiosidad por lo que sucedió en este planeta… y lo cumplo. Mis palabras, a pesar de que mi voz sea aún joven, son ya las de un anciano próximo a la muerte. Trataré de contar solamente lo que sucedió, y tú que me escuchas, no me tomes muy en serio, y si ese es tu gusto, olvídame después.

«Debes saber que hubo un momento en que días gigantescos corrieron para la Humanidad. Hubo un pasado en que fuerzas sin límite, manejadas por el hombre, llegaron a dominar las estrellas… a causa de él, de ese mundo animal racional, energías muy superiores a cualquier otra fuerza conocida recorrieron el universo, saltando de una estrella a otra, de una galaxia a otra, de un sol a otro sol… Yo, cuando era joven, asistí al primitivo desencadenamiento de esos días, y a las consecuencias que tuvo para la Humanidad. En esas enormes jornadas de conquista y de lucha, miles de millones de individualidades se quemaron para que otros miles de millones pudieran subsistir… Parecía que el hombre estaba solo en el universo, pero no era así. Sin embargo, mientras ese momento llegó, el hombre dejó de contar como individuo para transformarse en un número más, un diminuto componente de esa monstruosa fuerza que empujaba a la Humanidad entera de un planeta a otro. Había temibles ordenadores establecidos en cada estrella, bombeando sus ingentes energías del sol del sistema, que planificaban, ordenaban y disponían el comportamiento de miles de millones de seres que antaño estuvieron limitados a un solo planeta: la Tierra. Nada escapaba a la carrera sin fin de aquellos alucinantes días. Y por lo que yo sé, todavía debe seguir. De no ser así, habrían silenciado esta grabación y terraplenado este lugar…

»He dicho que parecía que el hombre estaba sólo en el Universo, y que no era así. Ciertamente. En uno de esos días sin mesura, en que las noticias que llegaban del ámbito completo del Universo eran tantas y tan complejas que un hombre solo hubiera gastado una vida entera en enterarse de las novedades de una sola jornada, el hombre encontró una oposición en su camino. Qué fue y cuál era su fuerza, así como en qué consistía exactamente, nunca llegué a saberlo. Las complejas máquinas y los hombres más encumbrados que manejaban el destino entero de la Humanidad nunca dieron una explicación completa… Desde la Tierra, la verdadera y original Tierra, cuna de la Humanidad, donde yo vivía, se retransmitían las noticias a todos los confines de aquella gigantesca extensión de dominio humano… Realmente, el esquema era tan complicado que nadie sabía muy bien quién gobernaba ni llevaba los derroteros de la Humanidad. La otrora fértil tierra era un planeta estéril, sin agua ni cultivos, alfombrado de hierro y cubierto por centenares de pisos… Allí vivía yo, y allí vivía la tripulación completa de la nave Athelstane.

»Sin embargo, en la Tierra había rumores… que a veces se confirmaban. Otras no. En esta ocasión se confirmaron. En su avasallador camino, el hombre había encontrado algo extraño, no humano, posiblemente inteligente, desconocido, maligno… que se oponía a ese avance sin límites. Lo que pasó en los confines del Universo no lo sé con exactitud… ¿para qué iban a contarnos nada, si podían hacer de nosotros lo que quisieran? Pero se habló de una catástrofe gigantesca, a escala estelar, de cantidades de muertos que sobrepasaban todo lo imaginable, de sistemas estelares enteros transformados en gas o en llamaradas cósmicas… Y también se habló de lo que se pretendía hacer para dominar ese peligro desconocido… Rumores, rumores. No vivíamos más que de rumores, de alimentos sintéticos, y del apretado y tenso horario que sólo nos permitía desplazarnos desde nuestros cubículos al trabajo, y de éste a nuestras entecas viviendas… Cierto era que contábamos con mil medios técnicos que antes no se hubieran podido soñar: televisión, alimentador automático, máquina de sueño, digestor, servicio sanitario inmediato… Pero yo no había visto un árbol hasta que llegué a Estromidor VI… Por otra parte, se hablaba mucho de que el hombre había conquistado las estrellas, los soles, las galaxias y el Universo entero… Pero eso era cierto sólo en parte; las personas normales no podían ir a ninguno de esos sitios; el pasaje era tan caro que prácticamente sólo las fuerzas militares y los funcionarios se desplazaban… Sí. El espacio era nuestro, del hombre. Pero el hombre, por término medio, no tenía dinero para ir al espacio.

»Los miembros de la tripulación de la nave, o por mejor decir del Crucero estelar Terratransformador ETSS 1194 Athelstane fueron seleccionados cuidadosamente, incluyéndose los cónyuges y la descendencia. Por ciertos motivos que no sabíamos, la tripulación de la ingente nave debía componerse de familias completas… Comenzaron a filtrarse nuevamente rumores. La Athelstane no regresaría jamás a la Tierra; por eso se desplazaban grupos familiares enteros; su misión estaba relacionada con el misterioso enemigo; por eso se guardaba la reserva más absoluta… Incluso el general comandante de la astronave, el Ritter Baldur von Graffenfried, un hombre del espacio de la más vieja escuela germánica, soltero, formado en la base astronaval de Kiel, fue autorizado a llevarse a Otto, el criado que le había servido durante toda su vida.

»La tripulación de la nave ascendía a ochocientas mil personas, de las cuales la mitad, aproximadamente, eran personal en servicio, y el resto familiares. En el astropuerto de Posenleven se cargaban complejas maquinarias, implementos en número inconmensurable, cantidades ingentes de alimentos… Las diversas secciones de la nave, orbitando en ese momento alrededor de la esquilmada Tierra, trazaban una sombra sobre ella cuanto se interponían ante el sol… Incluso en estos tiempos de medidas sin medida, y de límites sin limitación, las dimensiones de un Crucero Terratransformador eran algo casi inconcebible. Los astropuertos de Jaangarra (Australia), Suenhoffen (Alemania) y Hoboken (EE. UU.), y menciono las antiguas denominaciones territoriales por un cierto sabor camp que no puedo evitar, enviaban implemento y carga a toda velocidad a las diversas secciones…

»Hubo un día que la Athelstane estuvo completa, y que las ochocientas mil almas que iban a bordo se prepararon para partir. Eran seleccionadas; no voluntarias; eso ya no se estilaba. Era nuestra obligación dar todo nuestro esfuerzo para que la Tierra y los hombres continuaran su carrera sin límites… Los últimos rumores hablaban de una batalla formidable en las cercanías de Tricerel V, y de cómo de nuevo el hombre había visto su orgullo por los suelos ante su extraño enemigo… Pero comenzaba a haber, por lo visto, un rayo de esperanza… esta vez las pérdidas no habían sido tan inmensas como en la ocasión anterior, y por otra parte se susurraba en voz muy baja que la Athelstane emprendía un viaje que tenía por objeto resolver para siempre el problema…

»La Athelstane partió, y nada diré del viaje. Fue uno más de los viajes estelares, que para aquél que los haya hecho, es sabido que carecen de todo interés. Por muy enorme que la nave sea, y la nuestra era una de las más enormes jamás construidas, la travesía es aburrida, el aire huele mal, la comida es poco variada, y la disciplina extremadamente rígida. Y más aún bajo el general Von Graffenfried, que no en vano había sido elegido para su puesto de comandante de la nave. El Almirantazgo, o cualquiera que sea su nombre (pues nadie sabía muy bien quién nombraba a nadie para cualquier puesto) había dicho que «no había nada mejor que un militar de la vieja escuela alemana para comandante Jefe de un astronave».

»Sin embargo, eso no preocupó mucho a nadie, pues todo ese conjunto de cosas quería decir que la vida en la nave era muy similar a la que llevábamos en la Tierra. Ni la comida, ni los cubículos, ni el mal olor eran diferentes. Solamente el toque de queda y los continuos registros eran algo distinto de lo que sucedía en nuestro planeta natal. Me pregunto ahora por qué misteriosa razón todos los integrantes de la tripulación éramos nativos de la Tierra… no se habían admitido los nacidos en otros planetas, por muy humanos que fuesen. Misterios de la administración.

»A mitad del viaje (habían transcurrido solamente tres años desde la partida) el general Von Graffenfried convocó una reunión en la cámara de mando. Asistieron los primeros oficiales, entre ellos Jorge de Belloc, tercer oficial, ascendiente tuyo… Se abrió el pliego de instrucciones, mientras el anciano Otto, realizando algo que era extraordinario, conocido el carácter de su amo, servía a todos minúsculas raciones de una bebida alcohólica. No obstante, esto era algo tan poco frecuente, que ese inusitado lujo fue recibido con extraordinaria alegría. El general extrajo el sellado pliego de instrucciones y manifestó secamente a todos que su deber, en este momento, era abrirlo y comunicar a la oficialidad de la nave el contenido, por si cualquier desgracia les privaba de su mando.

«Lentamente, mientras los veintitrés jefes de las distintas secciones permanecían silenciosos, el general abrió el gran sobre lacrado. En la Tierra les gustaban todavía estas antigüedades. Hubieran podido consignar las órdenes en un microfilm, o en un punto microscópico, o en una grabación magnética, o en una vibración láser, pero no lo hicieron así. Tuvieron que utilizar un sobre, escribirlas a mano con una vieja pluma, y lacrarlas con el pesado sello ornado del escudo mundial: la estrella y la espada.

