III
ENEMIGOS MUERTOS Y AMIGOS VIVOS
Durante las tres jornadas que siguieron, Sergio caminó hacia el Norte en busca de la columna negra que viera pasar en los últimos instantes de su descenso. Tenía un mapa que situaba claramente, en el extenso continente llamado Europa, una hilera de columnas, desde el Norte, hasta el extremo Sur. Si bien no sabía muy bien en qué parte de Europa había caído, tenía ahora la certeza de no haberse equivocado en sus cálculos para el aterrizaje; sí, en cambio, se había equivocado en su capacidad para dormir… Si los cálculos hubiesen estado equivocados no habría descendido en Europa (el único continente en que se alzaba la hilera de ciclópeas columnas) sino en África, o en algún océano… Por tanto, era evidente que, en vez de dormir cinco o seis horas, había dormido cerca de veinte…
Las colinas herbáceas se extendían ininterrumpidamente, una detrás de otra, rotas de cuando en cuando por un macizo bosquecillo de chopos, o por un roquedal abrupto que surgía de las entrañas de la tierra, alzando al cielo sus aguzados cuchillos de roca. En uno de ellos, encontró uno de aquellos orificios casi circulares como el que el doctor Singagong describía en su libro, pero no se entretuvo en explorarlo.
En varias ocasiones halló pequeños animales que no supo reconocer, y abundancia de pájaros. Mató dos patos con el silencioso rifle, y devoró uno de ellos, bien asado con la potente llama de la cocinilla portátil. Una vez, durante la noche, la caja de alarma castañeteó con fuerza, y pudo percibir, al salir de la tienda, algo enorme y peludo que daba vueltas en las cercanías. No disparó, limitándose a esperar, y la fiera, o lo que fuese, desapareció rugiendo en las oscuridades nocturnas.
Al tercer día vio aparecer en el cielo, antes de ponerse el sol, una luna pálida y ancha, que iluminó durante unas horas, con su triste luz plateada, el lugar que había escogido como campamento.
A la mañana siguiente, después de contemplar de nuevo, como otros días, el siempre renovado prodigio del maravilloso amanecer (no se hubiera cansado nunca de verlo) pudo divisar a lo lejos las cimas neblinosas de unas montañas… Le parecía recordar que en esas montañas, precisamente, se encontraba la columna negra que iba buscando; por ello, reanudó con nuevos ánimos la marcha en aquella dirección. Caminaba alegremente, silbando y respirando a pleno pulmón el fresco aire de la madrugada; gracias a la mochila antigrav, el peso de las provisiones e instrumentos no sobrepasaba los dos kilos; y el contacto con la empuñadura pulida del rifle le daba seguridad.
A mediodía, el terreno comenzó a cambiar. Las familiares colinas onduladas cubiertas de hierba fueron siendo sustituidas, gradualmente, por espacios desérticos, llenos de rocas oscuras, y los suaves valles en cuyo fondo circulaba algún manso arroyo, por gargantas cada vez más agrestes, con las laderas cubiertas de pinos y encinas, con alguna eventual cascada, saltando y espumeando en la parte más profunda. Las montañas estaban mucho más cerca, pero se dio cuenta de que difícilmente las alcanzaría antes del día siguiente. Eran bastante más altas de lo que parecieran, al verlas desde lejos, y comenzó a temer sobre su capacidad para escalarlas.
Descendía una de las gargantas rocosas, atravesando la fresca sombra de un bosquecillo de copudas encinas, cuando oyó un ligero rumor a uno de los lados. Se detuvo, inmediatamente, con el rifle preparado. Había unos espesos macizos de delgadas hojas lanceoladas, cubiertos de pequeñas flores rojas con motas negras de las que surgía un olor a podrido… y dentro de este macizo, algo se movía lentamente, agitando las hojas.
Un momento después dejó escapar el aire de los pulmones, tranquilizado. No era más que uno de aquellos abundantes animalillos de pelo gris, con vivos ojos negros, como el primero que viera, y que, según había comprobado sobradamente, se limitaban a alimentarse de bayas y de alguna pequeña fruta. Había comenzado a bajar la guardia, desviando el cañón del rifle, cuando algo cilíndrico, de color verdoso, cruzó fulmíneamente el aire, desde el lado opuesto, y se empotró literalmente en el pequeño animalillo gris. Asustado, Sergio retrocedió un poco, sin dejar de observar al nuevo visitante.