»—Ninguno de ustedes sabe, caballeros —dijo el general— que nos dirigimos al cúmulo globular de Virgo… eso no es muy explicativo; pero básteles saber que nuestro rumbo ha sido trazado con exactitud por el Almirantazgo… Nuestra misión es sencilla… debemos buscar un sistema solar habitable, y dentro de éste un planeta que lo sea a su vez, y una vez allí, comenzar nuestra acción. La Humanidad se encuentra en este momento en un peligro importante motivado por ciertos encuentros estelares, de los cuales el último ha dado lugar a la sangrienta batalla de Tricerel V… Los analizadores de primer orden de nuestro planeta, trabajando conjuntamente con los de los sistemas estelares más próximos, han determinado que un cierto tipo de arma puede permitirnos la destrucción total del enemigo… En las cavidades de carga de la ETSS 1194 se halla almacenada esa arma, con todo lo preciso para su montaje… Nuestra misión es doble. Por una parte, hallar un planeta útil, establecemos en él, montar el arma, que ocupará unos cuatro mil kilómetros de longitud, incluyendo secciones de la misma nave, y esperar instrucciones del Almirantazgo… Cuando el arma funcione, extraerá toda la energía del planeta y del mismo sol del sistema, pero algo que no sé definirles, algo tan potente como las mismas estructuras del universo, cruzará el éter y aniquilará esa potencia maligna… Por otra parte, si la Humanidad es derrotada antes de que podamos establecernos, nuestra tribulación formará el núcleo de una nueva Humanidad que continuará la lucha contra el enemigo. Ha sido seleccionado uno de los sistemas del cúmulo globular de Virgo, el denominado Estromidor VI, como lugar más adecuado… De momento, nos dirigimos a él, sin perjuicio de elegir otro si ello es preciso. Huelga decir que un arma tan aterradora no podía operar dentro del ámbito de acción del hombre, pues es posible que sus efectos destruyan varios sistemas estelares completos incluyendo esta misma nave y su tripulación… Sé que si es así, ustedes, caballeros, y sus familias, darán con gusto sus vidas para la salvación del género humano. Esto es todo; nos quedan tres años de viaje. Retírense y no hagan ninguna pregunta. Volveré a verles cuando hayamos tomado tierra.

»Y así pasaron otros tres años. De la Tierra no llegaba ninguna comunicación, pues las transmisiones estaban intencionadamente cortadas con objeto de que el maligno enemigo no pudiera rastrear nuestro desplazamiento. A medida que nos acercábamos a nuestro destino los comentarios iban haciéndose más intensos, sin sobrepasar nunca lo previsto por los reglamentos. Sin embargo, nadie hablaba de la belleza de las estrellas, ni de la profundidad del negro espacio, pues la nave era totalmente ciega, y solamente una pequeña ventana de cuarzo, en la cámara de mando, permitía observar el exterior. Se pasaban antiguas películas, repetidas una y otra vez (la filmoteca de la nave era muy pobre), se escuchaba música, y se leía mucho, pues por contra se habían traído ingentes cantidades de libros.

»Un día se filtró el rumor de que estábamos a la vista del sistema solar de Estromidor VI… Sí, había un planeta, el tercero, que era habitable. Sí; el contenido de oxígeno era suficiente; la gravedad, 0'9 de la de la Tierra; la inclinación de la eclíptica, de tres grados con respecto al plano de giro del planeta, lo que significaba que no habría estaciones, o apenas. A medida que nos acercábamos, y ahora la cosa ya no se medía por años sino por días, los datos que se comentaban en las cantinas y comedores iban creciendo en exactitud… Radio del planeta, cinco mil cuatrocientos dieciocho kilómetros… Dos grandes continentes… y luego ¡no, no! Eran tres, dos de ellos casi juntos, uno en el hemisferio norte y el otro en el hemisferio sur, y un tercero, separado de los demás… La imaginación popular trazó incluso mapas; llamó Europa al continente Norte; África al continente Sur, y Pequeña América al que se hallaba separado de los otros. Estos nombres perdurarían más adelante…

»Un día fatal la nave se estabilizó sobre el planeta, a distancia de órbita fija, y permaneció allí, girando, mientras los estudios sobre Estromidor VI, continuaban. Se decía que el continente denominado Europa, que ocupaba una porción irregular desde el polo norte hasta el ecuador, era rico en bosques, valles de buena tierra cultivable, con abundantes ríos y cascadas… Montañas de extraordinaria altura alzaban sus cimas nevadas hacia las más altas capas de la atmósfera… África, que ocupaba parte del hemisferio sur se hallaba cubierta de selvas, con desiertos, zonas sin agua, volcanes y escasos montes… Europa no era demasiado rica en minerales, así como África. En cambio, la Pequeña América, de forma irregular casi elíptica, poseía una gran riqueza mineral… La corteza de Estromidor era pobre en litio; rica en mercurio, que se hallaba en bolsones, en estado nativo… Las temperaturas medias de Europa, donde se había decidido instalar el arma, oscilaban entre 17° en invierno y 24° en lo que podía llamarse verano, habiendo poca diferencia dada la escasa inclinación de la eclíptica. Pero es mejor que tú mismo lo veas, tal como un día se nos mostró a todos en las pantallas de la nave «Althelstane…»

La imagen del anciano fue sustituida por la de un planeta girando sobre el negro cielo. Era azul y verde, con los continentes desdibujados por los arrancamientos de las masas nubosas que se agarraban, como escamas blancas, a las cimas de las montañas. Era verdaderamente bello; un ligero aumento hizo ver algún gran bosque, desfiladeros, valles, aguas tumultuosas…

Sergio miró a su primo. Estaba rígido, con los ojos muy abiertos, fijos en un punto indefinido del espacio. «Alberto» —susurró—. «Alberto». Su primo no le contestó, permaneciendo en la misma postura, con las manos fuertemente asidas a los brazos del polvoriento sillón, el rostro alterado, los miembros tetánicamente tensos. El mismo se sentía angustiado, escuchando las revelaciones del anciano; continuamente su espíritu consciente se veía obligado a luchar para admitir estas explicaciones, como si fueran algo obsceno y horrible que la mente humana no pudiera escuchar… Un ligero sudor frío le cubría, y su estómago estaba atenazado por una desagradable sensación de vértigo.

—Ignoro —continuó el anciano— si a estas alturas habrás podido soportar lo que estoy diciendo… o si por el contrario te has refugiado ya en un estado catatónico que te impedirá recordar ninguna de mis palabras. Pero la promesa hecha a Jorge de Belloc debe cumplirse, y aun cuando yo no sea ningún técnico de ninguna clase, voy a hacerlo lo mejor que pueda. Acabas de ver el maravilloso planeta que la suerte y el Almirantazgo nos habían deparado… Era total y perfectamente habitable, pero ninguno de los tripulantes de la nave pensábamos en nada, absolutamente en nada, con respecto a él… Aún conservábamos la preocupación que se había sentido cuando la nave atravesó, con grandes dificultades, la extraordinaria zona de asteroides que rodeaba el sol de Estromidor, en una órbita más externa que nuestro planeta… Había una verdadera capa de asteroides danzando en el espacio, como una envoltura que rodease aquel maravilloso mundo… Ricos en toda clase de minerales, según revelaron los detectores de la nave; suficiente para ser explotados durante casi milenios…

«Llegó el día en que, concluidas las investigaciones necesarias, las secciones terratransformadoras de la nave descendieron a la superficie del planeta. De momento, no sucedió nada. Su misión era establecer las denominadas columnas de aterrizaje a intervalos regulares, sobre el continente llamado Europa. Te encuentras ahora dentro de una de ellas, la primera. Dada la imposibilidad de que la nave aterrizase en una sola sección, en virtud de su descomunal tamaño, cada una de las columnas, construida del material más adecuado, según rígidas especificaciones de los ingenieros terrestres, tenía por misión recibir una de las secciones en que la nave se dividiría antes de tomar tierra. Cada una de estas secciones o fragmentos era un mundo aparte, con energía, motores, mandos y ordenadores de toda clase, así como implementos y suministros suficientes… Pero la columna en que estás ahora, situada en el extremo sur de Europa, no lejos de lo que mentes retorcidas dieron en llamar el estrecho de Gibraltar, era diferente. Las demás solamente servían de sustentación; eran macizas. Esta, no. Era hueca y en su interior habrían de instalarse todos los controles y mandos de la poderosa arma que en su día habría de funcionar contra el enemigo desconocido, lanzando a través del éter su mortal y ciclópea radiación… Por ello, en esta columna se asentaría precisamente la Sección de Mando de la Nave o Sección Central…

»Las unidades terratransformadoras debieron hacer un buen trabajo, porque las columnas se acabaron con gran rapidez. Pero nuevos rumores, y nuevos hechos continuaron apareciendo, como si fueran el borde del iceberg sumergido en el agua helada de los polos. Se hablaba de misteriosos alaridos que se escuchaban durante la construcción de las columnas; de lugares a los que los hombres ocupados en la enorme obra no querían acercarse… ¿Por qué? Pues porque, al parecer, algo como una potente sensación de malignidad amenazadora emanaba de ellos… Entonces no sabía lo que era; luego lo aprendí, como lo hicieron muchos. Y habían hechos; de contrabando, subrepticiamente, sin saber muy bien cómo, llegaban del planeta trozos y fragmentos que nos ayudaban a saber cómo era… Una rama de árbol, con hojas y flores… Una fruta de delicioso sabor y fresco jugo; un guijarro, veteado hermosamente en tonos rojo y crema… un puñadito de arena… un auténtico frasco de agua de río… una fotografía de un valle, de un río, de un bosque… Estas cosas circulaban a escondidas entre los que aún nos hallábamos en las secciones de carga, y en los módulos de mando… Creo que el general sabía algo de esto, pero que prefirió darlo por no sabido, porque de ser así, su innata disciplina le hubiera obligado a tomar muy serias medidas. Debo decir que en el fondo, el Ritter Baldur Von Graffenfried no era un mal hombre. No. Lo único que le sucedía era que su vida era, y había sido siempre, la disciplina y el cumplimiento de las órdenes; no conocía, ni quería conocer, cosa distinta a eso. Por ser así, ni había conocido mujer, ni bebía, ni fumaba, ni mantenía lazos familiares, salvo su anciano criado, si es que se puede llamar eso lazo familiar. Era parco en el comer, vivía con pobreza espartana (un humilde catre en una pequeña habitación) y carecía totalmente de cualquier tipo de entretenimientos. Sus únicas lecturas eran los Reglamentos Espaciales, y buen número de libros sobre grandes figuras militares del pasado… En cierto aspecto, el Ritter tenía algo de admirable, pero al estilo de una máquina que funciona perfectamente, sin fallos y sin debilidades de ninguna clase. No cabe duda de que fue ése el motivo por el que se le designó para este puesto.

»Pero ¿qué pasaba abajo? Ciertamente que continuaban llegando a nosotros pequeños fragmentos del planeta, tanto más preciosos cuanto más raros. Lo más apreciado eran las frutas; frutas deliciosas, con un sabor y un aroma intensos, que causaban mareos al comerlas… era casi increíble que alimentos tan extraordinarios pudieran existir. Prueba de nuestra ceguera era que muchos creían que se trataba de una nueva producción realizada por una fábrica instalada abajo por los trabajadores de las unidades terratransformadoras. Pero las otras cosas eran también apreciadas… A los niños les gustaban las ramas y las flores, y las piedras… ¡oh, las piedras! Auténticos guijarros de hermosos colores, redondos y suaves como seda; ásperos y afilados como acero; blancos por fuera, con vetas rojas; pardos, con pintitas de oro en su superficie; conjuntos de cristales morados y violáceos… Había quien conservaba una hoja de árbol; otros, una nuez de madera roja; otros, una concha marina, aún con rastro de carne del animal que la había habitado… Cambiábamos y comprábamos ávidamente estos raros bienes… los enseñábamos a nuestros amigos (para causarles envidia), los atesorábamos… Las frutas y el agua no duraban; las primeras por su sabor, la segunda… ¿Qué tenía aquel agua? Nadie sabía lo que era. Pero ¿por qué se experimentaba esa satisfacción al beber lo que llamábamos «agua de roca»? Agua traída en un frasco, desde la tierra de abajo… Al lado del tibio e insustancial líquido, no racionado, que las unidades de alimentación nos daban, ¿qué tenía el agua de roca? ¿Por qué sabía así, fuerte, dura, contundente? ¿Por qué nuestros estómagos la recibían como un bien del cielo…? En las escasas reuniones que se celebraban, entre amigos, mientras las gigantes unidades terratransformadoras continuaban su trabajo, era del mejor tono el servir unas minúsculas copas de «agua de roca». Privilegiado aquél que podía disponer de unos centímetros cúbicos… Y la fiesta llegaba a manifestar un lujo inconcebible, digno de las imaginaciones más calenturientas, si a esa copita de agua de roca se añadía una transparente tajada de una de las frutas terrestres…

»Creo que fue por entonces cuando se comenzó a llamar al planeta, la Tierra, sin más. Nada de Estromidor, o de 315 NCR 26 B-3 que, si mi memoria no me falla, era el nombre astronómico del mismo… La tierra. Sin más. Y, la verdad, era un maravilloso nombre.

»Por otra parte, los rumores continuaban llegando desde abajo, desde la tierra. Las pilastras de aterrizaje estaban terminadas; pero los alaridos y el clima de miedo continuaban. Ni un solo hombre, sin embargo, de los que descendieran a la tierra para efectuar su trabajo, había sufrido daños. En alguna ocasión, uno o dos de ellos, un hombre, una mujer, algún joven… volvían a la nave, y hablaban con nosotros. Decían que en los alrededores de las columnas, junto a las grandes máquinas que trabajaban en ellas, se encontraban miles de cadáveres de pequeños seres desconocidos… que los gemidos de muerte se escuchaban sobre todo por las noches, y que las unidades destacadas en la tierra estaban molestas y nerviosas… Pero entonces no hacíamos caso a estas informaciones. Les mirábamos ávidamente, y decíamos: "¿Traes agua de roca? ¿Alguna fruta? ¿Piedras, ramas, conchas, arena…? ¿Algo nuevo, quizá? Y se reían. Agua de roca… Sí, abajo hay toda la que queráis… no la beberíais ni en un millón de años… Piedras, frutas… centenares de miles de millones… ¿qué os habéis creído? Y esto, sin darnos cuenta, nos mentalizaba para lo que después iba a suceder.

»Llegó el día en que el Ritter dio la orden de que las secciones de la nave se separasen… Cuando las compuertas estancas entre una y otra sección comenzaron a cerrarse, todos comprendimos lo que iba a suceder; las secciones, separadamente, tomarían tierra sobre los negros pilones ya preparados para amortiguar su descenso, y después de ello, la segunda fase del proyecto, la construcción del arma, comenzaría rápidamente. Seguíamos sin noticias de nuestro planeta natal desde hacía seis años… las comunicaciones continuaban cortadas. ¿Habría sucedido algo? ¿Continuaría existiendo la Humanidad? ¿Habría sido vencido el extraño enemigo? ¿O bien en los niveles de hierro de la Tierra caminarían ahora entidades desconocidas, pisando los cadáveres de los últimos humanos? Nadie sabía nada; y hasta que el arma estuviera completa, la prohibición de comunicar con el Almirantazgo era absoluta…

»Cuando las grandes secciones de la nave Athelstane, con su carga de humanos comprimidos, maquinarias, reservas, ordenadores, armas convencionales, municiones y alimentos, se posaron silente y majestuosamente sobre las columnas de aterrizaje, los problemas habían empezado ya. Sin embargo, el Ritter aún no se había dado cuenta de su verdadero contenido, pues de ser así, las secciones no habrían bajado, o incluso se habría ordenado su ascenso inmediato a la órbita en que se hallaban antes.

»Creo que no puedo describir lo que sentimos cuando, por primera vez, controladamente, nos dejaron salir a la superficie del planeta… Ya sabíamos que no había mucho peligro; apenas unos animales carniceros, y algunas zonas en que se percibía una terrible sensación de amenaza latente… Pero sabíamos también que bastaba encender una linterna, o conectar un transistor para que esta amenaza disminuyese. Un generador eléctrico potente o un aparato para soldadura por arco, y desde luego, cualquiera de los medios de transporte utilizados, mataba, hacía desaparecer esa sensación…

»Pero ¿cómo habíamos sido tan tontos de comprar a altos precios agua de roca, hojas, frutas, guijarros…? Había miles de millones de litros de agua, cantidades inconmensurables de árboles y hojas, billones de guijarros y de arena… Y espacio para correr, un sol brillante para sentirlo en las mejillas, agua para bañarse en ella… Los niños… ¡cómo gozaban los niños! Junto a cada columna se estableció un verdadero campamento provisional, tácitamente autorizado por el Alto Mando… Algunos habían tenido más suerte. Junto a sus columnas había bosques, ríos, lagunas… Otros no. Su columna estaba sobre gigantescas montañas inaccesibles… Pero aún allí había nieve, y peñas, y flores de hielo, y un cielo azul, y un aire… un aire que si se hubiera podido vender embotellado, en la tierra natal, hubiese dado lugar a la formación de más de una fortuna… El aire de la nave era como el de la tierra antigua; soso, cargado de débiles hedores, recirculado, gastado, blandamente aceitoso y caliente… Este hería los pulmones al entrar en ellos, los revitalizaba… Uno de mis primeros recuerdos es el de miles de personas mirando asombradas a su alrededor, inclinándose sobre el suelo para tocarlo, e hinchando una y otra vez sus pulmones… hinchándolos de nuevo, y absorbiendo aquel aire vital… Fue ya de por sí una orgía beber agua de roca y comer frutas sin tasa ni limitación alguna… Pero esto también tenía sus peligros. Las personas que se hallaban destacadas en puestos extremos traían a veces cargamentos enteros de frutas y raíces en sus vehículos, y llegó un momento en que el Ritter se vio obligado a darse por enterado… A partir de ese instante volvió a imperar la disciplina; bebimos agua recirculada y comimos las insípidas raciones de ordenanza… Pero un sordo rencor circulaba ahora entre todos los tripulantes de la nave Athelstane.

»La lenta y tediosa construcción del arma continuaba… Una patrulla fue destacada a África para instalar una estación de radio… y eso originó el primer chispazo. La patrulla no regresó jamás… Una segunda expedición descubrió la instalación a medio terminar, y ni un solo rastro de los expedicionarios. Se rumoreó sobre la existencia de una raza similar al mono, dañina y amenazadora, que aprendió con facilidad algunas palabras de nuestro idioma; pero nada más se supo. Las precauciones se intensificaron, no permitiéndosenos salir de las secciones aposentadas sobre las columnas de aterrizaje. La sorda ira crecía cada vez más… Una tarde, el Ritter citó a los más altos jefes, seis, en total. Ante ellos, en la estrecha cámara del general, se hallaba el Alférez de Construcciones Heinrich Brandel, muy pálido y preocupado. Los acontecimientos se desarrollaron con rapidez.

»—El alférez Brandel —dijo el general—, ha sido enviado al Punto 98S7 para la construcción de un generador eléctrico de gran potencia, aprovechando una cascada existente en el lugar… Señores; en mi visita de inspección al lugar, descubrí que toda la maquinaria puesta a disposición del alférez había sido utilizada para… esto.

»Sobre la pantalla instalada en el muro comenzaron a pasar diapositivas. Aquello, desde luego, no era una central eléctrica… Se veían torres, minaretes, un muro almenado, una gran puerca ojival sobre un patio interior… Otras diapositivas mostearon máquinas paradas, hombres y mujeres comiendo junto a un fuego de leña… Se pasó una película en la que se desarrollaba una escena de baile, entre los diversos componentes del comando… El rostro del alférez Brandel, empinando una botella… Parejas refugiándose en el bosque…

»—¿Qué ha construido usted ahí, Brandel? —preguntó el general, sin levantar la voz. Era siempre un hombre muy mesurado; no toleraba la indisciplina ni la desobediencia; pero eso no quería decir que sus sentimientos se manifestasen mediante gritos o invectivas; nunca lo había hecho.

»—Un castillo. Excelencia.

»—Tenía usted órdenes de construir una central eléctrica… ¿Debo entender que ha utilizado usted bienes, maquinaria y horas de trabajo para construir… un castillo?

»—Sí, Excelencia…

»—Con el permiso de su Excelencia —preguntó el tercer oficial. Jorge de Belloc—. ¿Por qué hizo usted eso?

»—Me pareció que encajaba mejor en el ambiente… Una central eléctrica, no…

»—¿Se da usted cuenta, alférez —cortó el general— de que se expone usted a la muerte, por insubordinación?

»La respuesta del alférez Brandel fue de una sublime inconsciencia.