Era como medio pepino verde amarillento, de unos cuarenta centímetros de largo, por veinte de grueso, totalmente cilíndrico, si bien con unas estrías longitudinales que parecían dividirlo en sectores. No mostraba patas ni mecanismo locomotriz de ninguna clase, y al parecer, no emitía ningún ruido, salvo algo semejante al chasquido de una madera rota, que Sergio había creído oír un instante antes de su aparición.
El que chillaba aterradamente, y se revolcaba por el suelo, intentando librarse de su enemigo, era el pequeño animalillo gris, cuyos ojos negros, casi vítreos, demostraban que estaba agonizando. Un ruido como de succión llegó hasta Sergio, procedente del lugar donde el pepino amarillo verdoso se había hundido en la carne de su víctima. Esta, después de una sacudida tetánica, quedó examine. En un impulso, Sergio disparó sobre la extraña bestia y pudo ver, con satisfacción, que el disparo la había atravesado de parte a parte.
Sin embargo, aún le costó un par de minutos morir. Se curvó sobre sí misma, chorreando una sangre roja y espesa; se estremeció cambiando de color a un tono claramente azulado, y por fin, se soltó del bichejo gris, y permaneció en el suelo, agitada por últimas e irregulares convulsiones. Cuando Sergio se aproximó, pudo ver que la parte, plana de aquel cuerpo, una gran boca, con tres colmillos blancos dispuestos como las aspas de un ventilador, chorreaba todavía, a bocanadas, la sangre de la bestezuela gris. Aquel aparato bucal tenía todo el aspecto de un potente órgano de succión, y prueba de ello era que en el costado del animalejo peludo quedaba una gran herida circular, manando aún sangre, con tres profundas incisiones.
Sintiendo una profunda repugnancia, Sergio continuó su descenso a través de los árboles. Casi al final, encontró un nuevo macizo con flores rojas y negras… oyó un chasquido de madera; dio un brusco salto, y un nuevo pepino verdoso cruzó zumbando el lugar donde se hallaba un instante antes. Cayó a unos metros de allí, y antes de que pudiera moverse de nuevo, Sergio descargó sobre él tres disparos, en rápida sucesión.
Mientras el hediondo bicho se retorcía en los espasmos de la muerte, Sergio se aproximó a la cascada, cuidando muy bien de evitar los espacios cubiertos y caminando solamente por los claros. Había visto que aquellas bestias alcanzaban solamente unos diez metros de distancia, si bien se lanzaban con fulminante rapidez, como balas. De no ser por el chasquido precursor del ataque, quién sabe si ahora estaría gravemente herido, o quizá muerto.
A media tarde, las montañas se hallaban ya cerca. Eran enormes y estremecedoras. Sergio, falto de medios, no pudo calcular su altura, si bien pensaba que podían elevarse cinco o seis mil metros sobre el nivel de la llanura. Parecían pesar sobre él ocupando todo el horizonte, llenas de escarpaduras, contrafuertes y murallas extensísimas… Se alzaban hacia el firmamento, una cima tras otra, una garganta salvaje tras otra, ocres y verdes, cada hilera más alta que la anterior, hasta ser coronadas por un monstruoso y gigantesco titán cuya cima era apenas visible, como rodeada de una ligera bruma grisácea…
A pesar de todo, Sergio tuvo que reconocer que aquellas montañas tenían un aspecto amenazador. Y no era sólo su enorme mole y las ingentes dificultades de su escalada… no… era algo más. Lo mismo que en algunos bosquecillos, en las colinas herbosas, había sentido claramente una sensación de bienestar, de paz, como si la naturaleza le acogiese gozosa y estuviera satisfecha de que él se encontrase allí… («Extraña forma de pensar» se dijo),… aquí sucedía lo contrario. Las montañas le rechazaban. Las montañas no querían que se les acercase… y caso de que se atreviera a hacerlo…
De un manotazo, Sergio borró estos absurdos pensamientos de su mente y continuó su marcha. Aún quedaba un buen espacio de llanura hasta las primeras estribaciones, y confiaba en acampar aquella noche al pie de la primera cima.