»—pues no había pensado en eso, mi general…

»En circunstancias normales, el proceso del alférez Brandel hubiera desembocado, muy probablemente, en una condena a la pena capital. Pero los acontecimientos que se desarrollaron más tarde impidieron que se llevase a efecto. La lentitud administrativa, el papeleo, y el mucho trabajo dificultaron que el proceso se realizase con rapidez, y eso, seguramente, salvó la vida del alférez.

»Rabiábamos. Allí, a nuestro alcance, había agua de roca por millones de litros, frutas, setas, raíces, verdura… y no podíamos probarlas. Comenzaron a registrarse las primeras deserciones. Esto era sintomático, y las noticias y rumores que nos llegaban de las otras secciones daban cuenta de sucesos iguales o peores. Al fin y al cabo, nosotros estábamos en la sección de mando, sobre la columna especial (terminología exacta: Base a toma de tierra modelo 543-GB-l) y bajo la férula directa del Ritter Von Graffenfried. Un día nos contaron que el despensero de segunda clase Marcos Jiménez había robado semillas, las había plantado, y esperaba una excelente cosecha de coles para dentro de pocos días… Esto, que normalmente nos hubiera parecido una falta muy grave, no encontró una sola crítica. Por el contrario, el despensero Jiménez fue asediado por gentes ávidas de probar esas coles… Y lo curioso es que Jiménez no se molestó lo más mínimo en explotar el descubrimiento; con la mayor frescura entregó semillas a todo aquel que se las pidió (“Al fin y al cabo, no son mías”, decía) e incluso les dio instrucciones sobre cómo salir de la Sección Central, y plantarlas en la feraz tierra de los alrededores…

«¿Difícil salir de la Sección Central? En absoluto. Yo mismo lo intenté una vez. Bien es cierto que de todos los bienes hermosos que habíamos pensado disfrutar (el agua de roca, las setas, las verduras) sólo nos quedaba el fuerte aire del planeta, que podíamos respirar en cualquier momento desde la terraza del Cuartel General, o desde las mil ventanas, balconcillos y pasadizos abiertos en las estructuras del módulo de mando… Pero no había pensado que fuera tan fácil bajar a la tierra. Cuando yo lo intenté me asombré de encontrar los piquetes de guardia sumidos en una atroz indiferencia frente a lo que sucediera… En la puerta que me permitió la salida, había un teniente y un soldado de ingenieros, ambos de la misma edad, sentados en el suelo, con los correajes sueltos, sin gorra, con las armas arrojadas de cualquier manera sobre un banco, y charlando amigablemente.

»—También te gustaría a ti tener una granja —decía el soldado.

»—Pues sí… Yo pondría gallinas; creo que tenemos algunas en el departamento de biología… ¿Tú has comido huevos auténticos?

»—Yo, no. ¿Y tú?

»—Tampoco. Pero el médico suplente de biología, sí que se los come… Ha conseguido un líquido especial, una especie de grasa, la calienta, los pone dentro… y se los come.

»—Oye, tú —dijo el soldado— eso debe ser una maravilla… ¿Por qué no le pides algo de ese líquido, y lo probamos con las setas que cogiste ayer?

»Me miraron los dos.

»—¿Qué quieres?

»—Nada… sólo estaba pasando por aquí.

»—Mira; si lo que quieres es darte un paseo por ahí fuera… ve y dátelo. Pero vuelve antes del toque de queda, ¿eh? No nos compliques la vida… Si encuentras algo bueno, tráenos un poco…

»Y yo mismo sentí que si encontraba algo bueno, no me lo quedaría para mí sólo, atesorado avaramente. No. Lo compartiría con ellos… Y sí que lo encontré. Hallé unas verduras largas, con una especie de bulbos violáceos en su extremo, y las recogí. Y también unas setas grandes pardo-rojizas, con los bordes dentados, que ya sabía eran comestibles por las experiencias de otras personas. Volví, porque sentía en mi fuero interno que no podía poner en un apuro al teniente y al soldado, y les entregué parte de las verduras. Respiré aire… bebí agua de roca a placer, vi grupos de gente recogiendo frutas alargadas y amarillas, con una espesa piel que se desprendía en gajos. Vi también un médico del servicio de Bacteriología escondiéndose entre el follaje con una comandante de energía atómica, una chica pelirroja, muy guapa, llamada Janet. Y paseé bajo los árboles, junto a las rocas, me detuve en un espolón peñascoso sobre un arroyuelo de aguas claras…

»Pero volví. ¿Por qué lo hice? Fundamentalmente, por no poner en un apuro a los hombres de la guardia. Y como pude comprobar luego que en todas las secciones sucedía así, las cosas no transcendían prácticamente a esferas superiores… El trabajo se realizaba, eso sí, con bastante lentitud; pero todos nos dábamos cuenta de que los mismos jefes superiores de los diversos departamentos, en vez de presionar sobre sus subordinados, buscaban mil excusas para tapar su falta de actividad… en la que estaba incluyéndose la de ellos mismos. En suma; las cosas iban tan mal en todas partes, que la apariencia general era de que iban lentas, pero bien.

»Cierto día, el oficial James Ribeau aseguró que había hablado con los gnomos y los enanos, que eran gente muy simpática, aun cuando se encontraban muy dolidos por el uso de ciertas energías por nuestra parte, cosa que les había causado bastante mortandad y gran daño. Y le escuchamos todos con atención, doliéndonos profundamente de que esos pobres seres tuvieran que sufrir tan intensamente por nuestra culpa. La ayudante de carga eléctrica María Muller aseguró que ella también había hablado con unas pequeñas criaturas a las que llamó elfos, sumamente delicadas y también dolidas por el daño que habían sufrido. Bueno será decir que tanto Ribeau como Muller eran un par de críos, y que, en contra de las rígidas normas establecidas desde el punto de vista genético sobre apareamientos matrimoniales, vivían juntos desde nuestro aterrizaje, sin autorización ni licencia alguna. Eso, que en otras circunstancias hubiera representado severas sanciones, una denuncia inmediata por cualquier persona deseosa de ganar méritos, y una general repulsa social, no le importaba ahora absolutamente a nadie. De hecho, se habían producido en este aspecto las consecuencias más extrañas e inesperadas; un matrimonio se había separado, quedándose los hijos el padre; en otro, la mujer había dicho al marido que se encontraría mejor si un tercero viniese a vivir con ellos; en otro caso, por razones que aún desconozco, el sargento de cañón Noiechiev se había ido de su departamento de soltero a vivir en una nave almacén con tres chicas de los servicios de limpieza… Como todos estaban haciendo lo mismo, plantando cosas de contrabando, introduciendo alimentos en la nave, viviendo como querían, y tapándose entre sí los unos las faltas de los otros, las cosas continuaban sin trascender…

»Pero había de llegar un momento en que la desorganización fuera tan absoluta que llegase a conocimiento del Ritter Von Graffenfried… Fue aquel un día verdaderamente triste para mí, por muchas razones que ni siquiera pretendo recordar. De pronto, hubo una llamada general para los jefes, hombres y mujeres, de las veintitrés secciones. Cuando todos ellos se reunieron en la espartana morada del general, era de ver el desorden de los uniformes, los rostros sin afeitar, la dejadez con que se trataban los unos a los otros, sin ceremonia ni respeto ninguno… Solamente cuando el Ritter entró hubo una apariencia de orden, y unos saludos bastante logrados. Todavía el Ritter era capaz de inspirar respeto, y si algo como una conspiración tácita le había mantenido aparte de lo que estaba sucediendo, no se había perdido del todo la consideración, o el pensamiento de que él era representante de la Humanidad en este planeta, en la tierra.

»—Disculparé a ustedes, caballeros —dijo el Ritter, con voz dura— la falta de disciplina que veo en sus uniformes, y la carencia de aseo con que algunos de ustedes se han presentado ante mí. Digo que lo disculparé, porque será por última vez. Sé que es muy duro el trabajo, y que no todos ustedes tienen tiempo de afeitarse o de cambiar el traje de faena… pero por favor, la higiene no está reñida con las ocupaciones… Hay alguno de ustedes que deja de desear en ese aspecto… Lávense, si son tan amables…

»Todos conocíamos este tono hiriente y mordaz, preludio de las más rígidas imposiciones. No hubo respuesta alguna…

»—Oficial Ingalls…

»—Sí, Excelencia.

»—Está usted al mando de la sección número seis. Le he hecho traer aquí por una vedette de exploración para que me informe de algo. Su sección no contesta a las llamadas por radio hace seis horas… y un examen que he podido realizar desde mi avioneta particular me ha hecho ver que los trabajos están totalmente paralizados… ¿Puedo esperar alguna explicación?

»El sentido de las palabras del general, a pesar de su aparente amabilidad, era profundamente amenazador.

»—Pues sí —dijo el oficial Ingalls, con cierto descaro—. La gente de la sección seis ha decidido que no le apetece trabajar…

»—¡Ingalls! ¿Está usted loco? ¿Qué es lo que está usted diciendo?

»—Lo que oye Vuecencia; que no quieren seguir montando el arma…

»—Ingalls… Ingalls… —silbó la voz del general, como la de un áspid pronto a morder—. Tiene usted dos horas, exactamente dos horas, para que su sección esté trabajando a pleno rendimiento… ¿Me oye, Ingalls, me escucha? ¿Qué clase de oficial es usted? ¿Cómo no ha sabido imponerse? ¡Dos horas, Ingalls! Luego se presentará usted ante mí con una lista de los responsables de esta rebelión, que serán sometidos a Consejo de Guerra sumarísimo, y si, como es lógico, la sentencia es de culpabilidad, fusilados de inmediato. ¡INMEDIATAMENTE, INGALLS! ¡OBEDEZCA!

»Ingalls permaneció inmóvil, pasándose la mano por la sucia barba. Después, con singular tranquilidad, extrajo un fragmento de madera, afilado en un extremo, y procedió a introducirlo entre las hendiduras de sus dientes.

»—¡Obedezca, Ingalls!

»—No me apetece, mi general —contestó Ingalls, mirando al Ritter con sus ojos legañosos—. No me apetece nada, a mí tampoco. Lo que quiero es tener unos campos míos, construirme una casa, cultivar los campos, y quedarme a vivir allí tranquilamente. La azafata Brown está de acuerdo en venirse conmigo…

»Estaba claro que el Ritter Von Graffenfried pensaba que el oficial Ingalls estaba completamente loco. Sin embargo, para los que le conocíamos, era fácil detectar su furia, y la forma como la contenía:

»—¿La azafata Brown? No sabía que se hubieran ustedes casado… Debió usted informarme, Belloc… siempre me gusta felicitar personalmente…

»—Si no nos hemos casado, mi general —dijo Ingalls, con una expresión de soberana estupidez—. Nos hemos juntado, nada más. Y en cuanto a eso de los campos…

»—¡Cállese, Ingalls! ¡Está usted completamente loco…! ¡Campos suyos! ¿Está usted hablando de propiedades privadas?

»—Pues de eso mismo, señor. Estoy harto de la nave, de los papeles, del arma misteriosa y de la Humanidad triunfante. Estoy harto de no ser más que un número en las estadísticas, y de no tener más que un cepillo de dientes…

»El rostro del general Von Graffenfried estaba completamente rojo.

»—¡Es usted un maldito reaccionario, Ingalls! Y seguramente querrá usted tener una fábrica propia y explotar al proletariado…

»—No, mi general. No me apetece nada, pero que nada, explotar a nadie. Ni que me exploten a mí tampoco. De manera que he dejado que hagan todos lo que quieran en mi sección, y la azafata Brown y yo nos vamos… Hemos encontrado un valle perfecto. ¿Vendrá Vuecencia a visitamos alguna vez, mi general?

»No sabíamos si admirar más la desfachatez del oficial Ingalls, o la sobrehumana paciencia con que el Ritter estaba soportando aquel torrente de incongruencias. Hubo más tarde quien dijo que lo de Ingalls no había sido desfachatez, sino inconsciencia. Que al haber sido uno de los primeros hombres que bajó a la tierra, se vio afectado antes que nadie, y que el mal que había profundizado en él de forma extrema…

»—¡Insubordinación! —aulló el general, levantándose, con el rostro tan alterado que casi no parecía el mismo—. ¡Belloc…! ¡La guardia! ¡Arréstenlo… póngalo en la barra…!

«Parecía mentira que un hombre tan inteligente como era en otros aspectos el general no se hubiera dado cuenta de la singular atonía con que Sus órdenes fueron acogidas. Cierto es que Jorge de Belloc ordenó blandamente a la guardia que condujera a la barra al oficial Ingalls, que la guardia obedeció de una forma tal que demostraba que lo mismo le era hacer eso que cualquier otra cosa, y que el oficial Ingalls, al ser conducido por los soldados, mostró la misma preocupación que un niño comiéndose un helado. La apariencia de disciplina se conservaba, pero no era más que una débil cascara que, a estas alturas, encubría una destrucción de organismos e ideas cada vez más profunda. Sin embargo, el general hubiera debido darse cuenta… Puede que por su intensa formación, su vida sacrificada, y su carencia de cualquier otra afición distinta al servicio espacial, se viera menos afectado que los otros. Pero hubiera debido darse cuenta de que el silencio absoluto de los demás oficiales no era aprobación hacia él, sino hacia Ingalls. Lo lamentable es que trasponemos nuestra mente a los otros, y si se callan nunca estimamos eso como una negativa, sino como un pensamiento afín al nuestro…

»El general dio unas tajantes órdenes a todos los oficiales, que fueron acogidas calladamente, nombró un sustitudo para Ingalls, y anunció que al día siguiente comenzaría unas visitas de inspección de singular dureza, amenazando con los más graves castigos para aquellos que hubieran alterado los planes en algo más que el grueso de una uña. No sabía que a estas horas, tanto el oficial Ingalls como el alférez Brandel se habían marchado tranquilamente, y estaban preparándose para abandonar las secciones de la nave. Y que no eran los únicos…

»Aquella tarde, el general citó al neurólogo jefe, al doctor Friedrich Grunthal, un hombre de alguna edad, aficionado a los minerales y a leer libros sobre aves. Tuvo con él una muy privada conversación que se desenvolvió en sus habitaciones particulares. El doctor Grunthal era verdaderamente un buen hombre; su elección para esta expedición había estado durante unos días indecisa debido a su falta de carácter. Sin embargo, se le nombró por fin, debido a sus extensos conocimientos. Estaba casado, con dos hijos, uno de veintitrés años, y el otro de quince. Su situación familiar había permanecido inalterable, y se había quedado completamente indiferente ante el hecho de que sus hijos anduviesen ahora en un lugar desconocido… Sólo se limitaba a conseguir todos los minerales posibles y a hacer fotografías de aves de la tierra en vuelo, con lo cual llenaba vitrinas y álbumes. Disponía de bastante sitio, al tener a su cargo las naves de investigación neurológica.

»Hubo una notoria diferencia con otras reuniones; el general no se limitó a servir al doctor Grunthal una minúscula porción de bebida alcohólica, sino que permitió que se dejase ante él el vaso y la botella entera, de la cual, todo hay que decirlo, el neurólogo hizo buen uso. En cuanto al Ritter, bebió agua re circulada, como de costumbre…

»—Bien, doctor —dijo el general—. Le he llamado porque quizá usted pueda suministrarme alguna explicación… y si no es así ahora mismo, pondrá de inmediato a trabajar a todo su personal en el problema.

»—Claro que sí —dijo con tibieza el doctor, observando amorosamente su vaso recién lleno—. Sí… mi general.

»—He observado un singular relajamiento de la disciplina, doctor. Un solo caso no me hubiera preocupado, o incluso un porcentaje mínimo. Pero la cosa es general; usted mismo doctor, y eso que siendo un civil no se le puede exigir demasiado, está desalmado y sin afeitar… Su bata de ordenanza está llena de manchas. Pero no voy a reprenderle a usted, por lo menos por ahora. Hay problemas más graves… He podido comprobar que algunos oficiales se han vuelto locos; los más, cumplen sus misiones mecánicamente, sin estímulo alguno… El personal está fallando de una forma inesperada. Necesito una respuesta, doctor.

»—Ah, era eso —dijo el doctor, muy sonriente—. Creí que era un asunto más grave. Bueno; eso lo sabemos ya en neurología y en psiquiatría…

»—¿Lo saben ya? —contestó el general entre dientes, mirando al risueño doctor con expresión asesina.

»—Con bastante certeza, sí. Cuando nos dimos cuenta en los tests periódicos de las primeras reacciones… atonía, indiferencia, pérdida de agresividad, etc., comenzamos a hacer pruebas. ¿Verdad que era un problema interesante. Excelencia?

»—Claro que sí… —respondió el Ritter, sordamente—. Explíquemelo, doctor, si le es posible dejar de mirar esa botella…

»—La botella… ¡Ah, sí! ¡Donnerweteer! No me había dado cuenta de que estaba ahí… Bien. ¿Cómo lo explicaría yo, mi general?

»—Yo se lo diré, doctor. Rápidamente, en pocas palabras.

»El doctor lanzó una mirada de angustia al recipiente de cristal tallado, mientras Otto, con la bandeja en sus humildes manos, lo retiraba.

»—Yo se lo diré doctor. Rápidamente, en pocas palabras, con simplicidad, y sin utilizar ningún término que tenga más de dos sílabas. Le escucho.

»—Bueno… bueno. Le diré, mi general, que hay una cosa llamada agresividad. Se da en los animales, y también en el hombre. En los animales se muestra en un sentido casi exclusivamente territorial y sexual. Territorial en cuanto que marcan por diversos medios un espacio donde no dejan entrar a otro animal de su clase, y que reservan para cazar o pastar. Los toros, por ejemplo…

»—Deje usted en paz a los toros, sean lo que sean. Y siga.

»—A sus órdenes, mi general. Y en el terreno sexual se manifiesta por la exclusiva posesión de la hembra, o del macho, en su caso, y las consiguientes luchas por poseer una exclusiva sobre el otro sexo, y defenderlo ante ingerencias ajenas. En el hombre sucede algo similar en el terreno sexual; en el territorial, se complica con datos intelectuales. O sea, no es un terreno de caza, sino una actuación profesional, un sector del arte, una amistad con alguna persona, unos conocimientos superiores o distintos… Le pondré un ejemplo.

»—No me ponga ningún ejemplo, doctor —gruñó el Ritter, con las mandíbulas apretadas como prensas de acero—. Le he entendido perfectamente. Siga.

»—Hay ciertos medicamentos que inhiben la agresividad humana… Son los neurolépticos y los tranquilizantes. Staehelin decía a este respecto…

»—Deje en paz a ese señor y vaya al grano.

»—Bueno. Si no me deja usted hablar, mi general… En suma, podríamos decir que en la tierra…

»—¿En la tierra?

»—En este planeta; la tierra le llaman todos… En este planeta, hay un componente de la atmósfera, o del agua, o algo indeterminado, que actúa de forma similar a un neuroléptico. Las consecuencias en unas personas son indiferencia total; en otras, disminución de la potencia sexual, somnolencia, ligeros vértigos, molestias menstruales… No se manifiestan, mi general, de forma exagerada; en general son soportables y en raros casos toman carácter patológico… En todos los casos estudiados, sin embargo, la agresividad ha disminuido mucho; continúan los lógicos reflejos de conservación y defensa del ser… pero nadie quiere meterse en el terreno de otro… El síndrome acinético-abúlico, sin ser marcado, se manifiesta en buena parte de los casos…

»—¿Qué es eso?

»—Una reducción de la iniciativa. Cada uno se conformará con lo que tiene; sin pedir más. El caso del oficial Ingalls es muy claro. Plantará sus campos, cultivará, vivirá con la azafata Brown, y cambiará sus productos por lo que necesite… No hará nada más. En un planeta como éste en que casi no hay estaciones, y se pueden obtener tres cosechas anuales, plantando cualquier cosa en cualquier época, no tendrá problemas… El caso del conductor de primera clase Esteban Kovalsky es similar… Se dedicará a extraer mineral de hierro (lo hay abundante, a flor de tierra), lo refinará y fabricará enseres, porque eso es lo que en el fondo le gusta… y cuando necesite comer, cambiará un hacha por medio saco de trigo… ¿Sabe Vuecencia lo que es un hobby, mi general?