El sol rozaba el horizonte con su parte inferior cuando descubrió algo nuevo. Las primeras rocas de la ciclópea cordillera se alzaban sólo a un kilómetro de él, y la hierba había desaparecido totalmente, siendo sustituida, como única manifestación vegetal, por grupos sueltos de carrascas y pinos, entreverados con abundantes avellanos. Ya se hallaba cansado, pensando en acampar al amparo de la primera peña que le ofreciera refugio (no, desde luego, en un bosquecillo, y menos al lado de cualquier macizo herboso) cuando su vista se fijó en un par de profundos surcos trazados en el terreno.
Durante unos segundos permaneció inmóvil, contemplando fijamente su descubrimiento. Apenas eran visibles, y quizás hubieran podido pasarle inadvertidos, de no ser por la atención que ahora iba poniendo por si aparecía algún nuevo pepino. Pero eran dos huellas paralelas, de unos cuatro dedos de profundidad y unos veinte centímetros de anchura… que continuaban hacia ambos lados, perdiéndose en la lejanía.
—Un carro —se dijo—. O algo parecido.
¿En qué dirección iba? Un atento examen le reveló que algunos guijarros, más o menos gruesos, habían sido apartados o hundidos en el terreno, debido a la marcha y pesadez del vehículo. Y viendo el tamaño de los guijarros dedujo que era bastante pesado, ciertamente, y además, que se movía con lentitud…
Alguna de las piedras había sido arrastrada, trazando un surco; otras habían sido hundidas en el suelo, con una inclinación ligeramente oblicua. En una de éstas, la tierra se apelmazaba un poco en uno de sus lados, formando como un pequeño reborde, mientras que en el contrario quedaba una estrecha hendedura entre la superficie de la piedra y el terreno. No era difícil deducir que el carromato, fuese lo que fuese, marchaba hacia el oeste… hacia el sol que se ponía.
De todas formas estas deducciones no le iban a hacer falta. En aquel momento, un estampido bronco resonó no lejos de allí, en la misma dirección en que el carro había marchado… y repercutió sordamente en las monstruosas masas de la cordillera. A éste siguieron otros tres, casi juntos… y otro más…
La luz se hizo en la mente de Sergio, como un relámpago. Eran armas de fuego… fusiles que disparaban con pólvora. Recordaba haber usado algunos años antes un arma de éstas, por curiosidad.
Sacando el cargador del rifle, y guardándolo, pues aún quedaban en él doce balas, introdujo uno nuevo, completo… y comenzó a caminar apresuradamente en dirección al tiroteo. Un par de nuevos estampidos se escucharon.
Caminó durante quince minutos, escudándose detrás de las peñas sueltas, semihundidas en el terreno, que en tiempos pasados cayeron rodando desde las altas cimas montuosas. Casi había olvidado el peligro real de los pepinos voladores.
Las huellas del carromato eran apenas visibles en la semioscuridad del crepúsculo, pero algún disparo suelto, y en ocasiones una cascada de tiros agrupados, continuaban llegando hasta él. El terreno ascendía muy ligeramente, formando una especie de suave loma en cuya cima se recortaban, contra el sol, irregulares agrupaciones de rocas, caídas y amontonadas de cualquier forma. La loma le ocultaba el sol poniente, extendiendo sobre él una ancha y profunda sombra, pero las huellas de la carreta continuaban estando allí; pudo percibirlo al tocar el suelo con los dedos. Estaba claro que tenían que pasar por el único sitio en que los peñascales dejaban un lugar libre en la cresta de la loma, y hacia allí se dirigió…
Subió inclinado la leve cuesta, y al final, ocultándose tras una áspera peña, asomó la cabeza. En aquel momento escuchó un chillido vibrante, procedente de un animal que no conocía… Pudo ver una extensión llana, similar en todo a la que acababa de dejar a su espalda, con peñas sueltas, bosquecillos, y grandes contrafuertes rocosos… A unos trescientos metros de él, detenido en mitad de la planicie, silueteado en negro contra el rojo sol y las violáceas barras de nubes, había un largo vehículo rectangular, provisto de anchas ruedas con llanta de hierro, que relumbraban débilmente bajo la luz escarlata… Un par de robustos animales con cuernos («¿Bueyes?», pensó) yacían en el suelo en la parte delantera, uno de ellos inmóvil; el otro pataleando espasmódicamente…
En aquel instante dos fogonazos surgieron de la negra masa del vehículo, y el chillido anterior volvió a escucharse. A su derecha se escuchó un nuevo estampido, más profundo que los anteriores, y una lengua de fuego brotó de entre las rocas… Una figura disforme, con cuatro patas, una cabeza alargada, y algo con dos brazos, como una protuberancia más, uno de los cuales agitaba un largo palo… «Un hombre montado a caballo, ignorante» se dijo Sergio, recordando las láminas que había estudiado en la Ciudad. «Un hombre montado a caballo, y armado con un fusil…».
Durante unos segundos se recrudeció el tiroteo. Del inmóvil vehículo surgían llamaradas de varios lugares, y por lo que pudo deducir, los asaltantes formaban un arco situado a su derecha, entre el vehículo y las agrestes estribaciones de la cordillera. Fue contando uno a uno los lengüetazos de fuego, y pudo darse cuenta de que los asaltantes eran seis, y además, el hombre del caballo, que, como si fuera inmune a las balas, saltaba de un lado a otro, lanzando broncos gritos que no logró comprender…
Era mucho menos denso el fuego de la carreta. Quizá no hubiera dentro de ella más de dos o tres hombres, a juzgar por el ritmo de sus disparos.
Un aullido procedente de un nido de rocas le sobresaltó. Vio una figura negra saltar en el aire, llevándose las manos a la cabeza, y aventar a lo lejos un fusil humeante, para caer después como una masa, sobre un bancal de tierra, con la cabeza hacia abajo y los brazos colgando… De algún lado, entre las rocas, surgió una antorcha encendida trazando molinetes en el aire, para caer después a unos metros del carromato.
Mientras el acre olor a pólvora quemada llegaba a su nariz, Sergio, a la luz aceitosa de la antorcha, a la que pronto siguieron otras dos, pudo ver que el vehículo estaba constituido por una gran caja alargada, de quizá doce metros de largo por tres de ancho, con estrechas ventanas aspilleradas, de donde surgían las llamaradas de los disparos. Una nueva antorcha se estrelló cerca del carricoche, y soltó una brazada de chispas al chocar con el suelo… A su luz, Sergio pudo distinguir, durante un segundo, fragmentos de letras pintadas con colorines en las paredes del carromato.
… APIO… …DICINA PARA…
… NAZO MATINAL… …NOTICIAS…
… BAZAR Y… …STORE MERCAN…
En un momento tomó su decisión. Fuesen lo que fuesen los de fuera, era evidente que los del vehículo eran gente civilizada, bastante más que los salvajes… Para otro instante el recomponer todos sus equivocados conocimientos sobre la Tierra…
Un grito del jefe a caballo, claramente percibido en virtud de una ráfaga de viento, acabó de decidirle.
—¡Al asalto, animales! ¡No dejemos ahí ese botín!
Ajustó fríamente la mira de infrarrojos de su rifle, y después, despacio, se arrastró hasta el borde de la loma, cuidando de que su cuerpo y su cabeza no sobresalieran mucho. Luego, serenamente, usando tan sólo los movimientos precisos, enfocó con el visor nocturno y la mira telescópica al hombre a caballo.
La bala, impulsada por el pequeño pero potente campo magnético del rifle, salió silenciosamente. El hombre a caballo cayó al suelo, como un fardo, mientras el animal se encabritaba, y con las fauces espumeantes y las riendas arrastrando, emprendía un loco galope hacia las montañas… sus cascos se oyeron aún repicar en el duro suelo durante un rato…
El visor mostraba claramente las cabezas de los hombres escondidos en las rocas, como manchas de un vivido rojo sobre un fondo gris-rosa… Un nuevo disparo, y otro hombre saltó al aire, como impulsado por un muelle… El tiroteo, a pesar de todo, continuaba por ambas partes, y una bala perdida chocó en un peñasco, a su derecha, rebotando con un aullar de sirena…
El segundo hombre fue alcanzado en un hombro, y sus maldiciones y gritos llegaron claramente hasta Sergio. El tercero fue herido en una mano, después de tres disparos en falso, y un torrente de palabrotas y juramentos retumbó en la montaña, mientras el pesado fusil caía al suelo, con ruido metálico.
—¡¡Hay alguien ahí arriba!!