»—¡No!

»—Pues era algo de lo que conservamos archivadas muchas notas en el departamento. Aún quedaban en la tierra, en la otra, raros especímenes humanos que, por situación o fortuna, podían tener hobbys. Es una afición distinta del trabajo; tal como yo colecciono minerales o fotografío pájaros… Cada uno, en esa situación de indiferencia, se dedicará a lo que más le guste, siempre que ello no le impida subsistir… Pero yo no entiendo que esto sea peligroso; la escritura no presenta alteraciones motoras, y por tanto en todos los casos examinados el umbral neuroléptico está lejos de alcanzarse. Ni trastornos extrapiramidales groseros, ni otros graves; Parkinson, discinesias, y mucho menos, acatisias… Por desgracia, en los neurolépticos, el azar juega un papel importante, mi general. Decía Engelmeier en su obra Neuroleptische Therapie und Stammhirntrias de la cual poseo un ejemplar de inestimable valor…

»—¡Cállese, cállese, cállese!

»Sin mostrar ningún signo de enfado, el doctor Grunthal guardó silencio, contemplando beatíficamente la descompuesta expresión del general. Hizo un débil gesto hacia la botella, pero ni el Ritter, ni Otto, que observaba a su amo con singular atención, le hicieron caso.

»—Le he comprendido perfectamente, doctor. ¿Cómo es posible que los análisis, iniciales no revelasen ese componente en la atmósfera?

»—Porque puede no estar en la atmósfera. Puede ser una vibración del éter, una radiación de este sol, o puede ser algo que no está… Por ejemplo, este planeta es muy escaso en litio, y todos sabemos que la escasez de litio…

»—Basta. Hay dos problemas que enfrentar, doctor. El primero de ellos es el siguiente: ¿Hay alguna posibilidad de que un medicamento, o lo que usted quiera, haga volver al personal a mis órdenes a su estado inicial?

»—¿Eso? Yo creo que sí… Por curiosidad, preparamos una mezcla de estimulantes, que puede dar buen resultado… Nos entretuvimos mucho con ello, en el departamento. Tenemos cincuenta dosis, nada menos…

»—Pues empiece usted por ponerse una de ellas, y traerme otra a mí… Y necesito para esta noche veinticinco mil dosis… Vamos a arreglar de una vez a ese Ingalls y a todos los demás…

»El doctor Grunthal no contestó ni una palabra. Por primera vez parecía disgustado. Sin embargo, no manifestó nada en contra de los deseos del general, a pesar de lo cual éste observó claramente su palidez.

»—Ponle un poco más de bebida al doctor, Otto. Le hace falta. Y ahora hablemos del segundo problema que me preocupa. No disimule, doctor, sabe usted bien a qué me refiero: al condicionamiento estelar.

»El Ritter Von Graffenfried había pronunciado la palabra prohibida. Mirando a otro lado, el doctor Grunthal bebió ávidamente su dosis. El condicionamiento estelar era algo que muy pocos conocían, y estos pocos preferían no hablar jamás de ello.

»—¿Puede usted decirme, doctor, que ocurriría con el condicionamiento estelar si este proceso de degeneración continuase?

»—Creo que sí… —contestó el doctor, con voz muy débil—. Como Vuecencia sabe, el condicionamiento estelar se ha utilizado raramente en los últimos decenios; sólo en aquellos casos de extrema necesidad o peligro…

»—Como éste.

»—Como éste, mi general. El tratamiento no es bien conocido, ni siquiera por nosotros, los especialistas. El gobierno de la tierra, la otra, lo mantiene como secreto de Estado. Pero no es difícil deducir algo… Es un tratamiento mental y genético a la vez… Cómo se hace, lo ignoro, aunque sé que todos los miembros de esta expedición, incluyendo a Vuecencia, y a mí, lo hemos sufrido… Vuecencia recordará la cámara oscura y las luces, las inyecciones y los ultrasonidos…

»—No es necesario que me recuerde eso, doctor. Continúe.

»—Eso, tan desagradable, era sólo el principio. El resto se producía en estado de absoluta pérdida de conciencia e implica unas transformaciones que no conozco a fondo. Sé, de todas maneras, que tiene por objeto evitar que personas situadas en puestos clave pongan en peligro al resto de la Humanidad… Puede producir la muerte en una persona a quien se trate de forzar a revelar un secreto vital para la Humanidad… o bien una total o parcial amnesia; o bien, una imposibilidad de percibir el dolor… o en otros casos, el gasto repentino y fulminante de las energías vitales para salir de una situación apurada, aun cuando ello lleve consigo el fallecimiento posterior del… individuo. Pero sólo se desata ante acontecimientos inmediatos e inminentes, y estos no lo son aún… Podrían serlo si se llegase a una rebelión absoluta, o a una situación de amenaza extrema… El mero abandono de funciones, mientras no se manifieste como rebeldía contra el sistema, expresada de forma concreta y consciente, no producirá efecto alguno…

»—¿Y si fuera así?

»—No lo sé, mi general… Si fuera así podrían suceder muchas cosas… Parálisis hereditarias; locuras colectivas, muerte de las personas claves de la rebelión… a no ser que algún otro componente desconocido dulcifique las consecuencias del condicionamiento. Lo que suceda puede ser hereditario, o no serlo. No lo sé… el condicionamiento estelar, por su propia naturaleza, es secreto para aquellos que lo reciben… Si no, podrían ser tratados y prescindir de él…

»—¿Puede hacerse aquí ese tratamiento?

»—Definitivamente no, mi general. No sabríamos cómo hacerlo… Las barreras mentales, las alteraciones físicas, y los cambios genéticos establecidos ofrecen miles de millones de combinaciones… En la sede del Gobierno se guarda, reservadamente, la clave exacta y los medios utilizados en cada caso… y sólo ellos, nada más que ellos, pueden realizar la operación en sentido contrario…

»—Está bien. Puede usted retirarse, doctor. Quiero esas veinticinco mil dosis para esta noche. Ponga a trabajar a toda su gente…

»Para todos los integrantes de la expedición fue un día cargado de tensiones. Puede que un sexto sentido les diera a entender que estaban produciéndose terribles cambios, o quizás alguien hubiera hablado demasiado. Lo cierto es que la desmoralización cundía en las diversas y separadas secciones de la nave… y junto a ello, un deseo, mal expresado, de que sí, que podía seguirse construyendo el arma, y montando las instalaciones, pero que eso no requería demasiadas prisas. Todo era compatible con que la tripulación de la Athelstane gozase de los bienes del planeta recién descubierto, y pudiera llevar una vida libre…

»La patrulla que condujera a Ingalls, estúpidamente, le había permitido marcharse a su sección. Desapareció esa tarde, juntamente con la azafata Brown, y un transporte cargado de herramientas y semillas…

»En otros lugares se producían hechos muy semejantes. Los laboratorios de neurología habían comenzado a trabajar lentamente en la producción del estimulante, pero sin tomarse demasiado interés, y a la caída de la noche, sólo tenían disponibles mil quinientas dosis. Sin embargo, estas dosis no llegaron a usarse nunca. Pasaron las horas sin que de las silenciosas habitaciones del general Von Graffenfried surgiera una sola orden, ni se llamase a nadie. Había ordenado terminantemente que no se le molestase en absoluto, y su criado había visto que estaba preparando los planes para reconquistar y dominar las secciones con ayuda de veinticinco mil hombres recién drogados con el potente estimulante…

»Cayó la noche; una noche bella, con el cielo cuajado de estrellas, como diamantes engarzados en terciopelo. A la luz de la luna creciente, silenciosos grupos cargados con enseres salían de la sección de mando y se perdían en el bosque próximo… Los almacenes estaban siendo saqueados sigilosamente. El tercer oficial. Jorge de Belloc, se puso en contacto por radio con otras secciones, y comprobó que en ellas estaba sucediendo algo similar… Aún había gentes que preferían quedarse a vivir en medio de la seguridad mecánica y médica de las secciones, pero casi la mitad estaban huyendo hacia diversos lugares de la tierra. Había mapas, caminos trazados, y conocimiento casi perfecto del lugar de destino de cada familia… Y las conversaciones, con la irresponsabilidad más absoluta, se desarrollaban a plena voz. Estos iban al Valle del Eco; aquéllos a la meseta situada cerca del océano; unos iban a tener ganado; otros a poner una fábrica de loza… Se formaban ya núcleos de población, caseríos, barrios, por lo menos de palabra… Muchos deseaban estar solos… otros preferían vivir con dos o tres familias. El deseo de soledad era grande, después de toda una vida encerrado juntamente con millones de personas… Se habían olvidado ya los primitivos tesoros: las piedras, las ramas, el agua de roca, las frutas… eso era ya algo que estaba al alcance de cualquiera, y ahora pensaban todos en tesoros todavía más grandes… Causaba felicidad ver a los niños corriendo libremente, perderse en el bosque, junto con sus padres, unos arreando una pareja de vacas, otros transportando las herramientas necesarias para una fundición, aquéllos llevando semillas, arbolitos y arados; éstos, con los frascos y los materiales del laboratorio químico, o con los de carpintería… Las entrañas de la nave se vaciaban paulatinamente; pero la sangría de gentes y materiales no se notaba apenas… Las cantidades de ganado sobrantes serían más tarde liberadas en Europa y África… los materiales y maquinaria permanecerían donde estaban, oxidándose lentamente bajo el viento y la tibia lluvia de primavera…

»Y ni un solo rumor salía del cerrado camarote del general. Transcurrió la noche entera; una noche fantástica, de dimensiones que, para nosotros, fueron tan gigantes y decisivas como otras jornadas para aquella triste humanidad que habíamos dejado atrás, a cientos de miles de parsecs de distancia…

«Cuando comenzó a amanecer, una pequeña partida, encabezada por Jorge de Belloc, se acercó a las habitaciones del comandante… Durante buen rato permanecieron dudosos en la puerta, que los guardias habían abandonado horas antes para unirse a la corriente de colonos… Es cierto; dudaban, y a la vez tenían miedo. Estaba con ellos el doctor Grunthal, que ni se había molestado en traer consigo la ridícula cantidad de dosis fabricada. Durante la noche había visto huir a médicos, cirujanos y especialistas, llevándose a sus familias o a quienes querían ir con ellos, y llevándose también instrumental quirúrgico, medicinas, gabinetes portátiles de dentista, autoclaves, botiquines… Todos tenían miedo de que, al abrir, cayese sobre ellos la amenaza de usar las dosis y de volver a la disciplina… Por fin, el mismo Jorge de Belloc, haciendo un esfuerzo, abrió la puerta.