Dos o tres disparos hicieron mella en las rocas, a su alrededor, y algo se enterró con un sordo «plof» en el suelo, un metro delante de su cara, salpicándole de tierra… Los tres siguientes disparos del rifle magnético pusieron fuera de combate a otro asaltante, que se llevó la mano al pecho, y cayó hacia atrás…
Los estampidos habían cesado… Era casi completamente de noche… las primeras estrellas relumbraban en el cielo; pero a la luz de las antorchas, a las que el viento nocturno, que acababa de levantarse, daba más viveza, pudo ver Sergio cómo los supervivientes se retiraban… Uno de los heridos (el de la mano) les acompañaba, jurando y asiéndose la mano herida con la otra… No surgían nuevos disparos de la carreta, ahora totalmente silenciosa… El herido en el hombro gritaba atrozmente, insultando a sus compañeros.
—¡No me dejéis aquí, hatajo de cobardes! ¡Asquerosos, malnacidos! ¡No me dejéis aquí! ¿Queréis que me ahorquen?
—¡No dispararemos! —dijo una voz aguardentosa desde la carreta—. ¡Llevaos a esa joya, que no vale ni la cuerda que usaríamos con él…! ¡Lleváoslo, que hoy me he despertado con ganas de hacerle un favor a un aborto! ¡Cuando tú naciste sólo tenías la cabeza y el culo, y te tuvieron que poner las cuatro patas de un cerdo! ¡Llevaos a ese bicho, si es que podéis soportar el olor megalítico que echa! ¡Puaf!
—¡Maldito seas! ¡Ya te cogeré! —contestó el herido.
Dos sombras negras le arrastraron fuera del círculo de luz de las antorchas. Hubo un rumor de pasos apresurados entre las tinieblas nocturnas, algún aullido del herido, al que sus compañeros arrastraban sin muchas contemplaciones… y después algún relincho de caballo. Unos instantes más tarde cuatro jinetes, uno de ellos sostenido por los demás y tambaleándose en la silla, y el último asiendo las riendas con una sola mano, se recortaban a lo lejos, sobre el resto de luz del crepúsculo… ya fuera del alcance de los fusiles de pólvora. Aunque no del rifle magnético… a pesar de lo cual, Sergio se abstuvo de utilizar su arma.
Durante unos minutos la carreta permaneció silenciosa, iluminada por la moribunda luz de las antorchas, que continuaban chisporroteando en el suelo… Sergio desconectó el visor de infrarrojos, y adosándose a las rocas sueltas, por si acaso, comenzó a descender la pendiente.
De la carreta llegaba un confuso rumor. Se oía, sin entender las palabras, la voz aguardentosa y ronca… otra, casi inaudible, semejaba contestarle. Hubo un momentáneo silencio. Después, un ruido de hierros, y con un metálico tañido, dos puertas de metal se abrieron en la parte trasera del vehículo y chocaron con sonido de campana contra los laterales… Surgió una sombra, con un fusil en una mano, y una luz en la otra. Parecía ser un farol hecho de metal y cristal con una ancha asa para cogerlo; la llama temblaba ligeramente, iluminando con fulgores rojizos los alrededores…
—¿Quién anda ahí? —dijo la voz bronca—. Si es hombre de paz, que salga…
Sergio no contestó ni se movió. Se hallaba a unos cincuenta metros del vehículo, semioculto tras la lámina filosa y llena de esquirlas de una ancha protuberancia rocosa, que surgía del suelo, como la hoja de un cuchillo.
—¡No tengas miedo! —aulló la voz vinosa—. ¿Nos has ayudado o no? ¡Sal de una vez!
Lentamente, Sergio, sin abandonar el rifle, salió de detrás de la lámina de roca.
—No disparéis —dijo—. He sido yo el que os ha ayudado.
—Acabáramos —contestó el otro, alzando la luz sobre su cabeza—. Acércate de una buena vez… que te veamos la cara.
—Que salgan antes los que haya ahí dentro.
—Bueno está. ¡Eh, vosotros, salid!
Dos figuras más aparecieron en el círculo de luz del farol; una de ellas la de un hombre alto, y la otra la de un enano de un metro cuarenta de estatura. De pronto, Sergio se acercó a grandes pasos, sintiendo que se le subía la sangre a las mejillas…
—Pero, vosotros…
—¡Oh, visitante de las estrellas! —dijo el de la voz vinosa—. Yo Manchuok, gran Jefe. Acércate, hombre, acércate de una vez.
Una hora más tarde muchas cosas se habían aclarado, y muchas palabras se habían dicho. La primera reacción de Sergio fue de indignación ante el engaño de que había sido objeto, pero la suave voz del hombre alto logró tranquilizarle.