»El general yacía de bruces sobre la mesa de despacho, muerto. Un limpio agujero en su sien derecha, del que había caído un ligero hilo de sangre negra, manchando el pálido rostro y los documentos que había sobre el tablero, explicaba claramente el motivo del ininterrumpido silencio nocturno. Lo sentimos todos, verdaderamente. Hubiéramos querido que el Ritter se convenciera, como los demás… y no que muriese así, estúpidamente, y a solas, sin una mano amiga.

»El doctor Grunthal tomó un color cadavérico y sus labios exangües murmuraron las palabras: «Condicionamiento estelar… un hecho concreto…» Pero nada pasó… de momento. Todos salieron de allí, dejando el cadáver, y el proceso que aquella noche se había iniciado, continuó adelante, sin que ya nadie se opusiera a él.

«Poco queda por añadir. El general fue enterrado no lejos de la sección de mando, y la suya fue la primera tumba que se abrió en la tierra fértil y agradecida de este planeta que tanto amamos todos ahora. Duerme aún allí, bajo los altos cipreses, con el pequeño montículo coronado de hierba, y la helada luz de las estrellas rozando cada noche ese lugar de reposo. Siempre hay alguien que le recuerda por lo bueno que pudo tener, y siempre hay alguna flor en su tumba sin nombre, bajo la rústica cruz de madera, depositada por quien más pudo sentir su muerte.

»Los años pasaron, y las comunidades, pueblos y caseríos se asentaron sólidamente. Otros grupos, muy numerosos, permanecieron viviendo en las secciones de la nave. Salían, aprovechaban el aire y el sol, cultivaban la tierra… pero les daba miedo perder las comodidades que la tierra no podía dar… Y más que nada, los servicios médicos, que los doctores establecidos en las lejanas poblaciones sólo podían suministrar con medios muy limitados. Bien es cierto que era frecuente que trajeran algún enfermo grave de algún pueblo cercano, o que nos pidieran ayuda, para curar a alguien, para mover una roca, para construir un puente… Se les daba… e incluso resultaba entretenido. Las cosechas eran abundantes: el ganado se reprodujo rápidamente… no nos faltaba nada.

»Pero el condicionamiento estelar se manifestó de una forma con la que nadie había contado. Cada vez más rápidamente, la gente olvidaba quién era y cómo había venido allí… Les parecía haber vivido allí siempre… Algunos, los más inteligentes, como Jorge de Belloc, que ahora era una especie de jefe sin mando de la ciudad (llamaban así a los módulos de la nave) se dieron cuenta de ello…

»Un día, cuando ya habían transcurrido cerca de quince años desde la muerte del general. Jorge de Belloc tuvo una conversación conmigo.

»He decidido —dijo— elevar la ciudad… quiero decir, la nave entera, a una órbita sincrónica… por lo menos durante una temporada. Aún quedan suficientes reservas de energía, y ello no representa riesgo alguno… ¿Sabes? Lo haré dentro de tres meses y hay bastantes que están de acuerdo conmigo… Se dan cuenta de que olvidan todo lo relativo a nuestro viaje, la tierra donde nacimos, la muerte del general… y no quieren que sea así. Por otra parte, los que viven en esta tierra no nos necesitan ya. Incluso les molestamos. Dicen que la electricidad es mala, que mata la vida en los bosques… Únicamente tienen un telégrafo rudimentario, de muy bajo voltaje, y aún eso, según dicen, no es demasiado bueno… Pero las máquinas, los aparatos, los generadores de la ciudad… son un crimen. Yo no los entiendo… ¿Los entiendes tú?

»Yo tampoco había querido salir de la ciudad, y no los entendía muy bien. Pero alguna razón debían tener, y así lo dije a Jorge de Belloc…

»—Lo hemos comunicado a todos los sectores de la ciudad y a aquellos pueblos que ha sido posible… Casi ninguno ha vuelto, y unos cuantos se han marchado… Daremos tiempo para que cada uno tome su decisión… Y tú… ¿qué vas a hacer?

»Yo tenía mi decisión tomada hacía tiempo. Estaba viendo venir esta escisión entre los habitantes del planeta, y había contado con muchos días para pensarla. Quería quedarme allí, y así lo dije, pero no en ninguna comunidad. No. Yo me quedaría en el hueco de la Columna maestra, aquella en que se asentaba nuestro módulo… El anteriormente llamado módulo o sección de mando. Y así fue. Antes de que Jorge de Belloc diese la orden, le pedí unas cuantas cosas, y le prometí mantenerlas mientras viviera. Lo he cumplido.

»Tres meses más tarde. Jorge de Belloc dio la orden. El módulo de mando se levantó en el aire, majestuosamente, y se alzó hacia el firmamento. Una a una, las restantes secciones fueron despegando de sus bases y uniéndose a la primera, para reconstruir de nuevo lo que había sido en otro tiempo la nave Athelstane. Después, con toda la gloria de su grandeza, la nave se perdió en el azul del cielo.

»Supongo que sigue allí, porque a pesar de la promesa de Jorge de Belloc, no han regresado… No creo que hayan regresado a la tierra original, ni que hayan muerto. Lo más probable es que, a pesar de sus intenciones de evadir las consecuencias del condicionamiento estelar, éste haya actuado arriba… haciéndoles olvidarse de nosotros.

»Permanezco aún solo y diez años más han transcurrido desde que la nave volvió a elevarse a los espacios. Mi muerte está ya muy próxima, a pesar de que las excepcionales condiciones de esta tierra me han permitido alcanzar una longevidad casi increíble. Sé que no se estableció ninguna comunicación con nuestro planeta de origen, y que las instrucciones reservadas del general contenían como posibilidad la de que se perdiera la nave entera, cuerpos y bienes… Quizá lo crean así.

»Salgo con frecuencia, y a veces veo cazadores vestidos con trajes de ante, o con tejidos burdos, armados de escopetas de pólvora. No quieren saber nada de armas eléctricas, y todo el instrumental de ese tipo se pudre bajo la lluvia y el rocío. Han creado una especie de teoría o idea, nueva, llamada el wu-wei, que nunca he logrado entender bien. También es cierto que no se han molestado en explicármelo…

»Mi convenio con Jorge de Belloc establecía que sólo él o sus descendientes entrarían en esta cripta. No fue difícil preparar un control de sangre para que la puerta se abriese solamente cuando fuera un auténtico Belloc el que quisiera entrar… El vehículo, la hornacina con el complejo para toma de sangre… y por último, esta grabación, que acabo de hacer, sintiendo ya en mi débil cuerpo el frío de la muerte próxima.

»A tu derecha, descendiente del tercer oficial de la nave terrestre Athelstane, hay un pupitre de mando. He consignado letreros que aclaran suficientemente las diversas resoluciones que es posible tomar. La primera sección del pupitre corresponde a una planta automática de fabricación del estimulante; opérala, si es ese tu deseo, y suminístralo a los hombres… No sé si lo que produzcas en ellos, privados del influjo de este mundo al que tanto amo, será bueno o malo… decídelo tú. La segunda sección contiene un duplicado de los mandos de la nave; acciona la palanca central, si crees que es mejor decisión, y la nave se descompondrá en sus secciones y bajará para posarse en las columnas de aterrizaje… ¿Será bueno que los hombres de la nave se mezclen con los de esta tierra? No lo sé tampoco. En tus manos está el decidirlo… Y por último, la tercera sección es una radio subetérica… ¿Quieres, acaso, comunicarte con la lejanísima tierra? Hazlo así, si estimas que es lo mejor…

»O no hagas nada, si es ese tu gusto. Dejo en tus manos las responsabilidades que he guardado durante tanto tiempo… La pila atómica que alimenta esos ingenios, y gracias a la cual escuchas esta grabación, permanecerá en acción durante unos cientos de años… Nadie ha sabido decirme exactamente cuántos. Ni creo que importe mucho…

»Sólo recordaré, para terminar, la última frase que le oí a Jorge de Belloc, antes de que partiera con la nave. Después de oírla, mi alma se ha sentido más tranquila, y he seguido colocando flores diariamente, con más fortaleza de espíritu en la tumba del general Von Graffenfried. Porque Jorge de Belloc fue el único que vio en mi mano la llave de las habitaciones del general, y no dijo de ello una sola palabra… Pero en sus ojos, cuando se despidió de mí, se leía la comprensión, el perdón, y hasta diría yo que el agradecimiento… Sólo él sabía que yo era demasiado viejo, y que ocupaba un puesto de tan poca importancia, que no había valido la pena gastar en mí las ingentes sumas que costaba el condicionamiento estelar. Sus palabras, muy simples, pero que han sido un recuerdo continuo para mí, fueron solamente estas:

»Adiós, Otto. No pienses más en ello… y gracias; desde el fondo de mi corazón, gracias por todo».