—¿Conoces otro sistema de acercarte a uno de ahí arriba sin saber qué clase de persona es?
—Bueno, yo…
—Si hubieras sido un criminal, habrías actuado de una forma muy distinta. Aparte de que no hubieras llevado rifle, ni un stock tan completo de provisiones y utensilios… Lo cierto es que resulta muy raro que un criminal llegue vivo. En primer lugar tiran pocos; y después, la mayor parte se matan…
—Yo —dijo el de la voz vinosa— sólo he visto dos vivos, y tres cohetes de esos con los de dentro espachurrados mismamente como si les hubiera pasado un mamut de esos por encima… ¿Un trago de vino, joven?
Sergio probó el contenido de la botella, y después de beber algo, renunció a hacerlo de nuevo. No era fuerte, pero tenía un sabor extraño hasta más no poder. Sabía a hierbas aplastadas, a alcohol de madera, a heces de una cacerola no lavada…
Habían encendido una hoguera junto al carromato, y a su luz, mientras los leños crujían y humeaban, Sergio pudo detallar mejor a sus tres compañeros.
El hombre alto, sin el tocado de plumas y la larga capa gris, resultó tener un par de hermosas trenzas rubias que descendían por su espalda hasta la cintura. Era muy joven, más que el mismo Sergio, y unos diez centímetros más alto que él. Sus rasgos eran regulares, y singularmente serenos; a veces, incluso, casi inexpresivos. La mirada de sus ojos azules, más bien grandes, era fría en ocasiones, benévola en otras… soñadoras las más. Vestía ahora un flexible traje de ante amarillento, con las costuras cuidadosamente cosidas. Al principio había llevado un arma, un largo rifle, de plateado cañón y culata de hermosa madera roja, pero lo había vuelto a guardar en el carromato tan pronto como las cosas quedaron claras.
—¿Por qué dejasteis escapar al herido? —preguntó Sergio—. Si se repone, será un enemigo más.
—El que huye, huye más despacio cuantas más cosas lleva consigo —respondió el hombre, alto—. Si caminas solo, caminas mejor.
—Vamos —apostilló el de la voz vinosa— que, según dice el Vikingo, llevando a ese irán más despacio, y puede que los cacen antes.
—¿Que los cace quién?
El de la voz vinosa, aparte de exhalar un espantoso hedor a vino barato y a suciedad acumulada durante décadas, tenía un rostro verdaderamente curioso. No se podía decir que fuera regular o irregular, porque parecía cambiar según le daba la luz de la hoguera. Tenía una nariz protuberante, gruesa en la punta, surcada de copiosas venillas escarlatas, azulenca a zonas, bulbosa, reiterativa… Aquella nariz obsesionaba; a Sergio le pareció que siempre que su vista se dirigía a algún lado, se encontraba con la nariz y los legañosos ojos negros del hombre. En lo demás no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado… Tenía unas manos callosas, con dedos largos y afilados, profundamente sucios…
—A mí me llaman el Manchurri —dijo el hombre de la voz vinoso—, si bien mi verdadero nombre es Serapio… Serapio Marcilla, comerciante, cambista, viajero sin límite… periodista, arreglo cosas, cambio y entrego mercancías… hago todo lo que haya que hacer, y me conformo con algo de comida y un poco de vino…
«No será un poco» pensó Sergio, viendo la altura a que estaba ya la espantosa mezcla contenida en la botella.
—Bueno; los cazará una patrulla… Si al capitán Grotton (puede que lo conozcas algún día) le da por ahí… Los encontrará por doquier, los acosará, y después de todo, los escabechará. ¿Un trago de vino, joven?
—No, gracias… Y si piensas que caminar solo es mejor, ¿por qué no vas solo?
—Voy solo —dijo el Vikingo.
—Vas con dos amigos.
—Voy solo —repitió el Vikingo, mirándole bondadosamente.
—Claro que va solo —berreó el Manchurri, después de empinar nuevamente la botella—. ¡Malditos forajidos! ¡Si llego a darme cuenta de que han matado a William y a Pepito, a buenas horas se va entero el aborto ese!
—¿William y Pepito?
—Los bichos —dijo el enano—. William planchó y a Pepito hubo que apiolarlo.
—¿Qué dice?
—Que William estaba muerto, y que Pepito, como estaba herido de muerte, tuvo que morir, misericordiosamente, como todos hemos de hacerlo, oh Señor, perdónanos nuestras deudas, como nosotros… ¿y tú de dónde sales?
Los ojos del Manchurri estaban fuera de sus órbitas, y la botella casi vacía.
—Este tipo enanoso y vil —dijo, entre dos eructos— se llama el Huesos…
—Manchuok, Vikole y Huesok —comentó Sergio, mordazmente.
—Eso mismo… ¿Estuvo bien, o no?
—Pero, entonces, ¿los salvajes del mercurio?
—No confío en ti —manifestó el Manchurri, majestuosamente, poniéndose en pie, y señalándole con la botella vacía—. Vienes de la montaña, engendro del mal… vienes de allí donde va uno y brrrrrr…
—Le dio peleona —dijo el Huesos, lentamente—. Vamos, Manchurri, vamos, hombre…
—Hay algo raro en la montaña —dijo Sergio, mirando al Vikingo, que parecía no escuchar—. Me ha dado la impresión de que algo malo… algo dañoso…
—El aura es maléfica allá —contestó el Vikingo—. Seguramente no pasaría nada… pero ¿por qué ir?
Sergio no respondió. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, y mucho menos, a estos absurdos personajes, que parecían no tener explicación alguna.
—Vamos a ver… —dijo—. ¿Hay salvajes o no hay salvajes?
—Realmente los hay —dijo el Vikingo, con suavidad—. Tú viste tres hace unos días…
—¡Erais vosotros mismos!
—Pero en aquel momento éramos salvajes… como lo son los que recogen las cosas, y entregan el mercurio.
—Bueno… ¿y por qué hacéis eso?
—Nadie quita nada al que tiene menos que él —contestó el Vikingo—. El hombre fuerte vive tranquilo mientras los demás son más débiles.
—¿Quieres decir que no hay salvajes… que en la tierra hay una civilización? ¿Que lo hacéis para ocultarla?
El Vikingo, sin contestar, abrió las manos, como indicando que era muy difícil dar una explicación.
—Es mejor que lo veas por ti mismo —dijo, después de unos momentos de silencio—. No es fácil de explicar.
El Huesos estaba introduciendo el casi insensible cuerpo del Manchurri dentro del furgón, y Sergio se levantó para ayudarle… No pudo ver nada del interior del vehículo, dada la oscuridad reinante; solamente que del interior surgía un penetrante olor a grasa mineral, a ropa vieja, a carne no muy fresca… Al regresar junto al Vikingo, que permanecía inmóvil, junto a la hoguera, se detuvo a leer los letreros que adornaban el costado del carromato:
SERAPIO EL MANCHURRI MEDICINA PARA TODOS EL CLARINAZO MATINAL Y AVISADOR IRREGULAR DE LA GRAN REGIÓN EUROPEA. LAS MEJORES NOTICIAS. GRAN BAZAR Y IMPRENTA. GENERAL STORE MERCANCÍAS.
—¿Tienes comida para mí? —preguntó el Vikingo.
—Sí; si es preciso, creo que tengo para todos vosotros.
—Es una buena respuesta —contestó el Vikingo, sonriendo abiertamente—. Creo que podremos entendernos. Y ahora, vamos a comer, mientras esos dos duermen… Hay una pierna asada, fría de esta mañana, fresas silvestres y agua… Espero que sea bastante.
—Pero ¡bueno! —casi gritó Sergio, irritado—. Si tenéis comida, ¿por qué me la pides a mí?
—Digamos que es una frase de paz, que aquí usamos. Venimos a comer. Entrad; hay comida para todos. ¿Entiendes? Por eso digo que tu respuesta era buena; pero lo que yo te pedía no era comida… ¿Entiendes?
—Hum… Creo que sí.
El Vikingo extrajo de la parte delantera del vehículo una bolsa de piel, con la pierna y las fresas, y sacó también un recipiente de barro con agua. Lo colocó todo junto al fuego, sobre un paño blanco, y tendió a Sergio una afilada navaja.
—¿No tenéis miedo de que vuelvan esos otros?
—No es fácil.
—¿Quiénes eran?
—Bandidos.
—¿Qué querían?
—Asaltar el carromato y matarnos para llevarse las mercancías del Manchurri.
—¿No quieres saber por qué os he ayudado?