La pantalla se extinguió, bruscamente, borrándose de forma total la faz torturada del anciano. Hubo una brusca, caída de tensión en los brazos de Sergio, que se encontró con las manos asidas como cepos de acero a los brazos del sillón. Sobre todo, durante la última parte de la historia, una potente angustia había ido apoderándose poco a poco de su corazón; durante algunos pasajes, le había parecido que iba a perder el conocimiento, y en dos ocasiones estuvo a punto de levantarse y huir de allí… El condicionamiento estelar operaba en él con muy escasa fuerza, o su estancia en la tierra le había dado una fortaleza inesperada, porque aguantó. Un par de miradas a su primo le convencieron de que, desde el principio de la narración, estaba en un estado de catatonía completa, total y absolutamente inconsciente… Sentía como un helado rocío correr por su rostro, y cuando trató de secárselo con el dorso de las manos, vio con sorpresa, que estaban rojas de sangre… No era sudor frío; era como un leve lagrimear de sangre en la piel, como consecuencia de la tenaz porfía por no huir ni perder el sentido ante las palabras del anciano…

La fuerza estaba de nuevo aquí, avasalladora, imposible de dominar. Notaba otra vez en las palmas de las manos la misma energía sin nombre que le permitiese dulcificar los últimos momentos de la vida de Amílcar Stone, y en su mente, que la última comprensión, el último paso… estaban próximos. Edy, Edy. Imágenes de la joven, mezcladas con las arboledas de la tierra, los ríos de aguas azules, las palabras del anciano Otto, daban vueltas en su cerebro.

Se levantó, tambaleándose, y se aproximó al pupitre de mando. En su rostro había una triste y decidida sonrisa. Examinó atentamente las posibilidades que el anciano había explicado, mientras continuaba sonriendo… ¡Pobre Otto! ¡Pobre e ingenuo Otto! En su simplicidad, no había pensado que existía una cuarta posibilidad… la más sencilla.

—Y la que tiene un mejor wu-wei —dijo automáticamente. Y su voz resonó con lóbregos ecos en las paredes de la cripta.

Abrió uno de los costados del pupitre, hasta encontrar lo que buscaba… Después, permaneció unos segundos pensando intensamente. Por fin la sonrisa se hizo más abierta, y sus manos se movieron hábilmente buscando un mando que era muy sencillo, y que necesariamente debía encontrarse allí. No le costó mucho hallarlo; era un simple interruptor, con un marcador de tiempos al lado. Puso este último en la fase más lenta, y conectó el interruptor. Hubo una ligera vibración en las luces, que se extinguieron durante un segundo, brillaron con fuerza y volvieron a lucir nuevamente con el mismo fulgor moribundo.

Alberto continuaba en el mismo estado, con los ojos muy abiertos; pálido, la frente cubierta de un sudor viscoso; los miembros completamente endurecidos. Fue en vano que Sergio intentase levantarle para cargárselo al hombro y sacarlo de allí… el cuerpo del noble parecía una sólida masa de músculos anudados entre sí.

Sergio lo contempló con compasión cada vez más intensa. Sin duda, cuando su padre, el asesinado Presidente Carlos, bajó a la cripta al llegar su jubileo, habría sucedido algo igual. Creía recordar que después de que su padre entró en la cripta, ésta había permanecido dos días cerrada, hasta que, desencajado y macilento, el Presidente había vuelto a salir. Sin duda la propia naturaleza acababa venciendo el colapso impuesto por el condicionamiento estelar; pero eso no era inmediato.

Lentamente, tratando de concentrarse y de sentir por su exánime primo el mismo amor que sentía por el mundo que le rodeaba, Sergio alzó las manos y las colocó con suavidad sobre la frente del durmiente. La notó viscosa y helada, como la de un muerto reciente. Sintió también el espeso bloque mental que había inhabilitado temporalmente a Alberto, y luchó contra él… Pensó intensamente en ello, en el futuro de este mundo, en lo que les esperaba a todos. Percibió, naciendo del fondo de su ser, un penetrante, avasallador deseo de liberar aquella mente esclava… de tomar sobre sí el sufrimiento que fuera preciso, con tal de que Alberto volviera a la vida. Captó los pensamientos del noble, su creencia en la Ciudad, su deseo íntimo de ser Presidente, su satisfacción por serlo ahora, y continuó la lucha. Algo como un chispazo al rojo blanco le atravesó el cerebro; se retorció de dolor, pero continuó lanzando oleadas de energía sobre esa pobre mente que estaba en sus manos… «Por todos —pensó—, por mí mismo, por ti, Alberto, tomaré tu dolor…». Un último y virulento espasmo le causó náuseas; sintió un mareo, y sus manos se separaron de la frente del enfermo…

Alberto se puso en pie, con el rostro blanco, los labios como dos finas líneas sin sangre…

—Lo ves… —dijo, con voz muy débil—. Tu padre tenía razón. Sólo viejas banderas desgarradas… ¿Nos vamos?

Amanecía mientras Sergio caminaba a través de las grandes arboledas. Sentía dentro de sí cómo la fuerza avasalladora que le ayudó a curar a su primo no había desaparecido, sino que era en este momento, más potente que nunca, esperando un solo paso más para desatarse del todo.

Llevaba en las manos un rifle de cañón esmaltado en negro y oro, con hermosa llave de pistón, cincelada en acero, y la culata de nogal tallado y pulido. Sólo había solicitado tres cosas de Alberto; una era ésta, que le había sido traída, inmediatamente, del museo presidencial. Las otras dos eran que no hubiese más jubileos, y que se permitiese bajar a la tierra a aquellos que lo deseasen de buena fe. Todo había sido concedido apresuradamente, como si existiese cierta prisa por perderle de vista. Una nave le había bajado hasta la tierra, y después había regresado, apresuradamente, a la meseta del palacio presidencial. Sólo unas pocas figuras habían contemplado su marcha, apiñadas como un grupito de hormigas, en la puerta de palacio.

Después había caminado por el valle, respirando a pleno pulmón el sabroso aire de la tierra, y pensando intensamente en Edy… recordando los campos que rodeaban la casa, los alegres ojos grises, el cuerpo de mujer que por primera vez había tenido en sus brazos… Borró, automáticamente, el recuerdo desagradable de aquella máquina llamada Ana Arnold, y la visión momentánea del conde Ratkoff, tendido en el suelo, con el pecho destrozado. El olvido era bueno a veces…

De los árboles emanaba un intenso aroma a corteza fresca, a hojas en crecimiento, a savia que volvía de nuevo a circular. Algo como un olor distinto se infiltró en su olfato; era el olor de madera de encina, quemándose lentamente, y le acompañaba el aroma del café recién hecho…

Allí, apoyada en un tronco tan viejo como el mundo mismo, había una figura vestida de ante, teniendo al lado un rifle de plateado cañón y culata de hermosa madera roja.

—Has vuelto —dijo el Vikingo, y le tendió la mano. Al sentir en la suya la mano de su amigo, una fuerza se desató en el interior de Sergio. Le pareció que algo de lo cual él era solamente una parte muy pequeña arrastraba en un turbión de energía desencadenada el planeta entero con toda su carga de seres humanos, vegetales, minas, oquedades escondidas en las profundidades que nadie había visto, volcanes rugientes, lluvias, ríos alborotados, tempestades, vientos… No; el wu-wei no era solamente, la comprensión del otro hombre como hombre, y no como entidad enemiga; el wu-wei no era solamente la comprensión del mundo, y la intención de no dañarlo… Era algo más; una síntesis de ambas cosas; algo tan profundo e intenso que se sentía en lo más interno del alma… Era el comprender el espíritu complejo y vivo del planeta en que habitaban; el colaborar con él, el ayudarlo, el ser uno más con todo lo creado… Era la última comprensión de cada acto humano, hasta el punto de existir una percepción inmediata y exacta de lo que cada pequeño movimiento tenía, y si ello iba a ser perjudicial o beneficioso (mal o buen wu-wei) para el mantenimiento de las relaciones mutuas entre la tierra y los hombres que la habitaban… Ni los hombres debían cambiar la tierra, ni ésta debía cambiarlos a ellos. Pero no eran cosas distintas, sino un todo único que avanzaba en la eternidad hacia un destino perdido en los más lejanos remansos del tiempo… El tener dentro esa sensación de conocimiento inmediato era la suprema felicidad, pero también la responsabilidad más extrema. Todos, en la tierra, tenían un cierto sentido wu-wei de la vida, pero sólo un Profe wu-wei sabía lo que había que hacer en cada momento, qué decisión era acertada o no, y cuándo convenía tomarla. Quizás al principio le había confundido la palabra, porque un Profe wu-wei no era alguien que obrase conforme a normas establecidas y las enseñase… No era un Profesor wu-wei…

—¿No? —dijo el Vikingo, muy suavemente, sin soltarle la mano…

No. No estaba orientado hacia el pasado, hacia el aprendizaje de algo que luego se enseña. Era hacia el futuro… algo que se tenía dentro o no se tenía. Una hoja de árbol caída al suelo por la acción del hombre… pequeño mal wu-wei… Una nave como la Athelstane… pésimo wu-wei para el mundo, si las cosas se desarrollaban tal como los tripulantes de la nave hubieran querido… El ser Profe wu-wei era una fuerza individual, como pequeños grumos de levadura que en el conjunto de la vida terrestre, tal como era ahora, lo mantenían todo invariable, sin que una y otra fuerza, los hombres y la tierra, se dañasen entre sí… No. Un profe wu-wei, por ello, era, verdaderamente, un profeta wu-wei…

—La no acción —susurró Sergio—. La no acción entre ambos… Y el saberlo de antemano… Yo, yo… creo que sabía… ahora sé… sé que lo que he hecho es lo mejor…

Y ello estaba unido a una cierta fuerza mental, producida quizá por la serenidad de espíritu o por el mismo conocimiento de su misión. Un Profe wu-wei no podía ser orgulloso ni despreciar a nadie, por propia naturaleza… era un ser aparte; pero también era uno más. Como el Vikingo… como el ciego violinista…

El sol brillaba ya acogedoramente sobre aquel mundo inmenso, sobre aquella tierra fértil y eterna, dispuesta a llevarles a todos en su carrera hacia el infinito…

La mano del Vikingo continuaba en la suya, y en sus ojos había una profunda luz de comprensión.

—Bienvenido, hermano —dijo—. Bienvenido a nosotros. Profe wu-wei…

A lo lejos, tras ellos, la Ciudad se replegó sobre sí misma y se alzó nuevamente en el espacio, mientras en el fondo de la cripta, la pila atómica, cortocircuitada por Sergio, gastaba rápidamente su energía, haciendo imposible en el futuro tomar ninguna decisión.