—No. Fue tu gusto hacerlo… ¿por qué he de molestarte preguntándote tus motivos?
—Sois unas gentes muy extrañas.
—Pienso que debemos parecértelo, sí.
—¿No quieres saber por qué he bajado a la Tierra, quién soy, qué busco, qué quiero?
—No. Pero si quieres decírmelo, hazlo. Nadie puede obligarte a nada.
—Os dije la verdad… Vengo de arriba porque quiero visitar esas columnas negras… Necesito encontrar una, concretamente, una que es distinta de las demás… No por fuera; por fuera es exactamente igual… pero hay algo, no sé el qué, que la distingue. La llaman la Columna Real. ¿Sabes algo de esto?
—Sí… —dijo el Vikingo, después de comer pausadamente masticando mucho, un trozo de pierna—. Hay vino para ti e incluso viski, si quieras algo más fuerte. Yo sólo bebo agua.
—Yo bebo muy poco… Por cierto, esta carne es excelente… ¿Qué es?
—Venado.
—¿Qué sabes de la columna Real?
—He oído decir que la llaman el Pilón del Alba. Pero yo no sé nada de ella… nunca lo he sabido.
—¿Hay alguien aquí que lo sepa?
—Sí —dijo el Vikingo, y parecía que las palabras salían con dificultad de su boca, como si no le gustase hablar de esto—. Un hombre. Herder, el mago. Las ha visitado todas… es el único. Si alguien lo sabe, es él.
—¿Dónde está?
—Lejos. Por favor, no me preguntes más esta noche… Estoy cansado… ¿Puedo pedirte un favor?
—Claro.
—Quisiera imponerte las manos otra vez… No te haré daño.
—¿Para qué es?
—Puedo palpar algo de tu aura… quizás esto nos ayude.
—Está bien.
El Vikingo repitió la misma operación de unos días antes. Puso sus palmas sobre la frente de Sergio y permaneció durante más de un minuto, inmóvil, con los ojos cerrados. Sergio sintió una ligera somnolencia… prontamente vencida; una sensación de bienestar.
—Hay mucho sufrimiento en tu mente —dijo el Vikingo, después de retirar las manos—. Demasiado… Hay odio, rencor, deseo de venganza. Pero eres bueno… tu mente es… limpia, sana. Es lástima que esté, tan, tan… estropeada. Puede ser que sane.
Calló durante unos instantes, meditando.
—El Manchurri y el Huesos son buenos…
—¿Tú lo eres?
—Yo sólo quiero serlo… El Manchurri y el Huesos son buenos. Creo que no llegarás a hacerles daño… Eres difícil de interpretar… poco wu-wei… tal vez eso cambie. Es mucho mejor dejarte hacer lo que quieras. Pero tu lucha no es mi lucha. Yo no te ayudaré en ella. Tampoco podría, aunque quisiera…
—¿Me llevarás a ese Herder?
—El Manchurri y el Huesos te llevarán… Les dio algo muy importante… Yo, quizá vaya, quizá no. No lo sé. No me preguntes nada más. Es hora de dormir… ¿Qué guardia quieres hacer?
—No es preciso; mira, tengo una caja de alarma; si algo o alguien se acerca…
El Vikingo estaba en pie junto a la trasera del carro, del cual salían estruendosos ronquidos. Tenía de nuevo en la mano el fusil de cañón plateado.
—¿Durará siempre?
—No… Tiene baterías para unos seis meses. —¿Por qué habría de acostumbrarme a ella, si al cabo de seis meses no la tendré? No… úsala tú, si es ese tu deseo. Yo usaré mis ojos y mis oídos. ¿Primera o segunda guardia?
—¿Puedo hacer la primera?
El Vikingo afirmó con la cabeza, y después se acostó al lado de las ruedas del carro, dejando el plateado rifle a su lado. Sergio se quedó solo, bajo la noche estrellada, con la caja de alarma a su lado. Se sentía un poco ridículo allí, sentado cerca de la moribunda hoguera, en la gigante oscuridad de la noche, dependiendo de un aparato electrónico, grande como una cajetilla de cigarrillos… Miró hacia las montañas, sombras proyectadas hacia el infinito, enormes masas de donde continuaba surgiendo un hálito de miedo… Después, sin saber por qué, en un impulso, desconectó la alarma electrónica y se acuclilló junto a la hoguera, con el rifle magnético entre las rodillas.